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2/20/2021 No es país para niñxs | El Estado Mental

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5 MARZO 2016 · PENSAMIENTO MODO LECTURA

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NO ES PAÍS PARA NIÑXS


Rafael Sánchez-Mateos

MODO LECTURA
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2/20/2021 No es país para niñxs | El Estado Mental

Ilustración de Antonio Ballester Moreno, Saturno, 2016.

A
propósito del ‘caso Titiriteros’ muchas discusiones importantes se abrieron sobre los ataques de la
derecha a la nueva política, la manipulación de los medios, las guerras culturales, la libertad de
expresión, los abusos del aparato judicial, la flojera y el doble rasero de la izquierda madrileña, la
idea de cultura libre y popular que se impone en esta nueva ‘segunda transición’. Debates
importantes en los que participar pero que en algún sentido disimulan o disfrazan otro conflicto fundamental y
mayor o, dicho con más precisión, ‘menor’ pero más determinante en cuanto señala una dimensión pública y
popular mucho más intensa.

Si recordamos, todo esto ocurrió porque la dichosa función de títeres se consideró inapropiada, intolerable
para los niños y niñas. La fiscalía, con aplomo, denunció “contemplación de escenas que pueden afectar
gravemente al desarrollo intelectual y psicosocial de los niños”, y tanto para los que les pareció justificada (o
incluso insuficiente) la actuación institucional-policial-judicial como para las personas que les parecieron
exageradas las medidas, la idea de ‘proteger a los niños’ fue ‘consenso’ generalizado en casi todos los análisis y
opiniones, da igual de qué posición o partido. Este país, que a falta de acuerdo hasta la fecha se gobierna sin
presidente, cuyo saliente golpeó a su hijo menor en público y que a su vez recibió un golpe de un menor de su
pueblo, ha consensuado un bienestar para los niños que consiste también en vigilar a sus titiriteros: “no cabe
ninguna duda de que la función en cuestión era inapropiada para un público infantil”, “es intolerable que los
niños vieran esa obra”, “perdón a los padres, el espectáculo fue deleznable”. Para lograr entender esta violenta
escalada de ‘irresponsable responsabilidad’ que se ha traducido en uno de los atropellos a las libertades
democráticas más vergonzosos que recordaremos, quizá tendríamos que preguntarnos sobre la idea de
infancia que manejamos y por las relaciones que mantenemos con los niños y niñas.

En nombre del bienestar de una infancia que parece sólo existe en las mentes de los adultos que olvidaron toda
experiencia niña, algunos padres, ejerciendo el derecho que les otorga la ‘patria potestad’, fueron a la policía
para salvaguardar las almas de sus hijos e hijas; la policía, para mantener el orden exigido por el ayuntamiento
que judicializó el asunto, detuvo a los titiriteros; en nombre del derecho de los niños, y ya de paso de todas las
víctimas del terrorismo, el juez los llevó a prisión; en nombre del bienestar de los niños y las familias a las que
la alcaldesa pidió perdón y su concejala de cultura prometió tranquilidad a la gente (que mirábamos desde
abajo el numerito cada vez más avergonzados) asegurándonos, eso sí, que los carnavales continuarían “con
normalidad”. Pues qué miedo. Al final, ya se sabe, todo fue una exageración. Era ‘un asunto menor’ que pronto
hemos olvidado bajo la presión de una actualidad que nos trae cuestiones más importantes y serias.

Que la derecha hiciera este juego sucio con los niños para tapar la corrupción de su estirpe es en realidad lo
menos sorprendente. Lo importante es señalar cómo en nombre de la seguridad, el bienestar y la protección de
los ‘menores’ se ha puesto en marcha toda la violencia social e institucional y hemos descubierto de qué son
capaces los ‘mayores’: padres y madres ‘responsables’ que llaman indignados ante una función de cachiporra a
la policía; jueces míticos de los ochenta de dudoso espíritu democrático; ceses rápidos de vocales barriales que
se esforzaron por materializar los procesos de participación y la toma de posición por abajo que abanderaban
sus jefes; progresistas de izquierdas que acusaban a sus críticos de “autocomplacientes radicales” al servicio de
los ataques de la derecha…

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Por ello, en ningún caso podemos alardear de ser una sociedad emancipada, adulta, madura, ‘mayor’, porque
nuestra tolerancia al abuso y la servidumbre es prácticamente ilimitada. Esta aprobación de la obediencia, esta
connivencia con las restricciones de libertades supuestamente para favorecer la integridad de los niños
efectivamente nos convertiría en gran medida, como tantos analistas y ficciones han determinado, en una
sociedad pueril, inmadura, infantiloide. Infantilismo que comienza precisamente al relacionarnos con los
niños y con una idea de infancia de determinada manera.

