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¿ANTISEMITISMO SEVILLANO EN LA BAJA EDAD MEDIA?

FERRAND MARTÍNEZ Y EL ASALTO A LA JUDERÍA DE SEVILLA


EN 1391

Isabel Montes Romero-Camacho


UNIVERSIDAD DE SEVILLA

* INTRODUCCIÓN

La historia de los judíos en la Sevilla cristiana es la historia de una


convivencia. De una larga y compleja convivencia.

Esta convivencia dio comienzo a raíz de la reconquista de la gran ciudad


almohade por Fernando III de Castilla, en 1248, y terminó, por lo que se refiere
a los judíos que permanecieron firmes en su fe, con su expulsión de la ciudad,
en 1483.

Entre una fecha y otra, el devenir histórico de la nueva aljama, que habría
de convertirse en la primera de Andalucía y la segunda de Castilla, después de
la toledana, correría parejo al desenvolvimiento de la nueva sociedad sevillana,
nacida de la conquista, que pasó a formar parte de pleno derecho, como es
sabido, de la civilización cristiana occidental.

Evidentemente, la historia de las relaciones mutuas entre cristianos y


judíos sevillanos, estuvieron marcadas por la condición de minoría étnico-
religiosa de estos últimos, lo que les imprimió, desde un principio, un carácter
de alteridad.

Sin embargo, poco a poco, este concepto del otro fue complicándose
mucho más, hasta llegar, al final de la Edad Media, a su rechazo total. Rechazo
que, en el caso castellano, estuvo representado, en lo que hace a los judíos, con
su expulsión definitiva, en 1492, y, para el caso de los conversos que
judaizaban, con la implantación de la Inquisición, en 1480.

Así pues, todo este largo y complicado proceso, tuvo una clara

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representación en Sevilla, ciudad que, si bien sólo compartió una realidad
general en todo el mundo cristiano contemporáneo, también, algunas veces, se
adelantó, en el tiempo, a estos acontecimientos generales y otras los vivió de
una manera más virulenta. Este fue el caso del asalto a la Judería de Sevilla de
1391, del que habremos de ocuparnos a continuación.

*LA JUDERÍA (PLANOS E IMÁGENES)

Sabemos que los judíos, a raíz mismo de la conquista, tuvieron en Sevilla su


propio barrio, que ocupaba una situación muy parecida a la que tenía en otras
ciudades cristianas e incluso en los antiguos núcleos urbanos musulmanes, es
decir, al norte del Alcázar, entre éste y el muro, para garantizar de esta forma su
protección. Muy pronto, la aljama de Sevilla contó con sus propios edificios de
culto, pues, en 1252, Alfonso X donó a los hebreos sevillanos tres mezquitas en
la judería, con el fin de que edificasen en ellas sus sinagogas. En fechas muy
tempranas, este barrio judío se aisló del resto de la ciudad mediante una cerca
que se adhirió a la muralla, por lo que sólo se relacionaba con el espacio
intramuros sevillano a través de dos puertas: una que se abría a la collación de
San Nicolás y otra a la llamada plazuela del Atambor. Una tercera puerta,
quizás la principal, era la utilizada para salir de Sevilla, y estaba ubicada en la
misma muralla, por lo que era conocida con el nombre de Puerta de la Judería.
Esta salida recibió, en época musulmana, la denominación de Puerta de Minjoar
y, una vez desaparecida la aljama sevillana, Puerta de la Carne. En cuanto al
cementerio de los judíos, tenemos noticias de que estaba situado fuera de la
Puerta de la Judería y no en las sinagogas, y que pervivió hasta el siglo XVI, en
que fue destruido y convertido en huertas. Dentro de estos límites, pues,
quedaba el barrio judío de Sevilla, que contaba con una superficie aproximada
de 16 hectáreas, casi un 6 % del total del recinto amurallado de la ciudad.

Con relación al contingente demográfico de los judíos sevillanos entre los


siglos XIII y XIV - y a pesar de la inexistencia de fuentes directas para su
cuantificación - todo conduce a pensar que la aljama de Sevilla era, sin duda, la
más importante de toda Andalucía y una de las mejores del reino. Y. Baer, el
gran historiador de los judíos españoles, calculaba en unas doscientas las
familias de judíos sevillanos hacia 1290, mientras que Toledo, la mayor judería
de Castilla, podría tener, por entonces, unas trescientas cincuenta. Igualmente
afirma que, si bien los judíos sevillanos no lograron cubrir todo el espacio
urbano que se había reservado para judería hasta finales del siglo XIV, fue
entonces cuando alcanzaron su óptimo demográfico, llegando a contar, nada
menos, que con 23 sinagogas, período de esplendor en el que, según A.
Collantes de Terán, la población hebrea no sólo se duplicó con respecto al siglo

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anterior, sino que llegó a contar, en los años que precedieron al pogrom de
1391, entre 450 o 500 vecinos.

