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Jaime Xibillé Muntaner

Revista UNIVERSIDAD DEL VALLE


Diciembre de 1996 Nº15

“La palabra alemana museal (propio del museo) tiene connotaciones desagradables.
Describe objetos con los que el observador no tiene una relación vital y que están en proceso
de extinción. Deben su preservación más al respeto histórico que a las necesidades del
presente. Museo y mausoleo son palabras conectadas por algo más que la asociación
fonética. Los museos son sepulcros familiares de las obras de arte.”
Theodor W. Adorno – Valéry Proust Museum 1

El Museo Historicista

El nacimiento del museo está signado por la muerte, el poder y el pillaje y eufemísticamente
puesto bajo la tutela de las musas. En su primer momento es ante todo un lugar de
acumulación indiscriminado de ídolos, valores, imágenes, objetos apreciados muchas veces
más por su valor material, su exotismo, su rareza. Ya en los romanos el poder de su imperio
va unido con la violencia y el pillaje infligidos a las culturas periféricas que se ven despojadas
de su patrimonio estético, de sus objetos inscritos en las prácticas vitales, para convertirse
en piezas de exhibición y en signos de dominio en donde se aprecia sobre todo su valor
idolátrico. En el Renacimiento existen en ciertos palacios las “cámaras de arte y maravillas”
donde se mezcla el orgullo del coleccionista, el valor crematístico de los objetos, la
seducción del lujo y la exquisitez de los materiales. Desde este momento irá aumentando
progresivamente el aprecio por el valor artístico de los objetos estrechamente relacionados
con el nuevo concepto de arte que comienza a configurarse desde esta época y ciertas
categorías estéticas como la singularidad, la originalidad, la habilidad artística que anuncian
el estatuto moderno del arte y del artista. En el Renacimiento Tardío se ponen de moda los
“armarios de arte” que son “cajas acorazadas, artística y alambicadamente decoradas, para
“rariora”, es decir, para todos aquellos objetos extraños y escasos de la naturaleza y de las
artes menores” 2. Tesoros resguardados de la plebe y sólo accesibles para unos cuantos
privilegiados.

Pero el mundo en su sentido moderno es apenas un invento del siglo XVIII, los recintos
privados de las cámaras de arte y maravillas generalmente ubicados en palacios y castillos se
abren al “público” y luego son ubicados en lugares especialmente construidos para este fin
de almacenar y exhibir. Es en este siglo donde se producen mutaciones radicales en el
universo estético occidental que no son ajenas a las transformaciones profundas de lo que
se ha llamado la episteme moderna y que dan lugar a la emergencia de lo que hoy
conocemos como la “institución arte” (gusto, “público”, crítica de arte, historia del arte,
museo, estética como disciplina, salones, revistas, catálogos, etc.).

“(la modernidad) ha comenzado, evidentemente, en el momento donde se emerge la idea


de la autonomía del arte y donde se autonomiza también su práctica alienándose del todo
social. Ella comienza en el momento en que la palabra “arte” se vuelve el nombre de una
cualidad indecible y que no obedece a reglas preestablecidas, que no se confunde con lo
bello o lo sublime sino que frecuentemente se substituye a ellos, y que arranca a la esfera
del mito y de la religión el espacio laico de espiritualidad, objeto de una intelección
particular que institucionaliza al museo. Ese momento provisionalmente periodizado de

1
manera neta es el siglo XVIII. En los escritos de Roger de Piles y del abate Dubos, ve emerger
la noción de gusto y la reivindicación de los aficionados del derecho a juzgar por el
sentimiento. En las primeras informaciones dadas de los Salones, aquella de Florent Le
Comte en 1699, aquella de La Font de Saint-Yenne en 1747, aquellas de Diderot a partir de
1759, este siglo ve constituirse la crítica de arte, género literario nuevo y mediación
polémica entre las obras y el público aficionados. Con Mengs y Winckelmann, ve aparecer a
la historia del arte como una disciplina nueva, interpretativa del pasado cronológico pero
también subrepticiamente normativa para el presente. De Vico y Shaftesbury a Baumgarten
y Kant, ve nacer a la estética, primeramente como apéndice de la filosofía moral y reflexión
sobre el gusto, después como teorización de la perfección sensible y finalmente como crítica
del juicio”. 3

