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MISIONES EN OTOÑO Los cuatro días templados de Semana Santa ofrecen la

ocasión ideal para descubrir la selva misionera desde el Refugio de Vida Silvestre del
Yacutinga Lodge, situado a dos horas de las Cataratas del Iguazú. El objetivo es integrar
al visitante con la majestuosa selva que lo rodea, a través de caminatas de educación
ambiental, plantación de árboles nativos, observación de fauna silvestre e interpretación
de la naturaleza. Yacutinga Lodge abarca 570 hectáreas de bosques de árboles
autóctonos, lianas y orquídeas, hábitat de más de 500 especies de mariposas y un tercio
de las aves que pueblan el territorio argentino. Mimetizado en el ambiente, y levantado
con materiales del lugar con espíritu conservacionista, el Lodge está en el corazón de un
bosque de palmitos y ofrece vista a la selva desde sus ventanales. Las actividades
comienzan bien temprano, a las siete de la mañana, para evitar las horas de más calor:
en total son ocho senderos que suman 22 kilómetros, recorridos junto a guías
especialistas en ecología y nativos guaraníes. También se propone navegar en kayak por
el río Iguazú Superior o el riacho San Francisco.

Programas de dos noches, con pensión completa y excursiones, a partir de 410 dólares
por persona, base doble. Más datos en www.yacutinga.com y
www.yacutingalodge.blogspot.com.

MISIONES NATURALEZA E HISTORIA

La ruta verde
Entre Puerto Iguazú y Posadas, un recorrido por la RN 12 que pasa por ruinas jesuíticas,
plantaciones de té y yerba mate, pueblitos de colonos y yacimientos de gemas
semipreciosas. La exuberancia misionera todo lo alberga, en un mundo de agua, piedra
y vegetación donde reinan los más variados matices del rojo y el verde.

Misiones es, si hay que definirla en una instantánea, la provincia del agua. Bien al norte,
donde los mapas dibujan el límite con Brasil, se encargan de recordarlo las caudalosas
Cataratas del Iguazú. Algo más al sur, sobre el extremo este del brazo misionero,
también los Saltos del Moconá contribuyen a esta postal de selva y agua. Sin embargo,
las onduladas rutas que la atraviesan de punta a punta –con la RN 12 y la RN 14 como
grandes ejes, además de las menos transitadas carreteras transversales– tienen mucho
más para descubrir: siempre teñidas del rojo típico de la tierra misionera, llevan hasta
lugares históricos y pueblos donde siempre hay algo para ver. Este itinerario empieza,
entonces, cuando quedan atrás las Cataratas y se apaga el furioso rumor de los saltos.

BRILLOS PRECIOSOS A unos 40 kilómetros de Iguazú, por la RN 12 que lleva hacia


Posadas bordeando el Paraná, las entrañas de la tierra empiezan a revelar algunos de sus
misterios en Wanda, una localidad fundada en los años ‘30 por colonos polacos.
Geológicamente, Misiones pertenece al macizo de Brasilia, formado sobre sucesivas
coladas de lava basáltica de decenas de millones de años de antigüedad, y quiso el azar
que entre una capa y otra de lava quedaran atrapados globos de aire y agua que la magia
de la naturaleza fue transformando en ágata, jaspe, amatistas, cristal de roca y topacios.
Wanda es la más conocida, pero hay otras minas cercanas, como la de Santa Catalina en
la vecina localidad de Libertad, menos explotadas y muy interesantes para explorar
después de haber recorrido el puñado de kilómetros que separan los yacimientos de la
ruta. Durante la visita se conoce el proceso que fue formando las piedras semipreciosas,
en particular las espectaculares geodas de amatistas, y se aprende a distinguir las líneas
que marcan en el suelo el recorrido de las burbujas, indicadoras de la presencia de
gemas bajo la superficie. En las cercanías de Libertad existe además una reserva donde
se está acondicionando un sendero de interpretación, el Paso del Yaguareté, en uno de
los últimos lugares donde observar el tigre misionero en peligro de extinción. La
especie es representada frecuentemente en las artesanías de los pueblos guaraníes que
viven en las aldeas de la zona, intentando conservar tradiciones como la cestería con
fibras vegetales y el tallado en madera de pequeños animales.

ESPERANZA MISIONERA Siempre hacia el sur, la ruta lleva hacia Puerto Esperanza,
otra de las localidades que prosperaron gracias la yerba mate y la industria maderera.
Basta echar un vistazo a un lado y otro de la ruta para comprobar que el “oro verde”, la
yerba y el té, siguen dominando el paisaje, alternando con los bosques de pino
destinados a las plantas papeleras. La exuberancia del paisaje, aunque ahora la
enmarañada selva haya sido domada por los cultivos, hizo vislumbrar a los
conquistadores que primero se internaron en esta verde densidad la promesa de riquezas
sin fin. La localidad de Eldorado, ya a 100 kilómetros de Iguazú, heredó el nombre de
esta ilusión: y en verdad para el visitante es un lugar que atrae gracias a las
posibilidades de explorar en canoa los arroyos Pirá Guazú y Pirá Miní, pescar dorados
en el Paraná o descansar en las estancias que abren sus puertas al turismo. También se
puede visitar el museo instalado en la casa que perteneció a la familia Schwelm, una de
las fundadoras, donde exhiben objetos legados por los colonos y materiales indígenas.

