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Capítulo 16

Cristo confronta en el Templo a la corrupción

Este capítulo está basado enjuan 2:12 al 22.

"Se acercaba la fecha de la celebración de la Pascua judía, así que


Jesús fue a Jerusalén". Jesús todavía no había anunciado
públicamente su misión, e iba inadvertido entre la muchedumbre.
En tales ocasiones, el advenimiento del Mesías era a menudo el
tema de conversación. Jesús sabía que la esperanza de grandeza
nacional iba a quedar frustrada, porque se fundaba en una
interpretación equivocada de las Escrituras. Con profundo fervor
explicaba las profecías, y trataba de incentivar al pueblo a estudiar
más profundamente la Palabra de Dios.

En Jerusalén, durante la semana de Pascua, se congregaban


grandes muchedumbres que venían de todas partes de Palestina, y
aun de países lejanos. Los atrios del Templo se llenaban de una
gran variedad de personas. Muchos no podían traer consigo los
sacrificios que debían ofrecer en representación del gran
Sacrificio. Para comodidad de los tales, se compraban y vendían
animales en el atrio exterior del Templo.

Se requería que cada judío pagase anualmente "un rescate por sí


mismo", y el dinero así recolectado se usaba para el sostén del
Templo (ver Éxo. 30:12-16). Además de eso, la gente traía grandes
sumas como ofrendas voluntarias, que eran depositadas en el
tesoro del Templo. Y era necesario que toda moneda extranjera
fuese cambiada por otra que se llamaba el ciclo del Templo, que era
aceptado para el servicio del Santuario. El cambio de dinero daba
oportunidad para el fraude y la extorsión. Se había transformado
en un negocio vergonzoso, que era una fuente de ingresos para los
sacerdotes.

Se había enseñado a los adoradores a creer que si no ofrecían


sacrificios, la bendición de Dios no descansaría sobre sus hijos o sus
tierras. Los negociantes pedían precios exorbitantes por los
animales que vendían, y compartían sus ganancias con los
sacerdotes y los príncipes, quienes así se enriquecían a costa del
pueblo.

Corrupción financiera en el corazón de la obra de Dios

Podía oírse regateos agitados, mugidos de ganado vacuno, balidos


de ovejas y arrullos de palomas mezclados con el repiqueteo de las
monedas y las disputas acaloradas. La confusión era tanta que el
bullicio ahogaba las oraciones dirigidas al Altísimo. Los israelitas se
enorgullecían de su Templo, y consideraban como blasfemia
cualquier palabra pronunciada contra él; pero el amor al dinero
había sido más fuerte que la preocupación por honrar el Templo.
Se habían alejado demasiado del propósito del servicio que Dios
mismo había instituido. En dondequiera que Dios manifiesta su
presencia, ese lugar es santo (ver Éxo. 19:12, 13). Los recintos del
Templo de Dios debieran haberse considerado sagrados. Pero en su
premura por obtener ganancias, se olvidaron de todo eso.

Los sacerdotes y los príncipes debieran haber corregido los


abusos que se cometían en el atrio del Templo y debieran haber
dado a la gente un ejemplo de integridad. En vez de buscar sus
propias ganancias, debieran haber estado dispuestos a ayudar a
quienes no podían comprar los sacrificios requeridos. Pero la
codicia había endurecido sus corazones.

A esta fiesta venían quienes se hallaban en necesidad y angustia:


ciegos, lisiados, sordos. Algunos eran traídos sobre camillas.
Muchos eran demasiado pobres para comprarse la más humilde
ofrenda para el Señor, o incluso para comprarse alimentos con que
satisfacer el hambre. Las declaraciones de los sacerdotes les
causaban gran angustia. Estos se jactaban de su santidad, pero
carecían en absoluto de simpatía y compasión. Los pobres, los
enfermos y los moribundos no despertaban piedad en su corazón.

Cuando Jesús entró en el Templo, vio las transacciones injustas.


Vio la angustia de los pobres, que pensaban que sin
derramamiento de sangre no podían ser perdonados sus pecados.
Vio el sagrado atrio exterior de su Templo convertido en un lugar
de negocios profanos.

