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Una retrospectiva para la reflexividad sobre la investigación en torno a los

linchamientos
Josué Francisco Hernández Ramírez
Universidad Iberoamericana Ciudad de México
25 de noviembre de 2020

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En este texto pretendo recuperar algo de lo que hice durante la maestría para problematizar
este momento previo a entrar al campo para realizar la investigación durante el doctorado.
Para la investigación de maestría en 2014 me aboqué, sobre todo, a ir, recuperar entrevistas,
estar un momento en el lugar y regresar, por lo que, respondiendo a la provocación del
curso de etnografía sobre dónde situar la tienda de campaña al estilo Malinowski, diría que
la mía estuvo siempre en el hogar.
No sé en qué medida eso se convierte en algo necesariamente malo, pero no iré por
esas reflexiones ahora. Lo que quiero señalar, en cambio, son algunas reflexiones a partir
de lo que conocí de esa experiencia, a través de la problematización sobre lo que nos
implica la tarea etnográfica sobre lo que decidimos investigar. Respondiendo, entonces, a lo
que Rosana Guber (2018, p. 56) plantea respecto a las reflexividades del campo y del
espacio académico como aquel proceso de ir y estar, con lo intermitente y poco sistemático
que fue, es, con todo, un sitio en el tiempo que ha confrontado las aproximaciones que
ahora pretendo lograr para comprender eso que conocemos con el nombre de
linchamientos.
Leer, por eso, a Philippe Bourgois (2010) fue particularmente revelador por las
vicisitudes que establece en su propia investigación sobre la venta de crack en Harlem. En
principio, porque problematiza la situación de investigar algo en contextos de pobreza. La
introducción de su libro se vislumbra como la condensación de un proceso complejo que, si
bien ofrece una pista de gran utilidad para el desarrollo de mi propia investigación,
sabemos que las particularidades de cada lugar y la propia forma de las ciencias sociales no
generan una fórmula que sirva para todo.
Me llama la atención cuando menciona lo siguiente: “Acentuar las estructuras
sociales puede opacar el hecho de que las personas no son víctimas pasivas, sino sujetos
activos de su propia historia” (Bourgois, 2010, p. 47).
En mi proyecto planteo una investigación que considera al Estado como una
entidad, cuando no un lugar de acción pública, a través de la cual se han desarrollado
actores y prácticas relativas con la manera en que está involucrado en territorios
particulares. Pero ¿cómo evadir la línea difusa y frágil que establece Bourgois con esa

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afirmación entre asumir una pasividad que parezca un arrastre involuntario y determinista
hacia formas de vida concretas, y la constitución activa de la historia propia?
No quiero decir con esto que piense en las personas que cometen un acto de
linchamiento como víctimas pasivas que han sido orilladas a ejercer tal violencia colectiva
porque el Estado ha fallado en procurar justicia. Cuesta también no decir que el
linchamiento no es un acto que, de pronto, parecería justificable; y es difícil, también, si no
es ya en interpelación con el campo, evadir algunos supuestos sobre el linchamiento que se
lean como una asociación de dicho acto de violencia con la imagen de una sociedad
incivilizada.
A tal problema se enfrentó el propio Bourgois, como lo manifiesta en su texto,
cuando, sumado a esas dificultades, se encontró con la forma usual de otras etnografías por
el relativismo cultural cuando suponían que “las culturas nunca son buenas o malas;
sencillamente, poseen una lógica interna” (2010, p. 45). Aunque Bourgois resuelve
inmediatamente: “Pero la realidad es que el sufrimiento es espantoso, disuelve la integridad
humana, y los etnógrafos suelen impedir que sus sujetos de estudio luzcan repulsivos o
desagradables” (ibíd.).
Y, ¿quién podría decir que no es espantoso conocer, en cuerpo propio o en alguno
próximo una acción violenta y sus huellas, por relativa y lejana que nos pueda parecer una
alteridad radicalmente ajena? ¿Qué nos implicaría decir que es justo y justificable o, por lo
contrario, condenable que se ejerza un acto de violencia colectiva para castigar a quien está
ahí para transmutar en su cuerpo la imagen de otros agravios y otros conflictos?
Así lo escuché de alguien en una junta auxiliar de San Pedro Cholula:

Yo acá le dije a un amigo: “¿sabes qué? Ya no le pegues, ya le dieron en la madre, ya


tranquilos, que no se les pase la mano”, “No, si hubieras visto al niño cómo estaba, bien
ensangrentado”. Puta madre, pues a mí también me calentó como para arrimarle otros
pinches madrazos al pinche ratero. Pero el propio ratero es el que hace que la gente se
haga agresiva.

