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Escritos Inéditos Personales

de
Leticia Cossettini

1
EL JARDÍN DE LA INGLESA
Leticia Cossettini

La niebla tenue navega la cara del cielo. La brisa toca los pétalos, riza apenas las hojas del
follaje desplazan las nubes. El humo se enrosca en los árboles y en el amplio espacio está
posada la casa.
Soy la mujer que pasa y se detiene. Todos los días miro este jardín. Me parece estampado
en la bruma.
Un tumulto de pájaros en la arboleda. La nube atraviesa el sol. Cae el silencio.
Una mujer, inclinada, compone el cantero de lirios. Se diría que anida en la tierra, ritmo
preciso en sus manos que la acarician. La mujer es otro lirio en la hierba.
La mujer siente que estoy aquí. Me mira desde el fondo azul de sus ojos.
“¿Quiere ver el jardín?”
Que un día siga a otro, que uno despierte por la mañana, mire el cielo, que camine bajo los
árboles y una voz diga: ¿quiere ver el jardín? Es una ofrenda virar, combinar, crear,
apoderarse de la experiencia y hacerla girar, lentamente a la luz. Es un don.
Ella va adelante.
Hay verdes sombras. Un tumulto de sonidos en la arboleda. El aire apenas toca los pétalos
de las aquilegias, detenidas en el tallo sus trompetas aladas, reunidas en un punto leve que
marca el balanceo en el aire.
Entre la luz y el frescor de la tierra, salen las matas de hojas tenues recortadas en un verde
purísimo.
Pienso en el pie de la Primavera de Boticelli tocando la aquilegia naciente y pienso en la
aquilegia del grabado de Durero. Pura, estricta, se diría paradigmática.
La mujer avanza entre acacias violáceas y racimos de flores amarillas y rosadas. Parecen
lámparas colgantes de un árbol desconocido. Ella acaricia el tronco.
“Es un sicomoro”. La voz permanece. Viene de un lejano tiempo.
Avanza hacia el vasto espacio de lirios. Nunca vi tantos y tan bellos: rosados, amarillos,
violáceos, rojizos con la liviandad de sus pétalos. Apoyados en la fragilidad de sus altos
tallos, en medio del follaje, en el fuego de la luz o cuando las sombras y el silencio
simplifican las formas.
Alguien canta. La voz está lejos. Es apenas temblor.
Los lirios van de la sombra hacia un prado de tréboles amarillos.
Hay un ritmo musical en ondulantes contornos. Un orden desciende y aclara los confines. El
aire circunda la copa de un árbol y quiere decir algo. Acaricia las hierbas, se enreda y
desata, crea puntos de contacto. Todo se satura de silencio.
Un gato mira a los pájaros y piensa. El versátil pájaro mira al gato y duda.
El gato nos mira.
El jardín es un andante tejido con la distancia y de ese universo sensible no se pueden
evadir los últimos vestigios de misterio.
La casa concentra la tarde amarilla y azul. Los muros tienen el rostro de la luz que palidece.
El crepúsculo se cierra en el barandal de rosas.

