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ISSN 1668 4737

Archivos
Departamento
de Antropología Cultural

VIII - 2010

CIAFIC
ediciones

Centro de Investigaciones en Antropología Filosófica y Cultural


de la Asociación Argentina de Cultura
Archivos, Vol. VIII - 2010
ISSN 1668 4737

Directora:
Dra Ruth Corcuera

Miembros del Consejo Editorial:


Dr. Eduardo Crivelli - Universidad de Buenos Aires, Argentina
Dr. John Palmer - Brookes University, Oxford, Inglaterra
Dr. Tadashi Yanai - Universidad de Tenri, Nara, Japón
Dra. María Cristina Dasso - Universidad de Buenos Aires, Argentina

Archivos es la publicación periódica del Departamento de Antropología


Cultural del Centro de Investigaciones en Antropología Filosófica y Cul-
tural (CIAFIC), que por este medio busca servir a la tarea del conoci-
miento y la reflexión sobre las culturas. Con esta finalidad, tiene como
cometido difundir las investigaciones del Departamento, publicar cola-
boraciones que versen sobre antropología cultural y rescatar trabajos cuyo
valor se considera meritorio para la disciplina.

8 2011 CIAFIC Ediciones


Centro de Investigaciones en Antropología Filosófica y Cultural
Asociación Argentina de Cultura
CONICET
Federico Lacroze 2100 - (1426) Buenos Aires
www.ciafic.edu.ar
e-mail: ciafic@fibertel.com.ar
Dirección: Lila Blanca Archideo

Impreso en Argentina
Printed in Argentina
La presencia misionera
en algunos grupos chaqueños
LA PRODUCCIÓN TEXTIL DE LAS MISIONES Y
REDUCCIONES JESUITAS
Norma Ledesma*

Nos ocuparemos de la obra realizada por los jesuitas entre los


aborígenes del Chaco para valorar el heroísmo de estos Padres que
llevaron la voz del Evangelio entre ellos. Además, el testimonio de
los Padres nos permite observar como los jesuitas extendieron el
uso del algodón americano en sus tejidos

La significación del Gran Chaco


El Chaco argentino comprendía Chaco, Formosa, el oriente
del Salta, el noroeste de Santiago del Estero, norte de Santa Fe y
oriente de Córdoba. Esta gran llanura, que se halla surcada por los
grandes ríos Paraná, Paraguay, Bermejo y Pilcomayo, llegó a ser
para los conquistadores hispánicos lo que el Atlántico, “mare tene-
brosum”, para los antiguos marinos. Existía la fama que quien se
aventuraba a desplegar las velas de su embarcación sobre las olas
atlánticas o se atrevía a penetrar en la selva chaqueña desaparecía
entre los vivos, tragado por las aguas o devorado por las fieras. Ante
la llegada del español, los indios se refugiaron en la impenetrable
selva chaqueña. Ese fue el hábitat de indígenas, tales como los abi-
pones, mocobíes y tobas.
El Chaco es una tierra de contradicciones. Bañado por gran-
des ríos -algunos de ellos como el Pilcomayo, de difícil navegación,
cuyas aguas no eran recomendables para beber-, padecía épocas
* Artículo realizado a partir de la tesis de Doctorado en Historia "La manufactura
textil en el actual territorio argentino. 1750-1880", Universidad del Salvador, Fa-
cultad de Historia, Geografía y Turismo (dic. 2008). Agradezco a mi Directora
de Tesis, Dra. Cristina Minutolo de Orsi, y a la Dra. Ruth Corcuera, por haberme
guiado y apoyado en el trabajo de investigación y elaboración de la misma.

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prolongadas de sequía. Alternaba asimismo zonas selváticas con in-
mensas distancias donde no crecía ni siquiera un arbusto. A eso se
le debe sumar los fuertes calores y la presencia de animales salvajes,
tales como “leones” –puma-, “tigres” –jaguar-, víboras y los moles-
tos mosquitos.
Los indios y los españoles tenían percepciones encontradas
con relación a esta región. Según el Padre Dobrizhoffer:
“Los Españoles lo consideran el teatro de la miseria; los bárbaros,
en cambio, su Palestina, su Eliseo. En cuanto a los Españoles bajo
Pizarro hubieron sometido a los Peruanos y, por el derecho de la
guerra, se habían apropiado de Chile, Quito y Tucumán, los indios
desde todas partes se asilaron aquí como refugio de la libertad y
el valladar contra la servidumbre. Los paracuarios corrieron cau-
telosos a los escondrijos que el Chaco les ofrecía, para substraerse
a los ojos y manos de los huéspedes europeos, a los cuales no qui-
sieron tener como amigos ni enemigos. Los cerros más altos les
sirvieron de atalayas, los bosques intransitables en vez de una mu-
ralla, los ríos y pantanos a guisa de fosas, los campos repletos de
fieras y árboles frutales como almacenes, en fin, la provincia en-
tera que por su posición natural y condición está segura contra
todos los asaltos extraños, a guisa de una fortaleza.”[1]
Los españoles con su visión utilitaria, al no encontrar metales
preciosos, perdieron su interés por la región, lo cual la transformó
en la “tierra de la libertad” para las tribus indígenas. Allí se produjo
un verdadero choque de culturas: la visión materialista del europeo
frente a la valorización del indígena de la libertad y del estrecho
contacto que tenía con la naturaleza. Es en este contexto que la obra
evangelizadora de los jesuitas adquiere rango de epopeya.

1. LAS REDUCCIONES DE INDIOS ABIPONES


Ubicación de las reducciones jesuíticas entre los abipones
En un ámbito geográfico delimitado por los ríos Pilcomayo,
Bermejo, Paraguay, Paraná y Salado se encontraban numerosos gru-
pos indígenas. Según el Padre Furlong:

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“[...] al noroeste de esa vastísima región predominaban los Chiri-
guanos, y al sur de ellos los Mataguayos. Entre el río Salado y el
Bermejo se hallaban los Vilelas y más al sur los Lules y los Tobas.
Sobre ambas riberas del Bermejo tenían su asiento los Mocobíes
y desde el río Yabebirí hasta el Pilcomayo estaban los Lenguas, y
entre el Yabebirí y el río Paraguay moraban los Guanás.”[2]
La vecindad forjaba relaciones de amistad o bien hostiles
entre los diferentes grupos indígenas. Las mismas variaban a través
del tiempo.
Según la descripción de Dobrizhoffer -luego tomada por di-
ferentes autores- entre los abipones se distinguían tres parcialidades,
a saber:
“Todo el pueblo de los abipones está dividido en tres clases: Riica
é, que viven a lo largo y lo ancho del campo abierto; Nakaigeter-
gehé, que mana de los escondrijos de las selvas, y por último los
Jaaukanigás. En determinado momento cada una constituyó un
pueblo, con su lengua propia. En el siglo pasado fueron oprimidos
por las insidias de los españoles (...) y aniquilados en una gran
matanza. Unos pocos que sobrevivieron al desastre, hijos y viudas
se unieron a sus vecinos abipones por aquel motivo, de modo que
ambas naciones se coligaron con mutuas uniones, desapareciendo
por completo la antigua lengua de los jaaukanigás. En adelante
las tres tribus abiponas tendrían el mismo tipo de vida y de costum-
bres y la misma lengua.”[3]
Según algunos autores, estos grupos o parcialidades corres-
ponderían a tres ambientes geográficos. Los riikahés, provenían del
noroeste de Santa Fe; los nakaigetergehés, venían de las selvas que
rodeaban a Santiago del Estero y los yaaukanigás, ocupaban la zona
norte de la región abipona, al oeste de Corrientes[4].
Las reducciones jesuíticas entre los indios abipones compren-
dían: San Jerónimo, San Fernando o San Francisco Regis y Concep-
ción. Cada una respondía a una de estas parcialidades: así, San
Jerónimo fue fundada para los abipones riikahés[5]; San Fernando
o San Francisco Regis estaba poblada por los abipones yaakani-
gás[6] y la reducción de Concepción por indios nakaigetergehés.

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Antes de ocuparnos de estas reducciones, debemos destacar
la gran movilidad de los guaycurúes y sus reiterados ataques a
Asunción, las Misiones Guaraníticas, o bien a Corrientes, aleján-
dose con sus familias a los escondites del oeste. Cuando invadían
los campos de Santiago del Estero o Córdoba, se ocultaban en las
lagunas, islas o cañadas del río Paraná. De esta manera, eludían el
castigo de los españoles[7]. De ello se desprende la importancia de
las reducciones jesuíticas en esta área como un medio eficaz de pro-
teger la frontera.
La Concepción era una reducción de indios abipones situada
en la actual provincia de Santiago del Estero, al sur del río Saladillo,
en el punto donde éste desemboca en el Río Salado. Al norte, se en-
contraba la localidad de Salavina y al sur la de Sumampa.
San Jerónimo estaba ubicada en la actual ciudad de Recon-
quista (Chaco), sobre la orilla septentrional del Arroyo del Rey, tras-
ladándose poco después al sur del mismo. El Padre Cardiel fue su
fundador, y le sucedió en el gobierno de ese pueblo el Padre José
Brigniel, natural de Kagenfurt, en Harsten, de padre francés y
madre griega. Dos años estuvo Dobrizhoffer con él, en los cuales
profundizó el estudio de la lengua abipona. El Padre Brigniel realizó
un completísimo vocabulario, gramática, catecismo y sermones en
esta lengua. Es invalorable el aporte jesuítico en el conocimiento de
las lenguas de los indios del Chaco, al igual que de los guaraníes,
y de otras áreas donde éstos llevaron su prédica.
El Padre Klein, de la Reducción de San Fernando, opinaba
que los abipones eran “la quintaesencia de la malevolencia” y el
padre Brigniel los solía llamar “tropa escogida de energúmenos”[8].
Es interesante destacar las condiciones que debían reunir los
misioneros destinados a América, según las Constituciones de la
Compañía de Jesús, que exigían a quienes misionaran entre infieles,
cualidades y dotes casi iguales a las que se exigían para el que había
de ser elegido General de la Orden. Se les realizaba un examen psi-
cofísico para comprobar que estaban aptos para hacerse cargo de
esa responsabilidad. Los misioneros alemanes contaban con gran

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estima por ser opinión general, según lo manifestara en 1711 el
Consejo de Indias al Rey, que “universalmente los alemanes son de
complexión robusta, grandes trabajadores, celosos y muy dóciles
para aprender lenguas extranjeras”[9].
Otra de las Reducciones de indios abipones era la de San Fer-
nando, ubicada donde en la actualidad se halla la ciudad de Resis-
tencia, capital de la provincia del Chaco. Estaba a cargo del Padre
Klein, quien también era de origen alemán, junto a los Padres Gre-
gorio Mesquida, Juan Quesada y Domingo Perfeti. Acerca de la
labor del Padre Klein, nos informaba Dobrizhoffer:
“Lo que trabajó y sufrió durante unos veinte años, es cosa más
fácil de ser imaginada que de ser escrita. Pudo vencer todos los pe-
ligros y miserias, despreciando los primeros con gran valentía y
sufriendo las postreras con indecible paciencia. Gracias a los sub-
sidios, que anualmente recibía de los indios de las Reducciones
Guaraníticas, pudo establecer una magnífica estancia sobre la
costa opuesta del Paraná. Con los productos de la misma se ali-
mentaba y vestía toda la población.”[10]
Dobrizhoffer nos narra la situación de esta reducción:
“... pude advertir, desde el primer momento, que el pueblo estaba
rodeado de esteros y lagunas, y rodeado de bosques demasiado
cercanos; el aire era ardiente de día y de noche; la casa del misio-
nero era tal que no tenía ventana alguna, aunque sí dos puertas y
con un techo de palmas, tan mal hecho, que llovía adentro igual-
mente que afuera. El agua potable se sacaba de una zanja vecina
donde bebían y a donde iban a parar no pocas basuras del pueblo.
Siendo todo esto así, pensé yo, no es de extrañar que la salud de
mis predecesores se haya arruinado tan infelizmente.”[11]
El Padre Dobrizhoffer estuvo en esta Reducción por el tér-
mino de tres años, lapso en que desmejoró mucho físicamente, por
lo cual pensó que sólo viviría dos o tres meses más. En esas cir-
cunstancias, el Provincial lo envió a la Reducción Guaranítica Santa
María la Mayor, en la costa del Río Uruguay, en la actual provincia
de Misiones, y recuperó sus fuerzas en el término de cuatro meses,
por lo cual fue destinado a la reducción de indios itatines, llamada

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San Joaquín de Trauma, al norte de Asunción, donde actuó durante
seis años.
Es interesante observar como funcionaban las reducciones je-
suíticas, en un sistema de verdadera red, en la cual las reducciones
guaraníticas, que contaban con mejor situación material auxiliaban
económicamente a las del Chaco, e incluso funcionaban como un
lugar de descanso y recuperación para los misioneros, después de
que éstos pasaran situaciones extremas.

