se supone que este tipo de «ahorro» es la causa de las depresiones.
Es, por el contrario, una de
sus primeras consecuencias. Cierto que esta resistencia a comprar puede intensificar y hacer más penosa y duradera una depresión ya iniciada. Pero por sí sola no la origina nunca. Hay ocasiones en que al producirse una arbitraria intervención estatal en los negocios se provoca una situación de incertidumbre, surgiendo la desorientación porque no se sabe lo que el Estado hará más tarde. Elúdese entonces reinvertir los beneficios. Empresas y particulares mantienen inactivas sus cuentas bancarias. Deciden acumular mayores reservas ante posibles contingencias. Este atesoramiento de moneda puede parecer la causa del progresivo estancamiento de la actividad mercantil. sin embargo, la causa real se concreta en la incertidumbre que origina la intervención estatal.. Los mayores efectivos en metálico de las empresas y particulares son simplemente un eslabón en la cadena de consecuencias derivadas de aquella incertidumbre. Culpar a un «excesivo ahorro» de una depresión en los negocios sería como atribuir un descenso en el precio de las manzanas no a una cosecha abundante, sino a que los consumidores resistiéranse a pagar más por ellas. Pero una vez que las gentes están decididas a censurar una práctica o institución, cualquier argumentación en contra de la misma, por ilógica que sea, se considera idónea. Así, se arguye que las diversas industrias de bienes y artículos de consumo se montan para atender determinada demanda y que si la gente comienza a ahorrar, la imaginada demanda no actúa y se inicia la depresión. E1 supuesto se apoya fundamentalmente en aquel error, que ya fue examinado, consistente en olvidar que lo ahorrado en bienes de consumo se invierte en bienes de producción y que «ahorro» no significa necesariamente ni siquiera la contracción de un solo dólar en el gasto total. Lo único que hay de verdad en aquel aserto es que todo cambio que se produce súbitamente puede ser perturbador. Igual distorsión se produciría si los consumidores desviasen de pronto su demanda de un artículo de consumo a otro. Mayor perturbación provocaría el hecho de que personas antes ahorradoras cambiasen súbita mente su demanda de bienes de producción por bienes de consumo. Todavía se esgrime otra objeción contra el ahorro. Calificase ahora de manifiesta tontería. Ridiculízase al siglo XIX por haber propagado el ideario de que la humanidad, mediante el ahorro, debería ir elaborando un pastel cada vez más grande, sin llegar jamas a comerlo. La metáfora en si misma es ingenua y pueril. Seguramente podrá enjuiciarse mejor valiéndonos de una descripción más realista de lo que verdaderamente ocurre. Imaginemos un país que colectivamente ahorra cada año aproximadamente un 20 por 100 de todo lo producido en igual período.. Este porcentaje supera notablemente el importe neto del ahorro registrado en los Estados Unidos a través de su historia (1), pero constituye una cifra redonda fácil de manejar e impide las reservas mentales de aquellos que suponen que hemos ahorrado demasiado. (1) Históricamente, el 20 por 100 representa aproximadamente el importe bruto de la renta nacional bruta dedicada cada año a la formación de capital (sin incluir equipo de consumo). Si se tiene en cuenta, sin embargo, el desgaste de capital, el ahorro anua