2
LA NIÑA DE LOS OJOS GRISES.
Leticia Cossettini
La niña de los ojos grises siempre tiene la mecedura de las altas hierbas en su corazón. Un
día (1950) maestra, piensa en las chalas que lastimaron sus manos de niña y le dieron la
música del viento.
Siento su gracia secreta.
Empiezo a trabajar las chalas, como oficio lateral, para mi gozo.
Descubro que en las chalas secas hay posibles mutaciones. Se las puede rescatar de su
destino de muerte. Les doy una verticalidad transfigurada de la figura humana.
Respondo a antiguas voces: sembrar, segar.
La chala es indómita y hay que someterla sin rasgarla.
La mano es dulce y fuerte a un tiempo. Trabajo sin prisa, hasta que los ritmos dormidos
comienzan a cantar y las chalas vencidas se rinden como si las enredase y hay que
someterlas sin rasgarlas.
La mano es dulce y fuerte a un tiempo. Trabajo sin prisa, hasta que los ritmos dormidos
comienzan a cantar y las chalas vencidas se miden como si las enredase “un manipuleo
conjugatorio”, al decir de Canal Feijoo.
Las pongo bajo el dominio del agua que las torna dóciles, se pliegan, se doblan, se rizan; las
vuelvo al sol y al aire maniatadas. Para someterlas una y otra vez.
El sol, el aire, el tiempo, les dan aérea gracia.
No sé si jugaban con el viento o si el viento jugaba con ellas y las modulaba a su antojo.
Las envuelvo en pliegues.
Se mueven en círculos como los cielos, las aguas y la tierra.
Si en un principio una forma apenas entrevista sugirió mis figulinas, posteriormente la
materia se sometió a la idea.
El tono rosado de ciertas chalas quiebra el marfil quemado originario e incorpora otro valor.
Se detienen como la transparencia misteriosa de las apariciones entre el cielo y la tierra.
¿Por qué no las vitrifica?, se me pregunta.
Porque cualquier plástica de permanencia cristalizada, negaría su misterio esencial. Yo he
preferido las hojas. Es una elección desubicada e insensata para la lógica y premura de
nuestro tiempo.
Criaturas que no hayan perdido del todo el contacto con la materia originaria, les queda
todavía el temblor del viento.
“¿Qué hacen estas aladas criaturas cuando el hombre de hoy busca la solidez del cemento,
de la piedra, de los bloque de cristal, de la forja del hierro?", se pregunta Canal Feijoo en
artículo publicado en La Nación el 19 de noviembre de 1950: Sobre una imaginería mágica.
Los simples, elegidos del Señor y los poetas, elegidos del cielo, aman a estas criaturas.