En algún sentido, la sensibilidad de esos veinte o treinta niños que asistieron a la cachiporra fue tomada como
rehén para justificar algo que posiblemente no hubieran hecho ellos; pues la mayoría saben bien lo que
significa sentirse encerrados o vigilados, es la condición básica del estatuto del menor. Toda justificación de esa
violencia ejercida por las instituciones y poderes pierde fuelle al instante en que reconectamos con la
experiencia infantil del teatro de marionetas que hicimos, o si recordamos, no sólo el folklore obsceno y
violento que practicamos, sino sobre todo la impresión y los efectos que causaron sobre nuestra infancia esta
clase de aventuras de la ficción que la sociedad entera se ha propuesto sancionar. ¿De verdad que la
experiencia de infancia que hicimos nos marcó como para desear hoy que exista una ‘policía del bienestar’ de
las almas niñas, que por fin se dedique a detener a los muñecos que hoy les cuentan la historia de los poderes
por abajo? ¿Se puede pensar el mundo de hoy teniendo en cuenta las semánticas, gramáticas y mitologías en
torno al significado de la infancia y lo infantil que frecuentamos? ¿Por qué la idea de infancia que practicamos
parece favorecer siempre a la opresión, la autoridad, el gobierno o la economía?

¿DE QUÉ NIÑXS HABLAMOS CUANDO HABLAMOS DE LXS NIÑXS?

Hay muchas ideas de a infancia en marcha, ya lo hemos visto: “lo nuevo que no acaba de nacer” pero que ya
mama en el congreso, los niños gigantes del movimiento municipalista que prometieron traerían la justicia a
los pueri que hicieron su cruzada indignada, la adultez y madurez afectada de los partidos tradicionales que
han querido subrayar su experiencia política. “Niños malcriados y altaneros” dijo Alfonso Guerra sobre
Podemos no hace mucho en el homenaje a un socialista asesinado por ETA, organización terrorista que,
cumpliendo con la amenaza que se espera de los mayores enemigos del pueblo, comenzó su lista de víctimas
anotando el nombre de un bebé. “Chiquilladas” decían los conservadores y la derecha sobre las andanzas del
“pequeño Nicolás”, “peligroso terrorista” sentenciaban para el joven Alfon. Los mensajes políticos, la
información, se traducen “al habla de la calle”, pues la gente, ya se sabe, es incapaz de entender nada por sí
misma. Lo que es evidente es que se establece y practica la autoridad en todas direcciones en base a la
instrumentalización y el menoscabo que puede efectuarse tan sólo a partir de una comprensión retorcida de lo
infantil, de ‘lo niño’, al tomarlo como un mero artefacto retórico o como ejemplo, según interese, de la
impotencia, la ignorancia y la incapacidad, del barbarismo y el embrutecimiento, el victimismo, la inocencia o
de lo novedoso que exige sus derechos para existir. ¿En base a qué experiencia o significado de la infancia
organizamos el mundo y nuestras relaciones inclusive con los que ya no son en apariencia niños?

