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Daniel Ortega Aguirre. Informe sobre el Fedón. Profesor: Carlos Eduardo Peláez.

Acerca del alma (περὶ ψυχῆς)1, adecuado subtítulo acuñado, quizás, en los primeros
tiempos de la Academia para referirse al diálogo que, con gran maestría literaria y filosófica,
expone el último coloquio de Sócrates antes de beber la cicuta. Y es tan preciso porque,
ciertamente, el tema en torno al cual se desarrollan los argumentos es la inmortalidad del
alma; hipótesis que toma Platón para desplegar, a su vez, al menos en lo esencial, su teoría
de las Ideas. Fedón, quien da título al dialogo, será quien le narre a Equécrates (que, como
los interlocutores de Sócrates, Simmias y Cebes, pertenece a la escuela pitagórica 2) los
sucesos que enmarcaron el último día del más justo de los hombres.
El diálogo se encuadra dentro de los clasificados como de madurez, pues, junto al
Banquete, el Fedro o la República, comienza a desarrollar con minuciosidad el sistema
filosófico de Platón. Específicamente, el Fedón se presenta como el último en la tetralogía
de los diálogos que tratan la condena y muerte de Sócrates3. La división que ha hecho Eggers4
en su traducción, va a ser tomada como modelo para este informe, pues, para los propósitos
expositivos del texto, resulta más cómoda y esclarecedora en cuanto a la posterior exhibición
de los argumentos se refiere. Aquí la estructuración: (I) Prólogo (57a-67b); (II) Conversación
introductoria (60b-61b); (III) La actitud del filósofo frente a la muerte (61b-69e); (IV)
Argumentos preliminares acercad de la inmortalidad del alma (69e-84b); (V) Discusión de
los argumentos precedentes (84c-91c); (VI) La trascendencia del alma respecto del cuerpo
(91c-95a); (VII) Acerca de la generación y la corrupción (95a-102a); (VIII) Argumento
fundamental acerca de la inmortalidad del alma (102a-107b); (IX) El mito escatológico
(107c-115a); (X) Epílogo (115b-118c). Así pues, tal será el orden que el presente informe
seguirá para exponer los razonamientos presentes en cada sección.
I. Prólogo.
El diálogo se sitúa fuera de Atenas, en Fliunte; Equécrates, oriundo de esta ciudad, le
solicita a Fedón, que estuvo presente durante la muerte de Sócrates, que le narre los hechos,

1
Cfr. Carta XIII, 363a. Donde se hace referencia al Fedón con este título – περὶ ψυχῆς.
2
Hecho importante, pues esta escuela se caracteriza por el afán de purificar el alma. En este sentido también
influye en la teoría platónica.
3
A saber: Eutifrón, Apología de Sócrates, Critón y Fedón. Ordenada de esta manera por el platonista
Trasilo, durante la época del emperador Tiberio. Cfr. Fedón, p.12.
4
Cfr. Platón. (1971). El "Fedón" de Platón. (C. E. Lan, Trad.) Buenos Aires: Editorial Universitaria de
Buenos Aires.