3
NUESTRO JARDÍN.
Leticia Cossettini

La casa fue dibujada para que todas las ventanas viesen la aurora, el día y la noche, para
que respirara el ritmo de las estaciones, la niebla velase los vidrios, la lluvia cantase, se
sintiese la tierra dormida y el despertar de los gérmenes.
La belleza estaba en la propia desnudez. Una estructura de vasos para ser llenados de
presencias.
La tierra corre a lo largo de la casa, respira hondo para abrirse a un cielo de constelaciones:
la Cruz del Sur, Orión, Sirio, la Vía Láctea. Un tapiz de estrellas.
La sirena de algún barco podía escucharse en horas de silencio y bajo un cielo de nubes
como montañas blancas…¡qué extraño el poder de los sonidos en ciertos momentos!
El jardín nació entre tapiales de hiedras, jazmines e hibiscos.
Vino la transmutación.
Todas las hermanas amábamos las plantas, conocíamos el ritmo secreto de su floración: las
rosas y los lirios, las amarilis y los agapantos, las azaleas y los pájaros.
¡Todo se enredaba y desataba hasta el infinito!
En el invierno las ramas desnudas abrazaban la casa. Saturada de invisibles presencias. El
interminable olor de hierbas aromáticas, grises de escarcha.
El jardín parecía visto como en un sueño.
Asomaban del tapial vecino un templo de cañas con sus penachos plateados, la brisa abatía
los pétalos, desplazaba las pequeñas hierbas, traía el perfume del tomillo y el romero.
Un hechizo quiebra la frágil envoltura.
En el espacio de hierbas, sol y aire, Olga plantó un ciruelo. Creció fuerte y gentil. De las
ramas, con orden secreto, nació la esfera verde.
La alegría tiene sus símbolos.
El tiempo del florecimiento y de los frutos marcaba aquél jardín. Saborear las ciruelas era
sencillo, tan lleno de gracia. Ese regusto de miel y sabor esencial.
Acontece que vida y muerte se suceden. Una nota, otra y el acorde.
El ciruelo palidecía, se marchitaba. Olga lo miró. Todas lo miramos.
“Llamaré a don José. Él sabe muchas cosas”.
Don José, nuestro vecino, quintero, no sé si desde el vientre mismo de su madre, español de
origen, analfabeto sin escuela y sabio de la tierra y del tiempo de simientes, de podar y de
cosechas; miró el ciruelo, circundó el árbol... ¡volvió a mirar!
“La raíz está enferma, hay que curarla”.
Su mano sintió el tronco, como el pulso.
Trajo su pala, la pala que vino con él de España. La lámina bruñida, reducida a la mitad.
Trajo otros enseres, algunos cubiertos y misteriosos en su humilde apariencia.
Don José se mueve lento y seguro. Percibe donde está el mal. La pala traza un gran círculo
en torno al ciruelo. Círculo perfecto.
Excava desde el centro hacia fuera. No lastima la tierra, socava, se mece y la deposita en el
límite del círculo. El aire toca las raíces.
Una enorme rosa de raíces desnudas de cara al cielo.
La perfección de un tejido de enlaces armoniosos avanzando en la tierra, siguiendo un ritmo
misterioso que multiplica los ciclos de la rosa simbólica.
Si el jardín crea sus corolas, la tierra guarda sus rosas profundas.
Vi la rosa. Fue una imagen esencial.
4
Don José y Olga arrodillados lavan las raíces. Lavan la rosa. En silencio, respondiendo a
secretos vínculos, amasan la tierra. Incorporan polvos nutrientes, barro germinal y tierra
cálida y fina. Cubren las raíces.
Don José acarició el tronco, detuvo su mirada en la copa. La luz palidece. Tranquilo recogió
la pala y enseres.
“Hay que esperar. Habrá otras cosechas”.
Las hubo.
¿Que fue del jardín?
¿Que fue de las presencias del jardín?
Reposan.
El jardín renace y expresa su luz.
“En la vida se debe ser un niño y un hombre que saca fuerza de las cosas”. Recuerdo a
Matisse.
Se siente el silencio. Hay voces de pájaros. Florecimiento y reposo. Es el tiempo.
La tierra tiene rosas profundas.
Encontrarlas es el gran misterio.

5
MEMORIAS DEL JARDÍN

“ Un prado puede hacerse con una hoja de trébol, una abeja y ensueño. Si son pocas las
abejas, el ensueño basta”. Emily Dickinson.

Mi propósito es modesto: cautivar lo que huye de las memorias del jardín.

Leticia Cossettini

6
EL HERBARIO
Leticia Cossettini

A lo largo del año, dos o tres veces, el maestro Antonio, mi padre, viajaba a Buenos Aires,
solo o con mamá.
Le fascinaba la gente, el hombre, el trajín de la calle, el rostro múltiple, el avance del mundo,
los objetos como creaciones ingeniosas.
A su regreso la casa florecía. Era el asombro. Acaso el misterio. Siempre nos sorprendía.
La caja de vidrio y obscuras cornisas estaban sobre la mesa. Su mesa.
Una niña de siete años no podía abrazarla, tal el rigor estricto de su proporción.
Yo era esa niña, arrodillada en una silla levantaba la tapa con la ayuda de mis hermanas. Un
olor extraño, sin nombre, inundaba mi pequeño ser.
Láminas de papel color miel y una desconocida dulzura en mi mano pequeña.
En cada hoja - de pergamino dijo mi hermana Marta - y la palabra jugó en mi memoria.
En cada hoja de pergamino, una formación de ramas, flores, frutos dorados como simientes,
detenidas en su proceso de vida y muerte.
“Es un herbario”, dijo Marta.
Yo incorporaba la palabra a mi lenguaje que podía olvidarla, pero siempre volvía a
reencontrar.
Las plantas cuidadosamente secadas habían tomado el gesto definitivo, contenido en su
esencia. No sabía sus nombres.
Una a una las hojas de pergamino pasan por mis manos. Mi mano es leve. Un juego nuevo,
la gracia del ritmo, frágil y no obstante eterno de su vida.
No sé sus nombres.
¿De que jardín vinieron?
¿Encontraré ese jardín?
El herbario de límpida belleza fue mi jardín mínimo. Un jardín de símbolos. Todas las
noches, antes del sueño, paseaba por mi jardín secreto. Se ramificaba en mis sueños.
¿En que jardín estaban?
¿Encontraré ese jardín?
De nuevo Emily Dickison. “Natura, ¿no tendrías una fresa para tu pájaro errante?”.
Pienso que ella escribió este poema para una niña como yo.
La fresa me llevó a los jardines de la tierra.
Por senderos en la espesura, a través de un portón entreabierto, en la miel de las frutas, en
el polen y en las infinitas huellas en mis manos.

