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Sinpermiso-Robespierre Por Una Republica Democratica y Social.-2015-09-20
Sinpermiso-Robespierre Por Una Republica Democratica y Social.-2015-09-20
democrática y social.
Florence Gauthier 23/07/2005
Robespierre es una de las figuras políticas más calumniadas de la historia, en particular en Francia.
Estas calumnias, acumuladas a lo largo de dos siglos, tienen un efecto inmediato: el de impedir que
se pueda hablar de modo claro y directo de lo que Robespierre fue, pensó e hizo. Dejaré de lado las
calumnias, sin embargo, para tratar de ir derecho al objetivo.
El objetivo no era otro que pensar y poner en práctica una democracia económica, social y política a
escala mundial. Inventar, pues, una democracia partiendo de los tres problemas principales que en
aquel momento había planteados:
* La cuestión campesina. ¿Cómo inventar una democracia con los campesinos, quienes, en aquella
época, representaban más del 85 % de la población? Los campesinos luchaban para liberarse de lo
que el régimen feudal suponía, pero también contra el capitalismo agrario, todo ello con el fin de
promover una agricultura que diese respuesta a las necesidades de la sociedad.
* La Guerra del trigo. ¿ Cómo inventar una democracia con los artesanos y los trabajadores
asalariados, que se hallaban enfrentados al capital comercial y a las nuevas formas de un
capitalismo que manejaba las riendas de esta Guerra del trigo –lo que hoy se denomina el arma
alimenticia-?
* El derecho cosmopolita. ¿Cómo inventar relaciones fraternales con los otros pueblos, empezando
por los vecinos europeos, potencias en disputa, pero también con las colonias heredadas del antiguo
régimen en América –¡y qué colonias: esclavistas y segregacionistas!-?
En aquel momento, los europeos ya habían venido y llevado a término la destrucción de las Indias,
tal y como dijo con exactitud Bartolomé de las Casas, saqueándolas, queriendo reducir las
poblaciones llamadas indias a la esclavitud; después, tras haber despoblado este continente,
importando africanos cautivos para someterlos a la esclavitud también en las plantaciones –y con el
objetivo, no lo olvidemos, de servir un café azucarado en las mesas de Europa-. Para satisfacer una
necesidad facticia de este tipo, tres continentes fueron puestos a sangre y fuego: América, África y la
fracción de los europeos involucrados en esta empresa.
En resumidas cuentas, ¿cómo inventar relaciones fraternales con los otros pueblos, relaciones que
pusieran fin a las políticas expansionistas y que respetaran la soberanía de todos los pueblos?
En esta época, la crítica de las diferentes formas de despotismo se hacía a través de unas
estrategias de razonamiento particularmente interesantes y eficaces: las de la filosofía del derecho
natural moderno. Esta corriente de pensamiento apareció en el siglo XVI, en el mismo momento en
el que los crímenes cometidos en América contra los Indios y, después, contra los africanos cautivos
sometidos a esclavitud suscitaron un movimiento de crítica de lo que se ha dado en llamar la
barbarie europea. Esta conciencia humanista se desarrolló primero en España, con la Escuela de
Salamanca, y luego se difundió por el mundo europeo de ambos lados del Atlántico.
La Escuela de Salamanca sufrió las consecuencias del fracaso de los Humanistas, pero algunos de
los elementos de la filosofía del derecho natural fueron retomados y redefinidos en el seno de la
reforma protestante, primero, y en el de la contrarreforma católica después. Por su lado, las
revoluciones holandesa e inglesa, del siglo XVII, aportaron su contribución a esta corriente de
pensamiento que después iba a alimentar las Luces del siglo XVIII.
Esta filosofía del derecho natural moderno dio lugar a una nueva concepción de la humanidad y de
sus derechos. Su rechazo de la esclavización de los Indios le permitió redefinir la libertad humana
por oposición, precisamente, a la esclavitud. Es esencial aclarar qué idea de libertad se está usando
cuando se evocan revoluciones que tienen como objetivo el establecimiento de la libertad como el
primero de los derechos del hombre. Insisto en esta cuestión porque el término “libertad” remite ,hoy,
a concepciones que no sólo resultan diferentes, sino hasta opuestas a la que caracteriza la filosofía
del derecho natural moderno.