1
no de su juicio en general, sino específicamente de cómo murió aquel hombre, pues
seguramente resultaba especialmente importante conocer si lo hizo vergonzosamente o con
dignidad. Gracias a esta precisión, Fedón comienza a contextualizar a Equécrates.
En primera instancia, se aclara que la orden de ejecución por parte de los Once5 se
prolonga debido a la costumbre que tienen los atenienses de mantener la ciudad pura
mientras el navío que envían en peregrinación6 a Delos se encuentra navegando; tal ofrenda
es un agradecimiento al dios Apolo por haber salvado los jóvenes que serían sacrificados al
Minotauro. Vale resaltar que no deja de ser irónico el hecho de que se pretenda, con este rito,
purificar la ciudad en nombre del mismo dios según el cual Sócrates cumple su misión. Y es
que siendo uno de los que se encargaba de purificar las almas de los ciudadanos, obedeciendo,
precisamente, a Apolo, es condenado por impiedad.
Habiendo dicho esto, Fedón describe el estado anímico de los presentes en ese momento,
revelando una sensación sumamente ambigua, “como una cierta mezcla en la que hubiera
una combinación de placer y, a la vez, de pesar” (59a). Y esta mezcla de emociones era de
tal índole debido, en gran parte, a la propia actitud de Sócrates, viéndosele tan dispuesto
como siempre para el dialogo, restándole la gravedad que se le atribuye a su inminente
condena. En suma, probando con sus actos que el género de vida filosófica no se corresponde
con el temor a la muerte (lo cual será asunto de discusión más adelante). Es importante
señalar que, ya aquí, se deja entrever el cariz del que será uno de los razonamientos
principales para defender la inmortalidad del alma: el argumento de los contrarios; esta
mezcla de placer y pesar puede quizás entenderse a modo de preámbulo para el discurso que
dará Sócrates cuando le quiten los grilletes, donde se introduce formalmente la cuestión de
los contrarios.
Entre los que estaban acompañando a Sócrates7, se hallaban dos extranjeros, mismos que
serán los interlocutores principales del ateniense: Simmias y Cebes. Estos personajes, al igual
que Equécrates, pertenecían a la escuela pitagórica. Hecho importante si se tiene en cuenta
que el coloquio, prácticamente, girará en torno al tema de la inmortalidad del alma, y de

5
Magistrados encargados de ejecutar las decisiones pertinentes a las penas de muerte.
6
Tal es la traducción de la palabra θεωρία que, con Platón, sería resignificada, adquiriendo connotaciones
filosóficas provenientes de nociones presocráticas. Entendiéndose, finalmente, como “contemplación” en el
sentido cosmológico del término.
7
Atenienses: Apolodoro, Critóbulo (padre e hijo), Hermógenes, Epígenes, Esquines, Antístenes, Ctesipo,
Menexeno. Extranjeros: Simmias, Cebes, Euclides y Terpsión.

2
manera más secundaria, en lo concerniente a su cuidado; asuntos que, en verdad, podrían
haber interesado a tales individuos, y, ciertamente, influirá sobremanera en cuanto a la forma
mitológica que tomarán algunos argumentos que Platón pondrá en boca de Sócrates.
Para terminar esta introducción, Fedón relata cómo él y sus compañeros solían reunirse
desde temprano en el tribunal, esperando a que se abriera la cárcel para poder entrar y
conversar con su maestro el resto del día. Hecho que, a priori, podría ser banal, pero que, si
se lee con detenimiento, pareciera servir como analogía del carácter esclarecedor de la
filosofía. Que sólo se filosofe con el maestro durante el día evoca la imagen de la misma
como una fuente de luz, opuesta a la oscuridad de la ignorancia. Contrastando también con
la afección de las pasiones que, precisamente en esta parte del diálogo, controlan a su esposa,
Jantipa, que, una vez los filósofos están dispuestos en la celda, ha de ser excluida por los
esclavos de Critón, apartando, así, el patetismo (πάθος), para dar paso a la razón.
II. Conversación introductoria.
De esta manera, Sócrates, cuyos grilletes han sido ya desatados, se presenta ante sus
compañeros directamente filosofando. La liberación le permite apreciar cómo habiendo
estado sus piernas sometidas al dolor, ahora le llega gradualmente el placer; sugiriendo así
que los contrarios se encuentran envueltos en un proceso generativo, donde el uno ha de
implicar, necesariamente, al otro. Esta breve disquisición anticipa lo que se tratará con mayor
profundidad en 71a, a saber: “(…) que las cosas contrarias se originan a partir de sus
contrarios”.
Con esto, habiendo Sócrates mencionado la pertinencia de que Esopo escribiera un mito
sobre el proceso anterior descrito, Cebes le interroga a propósito de sus versificaciones de las
narraciones esópicas, además del himno a Apolo que ha escrito. Sócrates revela, entonces,
intenciones más profundas y personales de las que se podrían haber intuido, puesto que no lo
hace por reconocimiento o fama, sino como resultado de la exhortación divina, que en sueños
le mandaba a hacer música (60e)8. Así pues, la escritura tenía como finalidad purificar su
alma; para esto versifica los mitos de Esopo, puesto que no es propio del filósofo crear mitos
(μῦθοι), sino construir razonamientos (λόγοι) de los que pueda dar cuenta, y no siendo él
poeta sino filósofo, no se permite componer otra cosa que no sean razonamientos (λόγοι).