7
EL HÚMEDO SENDERO
Leticia Cossettini

El húmedo sendero zigzaguea entre altas cañas y se abre a un espacio cercado de girasoles
locos de sol.
Pequeña la casa. Abstracta como un sueño.
Las salvias azules tiemblan en la transparencia del aire, las umbelas del hinojo se separan y
dejan ver la luz.
Hay olor de melones y de menta en la sombra.
En el cielo, una nube liviana como un pájaro.
Un árbol de ramas obscuras y veladas manchas blancas en el tronco como letras de un
alfabeto. El árbol está seco, se fueron los pájaros.
Un mágico niño me mira. Me ha visto otras veces. Soy la mujer que pasa. Tal vez quisiera
decirme algo.
Cuelgo alas de mariposas. Las encontré en el río. Ato escamas de peces. Estaban en la
arena. Ramos de plumas que junté entre las hojas y estas semillas secas que con el viento
cantan.
La luz penetra en lugares donde ella se hace incierta.
Un ondular vago de multitud de sonidos. La tarde impregnada de voces mezcladas como el
fluctuar de las sensaciones o un polvo de partículas diminutas, última sustancia de la
multiplicidad de las cosas.
Hago mi árbol. Está cargado de hechizo.
“Lo cercano se aleja”. Es la voz de Goethe.
“Estas cuatro palabras cifran el crepúsculo”. Es la voz de Borges.
Yo hago mi árbol. Es la voz del niño.

8
POEMA
Leticia Cossettini
Mamá, pinto El sol duerme
tres lomas de pasto amarillo en la hilera de pájaros.
y la orilla busca la tierra Un borde delgado
las cierro separa la luz de la sombra.
con franja de lápiz Fina cae la lluvia.
¡quietas están en el campo! No toca las cosas,
el aire se mueve, son del aire.
sube un verde redondo Detrás están las cosas.
¡es mi árbol!

9
LA CASA DE AURELIA
Leticia Cossettini
Un rectángulo de pátimas ocres sobre un zócalo de piedra gris.
El techo a dos aguas y el pequeño porche de acceso a las cuatro gradas, le daban el aire de
un juguete plantado.
El cielo, el aire y la fronda. A la derecha, una palmera esparcía su abanico.
Un nogal inmenso abarca el espacio de los pájaros.
Ventanas altas tomaban la luz y el aire.
El comedor en invierno era una célula viva que la salamandra encendida saturaba de
perfume.
Sosegado y lento, en primavera y verano, cerradas las persianas, conservaba la frescura de
sombras.
Hilos de luz serpenteantes de burbujas, se filtraban por las persianas.
Libros, un sillón, una lámpara, la mesa de noble madera y serenas sillas de alto respaldo
esterillado, vacías a medida que padres y hermanos se fueron muriendo.
El corredor unía armoniosamente las demás estructuras de la casa: dormitorios, cocina,
baño. Tal su simplicidad. El rigor abierto hacia el verde.
La armonía emanaba de la sencillez, del rigor estricto de su medida, del diálogo de todas las
cosas, del juego de la ley.