Acusar a la sociedad entera de pacata, de practicar el postureo y la sobreactuación respecto a los niños y la
infancia es —quizá cualquier padre o madre o niño o niña podría confirmarlo— lo menos que puede decirse de
lo sucedido con los Títeres de Tetuán. Si todas las medidas fueron tomadas debido a una obra de arte popular
que consideramos inadecuada e intolerable para los menores (en la cual, hay que recordarlo, se denunciaba la

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injusticia y los aparatos de manipulación de los mayores, advirtiéndose, aunque resulte obvio, de su carga
violenta), hay que preguntarse necesariamente también por lo que esta sociedad tolera para ellos y al servicio
de qué vidas, obediencias, resistencias, disciplinas y modelos de vida ponemos a los niños [*]. “¿De qué niñxs se
habla cuando se habla de lxs niñxs?” es un grito surgido precisamente de las manifestaciones a favor del
aborto, nada más y nada menos, que quizá haya que hacer resonar en una lucha por los niños cuando en algún
lugar se los nombra, por ejemplo, para encarcelar a quienes ellos frecuentan y frecuentamos como sus aliados
sentimentales: manipuladores de muñecos, saltimbanquis, payasos de barrio que con su arte contestatario
ningún daño querrían para ellos. Arte de la parhesía, la irreverencia y la contestación en el que, por cierto, los
niños y niñas quizá sean auténticos expertos.

Vivimos pensando que nuestras relaciones con los niños y la infancia están tejidas y fundadas en el amor y la
protección, que nos importan lo que más y con candidez nos escandalizamos por los abusos que se cometen
con y contra ellos. Lo más amado pero en realidad respecto al orden del mundo y la realidad que impera, son lo
más ignorado. Nada de su sensibilidad es para nosotros. Antes que nuestro respeto, los niños reciben nuestro
desprecio y nuestras medicinas para calmar su excitación, nuestros señoreos que los ponen en su sitio. A su
vez, despreciamos de forma general cualquier cosa tomando nuestro objeto de desprecio por infantil aunque se
trate de temas bien graves como el totalitarismo, el capitalismo, las luchas. Vivimos preocupadísimos por los
niños pero nos mostramos indiferentes la mayoría de las veces a las cualidades del mundo en estado de
infancia. El bien más preciado y valioso de las sociedades o comunidades, su víctima más inocente e indicador
infalible de sus conflictos y sus violencias. Niños en nombre de los cuales, y de su bienestar, dedicamos se
supone todos los esfuerzos, y sin embargo los frecuentamos la mayoría de las veces de un modo embrutecido y
embrutecedor, capturando sus gestos para ponerlos al servicio de la obediencia o el negocio.

LOS MUNDOS DE YUPI

Mientras se celebra la ceremonia ciudadana de los derechos de los niños y niñas, éstos y nuestra idea de
infancia continúan ‘por ahí’, en ‘su mundo’, en una especie de afuera separado del mundo del que formarán
parte, donde metemos mientras tanto prácticamente todo lo que moleste o cuestione un poco el estado de las
cosas. Un afuera que nos obliga a tomar precauciones de todo tipo para entrar en contacto con ello,s pues la
compañía del adulto y el niño resulta siempre un poco sospechosa: a riesgo de hacer el ridículo, si queremos
entrar en su mundo de formas de colores y voces apitufadas, o de cometer delito, si los introducimos
demasiado pronto en el nuestro. Quizá hemos puesto a los niños en el mismo lugar en el que permanece
nuestra propia infancia, la única historia y pasado compartido por todas las personas de la tierra, de todos los
tiempos, de todos los lugares. ¿A dónde ha ido a parar? No tiene nada de sentimental la pregunta. Es difícil
creer que esto no nos suponga en ningún caso un interrogante de primera. Competencia de toda clase de
expertos, de todas las disciplinas imaginables, que nos describen el carácter del niño o de la infancia de un
modo por el que apenas alcanzamos a entender nada del hoy, ni de nosotros, ni nada de nada. Por ahí sigue, en
ese afuera en el que rigen se supone libremente las fuerzas de los que no han adquirido todavía las
competencias adultas para comprender, nombrar, construir, destruir o transformar la realidad, pero cuyas
consecuencias sin embargo no son ajenas a los niños en ningún caso.

