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Así fue como China se convirtió en una potencia económica mundial

Desde una perspectiva histórica amplia, a partir de la Segunda Guerra Mundial se


produjo una modificación profunda de la geopolítica, que consistió en que los dos
centros del poder fueron los Estados Unidos y la Unión de Repúblicas Socialistas
Soviéticas. Durante la contienda fueron definitivamente desplazados los centros
de poder anterior, encabezado por Londres, Berlín y París, y detrás de ellos
Roma. Ya no contaban Madrid ni Estambul.

China, por su parte, que había sido siempre la cabeza de su propio sistema
internacional, había dejado su posición de líder luego de que en 1894 perdiera una
guerra definitiva contra Japón y, a mediados de siglo, tras los desastres de la
Segunda Guerra Mundial, enfrentó una cruenta guerra civil que terminó con la
victoria del Partido Comunista Chino, encabezado por Mao Zedong, y la república
partida en dos Estados.

En 1946, el mundo empezaba a ser regido por las políticas y las acciones militares
emprendidas y dirigidas por Washington y Moscú, que dieron forma a un nuevo
orden internacional dirigido por una dimensión formal, representada por las
Naciones Unidas, y una informal, encarnada en la Guerra Fría. Esta última, que en
los hechos modeló y dio realidad al orden internacional y posibilitó una geopolítica
específica, terminó en 1991. Los Estados europeos pasaron a ser potencia de
segundo orden, conservando unas credenciales históricas, pero pocas palancas
de poder real.

Para 1992, muchos observadores identificaron que Washington se erigía en el


gran poder global. Muchos hablaron de Estados Unidos como una hiperpotencia,
algo que en realidad solo había sido de 1945 a 1949, cuando poseía en solitario la
más avanzada forma de destrucción militar, la bomba nuclear.

Sin embargo, pronto fueron apareciendo los rasgos que definen el mundo
contemporáneo: del mundo occidental la única potencia de alcance global era EE.
UU., y su alcance de poder resultaba un poco ambiguo, con una influencia
variable, a pesar de que a lo largo de las últimas décadas ha acumulado una
riqueza y un poder económico poco comparable con otros competidores.

La República Popular de China se fue convirtiendo de forma acelerada, sin


contemplaciones ni pausas –desde las reformas de gobierno introducidas por
Deng Xiaoping, a partir de 1978–, en una creciente potencia económica. Se
reformó industrialmente, con soportes muy evidentes en la industria y en el
desarrollo científico surgido de la reforma universitaria de 1979, la cual tuvo como
punto central su desideologización y la introducción plena de los principales
desarrollos científicos y tecnológicos mundiales.
A esta potencia económica, China fue aunando una muy seria modernización
militar, una diplomacia en expansión y una ortodoxia fuerte en el manejo de sus
divisas y la recepción controlada de inversión extranjera directa.

Para el 2001, luego de los atentados del 11 de septiembre, EE. UU. Inició una
expansión global sin precedentes bajo la idea de que podría controlar los cambios
y el rumbo político de Asia Central, a través de dos guerras, la de Afganistán, más
enmarcada en la necesidad de una venganza rápida contra Al Qaeda -red
terrorista protegida por el régimen de los talibanes- y la guerra de Irak, con la que
pretendía mostrar una posible vía de democratización de Oriente Medio,
abriéndole un camino de adhesión al mundo occidental, entre otras razones.

Las dos guerras fueron un gran fracaso estratégico y dejaron claro que se produjo
un movimiento del centro geopolítico hacia el mundo asiático.

El epicentro de desarrollo económico del mundo, en las dos últimas décadas, y a


pesar de los buenos desempeños económicos de la Unión Europea y de EE. UU.,
se ha ido hacia el Asia Pacífico, junto con las rutas que conectan con el océano
Índico, concentrando a tres de las grandes economías globales: China, Japón e
India.

Las tres, a su vez, están entre los países que han adquirido una relevancia cada
vez mayor en el desarrollo científico y la aplicación tecnológica en el mundo, y
como si fuera poco, concentran la mayor población del planeta.

Con base en esa dinámica, China lanzó, hace ya más de un lustro, la red de
comercio y de influencia política llamada informalmente ‘la nueva ruta de la seda’,
que a través de ferrocarriles, carreteras y puertos marítimos conecta a más de
sesenta países, en medio de una red que tiene como centro a la propia China.