Algunos kilómetros más adelante, la topografía sigue prometiendo lujos: esta vez en
Montecarlo, la “capital nacional de la orquídea”. El clima húmedo, el calor y las
abundantes lluvias favorecen a estas flores delicadas y vistosas que parecen dibujadas
por un pincel de imaginación infinita, toda una tentación en los viveros para los amantes
de las plantas (que no dejarán de visitar el laberinto vegetal del Parque Vortisch, el más
grande de Sudamérica). Como las ciudades vecinas, lejos de los casinos de su
homónima europea, Montecarlo vive de la yerba, el té, mandioca y la industria forestal:
quien dé vuelta un paquete de yerba para el mate en cualquier lugar del país no se
sorprenderá entonces de encontrar el nombre de la ciudad asociado con algunas
conocidas marcas. Cerca del Parque Vortisch se levanta el Club de Pesca, punto de
partida para visitas en lancha a la isla Caraguatay. Y en las afueras de la ciudad, el Zoo
Bal Park vale el paseo para apreciar algo de la fauna local, con unos 500 animales de
especies autóctonas y exóticas.

A poca distancia de Montecarlo, la visita misionera toma un carácter histórico y se suma


a la ruta que recorre, en distintos extremos del país, las casas de Ernesto “Che” Guevara.
Una está en San Martín de los Andes, conocida como “La Pastera”. Otra en Alta Gracia,
donde pasó algunos años de infancia y donde fue levantado un museo evocativo de su
figura e ideales. La tercera –o la primera, cronológicamente hablando– está aquí, en
Caraguatay, sumergida en la selva y a orillas del Paraná, mirando hacia el Paraguay. Lo
que queda son apenas los cimientos y parte de las paredes de ladrillo de la casa donde
Ernesto Guevara Lynch y Celia de la Serna vivieron durante algunos años, incluyendo
los dos primeros de su hijo Ernestito, hasta que la humedad misionera que agravaba el
asma del niño los impulsó a mudarse a Córdoba. Hoy los visitantes son bien recibidos y
acompañados por los guías desde la casona de recepción, donde funciona un museo,
hasta los restos de la vivienda original, recorriendo un sendero selvático de poca
dificultad.

RUMBO A SAN IGNACIO La siguiente localidad de esta ruta vuelve a recordar las
quimeras de riqueza de la tierra misionera: Puerto Rico, siempre bella gracias a los
lapachos en flor que le renuevan la cara cada primavera. Varios viveros de orquídeas
rivalizan con Montecarlo, y sobre todo la costanera sobre el Paraná le da a la ciudad su
ritmo de tranquila belleza. Es un buen lugar para hacer un alto y luego seguir rumbo
hacia el pueblito de Ruiz de Montoya, avanzando por el sinuoso trazado de la ruta para
descubrir un lugar tan escondido como pacífico, signado por la herencia suiza (se dice
que aquí se elabora el único auténtico queso raclette del país, que se puede conseguir en
el pequeño local del Instituto Línea Cuchilla).

Más hacia el sur, dejando atrás Jardín América y Santo Pipó, se llega a uno de los
lugares emblemáticos de la Misiones histórica: las ruinas jesuíticas de San Ignacio. Una
fachada neocolonial funciona como punto de acceso al predio, donde varias salas
explican a través de fotos y dibujos el funcionamiento de las reducciones fundadas por
los jesuitas, el trabajo de los indígenas y la expulsión de la orden religiosa de los
territorios americanos. Lo que sigue es lo mejor: la espectacular fachada barroca de la
iglesia sobre lo que fue la plaza central; los restos de las paredes de las viviendas; los
muros de arenisca roja que se resisten al avance de la selva. Al atardecer, un espectáculo
de luz y sonido revive la aventurada historia de San Ignacio, que sufrió asedios y
traslados hasta su abandono definitivo y su destrucción en el siglo XIX. No muy lejos,
en estado más salvaje, también las ruinas jesuíticas de Santa Ana forman parte del
patrimonio de la humanidad y permiten completar esta página de la historia colonial.

A un puñado de kilómetros de las ruinas de San Ignacio, otro lugar revela el poder
inspirador de la selva. Es la casa donde vivió el escritor Horacio Quiroga, el maestro
que puso la naturaleza en palabras y arrinconó los peligros de este mundo salvaje en el
catártico ejercicio de la literatura. Enamorado, atrapado por el verde exuberante de San
Ignacio que había conocido cuando fue contratado como fotógrafo durante una
expedición organizada por Leopoldo Lugones, Quiroga levantó su casa sobre una
barranca del Paraná. Es la misma que hoy se visita después de recorrer un sendero entre
bambúes, jalonado de “estaciones” sobre su itinerario literario y vital. En realidad las
construcciones levantadas en un claro de la selva son dos: una es la casa de material
donde se conservan varios objetos y recuerdos del escritor; otra una réplica del primer
bungalow de madera donde vivió, reconstruido para la filmación de una película sobre
su vida.