La filosofía del derecho natural moderno desarrolló una crítica radical a las políticas coloniales,
afirmando que la humanidad era una, y no dividida en amos y esclavos; que, en consecuencia, los
seres humanos nacían libres y no podían ser esclavizados; que cada ser humano tenía derechos
naturales que los poderes públicos tenían el deber de proteger. Estos derechos naturales eran la
vida, la libertad personal y la libertad de conciencia, pero también, gracias a la experiencia de los
Levellers durante la Primera revolución de Inglaterra, la libertad política. Y aunque los Levellers
hubieran fracasado, sus ideas fueron retomadas y puestas de nuevo en funcionamiento en otras
revoluciones, entre ellas la Revolución francesa: la crítica radical de las políticas coloniales había
conducido también a pensar los derechos de los pueblos, y en particular la soberanía, como el bien
común de los individuos que constituyen dichos pueblos.
Robespierre fue un político que se alimentó de esta filosofía del derecho natural moderno, filosofía
que contribuyó a enriquecer a través de la propia práctica de la revolución de los derechos del
hombre y del ciudadano.
Robespierre fue quien aunó, el 6 de diciembre de 1790, las tres palabras “libertad”, “igualdad” y
“fraternidad” en la divisa que se convirtió en la de la República en Francia, pero también –y esto se
dice menos a menudo- la de la República de Haití, que se independizó en 1804.
La libertad se piensa aquí en los términos del derecho natural, tal y como éste ha sido presentado,
esto es, como derecho a la vida, a la libertad personal y a la libertad en sociedad o ciudadanía. La
igualdad significaba en esa época la reciprocidad del derecho: si soy libre, tengo el deber de respetar
la libertad del otro –por ejemplo, no tengo el derecho de matarlo o de someterlo a esclavitud-. La
fraternidad es lo que vincula a los humanos entre ellos, lo que hace que tengan los mismos derechos
y los mismos deberes, un sentido común y una racionalidad sensible; se trata, en definitiva, de una
noción que emana de las nuevas formas de humanismo que lograron desarrollarse gracias a los
duros combates mantenidos después del siglo XVI y, de modo más reciente, por la Ilustración. La
pertenencia al género humano se vivía y se pensaba, pues, como una identidad común a todos los
seres humanos. Sin embargo, esta fraternidad del siglo XVIII se halla hoy abiertamente combatida,
particularmente por las ideologías comunitaristas, que recurren a ciertas diferencias –color de la piel,
religión, cultura, sexo, etc.- para dividir la humanidad y jerarquizarla.
Otro aspecto de la economía política tiránica criticado por Robespierre fueron las políticas
expansionistas, conquistadoras en Europa y colonialistas fuera del continente. A partir de 1789,
Robespierre se unió a la Sociedad de los ciudadanos de color, que estaba formada por hombres
libres de color venidos de América. El rey había reclutado soldados de sus posesiones en las Antillas
para dar apoyo a la Independencia de los Estados Unidos, y esta Sociedad de los ciudadanos de
color contaba entre sus filas con cierto número de estos militares. Uno de los activistas de estos
ciudadanos de color era Julien Raimond, un rico colono mestizo de Santo Domingo que luchaba
contra la política del prejuicio por razones de color. Julien Raimond había comprendido que este
prejuicio por razones de color era una consecuencia de la esclavización de cautivos africanos
deportados a América, y que, por lo tanto, sólo se podría acabar con dicho prejuicio suprimiendo la
esclavitud, que era su causa.
Los ciudadanos de color, quienes escogieron denominarse así porque reivindicaban su color,
elaboraron un proyecto de revolución en el seno de las colonias, donde también estaba todo por
inventar. Dicha revolución debería pasar por la destrucción de las relaciones de dominación colonial,
de la esclavitud y del prejuicio por razones de color. Debería suprimirse la plantación azucarera y, en
su lugar, inventarse una nueva economía orientada hacia la satisfacción de las necesidades sociales.