Todas estas figuras de la modernidad estéticamente están tramadas entre sí: el arte deja de
estar regido por leyes extrañas a las de su propia esfera, el artista se libera de los códigos y
de las normas, el público se constituye con el derecho a la opinión y al juicio que proviene de
su propio sentimiento, el crítico –que no es más que un “aficionado profesional”- juega un
papel de intermediario entre el arte, el artista y el público; la historia del arte temporaliza el
fenómeno estético y suministra criterios de clasificación para las obras del pasado; el
catálogo es la superficie de registro del juicio especializado; los Salones se convierten en la
arena democrática en la que los artistas exponen al juicio público y al debate sobre el
concepto de arte; el museo es una figura más de esta modernidad y queda enlazada en lo
que Habermas y Lyotard llaman el Proyecto tanto de ilustración como de emancipación del
hombre: una ciencia objetiva que lo pusiera en la posición de dominar a las fuerzas de la
naturaleza bajo la racionalidad de las leyes y de los conceptos engendrados por el
entendimiento; una moral y ética surgida de la propia capacidad reflexiva del espíritu
humano con una legislación universalista y unos ideales comunitarios de mejoramiento y de
perfección; un arte autónomo con sus propias leyes que no estuviera sujeto a los intereses
materiales y que sirviera incluso como “Bildung” de la nueva sensibilidad estética del sujeto
moderno. En este sentido el Museo de Louvre y el botín napoleónico luego de su expedición
a Egipto impulsan este nuevo ideal democrático y revolucionario de abrir los antiguos
recintos privados de la aristocracia para la circulación libre de la masa urbana, hacer del
museo un lugar pedagógico en el cual el pueblo es instruido por el arte y las culturas, objeto,
ambas, de las nuevas disciplinas científicas.

“El botín napoleónico –dice Hermann Bauer- reunió, por vez primera, todas las artes, desde
la temprana Historia hasta el presente, es decir desde Egipto hasta el Rococó. (….) Con la
Revolución Francesa y Napoleón parece alcanzarse una unión entre el ideal antiguo y el
nuevo concepto del arte: los símbolos del triunfo se ajustan a un nuevo ideal de civilización
unido a él”. 4

El efecto “Museo”

Parece, sin embargo, que ya en la primera mitad del siglo XIX se produce un desfallecimiento
del proyecto de la modernidad que se le puede acreditar a esa especial configuración de la
cultura burguesa escindida entre los valores de sus antiguos aliados –los jacobinos, el
“pueblo- y sus antiguos enemigos –la aristocracia.

2
La balanza muy pronto se inclinará por la imitación y la falsificación de los signos distintivos
gestados a través de la historia y acuñados como modelo por aristocracia. Ya Marx en El
Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte hacía referencia de manera muy irónica sobre esta
actitud de una clase liberada del “Ancien Régime” uno de cuyos primeros pasos durante la
Revolución Francesa fue encontrar una fuente alegórica, en el neoclasicismo, por medio de
la cual expresar los nuevos valores de las sociedad para oponerlos al mundo agonizante de
este antiguo régimen. Una revolución que rompe, decapita, desborda, desenmarca, pero
que al mismo tiempo se queda sin “vestimenta” y lleva a utilizar los “jirones” del pasado y de
las tradiciones muertas para fabricar el “nuevo” ropaje del cuerpo social que anuncia un
mundo nuevo.

El efecto “Museo” es sobre esta cultura evidente: permite establecer un patrimonio