Esa persona, además, relataba la serie de hostigamientos y experiencias de impunidad por


parte de la policía. No es, entonces, únicamente una cuestión de robo y injusticia, sino de
violencia sistemática emprendida en momentos paralegales en los que opera cualquier

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persona sin uniforme, como aquellas que representan a las instituciones de justicia del
Estado.
Decía Bourgois que en lo extraordinario puede verse lo ordinario: “Los adictos y
traficantes de este libro […] nos ayudan a entender los procesos que experimentan
poblaciones vulnerables que enfrentan cambios acelerados en la estructura de su sociedad
en un contexto de opresión política e ideológica” (2010, p. 41). En estas líneas sintetiza lo
que metodológicamente he querido esbozar desde que inició mi interés por el tema sobre
los linchamientos. No tanto en lo que respecta al carácter extraordinario del evento de un
linchamiento, sino aquellas prácticas que se despliegan en lo cotidiano de manera
ostensible y que podrían resultar, paradójicamente, lo menos evidente.
Porque, incluso, podría aparecer así esa violencia colectiva que, desde fuera, nos
escandaliza y nos parece, cuando menos, reprochable pero entendible. Como cuando me
relataron de otro intento de linchamiento que no trascendió a los medios locales, pero
también tuvo amenazas de quemar a una mujer acusada de robar estéreos durante un día de
tianguis. O cuando golpearon a un hombre que quiso robarse una bicicleta, o a quienes
asaltaron a un taxista y dejaron ir “porque vaya a llegar más gente y lo vayan a madrear”,
como lo expresó quien me contó ese episodio.
Leo en retrospectiva las entrevistas que realicé, incluso un par que tuve oportunidad
de escuchar antes de centrarme plenamente en la junta auxiliar que sería el centro de mi
investigación y descubro una serie de elementos que me han servido, por lo menos, para
poner en cuestión algunas de las lecturas que hube realizado sobre linchamientos. Después
de todo, podría suponer que fue la oportunidad de un trabajo de campo inicial que permitió
identificar “aspectos potencialmente importantes que se deben identificar mejor y algunas
ideas analíticas que pueden ser provechosas” (Hammersley y Atkinson, 1994, p. 16).
Entre aquello que he puesto en cuestión está la explicación sobre la crisis de
autoridad y la noción de que los linchamientos son puramente respuestas a la estructura de
impunidad, inseguridad y hostigamiento por parte del Estado, y al hartazgo contra la
delincuencia. Preguntarme en qué medida esto ocurre es una de las razones que me han
motivado volver al tema. También hay otra interrogante que me planteo: ¿de dónde surgen,
entonces, no sólo los golpes, sino actos que califican como tortura en un linchamiento?