Forma de vida
Los abipones eran nómades, que vivían de la caza y la pesca,
y continuamente emigraban de un lugar a otro, en busca de los ele-
mentos necesarios para la supervivencia.
Dobrizhoffer nos ofrece un cuadro de la fauna de la zona cha-
queña:
“En los campos se criaba gran número de aves, ovejas, gamos, ti-
gres, leones, conejos, y otros tipos de animales propios de América.
Los ciervos vagaban con frecuencia por las márgenes de los gran-
des ríos; en tanto, que en los lugares palustres, raramente faltaban
las innumerables manadas de jabalíes. En los bosques se alimen-
taban grandes grupos de osos hormigueros, alces, monos y loros.
En arroyos y lagos, riquísimos en peces, habitaban numerosos
ejemplares de ánades y patos. No hablaré de las tortugas existentes,
pues ni los abipones ni los españoles americanos las comían.”[12]
La naturaleza era sumamente pródiga y también les ofrecía
una flora variada que era comestible:
“Si acaso les faltaban todas estas cosas, nunca quedaban con el
deseo de probar las frutas comestibles de los árboles o la abun-
dante miel. Sólo las palmeras, en sus distintos tipos, ofrecían so-
lución a los que buscaban comida, bebida, medicina, habitación,
vestido o armas. Tanto bajo la tierra como bajo agua encontraban
raíces aptas para alimentarse. La algarroba de dos especies, que
el vulgo llama pan de San Juan, les ofrecía comida y bebida salu-
dable la mayor parte del año.”[13]

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Precisamente, la naturaleza le ofrecía todo lo necesario para
poder vivir, y si escaseaban los alimentos en un lugar determinado,
se trasladaban a otro en procura de éstos:
“¡Oh! ¡Cuánta liberalidad para aquellos que no la cultivan, Dios
mío! ¡Oh! ¡Ruda imagen de la edad de oro! Sin ningún trabajo los
abipones se proveían de todo lo que atañe al uso cotidiano de la
vida. Si debido al clima los arroyos se secaban, o los campos que-
daban desiertos, buscaban bajo las hojas del caraguatá el agua
que les quitaría la sed, frutos llenos de jugo, semejantes a melones,
nacían bajo tierra. En los ríos secos, cavaban con la punta de la
lanza un hoyo hasta ver brotar de él suficiente para ellos y su ca-
ballo.”[14]
Los jesuitas se asombraban frente a este paraíso terrenal en
que vivían los indígenas. Para los españoles la realidad era distinta,
desconocedores de los recursos que proveía la flora y la fauna, y
de los métodos utilizados para aprovecharlos, sufrían sed en las so-
ledades americanas.
Existía una división del trabajo por sexo y edad. Mientras los
hombres se encargaban de la fabricación de armas y herramientas
para cazar, pescar, recolectar miel y hacer la guerra; las mujeres re-
colectaban productos vegetales, cazaban animales pequeños, cui-
daban el hogar y los niños, transportaban los toldos y los trastos en
sus mudanzas, confeccionaban la vestimenta y las ollas, transpor-
taban el agua y la leña para uso cotidiano y preparaban el alimento
y las bebidas de algarroba. Los más jóvenes aprendían mediante
juegos y ceremonias las tareas propias de cada sexo: las mujeres
ayudaban a sus madres en las tareas domésticas y los varones se
ejercitaban en el arte de la guerra y la caza[15].
La algarroba constituía su principal fuente alimenticia de ori-
gen vegetal, además de proveerles la chicha, bebida alcohólica que
bebían los hombres en ocasiones especiales, tales como rituales de
guerra, nacimiento o muerte de un cacique. La miel era otro de los
productos muy apreciados. La recolección de miel era una actividad
paralela a la caza, que se realizaba durante las excursiones que em-

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prendían los hombres para obtener alimentos. En algunas de éstas
participaba todo el grupo familiar, que colaboraba en la recolección
de miel en la selva.
Cardiel nos informa lo siguiente:
“... juntamente con la miel recogen muchísima cera que venden a
los españoles por cuñas, cuchillos, abalorios, caballos, ropas y
otras cosas semejantes. Pero los infieles que están más retirados
(de las poblaciones españolas) la arrojan como cosa inútil.”[16]
Dobrizhoffer destaca la importancia de la cera, los caballos,
las pieles y los tintes, en sus transacciones con los españoles, al
tiempo que critica la actitud de estos últimos que engañaban a los
indígenas en un trueque desigual:
“No ignoro que muchos españoles lograron allí grandes ganan-
cias. Ellos sabían que con adornos, trastos y desechos, a modo de
paga podían lograr de los abipones caballos muy buenos, pieles de
ciervo o de tigre, cera o tinturas.”[17]
A medida que se establecieron relaciones pacíficas entre los
abipones y la sociedad hispano-criolla, las relaciones comerciales
pasaron de ser circunstanciales -propias de encuentros ocasionales
en viajes y traslados- a ser frecuentes y estables:
“La ciudad de Santa Fe fue la primera en concertar la paz con los
abipones y mocobíes. Algunos grupos de ellos, iniciada la paz, se
establecieron con sus familias en campos cercanos a la ciudad, y
vivían comprando lo que deseaban y vendiendo en la plaza pública
lo que habían robado a otros pueblos enemigos de los
españoles.”[18]
En este contexto de pueblos que se desplazaban de un lugar
a otro en busca de los alimentos que necesitaban para subsistir, el
caballo aportado por los españoles, se convirtió en el compañero
inseparable. La preparación del caballo era un asunto de suma con-
sideración. El freno que usaban estaba hecho con cuero de buey,
con cuatro maderas atravesadas en forma de enrejado, y atado con
dos correas de cuero a modo de riendas. La mayoría, con verdadero
orgullo, utilizó frenos de hierro.

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Dobrizhoffer nos brinda una descripción del aparejo de los
caballos:
“Fabricaban monturas semejantes a albardas, en cuero crudo de
vaca, rellenas de juncos. Antiguamente no usaron estribos. Los va-
rones se sentaban en el lado derecho del caballo; tomaban las rien-
das con la mano derecha, en tanto, que con la izquierda sostenían
una especie de lanza muy larga, sobre la cual apoyaban con fuerza
ambos pies, y de allí saltaban al caballo. En los combates emple-
aban la misma táctica, admirando a los contrarios por la rapidez
con que descendían del caballo.”
“No usaron espuelas. El látigo estaba formado por cuatro pieles de
buey dobladas en forma de tablitas. Lo utilizaban no por la sensa-
ción de dolor, sino por el ruido que producían, para estimular a los
caballos novicios o reacios a las carreras.”[19]
Las mujeres también eran excelentes jinetes, lo cual le ocasio-
naba dificultades en los partos, debido a los prolongados viajes:
“Las mujeres usaban las mismas monturas que los hombres; pero
ellas, amantes de la elegancia, preferían hacer la suya de piel
blanca de vaca. Se sentaban a horcajadas como sus maridos y en
esta posición recorrían caminos durante días, sin perjuicio de su
sexo. Sin embargo, atribuían a esta manera de cabalgar la increí-
ble dificultad de sus partos, en los cuales debían soportar grandes
dolores. Por la forma de sentarse sobre la dura montura, el coxis
y los huesos vecinos, se comprimen y endurecen, de modo que no
es raro que las madres tengan gran trabajo para dar a luz.”[20].
Describía el modo en que las mujeres subían a los caballos:
“Cuando las mujeres abiponas quieren subir a un caballo, se jactan
de hacerlo al modo europeo, por el lado izquierdo hasta el cuello;
al mismo tiempo que con las piernas separadas a ambos lados se
sientan y se corren hasta la montura desprovista de almohada. No
les molestaba esa falta de suavidad, ni aún cuando debían recorrer
largos caminos durante varios días; de lo que deducirán que la piel
de los abipones es más resistente que el cuero de vaca, pues nunca
se encallece, a pesar de las diarias cabalgatas. Andando sin mon-
tura, los indios a menudo lastiman el lomo de sus caballos y lo des-
garran; sin embargo, ellos no sufren ninguna lesión.”[21]

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Es muy interesante conocer que estas mujeres llevaban
cuando emigraban sus utensilios domésticos, entre los que se en-
contraban elementos del tejido, tales como hilos de lana y algodón.
También hilaban y tejían la fibra americana caraguatá, a la cual le
daban diversas utilidades.
“Escucha otra de sus costumbres cuando emigraban con sus fa-
milias: la mujer además del arco y de la aljaba del marido, lleva
en su caballo todo tipo de utensilios domésticos: ollas, cántaros,
calabazas; gran cantidad de hilos de algodón y de lana e instru-
mentos para tejer. Estas alforjas que cuelgan a ambos lados de la
montura, se cierran con tiras de piel. Allí suelen colocar a los ca-
chorros y, a veces, a los niños. Además de estas cosas, una estora
grande, bien arrollada con dos pértigas para fijar la tienda donde
les plazca. Suspenden de los costados de la montura una piel de
vaca que les servirá como barquichuelo en las travesías por los
ríos.”[22]
También solían llevar unas estacas en forma de espátulas,
cuya parte media estaba rodeada por un cilindro hecho en madera
durísima, de unos dos codos de largo. Este instrumento lo utilizaba
en variados usos, tales como: extraer las raíces comestibles, para
bajar los frutos de los árboles o las ramas para hacer fuego; o bien
para quebrar las armas y las cabezas de los enemigos que encontra-
ban en el camino.
Con toda esta carga, los caballos de las mujeres se asemeja-
ban a camellos. Además, las niñas o jovencitas acostumbraban subir
de a dos o tres en un mismo corcel; no por carecer de caballos, que
eran muy abundantes, sino porque les gustaba conversar mientras
cabalgaban, como a las europeas, y eran enemigas del silencio y la
soledad. Los potros, si no estaban acostumbrados, no toleraban el
peso de varios jinetes a la vez y tiraban al suelo a las mujeres sin ha-
cerles daño. Pero estas amazonas, entre risas, intentaban montar
tantas veces cuantas las despedía el animal.
La marcha era acompañada por gran número de perros, que
eran sumamente útiles como cazadores de gamos y nutrias; además,
empleaban su carne como alimento.

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Asimismo, transportaban las esteras que luego emplearían
para construir sus casas, en donde se encontraran:
“En efecto: de la misma forma que el caracol lleva a cuestas su
concha, éstos transportaban en sus viajes, las esteras que luego
ocuparían para construir sus casas. Dos pértigas clavadas en tie-
rra, sostenían a dos o tres esteras, impidiendo la entrada del agua
y del viento, para que la lluvia no mojara el suelo donde se acos-
taban, abrían a los costados de la tienda, una canaleta para des-
viar el agua.”[23]
Mientras la caza era una actividad fundamentalmente mascu-
lina, la recolección era una actividad femenina. Estas solían salir
en partidas colectivas, que podían durar varios días, para recoger ra-
íces, frutos y tintes vegetales:
“Con frecuencia un centenar de mujeres recorre en grupo los cam-
pos más lejanos en busca de distintos frutos, raíces, fibras para
extraer colores u otros materiales útiles. Aunque a veces tardan
cuatro u ocho días en regresar del campo, no aceptan a ningún
varón como compañero de viaje.”[24]
Los abipones no sólo eran diestros jinetes, sino también eran
sumamente hábiles para atravesar los ríos. No sólo los varones, sino
también las mujeres y hasta los adolescentes, eran eximios nada-
dores, y atravesaban a nado los ríos, cuando no había vados o puen-
tes. No tenían canoas, utilizaban una piel de buey, en ella
acomodaban a sus hijos, para luego acomodar la carga. Los abipo-
nes la llamaban ñatac, y los españoles “la pelota”; la usaban para
atravesar los ríos menores. Para su construcción, empleaban cuero
de vaca, de abundante pelo, crudo, no sometido a curtiembre y ma-
cerado con los pies. Sus cuatro lados tenían una altura de unos dos
palmos; ataban cada uno de ellos con una correa para que perma-
necieran levantados en alto, de modo que formaban la figura de un
tetrágono.
Acomodaban la montura y el resto del lastre en el fondo de la
pelota, cuidando mantener el equilibrio, de modo que pudieran cru-
zar el río en su parte media. Ataban la barca por uno de sus lados

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perforados con una especie de rienda, y la sujetaban unas veces con
los dientes, otras con la mano. El nadador, remando, transportaba la
pelota suavemente por el río sin peligro de que encallara, aunque tu-
viera en contra el fuerte oleaje producido por el viento. En caso de
que el nadador no pudiera seguir nadando, ya fuera porque el frío
del agua acalambraba sus pies o bien porque tragara agua, la pelota
arrastrada por la corriente lo llevaría incólume a la costa. En caso
de cruzar un río de gran cauce o de curso rápido y si notaba que no
tenía las fuerzas necesarias para poder realizar la travesía, se soste-
nía con una mano de la cola del caballo que nadaba delante de él y
con la otra, conducía la pelota.
Dobrizhoffer afirmaba que, a pesar que a los europeos les pa-
recía sumamente peligrosa esta embarcación, él la había empleado
con frecuencia y prefería este cuero para atravesar los ríos. Si llovía
en forma persistente durante días y se mojaba el cuero, se ablandaba
como si fuera una tela. En estos casos, para realizar la travesía con
mayor seguridad, se cubrían los cuatro lados y el fondo de la pelota
con ramas de árboles, con lo que el cuero se sostenía y afirmaba.
Asombraba a los europeos la destreza de los abipones para
atravesar los ríos. Atravesaban habitualmente grandes extensiones
de agua, desde la colonia de los Yasucanigás, San Fernando, hasta
la ciudad de Corrientes, en la parte donde el río Paraguay se une al
río Paraná. Lo hacían a caballo, dado que en este lugar el río era
sumamente peligroso hasta para las mismas naves por su increíble
rapidez, profundidad y amplitud[25].

Los tatuajes corporales


Los abipones, al igual que otros indígenas chaquenses, se re-
alizaban tatuajes corporales. Según Dobrizhoffer:
“… hombres y mujeres estampan sus caras. Graban estas líneas
con una aguda espina y la ennegrecen cubriendo la herida con ce-
niza caliente, con lo que quedan indelebles. Estas marcas son he-
chas con distintivos de familia y consisten en una cruz impresa en
la frente, dos líneas desde el ángulo de los ojos hasta las orejas, lí-

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neas transversales y arrugadas como una parrilla por encima de
la nariz, entre las cejas.”
Estos tatuajes se realizaban durante una ceremonia que mar-
caba el paso de la niñez a la pubertad. También servían para simbo-
lizar en las mujeres un rango social determinado: “… aquella que
fuere pintada o punzada con más púas, la reconocerás como patricia
o nacida en un lugar más noble”[26]. En los hombres, los dibujos
generalmente se asociaban a la guerra o a la caza, manteniendo la
cantidad de tatuajes y marcas una relación proporcional a la des-
treza que demostrara el individuo en estas acciones[27]. Debemos
destacar que existía una relación entre el tatuaje y la vestimenta,
dado que según Dobrizhoffer, el mismo dibujo del tatuaje muchas
veces se encontraba bordado en ésta.
Las marcas corporales utilizadas por los abipones no se limi-
taban a los tatuajes faciales, sino que solían quitarse cejas y pesta-
ñas, perforar los labios y las orejas, sacar la pelusa del mentón y
rasurarse la cabellera de la mitad de su cabeza[28]. Asimismo, era
común que se atravesaran el labio inferior con un hierro o una aguda
caña, en este orificio introducían una caña o bien un tubo lleno de
huesos. Esta costumbre era sólo masculina y no estaba permitida a
las mujeres[29].
Estas prácticas se mantuvieron a través del tiempo. A fines
del siglo XVIII, Azara manifestaba lo siguiente:
“A primera vista observé que la mayor parte de ellos se arrancan
las cejas y pestañas y bello del cuerpo; que las mujeres tenían in-
deleblemente impresa una cruz pequeña en medio de la frente.”[30]
Si bien desconocemos el significado de estos tatuajes, éstos
constituyeron una suerte de lenguaje y podrían estar indicando
cierta pertenencia étnica o familiar. Según Dobrizhoffer:
“… a veces otras marcas impresas en el cuerpo muestran el origen
de la raza o patria (…) Aquellas pinturas y punciones son familia-
res entre los abipones para distinguirse entre otros pueblos y res-
petar las costumbres de sus mayores. Nunca pudimos encontrarles
otro motivo.”[31]

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Hilanderas y tejedoras
Las mujeres eran diestras en el hilado y tejido de diferentes fi-
bras. En las Misiones Guaraníticas se ha constatado la existencia
de algodón silvestre de origen americano. Podemos delimitar una
amplia zona que abarcaba las Misiones Guaraníticas, el Chaco y
Paraguay, donde crecía el algodón de este origen. Este dato es muy
interesante porque en general se suponía que el algodón no existía
en América hasta la llegada de los europeos, a su vez portadores
del algodón de origen asiático.
Los españoles no pudieron disponer del algodón del Chaco,
porque los aborígenes –que manejaban esta fibra-, se resistieron al
contacto con el conquistador, realizando temidos ataques a las ciu-
dades fundadas en América, tales como Santiago del Estero, Santa
Fe y Corrientes. Tampoco tenían acceso al algodón existente en las
Misiones Guaraníticas, que era utilizado por los indígenas bajo la
dirección de los jesuitas, en la confección de lienzos de algodón.
Las mujeres abiponas hilaban y tejían este algodón ameri-
cano, que recibía el nombre de mendiyú. Asimismo, utilizaban la
lana de las ovejas, traídas por los españoles. Estas se ocupaban de
esquilarlas. Según Dobrizhoffer:
“... obtienen con gran habilidad los hilos; los tiñen con alumbre en
variados colores, según el material del que dispongan. En seguida
tejen con estos una tela con diversos trazos, líneas y figuras en di-
ferentes tonalidades. Los creerías un tapiz turco, digno de los eu-
ropeos, sin embargo no es más que el usual vestido de los
abipones.”[32]
Los instrumentos para tejer se limitaban a unas pocas cañas
y maderas, que transportaban a caballo en sus viajes sin ninguna
molestia. Las mujeres abiponas, tenían una habilidad especial para
hilar y tejer, al igual que otras indígenas americanas.
También tenían gran habilidad para modelar con arcilla, ollas
y cántaros de múltiples formas, utilizando sólo las manos. Cocían
estas vasijas sin utilizar horno, a campo abierto, rodeándolas de

134
leña. Las bañaban en un color rojo y después las untaban con una
cola natural para darle brillo.