8
Es necesario aclarar que la música y la poesía, en la antigua Grecia, eran elementos de un mismo conjunto.

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Dejando así patente el contraste innegable entre los μῦθοι y los λόγοι. De esta manera,
Sócrates despacha la cuestión referente a sus escritos.
III. La actitud del filósofo frente a la muerte.
La siguiente parte del coloquio es el resultado de la exhortación que le hace Sócrates a
Eveno, es decir, que se afane en la muerte como él lo hace ahora, ya que es propio del filósofo
no temerla y, antes bien, desearla. Sin embargo, se deja patente que suicidarse no es lo lícito.
Y frente a la perplejidad de Cebes ante una aparente oposición argumentativa, Sócrates pasa
a explicar que tal condición se debe a la autoridad que sobre el hombre tienen los dioses.
Pues aunque el cuerpo se conciba como una celda para el alma, no hay que ofender al dios
suicidándose, ya que este en algún momento concederá al hombre un momento de necesidad
preciso para su muerte. Tal como se le presenta ahora a Sócrates.
Se nota en este pasaje la figura del moribundo filosófico, quien, al no centrarse en los
placeres corporales, tiende a preferir una existencia libre de ellos para tener la capacidad
absoluta de dedicarse a la vida contemplativa. Tal es el ejercicio para la muerte, aun siendo
poco seguro el conocimiento del más allá, pues sobre él, como se explicita en 61e, solo se
pueden referir mitos (μυθολογεῖν).
Pese a todo, Cebes y Simmias le reprochan a Sócrates que no sería propio del filósofo
querer abandonar la protección de los dioses, siendo estos guardianes del hombre. Sólo los
irreflexivos –replican– podrían desear apartarse de lo que es mejor a sí mismos; incluso,
extrapolando la objeción, le reclaman el querer dejar a sus compañeros, pues, como se
muestra en el Critón, Sócrates rechaza la ayuda para escapar. Ante esta situación, entiende
el ateniense que ha de justificar sus actos por segunda vez.
Antes que nada, Sócrates aclara que espera hallar, tras la muerte, dioses buenos y sabios,
y esta supone ser una razón importante para no temer a este momento. Por lo cual no
abandonaría a nadie por necedad, sino, precisamente, porque procura la sabiduría o, al menos,
la esperanza de que en el Hades encontrará mayores bienes y mejores compañeros. Dicho
esto, han de acordar qué es la muerte, la cual se revela como la existencia del alma en sí
misma, libre del cuerpo. Dado que el filósofo no se ha de ocupar de los placeres sensitivos,
pues su prioridad es el intelecto, es menester afirmar que este encamina sus esfuerzos a la
disociación del cuerpo y el alma. Este ejercicio es concebido como una cierta purificación
del alma, puesto que el cuerpo es una suerte de impedimento (ἐμπόδιον) para el conocimiento