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Si curioseamos un poco en ese ‘mundo infantil’ comprendemos que es muy difícil de sostener esa separación:
están por aquí, viven junto a nosotros y nosotras, comparten las mismas riquezas o miserias, sus privilegios y
pobrezas, atraviesan conflictos comunes, experiencian lo bueno y lo malo de la vida, tienen sus amores… Con la
salvedad de que en su juicio aún no está todo ya dado, ni siquiera el género se espera que les identifique, y
pueden hacerse más fácilmente experiencias del mundo ya que la pasta adulterada todavía no se ha
solidificado y el niño o la niña aún no han adquirido todas las familiaridades, todos los prejuicios, todas las
habilidades y los atributos que lo preparan para soportar el embrutecimiento que significa hacerse el buen
adulto y ciudadano que se espera seamos, tan pueril desde la perspectiva de la sumisión que cabe dudar de que
ése sea necesariamente el destino en el que ha de convertirse todo niño. Esa frágil disponibilidad, ese ‘poder de
los que no tienen poder’, ese ‘estar formándose’ un cuerpo y una vida, es quizá la sustancia más preciada para la
implantación de todo gobierno, para la conservación de todo poder y para el éxito de toda economía, la carne
misma de la que se alimentan los sistemas sociales. Igualmente importante, pues, para toda resistencia y
esperanza en otro orden de las cosas.

No se trata aquí de efectuar ninguna denuncia que se traduzca en redoblar los esfuerzos para mantener a los
niños y la infancia en algún islote fuera de la realidad, protegidos por fin de la amenaza que somos y del mundo
en que los ponemos. El hecho de que vivamos pensando que los niños están en ‘su mundo’ y no en el de todos,
de que vivamos en definitiva pensando que los niños y niñas están al margen de las estructuras materiales y de
los condicionantes sociales y que no participan de sus conflictos, pese a todo el esfuerzo que hagamos para
presentar este redil como un espacio seguro, ‘a salvo’ y apropiado para los niños, designa una separación, una
privatización, interesada e estructurada, para servir casi siempre al ejercicio de algún tipo poder. Una
separación que el niño y la infancia no nos exigen y que, antes que a su bienestar o su protección, y aunque
pensemos se mueven en ese redil por fin en libertad, será siempre un mundo separado del común, privado y
privativo en todas las direcciones y que sirve realmente para crear las condiciones necesarias para intervenir
en lo que es y será. Medio persona todavía, bastante perdido en el extraño mundo de la hostilidad que hemos
construido, hay que enseñárselo todo para que aprenda a vivir en él. Distintas instituciones velan por esta
diferencia entre adultos y niños (como otras o las mismas velan por la separación entre hombres y mujeres,
nativos y extranjeros…) mediante toda clase de cualificaciones, segmentaciones que la lógica del dinero
intensifica. Es necesaria esta exclusión para que los mayores (o los que se lo creen) puedan por ejemplo seguir
presentándose como una autoridad frente a los menores (o los que se toma por tales, porque sufren o toleran
ese trato). Pretender ignorar esta división estructural supone un grave atentado al orden civilizatorio, o al tipo
de orden en el que esa distinción se aplica.

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LA SOCIEDAD DE LXS NIÑXS

Si como dice Agamben “todo poder comienza con el poder sobre los niños”, hay que admitir entonces que todo
poder comienza, se fundamenta y actúa también a razón de lo que, o a quien, se quiera tomar por niño, valorar
como infantil, considerar como menor o tratar como pequeño o insignificante. Parece exagerado tomar a los
niños por una minoría más de las que se encuentran oprimidas, pero si reparamos en los que han sido tratados
o son tratados como tales, como menores, tomados por incapaces, ignorantes, irresponsables (culpabilizados y
castigados cuando han sido acusados de bárbaros) encontraremos a los pueblos (la gran mayoría), a las
personas que llamamos extranjeras, las mujeres, los obreros, los pobres o los oprimidos en general. Como se
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hace con el niño, todos ellos sufren de distintas maneras este mecanismo de disminución, de
empequeñecimiento, y todos los señoreos, paternalismos y autoridades que pretenden hacerse cargo de ellos,
muchas veces ‘por su bien’, y que en el fondo ponen de manifiesto el poco respeto que nos despiertan, el
dominio que buscamos ejercer.