Fibras vegetales autóctonas


No sólo se utilizaban el algodón y la lana de oveja, sino tam-
bién recurrían a fibras autóctonas tales como el caraguatá, el alga-
rrobo y una especie de pino. Hilaban y tejían la fibra del algarrobo,
que era similar al algodón.
Las plantas de caraguatá eran denominadas por los abipones
kalité, De ellas, había gran cantidad y eran sumamente útiles. Como
tienen cierta similitud con el aloe, muchos lo consideraban una es-
pecie de éste y por ello se llamaba en español acíbar o zábila, según
el léxico de Antonio Nebrija.
En Paracuaria se veían varias especies del vegetal. Menciona-
remos solamente algunas de las más conocidas. La caraguatá guazú
o grande se apoyaba sobre una raíz gruesa pero corta. Consistía en
veinte y tantas hojas extremadamente gordas, dentadas como un se-
rrucho por ambos lados y muy agudas, del largo de dos pies. En el
centro, se elevaba su tallo como el tronco de un árbol hasta cinco
pies y aún más alto. Su copa se hallaba coronada por flores amari-
llas azafrán[33].
De las fibras de las hojas de caraguatá, las indias abiponas hi-
laban unos hilos como de cáñamo o lino y se fabricaban sogas,
ropas y hamacas que colgaban de dos árboles para dormir. Además,
utilizaban la fibra del caraguatá las viudas, siguiendo una costumbre
tradicional, para cubrirse la cabeza y los hombros, durante el tiempo
que duraba el luto[34].
Esos hilos no llegaban a tener una blancura perfecta y todos
los artificios para obtenerla eran vanos; tampoco retenían ningún
color por mucho tiempo.
En Guayana, se hilaban estos hilos de caraguatá, que los es-
pañoles llamaban “hilo de pita” o “chaguar”, y se fabricaban unas

135
medias tan lindas que –a veces en Francia- se las prefería a las de
seda a causa de su duración y suavidad[35].
En los bosques existían otras especies de caraguatá, muy si-
milares a la anterior, pero que no eran aptas para hilar. Los abipones
la llamaban “hermano de la caraguatá” kalite mañalhevoa.
Otra especie de caraguatá se asemejaba a un ananá o alca-
chofa. Tenía frutas purpurinas y producía una semilla abundante
encerrada en un tallo recto y esbelto. En derredor de estas plantas
crecían unas hojas sumamente grandes dentadas como un serrucho
y dobladas hacia abajo en cuyo centro, los viajeros, encontraban
frecuentemente una porción de agua purísima, que aliviaba la sed
en las grandes soledades áridas.
De las diferentes especies de caraguatá se obtenía un gran
provecho. Se las podía utilizar alrededor de los huertos y edificios
administrativos, se volvían un cerco vivo que no sólo resistía a toda
intemperie sino que por sus esquinas era casi infranqueable para el
ganado y las gentes. Sus hojas se hilaban como el lino y se usaban
para techar chozas levantadas con apuro. De sus hojas se exprimía
un jugo graso que las lavanderas usaban en lugar de jabón. Sus es-
pinas se utilizaban como agujas de coser. Hervido se consumía. Los
indios comían diversas frutas de caraguatá. Asimismo, las heridas
eran curadas con su jugo[36].
Otra fibra no convencional que era hilada y con la cual se
confeccionaba ropa, era la de un pino. En los bosques Mbaeverá,
ubicado entre los ríos Acaray y Monday, las indias obtenían hilo de
una corteza de pino que, primero limpiaban prolijamente y elabo-
raban ropas tan blancas como el lienzo de lino más hermoso, según
el testimonio de Dobrizhoffer.
El tejido hecho de la corteza de pino expuesto al sol y regado
frecuentemente, se emblanquecía perfectamente y además conser-
vaba inextinguible todos los colores. Este árbol se encontraba sólo
en los bosques de Paracuaria[37].

136
Del palo borracho o “árbol ebrio”, según los españoles, y de-
nominado zamuú por los indígenas, se utilizaba su madera blanda
para realizar botijas o barriles. También se usaban sus fibras en la
elaboración de la vestimenta:
“[...] produce una fruta redonda parecida a los zapallos grandes
y de cáscara dura que al quedar madura se abre por sí misma y en-
tonces exhibe en su interior unas vedijas lanosas cual algodón.
Estas son finas como la seda pero de hebritas tan cortas que sólo
con mucho trabajo pueden hilarse.”[38]

Pieles
Los abipones utilizaban las pieles cuando hacía frío y sus ves-
tidos livianos resultaban insuficientes para cubrirse. Las mujeres
fabricaban un manto hecho de piel de nutria.
Una vez cazadas las nutrias con auxilio de perros, sus pieles
se sujetaban al suelo con pequeñas estacas, para que no se arruga-
ran. Una vez secas, les pintaban unos cuadros de color rojo, en
forma de cubiletes. Las mujeres se dedicaban a sobarlas y ablandar-
las con las manos; luego, las cosían con un hilo muy fino, para en-
vidia de los curtidores. Lo hacían con tanta destreza, que las uniones
no eran visibles ni a los ojos más perspicaces; todo el manto parecía
confeccionado con una sola piel.
Usaban unas espinas muy finas a modo de agujas, con las que
perforaban la piel de nutria, como los zapateros el cuero con la
lezna; por allí, pasaban un hilo muy fino de caraguatá. Soportaban
los fuertes vientos con este manto que usaban hombres y mujeres,
que denominaban nichigebé, porque nichigherit significaba nutria.
Los ancianos se negaban a quitarse estas pieles, aún cuando el calor
era muy intenso[39].
Los más pobres preparaban este manto con despojos de los
gamos, ciervos y tigres. Los abipones al igual que algunos pueblos
de la antigüedad, combinaban las prendas tejidas con el uso de
pieles[40].

137
Los Padres Jesuitas poseían formación clásica, lo que les per-
mitía observar la realidad americana comparándola con los pueblos
de la Antigüedad, sin perder de vista la Europa contemporánea y
algunos aspectos medievales. También de ello surge la riqueza del
testimonio jesuítico.
Un elemento para destacar era que los caciques –cuya función
como jefe la ejercían fundamentalmente en las guerras- no solían
mostrar signos de riqueza que los diferenciara del resto:
“El cacique no llevaba nada de especial en sus ropas o armas que
lo distinga de los demás indios rasos; por el contrario, usa el
vestido más gastado y anticuado; pues si apareciera en la calle
con ropa nueva y elegante, acabada de confeccionar en el taller
de su esposa, el primero que lo viera diría: tach caué gribilagi,
dame esa ropa. Si se opusiera, ganaría la risa y desprecio de
todos.”[41]
Confeccionaban las coberturas de los niños con aquellas pie-
les y mantas, ya en desuso, para no lastimarlos al envolverlos.

Tintes
Los jesuitas Martín Dobrizhoffer y José Jolís, se ocuparon de
describir los diversos tintes utilizados en esta área. Cabe aclarar que
muchos de éstos también eran utilizados por los guaraníes.
La virga áurea, denominada en abipón nakalík, tiene un
tronco recto, con ramas desde arriba hasta abajo y hermosas flores
amarillas. Posee una altura de cuatro a cinco pies y crecía en
abundancia en muchos campos paracuarios. Su tronco y sus hojas,
mezcladas con alumbre, hervidas en agua, daban un espléndido
color amarillo para pintores y tintoreros. Si se le agregaba el color
azul, se obtenía un hermoso verde. Las astillas del árbol tatayy
proporcionaban también color amarillo, pero éste no era muy
vivo.
La virga áurea también era utilizada con fines medicinales.
Existen diversas especies de esta planta[42].

138
La corteza caá provenía de un árbol, llamado en abipón
achite, que sumergida en el agua, teñía con color rojo pálido, espe-
cialmente el cuero al ser curtido[43].
También obtenían el color rojo del lapacho colorado, con el
que teñían sus paños y toda clase de huesos, logrando:
“[...] un color tan vivo e indeleble que no cede un punto, sino re-
siste aunque se lave con agua hervida o esté expuesto a las incle-
mencias del tiempo.”[44]
Para obtener este color también se recurría al: roncon, la co-
chinilla o grana, el algarrobo blanco macerado en agua y la hierba
chavi, llamada así por los chiriguanos y socondo en Tucumán, que
era semejante a la grasiola, excepto por sus tallos sarmentosos, no
tan espinosos como los de ésta.
Asimismo, empleaban el color rojo para sus tinturas corpora-
les, muy extendidas entre las distintas parcialidades indígenas cha-
quenses. El roucou, llamado así por los franceses, archote, por los
españoles, y urucu, por los chiriguanos, era un arbusto cultivado
por los chiriguanos y guaraníes con este fin. Las hojas de este ar-
busto formaban la figura de un corazón, las flores eran blancas con
variantes rojas y forma de estrella. Tenían vainillas, cada una con 20
o 30 granitos semejantes a los guisantes, rojos y resinosos, que
puestos en agua dejaban un depósito de color rojo, del cual se ob-
tenían las tinturas. Los indígenas utilizaban la madera, que era muy
resinosa, para hacer fuego[45].
De un árbol llamado jotom por los tobas, se obtenía el color
amarillo para teñir. También recurrían a una planta llamada en len-
gua quichua Kello-Tullpuna, o bien a la chilca, según la lengua ge-
neral del Perú. Si querían obtener un amarillo más fino o más claro
se servían del lapacho amarillo[46].
La semilla de un fruto llamado en lengua peruana comer alll-
puna, se utilizaba para teñir de verde. La semilla era negra, de la
misma forma y tamaño de la pimienta. En agua hirviendo se obtenía

139
un hermoso tono de verde. También proporcionaba un tinte verde
las ramas u hojas de un árbol llamado por los españoles clavillo[47].
A orillas del arroyo Nárahagem, Dobrizhoffer encontró un ar-
busto que era utilizado para teñir de color verde. Consultó a las in-
dias viejas del lugar acerca de las hojas brillantes que poseía y éstas
le informaron que este arbusto servía para teñir, pero no era comes-
tible porque contenía elementos venenosos[48].
Una especie de guayacán, distinta del palo santo, servía para
teñir de negro, al igual que varias clases de algarrobos. Los jesuitas
utilizaban algunas clases de estos últimos para hacer tinta para es-
cribir, que no era inferior a la europea[49].
Jolís consideraba que había muy buenos tintes en el Chaco y,
si bien de América se llevaba a Europa el campeche, la cochinilla
y el índigo, si se incorporase el Chaco, se podría enviar el lapacho
rojo y amarillo, el socondo o chapí, al igual que otras plantas y tie-
rras coloridas, que según sus palabras: “...serían quizás de más apre-
cio que las nombradas”[50].

Los misioneros: difusores del vestido entre los pueblos


americanos
Existía la costumbre entre los pueblos americanos que vivían
en zonas calurosas, de permanecer desnudos antes de la llegada de
los misioneros. Estos incorporaron el sentido del pudor cristiano y
difundieron, por lo tanto, el uso de la ropa en pueblos que antes –
ocasionalmente- se cubrían con pieles.
Según el testimonio del Padre Dobrizhoffer, los indios para-
cuarios incorporaron gustosamente el uso de la vestimenta:
“Ofréceles un sombrero elegante, unos trozos de tela o de paño
rojo, un puñado de cuentas de colores de vidrio y serás para ellos
el gran Apolo: si le ordenas ir al cielo, irán.”[51]
Le solicitaban a los misioneros en forma de súplica: “Padre,
dame un vestido. ¡Pay! Tachcane bibilalk, o aapar aik”[52]

140
Obsequiarles ropa era necesario para poder ganar la voluntad
de estos indígenas, y atraerlos a la aceptación de la labor evangeli-
zadora de los Padres Jesuitas: “Esto los cautiva rápidamente, del
mismo modo que el anzuelo a los peces”[53]
Asimismo, debía haber en las reducciones abundancia de
vacas y ovejas, ya que la carne se utilizaba como alimento y la lana
para la vestimenta. Si les faltaban algunas de estas cosas, abando-
naban la reducción y volvían a sus antiguas costumbres. En esos
casos, nuevamente hacían la guerra contra los españoles, porque
haciéndoles la guerra conseguían armas y se consideraban más ricos
y poderosos. En tiempos de paz era imposible obtener armas, a
pesar de sus súplicas.
La labor jesuítica perduró después de su expulsión. No hemos
de considerar las grandes contribuciones que aportaron en los as-
pectos: religioso, lingüístico, etnográfico, etc. Nos limitaremos al
rubro textil. Con respecto a ello, hemos encontrado en el Archivo
General de la Nación, un documento que consideramos de interés.
Se trata de una carta enviada por Estanislao López a Justo José de
Urquiza, fechada el 13 de octubre de 1834, en la cual hacía referen-
cia a un poncho que le había enviado por conducto de su compadre,
Don Pascual Echagüe, realizado por sus “chinas aviponas”, que se
ocupaban de hacer estos tejidos. Por lo cual, comprobamos que
estos pueblos mantuvieron los hábitos del vestido introducido por
los misioneros y continuaron sus mujeres en el arte del hilado y del
tejido, con la habilidad que las caracterizaba[54].