Finalmente, desde San Ignacio se puede atravesar Misiones transversalmente, para


poner rumbo hacia Oberá y Leandro N. Alem, o bien terminar el recorrido en la capital
provincial, Posadas, el principal centro de servicios de la región y también el mejor
punto de partida cuando se quiere recorrer la ruta en sentido inverso, rumbo a las
Cataratasz
MISIONES > LAS CATARATAS DEL IGUAZU

Aguas colosales
Crónica de un viaje a la selva misionera. Aventuras frente a una de las grandes
maravillas naturales del mundo: las prodigiosas cataratas. Y un itinerario muy verde por
el interior de la provincia para conocer el Parque Salto Encantado y los Saltos de
Moconá.

La primera vez que vi la selva en la provincia de Misiones fue tras la ventanilla de un avión. Y se me
presentó como un oscuro laberinto con un motivo vegetal repetido hasta el hartazgo. Allí abajo, a lo lejos,
se levantaba un reino fortificado tras una muralla de árboles que se alineaban tronco a tronco hasta el
infinito. Una vez en tierra, frente a las puertas de aquel reino, vi que la única forma de penetrar en él sería
como por un boquete en la pared vegetal. Pero una vez adentro, descubrí que el obstáculo verde no tiene
fin, condenando a los viajeros a bordear la tremenda densidad de un mundo de sombras que podría
tragarlos para siempre.

Años atrás la selva era mucho más grande, aunque todavía es un gran pulmón verde cuyo centro
neurálgico parece ser la descomunal Garganta del Diablo, donde desemboca gran parte del torrente de
aguas de las Cataratas de Iguazú. Se las observa desde un abrupto balcón de hierro donde apenas un
metro a la derecha un río suicida se arroja al vacío y revienta contra las rocas. Cuando comienzan a caer,
las aguas parecen quedar suspendidas en el aire por un instante frente a la cornisa de piedra. Y después –
fruto del mismo efecto visual– se desploman como en cámara lenta hacia un cataclismo descomunal.
Abajo las espera el caos, las fauces sedientas de un gigante oculto entre aguas espumantes que bullen
como el aceite.

En el diabólico balcón no hay mucho para hacer, y ni siquiera hay demasiado espacio para moverse. Sin
embargo nadie se quiere ir. El influjo de las aguas es poderoso y una humedad absoluta impregna el
ambiente con un fino rocío que acaricia el cuerpo pasmado de los viajeros.
Vista aérea de la
Garganta del Diablo, unas fauces capaces de tragarse el mundo.

EL VERTIGO La noche antes de visitar la conocida garganta había estado leyendo una famosa novela
de Milan Kundera y, por un azar de esos que uno prefiere no tratar de entender, me tocó leer un intrigante
párrafo sobre el vértigo. Allí Kundera se preguntaba qué es el vértigo y por qué nos lo produce un
mirador provisto de una valla segura. La respuesta del escritor –evocada frente a la Garganta del Diablo–
es un poco inquietante para un viajero aferrado a la baranda: “El vértigo es algo diferente del miedo a la
caída... significa que la profundidad que se abre delante nuestro nos atrae, nos seduce, despierta en
nosotros el deseo de caer, del cual nos defendemos espantados”.

Para sentir las entrañas acuáticas de la selva tomé la lancha que se interna a toda velocidad por los rápidos
del río Iguazú entre dos paredes selváticas al pie de las caídas de agua. Una potente acelerada nos obligó a
sujetarnos de una soga y de repente se desató un torbellino de aguas que caían de la pared más cercana.
No ingresamos a la temida garganta, por supuesto, pero como consuelo tuvimos una “ducha a presión”
bajo el salto Los Tres Mosqueteros. Los pasajeros gritaron –de alegría– como si llegara el fin del mundo.
Y un atronador torbellino indicó que habíamos alcanzado el epicentro de una calamidad. Estábamos
inmersos en una densa nube de rocío, cuando a pocos metros de nuestra embarcación la catarata explotó
en ráfagas de agua que nos azotaban sin cesar. Los que más disfrutaban eran los niños y, cuando parecía
que todo había terminado, dimos una larga vuelta en “U” alrededor de la isla San Martín en busca de un
salto del mismo nombre, uno de los más furibundos del parque. Cuando la embarcación encaró a toda
marcha hacia el centro del salto, algunos gritaron de alegría y unos pocos, de pavor. Sin tiempo para
pensarlo ya estábamos adentro de una densa nube de agua. Y de repente fue como si un cuerpo de
bomberos abriera sus mangueras al unísono para atacarnos a chorros en la cara. La situación era
desconcertante, porque llegado cierto punto ya no se veía nada salvo el rocío blanco. Muchos pensaron
que algo había fallado y estábamos perdidos dentro de la catarata. Pero no, por supuesto. Las medidas de
seguridad son muy rigurosas y era sólo un juego erizante como seguramente no habrá otro, siquiera
parecido, en cualquiera de las sucursales de Disneyworld.