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En respuesta al intento de violación de la hija de la señora de la tienda a la que
habían entrado a robar los asaltantes a quienes golpearon en el acto de linchamiento sobre
el que estuve indagando, en dos ocasiones comentaron, de pasada, la golpiza deliberada
sobre o, en otra versión, la mutilación de los testículos de uno de los asaltantes.
¿Cómo aproximarse y dar cuenta de aquello que haya que dar cuenta para
comprender de qué manera está imbricada las expresiones de violencia institucional con
aquellas expresiones también violentas de personas vulnerables en contextos de opresión
política e ideológica (Bourgois, 2010, p. 41)? Pregunto esto reconociendo el estatus inicial
de esta investigación y que posiblemente este es el punto en que “no se puede progresar
más sin iniciar la recogida directa de información” (Hammersley y Atkinson, 1994, p. 18).
Frente a este escenario cabe otra sospecha o, cuando menos, circunstancia sobre la
que valdría la pena guardar una sana reflexividad: ¿cómo hilvanar los elementos que se van
notando en el trabajo de campo? Pero, incluso, más aún, ¿cómo darse cuenta de qué
elementos son clave para comprender este entramado? Recuerdo también a Rosana Guber
cuando refiere que “las descripciones y afirmaciones sobre la realidad no sólo informan
sobre ella, la constituyen” (2001, p. 45). Esto reta a asumir una postura política desde la
cual enunciar, describir y proponer alguna comprensión sobre el tema de la violencia. Pero,
además, implica otro proceso de la reflexividad: el de cómo mirar el campo.
Ante eso, la antropóloga me parece que nombra claramente la importancia de
identificarse a uno mismo en el terreno cuando nos damos cuenta de que el instrumento de
la investigación, en el método etnográfico, es quien investiga. Es decir, de acuerdo con una
analogía cinematográfica, es la persona que investiga quien finalmente encuadra, elige de
todo lo observado aquellos fragmentos sobre los que fijará su atención y a partir de los que
construirá una narrativa coherente. Esto sigue a Clifford Geertz cuando sospecha de que los
textos etnográficos puedan convencer, como dice, por la manera de exponer los hechos que
presenció el antropólogo a través de la escritura detallada, es decir, de su pretendida
sustantividad factual (1989, p. 13).
Podría decir, sobre esto, que el tema del linchamiento además cuestionaría esa
pretensión clásica de la facticidad de la descripción en la etnografía. Me refiero a que,
idealmente —al menos esa es la postura que defiendo—, no quisiéramos estar en medio de
un acto de linchamiento para dar cuenta de lo que ocurre en esos eventos.

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Eso significa que tendríamos que aceptar la reconstrucción del episodio a través del
relato. De alguna manera, habría que ver algo del linchamiento en otras prácticas, pero el
qué nos queda aún incierto o demasiado especulativo. Sin embargo, no sería vano volver a
las bases malinowskianas, al menos como inspiración, para recordar el registro de aquello
que el antropólogo nombró los imponderables de la vida real y se refiere a aquellas cosas
que sólo pueden ser registradas en observación directa (Malinowski, 1986, p. 36). Pero
¿cómo situar el relato que alguien hace sobre el linchamiento? Indudablemente, tiene que
ser en una correspondencia con ese mundo de la observación, de manera que podamos
reconocer lo mejor posible el conjunto de representaciones que se asocian a la narración
que recibimos (Piovani, 2018, p. 269). De cualquier forma, aquí hay, provisionalmente un
entrampado del que es difícil de escapar si no es ya a través de la observación en el campo.
Algunas de las investigaciones que he revisado sobre linchamientos se abocan,
directamente, a problematizar el acto en sí. Tal es el caso de Gamallo (2015) que establece
una tipología de linchamientos según su grado de coordinación y, si bien traza un posible
marco de análisis de la relación entre política del Estado y vida cotidiana, no lo lleva a
cabo, aunque lo sugiere como posibilidad para quien quiera emprender esa tarea.
Otro caso similar es el de Elisa Godínez (2017) quien, paradójicamente, hace una
tesis doctoral en antropología sobre linchamientos sin hacer etnografía, como lo confiesa en
su texto. Sin embargo, dice, su análisis está motivado por su labor de periodista y de cómo
esta la ha llevado a estar en diversas zonas periféricas de la Zona Metropolitana del Valle
de México.
Con esto quiero expresar que la posibilidad de identificar elementos que nos
permitan ir dibujando, si se quiere, una especie de hecho social total en el linchamiento en
el sentido de movilizar el conjunto de instituciones de la sociedad (Mauss, 2009, p. 251) no
resulta sencilla.
Cabe mencionar, frente a esta especie de callejón con el que la pura reflexividad sin
campo se topa, el trabajo de Gema Santamaría (2017), quien revisa en las expresiones de
violencia colectiva un clima de disputas políticas e impunidad que va generando prácticas
de ejecuciones contra opositores de líderes políticos, o algunas otras acciones de
hostigamiento, de manera que se van gestando en una especie de acuerdo discursivo que
moviliza o crea la posibilidad de llevar a cabo un acto de ese tipo.