Así, durante mucho tiempo, las relaciones mutuas entre cristianos y


judíos transcurrieron por cauces aparentemente normales. Tanto es así que,
desde los primeros tiempos de la repoblación, los judíos sevillanos tuvieron sus
negocios, e incluso sus casas, fuera del recinto amurallado de la judería.

De la misma forma, era normal que algunos cristianos contasen con


propiedades dentro de la aljama. Por otra parte, son muchos los datos que
tenemos sobre la regularidad con que se llevaban a cabo todo tipo de negocios
entre cristianos y judíos, tanto en la ciudad de Sevilla como en su medio rural.

*EL ASALTO A LA JUDERÍA DE SEVILLA EN 1391

Sin embargo, y a pesar de que todas estas noticias parecen presentarnos la


imagen idílica de una convivencia pacífica, desde muy pronto, tal vez desde que
aparecieron los primeros signos evidentes de la crisis del siglo XIV, comenzó a
haber puntos de fricción entre cristianos y judíos. Esta tensa situación que,
avanzando el tiempo, llegaría a ser dramática, no parece justificarse tanto por
las particularidades étnico-religiosas de cada grupo -lo que supondría un
símbolo de diferenciación social- como por el status económico que algunos
judíos disfrutaban y, sobre todo, por las funciones que ejercían.

Tal enemistad, más o menos solapada, salió a la luz, por primera vez,
según las noticias que poseemos, en 1354, cuando los judíos sevillanos fueron
acusados de profanar la Hostia. Con relación al que podemos considerar como
el primer pogrom sevillano, son pocos los datos que nos han llegado, por lo que
resulta difícil sacar conclusiones sobre la importancia de esta persecución. De
todas maneras, es posible pensar que pudo ser uno de los resultados, más o
menos inmediatos, de los años depresivos que siguieron a la expansión de la
primera gran epidemia de la peste negra. Pero, sin duda, este fue el primer
síntoma - habría otros muchos - de una enfermedad que golpearía duramente a
la sociedad castellana de la última Edad Media: el odio a los judíos.

El crecimiento del antisemitismo en Castilla durante la baja Edad Media


obedeció a causas muy diversas. Así, a los motivos religiosos que
indiscutiblemente existieron, los más recientes investigadores suman otros
muchos componentes de tipo político, socio-económico e ideológico.

Por lo que hace a la estructura política, todo conduce a pensar que la

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mentalidad popular antijudía terminó por conformarse en Castilla a partir del
triunfo de la dinastía Trastámara. Sin embargo -y a pesar de que la propaganda
antisemita fue uno de los principales argumentos utilizados por Enrique de
Trastámara contra su hermano, Pedro I, durante la guerra civil- una vez
proclamado rey, tanto el nuevo monarca, como los nobles que lo habían
apoyado en la lucha fratricida, se dieron cuenta de que los judíos eran
absolutamente irremplazables en un buen número de funciones de tipo público,
sobre todo en las relacionadas con las finanzas, por lo que el monarca y sus
consejeros hubieron de olvidar uno de los puntos básicos de su programa de
gobierno: el que pretendía acabar con el papel predominante que los judíos
habían representado en épocas anteriores, sobre todo con Pedro I.

Esta fue, sin duda, la causa por la que algunos hebreos, especialmente los
más próximos a la corona, volvieron a ostentar en el reino su antigua posición
privilegiada.

Dicha "deslealtad" por parte de la nueva dinastía y de sus nobles, era algo
inaceptable para los grupos inferiores de la sociedad castellana, por lo que no
resulta nada extraño que, ya en el mismo reinado de Enrique II, el sentimiento
popular antisemita fuera in crescendo, sin que nada pudiera hacer para evitarlo
el poder público, ya que no sólo no contaba con su anuencia, sino todo lo
contrario.

Dentro de este contexto deben ser entendidas las quejas que Enrique II
recibió de los procuradores del reino en las Cortes de Burgos, en una fecha tan
temprana como la de 1367, donde ya se aprecia con claridad la doble actitud de
los Trastámara ante los judíos: por un lado la conciencia de su impopularidad,
por otro la certeza de la necesidad que la corona y el reino, en general, tenían de
ellos: TEXTO 1

Y lo mismo puede deducirse de las peticiones presentadas al rey por los


jurados sevillanos, en 1371: TEXTO 2

Sin embargo, el proceso no había hecho más que empezar, ya que durante
el reinado de Juan I el aumento del antisemitismo corrió parejo a los fracasos
padecidos por este monarca en política exterior y a la crisis económica que se
derivó de ellos. No obstante, no sería hasta la subida al trono de Enrique III
cuando el fervor popular contra los hebreos que, hasta entonces, no había sido
más que verbal, se transformó en un decidido afán de aniquilación física del
pueblo deicida, que tuvo su culminación en los pogroms de 1391.