ALA DE COLIBRI Al avanzar por la selva –a pie o en vehículo por el Parque Nacional–, uno tiene la
sensación de atravesar las entrañas de un gran cuerpo viviente compuesto por millones de especies
vegetales y animales entrelazadas una a la otra. El intrincado reino vegetal está muy a la vista, pero en
cambio la fauna es esquiva por derecho propio. Los más visibles son los coatíes y aves como los tucanes,
apenas una minoría de esa fauna rampante que nos acecha parapetada tras la muralla vegetal. Esos
millares de ojos que nos miran y no podemos ver son una parte esencial de la selva que todo viajero de
ley debe esforzarse por conocer si desea compenetrarse con el entorno natural de Misiones.
Un maravilloso arco
iris agrega su gama de colores frente a las pasarelas.

El rey de la selva misionera es el temido yaguareté –que no ataca al hombre sino a las vacas–, ya casi
extinguido por la caza y la escasez de selva. Avistar uno es imposible salvo en algún zoológico, pero
existe en cambio adentro mismo de Puerto Iguazú un rincón donde observar uno de los especímenes más
coloridos y gráciles de la fauna misionera: el colibrí.

El lugar para observar los chisporroteos multicolores de los colibríes es en la casa de la familia Castillo.
Se trata de una casa común con un hermoso jardín, que desde hace más de una década los Castillo
decidieron abrir a los viajeros. Allí llegan todas las tardes medio centenar de colibríes a libar el agua con
azúcar de unos bebederos colgados en las ramas de los árboles del Jardín de los Picaflores. Se trata de un
espectáculo de gran sutileza que se repite en el jardín desde que la señora Marilene tiene memoria. Basta
con sentarse en los banquitos de esta especie de jardín-zen subtropical para ver a esas refinadas joyas
aladas llegar desde la selva a sabiendas de que los bebederos son más pródigos en dulzura que las flores.
A veces puede haber hasta 40 picaflores al mismo tiempo. Las mágicas apariciones de plumaje brillante
suceden a un metro del visitante, derivando en frenéticas persecuciones de unos a otros o en la
desaparición instantánea de una veintena de colibríes cuando divisan en lo alto un gavilán al acecho.

Los colibríes pasan a toda velocidad a centímetros de la cara de las personas –acariciándolas con un
vientito– quienes por reflejo corren la cabeza por miedo a chocarse con las pequeñas aves de reflejos
infalibles. En Misiones existen dieciséis clases de picaflores, catorce de las cuales vienen a este jardín.
Algunos de ellos son el colibrí bronceado, el corona violácea, el escamado, el garganta blanca y el
esmeralda.
Una imagen casi
onírica. La luz de la luna sobre las Cataratas.

POSTALES Y ALGO MAS Al viajar por la provincia de Misiones uno puede quedarse con la postal de
rigor de las increíbles cataratas –que se obtiene en unos tres días– o dedicarse a recorrer a fondo esta
pequeña pero sustanciosa provincia. Lo que se pierde de conocer un viajero en las clásicas y escasas 72
horas de visita es vivenciar la selva desde adentro, para respirar el aroma salvaje de sus entrañas. Y para
hacerlo, a todo lo largo de la provincia hay lujosos lodges y refugios más sencillos semiocultos entre la
vegetación. Estos ofrecen un acercamiento a la esencia biológica del mundo selvático, que en última
instancia no es otra cosa que una constante lucha por el acceso a la luz. En cualquiera de esos
alojamientos uno podrá sentarse en paz a contemplar esa extraña competencia de cada especie vegetal con
las demás por recibir un rayo de sol. Es una lucha a veces desigual, que incluye desde especies
microscópicas hasta duelos de titanes de 40 metros enfrentados en violentas pulseadas. En busca de la luz,
los recios brazos de los árboles se doblan en inexplicables zigzags tratando de evadir los embates del
vecino. Así se entremezclan formando una caótica maraña donde cada movimiento parece tan meditado
como una jugada de ajedrez.

En la selva cada árbol nace condenado a luchar para siempre, en aparente inmovilidad, con unos pocos
vecinos. Puede ser, por ejemplo, una majestuosa cañafístula de 40 metros sobre la cual brotó una vez un
inocente higuerón que se extendió por su tallo como una simple enredadera. Pero al poco tiempo el
higuerón se metamorfoseó en gruesos garfios, apretó las raíces del árbol con fuerza y trepó el tronco
rodeándolo como venas inflamadas, que con el tiempo fueron tan gruesas como la pierna de un elefante.
Y finalmente el higuerón estranguló con paciencia al árbol completo, ahogándolo segundo a segundo en
un virtual asesinato que insumió décadas de fino tormento. Es ni más ni menos que la vieja y conocida –
pero siempre sorprendente– “ley de la selva”. La gracia está en sentarse a mirarla.
Travesía al Salto del Iguazú
En el año 1892, el naturalista Juan Bautista Ambrosetti formó parte de una expedición a
las Cataratas del Iguazú. De esa experiencia dejó un vibrante testimonio en sus relatos
de viaje por la tierra misionera. A continuación, un fragmento de su texto sobre la
esforzada caminata al Gran Salto.

Cuando empezó a aclarar ya estábamos de pie, rodeando un gran fuego que habíamos
hecho sobre las piedras y saboreando un sabroso mate amargo, al mismo tiempo que la
olla hervía preparando el desayuno. Como nunca se sabe lo que puede ocurrir en un
viaje de esta naturaleza, siempre es conveniente tener por lo menos un almuerzo
adelantado, tanto más que el estómago lo pide, estimulado por los madrugones, el aire
fresco y puro, los mates y la necesaria y continua reposición de materia que tanto gasta
el cuerpo en esa vida de actividad. (...)