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Ese fue, precisamente, uno de los objetivos que tuve para la tesis de maestría que,
viéndola como el ejercicio corto y aproximativo que fue, solicita una exhaustiva indagación
en el campo: el de identificar elementos comunes de las narrativas que soportaban un
discurso sobre el linchamiento, pero, más aún, sobre la relación que existe con el Estado y
entre las personas. Además, la tarea no fue banal si, adoptando convenientemente el
enfoque de Gyanendra Pandey sobre la posibilidad de recuperar fragmentos como una
metodología útil para ver qué sucede, discursivamente hablando, las narraciones
recopiladas en las entrevistas que pude realizar dan cuenta, de cierta forma, de las formas
prescritas que se comparten para hablar de un linchamiento (1992, p. 36).
Aquí podemos asomarnos fugazmente a algunas intuiciones que destraben,
mínimamente, la complicación que antes había aparecido sobre los elementos a observar en
el entramado que dispone las condiciones para la violencia colectiva. Uno de esos
elementos se da por hecho, por ejemplo, en el trabajo de Gamallo (2015): la existencia de
lazos sociales previos para la ejecución de un linchamiento con alto grado de coordinación.
La intuición nos lleva a cuestionar cómo se forman o en qué se basan esos lazos sociales
previos, así como a revisar de qué manera se actualizan. Lo inducía la persona que me
ayudó a conocer y escuchar a otras en las entrevistas que pude realizar:

Acá adelante… todo esto son familias de mi esposa. Aquí atrás son sus tíos, sus primos, allá
está una de sus tías, allá está un concuño que tengo, allá vive su hermana; pero todos los de
este lado son una sola familia y los de ese lado es otra familia, pero nos conocemos bien, no
hay problema, pues tenemos la suerte de que aquí nadie se mal-ve. Todos jalamos bien.

Pero esto es apenas un umbral para suponer un lugar al cual la mirada puede voltear
particularmente. Volvemos, empero, a la cuestión de observar los imponderables de la vida
cotidiana de manera que veamos esta orientación en juego durante distintos momentos de la
vida cotidiana. Esto despega el linchamiento como centro desde el que se despliegan las
preguntas para desplazarlas un poco hacia las formas de reforzar los lazos de confianza y de
reconocimiento como parte de una comunidad determinada.
Otro elemento tiene que ver con el mundo de representación y significado que es
propio de la recuperación etnográfica, para reconocer las situaciones y maneras de nombrar
que existen sobre ellas. Ya comentaba antes cómo los propios hostigamientos de la policía

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constituyen parte del entramado de justificación contra la ineficiencia de las autoridades y
el porqué de un acto de linchamiento:

¿Te imaginas pariente (y aquí, amigo)? Lo de un viaje de tabique que había yo cobrado todo
me lo chingan. Entonces, ¿dónde están las autoridades y dónde van las represalias? Por ese
motivo surgen los linchamientos. Antes de que se los lleven mejor aquí hace la gente la
justicia para que sea de un espejo a que no vuelvan a regresar otras personas a hacer lo
mismo.

Pero este punto nos devuelve también la advertencia de Guber (2001) sobre las distintas
reflexividades inscritas en el campo y la inevitable constitución de la realidad a través de
las descripciones y elecciones de quien investiga y que, como bien recordaba Bourgois, es
quien tiene la última palabra sobre cómo van a llegar a quienes lean aquello que las
personas colaboradoras dijeron en campo (2010, p. 43-4).
Mencionamos, pues, las tres reflexividades en el trabajo de campo que, dice Guber,
están permanentemente en juego: la del investigador en cuanto miembro de una sociedad o
cultura; la del investigador con su perspectiva teórica y dentro del campo académico; y la
de la población en estudio (2001, p. 49).
En estas tres reflexividades podemos elucidar un flujo horizontal de reflexión y
técnicas de análisis, aunque en temporalidades distintas, que en el proceso de largo plazo en
que se desarrolla el trabajo etnográfico seguramente producirá algún cambio o matiz que
aporte a la profundización y la agudeza de la mirada sobre lo que uno, como investigador,
pretende comprender.
Entonces, lo que podríamos lograr es un montaje, en el sentido nuevamente
cinematográfico de la palabra, para elegir las escenas que puedan darle una coherencia
narrativa y comprensiva a lo que intentamos describir y analizar.
Quizás de esta intención es que la crítica posmoderna de la etnografía le suponga a
la escritura una labor literaria que se debería revisar en esos términos, como si de un
ejercicio meramente estético y experimental se tratara (Clifford, 1991, p. 27). Sin embargo,
en este recorrido que ha sido inspirado, en gran medida, por la lectura de Philippe Bourgois,
quisiera que quede claro que esa crítica posmoderna del montaje escritural de la etnografía
no es sólo ni es tanto un recurso estilístico, como una puesta en marcha de una forma de dar
cuenta de lo percibido. Es decir que para dar cuenta de lo que hay imbricado en el