4
de lo verdadero, esto es, de las cosas en sí; sólo lo que esté libre de esta “contaminación”
puede adquirir un conocimiento real, y la muerte supone la esperanza de que esto suceda. En
ese sentido, solo el filósofo es valiente, pues no afronta la muerte por miedo, como la
mayoría.
Es posible interpretar estas líneas como un llamado a la ascética filosófica, que establece
la negación del cuerpo y la primacía de la parte intelectual humana. Y sin embargo, se lee,
más bien, que Platón observa la necesidad de contemplar la verdad teorética desde la pura
razón, y no tomar como referencia a los sentidos (sino controlarlos), por ser inexactos. Bien
lo dice: “(…) nos perturba de tal modo que por él –el cuerpo– no somos capaces de
contemplar la verdad.” Así, se ha de purificar el alma para presenciar las verdades de tal
índole; esto es, en suma, el antiquísimo argumento que sentencia: lo semejante atrae lo
semejante.
IV. Argumentos preliminares acerca de la inmortalidad del alma (69e-84b).
Con todo, Cebes duda acerca de lo dicho por Sócrates sobre el alma, procediendo,
entonces, a exponer la opinión general que se tiene sobre este asunto, a saber, que el alma se
diluye una vez muerto el cuerpo. Ante esta objeción, se utiliza el argumento referido a la
alternancia de los contrarios, proceso que parece evidente en la naturaleza. Así, se observa
cómo todo lo material (y no las Formas en sí, como se aclara en 103b) deviene de su contrario:
lo caliente de lo frío; lo grande de lo pequeño e, igualmente, y por necesidad lógica e
imperativo de preservación de la naturaleza, la vida ha de proceder de la muerte y a la inversa,
pues si todo tendiera hacia la muerte, pronto ya no habría vida. Así, se demuestra la
perdurabilidad del alma, siendo su existencia en el Hades el estado previo al revivir en un
cuerpo.
Dicho esto, Cebes relaciona la necesidad de la inmortalidad del alma con la teoría de la
reminiscencia, lo que le permite a Simmias pedir explicaciones al respecto. Sócrates,
entonces, le ofrece pruebas teóricas de que el aprender no es más que recordar, así: (1) La
percepción de una cosa puede dar paso a la rememoración de otra, ya sea por semejanza o
desemejanza. (2) Este modo de recordar implica la necesidad de conocer la Idea de Igualdad,
pero no en cuanto a las cosas, sino en sí misma. (3) Y es que las cosas parecen iguales unas
veces y otras no, pero la concepción de lo Igual en sí, según lo cual se compara lo tangible,
es invariable. (4) Por tanto, debe existir un conocimiento previo, que parte del alma, de lo

5
que es en sí mismo, y que la percepción sensitiva permite recordar, ya que es a partir de lo
que se conoce a través de los sentidos, que el hombre puede establecer la relación entre las
cosas y la Idea en sí. (5) Sin embargo, todos no pueden dar cuenta de la existencia de esta
relación implícita, y por tanto, es correcto inferir que han olvidado lo que su alma había
aprendido antes del nacimiento.
De lo anterior, Simmias logra comprender que el alma ha de existir antes del nacimiento,
pero no tiene muy claro que perdure una vez muerto el cuerpo. No obstante, esta objeción
obvia lo dicho anteriormente sobre el proceso generativo de los contrarios que, junto a la
teoría de la reminiscencia, resolvería la duda de Simmias. Con todo, Sócrates procede a
aclarar, en definitiva, por qué el alma es indestructible. Comienza, pues, a definir el carácter
de aquello que se diluye, a saber, lo compuesto; lo contrario, lo que no se disipa, es lo no-
compuesto (lo simple, de ahora en adelante). Lo compuesto es también aquello que cambia
constantemente, mientras lo simple es lo que se mantiene estable. Ciertamente, tal es el
carácter de lo real (τὸ ὂν), esto es, de la entidad en sí misma, de cuyo ser se habla toda vez
que se presenta la comunicación (Cfr. 78d). Se diferencian de manera patente en cómo se
percibe cada una de estas cosas, pues lo tangible se capta por medio de los sentidos, mientras
que lo inteligible con el mero uso de la razón; no importa que las cosas compartan el nombre
con las Ideas, simplemente, pertenecen a dos mundos distintos. De esta manera, se establecen
dos categorías, visible e invisible; a la primera pertenece el cuerpo y a la segunda el alma, y
esta se asemeja más a lo divino, puesto que, cuando conoce por sí misma, sin injerencia de
las turbaciones de los sentidos, se vuelve pura, estable, inmortal y semejante a las cosas en
sí; mientras el cuerpo, que encaja en lo visible, se asemeja a lo mortal, cambiante y no
inteligible. Así pues, es evidente, siendo el alma semejante a lo divino y a las Ideas, que ha
de perdurar antes y después de la muerte.
Sin embargo, es importante señalar que sólo por medio del ejercicio filosófico el alma se
purifica y tiende a encontrarse, tras la muerte, con lo divino. Si se asociara plenamente con
el cuerpo, los sentidos y los impulsos del deseo le harían creer que lo cambiante, lo mortal y
lo visible constituye lo verdadero, volviendo impura el alma, evitando su encuentro con las
cosas en sí mismas y condenándola a encarnar en un cuerpo de la misma índole (asnos,
buitres, etc.). El ejercicio filosófico permite, precisamente, disociar el alma y el cuerpo, para