Cargando Don Santos y los peones con sus respectivas bolsas y cada uno de nosotros
con algo liviano, menos el Sr. Beaufils que se ofreció para llevar no sólo la escopeta
sino también una canasta pesada con muchos objetos necesarios, emprendimos la
marcha por el pedregal de la costa.

Al principio todo anduvo bien, pero poco a poco aquel ejercicio alpinístico sin botas
especiales, ni alpinstoc, por entre ese infierno de piedras de todo tamaño, trepando aquí,
bajando allá, deslizándonos sobre los grandes trozos caídos, apilados, amontonados,
dispuestos en una confusión de las peores; sedientos bajo un sol que nos quemaba, al
mismo tiempo que calentaba las piedras, cubiertos de un sudor copioso, sin recibir
siquiera la caricia de un poco de aire fresco, cayéndonos a cada momento con peligro de
rompernos algo entre las aristas filosas de las rocas, todo se hizo insoportable. (...)

El calor seguía sofocante en aquel río estrecho, tortuoso y encajonado entre sus altos
paredones. El sol cayendo a plomo, reflejando en el agua y en las rocas desnudas sus
rayos de fuego, sin brisa alguna, hacía desesperante y por demás lenta nuestra situación
nada envidiable.

Allí, en el remanso, pudimos descansar un rato a la sombra, pero en cambio tuvimos


que sufrir estoicamente para librarnos del sol y del ataque furioso de innumerables
jejenes que no nos dejaban en paz.

Cuando junto con los peones concluimos de tomar el mate bienhechor, volvimos a
emprender la marcha, siempre por entre las piedras, ya subiendo, ya bajando, hasta que
llegamos frente a la Roca del Diablo, situada en el medio del río, desde donde
divisamos a lo lejos los primeros saltos de la gran catarata.

Sobre las rocas, contemplando el magnífico espectáculo, tuvimos un gran momento:


toda descripción es pálida e insuficiente para pintar aquellas aguas enfurecidas que
venían río abajo bramando, rebotando en una avalancha vertiginosa, para rodear del
modo más espantoso aquel peñón de piedra colocado allí en el medio, como cerrando el
paso.

La Roca del Diablo y el Canal del Infierno son nombres muy bien aplicados. En este
último, las aguas, en su carrera desenfrenada, forman olas de todas las formas
imaginables que, sin seguir dirección, se atropellan, estallan, revientan, para chocar
furiosas contra la negra piedra, entonando un himno grandioso de rugidos; y allá a lo
lejos, dentro del marco salvaje de las altas barrancas, los primeros saltos blancos
despeñándose entre el verde brillante de la vegetación.

Un grito de júbilo, un hosanna glorioso a esa naturaleza misteriosa, y un éxtasis


contemplativo y fascinador nos produjo la vista de ese conjunto tan bello y terrible.

El sol, la fatiga, nuestra marcha jadeante, todo lo olvidamos; aquel preludio nos
arrobaba por completo, no podíamos, no debíamos seguir más adelante, era necesario
permanecer allí, saciarnos de emoción, embriagarnos de contento, aturdirnos con sus
ruidos atronadores.

Del otro lado abandonamos la costa y entramos en el monte. Otro via crucis nos
esperaba; con la lluvia aquello estaba imposible, todo vertía agua, las hojas, ramas,
árboles, etc., y para peor tuvimos que marchar subiendo el cerro que lo cubría por
sendas cerradas, resbalando en el barro, cayendo, agarrándonos de las plantas rastreras,
arañándonos con las espinosas y haciendo mil reverencias involuntarias al fastidioso
tacuarembó que se nos atravesaba por delante. (...)

Un fenómeno curioso de adaptación observé esa vez. Todos temíamos las víboras, pero
nadie se preocupó de ellas y seguramente debajo de toda aquella malla vegetal debía
haber muchas. El monte tiene la propiedad, a mi modo de ver, de imponerse tanto, que
elimina completamente todas las ideas preconcebidas que puedan llevarse. Aquella
majestad, la claridad difusa y melancólica que lo inunda, sus perfumes y su atmósfera
predisponen a un estado de depresión moral, y de indiferencia tal por todo lo que sea
peligro que hacen al desear sólo una cosa: salir lo más pronto de allí para poder respirar
mejor. (...)

Después de que cesó la lluvia y antes de abandonar el campamento, coloqué debajo de


la inscripción que habíamos grabado en el árbol, dentro de un cartucho vacío de carne
Kemmerich, una hoja de mi libreta en la que escribí lo siguiente: “La Comisión Nord
Este del Museo de La Plata, compuesta de los Sres. Juan B. Ambrosetti, Adolfo
Methfessel y Emilio Beaufils y acompañados de los Sres. Santos Escobar, Juan Aquino
y Joaquín Gonçalvez, llegó a este punto el 21 de septiembre de 1892 y siguió el 22 para
el Salto. La Comisión saluda a los futuros viajeros”.