Las relaciones comerciales con los españoles


Artículos tales como la cera, los caballos, las pieles y los tin-
tes, eran estimados en sus transacciones con los españoles. Dobriz-
hoffer criticaba la actitud de estos últimos que engañaban a los
indígenas en un trueque desigual:
“No ignoro que muchos españoles lograron allí grandes ganan-
cias. Ellos sabían que con adornos, trastos y desechos, a modo de

141
paga podían lograr de los abipones caballos muy buenos, pieles de
ciervo o de tigre, cera o tinturas.”[55]
Las pieles eran tan requeridas, que dejaron de ser sólo un ar-
tículo para uso personal que acrecentaba el prestigio del cazador,
para convertirse en un medio de obtener productos españoles me-
diante el trueque. Asimismo, la caza de animales se hizo más fácil
al incorporar el caballo y las lanzas con punta de hierro. El aporte
español del caballo y del hierro fueron elementos muy valorados
por los abipones. A partir de la conquista española no podemos en-
tender la realidad hispanoamericana sin este continuo interactuar
del indígena y del europeo.
“La ciudad de Santa Fe fue la primera en concertar la paz con los
abipones y mocobíes. Algunos grupos de ellos, iniciada la paz, se
establecieron con sus familias en campos cercanos a la ciudad, y
vivían comprando lo que deseaban y vendiendo en la plaza pública
lo que habían robado a otros pueblos enemigos de los
españoles.”[56]
Paradójicamente, los productos que los abipones comerciaban
con esta ciudad, en algunas ocasiones provenían de los botines ob-
tenidos por hurto, saqueo o malón:
“… prometían la paz con el fin de lanzarse con toda su fuerza, con-
tra los españoles corrompidos de otras ciudades; y quitando boti-
nes a estos, permutaban en la ciudad amiga de Santa Fe cuchillos,
espadas, lanzas, hachas, bolas de vidrio o ropas.”[57]

2. LAS REDUCCIONES JESUÍTICAS ENTRE LOS


MOCOVIES DE SANTA FE
Las reducciones jesuíticas entre los mocovíes contaron con
los siguientes pueblos: San Javier, fundado en 1743, y San Pedro,
en 1764, bajo la jurisdicción de Santa Fe, y San Francisco Solano,
en 1765, bajo la jurisdicción de Asunción. Estas dos últimas por
haber sido fundadas con muy pocos años de diferencia de la expul-
sión de los jesuitas, no pudieron consolidarse.

142
La reducción de San Javier estaba ubicada en el sitio del em-
plazamiento de la primera ciudad de Santa Fe, distante dieciocho le-
guas de la nueva ciudad sobre un brazo del río Paraná. El padre
Francisco Burgés fue el primer misionero que estuvo a cargo de
ésta y permaneció en la misma alrededor de ocho años. El padre
José Cardiel, también participó de su fundación, pero se retiró luego
de cuatro meses. Entre los jesuitas que colaboraron en esta reduc-
ción encontramos a los siguientes: Jaime Bonenti, Miguel de Cea,
Francisco Nabalón, José García y Florián Paucke. Este llegó a esta
reducción en 1750, cuando se realizaba su segunda mudanza por
los inconvenientes ocasionados por una crecida del río Paraná, y se
hizo cargo de la misma hasta la expulsión de la Compañía de Jesús
en 1767. Durante su permanencia, se desarrollo la enseñanza de di-
versos oficios, tales como herrería, carpintería, fabricación de ladri-
llos, etc.[58].
Al acercarse nuevos grupos mocovíes, se hizo necesario fun-
dar una nueva reducción. El padre Puole, que había acompañado a
Paucke unos años en San Javier, se ocupó de la fundación de San
Pedro en 1764 y se hizo cargo de la misma. Fue acompañado en
esta empresa por los padres Wittermayer, Antonio Bustillo y José
Lechman[59].
Como se ha dicho, estos pueblos estaban ubicados en la fron-
tera con los indios, por lo cual, aseguraban el territorio de posibles
invasiones. El peligro de las invasiones y la inconstancia de los in-
dígenas chaqueños hicieron que sufrieran inestabilidad y problemas
económicos.
Dobrizhoffer nos brinda su testimonio acerca de los peligros
que se corrían en estas reducciones. En el momento de su llegada a
la reducción de San Javier, la misma había sido asaltada por indios
tobas y abipones, apoyados por indios mocovíes no convertidos.
Dobrizhoffer relató las circunstancias dramáticas vividas por Sán-
chez Labrador cuando ésta fue asaltada:
“Llegué al pueblo, y al momento me rodearon los indios alzados.
El P. Sánchez salió a mi encuentro y se echó en mis brazos. Presen-

143
taba un aspecto lastimero; estaba todo desgreñado y tenía la so-
tana despedazada, de suerte que su vista me infundió terror, y des-
pués me produjo tristeza y conmiseración. Su sotana o mantón era
una especie de bolsa, despedazada y rota, y sin color alguno defi-
nido; la barba más negra que la tez, tupida y desgreñada. En sus
ojos mismos aparecía cuánto había tenido que sufrir. ‘Más tolera-
ble sería mi vida en Algería, entre los moros que entre los estos
bárbaros que te rodean’, exclamó, no bien me saludó, y con gemi-
dos de esta índole dióme la bienvenida.”[60]
Los jesuitas comparaban a los indios del Chaco con los
moros, que fueron el gran azote de la Cristiandad en Europa, espe-
cialmente en España. Los sacerdotes comparaban la realidad ame-
ricana con la europea, por lo cual -como consignáramos
anteriormente-, su mirada es sumamente interesante, porque a la
vez que nos proporciona una lectura de la situación americana, no
se desprende de la realidad europea.
La presencia de las reducciones actuaba como un freno para
los ataques a las poblaciones españolas. También escribe Dobriz-
hoffer acerca de los efectos benéficos de las reducciones de indios
mocovíes para la ciudad de Santa Fe:
“[..]. hallándome parado junto a la puerta de nuestra iglesia, pa-
róse junto a mí un noble caballero español y medio llorando de
pura emoción, me dijo: ¡Oh Padre! ¡cómo estaban nuestras cosas,
pocos años hace! Por ley se nos había prohibido venir a esta Igle-
sia, si no era armado. Ni a la calle podíamos salir sin peligro de
la vida.”[61]
Según el testimonio de Dobrizhoffer, la ciudad de Santa Fe
antes de la fundación de las reducciones -tanto de indios abipones
como de mocovíes-, de San Javier, San Jerónimo, Concepción, San
Pedro y San Pablo, sufrió las incursiones de los indios abipones,
mocovíes, tobas y charrúas hasta el extremo de provocar la deca-
dencia y la destrucción de sus mejores estancias, que estaban más
distantes. En consecuencia se dicta una ordenanza, por la cual nin-
gún vecino debía ir sin fusil a la Iglesia, como refleja el texto citado
más arriba.

144
Lo mismo sucedía con la ciudad de las Siete Corrientes. Esta
sufrió un ataque de los abipones, que la llevaron al borde de su des-
población. Con la fundación de la reducción de San Fernando y la
consecuente pacificación de estos indígenas, se produjo un período
de prosperidad para la ciudad. Como consecuencia para la econo-
mía urbana, se pudieron utilizar los prados y selvas ubicados allende
el río., obteniendo maderas para la construcción de barcos, y dispo-
niendo de pasturas para el ganado.
Se destaca también, entre la acción llevada a cabo por los Pa-
dres José Cardiel, Francisco Burgés, Florián Paucke, Antonio Bus-
tillo, José Lechmann, Pedro Pool , la del padre Ramón Termeyer,
especialmente en lo que atañe a sus estudios acerca de la seda de las
arañas y la introducción del gusano de seda.
Existía una marcada diferencia entre las prósperas reduccio-
nes guaraníticas y las más nuevas establecidas entre los indígenas
del Chaco, como los mocovíes y abipones, que no alcanzaban a cu-
brir sus gastos, por lo cual se las eximió del pago de impuestos. Las
reducciones entre los mocovíes contraían deudas, que luego les re-
sultaba difícil poder pagar.
Uno de los aspectos relevantes es la iconografía que nos dejó
el Padre Paucke, que tiene un valor histórico-etnográfico invalora-
ble. Por su medio podemos interiorizarnos en el modo de vida y en
la vestimenta de estos pueblos. Por otra parte, este sacerdote nos
ofrece su testimonio de cómo introdujo el tejido entre estas parcia-
lidades indígenas, que hasta ese momento se cubrían con cueros y
cómo esta actividad trajo como consecuencia un bienestar econó-
mico para estos pueblos, logrando poder vender su producción en
Asunción.

Actividad textil
El Padre Florián Paucke alentó la actividad textil ente los mo-
covíes. Buscó sustituir las pieles de “tigre”, “león” y nutria, que cons-
tituían su principal vestido hasta ese momento, por piezas tejidas.

145
Ciertamente, las pieles constituían la materia prima que las
mujeres utilizaban para la confección de la vestimenta; eran objetos
de intercambio con los españoles y, los cueros de “tigre”, se usaban
como parte del precio de la novia. Esta última utilización se debe a
que los cueros eran símbolo de la valentía del hombre y de su apti-
tud para la caza y para el aprovisionamiento de su futura fami-
lia[62].
Además de la lana de oveja, incorporada por los jesuitas, los
mocovíes utilizaban algunas fibras vegetales para fabricar algunas
prendas:
“Tienen pencas de chaguar; y de él tejen primorosamente paños
para cubrirse las viudas la cabeza, que es su luto, y bolsas para
guardar sus cosas que llaman coteoqui. Le dan varios tintes espe-
cialmente negro y morado, con zumo o agua de astillas de ciertos
palos que ponen en infusión.”[63]
La presencia del ganado ovino en las reducciones trajo como
consecuencia la enseñanza a las mujeres mocovíes de diversos ofi-
cios con nuevos materiales textiles. Según datos aportados por el
padre Burgés, el trasquilado de las ovejas se había iniciado hacia el
año 1746[64]. En ese entonces ya se conocía el tejido de ropa de
lana entre las mocovíes, quienes adquirían este material en la ciudad
de Santa Fe. Pero fue con la llegada del Padre Paucke que la acti-
vidad textil adquirió relevancia y no se limitó a atender las necesi-
dades domésticas, sino que produjo un excedente destinado al
mercado. Los talleres previamente desarrollados de carpintería, he-
rrería, cerrajería, escultura -al igual que la albañilería- empleaban
mano de obra masculina. Según el testimonio de este jesuita, hasta
entonces la población femenina se divertía cazando o bien perma-
necía en sus chozas, pasando sus días “en total indolencia”, y sólo
algunas mujeres recurrían al huso cuando tenían mucha necesidad
de algún vestido de lana para su uso personal.
Para enseñarles a las mujeres la manufactura textil, convocó
el Padre Paucke a todos los caciques de la reducción y les hizo com-
prender cuán importante era que convencieran a sus esposas e hijas

146
que tomaran parte de la labor común, mientras él, por su parte, les
prometía encargarse de buscar una persona idónea que les enseñara
a hilar, teñir y tejer la lana. El misionero le exigía que entre cada tres
mujeres tejieran una manta por año y se comprometió a darles por
recompensa, la lana y tintes necesarios a fin de que pudiesen tejer
también para sus maridos mantas de “lindos colores” en sustitución
de las pieles que hasta entonces constituían su único vestido.
La reducción tenía entonces 1.700 ovejas de buena cría, cuya
lana se repartió entre casi todas las mujeres. Estas se dedicaron con
entusiasmo a esta tarea y en sólo tres meses el misionero ya tenía
73 mantas bien confeccionadas. Las envió a Asunción y recibió a
cambio para la Reducción, 48 quintales de yerba paraguaya, 15 de
tabaco y algunos panes de azúcar, todo lo cual lo repartía diaria-
mente entre los indios participes de esta industria, que además re-
cibían el vellón de cinco ovejas y los tintes. Este efecto logro
interesar a las mujeres que no habían adherido a esta nueva forma
económica, quienes se incorporarían en los años subsiguientes, lo
mismo que las jovencitas de menor edad.
Las niñas aprendieron pronto a hilar y teñir la lana y se suma-
ron otras jóvenes. A los pocos días había unas cincuenta muchachas
que concurrían regularmente y con asiduidad al trabajo. El Padre les
hizo construir un local, en donde pudieron realizar sus tareas có-
modamente. El les proporcionaba toda la lana que necesitaban y les
enseñó todo lo que sabía, hasta que ellas pudieron trabajar con au-
tonomía.
Llegado el momento de empezar a tejer, eligió entre las mu-
chachas a algunas de las mayores y les enseñó a tejer diferentes pie-
zas, empezando por fajas de 3 a 4 pulgadas de ancho y de un solo
color, y luego varias tiras hasta con dibujos.
Una mujer india, que antes había servido durante muchos
años entre los españoles y sabía tejer perfectamente, fue constituida
maestra e inspectora de las niñas, y en poco tiempo, éstas apren-
dieron a elaborar alfombras de varios colores y aún con algunos
sencillos diseños.

147
Luego se agregaron las indias casadas, que querían aprender
esta industria, y en menos de un año en cada choza, salvo pocas ex-
cepciones, se hallaba instalado un telar -si bien muy primitivo- en
el que trabajaban la madre y sus hijas.
De esta manera, pronto pudo remitir al Paraguay 300 mantas
escogidas, que fueron pagadas a razón de 25 pesos algunas, 12 la
mayor parte y las inferiores a 6 pesos.
Según sus palabras, toda la reducción experimentó el prove-
cho de esta industria:
“Ya no se fabricaban las mantas tan sólo para enajenarlas, sino
también para trocarlas por ovejas, negociación en la cual siempre
me vi obligado a hacer de intermediario a fin de evitar que mis in-
dios fuesen explotados. Muy a menudo se conseguía por una sola
manta 18, 20 y a veces aun más ovejas, y de vez en cuando también
trocaban sus caballos por ellas para ir así aumentando sus reba-
ños.”[65]
Esto llevó a que los indios infieles -que frecuentaban esos pa-
rajes-, viendo los progresos que se experimentaban en la reducción,
se acercaran e incorporasen a la misma.

