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Filosofía y Teatro Derrida. El Sacrificio
Filosofía y Teatro Derrida. El Sacrificio
Filosofía y Teatro Derrida. El Sacrificio
¿Estas dos
experiencias no privilegian acaso una cierta autoridad de la presencia y de la visibilidad?
Autoridad de la mirada, autoridad de la óptica, de lo eidético, del theorein, de lo teorético.
Este privilegio de la teoría con que regularmente se asocia, con o sin razón, a la Filosofía,
es el ver, el contemplar, el mirar. Desde el eidós platónico hasta el objeto o la objetividad
moderna, la Filosofía puede ser leída -no sólo, pero fácilmente- como una historia de la
visibilidad, de la interpretación de lo visible. Ese es un destino que la Filosofía comparte
desde su origen, de manera a veces muy conflictiva, con las artes de lo visible y con un
cierto teatro.
Pero si desde siempre lo invisible trabaja lo visible, si por ejemplo la visibilidad de lo visible
-eso que hace visible a la cosa visible- no es visible, entonces en tal caso una cierta noche
viene a abismar la presentación misma de lo visible. Ella viene a dejar lugar, en la
representación de sí, a esta palabra por esencia invisible, que viene por debajo de lo
visible, como el judío de Mary Tudor en la puesta en escena de Daniel Mesguich, quien, en
el lugar del apuntador [prompteur], venía a soplar para hacer visible el fuego[ii]. Así pues,
se trataría de dejar lugar a lo invisible en el corazón mismo de lo visible, a lo no teorizable
en el corazón de lo teórico, a lo no teatral -como por sorpresa [comme au coup de
théâtre]- en el corazón del teatro.
A partir de esta autoridad de la mirada y de lo que ella sostiene podríamos seguir una
serie de analogías entre el teatro y la filosofía. A este respecto, Daniel Mesguich propone,
tanto en su libro L'éternel éphémère como en su teatro, lugares de resonancia en donde
entender y pensar las relaciones entre el teatro y la filosofía[iii].
En primer lugar, Mesguich es uno de esos paradojales inventores que saben hacer del
libro, o de un libro, una escena, "un volumen teatral". Que constantemente saben
reconducir(se) el libro de una manera complicada.. Él trabaja [joue] una alianza entre el
teatro y el libro en contra de la imagen, contra una cierta interpretación de la imagen. En
este sentido, al jugar [joue] contra la imagen, su teatro es iconoclasta[iv]. O mejor dicho,
lo es al jugar contra las imágenes que, bajo una forma mediática, se emparentan hoy con
un cierto espacio público. Naturalmente el libro del cual se habla no es una totalidad
cerrada, pero es preciso estar atento a lo que esta alianza del teatro y del libro puede
engendrar en lo que respecta a voltear las perspectivas que tenemos de la relación entre
teatro y filosofía.
En L'éternel éphémère, Daniel Mesguich esboza de la manera más sencilla, dos analogías
parciales entre teatro y filosofía. La primera podemos entenderla en la huella de aquello
que sugería al principio, es decir de una cierta autoridad de la mirada:
Daniel Mesguich subraya esta paradoja que une el teatro y la filosofía -perdiéndolas
vertiginosamente- , por la cual ambos tratan de pensarse y de representarse a sí mismos,
de metaforizarse. Filosofía en y de la filosofía, teatro en el teatro, teatro exhibiendo el
teatro sustrayendo entonces así su propia visibilidad, quemándola y consumiéndola, por
así decir.
La segunda de estas analogías concerniría a los órdenes comparados del filósofo y del
hombre de teatro:
...el filósofo, el escritor, el pintor, el escultor, incluso el cineasta, dejan una obra. Ellos
pueden permitirse no ser "hombres de(l) siglo". El teatro que actúa [joue] entre el
periodismo y la obra que resiste, o que lo hace de manera tan indirecta como para que
volverse despreciable, no permite hablar "de mañana". Como el filósofo, el hombre de
teatro no es el hombre de(l) siglo. Pero tampoco es hombre de la obra. Puesto que él es
únicamente la escucha de otros, permanece en el lindero de la obra: él está antes y
después de ella.