Dos hermanas ancianas dialogan. Se quedaron allí en el reino pequeño, con bellos rostros
móviles que cinceló el tiempo.
Huellas de diseño sensible.
De vez en cuando se escucha un verso. Eugenia recuerda las poesías que escribió.
Aurelia era como un árbol florecido. Hablaba con sencillez, cargada de significados
asombrosos y de un hechizo que quiebra toda frágil envoltura. Va a lo hondo. Se podía
sentir su pensamiento como un pájaro que fuese de rama en rama.
Decía: “lo que se siente es lo único que vale la pena decirse”.
Eran dos alas acariciantes. Un estirar de brazos.
Hablaban bajo la gracia del parral cubierto por un diluvio de sol. Dibujo infinito de hojas y
racimos tersos, transparentes.
En la pérgola, bajo la ventana del dormitorio de Aurelia, también existía la rosa Ofelia. Se
desliza con limpidez en la plenitud de un follaje. Ramilletes tenues, límpidos, que
resplandecen.
Sobre la verde marea de las hojas, el capullo puro de la rosa abierta en ciclos perfectos. El
aroma persiste. El tiempo la pone blanca y transparente. En su vuelo final, hay un temblor de
pétalos y se deshoja en silencio en su luminosa muerte.
En el jardín, las rosas dejan de ser las rosas y quieren ser la rosa, diría Borges.
Las dos alas del segundo jardín se unen en el tercero. Un huerto de amarillos limones y filas
de girasoles locos de luz.
Estallidos de frutales. Las copas de almendros y damascos recortados en fondos de vainas
de romeros en flor me conmovían como la vida esencial. El huerto no era menos bello que la
rosa Ofelia. Era el otro rostro de la aurora.
Yo leí muchos signos en este jardín con su esencial alfabeto.
Tomé mi parte de riqueza del olor de los limones, de la maceración de sus hojas, de la
transfiguración de la luz y de un orden que desciende y aclara desde los confines.

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Yo debo a su jardín esenciales verdades: el saber del germen, el nacimiento, la floración.
Verdades esenciales y jubilosos encuentros de una plenitud generosa.
Aurelia vio morir a sus padres y a sus hermanos. Eugenia murió.
No se fue. Vivió sola en el jardín y en el huerto. Pequeñita y de austera belleza, con la
apacible ternura de los ángeles, dejó la casa limpia, la cuenta saldada y en el umbral, la
llave.

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EN EL PARQUE ALEM
Leticia Cossettini

Gracias a los viejos amigos que nos dieron amor, fidelidad y coraje para emprender. Gracias
a los amigos que no conozco ni vi sus rostros, no se sus nombres.
Oigo sí sus pasos al ritmo de los míos, soñamos los mismos sueños, avanzamos entre
pesadumbres y gozos sobre las contingencias del vivir.
Gracias.
He pensado en lo que hoy acontece y quisiera explicármelo. Recuerdo: hace cuarenta años
recorría estos prados de tréboles y espigas silvestres. El perfume de pequeñas arboledas, el
olor de las quintas y un río de camalotes y juncos.
Pescadores de red. Voces en el agua y golpes de remo en diálogo apacible.
Pequeños senderos y las huellas de mis pasos y después otras huellas. Todas las que
componen el camino del hombre.
Hoy en este bello recinto, entre el río y los ondulantes ritmos de la tierra, artesanos juveniles
quieren expresar lo que siempre el hombre ha intentado expresar: la intimidad y dimensión
de su espíritu, para crear un mundo más diáfano y solidario.