A las 10 de la mañana salió el sol y emprendimos la marcha hacia el Salto. Bajamos el


cerro donde estábamos, un poco a la izquierda del Salto Alsina, hasta llegar a la costa
del torrente por donde desembocan también sus aguas. (...)

El cuadro no podía ser más interesante y bello: desde una altura de 30 metros, más o
menos, aquellos dos chorros gruesos, separados por una preciosa islita central, cubierta
de una magnífica vegetación mostrando en primer término un grupo artístico de
palmeras, se despeñaban formando un arco elegante, y resaltando su blancura de leche
sobre el paredón negro. A veces las aguas tomaban tintes amarillentos rojizos, que los
tornaban más bellos aún, contrastando con la masa de espumas albas, que producían al
caer, mientras se elevaban con intermitencias grandes nubes de vapor.
Pegadas a las rocas del paredón, al lado del primer chorro, un enjambre de golondrinas
con las alas extendidas se bañaban refrescándose entre aquel polvo de agua (...)

El estupor, la admiración, el terror y la alegría indescriptible pasan sucediéndose por


uno que mira, admira, observa y contempla aquella masa enorme de agua que se
precipita en ese inmenso y alto anfiteatro de piedra, coronado por una vegetación
lujuriosa dispuesta espléndidamente, mientras se escucha aterrado el formidable ruido
de las caídas, en medio de aquel éxtasis fascinador que no termina.

Un religioso pavor infunde la contemplación de esa espantosa caldera formada por un


desgarramiento inmenso de aquella masa de rocas eruptivas al enfriarse, cuyos
contornos el trabajo incesante del agua se encargó de modificar, y aquel cúmulo de
peñas amontonadas y descompuestas por ella en la continua lucha de los elementos.

El nivel del Iguazú, colocado a sesenta metros de altura, tiene un ancho calculado en
más de tres mil metros y la colosal napa de agua que contiene, es la que se precipita
hacia abajo por entre el grandioso archipiélago de islas, que cubiertas de risueña
vegetación separan las distintas caídas de todo tamaño, pequeñas, grandes y enormes,
despeñándose íntegras o rebotando en un segundo plano inferior para volver a caer hasta
el lecho del río, arrastrando con ellas troncos, ramas y piedras que se quiebran, rompen
y estallan.

A lo lejos, a la izquierda, los saltos brasileños atronando el aire con su ruido formidable
se despeñan en una especie de inmenso embudo, levantando densas columnas de vapor,
y mostrando la amplia línea de su gran extensión.

Del embudo, formado en parte por una gran meseta montuosa cubierta de radiante
bosque del que se destacan graciosas palmeras, sale un brazo del Iguazú por donde el
agua furiosa vuela en una carrera desenfrenada.

La meseta termina a la derecha por una parte lisa, casi plana, por donde corre el agua
que cae del plano superior, envolviendo con sus agitadas espumas grandes fragmentos
de rocas negras suspendidas en el abismo por una fuerza misteriosa, pero prontas al
parecer a despeñarse con horrible estrépito.

En el fondo, detrás de todo, en forma de arco se despeña una inmensa cortina de agua
que cae incesante, dividiéndose en algunas partes y mostrando entre ellas trozos negros
del paredón de piedra.

Adelante y en el centro del Salto, a la derecha de la meseta donde forma un semicírculo,


el movimiento de las aguas es espantoso; los chorros caen todos en formas diversas,
produciendo una confusión terrorífica y presentando de todas partes una doble caída en
dos planos y de todos lados.

Los colores de aquella agua toman tintes variados hasta el infinito, según si las ilumina
el sol que sale y se oculta entre las masas colosales de vapor que se levantan, el hervor
de las espumas al chocar contra las piedras o según la mayor o menor cantidad de arena
que arrastren, mientras que, como prenda de paz ante aquel rugido sin cesar, grandes
arco iris surcan el ambiente con sus líneas multicolores. (...) z
MISIONES > TREKKING, CANOPY, RAPPEL Y RAFTING EN IGUAZU

Vértigo misionero
En las Cataratas del Iguazú y alrededores, excursiones muy movidas para quienes
quieren andar por la selva y por las aguas rozando la aventura. Intrépidos paseos en
lancha al pie de los saltos y bajadas en rafting. En plena jungla, descensos en rappel y
“vuelos” en tirolesa entre las copas de árboles de 30 metros de altura. En la Garganta
del Diablo, una relajada caminata nocturna bajo la luz de la luna llena.

Las Cataratas del Iguazú son un paisaje enérgico en movimiento constante. Llaman al vértigo e invitan a
la acción, sobre todo a quienes prefieren incluir en sus viajes un toque de aventura. Las propuestas son
muy variadas y permiten observarlas de diferentes maneras: a toda máquina desde una lancha de dos
motores, patas para arriba en un canopy entre la copa de dos árboles, colgados en rappel de espaldas a un
precipicio, remando por los rápidos del río en una balsa de rafting o caminando panchamente por la selva
para llegar a la Garganta del Diablo bajo la luz de la luna llena.

