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Piedra de mar, 

de Francisco Massiani
 Manuel Cabesa

Como si fueran seres reales, personas de carne y hueso con las que podemos tropezar cualquier día en una
esquina, el 23 de noviembre de 2008 Corcho y sus amigos, todos personajes de la imprescindible novela de
Francisco Massiani, Piedra de mar,  cumplieron cuarenta años, y a pesar del tiempo transcurrido mantienen la
misma vitalidad y frescura de cuando aparecieron por primera vez en la escena literaria en 1968.

“Espontánea, fresca, natural, es esta novela de Francisco Massiani, uno de los narradores más jóvenes con que
cuenta la narrativa venezolana actual”, de esta manera entusiasta presenta el crítico Armando Navarro la
aparición a finales de la década de los sesenta de Piedra de mar.

Hasta ese momento la narrativa venezolana había desembocado hacia dos vertientes bastante definidas. En
primer término, y a raíz de la creciente violencia política desarrollada durante esos años, existe una fase
testimonial que intenta dar fe de las experiencias vividas por la juventud de la época en las diferentes acciones
de orden subversivo, y cómo esa misma lucha por cambiar el orden establecido fue degenerando hasta llegar al
fracaso que sumió a esa misma juventud en un mar de frustraciones. La otra opción narrativa es la de la
introspección psíquica evidenciada por una experimentación del lenguaje, muchas veces hueca y banal. En
medio de estas dos aguas surge la novela de Massiani.

Orlando Araujo, en su libro Narrativa venezolana contemporánea, incluye a Piedra de mar  dentro del grupo
de novelas que el crítico denomina “de confesión y crónicas del hastío”, términos que sirven muy bien para
comenzar a definir el contenido de la obra: Corcho, aprendiz de escritor, nos va contando las peripecias por las
que tiene que pasar en el lapso de unas horas durante un periodo de vacaciones estudiantiles. La narración
comienza en la playa donde Corcho consigue una pequeña piedra que será el motivo e hilo conductor de la
trama. Araujo la define de la siguiente manera: “La piedra, guardada en un bolsillo, es la esperanza frustrada, el
amor sin respuesta, el dolor de ser joven, la vida sin sentido, la inocencia, la búsqueda y el llanto”. Pero la
piedra es también el móvil que permite a Corcho seguir adelante y enfrentar el vacío del mundo que lo rodea y,
lo que es mejor, hacernos una descripción de él.

Al escribir su novela, que es casualmente la que estamos leyendo, Corcho nos confiesa su hastío ante una
situación de vacío existencial que se le impone sin él desearlo; Corcho es víctima de las circunstancias que lo
rodean, pero a diferencia de sus amigos está consciente de esa abulia, lo que lo coloca en la posición de ser
testigo del malestar que lo absorbe y, por supuesto, su fiel relator.

Para llevar a cabo este relato Corcho pone en uso dos poderosas armas: su capacidad de observación y una gran
sinceridad a la hora de narrar los acontecimientos que suceden. A medida que describe algún episodio nuestro
personaje va imponiendo su particular punto de vista, no puede en ningún momento dejar de involucrarse en
lo narrado. Oswaldo Larrazábal ve este asunto de la siguiente forma: “Quizás una de las consecuencias más
importantes de esta obra esté en el hecho de que la prosa quiere acompañar el ritmo mental del autor. Como
van sucediendo las cosas, así son narradas. Con la misma profundidad que van adquiriendo, así se desarrollan
en la expresión escrita”.

Debe ser por eso que nos parece que cualquier cambio en la actitud del narrador influye en el tono de la
narración; por ejemplo al hablar de Jania hay un alto despliegue de ternura: “Jania está unida a mí por las
primeras noticias de la piel. Por placeres que antes soñaba solamente. En todo caso por un montón de días
felices por los que siento una profunda gratitud”. Muy contrario es el caso al referirse a Marcos, su principal
antagonista, donde el tono es irónico y un poco cruel: “Es realmente un tipo mezquino. Y está convencido que
si deja de ser el mezquinito que es, perderá dos o más centímetros de estatura. No sé si dije que Marcos es un
enano. O casi un enano. Y los enanos se sienten más chiquitos cuando hacen un favor”. De esta manera nos
presenta a sus amigos, distinguiendo en cada uno los rasgos que sólo él puede detectar.

Otro aspecto que resalta en el relato del que Corcho nos hace partícipes es el de la autoconmiseración por la
situación en que se vive: la vida, como dijimos, es para Corcho y el resto de sus compinches banal. “Nosotros no
somos personajes extraordinarios”, dice en una oportunidad, y es por eso que prefiere evadirse dentro de sus
propias fantasías: “Por cierto, a propósito de la librería, siempre que entro, confieso, José, que me veo
retratado en millones de periódicos y las muchachas alocadas por las calles con mi novela, mi monstruosa
novela de mil páginas bajo el brazo”.

Una línea que asciende por entre el relato de Piedra de mar es el momento en que Corcho, el escritor, se mira
escribir y reflexiona sobre los alcances de la escritura y sus dificultades: “A propósito de escribir, debe ser
dificilísimo para esos pobres infelices hacer una novela. Ahora me doy cuenta. Lo digo a propósito de lo que
debe contarse y lo que debe olvidar un escritor”. Detrás de las aseveraciones de Corcho subyace toda una
teorización del relato.

Existe la necesidad de que lo narrado tenga vida, es decir, que soporte su materialización en palabras sin que
por ello pierda su verdadera esencia: “Yo creo que se debe a que tú quieres meterte dentro de la palabra. O sea
que necesitas recordar el árbol tan bien, que pueda imprimirse el sabor del árbol, y para lograrlo debes meterte
a ti dentro de la palabra”. Para Corcho la escritura debería ser ante todo transparente y comprensible. Una
manera de volver al sentido primario del narrador, que es el de contar una historia para que ésta llegue al
mayor número de personas posible, sin caer en los malabarismos estructurales que terminan por confundir
evitando así que el vínculo comunicacional que debe existir entre el autor y el lector se realice.

Finalmente hay que señalar que Piedra de mar es también el espejo de la ciudad, sobre todo del este de
Caracas, periplo por donde hacen su recorrido los personajes: “Siempre que llego a Sabana Grande camino
como un desgraciado desde Chacaíto hasta el cine Radio City”. En ese espacio físico-sentimental aparecen
referencias a muchos lugares que fueron tragados por la vorágine de una ciudad siempre cambiante: el
Castellino, el Piccollo Café, la Cervecería Alemana, el cine Las Palmas, el bar Páprika, la antigua calle Lincoln,
hoy convertida en boulevard, aparecen en estas páginas con el esplendor de los tiempos idos.

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