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Por lo que se refiere al ámbito socio-económico, son muchos los
historiadores que tratan de relacionar las persecuciones antijudías de 1391 con
la crisis social que resultó de la coyuntura depresiva que padeció el mundo
occidental durante estos años, por lo que se sumarían a las muchas revueltas
sociales que se produjeron en Europa hacia el último tercio del siglo XIV. Es
verdad que, por entonces, los castellanos y, en el caso concreto que nos ocupa,
los sevillanos, hubieron de soportar -aparte de las consecuencias lógicas
derivadas de la guerra civil- toda una serie de calamidades naturales, como
epidemias, pestes, sequías carestías ... que amenazaban la supervivencia diaria,
sobre todo, de los menos afortunados. Si a esto se suma el hecho de que las
profesiones más conocidas de los hebreos eran aquellas relacionadas con la
recaudación de impuestos -tanto reales como concejiles- y con el comercio del
dinero y los préstamos usuarios, y que, por más que en ellas sólo estuviesen
implicados un grupo minoritario de judíos, servían de definición a todo el
pueblo deicida, no resulta nada difícil de comprender que, en medio de una
coyuntura dramática, las masas populares de Sevilla creyesen ver la solución a
todos sus problemas en la devastación y saqueo de la judería.

Esta es la razón por la que los mismos cronistas contemporáneos, además


de admitir presupuestos de tipo ideológico, principalmente los religiosos, vieron
en el robo una de las motivaciones fundamentales del asalto a la judería de
Sevilla. Así lo relata don Pero López de Ayala, en su Crónica del reinado del
rey don Enrique III:

" ... E todo esto (hace alusión a los sucesos de 1391 en Sevilla) fue
cobdiçia de robar más que devoçión ... "

En otro orden de cosas, la gran mayoría de los estudiosos que han


analizado el pogrom de 1391, están de acuerdo en aceptar, como elemento
fundamental, sus presupuestos ideológico-religiosos. A este respecto, hay que
resaltar el papel decisivo jugado por los predicadores, quienes con encendidas
pláticas empujaban a la acción a un pueblo, en su mayoría analfabeto y, ya de
por sí, hostil a los judíos. Entre ellos ninguno fue más representativo que el
arcediano de Écija, don Ferrant Martínez, una de las personalidades más
influyentes de la sociedad sevillana de su tiempo. De su carácter exaltado nos
hablan tanto los cronistas de la época, como algunos grandes historiadores
sevillanos de tiempos posteriores. Entre los primeros, destaca, sin duda, lo que
se recoge en las notas a la edición de la crónica de don Pero López de Ayala,
donde se cita a otro cronista contemporáneo, El Burguense –el famoso converso
Pablo de Santa María-, que "en su Escrutinio dice que este arcediano era más
santo que sabio".

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Entre los segundos, merece la pena que nombremos a don Diego Ortiz de
Zúñiga, que lo define como " varón de exemplar vida, pero de zelo menos
templado que conviniera.”

Tan contradictorio personaje fue no sólo canónigo de Sevilla, ocupando


una de las dignidades de la catedral, con el título de arcediano de Écija, sino
oficial general del arzobispo don Pedro Gómez Barroso, por lo que llegó a ser
provisor del arzobispado hispalense a la muerte de este prelado.

Por lo que sabemos, sus predicaciones contra los judíos dieron comienzo
ya en el reinado de Enrique II, recrudeciéndose en tiempos de Juan I. Tanto uno
como otro lo amonestaron por ello en numerosas ocasiones. La postura de la
corona con respecto al arcediano, queda gráficamente sintetizada en el albalá
enviado por Juan I a don Ferrant Martínez, el 25 de agosto de 1383, donde se
asombra de que éste no sólo predicase contra los judíos, sino de algo que era
mucho más grave, de que afirmase -sin su consentimiento ni el de la reina- que
esto les complacía. Por tanto le ordena, con toda dureza, que cese en sus
predicaciones y que "sy buen christiano queredes ser, que lo seades en vuestra
casa, más que non andedes corriendo con nuestros judíos de esta guisa, por
quel aljama desa çibdat sea destroyda por vuestra ocasión e pierdan lo suyo".

Esta actitud de la monarquía, compartida por el arzobispo y el cabildo


sevillanos, lograron, de momento, salvar la situación, que se presentaría muy
favorable para el arcediano pocos años después. Así, el 7 de julio de 1390,
fallecía el arzobispo don Pedro Gómez Barroso, y el 9 de octubre lo hacía, de
forma absolutamente inesperada, víctima de un accidente de equitación, el rey
Juan I, dejando como sucesor a un niño de once años. Ambos acontecimientos
luctuosos abrieron el camino a don Ferrant Martínez, haciendo posible que
pudiera cumplir su antiguo objetivo: derribar todas las sinagogas de Sevilla y su
arzobispado y establecer en ellas el culto cristiano, obligando a los judíos a la
conversión.