CON LUZ DE LUNA Caminar de día por la selva es como abrirse paso por un reino de pura sugestión,
donde la espesura vegetal no deja ver más allá de unos pocos metros. Pero hacerlo en la noche implica
penetrar un universo oscuro que potencia ciertos sentidos, hasta que se dilatan las pupilas y comienza a
percibirse la “luz” nocturna. Esto ocurre en la excursión a las Cataratas de Iguazú con luna llena, un paseo
que se lleva a cabo cinco días al mes: el día del plenilunio, dos noches antes y dos después, siempre que
no esté nublado.

Para llegar a la Garganta se toma el trencito ecológico sin vidrios ni paredes que aíslen del entorno. Los
rieles se internan en la selva y comienzan de inmediato los cambios sutiles en la percepción. En la noche
se acentúan los aromas de la selva, una infinita combinación de fragancias que dan como resultado un
único olor a selva. Cuando se hunde el sol se acelera el proceso de reciclaje natural en el reino vegetal. De
día la selva absorbe calor y el aire caliente se lleva las fragancias hacia arriba. Y de noche todo se enfría
mientras se descompone la materia orgánica de animales y vegetales muertos, que generan nutrientes para
los seres vivos. Los roedores como el coatí escarban la tierra, y la acumulación de aromas de la noche
atrae a los insectos que polinizan las flores. Y los murciélagos, por su parte, comen frutos y desperdigan
semillas.

Al descender del tren comienza una caminata de un kilómetro por las pasarelas que atraviesan la densidad
selvática de algunos islotes sobre el río Iguazú superior. Pero por momentos el panorama se abre y la
larga pasarela parece un puente colgante sobre el río inmóvil que se derrama a sus anchas para metros
más adelante estallar en un cataclismo de estruendos pavorosos. Y al fondo de la pasarela se levanta una
especie de humareda de rocío que brota del aliento a dragón de la descomunal Garganta. Allí los rayos de
luz forman un arco iris completo de tenues colores.

La larga fila de 120 personas avanza por la estrecha pasarela como en procesión, y son apenas un tercio
de los que se permite ingresar en horas del día. A los costados se ven las siluetas negras de las palmeras
pindó, el contraste de las lianas en la oscuridad, y el disco perfecto de la luna radiante al fondo. Y aun
más atrás, la constelación de Orión, la Cruz del Sur y el planeta Marte.

La noche tiene sonidos propios que también conforman un todo. El fluir calmo del agua, el estruendo aún
remoto de la Garganta, y también el canto individual de pájaros con nombres guaraníes como el anó, el
ocó y el tingazú. El canto de este último es el más sugestivo, como el llanto leve de una mujer. Los guías
en general no hablan y sugieren silencio, pero en este caso cuentan que al llanto del tingazú se lo
relaciona con la historia de una mujer que hace 20 años se casó en el restaurante del Parque Nacional, y
luego de la fiesta chocó y se mató en el camino. Los remiseros que van al parque en la noche la suelen ver
llorando –con su traje de blanco–, y aseguran que se la cruzan en algunas curvas o la ven por el espejito
retrovisor.
Quien lo desee puede acelerar o retrasar el paso, y disfrutar de unos instantes de soledad absoluta en la
noche de la selva misionera. Así captará los murmullos de una fauna rampante, tan invisible como la del
día, con sus millares de ojos al acecho que ven sin dejarse ver. A veces los guardaparques encuentran en
la mañana alguna huella de puma o yaguareté, pero con suerte el visitante podrá ver una escurridiza
comadreja que corre sobre el pasamanos y se trepa a un árbol. En los días húmedos surgen las
intermitentes luciérnagas con una luz muy potente, y cuando eclosionan las crisálidas millares de
maripositas nocturnas revolotean rozando a veces la mejilla del caminante.

En el silencio nocturno el crujido de una rama rasga la noche, el chistido de una lechuza ordena silencio,
un tero da una señal de alerta, y el croar de las ranas conforma un coro sin ton ni son. Y a lo lejos, el
rumor a fauces de dragón está cada vez más cerca.

Al llegar a la Garganta del Diablo con luna llena parece de día. La luminosidad permite ver el vuelo
grupal y alocado de los vencejos capturando microorganismos con el pico en las gotas de rocío, y también
las gotas de rocío mismas que mojan la cara de los visitantes. Algunos lloran, otros bostezan, hay quienes
se agarran con fuerza a la baranda, y a la mayoría se les para los pelos por la energía estática de las aguas
reventando contra las piedras.

En la Garganta del Diablo desemboca gran parte del torrente de aguas de las cataratas. Y todos la
observan con gesto pasmado, desde un abrupto balcón de hierro donde apenas un metro a la derecha el río
suicida se arroja al abismo. Cuando comienzan a caer, las aguas parecen quedar suspendidas en el aire por
un instante junto a la cornisa de piedra. Y después –fruto del mismo efecto visual– se desploman como en
cámara lenta hacia un cataclismo descomunal. Abajo las espera el caos, las fauces sedientas de un gigante
oculto entre aguas espumantes que bullen como el aceite. En el balcón no hay mucho para hacer, y ni
siquiera demasiado espacio para moverse. Sin embargo, nadie se quiere ir, preso de su endiablado influjo.