Había que hacer algo al respecto. Los adoradores ofrecían


sacrificios sin comprender que representaban al único Sacrificio
perfecto. Y entre ellos, sin ser reconocido ni honrado, estaba quien
era simbolizado por todo el ceremonial. Él veía que las ofrendas
habían sido tergiversadas y mal interpretadas. No existía vínculo
alguno entre los sacerdotes y los príncipes y Dios. La obra de Cristo
debía establecer una adoración completamente diferente.

Con mirada penetrante, Cristo abarcó la escena que se extendía


delante de él. Con mirada profética vio el futuro, abarcando no solo
años, sino siglos y edades. Vio cómo los sacerdotes y los príncipes
prohibirían que el evangelio se predicase a los pobres, vio cómo el
amor de Dios sería ocultado de los pecadores y los hombres
comerciarían con su gracia. Su rostro mostró indignación,
autoridad y poder. La atención de la gente fue atraída hacia él. Los
ojos de los que estaban haciendo negocios profanos se clavaron en
su rostro, y no podían apartar la mirada. Sentían que este hombre
leía sus pensamientos más íntimos y descubría sus motivos ocultos.
Algunos intentaron esconder el rostro.

Cesó el ruido de los vendedores y los regateos. El silencio se hizo


penoso. Fue como si todos estuviesen compareciendo ante el
tribunal de Dios. Mirando a Cristo, vieron la divinidad que
fulguraba a través de la humanidad. La Majestad del cielo estaba
allí como el Juez que se presentará en el día final; y aunque no lo
rodeaba la gloria que tendrá entonces, tenía el mismo poder de
leer el alma. Sus ojos observaban a cada persona. Su figura parecía
elevarse sobre todos con imponente dignidad, y una luz divina
iluminaba su rostro. Habló, y su voz clara y penetrante -la misma
que sobre el monte Sinaí había proclamado la Ley- se oyó
repercutir por el Templo: "Saquen todas esas cosas de aquí. ¡Dejen
de convertir la casa de mi Padre en un mercado!"

Alzando el látigo de cuerdas que había recogido al entrar en los


recintos del Templo, ordenó a los negociantes que se alejasen de
las dependencias del Templo. Con un celo y una severidad que
nunca antes manifestara, derribó las mesas de los cambistas. Las
monedas cayeron, y dejaron oír su sonido metálico sobre el
pavimento de mármol. Nadie cuestionó su autoridad. Nadie se
atrevió a detenerse para recoger las ganancias ilícitas. Jesús no los
azotó con el látigo de cuerdas, pero en su mano, el sencillo látigo
parecía ser una espada de fuego. Los oficiales del Templo, los
sacerdotes y los negociantes huyeron del lugar con sus ovejas y
bueyes, dominados por un solo pensamiento: escapar de la
condenación que sentían ante su presencia.

El templo es purificado con la presencia del Señor

El pánico se apoderó de la multitud, que sintió la imponente


presencia de su divinidad. Aun los discípulos temblaron, atónitos
por las palabras y las actitudes de Jesús, tan diferentes de su
conducta habitual. Recordaron que se había escrito acerca de él:
"El celo por tu casa me ha consumido" (Sal. 69:9). Pronto los atrios
quedaron libres de todo comercio profano. Sobre la escena de
confusión descendió un profundo y solemne silencio. La presencia
del Señor había hecho sagrado el Templo edificado en su honor.

Al purificar el Templo, Jesús anunció su misión como Mesías y


comenzó su obra. El Templo tenía la misión de ser una lección
práctica para Israel y para el mundo. Dios tenía el plan de que todo
ser creado fuese un templo, para que en él habitase el Creador.
Oscurecido y contaminado por el pecado, el corazón del hombre ya
no revelaba la gloria del Ser divino. Pero por medio de la
encarnación del Hijo de Dios, Dios mora en la humanidad y,
mediante la gracia salvadora, el corazón vuelve a ser su templo.