Si la imagen de una “ciudad amable para la infancia” [*] que se busca promover desde la alcaldía de Madrid
obliga a partir de ahora una experta vigilancia sobre todo acontecimiento cultural público que, como en la
cachiporra, se salga de lo ‘políticamente correcto’ (dentro de la corrección entraría por supuesto que los niños
se vuelvan tras la cabalgata de reyes a sus casas con los bolsillos llenos de merchandising de las grandes
corporaciones), hemos de estar en alerta sobre los programas institucionales que han afirmado que “lo que es
bueno para la infancia, es bueno para todos”, no vaya a significar esto que lo que no es bueno para los niños
tampoco lo sea para la gente que se trata como tales. (Admitiendo que una idea así, llevada a cabo de forma
radical, podría ser un principio interesante en el camino hacia la igualdad entre las edades).

Que los niños sean, aunque sea de un modo provisional, la minoría más excluida de la realidad y de los juegos
que la construyen, destruyen y la transforman, está relacionado necesariamente también con que todo parezca
haberse organizado a la medida de una sociedad a la que se trata (y se trata a sí misma) como ‘infantil’,
incapacitándola todo el rato como ella hace con los niños, aplicando sobre ella coerciones que no hacen más
que ensanchar las desigualdades y aumentar las injusticias frente a las que apenas nos resistimos; ‘infantiles’
en el peor sentido, pues no hay niño que no se revuelva ante lo que considera un abuso. Aunque frente a la
revuelta infantil se imponga la mayoría de las veces el miedo y la tolerancia a ese abuso.

Se trata, pues, de una relación con los niños y la infancia muy retorcida, corrompida, ‘adulterada’, primero
respecto a lo que vivimos siendo niños y segundo respecto al lugar en que la infancia y los niños nos ponen todo
el rato. Su quehacer, su forma de estar o de percibir nunca son el verdadero origen de la idea que tenemos de
ellos, ni de las relaciones que en torno a ellos se establecen, ni del significado social que ha adquirido la idea de
infancia. Entre los que dicen hacerse cargo de su ‘particularidad’ predominan las afectaciones innecesarias, las
conversaciones manidas, las preguntas intencionadas, respuestas premiadas, el trato condescendiente y
desfavorecedor, los cuentos y las mentiras. Creemos saberlo todo al respecto de la infancia y los niños, lo que
necesitan, lo que saben, lo que pueden, lo que desean o lo que no desean o saben ni necesitan. La expertez
sobre cualquier disciplina exige tener bien claro el mecanismo retórico del señoreo sobre lo que se toma por
menor. Es imposible imaginar un espacio no pedagógico para el niño en el cual él no sea la figura que no sabe.
En nuestra forma de ‘conocer’, la fragilidad, la vulnerabilidad, la dependencia, la minoría son contempladas
bajo la perspectiva del poder absoluto que a partir de ellas puede ejercerse, o de los nichos de mercado que
pueden inaugurarse. Sorprende que la sociedad no se inquiete por el hecho de que el orden de la economía que
se impone coincida con el gusto que pensamos los niños practican ‘por naturaleza’, ya se sabe: se llevan bien
con los cacharros tecnológicos de la nueva era, que parece proyectada sólo para ellos y conforme a unos ideales
que exaltan sus espíritus avispados; además, tienen querencia por el consumo desenfrenado y el capricho. Los
capitalistas se frotan las manos con ‘la naturaleza’ de nuestros niños, con las “pedagogías sexis” y
modernizaciones que para su beneficio y prosperidad tramamos. ¡Niños!, ¡que antes que el fetiche de la
mercancía conocen el encanto de la ruina y el deshecho!, ¡que antes que el gesto de consumir practican el de
tomar sin permiso! Que su pensamiento y su deseo no se rige por las leyes de la moral civilizada. Lo cierto es

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que después de tomar dos tazas de nuestra sopa adulterada los devolveremos a una sociedad embrutecida
completamente rotos…

