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J.H.

Newman, Perder y ganar (novela)


Capítulo 3

Ninguno de los dos amigos tenían lo que llamaremos “opiniones particulares” en


asuntos de religión. Con esa expresión no queremos decir que no hubieran adoptado una cierta
línea sino que - ¿cómo iban a hacerlo a su edad? – ninguno de ellos se había preocupado de
echar los cimientos intelectuales de sus creencias. Se podría hacer una distinción entre tener
opiniones, hacer opiniones y no tener opinión alguna. Cuando alguien se acerca por primera vez
al mundo de la política o de la religión, se enfrenta a todo aquello como un ciego que pronto
recibiera la vista y se pusiera ante un paisaje. Tan lejana le parecería una cosa como la otra: no
hay perspectiva. La conexión de un hecho con otro, de una verdad con otra, el influjo de los
hechos sobre las verdades y de las verdades sobre los hechos, quién precede a quién, qué puntos
son primordiales y cuáles secundarios, todo eso los dos amigos tenían que aprenderlo todavía. Y
ni siquiera eran conscientes de su propia ignorancia en ciencia tan nueva. Es más, para ellos el
mundo de hoy no tiene contacto alguno con el mundo de ayer; el tiempo no es una como
corriente sino que se les aparece rotundo y estático como la luna. No saben lo que ocurrió hace
diez años y mucho menos lo de hace cien. Para ellos el pasado no vive en el presente; los
nombres no les dicen nada, ni las personas les traen recuerdo alguno. Puede que oigan hablar de
gentes, cosas, proyectos, luchas, doctrinas, pero todo les pasa por delante, como el viento, sin
dejar huella, sin impregnar. Nada crea hueco en sus mentes: no sitúan nada, no tienen sistema.
Oyen y olvidan; como mucho, recuerdan haber oído algo pero no saben dónde. Y tampoco
tienen solidez en su modo de razonar, y hoy discurren así y mañana de otra forma que tampoco
es exactamente la contraria, sino al azar. Su línea de pensamiento se extravía, nada apunta a un
fin determinado ni tiene un punto de partida sobre el que se asiente un juicio sobre los hombres
y las cosas. Muchos hombres andan así durante toda su vida y llegan a ser unos eclesiásticos o
políticos que dan pena. Y suerte si caen en buenas manos, se dejan guiar por ellas y se sitúan
ventajosamente en el escalafón. Pero si no es ese el caso, van a la deriva actuando como Whigs
sin ser Whigs, como Tories sin ser Tories, como Radicales o conservadores sin ser ni Radicales
ni Conservadores, como High Church, Low Church, Católicos o herejes, sin ser ninguna de esas
cosas. Todo según les coja o según les lleve las circunstancias. A veces, cuando se hiere el
sentido de su propia importancia, se atrincheran en la idea de que eso prueba que son
imparciales, desapasionados, moderados, que no son “hombres de partido”; cuando, en realidad,
son esclavos sin remedio, pues en este mundo no hay otra fuerza que el compromiso con la
razón ni otra libertad que sentirse cautivos de la verdad.

No era de esperar que Charles Reding, a sus veinte años, tuviera ideas muy definidas en
cuanto a política o religión pero ningún hombre inteligente se permite juzgar las cosas a la
ligera. Más bien, por una especie de respeto hacia sí mismo se obliga a tomar una u otra regla,
cierta o falsa. Y, como sabemos, Charles era muy afecto a la máxima de que se debe juzgar a la
gente por lo que es y no por lo que no es. Deseaba querer a todo el mundo, ser amable con
todos; se le había metido hasta el fondo aquello que leyó en un libro de poemas muy conocido:

Las almas cristianas,


Decrépitas y manchadas por el polvo del pecado,
En su verdadero aspecto
Relucen por el rocío del agua bautismal