histórico de las formas y de los estilos tanto de las culturas propias como de las extrañas y
las pone a flotar en plena libertad pues ahora son parte “patrimonio del pueblo”. La
democracia se expresa no tanto por un abandono total de la anterior imaginería cuanto por
una aceptación democrática de ella: no existen ya los códigos restrictivos que impidan al
ciudadano libre vestir como el príncipe y gozar de un entorno quizá a imagen (sino a
semejanza) de la aristocracia. Este “efecto Museo” se extiende muy claramente a la
arquitectura, el diseño, las vestimentas, los objetos utilitarios “embellecidos” por la Historia,
etc. Tanto la estética social como la artística quedan allí incluidas. Es esta situación la que
pone en ridículo la obra de Flaubert Bouvard y Pécuchet: los dos protagonistas se dedican a
un descomunal “bricolaje” –análogo al practicado por el museo- tratando de organizar un
mundo coherente a partir de los fragmentos encontrados al azar y estableciendo para este
objetivo taxonomías absolutamente “locas” que más que resolver, agudizan los problemas
que tienen para situar cada cosa en su lugar apropiado. Es en este sentido que la alegoría de
Flaubert va dirigida tanto a la cultura collage de la burguesía como a las prácticas
acumulativas del museo historicista. La arquitectura del contenedor se asimila a la situación
del arte y al concepto que de él se tiene en esta cultura fachadista y monumental. Habría
que esperar la emergencia de una nueva conciencia estética tanto en Baudelaire como en
los modernistas finiseculares para ver aparecer un nuevo concepto de museo que develara
el “verdadero” rostro del hombre moderno.

El museo narcisista

Ante los valores de la sociedad burguesa utilitaria y positivista que quería convertir todo lo
que tocara en oro, los jóvenes artistas manifestaron su rechazo principalmente de dos
maneras: la rebeldía y la huida. La rebeldía se manifestó con el acto de sorpresa y de “shock”
que tanto disgustaba al burgués codificado; la técnica era la llamada del “épater le
bourgeois”, empleada por Baudelaire, Rimbaud, Verlaine, etc., y que se complementaba con
una actitud corporal, gestual, una vestimenta, en el llamado Dandy. La otra forma de
reacción –la huida- significó refugiarse en el arte y convertirlo en un hermoso velo que si por
lo menos no podía cambiar la realidad al menos la podía tapar por medio de ese fino manto
de frágil belleza, es la actitud que toma Rubén Darío asilando a los artistas en su lúgubre
buhardilla y cuyo arte les sirve como refugio y como ilusión; también es la actitud del
personaje central de la obra de Huysmans Contra Natura, quien hastiado del mundo
cotidiano, utilitario y prosaico decide asilarse en el interior estetizado de su casa en
Fonteney: es la torre de marfil del artista finisecular rodeado de objetos preciosos que crean
un mundo artificial y una promesa de felicidad.

3
En Viena –a finales del siglo XIX- los secesionistas se rebelan contra sus padres liberales.
Gustav Klimt sintetiza en sus dibujos y pinturas el “credo secesionista”: el primer afiche para
el grupo abandona el historicismo alegórico y penetra en el inquietante mundo del lenguaje
simbolista. El dibujo simboliza con el mito de Teseo la rebelión de los jóvenes vieneses
quienes en un osado acto de rebeldía matan por intermedio de Teseo al Minotauro símbolo
del padre dentro de la simbología freudiana. En el primer número de la revista Ver Sacrum -
la primavera sagrada- publica en 1898, Klimt pinta un arbusto que en su crecimiento hace
reventar el macetero que lo aprisionaba. Con estos dibujos simboliza el artista la ruptura con
los padres y la necesidad de los jóvenes de hacer estallar los antiguos moldes que les
impedían expresar su verdadera naturaleza moderna. La esencia del hombre moderno ya no
podía estar limitada por los pobres esquemas de la razón y de la voluntad. Al profundizar –
siguiendo la huellas de Schopenhauer, Wagner y Nietzsche- en el mundo de la vida instintiva,
los límites del yo completamente definidos se disolvían. El arte asumía así la tarea de
mostrarle al hombre moderno su verdadero rostro el cual debería buscarse en su vida
instintiva. El tercer rasgo del Credo Secesionista de proporcionarle al hombre moderno –por
medio del arte- un refugio de las pasiones de la vida moderna lo llevó a su plenitud Josef
Olbrich, arquitecto de la Secesión y quien construyó la sede de la agrupación artística.