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LA ESCUELA DE LA SEÑORITA OLGA
Leticia Cossettini

En el aislamiento del campo papá - el maestro Antonio - hacía teatro con mis hermanos, los
padres y los niños. Teatro rudimentario e inocente, no trivial.
Las barbas del maíz, las crines, las lanas, las plumas servían para el tocado de algún
extraviado rey en aquellas comarcas de fe republicana.
Las ropas resueltas de humilde manera se prestaban a variaciones constantes. La
imaginación hilaba su red de oro.
¡Esa mutación de los rostros, de las voces, de los gestos, la fantasía creada por las luces de
bengala, era prodigiosa!
A veces lloraban. A veces reían. Estaban silenciosos y absortos. Yo me preguntaba si el
Paraíso era así, tan hermoso.
Mi mente recibía aquella gracia y la rosa de la maravilla se quedó para siempre en mi
corazón.
De aquel júbilo de la infancia, de la cautivante atmósfera del juego, la maestra tiene la
inspiración. Se pone a hacer teatro con los niños. Los niños proceden de hogares de clase
media, modesta, laboriosa. También los niños del bajo, del río, de las casas más humildes.
¿Cuál es su sistema?
No tiene un sistema ni la codificación de un sistema.
Sugería y esperaba.
Sugerir y esperar es una forma del conocimiento.
“El gran mérito del educador es sugerir” dice Amiel.
En realidad en la escuela de la Señorita Olga la educación era estética por el clima, el
ámbito, por el aliento.
Allí está la clave.
La educación estética en nuestra escuela no es una materia, una actividad, un propósito
poético separado del acto educativo.
Realizar lo cotidiano con sencillez para llegar al “tempo” de cada cual, hablar, responder,
moverse y equivocarse es natural. Probar y probarse sin pedanterías. Medirse. No temer a lo
nuevo, a lo desconocido.
Nada escapa al círculo armónico: cultivar el huerto es bello si se hace con eficiente ternura.
Inventar con ingenio algún aparato elemental para pruebas de laboratorio, hacer un plano de
un paseo, ser exacto en el mapa y tener visión del color igualmente precioso.
Dibujar delicadamente una planta, ubicarla en el paisaje, en su medio ambiental, seguir la
metamorfosis de un insecto con justeza y primor. Los dibujos de los chicos viajan por el país
y por América. Se exponen en el Museo de Bellas Artes de Rosario.
Escuchar un bello poema, comprenderlo, decirlo con sensibilidad.
Escuchar música, reconocer ciertos instrumentos, hacer la música, hacer el canto. ¡Oh la
gracia de la flauta, de la armónica, el misterio de la percusión!
Dibujar, pintar y modelar como lenguajes expresivos no separados del lenguaje coloquial.
Desde el elemental garabato angelical hasta el descubrimiento de las formas , las distancias,
las proporciones, la perspectiva o la total falta de perspectiva, todo madura como un fruto.
Tratamos de ser verdaderos y sencillos. Crear el espíritu es más difícil que codificar. Poco a
poco todo se ordena, se agiliza, se coloca con naturalidad en su justo lugar y dimensión. Se
estructura como un pródigo sedimento.
Por una disposición natural yo me inclino a la poesía del gesto, del ritmo, del juego.

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Comprender el texto es comprender la verdad. Allí comienza el teatro que deriva al
movimiento que puede ser danza. No hay maestro de educación corporal.
Naturalmente hay admirables maestros que no pueden, por su temperamento, por la calidad
de su pensamiento, dedicarse al teatro de niños.
Una orquesta es la comunión celestial de instrumentos. No se puede, ni se debe, esperar
que la trompeta de espléndido sonido, suene como un violonchelo. Cada cual en su bello
sonido, pero atento sí, sensible al conjunto, dispuesto a entrar en el juego con afinación sutil.
Esto ocurría en la escuela de la Señorita Olga. Afinar el instrumento, dar la nota más
diáfana. Integrábamos como maestros un equipo. Ternura y gratitud por mis compañeros.
Juegos deliciosos, poemas danzados, pantomimas, romances, mimos que hacían la delicia
de los niños y los hombres en escenificaciones del Tom Sawyer, de los siete héroes de los
hermanos Grimm.
Sin decorados, sin luces, con ropas ingeniosamente y primorosamente inventadas, por virtud
del gesto, de una dinámica jubilosa. Todo era transfiguración y gozo.
La alegría es canto transparente en la escuela de la Señorita Olga. El Paraná le mandaba su
viento de peces, la circundaba el campo y las gaviotas unían las islas y las costas.
En el quehacer, la ciencia no reñía con la poesía.
Un sereno trabajo sellaba los días.