Por tanto, todos los supuestos parecían ser los oportunos para que tuviese
éxito el asalto a la judería sevillana, según lo expresa en su crónica un testigo de
los hechos, el canciller don Pero López de Ayala: TEXTO 3

Por lo que sabemos, ya desde los primeros meses de 1391, se habían


producido en Sevilla algunos incidentes populares contra los judíos, que, en un
principio, las autoridades concejiles pudieron sofocar y restablecer el orden. Sin
embargo, sólo se trató de un remedio temporal, ya que, algunos meses más

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tarde, concretamente el 5 y el 6 de junio, la furia antisemita se desencadenó,
otra vez, sobre Sevilla, realizándose el asalto definitivo a la aljama sevillana,
ante la impotencia del nuevo alguacil mayor de la ciudad, don Pero Ponce de
León, señor de Marchena, sucesor de don Alvar Pérez de Guzmán, nombrado
almirante de Castilla. IMAGEN DE LA PLAZA DE SANTA
MARTA, POR DONDE, SEGÚN LA TRADICIÓN, ENTRARON LOS
ASALTANTES DE LA JUDERÍA, POSIBLEMENTE POR LA PUERTA
QUE DABA A LA ACTUAL CALLE MATEOS GAGO,
ANTIGUAMENTE LLAMADA DE LA BORCEGUINERÍA

Pero es mejor que conozcamos cómo se desarrollaron estos


acontecimientos de la mano de dos historiadores sevillanos. El primero, Garci
Sánchez, jurado de Sevilla, que escribió sus Anales en el siglo XV:

"El año 1391, lunes y martes, cinco y seis días del mes de junio, en
Seuilla, se comenzó el robo de la judería de Sevilla, y tornaron algunos
christianos por fuerza; y en Córdova se comenzó jueves y viernes, ocho y nueve
días del dicho mes " (J. de M. CARRIAZO: Anales de Garci Sánchez, jurado
de Sevilla. "Anales de la Universidad Hispalense", vol. XIV, Sevilla, 1953, p.
24, nº 77).

Y el segundo, el gran analista sevillano del siglo XVII, don Diego Ortiz
de Zúñiga: TEXTO 4

Inmediatamente, los ecos de estos dramáticos acontecimientos resonaron


en la Cortes de Madrid, convocadas a principios de 1391, ante las que se habían
presentado "los más honrados judíos castellanos" para pujar las rentas reales,
según nos cuenta en su crónica el canciller don Pero López de Ayala:
TEXTO 5

La indignación de la corona, o mejor en su nombre del Consejo de


Regencia, ante tan dramáticos sucesos se dejó sentir en las cartas enviadas a
todas las ciudades del reino, desde Segovia, el 16 de junio de 1391, con objeto
de participarles los acontecimientos que habían tenido lugar en Sevilla y
Córdoba, en los días anteriores. Veamos, como modelo, la dirigida al concejo de
Burgos: TEXTO 6

A pesar de tan buenos propósitos -y tal vez debido a la minoría de edad


de Enrique III y a la difícil situación en que se hallaba sumida Castilla, por esta
causa- el Consejo de Regencia no pudo poner remedio a tan comprometida
situación y, por el momento, los culpables quedaron en la más absoluta

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impunidad, incluso el más directo inductor de los hechos, el arcediano de Écija,
a quien nadie se atrevió a enfrentarse, ya que ostentaba la máxima autoridad
eclesiástica, por entonces, en Sevilla. Pero había otras razones, tal vez más
profundas, resumidas en el hecho de que el poder civil, tanto a nivel municipal,
como real, asumió una postura muy característica de la Edad Media: por una
parte comprendían la necesidad económica que Castilla tenía de los judíos y
eran conscientes de su obligación de salvaguardar el orden y la ley, pero, por
otro lado, no sabían cómo reaccionar ante una revuelta popular, cargada de
numerosos presupuestos, fundamentalmente religiosos, y justificada, desde el
punto de vista moral, por el arcediano de Écija. Por todo ello, pensaron que tal
vez lo mejor fuese esperar a que todo se solucionase por sí solo, al tiempo que
les parecía que destruir una ciudad para defender una judería era pagar un coste
demasiado alto. Así lo expresaba un escritor del siglo XVII, don Cristóbal
Lozano, en su historia de los Reyes Nuevos de Toledo:

Pareció inconveniente grande castigar y destruir una ciudad y a todo un


pueblo por restituir y salvar una judería, y más cuando el motín se abrazaba
con el pretexto de que estaba bien hecho.

*LAS CONSECUENCIAS

Sea como fuere, las consecuencias del pogrom de 1391 en Sevilla fueron
numerosas y decisivas, no sólo para los judíos, sino también para los cristianos.
Como es natural, fueron los primeros quienes tuvieron que sufrir directamente
las secuelas del asalto. Estas fueron fundamentalmente tres: la muerte, el
destierro y la conversión.