A una sociedad que, por otro lado, ha convenido de forma general que los problemas del presente son morales,
como en los aleccionadores cuentos que contamos a los niños sobre los buenos (siempre nosotros) y los malos
(siempre los otros). De modo que nada en su estructura parece fallar, tan sólo ‘la mafia’ que la maneja. El
problema no sería el sistema que ‘los adultos’ aprobamos en las urnas de los colegios de nuestros hijos de tanto
en tanto. Los malos nunca serán producto de nuestro sistema (los terroristas nunca serán hijos de Francia, por
ejemplo, acaba de aprobar la República francesa), sino auténticos bárbaros, inmorales, ignorantes, fanáticos
que habrán de ser expulsados. Lo mismo que se espera de los niños, que a menudo tratamos de ‘pequeños
terroristas’, advirtiéndoles que viene la policía o el hombre del saco cuando queremos oponerles una voluntad
y un poder mayor, poniéndolos acaso en el papel en el que se vieron envuelto los titiriteros. Y aunque no
encontremos nunca al coco, resulta que cada vez es más fácil toparse con la policía por todos los lados pues
tenemos una justicia que maneja una noción de delito capaz de contemplar cualquier denuncia o reclamo de
derecho, por inofensivo que sea, como un acto terrorista, como un gesto que ha de amordazarse. Como
esperamos que los niños hagan con los adultos: toleramos la falta de libertad a cambio de una seguridad y un
supuesto bienestar. Los niños han de aprender que igual que se funciona con el enemigo, se puede funcionar
con ellos si no son ‘buenos’.

SÓLO CABE ESPERAR QUE LXS NIÑXS SE PIERDAN

Tomamos a los niños como variable o índice para medir la pobreza y la injusticia, víctima inocente de nuestro
abandono de los asuntos comunes, su fragilidad es el fondo de contraste patético sobre en el que quedan
marcadas las heridas de la época, cuyas pequeñas ruinas hacen estallar en ocasiones nuestra indignación, como
pasó con el niño Aylan, el niño ahogado en una playa de Turquía cuando huía de las guerras cuyo fuego
alimentamos. Los informes político-económicos que calculan la gravedad de la situación hablan de
‘comprometerse con los más débiles’, ‘rescatar’, ‘proteger’, ‘prevenir’, ‘infundir esperanza’, ‘garantizar
estándares sociales’; una especie de ‘buena tutela’ que igual da para un niño que para un país. Pero esto implica
negociar simbólicamente las ‘crisis’ como una suerte de acontecimiento natural, como se supone es la infancia,
por lo que hará falta medirla respecto de una autoridad, lo que no deja de ser una manera de plantear la
cuestión bastante interesada. Un colectivo de autoproclamados “niños perdidos” que fueron encausados en
Francia por terrorismo (cuando no habían hecho más que romper sus móviles y largarse al campo a cumplir
juntos todos los sueños de su infancia: un amor, una casa, una vida colectiva…) dice que se llama ‘crisis’ a eso
que se tiene voluntad de reformar y reestructurar, y se llama ‘terrorista’ a eso que se tiene voluntad de golpear.
Crisis y terrorismo son, aunque sorprenda, dos vértices del redil de la infancia en la que los adultos introducen
a ‘los niños’, cuyas vidas estarían instaladas en una suerte de crisis permanente, pues todo el rato se
encuentran sometidos al remodelamiento y la reestructuración de su conducta, o al castigo si son demasiado
indóciles, para ajustarlos al papel que la sociedad ha previsto para ellos.

Como en el cuento de Kafka, en el pueblo infantil de los ratones no hay tiempo para la infancia. Rápidamente
se la arrebatamos enseguida a quien aún la vive y le damos la vuelta para que sirva para justificar lo que jamás
los niños aceptarían. De modo que aunque pueda sonar sospechoso ante la infantilización que impera, lo

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infantil podría aportar una oportunidad estético-política de primer orden, bien seria y ‘mayor’ si nos damos a
una relación distinta con los niños y la infancia que no la tome más como ejemplo de la impotencia o de
inferioridad o de incompletud, sino como cuerpos y vidas en las que está teniendo lugar la eclosión de la
capacidad de obrar y comprender.