Tintes
Las materias primas para la elaboración de tintes eran obte-
nidos por las mujeres en su tarea de recolección. El Padre Paucke
nos informaba acerca de la recolección de la grana y su aprovecha-
miento, ya fuera para uso personal o venta en el mercado. Esta se
comercializó a través del circuito jesuítico para que cada india ob-
tuviera lo que pedía:
“De ahí guardan para ellos (una cantidad) para teñir y venden lo
que resta. La libra se les paga en un peso o ‘harten Thaler’. Yo re-
cuerdo que mis ‘indios’ habrían reunido con trabajo de un año
treinta y siete ‘stein’(fanegas) que pesaron nueve ‘Cent’(quintales)
sin (contar) aquella grana que cada ‘india’ guardaba para su uso
y tintura. Estos nueve quintales y veinticinco libras se entregaron
por separado a mí para que yo los enviara en provecho de ellos al

148
‘Procurator’de la ‘misión’y fuere pagado lo que cada ‘india’pedía
por ello.”[66]

La vestimenta de los mocovíes


El Padre Antonio Bustillo describía la vestimenta masculina
en estos términos:
“... su vestido ordinario en los hombres es una piel de nutrias o de
gamas, que a manera de manta doblada, y atada por una punta, se
la mete por la cabeza por la parte superior del hombro derecho, e
inferior del izquierdo, con que cubren su caja, o lo más del cuerpo,
dejando siempre desnudos y libres los brazos.”
Con relación a la indumentaria femenina:
“En las mujeres, escribe el mismo misionero, es la misma piel do-
blada, que ceñida por medio del cuerpo cubre toda su parte infe-
rior de él, y dejan al aire toda la superior. Suelen algunas veces
cubrir el medio cuerpo arriba con otra piel, que a modo de man-
tilla, o capotillo de mujer europea, ponen a los hombros. Sus viudas
a más del referido vestido cubren su cabeza, y cara con un velo
claro como red basta y ordinaria.”[67]
El Padre Canelas nos ofrecía una mayor información acerca
de la indumentaria femenina. Las mujeres se ceñían a la cintura –
dejando a veces caer la parte de arriba- llevando sin rubor descu-
bierto el cuerpo de la cintura para arriba, y otras veces se cubrían
con ella como una mantilla. Siempre resguardaban medio cuerpo,
lo que no hacían los varones, para no descuidar totalmente la hones-
tidad. Estos vestidos que comúnmente se conocían como quijapis
y ellos llamaban lilaló eran de cueros de tigres, “leones”, gamas y
otros animales. Los cubrían o ablandaban, utilizando grasa. Logra-
ban que quedaran suaves pero hediondos, perdiendo con el uso el
fuerte olor.
Para el invierno, hacían sus lilalós de pieles de nutria, las que
eran muy apreciadas en Europa. Se intentó exportar estas pieles,
pero la polilla frustró este intento. Las nutrias tenían dos pelos: uno
como una pelusa, y otro que sobresalía por entre éste. Ambos eran

149
suaves. Según el Padre Canelas, se asemejaba la suavidad a la vi-
cuña, pero de aspecto eran muy parecidos a los castores. Su color
era más oscuro que la lana de vicuña; después de estaquearlas, co-
sían los cueros con chaguar muy delgado y fuerte. Las “chinas” los
pintaban por la parte que no tenían pelo, con un tinte que daba un
color entre morado y colorado, que pasado el tiempo, tiraba a negro.
Cada lilaló llevaba de 100 a 200 cueros, porque algunos los hacían
dobles con el pelo por dentro y por fuera.
Cuando no eran dobles, para conseguir abrigo y adorno, do-
blaban la parte superior que quedaba “como una cenefa”. Algunos
usaban dos lilalós, uno sobre otro. El que iba abajo lo ceñían a la
cintura, y el otro lo vestían a modo de “pluvial” o “capa de coro”,
no con el nudo sobre el hombro, como quedaba el de abajo, sino con
el nudo al pecho. Este vestido lo llevaban indistintamente los dis-
tintos miembros de la familia, y podía servir con nudo como vestido
y sin éste, como manta, alfombra, cortina, techo de las casas, o lo
que quisieran[68].
En sus fiestas, añadían a los vestidos ordinarios, algunas plu-
mas de varios colores, que distribuían por brazos, hombros, cintura,
rodillas y pies, utilizando las más largas para prenderlas en sus ca-
belleras o para formar con ellas una especie de guirnaldas con que
se coronaban.
Algunos usaban unos capacetes brillantemente tejidos, y ma-
tizados de plumas de loro. Se tatuaban el rostro, agujereando con es-
pina de raya, el labio de abajo hacia la barba, y el de arriba hacia la
nariz, hasta la ternilla y por los agujeros metían plumas. Este adorno
buscaba un doble objetivo: por un lado, embellecerse, y por otro,
demostrar su valor.
Se tatuaban los rostros y brazos con color negro y colorado,
lo cual –según las palabras de los Padres Jesuitas- quedaban “poco
menos horrorosos que los diablos”. Si conseguían algún pedazo de
metal amarillo o plata, se los ataban a la frente, cuello, y a su lilaló.
Usaban zarcillos en las orejas, que se abrían desde pequeños, y co-
llares al cuello de pedazos de vidrio, de concha redondeados y aba-

150
lorios, con diferentes metales –plata, cobre, etc.- que obtenían los
hombres en la guerra con el español. Untaban sus cabellos con
grasa, echando un mechón para un lado, y otro para el otro, dejando
colgar hacia atrás el resto[69].
También adornaban a sus caballos con plumas y jáquimas vis-
tosas, las que hacían tejidas con lana roja o amarilla, con cordones
del mismo material, en lugar de riendas. También engalanaban las
flautas que tocaban. A las que eran de cuero, las cubrían con un te-
jido esmaltado con pedazos de concha y abalorios; las solían llevar
colgadas al cuello.
Las mujeres se tatuaban sus pechos –que normalmente lleva-
ban descubiertos- con tinta negra que giraba a azul. Para hacerse
este tatuaje, estaban cerca de un mes encerrados, por el sufrimiento
e hinchazón que les ocasionaba. También se pintaban del mismo
modo el rostro y los brazos.
Asimismo, los misioneros mencionan la existencia de pon-
chos de lana, como “vestido propio de los indios”, que llamaban
quiapi, aunque también lo utilizaban los españoles, dado que les
permitía –cuando andaban a caballo- defenderse de las lluvias y del
frío[70].
Las descripciones del Padre Canelas y la abundante icono-
grafía que nos dejó el Padre Paucke, constituyen un invalorable tes-
timonio histórico-etnográfico. La labor de los Padres Jesuitas
trasciende el tiempo y nos acerca -de un modo vívido- a la realidad
de estas parcialidades indígenas

Las reducciones del Chaco y la expulsión de los jesuitas


Con la expulsión de los jesuitas, estas reducciones dejaron de
funcionar y los indígenas volvieron a su antiguo hábitat. Estos pue-
blos que eran sumamente belicosos, retomaron la guerra contra los
españoles. El testimonio del Padre Caamaño es importante en rela-
ción con la labor de los jesuitas en el Chaco y sus reducciones entre
los indios abipones, mocovíes e inclusive en el Chaco boreal, más

151
allá del actual territorio argentino, como la Reducción de Nuestra
Señora de Belén, de indios mbayás, de 1760:
“Estos pueblos rodeaban al Chaco formando un cordón por sus
confines occidentales y orientales, y de este modo defendían las
provincias españolas de los que aun quedaban gentiles en el
Chaco. Este ha sido el mejor medio- agregaba- para hacer cesar
enteramente la guerra, y como esta había cesado con este arbitrio
y se promovían cada vez más y más nuevas fundaciones, había muy
fundadas esperanzas de ver en pocos años reducida a la fe de
Cristo, todo o la mayor parte de este país.”[71]
Sin embargo, si bien la presencia de estas reducciones facili-
taron la situación de la frontera, los ataques continuaron, aunque
en menor escala, y las expediciones militares se sucedieron.
En 1750 desde el Tucumán, el gobernador Juan Victorino
Martínez de Tineo realizó una importante entrada, fundando reduc-
ciones y fuertes, al tiempo que castigaba a los indios enemigos. En
la frontera de Santa Fe, Pedro de Cevallos promovió en 1759 una
entrada general, junto con los gobernadores del Tucumán y del Pa-
raguay, Joaquín Espinoza y Jaime Sant Just, respectivamente. Hubo
otras entradas, como la de Juan Manuel Campero en 1764, que pro-
curaron la búsqueda de un camino que comunicara Tucumán con
Asunción y Corrientes.
Se produjeron guerras entre las naciones aborígenes -moco-
víes, tobas y abipones- que llevaron a la inestabilidad de las reduc-
ciones. La actitud amenazante de los tobas frente a la reducción
abipona de Timbó; los problemas domésticos de los mismos abi-
pones de Concepción, o bien las guerras entre abipones y mocovíes
en San Fernando, reflejan esta situación.
Más allá de lo expresado anteriormente, con la expulsión de
los jesuitas no se perdió totalmente su labor evangelizadora y cul-
tural. En relación con la evangelización, había entre los indios re-
ducidos, un 61 % de bautizados. La proporción de lules, vilelas y
mocovíes cristianos era más elevada que entre tobas y abipones,
más reacios a dejar sus antiguas tradiciones.

152
Las exploraciones realizadas en el Chaco, volcadas en gran
parte en la cartografía jesuítica, y las obras de los misioneros -ela-
boradas en su mayoría en el destierro- , que revelan la nostalgia de
la tierra americana y la necesidad de reivindicar su labor misional,
permanecen como testimonios de esta gesta evangelizadora cuyos
trabajos permanecieron entre estos indígenas, integrándose a su pa-
trimonio cultural.

3. LAS MISIONES JESUÍTICAS ENTRE LOS INDIOS


CHIQUITOS
Ubicación
El territorio poblado por los indios Chiquitos se extendía entre
el río Grande al oeste y la frontera de Bolivia con el Brasil al este
y desde el grado 14 hasta el 19 de latitud sur, comprendiendo, según
el historiador Patricio Fernández S. J., veinte mil millas cuadra-
das[72].
Se ubica en una zona de transición entre el Chaco Boreal, con
su clima seco y su vegetación de algarrobos, chañares y caraguatás,
y las selvas pantanosas que llegan hasta el Amazonas.
En la zona sur de este territorio, el verano es sumamente ca-
luroso y en la estación de las lluvias, que empieza en septiembre y
termina en mayo, se registran grandes inundaciones. Encontramos
las reducciones jesuíticas de San José, San Juan, Santiago y Santo
Corazón. En la parte media, el paisaje es montañoso y cubierto de
selvas, con pampas en las zonas bajas, las cuales se convierten en
inmensos lagos durante la estación de las lluvias. Se establecieron
en este territorio las reducciones de San Rafael, San Miguel, Santa
Ana y San Ignacio. Más hacia el oeste, en una zona accidentada, se
ubicaba San Javier, el primer pueblo de indios Chiquitos que fun-
daron los jesuitas, y un poco más hacia el norte Concepción, en un
área cubierta de bosques.

153
Los Chiquitos antes de su conversión
Si bien nuestro trabajo se basa en los aspectos textiles, no po-
demos ignorar elementos ligados al medio ambiente y a sus hábitos
de vida, para poder valorar el aporte realizado por los jesuitas en el
proceso de evangelización, especialmente cuando los misioneros res-
petaron las características de estos pueblos, con relación a su idioma
e idiosincrasia, buscando erradicar los elementos animistas y las
malas costumbres en el ámbito privado como público, entre ellas la
hostilidad que reinaba entre las distintas parcialidades indígenas.
Vivían tribus de diferente origen; el grupo mayor era el de los
Chiquitos y había pueblos indígenas que hablaban aruac, chapacura,
otuque, guaicurú, etc. Cada tribu tenía su territorio dentro del cual
se desplazaba. Al ser nómades, según Fernández vivían en:
“... cabañas de paja... una junto a otra sin algún orden o distinción
y la puerta es tan baja que sólo se puede entrar a gatas, causa por-
que los españoles les dieron el nombre de Chiquitos”[73].
No tenían una base cultural común. Había cazadores y pesca-
dores nómades, que vagaban por las selvas, pero que en general,
respetaban los distritos de caza de otras tribus. Había también pue-
blos sedentarios que vivían de la agricultura. Desmontaban los bos-
ques, quemaban los troncos, para luego sembrar maíz sobre las
cenizas. Según Fernández, los Chiquitos eran un pueblo semise-
dentario que ya conocía la agricultura: “Cultivaban la tierra con
palos de madera tan dura, que suple la carestía de arados o azadores
de acero”[74].
También practicaban la caza y los hombres se alejaban en ex-
cursiones en grupos, en procura de obtener las provisiones necesa-
rias para compensar las pobres cosechas. Cazaban jabalí, ciervo,
oso hormiguero, tapir, etc. Estas prácticas se mantuvieron en el pe-
ríodo jesuítico, ya que frente a una mala cosecha era necesario re-
currir a la caza.
Hemos de ocuparnos del rubro textil, que es el tema que nos
ocupa. En relación con la vestimenta, Fernández describía:

154
“Cuanto al vestir, los hombres andan totalmente desnudos; las mu-
jeres traen una camiseta de algodón que llaman tipoy, con mangas
largas hasta el codo y lo demás del brazo, desnudo. Los caciques
y los principales usan también de este vestido, aunque un poco más
corto.”[75]
Knogler nos proporciona un testimonio muy interesante.
“Andan desnudos, pues no hace frío en su país. Pero llevan una
seña que indica su nacionalidad y su idioma. Algunos usan con tal
fin un pedazo de piel de presa, con el cual se cubren, o bien com-
ponen un tejido de fibra o de algodón silvestre.”[76]
También nos decía acerca de otra tribu:
“He visto una tribu cuyos hombres llevan adherido al cuello un
cuero de tigre resecado que mueven de un lado al otro según el
viento que corre y que les sirve de colchón. Las mujeres de esta
tribu se envuelven la parte superior del cuerpo en un tejido de al-
godón silvestre o de fibra, dándose varias vueltas alrededor del
pecho con una larga faja. Estas mismas mujeres se cortan el cabe-
llo al rape y dejan solamente una especie de copete desde la frente
hasta la coronilla, de la altura del ancho de una mano. Se mantiene
erguido y resulta para ellas sumamente gracioso.”[77]
Este testimonio es relevante respecto al tema textil, ya que
nos permite deducir que el algodón silvestre, de origen americano,
se extendía hasta esta zona del oriente altoperuano.
Se adornaban de distintas maneras, con pinturas corporales y
tatuajes:
“Otros se ungen con tierra rodena, embadurnándose especial-
mente la cabeza, de modo que parecen llevar puesto un casco de
punta. Otros se pintan el cuerpo haciendo rayas con materias co-
lorantes extraídas de raíces y plantas. Como la pintura es fácil de
quitar, pueden adornarse con otras figuras, usando diferentes co-
lores. Las mujeres se tatúan sirviéndose de espinas puntiagudas
con las cuales se pintan en el rostro una flor, un pájaro o un ani-
mal; mientras las punzadas están todavía frescas, pulverizan un
pedazo de carbón e introducen el polvo en las heridas que forman
los contornos de la figura. Cuando las lesiones se han cicatrizado

155
queda este cuadro imborrable, pues nada logra borrar las man-
chitas negras.”[78]
Utilizaban como ornamentos las conchas de caracoles y mo-
luscos, que las mujeres usaban en grandes cantidades para hacerse
cadenas, a las que apreciaban tanto como si fueran piedras precio-
sas. Asimismo, los varones se perforaban, en la primera infancia, el
labio inferior a un dedo de distancia de la boca y les colocaban en
el orificio una maderita parecida a un clavo, con una cabeza para
que no se cayera de lugar.
Este pedacito de madera era hueco como una cañita, de modo
que podían fijar en él otra maderita del tamaño de un dedo pero del-
gado como una aguja de coser. Esta madera la podían sacar y cam-
biar. Otros varones tenían el labio superior perforado a ambos lados
para poner unos tarugos adentro. Por todo esto su cara resultaba
bastante extraña para los europeos. Se quitaban las cejas, friccio-
nando la piel con ceniza para que ésta no creciera nuevamente.
También algunos se perforaban el lóbulo de la oreja, colocando ma-
deras en el orificio, sustituyéndolas periódicamente por otras más
gruesas, por lo cual el orificio se ampliaba y el lóbulo se tornaba
cada vez más flaco y largo[79].