Dios quería que el Templo de Jerusalén fuese un testimonio


continuo del alto destino ofrecido a toda persona. Pero los
israelitas no se entregaban a sí mismos como templos santos para
el Espíritu divino. Los atrios del templo, llenos de un negociado
profano, representaban con demasiada exactitud el templo del
corazón, contaminado por pasiones sensuales y pensamientos
impuros. Al purificar el Templo, Jesús anunció su misión de
purificar el corazón del pecado: de los deseos terrenales, de las
codicias egoístas y de los malos hábitos que corrompen el alma.

"El Señor al que ustedes buscan vendrá de repente a su templo. El


mensajero del pacto a quien buscan con tanto entusiasmo.[...] Pero ¿quién
será capaz de soportar su venida? ¿Quién podrá mantenerse de pie y estar
cara a cara con e1 cuando aparezca? Pues e1 será como un fuego abrasador
que refina el metal. [...] Se sentará como un refinador de plata y quemará
la escoria. Purificará a los levitas, refinándolos como el oro y la plata".
Malaquías 3:1-3.

"¿No saben que ustedes son templo de Dios y que el Espíritu de


Dios habita en ustedes? Si alguno destruye el templo de Dios, él
mismo será destruido por Dios; porque el templo de Dios es
sagrado, y ustedes son ese templo" (1 Cor. 3:16, 17, NVI).
Nadie puede de por sí echar a las huestes malignas que han
tomado posesión del corazón. Solo Cristo puede purificar el templo
del alma. Pero no forzará la entrada. Dice: "¡Mira! Yo estoy a la
puerta y llamo. Si oyes mi voz y abres la puerta, yo entraré" (Apoc.
3:20). Su presencia limpiará y santificará el alma, de manera que
pueda ser un templo santo para el Señor, una "morada donde Dios
vive mediante su Espíritu" (Efe. 2:22).

Un anticipo del juicio final

Dominados por el terror, los sacerdotes y los príncipes habían


huido del atrio del Templo y de la mirada escrutadora que leía sus
corazones. En esa escena, Cristo vio simbolizada la dispersión de
toda la nación judía por causa de su maldad y rebelión
impenitente.

¿Por qué huyeron los sacerdotes? ¿Por qué no le hicieron frente?


El que les ordenó irse era hijo de un carpintero, un pobre galileo.
¿Por qué no lo resistieron? ¿Por qué abandonaron la ganancia
adquirida injustamente y huyeron a la orden de una persona de
tan humilde apariencia externa?

Cristo habló con la autoridad de un rey, y en su aspecto y en el


tono de su voz hubo algo ante lo cual no tuvieron poder para
resistir. Al oír la orden, se dieron cuenta de su verdadera condición
de hipócritas y ladrones. Cuando la divinidad fulguró a través de la
humanidad, se sintieron como delante del Trono del Juez eterno,
que acabara de dictar su sentencia para ese tiempo y la eternidad.
Por un momento creyeron que era el Mesías. El Espíritu Santo les
recordó vívidamente las declaraciones de los profetas acerca del
Cristo. ¿Cederían a esa convicción?

No quisieron arrepentirse. Sabían que habían sido culpables de


extorsión. Odiaban a Cristo porque podía discernir sus
pensamientos. Que los reprendiera en público humillaba su
orgullo, y sentían celos de su creciente influencia sobre la gente.
Resolvieron desafiarlo acerca de la autoridad por la cual los había
echado.

Pensativos, pero con odio en el corazón, volvieron lentamente al


Templo. ¡Qué cambio había sucedido! Cuando ellos huyeron, los
pobres se quedaron atrás; y estos estaban ahora mirando a Jesús,
cuyo rostro expresaba su amor y compasión.

La gente se agolpaba en la presencia de Cristo con súplicas


urgentes. "¡Maestro, bendíceme!" Su oído oía todo clamor. Todos
recibían atención. Todos quedaron sanos de cualquier enfermedad
que tuvieran.