Aquí habría que ponerse de acuerdo sobre el término obra, entender la separación que
esta palabra produce en sí misma según designe el acto de la puesta en obra, el obrar, o el
opus que resulta, permanece o es consecuencia de dicho obrar. Pues se podría estar
tentado de decir lo contrario: el filósofo no es en tanto que tal un hombre de obra, y en
cambio el hombre de teatro pone en obra la obra, que no existe fuera de su puesta en
escena, es decir, de su puesta en obra.
Por mi parte, tratándose de teatro y filosofía y de un cierto divorcio cuya repercusión
habrá sido quizá toda la historia de Occidente, de su filosofía y de su teatro, quisiera
metafóricamente "aquí-ahora" no retener más que un foco, una escena o un acto de esta
pieza dramática. Quisiera hacerlo en razón de una de las tesis que me ha dado más que
pensar en el libro de Daniel Mesguich, a saber, la cuestión del sacrificio.
Al menos a partir de Nietzsche se ha repetido frecuentemente que la filosofía comenzó
por el fin de una cierta tragedia, como si Sócrates y Platón hubiesen atrapado a Sófocles,
Esquilo y Eurípides, tal como habían "echado al poeta de la ciudad". El discurso filosófico
habría asesinado la escena y la energía misma de lo trágico, o, lo que viene a ser lo mismo,
la habría apaciguado. No puedo comprometerme en este inmenso debate. Quisiera
solamente limitarlo y a la vez complicarlo en torno al motivo del sacrificio. Con él
reunimos en una parte uno de los títulos de este encuentro: "la noche, el secreto, lo
forcluído". El término "forcluído" no indica solamente lo excluido, lo disociado, aquello
que es apartado hacia el exterior, o que no puede volver. A menudo indica también lo
sacrificado, el chivo emisario, aquello que se debe abatir, expulsar o apartar, como el
extranjero absoluto que debe ser puesto afuera para que el interior de la ciudad, de la
conciencia o del yo [moi] se identifique en paz. Hay que atrapar al extranjero para que la
pertenencia, la identificación y la apropiación sean posibles.
En este sentido, el sacrificio es constitutivo del espacio trágico. Y se podría pensar que en
su guerra con el teatro, el discurso filosófico ha puesto fin y ha reprimido [refoulée] a la
tragedia, o en todo caso como se ha dicho con frecuencia, ha inaugurado de este modo la
comedia o la novela. O bien, lo que es más complicado pero no por ello anulable, la
filosofía ha sacrificado el sacrificio, es decir, hace la economía del sacrificio. Sin embargo,
poner fin al sacrificio no es tan sencillo. Se puede poner fin al sacrificio sacrificando el
sacrificio, haciéndolo sufrir una mutación o una interiorización suplementaria, y se puede
tanto como algunos pueden estar tentados de pensar que la estructura sacrificial
permanece, pese a todo, dominante en el discurso más dominante de la tradición
filosófica. Lejos de que la filosofía haya puesto fin al sacrificio, o justamente porque ella ha
creído ponerle fin en la tragedia griega, ella no habría hecho más que llevar en ella, bajo
otra forma, la estructura sacrificial.
Sobre este punto Mesguich propone dos tesis. La primera es que la tragedia no tiene lugar
en el teatro, sino que es puesta en juego en él. Sería preciso retomar la distinción que
hace entre dos tipos de acontecimientos: uno, como tener-lugar [avoir-lieu]; el otro, como
puesta en juego [mise en jeu]. Daniel Mesguich escribe lo siguiente:
La tragedia no tendría lugar en el teatro, ella no sería asunto del teatro, no sería lo
presente del teatro. En todo caso ella no sería el acontecimiento como tener-lugar. La otra
tesis -y cada tesis determina un tipo de teatro, una escuela teatral- sostiene que habría
una enorme diferencia entre el sacrificio y el teatro. Esta tesis teatral, la sorpresa [coup de
théatre] de esta tesis, me interesa puesto que opera una suerte de inversión
[renversement] quiasmática con la filosofía. Anteriormente considerábamos a la filosofía
como el fin del sacrifico trágico; ella permanecería más sacrificial de lo que se
generalmente se considera. Ahora, por el contrario, es el teatro así interpretado el que
consuma el sacrificio mismo al poner en juego al sacrificio. El sacrificio que se asignaba al
teatro pasa al lado de la filosofía y los roles son así invertidos. Daniel Mesguich abre una
mirada interesante sobre este tema en un pasaje titulado:
Incluso el cordero
Sin embargo el actor, ofrecido, no es un Cristo que, colmando "con su cuerpo las faltas de
la ley" escrita, la cumple, la acaba finalmente, la termina. En teatro, es infinitamente
provisorio que el cuerpo se inmiscuya en las fallas de la escritura: para el actor esto no se
ha terminado, nadie muere, esto era para la risa. Va a ser necesario volver sobre ello,
incesantemente.