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evadir la posibilidad de que uno y otro concuerden de tal forma que la parte inteligible del
hombre tome los hábitos de los que disfruta el aspecto sensible.
V. Discusión de los argumentos precedentes (84c-91c)
Ni Simmias ni Cebes han quedado completamente convencidos acerca de los
planteamientos anteriores, así que Sócrates los exhorta a objetar directamente, pues él mismo
reconoce que aún quedan cuestiones por aclarar (Cfr. 84e). El primer contrargumento
procede de Simmias, quien, comparando el alma con la lira, establece que la proporción de
los contrarios mantienen estable al cuerpo, y estos se relacionan también con el alma,
configurando, así, una tal armonía entre ambas partes, lo que conlleva, finalmente, la
desaparición del alma ante la muerte, la desproporción, del cuerpo. La siguiente objeción la
hace Cebes, quien, a diferencia de Simmias, sí acepta la superioridad del alma frente al
cuerpo, pero no le parece verosímil que, tras numerosos ciclos de muerte y renacimiento, esta
no se deteriore y, en algún momento, tras la muerte del cuerpo, ella también se disipe.
Después de expresadas las inquietudes, los presentes, narra Fedón, se decepcionan ante
las debilidades encontradas en los argumentos. Sin embargo, Sócrates procede de una manera
ejemplar, aceptando con “complacencia, buena voluntad y admiración (…)” (89a) los
argumentos que critican sus razonamientos. Sirviendo así como un modelo a seguir a la hora
de hacer filosofía. Incluso advierte sobre la necesidad de evitar la misología9 (μισολογία),
esto es, el odio o rechazo hacia los argumentos; puesto que, tal como el misántropo
(μισάνθρωπος), que confía en las personas excesivamente y, por tanto, se desilusiona y cree
que todos los hombres son despreciables, cuando, de hecho, ignora el arte de guiarse con los
seres humanos; así el misólogo, desconociendo el arte de los discursos, confía ingenuamente
en los primeros que se le presenten, solo para descubrir, como ocurre en el caso de los
sofistas, que algunos son tanto verdaderos como falsos (δισσοί λόγοι) y, otros,
contradictorios (ἀντιλογικοὶ λόγοι). En ese caso, creyendo que no hay discursos estables que
contengan una verdad precisa sobre la realidad, el misólogo tenderá a rechazar todo tipo de
argumentos, evitando, de hecho, conocer alguna cosa. Sin percatarse que, en realidad, el que
no se encuentra correctamente dispuesto para acceder a la verdad es él mismo.
VI. La trascendencia del alma respecto del cuerpo (91c-95a).

9
Neologismo creado por Platón a partir del verbo μισεῖν (odiar) y el sustantivo λόγος, que, en este caso,
Eggers traduce como “discurso”.