En el arte y la literatura vienesa se daba cuenta de esa disolución del sujeto constituido por
la voluntad y la razón. En la Nuda Veritas (1898) de Klimt se representa a una joven con un
espejo extendido hacia el espectador y en el que ya no se refleja nada. Ernest Mach propone
una teoría sensualista y constructivista del sujeto que se constituye y se disuelve
permanentemente, el hombre es para Mach un ser que se transforma incesantemente.
Como eco de esta filosofía sensualista Robert Musil escribirá El hombre sin atributos. El
museo de la Secesión de Josef Olbrich debía ser por consiguiente un espacio sin cualidades
que pudiera transformarse continuamente de acuerdo con las características de esta nueva
subjetividad del artista. La nueva iconografía arquitectónica abandonada al petulante y
pesado historicismo para buscar sus fuentes de inspiración en los templos paganos con el fin
de recrear –tal como lo realizó Wagner- los antiguos símbolos de acuerdo al universo
psicológico del hombre moderno. La sede de la Secesión es un verdadero templo
secularizado para el arte, refugio sereno y elegante tanto para el artista como para el
amante del arte. En este espacio ya no se exhibirá más las obras del pasado, ahora es el
lugar narcisista de la autocelebración donde los artistas y las obras se contemplan entre sí.

El museo de la ruptura

“Vengan, pues, los buenos incendiarios de dedos tiznados!.... ¡Aquí están! ¡Aquí están!
¡Arrojad, pues, al fuego los estantes de las bibliotecas! ¡Desviad el curso de los canales para
inundar las cuevas de los museos…! ¡Oh, que floten al garete los lienzos gloriosos! ¡Blandid
picos y martillos! ¡Socavad los cimientos de las ciudades venerables!.”
Manifiesto del Futurismo 5

El dispositivo estético de siglo XIX a pesar de todos los avatares y de todas las
transformaciones respeta de alguna manera lo que hemos llamado la “institución del arte”;
bien en su inserción pompierista, en su rebeldía o en la huida, el concepto de obra se
conserva, el crítico guarda su función por más que se ubique al lado de los contestatarios, el
museo sigue siendo la garantía de que se conserva una esencia inmodificable a través de los

4
tiempos a pesar de los cambios en los temas, los motivos y los procedimientos artísticos.
Con las vanguardias “heróicas” la situación cambia radicalmente pues ya no se trata de una
rebeldía dentro de los mismos marcos institucionales del arte, ni de un proyecto de salvación
de la cultura pisoteada por el positivismo y el utilitarismo de la burguesía liberal, ahora se
inaugura la ruptura con la tradición y la tradición de la ruptura. El arte vanguardista es ante
todo un arte de “desenmarcamiento”: quiebre de las normas y de las prescripciones que
rigieron académicamente el arte oficial del siglo XIX y que tuvieron a los críticos de los
Salones en Francia y a los maestros educadores de las Escuelas de “Beaux Arts” como
insignes defensores de un arte aún con reglas, quizá con recetario.

El Museo de Arte Moderno rompe también con la pretendida función asignada al museo
tradicional de conservar una esencia y crear las condiciones de simulación y verosimilitud
que garanticen la continuidad histórica desde un supuesto origen hasta el presente. El
museo del siglo XIX se fundamenta en disciplinas como la arqueología, la geología y la
historia, crea un patrimonio, una casuística y una jurisprudencia, así se acuña la designación
de aquello que se considera como arte y aquello que no merece tal apelativo. El Museo de la
Ruptura –tal como se configura en el siglo XX- no privilegia en el arte las invariantes en el
curso del desarrollo de la historia, le interesa más en el devenir, los cortes, los quiebres. Su
tiempo no es tanto del pasado como el del futuro, su labor es la de incitar no al consenso
inmediato sino al conflicto, al disentimiento, a la puesta en cuestión del patrimonio y de la
jurisprudencia. En su recinto sólo puede estar aquello que complica la noción y el concepto
del arte, lo que cuestiona y destruye el arte anterior. En las posturas más aguerridas de las
vanguardias incluso este museo de la ruptura debiera desaparecer en última instancia lo que
se propone es un continuum entre el arte y la vida sin intermediarios. Que la vida sea arte,
que el proceso sea la obra, que el anti-arte sea la consigna, que la destrucción sea el
objetivo. Es el caso de Ubu el personaje de Alfred Jarry como muy bien lo señala Pere
Salabert: “en su ilimitado afán de destrucción ese fantoche inventado por Jarry veía la
necesidad de romper, de demoler. Y lo más insignificativo es que intuyera la conveniencia de
proseguir la destrucción más allá de la destrucción misma. ¿Cómo? Pues demoliendo incluso
las ruinas”6.