El teatro es un "enfrentamiento erótico", pero no definitivo, no suicidario, no crístico,
"entre el cuerpo del Hijo y la ley del Padre". El actor no es una víctima expiatoria, un chivo
emisario, sino aquel que actúa [joue] la víctima; que juega [joue] con la ley delante de
todo el mundo,. Aquel que remeda al chivo. En el teatro, finalmente, Isaac, Abraham y el
cordero se levantan y saludan.
Este suspenso del sacrifico, esta puesta en juego en el sitio de lo que tiene lugar, supone
una extraña institución, que asegura la puesta en juego, a la vez que se pone ella misma
en juego y se desinstitucionaliza, cada vez, cada día, en cada première. Es una de las
diferencias con la filosofía, al menos con esta filosofía que desde el siglo XIX definió el
concepto de Universidad occidental. La cuestión de la institución, que es disociable de
todas aquellas que venimos de advertir, también es considerada por Mesguich:
Más adelante, Mesguich evocará une doble obligación, la doble ley que liga la puesta en
juego teatral a la institución, y luego a los poderes públicos. Es preciso ponerse en guardia
contra la institución y a su vez preservarla [la garder]; es preciso guardar la memoria pero,
sin cesar, volver a poner en juego la erección que ella constituye. La institución partió
ligada a la memoria, a aquello que se guarda. Ciertamente ella es una retención del
tiempo, pero también lo que se fosiliza o se reduce, se simplifica, se condensa, se
endurece y se erige.
Hay muchas maneras de pensar lo irrepresentable en el teatro. En primer lugar se trata de
la noche, de la visibilidad de lo visible. La visibilidad es nocturna: lo diáfano no se ve, es
aquello a través de lo cual se ve lo que se ve, eso que quema lo visible. Siempre hay otra
manera de pensar lo irrepresentable, no simplemente como aquello que, haciendo posible
la representación, no se presenta, sino como aquello que nunca ha sido excluido,
marginado, censurado, reprimido o desalojado[v]. No debemos olvidar que lo reprimido
(en sentido político) o lo censurado (en sentido del desalojo inconsciente) sufre
únicamente un desplazamiento tópico; la censura, en el sentido psicoanalítico del
término, no anonada [n'aneantit pas] la memoria: ella desplaza de un lugar a otro, ella
pone en reserva, ella metaforiza y metonimiza pero no destruye. Ahora bien, podríamos
preguntarnos si no existe acaso una destrucción radical de la memoria, un fuego que
vendría a incinerar la memoria sin dejar huellas. En tal caso, lo irrepresentable o lo
impresentable ya no sería más aquello que es excluido o impedido de estar allí,
simplemente desplazado o deportado. Sería más bien aquello que es impresentable
puesto que es totalmente quemado por el fuego.
En L'éternel éphémère, Mesguich propone lo que llama un espectáculo de represión
[refoulement], en todos los sentidos del término, tanto represión política como psíquica,
un espectáculo que no vendría solamente a levantar dicha represión [refoulement], sino
que libraría una presentación, una puesta en presencia o una representación de la
represión. Parece paradójico e imposible, pero lo que nos propone es un teatro de la
paradoja. En la representación teatral, precisamente porque está desalojado [refoulé], lo
no representable, lo irrepresentable vendría a recordarse. En cierto sentido, se trata de un
teatro de la represión.
¿Pero si acaso el arte del teatro era tanto aquel del velamiento como aquel del
desvelamiento [entonces, tanto de la verdad como de la no-verdad, o de la verdad de la
no-verdad]? ¿Y si era también al espectáculo de la expulsión [refoulement] a donde se
convidaba a la Ciudad?
Represión [refoulement] en obra; el término "ciudad" viene a subrayar que se trata de una
apuesta política en esta mostración sin mostración de la represión [refoulement]. Esta
puesta en escena de la represión no es un simple levantamiento de la represión, una
simple liberación, una puesta al desnudo de aquello que es impresentable. Se trata de una
presentación paradójica de lo impresentable "como tal". El "como tal" fenomenológico
debe aquí ser afectado por una modificación esencial.