Mientras los sacerdotes y los oficiales del Templo presenciaban


esa obra, los sonidos que llegaban a sus oídos fueron una
revelación para ellos. Las personas relataban el dolor que habían
sufrido, sus esperanzas frustradas, los días penosos y las noches sin
dormir. Cuando parecía haberse apagado la última chispa de
esperanza, Cristo los había sanado. "La carga era muy pesada",
decía uno, "pero he hallado un Ayudador. Es el Cristo de Dios, y
dedicaré mi vida a servirlo". Había padres que decían a sus hijos:
"Él te salvó la vida; ¡alza tu voz y alábalo!" La esperanza y la alegría
llenaban los corazones de niños y jóvenes, de padres y madres, de
amigos y del público. Estaban sanos de alma y cuerpo, y volvieron a
sus casas proclamando el amor de Jesús.

Cuando Cristo fue crucificado, los que habían sido sanados no se


unieron con la multitud para gritar: "¡Crucifícalo! ¡crucifícalo!" Sus
afectos estaban con Jesús, porque habían sentido su maravilloso
poder. Sabían que era su Salvador. Escucharon la predicación de
los apóstoles, y llegaron a ser agentes de la misericordia de Dios e
instrumentos de su salvación.
Todos los que habían huido del atrio del Templo volvieron poco a
poco después de un tiempo, pero sus rostros expresaban
inseguridad y timidez. Se convencieron de que en Jesús se
cumplían las profecías concernientes al Mesías. El pecado de
profanar el Templo era en gran medida culpa de los sacerdotes.
Por arreglos que habían pactado, terminaron transformando el
atrio en un mercado. El pueblo era comparativamente inocente.
Pero los sacerdotes y príncipes miraban la misión de Cristo como
un atrevimiento, y cuestionaban su derecho a interferir en lo que
había sido permitido por las autoridades del Templo. Se ofendieron
porque había interrumpido sus negocios, y sofocaron las
convicciones del Espíritu Santo.

El principio del rechazo final de Cristo

Los sacerdotes y los príncipes debieran haber visto en Jesús al


Ungido del Señor, ya que ellos tenían los rollos sagrados que
describían su misión. Sabían que la purificación del Templo fue
una manifestación de un poder más que humano. Por mucho que
odiasen a Jesús, no lograban librarse del pensamiento de que podía
ser un profeta enviado por Dios para restaurar la santidad del
Templo. Con un respeto nacido de este temor, le dijeron: "Si Dios
te dio autoridad para hacer esto, muéstranos una señal milagrosa
que lo compruebe".

Jesús ya les había mostrado una señal. Al hacer las obras que el
Mesías debía efectuar, les había dado una evidencia convincente de
su carácter. Esta vez les contestó con una parábola, y demostró así
que discernía sus malas intenciones y veía hasta dónde los
llevarían. "Destruyan este templo y en tres días lo levantaré".

En esas palabras, él se refirió no solo a la destrucción del Templo


y del culto judíos, sino también a su propia muerte: la destrucción
del templo de su cuerpo. Los líderes judíos ya estaban tramando su
muerte. Cuando los sacerdotes y los príncipes volvieron al Templo,
se habían propuesto matara Jesús y librarse así del perturbador.
Sin embargo, solamente entendieron sus palabras como una
reformcia al Templo de Jerusalén, y con indignación exc!.1maron;
"¡Qué dices! [...] Tardaron 46 años en construir este Templo, ¡;y tú
puedes reconstruirlo en tres días?" Ahora les parecía que Jesús
estabajustificandosuincredulidad,yseafiamaronensudecisión
de rechazarlo.

Cristo sabia que sus enemigos tergiversarían sus palabras y las


usarían en su contra. En ocasión de su juicio y en el Calvario, se
burlarían de él con esas palabras. Pero si las explicase ahora les
haría saber a sus discípulos sus sufrimientos futuros, y les habría
impuesto un pesar que aún no podían soportar. Y una explicación
habría revelado prematuramente a los judíos el resultado de su
prejuicio e incredulidad. Ya habían entrado en una senda que iban
a seguir progresivamente hasta que lo llevaran como un cordero al
matadero.