Sin embargo, también los cristianos se vieron envueltos por estos


acontecimientos, aunque de manera distinta, según se tratase de los
privilegiados o del estamento popular. Así, mientras, por una parte, la nueva
nobleza trastamarista obtuvo pingües beneficios, ya que recibió la gran mayoría
de los bienes que habían sido propiedad de los judíos sevillanos, lo que era
natural, dado que no sólo no tomó parte activa en el robo de la judería, sino que
procuró evitarlo a toda costa. Por otra parte, se declaró al pueblo como único
responsable de los hechos, por lo que únicamente él debería ser castigado.

En lo que hace a los judíos, lógicamente, nadie salió beneficiado de tan


trágicos acontecimientos, pero también es verdad que hubo entre ellos un
conjunto de hebreos poderosos, que normalmente actuaban a través de clanes
familiares, algunos de los cuales se convirtieron al cristianismo, que lograron
superar brillantemente tan penosa coyuntura.

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Por consiguiente, tanto entre los judíos, como entre los cristianos, fueron
los estamentos populares los que hubieron de sufrir las más penosas y directas
consecuencias de estos duros acontecimientos.

Fue en 1395, año en que Enrique III asumió plenamente el poder en


Castilla, cuando verdaderamente se pusieron en práctica las primeras medidas
tendentes a dar un merecido escarmiento a quienes participaron en el pogrom de
1391. Tan pronto como el rey llegó a Sevilla, el 13 de diciembre de 1395, tuvo
como objetivo prioritario, en opinión de J. Amador de los Ríos, resolver la
cuestión judía. Inmediatamente tomó algunas importantes decisiones, con el fin
de penar a los culpables del asalto a la judería, lo que, para muchos, dejaba
entrever, sin lugar a dudas, su firme propósito de demostrar el nuevo
reforzamiento de la autoridad monárquica. Así, primeramente, mandó
encarcelar al principal inductor de la sublevación: el arcediano de Écija, don
Ferrant Martínez, según nos cuenta don Diego Ortiz de Zúñiga:

TEXTO 7

Año 1395

2. Por la ciudad de Segovia... pasó el Rey á Madrid, y de ella á


Andalucía, a tal fin de este año, que entró en Sevilla Lunes 13 de Diciembre...
el mismo dia cuenta su Crónica que mandó prender al Arcediano de Niebla
(sic) Don Fernando Martinez, cuya zelosa predicacion alborotó el pueblo
contra los Judíos el año de 1391 : " Y castigólo ( dice Gil Gonzalez de Avila )
porque ninguno con apariencia de piedad no entendiese levantar el pueblo ".
Pero si el zelo de este varon notable tuvo algun exceso, su intencion fué
sincerísima, y su caridad igual, que por este mismo tiempo logró en la gran
fundación y dotación del Hospital de Santa Marta, cercano á la Santa Iglesia, y
á cuyo Cabildo dió su Patronato y administración, en que permanece, y acabó
su vida años adelante con gran opinión de sólida virtud.... (D. ORTIZ DE
ZUÑIGA: Anales de Sevilla, Sevilla, 1988, tomo II, año 1395, cap. 2, p. 250).
IMAGEN DEL HOSPITAL DE SANTA MARTA

Esta decisión tuvo, evidentemente, un alto valor ejemplarizante pero, a


nivel práctico, la pena más gravosa para Sevilla de todas las decretadas por
Enrique II fue, indudablemente, la imposición de una multa de 135.500 doblas
de oro moriscas, que la ciudad debería dar a la corona en concepto del robo que
fue fecho a los judíos y judería desta çibdat. Sólo los grupos populares tenían
que hacer frente a su pago, ya que ni la nobleza ni el clero estaban obligados a

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contribuir en ella, porque según escribió Enrique III a la Catedral de Sevilla, el
22 de mayo de 1396, ni el arzobispo, ni el cabildo ni ningún otro clérigo del
arzobispado sevillano tenían que pagar, por quanto me fue informado que
quanto en ellos fue les desplogo del dicho robo y lo estorbaron quanto
podieron.

