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Quintral, el hijo del cacique de la tribu, era admirado por las jóvenes debido a su
valentía y fortaleza. Entre todas ellas había una que, además de admiración, sentía un
profundo amor por él, pero su condición humilde le impedía siquiera imaginar la
posibilidad de que el joven se fijara en ella. Amancay, tal era el nombre de la hermosa
joven, no era indiferente a Quintral. Muy por el contrario, él sentía que su corazón se
inflamaba cada vez que la morena joven se encontraba cerca, pero sabía que su padre
jamás aceptaría que él la desposara.
Quintral empeoraba cada vez más, y en medio del delirio y la fiebre no dejaba de
pronunciar el nombre de su amada Amancay. Su padre consultó a su consejero y este
le contó sobre el amor profundo y silencioso que existía entre ambos jóvenes. Viendo
el grave estado de su hijo, el cacique envió a sus mejores guerreros a buscar a la
muchacha.
Mientras tanto, Amancay había consultado a una Machi para que la ayudara a
encontrar una cura para su amado Quintral. La anciana le reveló que la única forma de
salvar al joven era prepararle una infusión con una flor amarilla que crecía en la
cumbre del Ten-Ten Mahuida, y Amancay no dudó en ir en su busca. El ascenso no
fue sencillo, pero ella no cejó en su esfuerzo. Por fin logró llegar a la cima de la
montaña y encontrar la bella flor, pero no se percató de que el gran cóndor la
observaba desde las alturas.
Tan pronto como Amancay arrancó la delicada flor, el cóndor descendió junto a ella y
le recriminó haber tomado aquella flor que pertenecía a los dioses. Con voz de trueno
dijo que los dioses lo habían puesto como guardián de las cumbres y todo lo que en
ellas se encontraba, y a pesar de que la joven pidió disculpas y explicó la situación en
la que se encontraba Quintral, el imponente ser no quiso escuchar razones. Al ver que
las lagrimas brotaban de los ojos de la muchacha, el cóndor le propuso entregarle la
flor a cambio de que ella le diera su propio corazón. Amancay no dudó. Después de
todo, ¿de qué le serviría su corazón si no tenía a nadie a quien amar?
La joven se arrodilló frente al ave y sintió como el potente pico habría su pecho en
busca del delicado corazón. Sus labios se abrieron y una débil voz pronunció por
última vez el nombre de su amado Quintral. El cóndor, conmovido por el amor que
hasta último momento demostró la joven, con delicadeza tomó el corazón con una
garra y la flor amarilla con la otra para luego elevarse majestuosamente.
El cóndor voló hasta la morada de los dioses, sin darse cuenta que gotas de la sangre
de Amancay salpicaban no sólo el camino sino también la delicada flor. Una vez en su
destino, imploró que le permitieran llevar la cura para Quintral y que crearan un
recordatorio para que el sacrificio de la joven no fuese olvidado. Ambas cosas fueron
concedidas, y de cada gota de sangre que cayó en los valles y las montañas nació una
bella flor amarilla con gotas rojas que se convirtió en símbolo del amor incondicional.
Desde ese día, quien regala una flor de Amancay te entrega su corazón.
Según los Mayas había dos Dioses, Tepeu y Gucumatz. Se sentaban a pensar sobre
cosas y luego esas cosas existían. Se imaginaban montañas, la tierra, los océanos, el
cielo y los animales y una vez que los imaginaban, aparecían. Usaron barro para crear
personas las cuales se deshacían cuando se mojaban, así que hicieron personas de
madera. Estas personas causaban problemas; entonces el Dios creó una inundación y
los destruyó a todos. Les permitieron volver a empezar. Así es como la Tierra llegó a
ser como es hoy.
Les dejo un videito con otro mito, por si desean contar con un ejemplo más;
https://www.youtube.com/watch?v=TfwbJ96ZKmE
Actividad:
Espacio
Personajes
Temas (¿Qué
explican?)
Se cuenta que en el inicio de la creación del mundo, el dios supremo de los guaraníes
llamado Tupá, creó los primeros hombres, habitantes de esta enorme tierra. Durante el
día, con el sol en lo alto, los hombres disfrutaban de los placeres de la naturaleza
brindados por Tupá y recorrían los valles, comían frutos y se bañaban en los arroyos.
Sin embargo, cuando el sol se retiraba, aquel bello mundo se hundía en una profunda
y helada oscuridad. Los hombres se refugiaban juntos, temerosos de los peligros que
los acechaban, sobretodo de Añá, el espíritu del mal.
Tupá, entonces, al ver que los hombres sufrían por las noches, decidió regalarles
el fuego para que se calentaran y se sintieran protegidos bajo su luz. Los hombres
recuperaron así la dicha y todas las noches armaban grandes fogatas al rededor de las
cuales se reunían para compartir historias y comidas.
Una de aquellas noches, Añá, el espíritu del mal, rondaba por aquellas tierras y
escuchó la algarabía de varios hombres. Curioso se acercó y se sorprendió al
encontrar al grupo de hombres reunidos alegremente al rededor del fuego.
Añá entonces se transformó en violentas ráfagas de viento y sopló contra los hombres
reunidos, con la intención de apagar el fuego para siempre. Golpeó con furia las
fogatas armadas por los hombres, apagándolas una a una. Las chispas volaban por
todos lados y Añá las perseguía soplando para no dejar ni un rastro de fuego.
Los hombres, espantados por la presencia de aquel viento maligno, buscaron refugio
mientras observaban sin poder hacer nada, como su preciado fuego era extinguido.
Sin embargo, Tupá, quien había visto todo lo que estaba ocurriendo, decidió engañar
a Añá para que aprendiera la lección.
Tupá convirtió entonces las pequeñas chispas en insectos alados, con la capacidad de
generar luz propia que prendían y apagaban intermitentemente a medida que volaban.
Los llamó isondúes.
Añá, sin notar la transformación en las chispas realizada por Tupá, continúo
persiguiendo a los isondúes, soplando con furia para apagarlos. Los isundúes se
multiplicaron y lentamente se fueron alejando de los hombres, dispersándose por toda
la tierra. Añá, sumido en cólera continúo persiguiendo engañado a estos pequeños
insectos, olvidándose de los hombres.
Entonces Tupá se volvió donde los hombres se encontraban refugiados y les enseñó a
reavivar sus fogatas a partir de las pocas brazas que aún permanecían encendidas. Así
el fuego volvió a nacer y los hombres recuperaron la alegría y la tranquilidad.