Cristo sabía que esas palabras serian repetidas. Contadas en


ocasión de la Pascua, llegarían a oídos de mlllares de personas que
luego las llevarían a todas partes del mundo. Después que hubiese
resucitado de los muertos, su significado quedaría aclarado. Para
muchos, serían una evidencia concluyente de su divinidad.

Las palabras del Salvador: "destruyan este templo y en tres días lo


levantaré", tenían un significado más profundo que el percibido
por los oyentes. Los servicios del Templo simbolizaban el sacrificio
del Hijo de Dios. Todo el plan de adoración con sacrificios
prefiguraba la muerte del Salvador para redimir al mundo. Todo el
sistema ritual no tenía valor sin él. Cuando los judíos sellaron su
rechazo de Cristo entregándolo a la muerte. rechazaron todo lo
que daba significado al Templo y sus ceremonia~. Su carácter
sagradodesapareció.Quedócondenadoaladestrucción . Desdeese
día, los sacrificios rituales dejaron de tener significado. Al dar
muerte a Cristo, el pueblo judío prácticamente destruyó su
Templo. Cuando Cristo fue crucificado, el velo interior del Templo
se rasgó en dos de arriba abajo, significando que el gran sacrificio
final había sido hecho. El sistema de los sacrificios rituales había
terminado para siempre.

"En tres días lo levantaré". Jesús salió vencedor del sepulcro


abierto de José de Arimatea. En virtud de su muerte y resurrección,
pasó a ser "ministro en el tabernáculo del cielo, el verdadero lugar
de adoración construido por el Señor y no por manos humanas"
(Heb. 8:2). Los hombres habían construido el Templo judío, pero el
Santuario celestial no fue construido por arquitecto humano.

Este es el hombre llamado el Retoño.[ ...] Él [...] construirá el templo del


Señor. Entonces recibirá el honor real
y desde su trono gobernará como rey; también desde su trono servirá
como sacerdote''.
Zacarías 6:12, 13.

El ceremonial de los sacrificios que había señalado a Cristo


terminó; pero los ojos de hombres y mujeres fueron dirigidos al
verdadero Sacrificio por los pecados del mundo. Cesó el sacerdocio
terrenal; pero miramos a Jesús, ministrador del nuevo pacto. "La
entrada al Lugar Santísimo no estaba abierta a todos en tanto
siguiera en pie el tabernáculo y el sistema que representaba. [...]
Entonces Cristo ahora ha llegado a ser el Sumo Sacerdote por sobre
todas las cosas buenas que han venido. Él entró en ese tabernáculo
superior y más perfecto que está en el cielo, el cual no fue hecho
por manos humanas. [...] Con su propia sangre [...] entró en el
Lugar Santísimo una sola vez y para siempre, y aseguró nuestra
redención eterna" (Heb. 9:8-12).

"Por eso puede salvar -una vez y para siempre- a los que vienen a
Dios por medio de él, quien vive para siempre, a fin de interceder
con Dios a favor de ellos" (Heb. 7:25). Aunque el Santuario y
nuestro gran Sumo Sacerdote serían invisibles para los ojos
humanos, los discípulos no sufrirían interrupción en su comunión
ni disminución de poder por causa de la ausencia del Salvador.
Mientras Jesús ministra en el Santuario celestial, continúa siendo,
por medio de su Espíritu, el Ministro de la iglesia en la tierra. Se
cumple la promesa que hiciera al partir: "Y tengan por seguro esto:
que estoy con ustedes siempre, hasta el fin de los tiempos" (Mat.
28:20). Su presencia vivificadora está todavía con su iglesia.

"Nuestro Sumo Sacerdote comprende nuestras debilidades,


porque enfrentó todas y cada una de las pruebas que enfrentamos
nosotros, sin embargo, él nunca pecó. Así que acerquémonos con
toda confianza al trono de la gracia de nuestro Dios. Allí
recibiremos su misericordia y encontraremos la gracia que nos
ayudará cuando más la necesitemos" (Heb. 4:15, 16).

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