Las misiones jesuíticas


Establecer misiones entre estos indígenas conllevó un proceso
de transformación, en el cual estos pasaron de ser seminómades a
sedentarios. Asimismo, en estos pueblos se englobaban diferentes
etnias, que antes eran enemigas y que luego se manejaron en un
ámbito de convivencia pacífica.
Como dato interesante, debemos destacar que las diferentes
naciones que se reunían en un pueblo vivían separadas, cada una
bajo la dirección de un cacique, cuya casa se encontraba, por lo ge-
neral, en una esquina desde donde podía dominar con la vista la
calle reservada para su tribu.

156
Modo de subsistencia de las misiones
Estas misiones entre los Chiquitos, se desenvolvían dentro de
una economía de subsistencia. Había dificultad en las comunica-
ciones, porque no había ríos navegables y durante la estación de las
lluvias, se inundaban los caminos y casi todo el territorio, que se
mantenía aislado.
Dentro de las actividades principales se encontraban la gana-
dería, especialmente de ganado vacuno y en menor medida, caballar
y mular utilizado para transporte, y la agricultura de maíz, mandioca
o yuca y caña de azúcar. No se elaboraba azúcar, sino que simple-
mente se tomaba su jugo. El padre Schmid advertía que esto sucedía
por la dificultad en las comunicaciones, a diferencia del Brasil,
donde era un cultivo costero, por lo cual los lusitanos la exportaban
en los buques de carga a Europa[80].
Para poder mantener los gastos de estos pueblos, que reque-
rían de productos importados que eran muy caros, tales como el
hierro y acero, y para conservar en buen estado las iglesias y sa-
cristías, se implantó la fabricación de cera de abejas silvestres. Esta
se enviaba a la ciudad altoperuana más cercana, de donde los espa-
ñoles la mandaban a Potosí. Allí se vendía y ese dinero era entre-
gado a los misioneros, previa deducción de los gastos. La ganancia
sufragaba todo lo necesario: hierro, estaño, cuchillos, tijeras, agujas,
géneros y telas, utilizadas para adornar los altares y para los hábitos
sacerdotales, así como el vino para misa y la harina para las hostias.
Muchas veces, sin embargo, esta entrada resultaba escasa para ad-
quirir todo lo necesario, lo que obligaba a reunir más cera en el pró-
ximo año[81].
La distancia desde las misiones de Chiquitos a Chuquisaca y
Potosí, dificultaba los beneficios que podían obtener de la cera y
los lienzos que enviaban.
Observamos que mientras el textil para vestir a los indios pro-
cedía de la producción local; se recurría al importado, que era muy
caro, para usos específicos, tales los relacionados con el culto y el

157
hábito de los sacerdotes. El precio exorbitante del textil importado
en Potosí, hacía que sólo se pudiera acceder a una cantidad exigua.
Merece destacarse la labor que realizaban los misioneros en
estas reducciones, donde no sólo se ocupaban del aspecto espiritual,
sino que también debían atender el material:
“... no sólo son curas párrocos que deben predicar, oír confesión
y gobernar las almas, también son responsables por la vida y la
salud de sus parroquianos y deben procurar todo lo que se necesita
para su pueblo, pues el alma no se puede salvar si el cuerpo pe-
rece. Por lo tanto, los misioneros son consejales y jueces, médicos,
sangradores, albañiles, carpinteros, herreros, cerrajeros, zapate-
ros, sastres, molineros, panaderos, cocineros, pastores, jardineros,
pintores, escultores, torneros, carroceros, ladrilleros, alfareros, te-
jedores, curtidores, fabricantes de cera y de velas, estañeros y mu-
chas cosas más, en vista de que deben reemplazar a todos los
artesanos que hay comúnmente en un pueblo europeo.”[82]

Producción de algodón
El Padre Martín Schmid, quien se desempeñó en estas misio-
nes como maestro de música, nos ofrece su testimonio acerca del
cultivo de algodón:
“Vientos no nos faltan. Nos agradan si son refrescantes, como el
viento sur que viene del polo antártico y que trae, a veces, un frío
intenso y muy raras veces escarcha, muy perjudicial para nuestros
campos, especialmente para las plantaciones de algodón que dan
buen resultado en nuestro país y compensaron a los indios y a los
misioneros por la falta de lino y lana.”[83]
En relación con el tejido, había muchos telares en cada pue-
blo, porque en casi todas las casas las mujeres tejían las camisas
para la familia. Estas eran hábiles hilanderas:
“Las mujeres hacen el hilo de algodón sin rueca y sin torno de
hilar, hilan mientras caminan, sentadas o de pie. Alrededor del
brazo izquierdo ponen el algodón y sacan de allá la fibra y la en-
rollan en el huso al que nunca dejan que toque el suelo. En vez de
mojar los dedos de vez en cuando, los meten a ratos en una escu-

158
dilla llena de ceniza limpia que llevan siempre consigo a tal fin.
Los chicos no las molestan en esta ocupación, pues los cargan a la
espalda en un pañolón, de modo que tienen ambas manos libres
para hilar o para otros trabajos.”[84]

La vestimenta
Si los hombres querían usar pantalones, recurrían al cuero:
“Quien quiere tener pantalones se los fabrica de cueros, puesto
que ya todos saben curtir; se los ponen abajo de la camisa, de
modo que aparece sólo un pedazo alrededor de la rodilla. Los que
son muy laboriosos se hacen también un jubón de cuero con o sin
el pelo del animal en cuestión. Así se ve caminar por el pueblo
medio tigre, medio oso hormiguero, medio ciervo, medio mono o
jabalí.”[85]
Para adornarse recurrían, en algunas ocasiones, a una corona
de plumas de papagayo y a las de avestruz en las caderas. Cuando
se trenzaban el cabello, usaban un penacho abajo. Las mujeres no
usaban esos adornos, sino collares de conchas de caracoles, meji-
llones, frutos colorados, cuentas de vidrio, etc.
Sánchez Labrador mencionaba que estos versos parecían es-
critos para ellas:
“El femenil ardor adula el daño
De pobres mendigueses infelices
Rústico traje pero tan extraño
Conchas y cocos de inferior tamaño
Varían a colores sus matices
siendo parte aceptado en su hermosura
La idea de tan rara compostura.”[86]
Con relación a su aspecto, así los vio este misionero cuando
hizo el viaje desde Belén a Chiquitos:
“Cuanto permite su pobreza (que es muy grande) están limpios y
aseados, el pelo tendido hombres y mujeres y el rosario al cuello
patente y manifiesto y sin este sagrado adorno jamás se verá chi-
quito, ni grande, ni pequeño.”[87]

159
Vivían descalzos y, únicamente, cuando viajaban por el monte
se hacían ojotas, con suelas de pieles fuertes sin curtir, atadas con
correas en los dedos de los pies y los talones.
D’Orbigny señalaba cuál era la vestimenta de los hombres
hacia 1831:
“Llevan la ropa de los campesinos de San Cruz; tienen un calzón
de algodón, camisa y la cabeza descubierta, los cabellos le caen
sobre los hombros.”[88]
En cuanto a la vestimenta femenina expresaba lo siguiente:
“... las mujeres indígenas, vestidas con su tipoi, especie de camisa
larga de algodón sin mangas, adornada arriba y abajo con borda-
dos de lana de color y larga hasta el suelo. Estos tipois no se atan
en el talle, de modo que flotan sin amoldarse el cuerpo.”[89]
También mencionaba que las mujeres llevaban una trenza
caída hacia atrás y que sus cuellos y brazos estaban cargados con
varios kilogramos de cuentas de vidrio colorado.

La manufactura textil chiquitana después de la expulsión de los


jesuitas
Lamentablemente, después de la expulsión de los jesuitas,
estos pueblos debieron sobrellevar múltiples inconvenientes. La
suerte de los mismos dependía de los administradores y los curas,
que reemplazaron a los jesuitas, y el grado de corrupción existente
entre éstos, era muy grande. Sin embargo, se mantuvo en parte el
sistema de trabajo ideado por los jesuitas, según el cual los indios
trabajaban tres días a la semana en los campos comunales, que a
partir de la Independencia pertenecerían al Estado, y los otros tres
en sus propias tierras.
También debieron soportar la invasión de los indios guaycuy-
rúes en los primeros años después de la expulsión de los jesuitas.
Tres cuadernos del Archivo de Chiquitos se llenaron con autos for-
mados contra las irrupciones de estos indígenas entre los años 1767
y 1774[90].

160
A pesar de ello, los indios Chiquitos continuaron elaborando
tejidos después de la expulsión de los jesuitas. Del relevamiento de
material documental en el Archivo General de la Nación, hemos
encontrado testimonios que se refieren al tema en cuestión. En carta
del gobernador Melchor Rodríguez al virrey Nicolás de Arredondo,
escrita en Chiquitos el 25 de marzo de 1792, se hacía referencia a
la labor del capitán Antonio López Carvajal en la provincia. Este no
se había ocupado del plantío de algodonales, que era uno de los
ramos principales, ni se ocupó de las casas de los indios ni de que
sembraran para su subsistencia. Esto provocó que ante el hambre,
los indios se dirigieran a los montes. Dejó a la provincia con una
deuda de 40000 pesos, cuando si estuviera bien gobernada podría
contribuir con 20000 pesos al Real Herario. Asimismo, informaba
acerca de la presencia de indios salvajes que ponían en peligro estos
pueblos, tales como los: ymonos, guaycurués, guanás, payaguás y
chiriguanos. La Administración General le envió en auxilio 3000 a
4000 pesos en bayeta de la tierra, “fierro”, cuchillos y chaquinas, a
cambio de cera y lienzos[91].
En otra carta de Melchor Rodríguez al virrey Nicolás de
Arredondo, del 25 de junio de 1793, contestaba una Real Cédula,
fechada en San Lorenzo el 18 de octubre de 1702, donde se
solicitaba que informaran sobre las necesidades públicas más
urgentes de la provincia. Manifestaba que con la expulsión de los
jesuitas, había disminuido el número de ganado vacuno, debido a
los malos gobiernos. De las 100000 cabezas con que se contaba
anteriormente, se llegó a una situación de carencia de carnes,
provocando que los indios se fueran a los montes. Durante su
gobierno se volvió a fomentar la cría de ganado. El dinero no se
debería tomar del ramo de las limosnas del sumario, sino del
excedente de lienzos y de ahí comprar 2.000 reses anuales por
espacio de tres o cuatro años, para poder dar al Real Herario la suma
de 20.000 pesos anuales[92]. Vemos las distintas utilización del
textil. Por un lado, de la carta anterior se desprende que servía, junto
con la cera, como trueque por artículos necesarios para estos
pueblos, que fueron enviados por la Administración General. La

161
última carta muestra un excedente en lienzos que podría utilizarse
para compra de ganado.
Finalmente, en una nota de Melchor Rodríguez al virrey Ni-
colás Arredondo –Chiquitos, 29 de septiembre de 1794-, que acom-
pañaba su memorial de servicios, le informaba acerca de su mal
estado de salud, por lo cual solicitaba ser enviado a Montevideo
con pago de todo el sueldo, o lo que considerase el virrey. Asi-
mismo, planteaba cómo sacó a la provincia de una situación de
deuda, encontrándose en ese momento con una ganancia conside-
rable, gracias al fomento de la ganadería, el laboreo de la cera y la
producción de lienzos y añil:
“… después de sufragar sus cargas anuales produce a fabor del
Real Herario veinte mil pesos, sin contar con veinte mil cabezas de
ganado bacuno, y con proporción al caballar y mular, que antes iba
en decadencia; con la refacción de los Pueblos y oficinas para el
laboreo de zera y lienzos; agregándose esto y entable del beneficio
del Añil que ofrece mucha utilidad, de modo que de todo lo ex-
puesto resultan a favor de la temporalidad la crecida suma de dos-
cientos mil pesos…”[93]
El Teniente Coronel Miguel Fermín de Riglos, oficial de gran
mérito, quien fue nombrado gobernador en 1799 y murió en 1808,
fue uno de los buenos gobernantes que se preocupó por la situación
de estos pueblos.
Los primeros documentos de su gobierno que figuran en el
Archivo de Chiquitos, son expedientes que dirigió a la tesorería de
Santa Cruz para solicitar herramientas para los talleres y mulas para
transportar los productos de los pueblos a Santa Cruz. El Archivo
contiene informes anuales de las reducciones que se ocupan de la
existencia de ganado y la producción de los talleres. Los informes
de San Miguel, de 1804-1805, mostraban una población de 2577
habitantes, una carpintería con un maestro y dieciocho oficiales, un
taller de pintura con un maestro y veinticinco oficiales, una herrería
con un maestro y doce oficiales, una escuela para ambos sexos con
cuarenta y tres alumnos, una escuela de música con dos maestros y

162
cincuenta alumnos, estancias con ocho mil novecientas noventa y
nueve cabezas de vacuno, etc. Este funcionario introdujo la vacuna
contra la viruela entre los indios Chiquitos[94].
En una relación de una visita efectuada por Riglos, que fue
publicada en el Telégrafo Mercantil del 3 de enero de 1801, infor-
maba acerca de su labor de fomento de diversas actividades, entre
ellas la manufactura textil:
“… dispuse que los hilados fuesen finos, ofreciendo y dando pre-
mio á las mugeres que lo hacían mejor, y en efecto he establecido
en todos los Pueblos, texidos de Paños de manos, de macana, de
mantelería, de lienzo blanqueado, de medias, de mejorar la Cera,
y fabricar belas.”[95]
De esta producción se hicieron dos remesas a la Administra-
ción General de Chuquisaca, donde fue vendida en menos de ocho
días, sin dejar de enviar mucho más de lo acostumbrado al Receptor
de Santa Cruz.
En este mismo artículo se mencionaban los oficios promovi-
dos por los jesuitas entre los jesuitas, tales como herreros, plateros,
carpinteros, torneros, fundidores, zapateros y los que se dedicaban
al “beneficio de la cera”. Durante la gobernación de Riglos nueva-
mente se estimuló el aprendizaje de oficios en los diferentes pueblos
a través de maestros:
“…he puesto á cada uno, y en cada Pueblo, seis muchachos apren-
dises, y no hace diez meses, que empezaron, y ya trabajan a una
con los Maestros, por que son estos naturales de una havilidad ex-
traordinaria que imitan todas las muestras que se les ponen por
delante.”[96]
Asimismo, se ocupó de fomentar el cultivo del algodón, que
era “el principal manantial de la felicidad de estas Misiones”, orde-
nando que todos los administradores lo sembraran y cuidaran las
sementeras en sus respectivos pueblos. Les envió semillas “trahidas
de afuera”, para evitar la escasez. En los “años buenos” se deberían
hacer depósitos con el algodón, para poder utilizarlos en los “años
malos”[97].