Pero, tal vez, la consecuencia más duradera y catastrófica del pogrom de


1391 fue la desaparición de la antigua judería de Sevilla, en cuyo
emplazamiento se organizarían collaciones y barrios cristianos, al tiempo que
los bienes de la aljama fueron distribuidos tanto a los templos que surgieron
para atender a las necesidades espirituales de los nuevos pobladores, como a los
nobles más próximos al rey. IMÁGENES DE LAS PARROQUIAS DE
SANTA CRUZ Y SANTA MARÍA LA BLANCA

Así pues, muy pronto, el 2 de agosto de 1391, el concejo hispalense


facultaba a sus veinticuatros Martín Fernández Cerón y Alfonso Fernández del
Marmolejo para ordenar las eglesias de Santa Crus e de Santa María la Blanca
e los barrios e collaçiones dellas. Inmediatamente, estos llevaron a cabo la
dotación de ambas con los mismos bienes que habían tenido asignados mientras
habían sido sinagogas de los judíos. A ello se refiere, en sus Anales, don Diego
Ortiz de Zúñiga: TEXTO 8

Según parece, dentro de la circunscripción de la antigua judería existió


otra iglesia al final de la Edad Media, la de San Bartolomé el Nuevo, aunque no
se sabe si esto fue a raíz del mismo pogrom de 1391 o, según defienden algunos
autores, a partir de la expulsión definitiva de los judíos de Sevilla, a finales del
siglo XV, por lo que, hasta entonces, habría permanecido destinada al culto
judío. Así lo defiende J. Amador de los Ríos, siguiendo a don Diego Ortiz de
Zúñiga, quien nos dice: IMAGEN DE LA PARROQUIA DE SAN
BARTOLOMÉ EL NUEVO

Año 1391

3. No del todo quedó deshecha la Judería; permaneciéron algunas


familias que rehizo de caudales su industria, y con una Sinagoga, que después
fue Iglesia Parroquial de San Bartolomé, duró hasta la expulsión que de todos
los Judíos de España hiciéron los Católicos Reyes Don Fernando y Doña
Isabel. (D. ORTIZ DE ZUÑIGA: Anales de Sevilla, Sevilla, 1988, año 1391,
cap. 3, p. 238).

Sin embargo, esto no parece muy probable, puesto que existe

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documentación en el Archivo Municipal de Sevilla, fechada en 1392, que ya se
refiere a la collación de San Bartolomé el Nuevo.

No obstante, todo parece indicar que fueron mucho más cuantiosos los
bienes hebreos cedidos a personas individuales, todas ellas directamente
relacionadas con la corte. Así, en primer lugar, el 29 de julio de 1392, Enrique
III hacía merced a su camarero, Ruy López Dávalos, de las pertenencias de los
judíos sevillanos que habían dejado Castilla y también de las de aquellos
conversos que, habiendo renegado del cristianismo para volver a sus antiguas
prácticas, se habían visto obligados, igualmente, a abandonar el reino.

A pesar de todo, una entidad mucho más importante tuvo la donación que
hiciera Enrique III a su mayordomo mayor, don Juan Hurtado de Mendoza, y a
Diego López de Estúñiga, su justicia mayor, de todas las sinagogas de Sevilla y
de todos los propios e bienes que las dichas sinagogas habían y de los bienes
que la aljama de los judíos solían tener comúnmente, cesión que les fue
confirmada por el rey el 9 de enero de 1396, aunque todo parece indicar que la
donación había tenido lugar años antes, por el tiempo en que se repartieron los
demás bienes de los judíos sevillanos, inmediatamente después de la
destrucción de la judería. El documento de confirmación, perteneciente al
archivo de los duques de Béjar, título posteriormente integrado en la Casa de
Osuna, fue recogido, a finales del siglo XVIII, por el historiador Fr. Liciniano
Sáez: TEXTO 9

Sería muy poco después, el 26 de septiembre de 1396, cuando Juan


Hurtado de Mendoza vendió a Diego López de Estúñiga, toda la mitad que le
pertenecía de esta merced real, por un precio de 30.000 maravedíes de " moneda
vieja ", escritura de venta que también fue reseñada, en sus puntos principales,
por Fr. Liciniano Sáez : TEXTO 10

Con el tiempo, todos estos bienes inmuebles que habían pertenecido a la


aljama sevillana, incluidas algunas casas que fueron sinagogas, entraron a
formar parte del mayorazgo que constituyera el Justicia Mayor en favor de su
hijo primogénito, don Pedro de Estúñiga, como tendremos ocasión de ver.

Según puede comprobarse, todas las donaciones regias, relativas a las


propiedades de la antigua judería sevillana, beneficiaron a la nueva nobleza
trastamarista y especialmente a los nobles que gozaban de la absoluta confianza
del rey, pero que, además, supieron sacar provecho de la crisis política padecida
por el reino castellano a causa de la minoría de Enrique III. Por tanto, no es
extraño que la mayor parte de estas concesiones reales se llevaran a efecto antes

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de que el rey ejerciese el gobierno personalmente, lo que coincidió, como
sabemos, con su viaje a Andalucía, a finales de 1395 y comienzos de 1396.

Hasta aquí hemos tratado de sintetizar las consecuencias que el pogrom


de 1391 tuvo para los cristianos que vivían o tenían sus intereses en Sevilla,
que, como hemos podido observar, fueron ciertamente contrapuestas, ya que
mientras unos fueron castigados por esta causa, otras salieron altamente
beneficiados de este asalto.