7
Retomando la discusión, Sócrates pasa a rebatir la objeción de Simmias. Así, antes que
nada, se asegura de que convengan en aceptar que el aprendizaje es reminiscencia. A partir
de aquí, Sócrates le hace ver que si acepta el alma como una armonía, entonces ha de dejar
atrás la reminiscencia. Y es que este argumento demuestra efectivamente que el alma existe
con anterioridad al cuerpo, lo cual entra en contradicción con la noción que se tiene de
armonía, a saber, una composición entre la tensión equilibrada de los elementos contrarios
del cuerpo y el alma; ¿cómo podría pues, el alma, ser una armonía, si existe ya antes que el
cuerpo? Simmias, entonces, termina por retractarse, reconociendo que partió de premisas
probables, las cuales no proporcionan un fundamento contundente para realizar una
demostración.
Sin embargo, Sócrates decide desarrollar con mayor minuciosidad su refutación
valiéndose de una reducción al absurdo; tal proceso empieza, formalmente, en el pasaje 93a.
La siguiente es su estructuración. (1) Una cierta armonía se comporta tal cual los elementos
que la componen, así, es imposible que vaya en contra de ellos. (2) Según se la disponga, la
armonía puede ser mejor o peor armonía. (3) Un alma no puede ser mejor o peor alma que
otra. (4) El alma puede ser virtuosa o viciosa. (4.1) Por tanto, si se cumple la “hipótesis”, la
virtud es una armonía contenida en otra armonía, y el vicio, una inarmonía contenida en una
armonía. (5) Sin embargo, si se acepta (3), entonces una armonía no puede ser mejor o peor
que otra. Así, se da que: (5.1) Toda armonía participa igualmente de la armonía en sí (aquí
se inquiere en contradicción con el argumento (2)); (5.2) Ningún alma está mejor o peor
armonizada que otra. Por tanto, se da que (6) El alma no participa totalmente ni de la virtud
ni del vicio (esto es, no está mejor o peor armonizada). Y aún más revelador resulta considerar
lo siguiente: (7) Si el alma es una perfecta armonía, no participa en ningún modo de la
inarmonía, y por tanto, ningún alma es viciosa. De lo cual se desprende que (7.1) toda alma
es buena. Y esta conclusión es ya un sinsentido. Inclusive, Sócrates conviene con Simmias
en que el alma, si es sabia, gobierna sobre el cuerpo y, entonces, es el alma la parte del hombre
que controla las afecciones y los apetitos propios del cuerpo. Cosa que no podría suceder si
el alma es una tal armonía, pues iría en contra de lo aceptado en la proposición (1).
VII. Acerca de la generación y la corrupción (95a-102a).
Resuelta la anterior disyuntiva, Sócrates se dispone a examinar el argumento de Cebes, a
saber, que aunque el alma es de una extensísima durabilidad, las constantes encarnaciones en

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diferente cuerpos la desgastan gradualmente hasta, como cabría esperar, provocar su total
desvanecimiento. Ante esta problemática, el ateniense decide que debe hablar, primero, de
su experiencia entorno a la búsqueda de las causas de las cosas y su relación con el proceso
de corrupción.
Es de esta forma que, habiéndose dedicado Sócrates a la investigación de la naturaleza,
recurre, en primera instancia, a las explicaciones mecanicistas para dar sentido a las causas.
Así, la adición o sustracción de una cosa a otra determina su generación y corrupción, lo cual,
para Sócrates, resulta contradictorio, pues de dos procesos opuestos surge siempre lo mismo.
Ante esta dificultad encuentra una posible solución en los planteamientos de Anaxágoras,
pues este argüía que un cierto intelecto (νοῦς) era el ordenador y causante de todas las cosas
(διακοσμῶν τε καὶ πάντων αἴτιος; 93c). Y si esto era así, tal intelecto dispondría el cosmos
de la mejor manera, y esto ya bastaría para conocer cada una de las causas en el universo,
puesto que solo haría falta preguntar el por qué tal o cual cosa existe así de la mejor forma.
Aquí se alcanza a vislumbrar la necesidad de Platón por un Demiurgo bueno, que crea el
mejor de los mundos posibles. Resulta particularmente destacable en el apartado 99c.10
Con todo, Anaxágoras decepciona a Sócrates, pues si bien parte de un principio ordenador
universal, continúa recurriendo a la explicación mecánica de las cosas, confundiendo la
causa, con lo que permite a la causa ser, esto es, elementos materiales que sustentan el
verdadero motivo por el cual tal cosa se constituye de esa manera. Desiste Sócrates,
finalmente, de intentar hallar las causas por esta vía, emprendiendo, de esta manera, su
“segunda navegación”.
Así pues, acoge las proposiciones (λόγοι) como el medio para hallar la verdad y la causa
de las cosas. Exiliando los sentidos, puesto que su constante cambio trastorna el alma. Solo
aquello que concuerde, entonces, con las proposiciones más estables, puede ser considerado
verdadero. Para clarificarle lo anterior a Cebes, Sócrates le demuestra, concretamente, cuáles
son las causas que ha adoptado, a saber, las cosas en sí mismas (Ideas). A partir de ellas se
define lo particular, ya sea por participación, comunión o presencia (μετέχει, κοινωνία,
παρουσία); el caso es que, por ejemplo, todo lo bello es tal por su participación con la Belleza
en sí, y no por las cualidades que en él sean visibles (color, figura, etc.). De esta manera,
Sócrates discute con base a este presupuesto, y todo argumento que con él se corresponda, es