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fenómeno de las violencias colectivas no sólo importa el decir, sino cómo se contiene lo
observado en el acto de la escritura y en la expectativa de la lectura de aquello escrito.
Aquí cabe otro cuidado para la escritura, pero particularmente para el momento de
la observación. Bourgois critica también a la propia crítica posmoderna que, dice,
degeneraba en una autorreflexión narcisista de su privilegio (2010, p. 44), y cuyo
deconstruccionismo radical suele hacer imposible “categorizar o priorizar las experiencias
de justicia y opresión” (ibíd.), lo que les niega a los individuos las experiencias de
sufrimiento que les han sido impuestas.
Como se mencionaba en un principio, se trata de escapar también de una
descripción asentada en una mirada voluntaria o involuntaria de relativismo cultural, para la
que la sola exposición factual basta. Esto, no sobra decirlo, es provocar otra vez una
retórica que se basa en la intención de determinar lo falso o lo cierto de lo que se dice a
través del estilo de razonamiento que se está plasmando en la escritura (Rabinow, 1991, p.
325). Es decir, que permanece la constante dificultad de ver en qué medida hay una
tendencia a la legitimación de quien escribe a través de la forma en que presenta lo
observado por medio del montaje final de la escritura.
Anticipaba, por ello, la conciencia de estar en constante interpelación con lo
observado, con lo empírico ante lo que se pone en juego el momento de la escritura, aún
con las temporalidades distintas en que discurren el momento y espacio de observar y los
de escribir.
En ese sentido, considero útil nuevamente a Rosana Guber cuando dice que el
campo es un lugar de confrontación de los modelos teóricos, políticos, culturales y sociales
(2001, p. 53). Interpreto, entonces, que finalmente el campo es un terreno de disputa que se
activa, bajo la forma del desacuerdo, a través de las reflexividades que se ponen en juego
dentro de él. Me refiero al desacuerdo como el punto de confrontación virtuosa que atisba
los límites del acercamiento y la demanda de una observación regular de largo plazo para
ver de qué va eso que ahora elegimos vivir en ese sitio.
La escritura etnográfica como disputa apela a la observación que necesariamente se
llevó a cabo, pero también a la postura con la que se desarrolla todo el trabajo, desde su
primer planteamiento hasta el cauce final del mismo. Diría James Clifford que,
inevitablemente, a lo único que podemos acceder es a verdades parciales o incompletas

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(1991, p. 49). Con todo, son estas las que generan una posibilidad de otra mirada, tratando
de ir más allá de la idea positivista del conocimiento siempre en agregación a uno previo
para reconocer que el foco puede situarse desde otro punto de vista, pero que el relativismo
cultural ingenuo no es una opción.
Después de todo, la alteridad, como lo señalan Ramazanoglu y Holland, es algo
fluido, socialmente constituido y una relación performativa, no una esencia estable y
natural (2002, p. 108). Esto constituye un reto metodológico, pues hace necesario escapar
de una noción cristalizada y esencialista de la alteridad y dar cuenta, más bien, de la serie
de relaciones y de interacciones que producen significados y prácticas y que, a su vez,
generan subjetividades plurales.
Con ello vuelvo a la problematización sobre los linchamientos en cuanto a que el
estilo de la escritura es interpelado por el objeto empírico. En tal sentido, devuelve la
responsabilidad de decir que esa manera de presentar el entramado de los elementos
hallados en la comprensión del fenómeno es no una mímesis de lo observado, sino la mejor
negociación que pudo lograrse como resultado de la confrontación puesta a través del flujo
de reflexividades inscritas en el campo, pero finalmente sometida a la criba parcial de quien
las condensa en la escritura.
Ante esto, tenemos que, si bien en el linchamiento aparece una acción homogénea
perpetrada por una multitud de personas que convergen, por decirlo rápido, de manera
unánime sobre la forma de ejecutar el acto, también en el despliegue temporal de otros
elementos como el de los lazos de confianza o las historias de las relaciones con el Estado
emerge una pluralidad de subjetivaciones que no se encuentran, de manera indiferenciada,
en la misma posición, pues si hacemos un análisis que atraviese las categorías de poder e,
incluso, de género, encontraremos matices que nos devuelven un carácter contingente de la
homogeneidad que creemos ver en un acto de linchamiento.
Con esto me refiero a que las motivaciones y participaciones no son siempre las
mismas para todas las personas, sino que, quizás, involucran de manera diferenciada a
distintos actores, según la posición política y social con que se les vea o que puedan ocupar
respecto a las ideas de aquello que otorga más o menos poder para hacer algo dentro de la
población. Sin ir más lejos, y por esbozar un ejemplo también rápido, podríamos pensar en
los actores corporativos de las zonas indígenas, campesinas y rurales que históricamente se