Por tanto, si esto fue así para los cristianos, los efectos del robo de la
judería de Sevilla fueron, sin duda, mucho más traumáticos para los judíos,
aunque hubo también quien supo adaptarse, con provecho, a los avatares de los
nuevos tiempos. Sea como fuere, lo cierto es que, como es sabido, la comunidad
hebrea sevillana hubo de elegir, principalmente, entre tres opciones de futuro, a
partir de 1391: la muerte, el exilio o la conversión. Los mismos contemporáneos
fueron conscientes de esta triste realidad, según lo comunicaba, de forma
altamente poética, Hasday Crescas, astrólogo de la reina de Aragón, en una
carta enviada a la comunidad judía de Avignon:

El 4 (sic) de junio de 1391, el Señor entensó su arco como enemigo


(Lamentaciones, 2, 4), contra la aljama de Sevilla ... prendieron fuego a sus
puertas y asesinaron en ella a muchos, más la mayoría se convirtió al
Cristianismo; muchos de ellos murieron mártires, pero muchísimos profanaron
la Santa Alianza ...

Por lo que se refiere a las víctimas mortales del pogrom de 1391, algunos
autores antiguos, refrendados por historiadores del siglo XIX, como J.M.
Montero de Espinosa o J. Amador de los Ríos, las cuantificaron en unas 4.000,
cifra que ya había parecido exagerada a don Diego Ortiz de Zúñiga y que, desde
luego, resulta inadmisible para investigadores contemporáneos, como Ph.
Wolff, más aún si tenemos en cuenta que A. Collantes de Terán, como sabemos,
constata un contingente aproximado de entre 450 o 500 vecinos para la judería
sevillana, a finales del siglo XIV.

Así pues, y según los testimonios que han permanecido hasta nuestros
días, todo parece indicar que fue mucho mayor la cantidad de judíos que
salieron de Sevilla, especialmente con destino a los reinos vecinos, como
Portugal y Granada, y de los que se convirtieron al cristianismo.

Por todos estos motivos, es muy difícil saber con precisión el número de
judíos sevillanos que desaparecieron de una u otra forma. A título indicativo

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recogeremos la opinión de A. Collantes de Terán, quien, basándose en fuentes
indirectas, piensa que, entre las muertes, destierros y conversiones, pudo
descender la población judía sevillana, en relación a su contingente anterior al
pogrom, en una sexta parte.

No obstante, a pesar de tantas calamidades, hubo judíos que


permanecieron fieles a su religión y que, tan pronto como las aguas volvieron a
su cauce, procuraron sobrevivir de la mejor manera posible. Pero el hecho de
que, tras el asalto de 1391, la judería sevillana como tal dejara de existir, obligó
a los judíos supervivientes a repartirse por algunas collaciones cristianas de la
ciudad, aunque, la gran mayoría de ellos, una vez recuperada la calma, pudieron
volver a sus antiguas casas, estableciéndose en los nuevos barrios nacidos en el
recinto de la otrora aljama sevillana: Santa Cruz, Santa María la Blanca y San
Bartolomé el Nuevo, mayoritariamente poblados de conversos, con los que, en
adelante, habrían de convivir los judíos.

Como es fácil comprender, los años que siguieron al asalto de la judería


fueron muy difíciles de superar para los judíos y conversos sevillanos,
especialmente en el caso de los más humildes. Sin embargo, muy pronto
pudieron recuperarse, rehacer sus vidas y restablecer sus haciendas. Incluso, en
muchos casos, volvieron a ejercer los mismos oficios que antes de 1391, por lo
que, ya a principios del siglo XV, vuelven a documentarse en Sevilla individuos
judíos relacionados con la corte o como arrendadores de los bienes de propios
concejiles y también como pequeños comerciantes.

Pero no se trató de una solución definitiva, ya que muy pronto, como


había ocurrido antes y como volvería a pasar a lo largo de todo el siglo XV, el
sino trágico de los judíos reaparecería de nuevo, esta vez coincidiendo con el
deterioro económico de los años finales del reinado de Enrique III, lo que
provocaría un nuevo resurgimiento del antisemitismo. Este recelo con relación a
los hebreos pudo simbolizarse, según E. Mitre, a título oficial, en los
ordenamientos antijudíos, promulgados por el monarca en la Cortes de
Valladolid de 1405.

Este fue, sin duda, uno de los síntomas más evidentes, y tal vez hasta
premonitorios, de la gran crisis política en la que se vería sumido el reino de
Castilla a la prematura muerte de Enrique III.

En lo que hace a los conversos, de todos es sabido que esta realidad fue
anterior a los tristes acontecimientos de 1391, tal vez como consecuencia del
afianzamiento de la mentalidad popular antisemita en la Castilla de los primeros

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Trastámara, circunstancia que se acentuó en Sevilla, debido a las predicaciones
del arcediano de Écija. Estas conversiones afectaron tanto a personas de origen
humilde, como a los judíos más señalados, caso de la familia Marmolejo, cuyo
ascenso dentro de la oligarquía sevillana ha sido magistralmente estudiado por
Angus Mackay, o de Samuel Abravanel, llamado Juan Sánchez de Sevilla tras
su conversión, que llegaría a ser contador mayor de Castilla.