10
Cfr.

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verdadero; si hubiera de cambiar su principio, seguiría, sin embargo, dialogando de tal forma,
con el fin de evitar en discursos vacíos. Con Sócrates, se puede decir que las herramientas
del filósofo, en suma, son los argumentos, y que a estos se ha de referir cuando de buscar la
verdad se trata.
VIII. Argumento fundamental acerca de la inmortalidad del alma (102a-107b).
Volviendo al argumento de Cebes, y habiendo convenido que las cosas participan de las
Ideas (εἰδὼς), ya sea una parte o completamente, y de ellas reciben su nombre y son lo que
son, se demostrará, a partir de esto, la inmortalidad del alma de manera más contundente.
Así, se aclara que un objeto sensible bien puede participar de dos Ideas contrarias en diferente
sentido, siempre que tales cosas en sí no constituyan un elemento esencial en la conformación
del ente. Por tal motivo, un individuo puede participar tanto de la Grandeza en sí como de la
Pequeñez en sí, pero nunca en el mismo sentido, esto es, por ejemplo, que Simmias puede
ser grande en contraposición con la pequeñez de Sócrates, pero pequeño en contraste con la
grandeza de Fedón. Queda patente, de manera más completa, que las cosas no son por sí
mismas sino por las Ideas en que participan, pues Simmias no es grande por ser Simmias,
sino por participar de la Grandeza.
No obstante, es menester acordar que las cosas en sí no participan de su contrario, es decir,
lo contrario no es contrario a sí mismo. Y aunque lo sensible pueda participar de contrarios,
si determinada Idea resulta el principal elemento constitutivo de un cierto ente, es necesario
que no admita la Idea contraria de la que participa. Así, la nieve participa del Frío, pero, bajo
ninguna circunstancia, participará de lo Caliente, y si lo hace, lo Frío en ella se apartará o se
diluirá. De esta manera, las cosas rechazan a aquellas que lleven en sí la Idea contraria, aun
no siendo ellas mismas opuestas entre sí. Todo esto permite aclarar que la generación de los
contrarios se da, específicamente, entre las cosas, pero no entre las Ideas (103a-c).
Por fin, dispuestos los argumentos, se ha de entrar a reflexionar sobre el alma. Así pues,
siendo esta el elemento que vivifica el cuerpo, ha de participar con necesidad de la Vida en
sí. A su vez, resulta factible afirmar que es la Muerte lo contrario de la Vida, y, siendo
coherentes con los razonamientos previos, se revela inevitable deducir que el alma, al
participar fundamentalmente de la Vida, no admite en sí la Idea de Muerte, y tal facultad se
le denomina inmortalidad. Resulta, así, que si se presentara la muerte, lo corruptivo, ante el
alma, principio de vida e incorruptible, esta, antes que perecer (pues sería contradictorio), se