Lo importante no es sólo denunciar las sucias redes (familiares, médicas, pedagógicas, judiciales…) en las que
pueda estar atrapada la infancia o los niños; lo importante es, sobre todo para los que sufren o sufrimos alguna
forma de gobierno injusto o poder déspota, plantearse también la pregunta por las potencias y las posibilidades
que se abren a partir de eso que nos empeñamos en hacer venir a menos, la fortaleza de eso que tomamos por
tan frágil que requiere de nuestra de ‘protección’, la pregunta por la inteligencia de esos que pensamos no son
más que ignorantes. Qué pueden, qué hacen, qué saben, que nos traen, qué se llevan. Dónde nos ponen. Quizá
algo de esas minorías, de estas vidas ‘infantiles’ sin voz ni habla, puede aparecer ante nosotros como “factor de
explosión de las relaciones de dominación”, como dijo Christiane Rochefort en un libro tan imprescindible
como desconocido, Los niños primero. El mismo mecanismo de menoscabo, de autoridad ejercida mediante el
trato de menor aísla y señala en realidad la figura que decodifica la semántica autoritaria y da paso a lo posible
frente al desastre o la ruina en la que el capitalismo parece convertirlo a la larga todo: el niño, tan otro como el
resto de otredades que podamos imaginar, tan inadaptado como los salvajes que civilizamos o la chusma que
explotamos; incapaz la mayoría de las veces de interiorizar sin revolverse la disciplina y la obediencia que los
adultos hemos comenzado a tomar por natural sólo porque la hemos incorporado. Quizá basta la compañía de
un niño, el acogimiento del que no puede nada, para situarnos en la posibilidad de otro orden, de otra
humanidad, de otro mundo para el que ser, mucho mejor que el que sostenemos los adultos con nuestros
cuentos sobre la realidad.

La apertura hacia esta otredad que la infancia es acogerla de verdad, compañerismo y hospitalidad obliga.
Principio de incertidumbre radical, el niño es invitación al acogimiento y no al sometimiento de lo otro, de
todo lo otro. Un niño sabe si es bien recibido a la primera. También la compañía de la infancia exige practicar la
igualdad, no señorearse, no aceptar rebajamientos. Bien valdría reconocer que la relación con los niños y la
infancia no está dada y es por eso que ha sido llevada de acá para allá según convenga, pero no hemos sido
capaces de imaginar recuerdos y relaciones con la infancia, o a partir de la infancia, ni siquiera la nuestra, que
nos plantearan otro estado de las cosas, una alternativa a su subordinación a la patria potestad o gobierno de
turno, o al crecimiento cifrado sólo a razón de la adaptabilidad al orden, el progreso técnico, el gobierno de
unos hombres sobre otros. El vínculo que el niño aún puede establecer con el mundo demuestra que los
vínculos pueden ser rearmados.

Quizá para ello haga falta de verdad dejar a los niños y niñas en paz, pero no en el sentido de reforzar y
reandamiar su afuera del mundo, sino en el de liberarlos y liberarnos de las relaciones que imponemos con
ellos y para ellos, acogerlos en el común, salvaguardando para ellos cierta indeterminación, cierto vacío que
nos permita cuidar la afinidad de todo niño con la idea de posibilidad, de apertura, de libertad, de comienzo y
recomienzo, de creación y destrucción. Ocurre que la infancia y los niños discuten muchas veces lo que se
afirma o se niega de ellos. Basta que pensemos que son unos egoístas para que descubramos los gestos de
solidaridad más puros y desinteresados, o que demos por supuesto su ternura y descubramos en ella la
exaltación de la destrucción (tan lúcida a veces), o para que los tomemos por tontos y aparezcan con una

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explicación sorprendente sobre el mundo que visibiliza acaso fuerzas inadvertidas para el adulto que somos.
También sucede al revés, no se deben a ninguna moral o ideología. Evitar fantasear, pues, con la pretensión
científica de haber por fin reconocido o identificado en una imagen clara al niño y la infancia, pues los niños se
encuentran siempre abiertos a todas las circunstancias, a lo imprevisto. La verdad de la infancia no está en lo
que podamos decir de la extrañeza que siempre es, sino en lo que ella nos dice al aparecer entre nosotros como
algo inesperado. Esa impropiedad y esa dificultad de la extrañeza que son los niños nos sitúa siempre en la
pregunta, no de lo que les falta ellos, sino de lo que nos falta o lo que podría hacernos falta a nosotros. Y ese
nosotros no preexiste al trabajo de acoger a los otros que pensamos no forman parte de nuestro mundo porque
creemos que no tienen, no saben o no están preparados para él. Pobres y vencidos significa también haber
perdido la infancia y toda su herencia para el hoy por el camino de una idea de adultez que sólo favorece al
progreso y la autoridad de unos pocos.

