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Siete siglos de un sueño (I)

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Por: William Ospina

Robert Browning escribió que comprender las leyes del mundo es ver escrito en la leyenda de
los siglos en grandes caracteres lo que en letra menuda cuenta el relato de nuestra propia vida,
porque ambos textos coinciden. Ese juego de reflejos entre lo grande y lo pequeño respondería a
la famosa sentencia: “El orden inferior es un espejo del orden superior, las formas de la tierra
corresponden a las formas del cielo; las manchas del jaguar son un mapa de las incorruptibles
constelaciones”.

Hace siete siglos un hombre intentó crear con palabras, con las facultades de su mente y de su
memoria, una réplica verbal, una especie de modelo a escala del universo, como podía
concebirlo su tiempo.

Desde niño, Dante Alighieri estaba enamorado de Beatriz Portinari. Era un amor opresivo y
doloroso, hecho de veneración y de deslumbramiento. Dante, más que amar a Beatriz, la
adoraba de una manera religiosa y patética, sentía el terror de la belleza, el pánico de su
cercanía, sentía el poder de Dios acechando en su mirada. El amor, dice Borges, le permitió ver
a Beatriz como Dios la veía, y tal vez por eso nunca se atrevió a acercársele.

Como era de esperarse, ella un día se casó con otro, y cuando Dante intentaba apenas reponerse
de ese duelo, Beatriz, muy joven aún, enfermó y murió. Dante comprendió de repente que el
único tiempo en que habría podido ser dichoso había pasado, que el único ser con quien habría
podido ser feliz ya no existía.

Necesitaba más que nunca creer en otros mundos porque en este ya lo había perdido todo. No
acabamos de saber si una tarde tuvo un sueño o si fue más bien una visión. Lo cierto es que se le
apareció su amada muerta, le reveló dónde estaba, y él decidió ir hasta la muerte a buscarla.
Dante no se lo dijo a nadie, pero se preparó para su aventura.

Comprendió que para conocer el paraíso, así fuera apenas en la imaginación, tenía que conocer
también el infierno. Para hacer ese camino que le permitiría verla de nuevo, tenía que recorrer
las grutas fétidas y aterradoras del mal, los sótanos donde no hay esperanza, los peñascos de la
mortificación, los cuadros incontables de la maldad humana, la desdicha, la humillación y la
infamia. Regiones donde cada quien está atormentado por el demonio de sus propios actos, por
la repetición, hasta el fin de los tiempos, de aquello que hizo en la vida. Y así concibió su idea
de la justicia divina, el contrapasso, donde lo que fuimos e hicimos se repite sin fin, para
enseñarnos, como después Swedenborg, que solo debemos hacer lo que quisiéramos hacer para
siempre.

Algunos dirán que Dante decidió escribir un libro, pero lo que hizo fue seguramente más
asombroso: vivió con el cuerpo y con la mente, “con alma, con sangre, con nervios, con
músculos”, como diría un poeta nuestro, la aventura pecadora y temeraria de atravesar el
infierno, construyéndolo al mismo tiempo con una filigrana tal que no solo lo hizo verdadero
para sí mismo sino inolvidable para la humanidad; la aventura de recorrer después palmo a
palmo el purgatorio y de llegar finalmente un día, aterrado, humillado, esperanzado, casi sin
poderlo creer pero al mismo tiempo sin poderlo dudar, hasta un río tranquilo junto al cual estaba
ella, y más allá del cual, entre soplos de música, no solo comenzaba el paraíso sino la morada de
esa mujer que fue siempre su razón de vivir.
Dante fue la mente más ambiciosa de su tiempo y el viajero más temerario. Porque más valiente
que explorar el mar como Colón, el cielo como Copérnico, el orden de los mundos como
Giordano Bruno o Galileo, era atreverse a explorar también los reinos de la muerte, del pecado,
de la fe, del amor, los antros de la perdición, las terrazas de la esperanza y un vórtice de seres
luminosos, ese remolino de verdades y de símbolos donde tal vez se oculta Dios y desde donde
nos mira.