Paradójicamente el Museo de Arte Moderno será el encargado de construir sobre estas


cenizas un nuevo dispositivo institucional para el anti-arte de las vanguardias del siglo XX,
llegando incluso a volverlas respetables, socavando definitivamente su carácter subversivo y
demoledor.

El Museo sin paredes

Con el arte Pop entramos de lleno a esa época señalada por Walter Benjamín en que el arte
es reproducido técnicamente. Se sincopa así el arte con otras formas de producción masiva
de bienes de consumo y de cultura. Richard Hamilton elabora en 1956 un collage con
imágenes que han sido reproducidas serial mente por medios mecánicos y las junta en un
interior de clase media: “¿Qué es lo que hace hoy nuestro hogar tan diferente, tan
atractivo?”. Todas son imágenes de objetos que pueden conseguirse fácilmente en el
Supermercado. Ellas duplican de alguna manera este mundo objetual y permiten de ahora
en adelante un consumo imaginario del objeto tal como es puesto en escena en la revista de
moda o en el periódico, tal como aparece en la televisión y el cine.

5
De alguna manera es una forma pervertida de recrear el “Museo sin paredes” de André
Malraux gracias al medio fotográfico que toma imágenes de objetos de arte y los
descorporaliza para incluirlos indiscriminadamente unos al lado de los otros en un nuevo
contexto donde lo que queda es la piel de la realidad.

“En nuestro museo sin paredes –dice Malraux-, la pintura, el fresco, las miniaturas y los
vitrales parecen pertenecer a una única y la misma familia, pues todo por igual –miniaturas,
frescos, vitrales, tapices, placas escritas, pinturas, jarrones griegos pintados, “detalles”, e
incluso estatuas, se han convertido en “láminas en color”, proceso en el que han perdido sus
propiedades como objetos; pero, por la misma razón, han ganado algo: el máximo
significado en cuanto al estilo que pueden adquirir” 7.

Los juegos de la representación del arte Pop, el lugar en el cual coloca la importancia de la
imagen socavando la importancia del original, del modelo y de lo real, hacen pensar en la
quiebra de los valores que sostenían dentro de su jerarquía el lugar más alto para el modelo:
habría que decir con Nietzsche que el mundo verdadero se ha convertido en fábula y que el
fundamento –el de los valores supremos- ya no existe.

El “Museo sin paredes” es ya una realidad técnica y tal como lo proponía hace poco una
crítica inglesa muy pronto desde las casas y las habitaciones de los hoteles se podrán hacer
recorridos guiados por los museos más importantes del mundo cómodamente apoltronados
frente a la gran pantalla y consumiendo una buena bebida y un delicioso “snack”.

El Museo como espectáculo

Las ciudades más importantes de los países industrializados se han gastado sumas ingentes
en la construcción de los nuevos museos y han contratado a los arquitectos más prestigiosos
para la monumentalización de estas arquitecturas que comienzan a desplazar el interés de
las masas por el arte. La gente va a los museos postmodernos para gozar de ellos y no de sus
contenidos. Baudrillard escribía sobre el efecto Beaubourg sorprendido de ese súbito interés
de las masas por la “cultura”.

“Monumento a los juegos de simulación de masa, el Centro funciona como un incinerador


absorbiendo toda energía cultural y devorándola –algo parecido al monolito negro de 20001:
convención carente de sentido de todos los contenidos venidos a materializarse, absorberse
y anonadarse en esta oscura y misteriosa masa”8.

Cualquier exposición inquieta a los organizadores desde tempranas horas de la mañana las
colas empiezan a crecer como se amontonan las materias primas en las grandes
procesadoras industriales, los vigilantes no sólo cuidan el orden, ahora deben proteger al
museo mismo de las masas en su acumulación exagerada se aprestan, con su sola presencia,
al hundimiento d las estructuras de esta refinería cultural, frágil ante su propio éxito.