Le gustaba decirse por dentro cuando iba paseando y se topaba con un obrero o un
jinete, un caballero o un mendigo: “Este es un cristiano”. Al tiempo de su llegada a Oxford
sentía un entusiasmo tan ingenuo y cálido que rayaba en lo pueril. Veneraba hasta el terciopelo
del Pro. También el sombrero con forma de cresta de gallo que iba delante del predicador atrajo
su capacidad de admiración. Sin ser un poeta, se encontraba en la sazón de la poesía, en una
especie de dulce de primavera, la época más bella del año porque todo es nuevo. Lo nuevo era
bello para un alma tan abierta y alegre como la suya; y no sólo por lo nuevo, que ya es un
atractivo en sí mismo, sino porque cuando vemos las cosas por vez primera, las vemos en medio
del tumulto que es elemento primordial de lo poético. A medida que el tiempo pasa y
ordenamos y medimos las cosas – a medida que vamos formando nuestras “opiniones
particulares”- avanzamos hacia la filosofía y la verdad, separándonos de la poesía.

Cuando era joven, iba yo caminando una vez desde Oxford hacia Newington un día de
calor en verano… Un camino bastante aburrido, como recordará cualquiera que lo haya hecho
alguna vez; y sin embargo, era nuevo para nosotros, y te aseguro, lector, lo creas o no y aunque
te rías, que nos parecía en esa ocasión conmovedoramente hermoso. Y caía sobre nosotros una
suave melancolía que se reproduce aun ahora cuando pienso en aquella jornada tan polvorienta
y fatigosa. ¿Por qué? Porque los objetos eran nuevos y estaban llenos de misterio. Un árbol, o
dos, allá a lo lejos, parecían el comienzo de un bosque o de un parque que se extendiera
infinitamente. Una colina sugería la idea de un valle más allá, un valle con su propia historia,
flamante. Los caminillos con sus setos verdes, barridos por el viento y desdibujándose, eran otro
estímulo para la imaginación. Así fue mi primera caminata; pero cuando la repites unas cuantas
veces, la mente se niega a trabajar, el paisaje deja de encantar, sólo permanece la seca realidad;
y terminamos pensando que es el camino más soso que hemos hecho en la vida.

Volviendo a lo nuestro. Reding era así. Pero Sheffield, que no tenía en realidad más
opiniones formadas que Charles, tenía mayor gusto, en cambio, por andar a la caza de
opiniones, con grave riesgo de hacer falsas presas. O sea, quería hacer opiniones pero en un mal
sentido de la palabra. Intelectualmente no le satisfacían las cosa tal como se presentaban; era
crítico y se impacientaba por integrarlas en un sistema, llevaba los principios hasta sus últimas
consecuencias, le gustaba discutir, en parte por el placer del mismo ejercicio, y en parte por
puro aturdimiento. Pero nada le dejaba huella permanente.

Ninguno de los dos sentía especial interés por la controversia que se venía desarrollando
en la universidad y fuera de ella sobre la High y la Low Church. Sheffield más bien la
despreciaba y Charles encontraba de mal gusto hacerse notar en cualquier asunto. Un conocido
de Eton le había pedido que le acompañara a oír a uno de los principales predicadores del grupo
Católico y hasta se ofreció a presentárselo, pero Charles se había excusado. No le gustaba, dijo,
mezclarse en cosas de partido. Había venido a Oxford para obtener su título y no para adoptar
doctrinas ajenas. Pensaba que a su padre no le gustaría aquello. Y, además, que él sentía cierta
repugnancia por esas ideas y por ese tipo de gente, pues creía que las autoridades de la
universidad estaban en contra. No podía evitar que sus líderes le parecieran demagogos. No veía
por qué algunos clérigos, incluso muy respetables, tenían que dedicarse a reunir estudiantes con
unos métodos, según le había llegado, que no le gustaban nada. Le repelía el tipo de seguidor
que había conocido: eran muy lanzados, pisaban fuerte, hacían cosas extravagantes y
abandonaban sus deberes en el college para dedicarse a asuntos que, en realidad, ni les iban ni
les venían.

Este que acabo de hacer es un resumen bastante injusto de las personalidades más
salientes de aquellos tiempos, pues ellos son aún hoy, clérigos o laicos, la fuerza de la Iglesia
Anglicana. Pero en toda reunión de personas –lo dice Lord Bacon- flotan la paja y las mondas
mientras que el oro y las joyas se hunden. O, mejor, la mayoría de los hombres tienen cosas
preciosas y cosas sin valor: lo poco valioso está a la vista pero lo bueno reposa oculto en el
fondo.

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