Lo fundamental es reconocer la clase de fuga o extranjería del orden dado en que la infancia nos pone. La
posibilidad que se abre al reconocer la amistad del niño con la potencia que reactiva el deseo y la acción, que
multiplica en el mundo sus conexiones en una intensidad en la que lo que la realidad es (o lo que somos), se
encontraría, con Jorge Larrosa y su lectura de Heidegger, “seriamente en juego”. No sólo para los niños, sino
también para todas las vidas que no habrían olvidado la infancia y que siguen viviéndola, ‘en bloque’ por
decirlo con Deleuze y Guattari, como un tipo de existencia liberada de la forma de mayoreo existencial y del
estado de dominación respecto al que siempre se la define y bajo el que muere aplastada. Quizá la idea de que
otro mundo es posible sólo pueda sostenerse con un poco de infancia, y si se ha extendido algún tipo de
puerilidad es a costa de lo que el niño no es. La infancia nos exige algo más que reestructuraciones y reformas
gubernamentales, por ella somos llamados permanentemente a una utopía, cada vez más amenazada en este
mundo infantil sin niños.

Buscamos animar a un nuevo trato con la infancia y con los niños, o los que son considerados como menores,
comenzando por no determinar privilegios a nuestro favor practicando ese trato, sino subrayando la
importancia de establecerlo en acuerdo con ellos, sin voluntad de poder. Para favorecer esa igualdad entre lo
más desigual, adulto y niño (y a pesar de que uno viene del otro, lo que debería facilitar la comprensión)
podríamos extranjerarnos un poco de las divisiones del mundo que tomamos por naturales y practicar, como
animaba Lolo Rico, a un tipo de nueva indiferencia ante las separaciones establecidas entre adultos y niños.
Indiferencia por ejemplo a los convencionalismos de lo que debe ser una conversación infantil, un arte para los
niños, una televisión para ellos y ellas, una buena vida infantil, exactamente igual que las mujeres tratan de
sacudirse lo que el patriarcado prescribe que son o el papel que se espera cumplan. Evitar convertirnos para el
niño en una fábrica de mentiras; evitar que el niño interiorice nuestra propia tolerancia al poder; aprender de
su resistencia, de su capacidad de deseo, acción y creación, e intercambiar armas e instrumentos con ellos para
que podamos cuestionar juntos lo que en la realidad parece incuestionable.

La revolución que libera al hombre es posterior a la que libera al niño.

Une minorité à la ligne revolutionnaire correcte n’est plus une minorité.

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Lecturas asociadas a la escritura de este texto (o una pequeña biblioteca para contradiscursivizar la
infancia respecto del orden imperante):

Los niños primero, Christiane Rochefort


La policía de las familias, Jacques Donzelot
El folklore obsceno de los niños, Claude Gaignebet
La descolonización del niño, Gerard Mendel
Co-ire. Álbum sistemático de la infancia, René Schérer y Guy Hocquenghem
Pedagogía pervertida y Utopías nómadas, ambos de René Schérer
El niño y la razón de Estado, Philippe Meyer
Por una infancia mayor, Charles Fourier
TV. Fábrica de mentiras. La manipulación de nuestros hijos, Lolo Rico
Infancia e historia, Giorgio Agamben
Leer con niños, Santiago Alba Rico
Pedagogía profana, Jorge Larrosa
Manifiesto por los niños, Asociación Antipatriacal firmado por el Grupo de Donosti en 1992 >>
Peter Pan disecado. Mutaciones políticas de la edad, Jaime Cuenca Amigo
El Manifiesto Antiadultista, Alexanthropos Alexgaias

SOBRE EL AUTOR

Rafael Sánchez-Mateos Paniagua es artista, doctor en Filosofía


y profesor independiente. Investiga, entre otras cosas, las
relaciones entre infancia, estética y política.

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