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han vinculado con espacios del poder y el juego políticos. Podríamos sospechar, cuando
menos, que un linchamiento motivado y perpetrado desde ese interés particular de grupo
tiene matices importantes respecto a aquel que se le adjudica tradicionalmente como una
acción por hartazgo y la crisis de autoridad ante la inseguridad y la impunidad imperante en
el país, y que acompaña y configura con regularidad, eso es cierto, la vida cotidiana bajo la
sensación latente de la vulnerabilidad.

Conclusión
¿Cómo investigar sobre los linchamientos? Me lo pregunto constantemente, no sólo porque
se trata del tema que he decidido desarrollar a lo largo del posgrado, sino porque el método
etnográfico se me ha figurado en completa imbricación con la vida. De tal forma, en el
entendido de que la etnografía es un método que, sobre todo, se pone en juego al momento
de llevarlo a cabo, pero que no por ello omite una serie de planteamientos previos para
aproximarse al campo, he intentado hacer un recorrido reflexivo sobre este momento de no
estar aún en el campo, pero de cómo llegar a él.
Decía que la inspiración primordial que he tomado del texto de Philippe Bourgois
porque me pareció clave exponer que existe una línea bastante compleja para escribir sobre
la pobreza sin someter las acciones a la estructura de una manera determinista, y también
para no romantizarlas, oponiendo una dualidad simple de buenos contra malos. Bourgois
menciona, creo que atinadamente, las formaciones de resistencias no como un cultura
coherente o consciente de oposición política, sino a través de prácticas de distintos tipos,
como la música, el arte, el cine, la moda, que se vuelven expresiones de rebeldía, quizás sin
tener esa intención determinada (2010, p. 38).
De ahí, nuevamente, la necesidad de ubicar los imponderables de la vida cotidiana,
quizás como formas de darle alguna comprensión más amplia al tema de los linchamientos,
pero también como salidas establecidas desde las propias estrategias de la población de
estudio, puesto que, podemos preguntarnos, cuando menos, si el linchamiento siempre es el
primer y único recurso para resolver o desahogar ese supuesto hartazgo que lo motiva.
Finalmente, me sitúo, interpelándome, ante lo que Bourgois exponía. Decía que
vivó casi tres años en una casa en Harlem con su esposa y su bebé. No me queda claro, de

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sólo leer la introducción, si fue una elección por ser el mejor lugar para realizar la
investigación, o algo fortuito ante otra circunstancia que los albergó ahí.
Me pregunto yo, con mi propio proyecto de familia, dónde poner la tienda de
campaña, al estilo Malinowski para ir allá y escribir sobre aquello. Pienso, aunque ahora sin
desarrollarlo, que también el desplazamiento constante dice algo. Es apenas una intuición.
Como sea, me pareció pertinente cerrar con las palabras de Bourgois ante la dificultad
que ya he ido esbozando sobre escribir acerca de la pobreza, entendiendo, como recuerda
de lo dicho por Laura Nader, que es peligroso estudiar a los pobres porque puede ser usado
en su contra: quizás sea inevitable caer, de alguna manera, en hacer una pornografía de la
violencia, aunque la autorreflexión a la que nos invita ya nos sirve para manifestar que tal
no es nuestra intención; “en última instancia, el problema y la responsabilidad también
están del lado del observador” (Bourgois, 2010, p. 48). También el texto es, después de
todo, un territorio de disputa.

Referencias
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Veintiuno editores.
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narrativa del investigador, en J. Piovani y Muñiz, L. (coords.), ¿Condenados a la
reflexividad? Apuntes para reprensar el proceso de investigación social. Buenos
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