No obstante, como es fácil suponer, fue a raíz del pogrom de 1391,


cuando el contingente de conversos creció mucho más, para algunos, como
Angus Mackay y A. Collantes de Terán, en una proporción casi paralela al
descenso del número de judíos, aunque contando siempre con los que de éstos
murieron o huyeron del reino castellano. Incluso también lo pensaban así
algunos autores próximos a los hechos, caso del ya citado rabí de Zaragoza,
Hasdai Crescas, y también del cronista don Pero López de Ayala y, ya en el
siglo XV, lo vio de una manera similar, el jurado sevillano, Garci Sánchez,
como hemos tenido ocasión de recoger - transcribiendo sus propias palabras -
anteriormente.

De todas maneras, tanto antes como después del robo de la judería, la


conversión no significó, normalmente, una variación notable, por lo que se
refiere a la posición socio-económica de los cristianos nuevos, ni tampoco en el
desenvolvimiento normal de sus existencias. En todo caso, especialmente los
más significados, supieron aprovecharse con éxito, de su nueva condición. Sólo,
aparentemente, difirieron en una cosa con respecto a sus antepasados, en que
dejaron de utilizar sus antiguos apellidos hebreos, que llegaron a desaparecer,
casi totalmente, en el curso de una o dos generaciones, por lo que resulta
tremendamente complicado identificarlos, ya que, generalmente, usaban
sobrenombres cristianos de los más vulgares, tal vez por su afán de pasar lo más
posiblemente desapercibidos, en su nueva condición de conversos.

De la misma forma, siguieron viviendo dentro del espacio urbano en el


que había estado encuadrada la judería y mantuvieron una estructura socio-
económica muy semejante a la de sus tiempos de judíos. Así, por una parte, se
encontraban los conversos ricos y poderosos, por regla general magníficamente
relacionados con la corona y con la oligarquía urbana de Sevilla, de la que, en la
práctica, no se diferenciaban en absoluto. Así, poseían importantes propiedades
rurales y urbanas, al tiempo que lograron tomar parte en el gobierno de la
ciudad, a través de su entrada en el regimiento. Pero si, en principio, todo ello
pudo deberse a su condición de lo que pudiéramos llamar "técnicos financieros"
de las haciendas real y municipal, esta situación, a la larga, les permitió gozar
de una sólida posición en Sevilla y relacionarse, incluso mediante vínculos

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matrimoniales, con su nobleza ciudadana.

También, por entonces, puede constatarse la presencia de lo que podría


denominarse una especie de "clase media" conversa, ocupada en el ejercicio de
tradicionales profesiones liberales, y también en las de pequeños comerciantes,
artesanos y cambiadores.

Tal vez fueron unos y otros, los conversos más ricos e influyentes y los
que conformaban los estratos medios de su estructura social, quienes mejor se
adaptaron a los avatares de los nuevos tiempos.

Como conclusión, puede decirse que, en general, el desenvolvimiento de


la vida de los conversos sevillanos, en los últimos años del siglo XIV y
principios del siglo XV, no fue nada fácil. Así, junto a su enorme afán por
volver a la normalidad y tratar de recomponer sus vidas y fortunas, se constata
el hecho de la falta de sinceridad de muchas de estas conversiones, por lo que,
en poco tiempo, estos confesos como los llama la documentación de la época,
volvían a practicar sus antiguas creencias y, en muchos caso, decidían exiliarse
a Portugal o Granada, como le ocurrió a Pedro González, antes llamado Yusaf
Abrabaniel, que según dicen los documentos contemporáneos, emigró a tierra
de moros e usa allá como judío.

Evidentemente, hubo conversos que renegaron de su nueva fe, pero otros


muchos perseveraron en el cristianismo e intentaron demostrar, a todas costa, la
sinceridad de sus nuevas convicciones, llegando, en muchos caso, a manifestar,
en relación a los apóstatas, un furor más extremado que el de los cristianos
viejos.

Sea como fuere, la mayor parte de los autores que se han ocupado del
tema, caso de M.A. Ladero Quesada, A. Mackay, F. Márquez Villanueva, N. G.
Round y otros, coinciden en afirmar que el sentimiento antisemita, en la Castilla
bajomedieval, tenía unas raíces más religiosas que raciales, por lo que el
converso, una vez recibido el Bautismo, era considerado un hombre nuevo,
absolutamente libre de culpa, a quien no se le ponía cortapisa alguna no sólo
para el normal desenvolvimiento de su vida cotidiana, sino para que pudiese
ascender hasta los status más altos del cuerpo social.

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