14
PLATERO Y YO
Leticia Cossettini

No fue extraño que pensara en “Platero y yo”, tan leído y amado. Un Platero que decíamos
cuando íbamos con los niños por los caminos o lo dibujábamos coronado de amapolas.
Lo pensé en un retablo de luces y colores. Pantomimas bailadas y jugadas en tres
estampas: Alegría, Carnaval y Navidad.
Sobre música de Debussy “Nubes y Fiestas”, se apoyaban las estampas Alegría y Carnaval.
Canto de pastores, villancicos, música de cencerros, para la Navidad. El títere le
comunicaba una gracia intangible.
Trabajamos sin horarios, niños y maestros, tomados por el aliento poético.
La imagen de las marionetas de mi padre asomaban desde el arco iris de mi infancia.
Paseamos a Platero por el barrio y la ciudad. Cierto día, en plena función, llega don Hilarión
Hernández Larguía. Lo acompaña Horacio Butler. Se detiene frente al retablo fascinado y
nos envía como regalo desde Buenos Aires, el primer telón para la estampa de la Navidad.
Recojo los dibujos, las cartas y los poemas que me escriben los niños y envío aquel
presente delicioso a Juan Ramón Jiménez, entonces en La Florida, Estados Unidos.
No tuve respuesta. Extraño silencio. A veces los largos silencios son preludio y el preludio
llegó en una escritura danzarina, de música y extraños signos.
La carta decía:
“Estas cuatro líneas querida, siempre presente Leticia, desde el barco en que navego a la
Argentina. Ahora que voy a pasar unas semanas en su tierra, uno de mis mayores deseos
es ver a Ud. y a su grupo de escolares maravillosos”.
“Nunca supe nada de un paquete de libros que le envié como pobre pago de su presente
mágico, de cartas, poemas, dibujos, con el otro de su carta inolvidable”.
“Los dibujos y acuarelas decoran en sus marcos las paredes de nuestro departamento de
Washington y son el encanto de todos los que los ven. Son populares entre mis relaciones”.
“Me gustaría si es posible reunirme con Ud. y nosotros, mi mujer y yo y los muchachos que
me escribieron, contaron y pintaron y reunirlos en una merienda o refresco. La quiero, la
abrazo y la admiro. Juan Ramón”
La alegría abarcaba un paisaje infinito.
Volvieron los niños de entonces, adolescentes ya, para preparar la fiesta a Juan Ramón.
En la noche del 24 de agosto de 1948, Juan Ramón y Zenobia, su esposa, llegaron a
Rosario.
Un abrazo nos unió más allá de la distancia y el tiempo. En su presencia, todo era natural y
sencillo.
La alegría iluminaba la cara de Juan Ramón. Muchas veces habría de comparársele con un
personaje del Greco. Noble y bella su estampa.
Para mí será siempre un niño tierno, transfigurado, iluminado de alegría. Ardía de
impaciencia por encontrarse con los niños y nos hacía preguntas encantadoras y sutiles,
mientras Zenobia sonreía, plácida y tenue luz.
A la mañana siguiente llegó como un Rey Mago cargado de dulces. Los niños lo miraban
asombrados. Los más pequeños preguntaban por Platero. Se apretaban en anillo para verle.
“¿Pero Platero, blando, peludo y suave, donde está?”
Pocas, poquísimas flores había en aquel invierno. Bajo un cielo de plomo, centenares de
cañas, traídas del vecino barranco, adornadas con cintas de colores y ramos de hiedras,
ponían estallidos luminosos de anunciación. Se escuchó la voz del juglar que decía:
“¡Gran función de títeres!”
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“¡Vengan todos a ver!¡Hoy 25 de agosto de 1948!”