Así recorrió Dante el camino que lo separaba de Beatriz, para encontrarla de nuevo, para
caminar a su lado, ya no en el tiempo, sino en la eternidad. Osip Mandelstam ha comparado La
Divina Comedia con un cristal de formas entrelazadas, una suerte de multiedro de trece mil
caras que fuera también una colmena cósmica donde se atarean innumerables abejas, pero no
formando solo panales de exquisita simetría, donde “el espacio surge virtualmente de sí
mismo”, sino una red sensitiva, como la tela de una araña, una tela sutil donde lo mismo cada
hebra que el diseño total ha brotado del ser que la habita.

Y George Steiner ha escrito este comentario: “Cristales, panales de miel, retículas vitales de la
telaraña: cada uno es una analogía del hallazgo exultante de Mandelstam de que la totalidad de
la Comedia «es una sola estrofa, unificada e indivisible. Una estrofa de 14.233 versos escritos,
según nos dice la evidencia, a lo largo de diez años de desarticulación personal y de agitación
política»”.

Lo que este comentario insinúa es que ese organismo de palabras, el poema de Dante, a través
de un juego de intuiciones, de la erudición y la meditación filosófica, gracias a ese tejido de
conocimiento acumulado que es una lengua, y mediante los poderes perceptivos y expresivos
del ritmo, las resonancias de la rima, el poder órfico de la música verbal, un arte combinatoria
de ecos y reflejos, de metáforas y de incontables recursos gramaticales, pudo llegar a convertirse
no en un objeto de belleza añadido al mundo, sino en un modelo verbal de la mente y aún de la
realidad misma

Nunca he podido entender la frase: “Basta un solo rubí para detener el curso de un río”. Pero La
Divina Comedia sugiere ese rubí misterioso que detuvo un mundo y abrió otro, no como rayo de
cielo sereno sino como resultado de las tormentas de la historia. En Dante es tan importante el
poeta como el político, el filósofo como el naturalista, el sabio como el vagabundo y el
gramático como el enamorado. Incluso como el más patético de los enamorados, que es el
enamorado sin remedio de una muchacha muerta, alguien que es capaz, como Robert Browning
ante el cadáver de la joven Evelyn Hope, de hacerle promesas: “No más. Toma este pétalo,
tenemos que ser fuertes. / En tu fría, dulce mano, llévalo a donde vas./ Será nuestro secreto.
Duerme. Cuando despiertes ,/ Podrás recordar todo. Todo lo entenderás”.

Ese amor que Dante entronizó en lo más alto de la pirámide celeste es el amor que abrasó sus
entrañas desde la infancia; y el Dios de justicia y venganza que aprendió en el tribunal de
espantos de su Toscana medieval terminó transfigurándose en esa visión tornasolada que forman
los ideales de Agustín y las razones de Tomás, las florecillas y el canto de las criaturas de
Francisco de Asís, a través de los laberintos verbales de los cátaros, de las juglarías de los
señores de Montegnac, y del rumor de villanelas y sextinas de los trovadores provenzales.

Cada lección recibida le abría caminos. Como al andar de Buda a cada paso brota un loto de la
tierra, cada verso parece abrir aquí una puerta que los siglos habían preparado. Dante las iba
abriendo con sus llaves de plata, y podemos suponer que guardó la llave de oro para la puerta
que no debe abrirse.

También está aquí el resurgir de un rostro femenino de la divinidad, que enseña el asombro y el
cuidado con el universo. Dante tomó las palabras de una lengua que nacía en las calles, lejos de
los palacios, y tejió con su música el idioma de una nación; tomó los miedos más antiguos e
hizo con ellos los milagros más nuevos. La humanidad lleva ya siete siglos leyéndolo, y cada
vez está más deslumbrada.

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