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aparta, impoluta, de lo mortal, es decir, el cuerpo, y pasa a existir por sí misma en otro lugar
(en este caso, el Hades).
Termina así la refutación, no sin antes Simmias expresar sus inquietudes acerca de la
firmeza de las hipótesis referentes a las Ideas, pues desconfía de las limitadas capacidades
humanas para conocer. Tal es la actitud, siempre en constante búsqueda, propia del filósofo,
y a esto lo exhorta Sócrates.
IX. El mito escatológico (107c-115a).
Si el alma es entonces inmortal, el hombre debe cuidar eternamente de ella. Y es que, dice
Sócrates, basándose en ritos y costumbres (108a), el alma arriba al Hades únicamente con su
educación y modo de ser, y es según dichas características que se hará más o menos tortuoso
el viaje a través del más allá. Para aquella que se ha dedicado a la filosofía, todo será sereno
y conocido; pero para el alma impura y sensible, su paso resultará más tortuoso, y vagará
durante mucho tiempo antes de ser guiada a otro cuerpo, lo que no ocurre con la que se
encuentra pura, pues lo divino y semejante a ella querrá acompañarla.
Para esclarecer cómo son las cosas en el más allá, Sócrates decide contar un mito sobre el
mundo que espera al hombre tras la muerte. No sin antes declarar que tales cosas son
difícilmente demostrables, y hacia el final del discurso, vuelve a recordar que estos relatos
no son más que encantamientos para el alma, pues siendo esta imperecedera, otorgan al
menos, alguna esperanza sobre lo que cabría esperar. Y es que ya desde el inicio del coloquio
ha manifestado que sobre estas cuestiones solo se pueden referir fábulas, que, por cierto,
resultan especialmente adecuadas a la doctrina que profesan sus interlocutores.
Habiendo estructurado la opinión de Sócrates sobre estos relatos, es pertinente describir
globalmente la geografía del más allá y los seres que aguardan en el más allá. Así, una vez
allí, el demonio personal (δαιμόνιον) de cada quien la guía hacia el Lago Aquerusiano para
ser juzgada. Si sus pecados son revocables, son purificadas las almas; si, por el contrario, son
demasiado graves, son llevadas al río Tártaro, y allí sufren hasta que las víctimas los
perdonen. En cuanto a los que son considerados santos y se han purificado suficiente gracias
a la filosofía, estos viven eternamente en la tierra verdadera, en la verdadera superficie (y no
en una de las cavidades, en la que el mundo de los seres humanos se encuentra), donde todo
es bello y divino.
X. Epílogo (115b-118c).

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Terminado el discurso en torno al mito, Sócrates da inicio a los preparativos para tomar
la cicuta. Antes de ello, a petición de Critón, Sócrates exhorta a sus acompañantes a seguir
cuidando de sí mismos, que, finalmente, era lo único y principal que tenían que comprender.
Sin embargo, Critón, insistiendo en la preocupación por el cuerpo, se preocupa sobre cómo
han de enterrar al maestro, a lo que Sócrates, jovial, le recuerda que aquel que estructura los
discursos no es un cadáver, sino su alma, y esta partirá (o así lo espera) en el momento de la
muerte.
Así, hacia el ocaso del día, de la luz, de la razón, Sócrates toma el veneno, e,
inmediatamente, irrumpe el llanto entre los presentes. El sabio y justo ateniense, sin embargo,
reestablece el orden con algunas suaves palabras de reproche ante el patetismo, pues busca
serenidad durante la muerte. Transcurre, en silencio, la paralización progresiva del cuerpo de
tan gran hombre, y, antes de parar su corazón, le encarga a Critón una ofrenda para la
divinidad sanadora: Asclepio.

Bibliografía
Platón. (1971). El "Fedón" de Platón. (C. E. Lan, Trad.) Buenos Aires: Editorial
Universitaria de Buenos Aires.
Platón. (1988). Fedón, Dialogos III. (C. G. Gual, Trad.) Madrid: Gredos.

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