Los ciudadanos de color que se encontraban en París hallaron gran ayuda en la filosofía del derecho
natural moderno, que inspiraba la revolución que acababa de empezar en Francia. Buscaron amigos
y aliados entre los revolucionarios franceses, a quienes informaron acerca de la realidad de las
colonias, que era de difícil conocimiento porque los colonos no osaban revelar todo lo que allá
hacían. Los ciudadanos de color comprendieron que debían involucrarse también en la promoción de
una política revolucionaria en Francia que, a su vez, rompiera con la política expansionista de los
estados europeos del momento.
Los primeros aliados que los ciudadanos de color encontraron fueron Cournand y Grégoire, quienes
los introdujeron en la Sociedad de los Amigos de la Constitución, el llamado club de los Jacobinos,
donde se unieron a Milscent, Robespierre y otros. Los ciudadanos de color y el ala izquierda de la
Sociedad de los Jacobinos realizaron un enorme trabajo común de información acerca de la realidad
de las colonias. A raíz de ello, Robespierre desarrolló una crítica del derecho de propiedad ejercido
sobre seres humanos. Los partidarios de la esclavitud habían negado la humanidad de sus esclavos,
a quienes reducían a la categoría de meros bienes muebles, del mismo modo que, a los ojos de los
economistas, cabían también dentro de la concepción que éstos tenían de la propiedad mobiliaria.
La economía política tiránica admitía, pues, la suspensión de la humanidad de los esclavos. Sin
embargo, los amigos de los derechos de la humanidad rechazaron tales operaciones conceptuales.
En su proyecto de declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, Robespierre dejó
expresa la prohibición de la esclavitud, lo que limitaba el ejercicio del derecho exclusivo e ilimitado
de la propiedad que los colonos reivindicaban.
En mayo de 1791, con ocasión de un amplio y largo debate sobre las colonias que se extendió entre
los días 11 y 15, Robespierre criticó abiertamente la política colonial como violación de los derechos
de las gentes y de los pueblos. El lema “perezcan las colonias antes que un principio”, que hizo
célebre en esa época, debe ser situado en este contexto de rechazo del colonialismo.
Y fue la Convención de la Montaña la que, el 16 del mes Pluvioso –el 4 de febrero de 1794-, abolió la
esclavitud de las colonias y decidió dar apoyo a la Revolución de Santo Domingo, que había abierto,
tras la insurrección de los esclavos que se inició la noche del 22 al 23 de agosto de 1791, un proceso
particularmente difícil de abolición de la esclavitud y de ruptura con el colonialismo.
Pero volvamos un poco hacia atrás. El 29 de agosto de 1793, el gobierno municipal de Cabo
Haitiano había decidido la abolición de la esclavitud y los nuevos hombres libres habían procedido a
la elección de una delegación de Santo Domingo, encargada de solicitar su apoyo al pueblo francés.
La elección de dicha delegación pone de manifiesto el proyecto de esta revolución: fueron elegidos
seis diputados según el principio de igualdad de la epidermis: dos negros, dos blancos y dos
mestizos. El fuerte simbolismo de esta elección daba fe de la entrada de los africanos, despreciados
hasta el momento y reducidos a la condición de esclavos, en el género humano nacido libre y
poseedor de derechos. La bandera viva de la igualdad de la epidermis, pues, ensanchaba el género
humano y reafirmaba, en la vida concreta en las Américas, la humanidad-una en su diversidad.
Para los revolucionarios, la revolución de los derechos del hombre y del ciudadano era un proceso
que concernía a la humanidad en su conjunto, por donde fuera que ésta se hallara oprimida, por
donde fuera que ésta pudiese –y debiese- ejercer su derecho de resistencia a la opresión. Grégoire,
Thomas Paine, Julien Raimond, los esclavos de Santo Domingo, Kant, los campesinos franceses y
muchos más todavía, tenían una concepción cosmopolita de los derechos de la humanidad: se
trataba de un asunto que interesaba al mundo entero, puesto que los crímenes contra la humanidad
cometidos representaban una amenaza general para la propia humanidad.
Robespierre, demócrata.