“Masa crítica, masa implosiva. Por encima de 30.000 puede hacer ceder la estructura de
Beaubourg. Si la masa imantada por la estructura deviene una variante destructora de la
masa misma, suponiendo que sus creadores lo hayan querido (pero ¿cómo suponerlo?), si
han sido capaces de programar la liquidación con un solo golpe de la arquitectura y de la

6
cultura, entonces Beaubourg se convierte en el objeto más audaz y en el happening más
logrado del siglo. ¡Vamos a hundir a Beaubourg!. Nueva consigna revolucionaria. Es inútil
incendiarlo y es también inútil contestarlo. ¡Acudid a él! Es la mejor manera de destruirlo. El
éxito de Beaubourg ha dejado de ser un misterio: las gentes van a eso, se aglomeran en este
edificio, cuya fragilidad huele ya a catástrofe, con la única intención de hundirlo” 9.

¿A quién le interesan los “verdaderos” contenidos del museo?. Lo interesante es ser tragado
por los conductos automatizados del museo, mirar el espectáculo de los grupos
multirraciales que realizan sus “performances” en el gran “plateau” ubicado frente a la
fachada principal como cita de la especialidad de las antiguas catedrales. Se ve más gente en
las terrazas tomando fotos del “Hotel Ville” y del “Sacre Coeur” que en las galerías donde se
exhiben las colecciones permanentes.

Este “síndrome” Beabourg parece extenderse como una enfermedad incontenible. El Louvre
10 veces más grande que el Beaubourg recibe al año un millón y medio de visitantes contra
los diez millones de su rival cultural. I.M. Pei es contratado para postmodernizar el Louvre
con su pirámide en homenaje a Napoleón y su viaje a Egipto. Ahora los autocares podrán
entrar por los subterráneos del museo y acercarán a los turistas a la zona más apreciada por
ellos: el shopping center, allí podrán comprar los sucedáneos del arte, vestir la camiseta con
la cara enigmática de la Mona Lisa y llevarse el museo imaginario bajo los brazos, siempre a
trozos, con fines desconocidos.

Monumento y espectáculo es la consigna para perfomatizar la estancia del turista en las


capitales culturales: jugar a la ciencia y la tecnología en el Parque de la Villette, visitar el
cubo de las comunicaciones en La Defense para sentirse más cerca del próximo milenio. Ir
por la noche a la Opera de la Bastilla o a algún espectáculo programado en Bercy en el
inmenso palacio de los deportistas. Extasiarse con las iconografías árabes –simuladas por
computador- en el “Instituto del mundo árabe”. Hacer una larga y demorada cola para
recorrer el Museo D’Orsay y tomarse –ya cansado de la travesía- un café con leche al lado
del reloj del siglo pasado en el último piso.

El Museo de la ruptura pertenece ya a la historia, la época espartana y dura de la cultura es


quizás apenas un recuerdo para algunos neo-modernos que persisten con su espíritu
combativo con los ideales de una transformación cualitativa de los contenidos culturales
mientras la mayoría piensa-como dice Finkielkraut- que un par de botas equivale a
Shakespeare.10

7
NOTAS
1. Citado por Crimp, Douglas. “Sobre las ruinas del museo”, en La posmodernida,
Kairos,Barcelona,1985. P 75.
2. Bauer, Hermann. Historiografía del arte. Taurus, Madrid, 1983. P 33.
3. De Duve, Thierry. Au nom de l’art: pour une archeology de la modernité. Les Editions
de Minuit, Paris, 1989. P 58.
4. Bauer, Hermann, Ob. Cit, p 35.
5. En: Pierre, José. El Futurismo y el Dadaísmo, Madrid, Aguliar, 1968. P 99.
6. Salabert, Pere. “La verdad en el espejo y la comida de aire”, artículo sin publicar, p
16.
7. Citado por Crimo, Douglas. Ob. Cit, p 86.
8. Baudrillard, Jean. Cultura y Simulacro. Kairós, Barcelona, 1984. P 83.
9. Ibid, p 97.
10. Finkielkraut, Alain. La derrota del pensamiento. Anagrama, Barcelona, 1987. P 115.

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