“¡Damas y Caballeros!”
“¡Doncellas y Galanes!”
“¡Niños y niñas!”
“¿Os habéis puesto coronas de flores para venir a la función...
prendido una estrella en el ojal... o arrojado una serpentina por los aires?”
“¿No habéis oído desde temprano el canto de la calandria y del cardenal con copete de
trovador?”
“¡Damas y Caballeros!”
“¡Doncellas y Galanes!”
“¡Niños y niñas!”
“Silencio, que aquí está el grande, el amado Juan Ramón, el que vio nacer a Platero y lo
paseó por el prado de mariposas blancas. Juan Ramón cruzó el mar para buscar a Platero,
que haciendo corvetas se alejó del valle de lirios amarillos”.
“¡Llegó hasta aquí!”
“¿Me oyes Juan Ramón?”
“¡Vas a verlo enseguida, en tres estampas: Alegría, Carnaval y Navidad, con música de
cencerros y cantos de pastores!”
“¡Damas y Caballeros!”
“¡Doncellas y Galanes!”
“¡Niños y niñas!”
“¡El gran Juan Ramón está aquí y la función va a comenzar!”
Juan Ramón sentado en el borde de la silla, miraba deslumbrado aquel Platero. No se
preocupaba por secar sus lágrimas. ¡Aplaudía!
El personaje del Greco había reencontrado su infancia en aquel revuelo florido.
“¿Zenobia, ves a Platero? Estos niños tienen mi alma en sus manos”.
“Es la Navidad de Juan Ramón”.
Era la voz de Zenobia, arrulladora, atenta a la menor vibración de aquella cuerda. Y el lírico
sueño de Juan Ramón proseguía.
“Leticia, debe venir Ud. a los Estados Unidos. Le tomaré el pasaje para que viaje con
nosotros, díselo tú, Zenobia”.
Y como yo vacilase, “el niño” me tomó de la mano.
“Leticia, debe venir con el Platerillo para mostrarlo en la Universidad de Maryland. Vivirá en
nuestra casa, Leticia. Díselo tú, Zenobia”.
En los pocos días que Juan Ramón y Zenobia pasaron en Rosario, recibí el don precioso de
su amistad y de su ternura.
En una de esas sobremesas, cuando el conversar alcanza una serena intimidad, recordé a
una castellana de mi barrio, dueña de un jardincito donde los tiestos de malvones y las
matas floridas eran una bendición celeste.
Una mata de clavel lucía verde y sana bajo el sol y mandaba su perfume a una única
espléndida flor. Como yo la ponderase, la cortó, me la ofreció, diciéndome:
“¿Sabe Ud.? Hice esta planta de gajo y como en mi tierra, le puse un clavo de olor en el
hoyito, por eso es tan perfumada.”
Juan Ramón siguió en silencio mi relato, el rostro gozoso, abrió más sus espléndidos ojos y
no admitió dudas acerca del sortilegio del clavo de olor mandando sus aromas al clavel,
rezumo de todas las esencias.

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El sentido mágico estaba en Juan Ramón, como la almendra en el hueso. Necesitaba decir
que partía de Rosario fascinado, quería que su fascinación quedase constante. El 1 de
septiembre publica en La Capital una carta dirigida a Fernando Chao, periodista de ese
diario. En la carta recuerda el día inefable vivido con los niños.
Regresó a los Estados Unidos sin codearse con personajes oficiales.
Es el poeta libre que no olvida en que mundo vive y en que momento vive.
Después vinieron obscuras horas para nuestra Patria en la que se negó al hombre el sentido
de la libertad y del vivir.
Escribí a Juan Ramón mi última carta en 1950, cuando se había destruido esa obra del
pensamiento, del espíritu y de la gracia, que era nuestra escuela.

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