Veamos ahora la concepción robespierriana de la democracia. Robespierre había sido elegido por
los zapateros de la ciudad de Arras, uno de los gremios más pobres, para los Estados Generales de
1789. En una época en la que el pueblo era despreciado hasta el cinismo –pero, ¿ha cambiado esto
realmente?-, Robespierre fue el defensor infatigable de sus derechos y de su dignidad. Su amistad
con el pueblo, ese pueblo menudo de las ciudades y del campo, le valió la hostilidad de todos los
que lo despreciaban, en particular de los que trataban de reducir la nación a una aristocracia de la
riqueza, los que aspiraban a una democracia sin el pueblo.
Robespierre quería que los mandatos de los elegidos fueran revocables por el pueblo, según el
principio que estableció: “el pueblo es bueno, sólo el magistrado es corruptible” –y no a la inversa-.
Los ciudadanos reunidos en asamblea elegían a los diputados y otros funcionarios públicos
–comisarios de policía, jueces de paz, oficiales de la guardia nacional, etc.- y conservaban una
capacidad de control sobre éstos. Si un elegido perdía la confianza del pueblo, podía ser objeto de
un voto de desconfianza y perder su mandato. Este control de los elegidos estuvo en vigor durante el
período 1792-1794. De hecho, hasta una revolución tuvo lugar según este principio: la Revolución
que estalló entre el 31 de marzo y el 2 de junio de 1793, que vio al pueblo sitiar el lugar de reunión
de la Convención con tal de revocar el mandato a los veintidós diputados de la Gironda, que habían
perdido la confianza del pueblo. Estos veintidós mandatarios infieles -así los denominó el pueblo
entonces- terminaron perdiendo su mandato y tuvieron que volver a sus casas.
Es preciso percatarse de lo que una historiografía incapaz de concebir que los ciudadanos puedan
ejercer un voto de desconfianza de este tipo ha podido producir en forma de hipótesis fantasiosas,
absurdas o calumniosas en relación con estos episodios. El hecho de que la Revolución del 31 de
mayo al 2 de junio de 1793 no comportara ni un solo muerto ni un solo herido es algo que
generalmente los historiadores ocultan bajo el manto del silencio.
Robespierre quería también que los ciudadanos participaren en la elaboración de la ley, según la
siguiente definición de ciudadanía: se es libre en sociedad cuando se obedece a leyes en cuya
elaboración se ha participado y a las que se ha dado el consentimiento. Los ciudadanos, pues,
participaban en la elaboración de la ley eligiendo sus diputados, pero también redactando peticiones
y presentándolas al cuerpo legislativo, el cual consagraba entonces sus mañanas a tomar conciencia
de tales proposiciones. De este modo, el ejercicio del poder legislativo se hallaba verdaderamente
repartido entre el pueblo soberano y sus representantes.
Asimismo, Robespierre insistió en la necesidad de instituir una administración pública
descentralizada. La aplicación de las leyes se hacía al nivel más próximo a la gente: el del municipio.
Las competencias de estos poderes locales eran muy amplias: incluían la policía, la justicia de paz,
la administración de los impuestos locales, la gestión de los bienes comunales y de los derechos de
uso de los habitantes, la administración de los productos de primera necesidad, el abastecimiento de
los mercados y la gestión de los graneros públicos. El control se llevaba a cabo a través de
rendiciones de cuentas frecuentes ante las asambleas generales de los ciudadanos del municipio.
Estas cuentas eran enviadas enseguida, cada diez días, por correo regular, a las instancias
superiores, que eran asimismo elegidas por los ciudadanos: las del distrito y el departamento,
primero, y, después, las de los ministerios. No había, pues, centralización administrativa ni agentes
del poder central. De hecho, no la hubo desde 1789 hasta la restauración de la monarquía en
Francia por parte de Napoleón Bonaparte, con el Imperio.