163
En una carta de Riglos dirigida al virrey Joaquín del Pino -
Santa Ana, 26 de agosto de 1801-los felicitaba por haber sido nom-
brado virrey y le informaba que antes de su ingreso sólo se producía
cera y lienzo llano. El se dedicó a que se “afinasen” los hilados y
en esos momentos se hacían paños y macandos?, parecidos a los de
Moxos, pero más durables. Asimismo, le informaba el haberle en-
viado muestras de tejidos. En otra carta del 26 de agosto de 1801,
reiteraba estos conceptos, afirmando que la Real Audiencia aprobó
esta actividad y que los tejidos contaban con la aceptación del pú-
blico[98].
En una nota de Riglos al virrey Marqués de Sobremonte, el 30
de abril de 1806, en la cual le adjuntaban muestras de tejidos, des-
tacaba las mejoras obtenidas en la producción de rosarios, cera y
textiles:
“Dirijo á V. E. por quadriplicado Treinta y seis Muestras de los
Texidos mas finos (...)que estan texiendose en las Oficinas de estos
Pueblos en este año, y de los Rosarios qe se hazen También por los
Naturales, cuyos Establecimientos e dirijido yo desde mi ingreso
a este mando; pues en los anteriores Goviernos no á havido estas
Labores, sino la de Lienzos ordinarios, y Rosarios toscos,
haviendo logrado al mismo tiempo aumentár y mejorár el
Veneficio de la Zera que producen estos montes, á favor de la
temporalidad de los Pueblos, y en Veneficio de estos Naturales y
su fomento.”[99]
El Virrey recibió este muestrario, que fue enviado en cajones
con el correspondiente pasaporte a la receptoría de Santa Cruz y
Administración General de Chuquisaca.
El muestrario, que incluye muestras de tejidos fabricadas por
los naturales de Chiquitos entre los años 1766-1809, es sumamente
valioso, dado que nos permite conocer cómo era el algodón que se
tejía en estos pueblos, así como los motivos y los colores emplea-
dos. El mismo se encuentra en el Archivo General de la Nación y
fue publicado por el Dr. Ricardo Caillet Bois. Nosotros lo hemos in-
cluido en nuestro Apéndice Documental.

164
La Dra. Ruth Corcuera nos facilitó la siguiente información,
que consideramos sumamente relevante. Envió una hebra de este al-
godón al Instituto Universitario del Nordeste (Corrientes), que di-
rige el ingeniero Krapovickas, en noviembre de 2006. Del análisis
de la fibra surge que se trata de algodón gossipium barbadense, es
decir algodón americano. Los colores utilizados en este muestrario
corresponden al algodón sin teñir, que van del marfil casi blanco al
marrón oscuro, a excepción del azul que es teñido.
Esta información nos permite corroborar que en Chiquitos se
utilizó algodón americano y, al mismo tiempo, comprobar como la
Corona, a través de sus funcionarios en América, alentó en algunas
ocasiones la producción de “ropa de la tierra”, continuando –en este
caso- la labor jesuítica.
Por otra parte, en procura de fomentar la manufactura textil,
el marqués de Avilés, en ese entonces virrey del Río de la Plata,
concedió pasaporte al ex soldado saboyano José Sibilat en marzo de
1800, para que pasara a las Misiones de Chiquitos a instalar una fá-
brica de lienzos y medias de algodón. Riglos tenía gran confianza
en Sibilat, dado que sabía que era capaz de hilar media libra de al-
godón por día, por lo cual le facilitó personalmente el viaje y le
consiguió la baja y el dinero necesario para el camino[100]
Lamentablemente, los acontecimientos políticos relacionados
con la guerra de la Independencia afectaron la tranquilidad de estos
pueblos que, en algunas circunstancias, se vieron obligados a luchar
en uno u otro bando. Sin embargo, el testimonio de los viajeros nos
permite corroborar que, a pesar de las dificultades, se continuó con
la elaboración de tejidos. Alcides D’ Orbigny, quien visitó el pueblo
de San Javier en julio de 1831, mencionaba que había en su Cole-
gio, denominado entonces “casa de gobierno”, cuatro patios:
“... que ofrecen departamentos espaciosos para el administrador,
el cura, las habitaciones destinadas a los viajeros y numerosos ta-
lleres. Cuarenta telares funcionan sin interrupción y vi también
curtidores, zapateros, carpinteros, torneros y herreros. Observé
además instalaciones para la refinación y el blanqueo de la cera

165
de abejas silvestres y para la elaboración de azúcar. Estos talleres
suministran productos expedidos todos los años a Santa Cruz por
cuenta del Estado, único propietario aquí.”[101]
Según D’Orbigny las entradas disminuyeron considerable-
mente en relación con la época jesuítica:
“Con los jesuitas, Chiquitos producía alrededor de 300.000 fran-
cos; con los primeros gobernadores españoles daba otro tanto. Hoy
apenas rinde 59.000 francos, en tanto que los sueldos de los em-
pleados, la paga de un pequeño destacamento de soldados situado
en la frontera con el Brasil, en el camino a Matto Grosso, y el mi-
nimum necesario elevan los gastos a 69.500 francos.”[102]
François de la Porte, Conde de Castelnau, a mediados del
siglo XIX, manifestaba que se entregaba algodón a las mujeres,
quienes debían devolver una libra de hilo por cada cinco libras de
algodón en bruto. Este trabajo se pagaba con carne, la que se dis-
tribuía entre las hilanderas. Los hombres se ocupaban del tejido.
Los géneros que se fabricaban eran bastante ordinarios. El tejido
se pagaba en especies, a razón de una vara de género por diez varas
de tejido[103]

4. LA PRODUCCIÓN TEXTIL EN MOXOS DESPUÉS DE LA


EXPULSIÓN DE LOS JESUITAS

Moxos, en el noreste altoperuano, estaba ubicado en una zona


de frontera con el Brasil lusitano. Contaba en las postrimerías del
siglo XVIII con varios pueblos importantes: San Pedro, Loreto, Tri-
nidad, Santa Ana y La Exaltación, con 22.000 habitantes.
La política borbónica buscaba fomentar la actividad econó-
mica en América, siempre que ésta no compitiera con la de la Pe-
nínsula, y perseguía, entre otros, claros fines de recaudación de
impuestos, para hacer frente a las diferentes guerras que libraba la
Metrópoli en Europa. Asimismo, la política borbónica en relación
con la Iglesia se caracterizaba por el regalismo, verificado en primer
lugar con la expulsión de los jesuitas, lo cual impactó en el gobierno

166
de estas reducciones y fue la política que se siguió implementando
en las mismas.
Al implantarse la Real Ordenanza para el establecimiento e
instrucción de Exército y Provincia en 1782, estableció entre las
obligaciones de los gobernadores intendentes, informarse:
“... particular y separadamente del temperamento y calidades de
las tierras que comprehende cada Provincia, de sus producciones
naturales en los tres reinos: mineral, vegetal y animal; de la industria
y comercio activo y pasivo... Instaba a que fomentasen las cosechas
de cera de abejas silvestres y de colmenas y de algodón”[104].
Lázaro de Ribera fue nombrado gobernador de Moxos el 3
de septiembre de 1783, con lo cual terminaba el período de los in-
terinatos. Si bien había nacido en Málaga en 1756, se trasladó joven
a América en 1775. En Lima se desempeñó como paje del Virrey.
Allí concluyó su formación personal bajo la tutela de Cosme Bueno,
quien lo introdujo en las ideas de la Ilustración:
“El nuevo gobernador de Moxos –dice Vázquez Machicado- traía
una mentalidad trabajada por las corrientes modernas a la sazón
en Europa y que incluso habían invadido España. El Fisiocratismo
y el Enciclopedismo eran signos positivos del Iluminismo, el Auf-
klaerung teutónico. Una nueva ideología con referencia a la con-
dición misma del hombre se había divulgado concretándose en
fórmulas de un jusnaturalismo que abogaba por ciertos derechos
propios e inmanentes de la naturaleza humana.”[105]
A diferencia de sus antecesores, realizó visitas a los distintos
pueblos, tratando de sacarlos del estado de abandono en que se en-
contraban.
Después de la visita a Santa María Magdalena, en junio de
1789, dio varias instrucciones: prohibir la entrada de todo tipo de
comerciantes que hacían negociaciones con los curas; fomentar la
cría de ganado; procurar aliviar a los indios encargados de las na-
vegaciones; fomentar la agricultura (fundamentalmente algodón y
cacao); ordenar la enseñanza del castellano y, por último, recomen-
dar respetar el fomento de la soberanía rural[106]

167
Este funcionario procuró quitarle poder a los curas doctrine-
ros, y sacarles a éstos el manejo de las Temporalidades, incorpo-
rando administradores que se ocuparan del aspecto material,
mientras los doctrineros sólo lo harían del aspecto espiritual. Acu-
saba a los curas de mantener contrabando con los cruceños (Santa
Cruz de la Sierra) y portugueses, evadiendo una cantidad impor-
tante de dinero, y de ser los responsables de la relajación de costum-
bres.
Elaboró un plan de Gobierno, Reglamento de Administrado-
res, que fue rechazado por autoridades civiles, como el gobernador
de Santa Cruz, Francisco de Viedma, y eclesiásticas: el Obispo de
Santa Cruz y los curas doctrineros, y tampoco contó con el apoyo
de los indios. Este plan fracasó, al provocar un amotinamiento de
los indios, encabezado por el cacique Maraza, del pueblo de San
Pedro, que obligó al gobernador Zamora, sucesor de Ribera, a salir
de la provincia en 1801. El fin de la administración jesuítica estuvo
marcado en esta área por el enfrentamiento del poder civil y ecle-
siástico y la consecuente inestabilidad en el gobierno de estos pue-
blos.
Nos hemos de referir a los aspectos relativos con el fomento
de la actividad textil.

Manufactura textil
Ribera en un informe al virrey Arredondo, destacaba la labor
de los indios en los diferentes oficios:
“La habilidad de estos Naturales no puede menos que admirar á
todo el que reflexione la destreza con que un solo individuo
desempeña varias artes y oficios. Hay muchos Indios que son á un
tiempo buenos músicos, texedores, bordadores y carpinteros. No
tienen el talento de la invención, pero imitan perfectamente quanto
veen.”
En relación con la industria textil, el material utilizado era el
algodón:

168
“Con su algodón hacen varios texidos para mantelerías, sobreme-
sas, colgaduras de camas, paños de mano y listados.
En el día imitan una cotonia de cordoncillo muy semejante á una
que traxe de Europa en una chupa que les sirvió de muestra. Los
gorros y las medias, también de algodón, que ahora van traba-
jando prometen a su comercio buenas esperanzas.”[107]
También trabajaban la madera y los cueros, pero los principa-
les productos que se comercializaban eran el cacao, el sebo, cera y
café. Estos productos eran de la comunidad y se los entregaba a los
administradores, quienes los enviaban a través de los ríos Mamoré
y Grande a la Administración subalterna de Santa Cruz, de donde
pasaban a la General, que se encontraba en La Plata. De allí reci-
bían: sal, hierro, “ropa de la tierra” y algunos géneros de Europa
para la conservación de los templos y las necesidades de la provin-
cia.
Existían conflictos entre las autoridades civiles y religiosas.
El funcionario criticaba duramente a los curas, a quienes acusaba de
remitir a la Administración General sólo 7 u 8.000 pesos de los 70
u 80.000 que producían los pueblos. El resto se destinaba al contra-
bando con los dominios de Portugal. Asimismo, los españoles que
entraban a estos pueblos, sólo podían tratar con los curas, ya que les
estaba prohibida toda comunicación con los indios. Estos sólo ha-
blaban quichua o aymará, desconociendo el castellano. Según el
gobernador, los pueblos, que recibían 200 o 300 pesos en abalorios,
navajas, agujas y otras bujerías, tenían que entregarle 4 o 6.000
pesos a sus administradores eclesiásticos.
Dos años más tarde, Lázaro de Ribera señalaba que las tres
grandes columnas del “edificio de la prosperidad de Moxos” eran
el cacao, el sebo y los tejidos de algodón. Respecto a los tejidos
decía:
“Los texidos que salen de las manos de los Indios Moxos tienen
estimación en todo el Perú, y sin embargo de que la concurrencia
de otras Provincias divide con la de Moxos este comercio, la buena
calidad de los suyos, le dá la superioridad sobre las otras.”[108]

169
Comparaba la producción anterior con la actual, expresando
que antes sólo se elaboraban paños de mano y mantelería, realiza-
dos por mujeres y hombres respectivamente. Se buscó hacer un
nuevo tejido:
“... cuyo consumo comprehendiese todas las clases del Perú. Este
es un lienzo que llaman tucuyo, aunque el de aquí no merece este
nombre por su excelente calidad. La dificultad estaba en hallar
pronto telares y tejedores...”[109]
Se establecieron ochenta y ocho telares que tejieron sesenta
y seis mil seiscientas ochenta y seis varas de lienzo de algodón.
La Audiencia se ocupó de instalar una fábrica de muselina, y
después de muchos obstáculos logró que:
“... sin conocimiento ni noticias del telar, y solo con el auxilio de
un pedazo de musolina que sirvió de muestra, han hecho dos ten-
tativas que han producido 987 varas y últimamente se ha remitido
á la Administración General una pieza rayada.”[110]
Expresaba cómo se llegó a realizar una cotonía rayada, a tra-
vés de diferentes intentos:
“Ya han empezado –continúa diciendo- a trabajar una cotonia
rayada que tiene aprecio en el Perú... Hasta ahora solo han texido
4.479 varas, sin tener para esto mas guía ni maestro que una
chupa que traje de Europa. De ella cortaron un pedazo para des-
aserlo y examinar la dirección de los hilos. Setenta veces hicieron,
y desbarataron el telar, y después de caminar á tientas muchos
meces, consiguieron imitarla...”[111]
Se elaboraban también:
“Las medias, calzetas, gorros, y guantes de algodón se van adelan-
tando, y los cortes ce chupas y calzones, blancos y listados, con
otros objetos que piden fomento y atención, se trabajan con alguna
inteligencia.”[112]
También encontramos el testimonio del Oidor Protector de
Misiones, quien se refería al aumento de la población, a los cultivos
(entre los que se encontraba el algodón) y a instrumentos textiles:

170
“[...] aumentó la población que ha habido en dos años cinco meses,
a saber 494 a lunas con lo que asciende hoy el número a 20.017...
La labranza no ha tenido poco en el plantío de 22 cacaguetales, 52
algodonales y 12 cañaverales. La industria en la habilitación de
112 telares, 12 tornos de urdir y 13 trapiches para la fabricación
de azúcar.”[113]
Un cuadro estadístico del 18 de marzo de 1808 nos permite
apreciar la producción textil y compararla con la del período 1790-
1792. Observamos que se mantiene el mismo tipo de textiles, y con
relación a las cantidades resulta difícil la comparación ya que mien-
tras en algunos rubros es mayor la cantidad del período 1790-1792,
en otros tales como sobrecamas, sobremesas, sábanas, algodón, go-
rros, muselina, etc., mientras a veces no se puede comparar como
en el ejemplo de la cotonía rayada de 4.479 varas, mientras en 1808
hay cotonías lisas, listadas, obscuras y celestes, que suman 4.728
varas. Las alfombras bordadas sólo aparecen en el primer período.
Suponemos que las mismas se realizaban con algodón, dado que
era el material utilizado en esta área[114].
El informe de Ribera nos permite conocer la importante pro-
ducción de la zona en el período post-jesuítico, a pesar de la ines-
tabilidad en el gobierno de estos pueblos a fines del período
hispánico. Las guerras de la Independencia y los posteriores conflic-
tos políticos y sociales durante el proceso de surgimiento y confor-
mación de la Nación Boliviana contribuirán a la decadencia moral
y material de estas reducciones.