A RAS DEL AGUA Para sentir de otra manera las entrañas acuáticas de la selva se puede tomar la
lancha que se interna a toda velocidad por los rápidos del río Iguazú inferior, entre dos paredes selváticas
al pie de las caídas de agua. No se ingresa en la temida garganta, por supuesto, pero como consuelo se
recibe una “ducha a presión” bajo el salto Los Tres Mosqueteros. Los pasajeros gritan como si llegara el
fin del mundo. Y un atronador torbellino indica que se ha alcanzado el epicentro de una calamidad.
Inmersos en una densa nube de rocío, los turistas ven que a pocos metros de la embarcación la catarata
explota en ráfagas de agua que los azotan sin cesar. Los que más disfrutan son los niños, y cuando parece
que todo ha terminado, la lancha da una larga vuelta en “U” alrededor de la isla San Martín en busca de
un salto del mismo nombre, uno de los más furibundos del parque. Cuando la embarcación encara a toda
marcha hacia el centro del salto, algunos gritan de alegría y otros de pavor. Y sin tiempo para pensarlo ya
están adentro de una densa nube de agua. De repente es como si un cuerpo de bomberos abriera sus
mangueras al unísono para atacarlos a chorros. La situación es desconcertante porque llegado cierto punto
ya no se ve nada, salvo el rocío blanquecino. Muchos piensan que algo ha fallado y se han perdido en la
catarata. Pero no, por supuesto. Las medidas de seguridad son muy rigurosas y se trata sólo de un juego
erizante como seguramente no habrá otro, siquiera parecido, en cualquiera de las sucursales de
Disneyworld.

MULTIAVENTURA EN LA SELVA En un sector de la selva que limita con el Parque Nacional –en el
kilómetro 5 de la Ruta 12–, se realiza un circuito multiaventura que combina senderismo, tirolesa, rappel,
escalada y un agradable paseo en lancha por el río Iguazú. La excursión comienza con una caminata
sencilla por las profundidades de la selva, acompañados por un guía que explica los diferentes estratos de
la vegetación. A diferencia de lo que ocurre en el Parque Nacional, aquí los grupos son pequeños –hasta
15 personas por turno– y se puede disfrutar del paseo con otro nivel de intimidad.

Entre los árboles, se pueden ver trampas de caza guaraníes. Entre ellas, la llamada aripuca, una pirámide
trunca de madera con un cebo en su interior, que se sostiene levantada con un palito. También hay un
mondé, una especie de corralito con un palo encima: cuando entra un tapir o un roedor como el agutí,
inevitablemente toca una liana muy fina que libera el palo y cae en la cabeza del animal.

Más adelante está el canopy o tirolesa, la aventura más original de esta excursión. Consiste en subir a un
árbol de 30 metros por una escalerilla colgante, asegurados con una soga. Allí arriba, en el punto más alto
de la selva, donde nacen las lianas, hay una plataforma de madera. El panorama desde esa altura es
totalmente distinto a cualquier otro que se pueda obtener de la selva, ya sea desde tierra o desde el cielo.
En ese nivel –que los biólogos denominan el estrato superior– la espesura vegetal se asemeja a un
burbujeo de color esmeralda. Después de detenerse un rato a “degustar” la novedosa visión, llega el
momento de dar el salto hasta otro gran árbol situado a 100 metros de distancia. Aunque en ese instante
de vértigo casi todos lanzan un alarido, no se salta colgado de una liana como Tarzán sino de un arnés
muy seguro.

El canopy tiene un segundo salto casi tan largo como el anterior, y después llega el momento de la
escalada y el descenso en rappel, que se practican en una pared de roca de 25 metros. Por último, el
circuito se completa con una navegación muy relajada de 9 kilómetros y medio por las aguas calmas del
río Iguazú. La lancha llega hasta la confluencia del Iguazú con el Paraná, donde están los famosos hitos
de la triple frontera.

RAFTING PRA VOCE En el lado brasileño de las Cataratas se puede realizar un descenso de rafting
por los rápidos del río Iguazú. Se trata de un rafting sencillo –en rápidos de nivel II y III, en la escala de I
al VI–, que no por eso carecen de vertiginosa emoción. Se parte desde el muelle Macuco, río arriba con
una lancha fuera de borda que primero se acerca al salto Los Tres Mosqueteros, donde un baño de agua a
chorros empapa al grupo. Luego, junto a la isla San Martín, hay que trasbordar a un gomón inflable de
rafting. Con el casco y los salvavidas bien ajustados, el guía explica las voces de mando que aseguran la
coordinación, enseñan cómo tomar el remo, las técnicas para girar, y qué hacer ante un posible vuelco.

Después de una práctica en aguas calmas comienza la aventura. Se va primero por rápidos simples hasta
que empieza el traqueteo, el río enloquece un poco, se apacigua en los remansos, y vuelve a la carga otra
vez. En los rápidos más complicados el gomón se inclina hacia arriba, rebota en una piedra, parece a
punto de zozobrar y recupera el equilibrio. Los guías son cuidadosos para no correr el riesgo de un
vuelco, pero si se produjera tampoco sería grave, por los chalecos salvavidas y la lancha de seguridad que
viene atrás. El descenso recorre 4,5 kilómetros en 30 minutos y cuesta $ 170 por persona.

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