Por otro lado, Robespierre no pensaba que todo tuviese que ser sometido a las leyes, que todo lo
que interesa al ser humano dependiese del ejercicio de los poderes públicos. Al contrario, los
individuos y las familias debían, en la medida de lo posible, esto es, sin lesionar a las personas,
encontrar soluciones a sus problemas. Del mismo modo, tal y como se ha visto, los municipios se
veían investidos de una parte del poder en la medida en que se encargaban de regular las
cuestiones que afectaban al ámbito local. Escuchémoslo:
“Huid de la manía antigua de los gobiernos de gobernar demasiado; dejad a los individuos, dejad a
las familias el derecho de hacer lo que no daña a los demás; dejad a los municipios el poder de
regular por sí mismos sus propios asuntos, en todo lo que no incumba esencialmente a la
administración general de la República. En una palabra, devolved a la libertad individual todo lo que
no pertenece por naturaleza a la autoridad pública, y así dejaréis con muchos menos recursos a la
ambición y a lo arbitrario.” (“Sobre la Constitución”, 10 de mayo de 1793, en la Convención).
Esta concepción de la política, así como la práctica que de ella se deriva, tuvieron vigencia, en
Francia, durante todo este período de democracia y de derechos del hombre y del ciudadano, pero
luego fueron olvidadas o deformadas de formas ridículas u odiosas: todo lo que se ha venido
recordando es, todavía hoy, demasiado frecuentemente presentado bajo la forma de un jacobinismo
transformado en centralismo estatal. Durante la primera mitad del siglo XX, la vulgata marxista
estaliniana añadió a esta visión deformada del período analizado sus ingredientes preferidos: partido
único y dictadura. Después, durante la década de 1970, la vulgata liberal empeoró todavía más las
cosas al presentar la Revolución francesa como la matriz de los totalitarismos -¡en plural!- del siglo
XX. Debemos esta proeza a la pluma del François Furet de Penser la Révolution française... Pero
hagamos justicia a este autor que alcanzó a pensar, algo más tarde, que había ido demasiado lejos y
mudó de parecer: autocrítica intrépida que es preciso celebrar.
Concluiré abordando la forma como se hacía política en la época de la Revolución. La ciudadanía se
concebía y se practicaba en el marco de una soberanía popular real que la mayoría de las
sociedades han perdido en la actualidad, en gran medida por el efecto de las formas de dependencia
que caracterizan a las sociedades contemporáneas. Este es un punto fundamental: si la soberanía
popular no existe o ya no existe, ¿cómo podemos seguir hablando de ciudadanía? En el siglo XVIII,
la ciudadanía acompañaba la soberanía popular, lo que aquí ha sido recordado a través del caso de
Robespierre y de su intento de poner en funcionamiento una cosmopolítica fundada en la alianza
entre los pueblos para fundar jurídicamente la paz y renunciar activamente a las políticas
expansionistas.
Principalmente, la ciudadanía se practicaba, no dentro de los partidos políticos, sino en el seno de
las asambleas generales de ciudadanos en el nivel municipal. En el ámbito nacional de la legislación,
los ciudadanos contaban con el derecho a la elección de sus representantes, sobre los cuales
ejercían –lo hemos visto ya- un control real a través del voto de confianza.
El objetivo de esta actividad ciudadana era, a través de la instrucción política que estas asambleas
generales permitían, crear un espacio público democrático que fuera ensanchándose a medida que
la participación del pueblo se ampliara también.
Este espacio público democrático daba vida a una práctica real de ese reparto del ejercicio de los
poderes legislativo y ejecutivo entre los ciudadanos y sus elegidos e impedía, asimismo, que un
partido, una clase o una autoridad se incautara del ejercicio de estos poderes públicos. En otras
palabras, esta práctica política impedía la apropiación del espacio público, el cual debía,
precisamente, conservar su carácter público.
Y es a este espacio público democrático en el que el ejercicio de los poderes legislativo y ejecutivo
se hallaba repartido entre los ciudadanos y sus elegidos al que Robespierre había dado forma
teórica y contribuido a poner en práctica: una re-pública o una democracia de los derechos del
hombre y del ciudadano.
Referencias bibliográficas.
Sobre Robespierre:
Albert MATHIEZ, Études sur Robespierre, Paris, 1973.
Florence GAUTHIER éd., Périssent les colonies plutôt qu’un principe ! Contributions à l’histoire de
l’abolition de l’esclavage, 1789-1804, Paris, Société des Études Robespierristes, 2002.
ROBESPIERRE, Pour le bonheur et pour la liberté. Discours, La Fabrique, Textes choisis, Paris,
2000.
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