Notas
[1] MARTIN DOBRIZHOFFER, Historia de los abipones, Resistencia
(Chaco), Universidad Nacional del Nordeste, Facultad de Humanidades,
Departamento de Historia, 1967, v. I, p. 221.
[2] GUILLERMO FURLONG, Entre los abipones del Chaco: según no-
ticias de los misioneros jesuitas Martín Dobrizhoffer, Domingo Muriel,
Joaquín Camaño, Jose Jolis, Pedro Juan Andreu, José Cardiel y Vicente
Olvina, Buenos Aires, Talleres Gráficos San Pablo, 1938, p. 10.

171
[3] MARTIN DOBRIZHOFFER, Historia de los abipones, ob. cit., 1968,
v. II, pp. 101-102. Dentro de los autores que reprodujeron casi literalmente
esta subdivisión interna de los abipones encontramos los siguientes: SAL-
VADOR CANALS FRAU, Poblaciones indígenas de la Argentina: su
origen - su pasado - su presente, Buenos Aires, Editorial Sudamericana,
1973; LUDWIG KERSTEN, Las tribus indígenas del Gran Chaco hasta
fines del siglo XVIII, Resistencia, Universidad Nacional del Nordeste,
1968; BRANISLAVA SUSNIK, “Dimensiones migratorias y pautas cul-
turales de los pueblos del Gran Chaco y su periferia (enfoque etnológico)”
en Suplemento Antropológico 7 (1), pp. 85-107 y JAMES SAEGER, The
Chaco Misión Frontier. The Guaycuruan Experience, Tucson Arizona,
The University of Arizona Press, 2000.
[4] JAMES SAEGER, The Chaco..., ob. cit., p. 17. Véase también: CA-
RINA PAULA LUCAIOLI, Los grupos abipones hacia mediados del
siglo XVIII, Buenos Aires, Sociedad Argentina de Antropología, 2005, p.
74.
[5] MARTIN DOBRIZHOFFER, Historia de los abipones, ob. cit., 1969,
v. III, p. 120.
[6] Ibidem, v. III, p. 246.
[7] MARTIN DOBRIZHOFFER, Historia de los abipones, ob. cit., v. II,
pp. 16-17.
[8] MARTIN DOBRIZHOFFER, “Carta al R. Antonio Miranda” en GUI-
LLERMO FURLONG, “El Padre Martín Dobrizhoffer S. J: filólogo e
historiador (1718-1791)”, Boletín del Instituto de Investigaciones Histó-
ricas Nº 35, Buenos Aires, 1928, p. 435.
[9] VICENTE D. SIERRA, Los jesuitas germanos en la conquista espi-
ritual de Hispanoamérica, Buenos Aires, 1944, pp. 76-117. Véase tam-
bién: MARTIN DOBRIZHOFFER, ob. cit., v. I, p. 22.
[10] MARTIN DOBRIZHOFFER, ob. cit., v. III, p. 195.
[11] Ibidem, v. III, p.
[12] Ibid, v. II, pp. 113-114.
[13] Ibid, v. II, p. 114.
[14] Ibid, v. II, p. 114.

172
[15] Véase: Ibid, v. II y CARINA PAULA LUCAIOLI, Los grupos abi-
pones..., ob. cit., p. 126.
[16] JOSE CARDIEL, “Recuerdos del Gran Chaco” en Estudios XVIII,
p. 381.
[17] MARTIN DOBRIZHOFFER, La historia de los abipones, ob. cit., v.
III, p. 319.
[18] Ibid, v. III, p. 109.
[19] Ibid, v. II, p. 115.
[20] Ibid, v. II, p. 115.
[21] Ibid, v. II, pp. 115-116.
[22] Ibid, v. II, p. 116.
[23] Ibid, v. II, p. 120.
[24] Ibid, v. II, p. 137.
[25] Ibid, v. II, pp. 123-125.
[26] Ibid, v. II, p. 37. Véase también: CARINA PAULA LUCAIOLI, Los
grupos aipones..., ob. cit., p. 88.
[27] Ibid, v. III. Véase también: Ibid, p. 88.
[28] Ibid, v. II, p. 42.
[29] Ibid, v. II, p. 38.
[30] FELIX DE AZARA, Viaje por la América del Sur, Montevideo, Bi-
blioteca del Comercio del Plata, 1846, p. 185.
[31] MARTIN DOBRIZHOFFER, Historia de los abipones, ob. cit., v. II,
pp. 43-44. Véase también: CARINA PAULA LUCAIOLI, Los grupos
abipones…, ob. cit., pp. 88-89.
[32] Ibid, v. II, p. 130.
[33] Ibid, v. II, p. 515.
[34] Ibid, v. I, p. 515.
[35] Ibid, v. I, p. 515.
[36] Ibid, v. I, pp. 516-517.

173
[37] Ibid, v. II, p. ¿?.
[38] Ibid, v. I, p. 458.
[39] Ibid, v. II, pp. 130-131.
[40] Ibid, v. II, p. 131.
[41] Ibid, v. II, p. 110.
[42] Ibid, v. I., p. 512
[43] Ibid, v. I, p. 513.
[44] JOSE JOLIS, Ensayo sobre la historia natural del Gran Chaco, Re-
sistencia, Universidad Nacional del Nordeste, 1972, p. 105.
[45] Ibidem, p. 106.
[46] Ibid, p. 106.
[47] Ibid, p. 107.
[48] MARTIN DOBRIZHOFFER, ob. cit., v. I, p. 513.
[49] JOSE JOLIS, ob. cit., p.106.
[50] Ibid, p. 107.
[51] Ibid, v. II, p. 132.
[52] Ibid, v. II, p. 132.
[53] Ibid, v. II, p. 133.
[54] Archivo General de la Nación, Buenos Aires, República Argentina,
Sala III, 3-3-4-, t. 164.
[55] Ibid, v. III, p. 319.
[56] Ibid, v. III, p. 109.
[57] Ibid, v. III, p. 22.
[58] FLORENCIA SOL NESIS, Los grupos mocoví en el siglo XVIII,
Buenos Aires, Sociedad Argentina de Antropología, 2005, pp. 90-91.
[59] Ibid, p. 91.
[60] MARTIN DOBRIZHOFFER, ob. cit, v. III, p. 221.
[61] MARTIN DOBRIZHOFFER, ob. cit., t. III, p. 17.

174
[62] FLORENCIA SOL NESIS, Los grupos mocoví..., ob. cit., p. 52.
[63] GUILLERMO FURLONG, Entre los mocobíes de Santa Fe según
las noticias de los misioneros jesuitas Joaquín Camaño, Manuel Canelas,
Francisco Burgés, Román Arto, Antonio Bustillo y Florián Paucke, Bue-
nos Aires, Sebastián Amorrortu e hijos, 1938, p. 75.
[64] Ibid, p. 32.
[65] GUILLERMO FURLONG, Entre los mocobíes..., ob. cit., p. 133.
[66] FLORIAN PAUCKE, Hacia allá y para acá. Una estadía entre los
indios mocobíes, 1749-1767, Tucumán, Universidad Nacional de Tucu-
mán, 1944, v. III, p. 202. Véase también: FLORENCIA SOL NESIS, Los
grupos mocoví..., ob. cit., pp. 108-109.
[67] GUILLERMO FURLONG, Entre los mocobíes..., ob. cit., p. 96.
[68] Ibidem, pp. 96-97.
[69] Ibid, p. 98.
[70] Ibid, p. 158.
[71] ERNESTO J. A. MAEDER, Historia del Chaco, Buenos Aires, Plus
Ultra, 1997, p. 52.
[72] JUAN PATRICIO FERNANDEZ, Relación historial de las misiones
de los indios que se llaman Chiquitos, Madrid, 1726; nueva edición,
Asunción, 1896 en WERNER HOFFMANN, Las Misiones Jesuíticas
entre los chiquitanos, Buenos Aires, Fundación para la Educación, La
Ciencia y La Cultura, 1979, p. 4.
[73] JUAN PATRICIO FERNANDEZ, ob. cit., I, 52 en WERNER HOFF-
MANN, ob. cit., p. 6.
[74] JUAN PATRICIO FERNANDEZ, ob. cit., I, p. 56 en WERNER
HOFFMANN, ob. cit., p. 5.
[75] WERNER HOFFMANN, ob. cit., p. 7.
[76] JULIAN KNOGLER, Relato sobre el país y la nación de los Chiquitos
en las Indias Occidentales o América del Sud y las Misiones en su territo-
rio, redactado para un amigo en WERNER HOFFMANN, ob. cit., p. 140.
[77] JULIAN KNOGLER, ob. cit. en WERNER HOFFMANN, ob. cit.,
p. 140.

175
[78] JULIAN KNOGLER, ob. cit. en WERNER HOFFMANN, ob. cit.,
p. 140.
[79] Ibid, pp. 140-141.
[80] Carta del P. Martín Schmid, al P. Schumacher, San Rafael, 10 de oc-
tubre de 1744 (traducido del latín) en WERNER HOFFMANN, ob. cit.,
p. 189.
[81] JULIAN KNOGLER, ob. cit. en WERNER HOFFMANN, ob. cit.,
p. 157.
[82] Carta del P. Martín Schmid al hermano P. Francisco Schmid, que es-
taba en Baden (Suiza), 17 de octubre de 1744 (traducido del latín) en
WERNER HOFFMANN, ob. cit., p. 194.
[83] Carta del P. Martín Schmid al P. Schumacher, San Rafael, 10 de oc-
tubre de 1744 (traducido del latín) en WERNER HOFFMANN, ob. cit.,
p. 190.
[84] JULIAN KNOGLER , ob. cit. en WERNER HOFFMANN, ob. cit.,
p. 153.
[85] JULIAN KNOGLER, ob. cit. en WERNER HOFFMANN, ob. cit.,
p. 157.
[86] JOSE SÁNCHEZ LABRADOR. El Paraguay católico, ob. cit., t. I,
p. 81.
[87] JOSE SANCHEZ LABRADOR, ob. cit., t. I., p. 81.
[88] ALCIDES D’ORBIGNY, Viaje a la América Meridional, ob. cit., t.
III, p. 1148.
[89] Ibidem, t. III, p. 1145.
[90] G. RENE MORENO, Catálogo del Archivo de Mojos y Chiquitos,
Biblioteca Boliviana, Santiago de Chile, 1888, p. 335, XXXIII en WER-
NER HOFFMANN, ob. cit., p. 66.
[91] Archivo General de la Nación, Buenos Aires, República Argentina,
Colonia, Gobierno, Gobierno de Chiquitos, Sala IX, 20-6-7
[92] Ibidem.
[93] Archivo General de la Nación, Buenos Aires, República Argentina,
Colonia, Gobierno, Gobierno de Chiquitos, Sala IX, 20-6-7.

176
[94] René Moreno, Catálogo del Archivo..., ob. cit., p. 420, XXIII, citado
por: Werner Hoffmann, ob. cit., p. 68.
[95] Visita General hecha en el Gobierno de Chiquitos por su actual Go-
bernador el Teniente Coronel de Exército D. Miguel Fermín de Riglos, etc.
en Telégrafo Mercantil, Rural, Político, Económico e Historiográfico
del Río de la Plata (1801-1802), Reimpresión facsimiliar dirigida por la
Junta de Historia y Numismática americana, Buenos Aires, 1915, Nº 1, t.
III, domingo 3 de enero de 1801, p. 7. Véase también: RICARDO R. CAI-
LLET BOIS, “Un ejemplo de la industria textil colonial” en Boletín del
Instituto de Investigaciones Históricas Dr. Emilio Ravignani, Buenos Ai-
res, año XIV, t. XX, enero-junio de 1936, Nº 67-68, pp. 25-26; JOSE M.
MARILUZ URQUIJO, El Virreinato del Río de la Plata en la época del
Marqués de Avilés (1799-1801), Buenos Aires, Plus Ultra, 1988, p. 167.
[96] RICARDO R. CAILLET BOIS, “Un ejemplo...”, p. 12.
[97] Ibid, p. 12.
[98] Archivo General de la Nación, Buenos Aires, República Argentina,
Colonia, Gobierno, Gobierno de Chiquitos, Sala IX, 20-6-7.
[99] Archivo General de la Nación, Buenos Aires, República Argentina,
Colonia, Gobierno, Gobierno de Chiquitos, Sala IX, 20-6-7. Véase tam-
bién: Ricardo R. Caillet Bois, ob. cit., p. 25.
[100] Archivo General de la Nación, Licencias y pasaportes, Libro 15,
Sala IX, 12-9-1. Véase también: JOSE M. MARILUZ URQUIJO, El Vi-
rreinato..., ob. cit., p. 167.
[101] ALCIDES D’ ORBIGNY, Viaje a la América Meridional, Buenos
Aires, Editorial Futuro, 1945, t. III, p. 1147-1148.
[102] ALCIDES D’ORBIGNY, ob. cit., t. III, p.
[103] François de la Porte, Conde de Castelnau, Expédition dans les par-
ties centrales de l’Amérique du Sud, París, 1851-1857 en Werner Hoff-
mann, ob. cit. , p. 91.
[104] Archivo de la Nación Argentina, Documentos referentes a la época
de la independencia y emancipación política de la República Argentina y
de otras secciones de América que cooperó desde 1818 a 1828, Buenos
Aires, 1914, pp. 31 y sigs. Véase también: RICARDO R. CAILLET
BOIS, “Un ejemplo…”, ob. cit., p.19.

177
[105] HUMBERTO VAZQUEZ MACHICADO y H. PATIÑO TORRES,
“Un códice cultural del siglo XVIII” en Historia, Buenos Aires, IV, Nº.
14, 1958, p. 74. Véase también: ALCIDES PAREJAS MORENO, “Un
impacto de la expulsión: el ‘nuevo’ régimen en Moxos” en Jesuitas. 300
años en Córdoba, ob. cit., pp. 299-300.
[106] A.G.I., Audiencia de Charcas, 6233 en ALCIDES PAREJAS MO-
RENO, “Un impacto...”, ob. cit., pp. 300-301.
[107] RICARDO R. CAILLET BOIS , ob. cit., p. 20.
[108] Ibidem, p. 22.
[109] Ibid, p. 22.
[110] Ibid, p. 23.
[111] Ibid, p. 23.
[112] Ibid, p. 23.
[113] A.G.I., Audiencia de Charcas, 142 en ALCIDES PAREJAS MO-
RENO, ob. cit., p. 305.
[114] Véase Apéndice Documental.

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