Esta red de comercio ha permitido, además, darle un sentido global renovado a la


modernización militar de ese país que, si bien no está a la par de los niveles y las
capacidades de EE. UU., marcha aceleradamente a convertirse en un importante
competidor estratégico.

En medio de estas transformaciones se debe anotar que la Federación Rusa,


desde el gobierno de Vladímir Putin, ha venido recuperando su proyección
estratégica global, algo que pareció esfumarse luego de la implosión soviética y
las diferentes crisis que el país enfrentó a lo largo de la década de 1990. La Rusia
contemporánea ha venido luchando para mostrar que es muchos más que un
Estado-nación, enfrentando diversas guerras que pueden ser redefinidas como de
reimperialización.
Zbigniew Brzezinski, el gran estratega demócrata estadounidense, señaló desde
mediados de los años 90 que en el siglo XXI la disputa geopolítica estaría de
nuevo en el “corazón del mundo”, Eurasia. Una afirmación que a la luz de los
panoramas geoestratégicos que mencionamos, la solidez demográfica, el
desarrollo científico y tecnológico, y la creación de la mayor red comercial directa
del mundo contemporáneo, deja claro que el ganador de la Guerra Fría tiene
serias dificultades para mantenerse como líder global en el presente siglo.

Esto se ha convertido en algo mucho más evidente cuando irónicamente China,


una dictadura comunista, es hoy el gran defensor de la globalización, proceso del
que también es el gran ganador.

Un cambio de largo alcance que ha llamado poderosamente la atención de


historiadores como Peter Frankopan o John Darwin, quienes en algunos de sus
trabajos han mostrado que el papel de Eurasia en el período contemporáneo, y en
los siglos venidos, es central, y no depende de caprichos personales,
interpretaciones ideológicas o vaivenes económicos, lo que además, al decir de
muchos, es la recuperación de los tiempos, los espacios y los ritmos “normales” de
la historia, en un proceso que se puede considerar como una especie de
contrarrevolución geopolítica.

A esta situación se suma la última frontera de competencia geopolítica, propiciada


por el cambio climático, marcada por la conquista del Ártico, donde cinco Estados
se han erigido como sus dueños, y a los cuales quiere unirse China como un
gigante geopolítico renacido de sus crisis históricas.

Al parecer, en la próxima década, las grandes potencias geopolíticas serán EE.


UU., China, India y Rusia, cada uno signado con sus poderes, debilidades y
proyecciones históricas.

Este grupo está seguido por otro más heterogéneo, en el que encontramos a la
Unión Europea, con su ambigüedad; Japón, Turquía, Arabia Saudí, Irán y quizá
Sudáfrica en el ámbito africano.

Sin embargo, es China el que desde la última década lidera los grandes cambios
globales y las principales transformaciones geopolíticas del mundo, toda vez que
reúne características claves como una suficiente y atractiva capacidad
demográfica, crecimiento económico sostenido –más allá de sus vaivenes–,
capacidad científico-técnica creciente y liderazgo cada vez más reconocido,
además de una clara estrategia global de comercio e influencia.

Estados Unidos ha respondido a este liderazgo de dos formas distintas: durante el


gobierno de Barack Obama se impulsó el Acuerdo Transpacífico de Cooperación
Económica (TPP) como un mecanismo para impulsar tanto un acuerdo económico
global como una red diplomática de nuevo cuño, que además llevaba una alianza
geopolítica de beneficio bilateral clave para Washington, con un antiguo y acérrimo
enemigo como lo es Vietnam. Pero, durante el gobierno de Donald Trump, la Casa
Blanca optó por confrontar a Pekín no por sus acciones y opciones geopolíticas.

Se dejó de lado el TPP y tomó la vía de las sanciones comerciales, los aranceles y
la guerra comercial. Hasta el momento, para China, estas acciones han sido una
dificultad, aunque no representan el final de su economía. Más bien el impulso que
necesitaba para diversificar sus principales socios comerciales, sus aliados
geopolíticos y, en últimas, mejorar su posición estratégica global.

https://www.portafolio.co/internacional/asi-fue-como-china-se-convirtio-en-una-
potencia-economica-mundial-538082

Febrero 18 de 2020

Carlos Alberto Patiño


Historiador y profesor titular de la U. Nacional

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