En el trabajo de Mesguich hay una interpretación de la temporalidad teatral, es decir del
presente o de aquello que no se rige sobre el presente, un llamado a una suerte de
instante teatral que de una cierta manera no pertenece a la temporalidad.
Esta relación al tiempo es descrita bajo diversas formas durante todo L'éternel éphémère.
Con frecuencia se está tentado en pensar al teatro como el arte de aquello que, sin duda
preparado por las repeticiones, no tiene propiamente lugar más que una sola vez. Aunque
aquello que le da esa doble rostro a la vez matinal, oriental o arqueológico y otoñal,
melancólico, occidental, crepuscular o escatológico sea al mismo tiempo una primera y
última vez. Uno de los aspectos más provocativos del teatro de Mesguich, es -a
contracorriente de la doxa - pensar que el teatro tiene por esencia una cierta repetición.
No la repetición que prepara la primera vez, sino una repetición que divide, que excava y
hace surgir el presente único de la primera vez. La presentación no como representación
de un modelo presente en otra parte, como lo sería una imagen, sino la presencia una
primera y única vez como repetición.
Lejos de debilitarla, esta estructura de repetición intensifica, por el contrario, la
experiencia de la irremplazable primera vez, del único acontecimiento que se produce
cada vez que sobre el escenario una puesta en escena pone en obra y que se produce el
acto teatral.
Esta extraña experiencia de la repetición es memoria; sin embargo, todo parece nuevo,
inaugural, inanticipable, casi tan sorpresivo y sorprendente como un acontecimiento. Es el
acontecimiento como repetición lo que debemos pensar en el teatro. ¿Cómo un presente
en su frescura, en su crudeza irremplazable del "aquí-ahora", puede ser repetición? ¿Qué
debe ser el tiempo de la experiencia y el tiempo del teatro para que ello sea posible? En
un vocabulario que toma prestado a Lévi-Strauss, en donde lo crudo da a veces a entender
la crueldad, Daniel Mesguich describe las cosas así:
En el teatro, la única cosa cruda es que tiene lugar delante de ustedes. Todo lo demás es
recalentamiento. El teatro devuelve el pasado al presente, y, al mismo tiempo, hace
entender todo aquello que, en aquello que damos [tenions] por presente, era repetición.
En eso que adviene por vez primera, el teatro nos tiende [tend] aquello que ya había
advenido. Y, de ese don, de ese tenso [tendu] presente, de este ofrecimiento en tensión,
él hace un espectáculo, crudo y ya cocido...
Y, en otra parte, en un pasaje titulado:
La crueldad no existe
Nunca hay teatro si es que se produce una única vez. El teatro se da siempre en series,
aun cuando los actores no actúen más que una única representación de la pieza. En cada
representación vibra su repetición esencial. En toda representación cantan todas las
representaciones, ellas mismas pasadas y por venir. Cada una es fuga, suite y variaciones,
reposición, línea de fuga ante aquella que la precede, tras aquella que la sigue. Una sola
manifestación teatral -bacanal, crudeza: crueldad- implicaría la totalidad, la plenitud, la
irreversibilidad. Una sola manifestación teatral no sería del teatro: ella tendría lugar.
Pensar el teatro es entonces evitar todos los discursos cocidos, es decir, no sacrificar nada
de aquello que hace a nuestra única y singular presencia, presentando la memoria, la
alteridad, el simulacro, la repetición, la repetición que la constituye y que la des-presenta
[dé-présente] representándola con anterioridad. Pensar sobre el escenario significa este
increíble espacio donde el saber no puede decidir sobre aquello que es lo presente. De
eso que es presente sobre la escena bajo su manto de visibilidad. Parecido en esto a Mary
Tudor y a Jane Talbot en la obra de Victor Hugo, incapaces de discernir en relación al
sujeto que han visto o que han creído enviar a la muerte.
Toda la pieza de Victor Hugo, como pudimos admirarla ayer en la tarde en la puesta en
escena de Daniel Mesguich, es también la metáfora del teatro mismo. Como si el afuera
del teatro, el referente del teatro -no aquello que dice o muestra de la política, de la
religión, de la historia, del amor, etc.- estuviera estructurado como un teatro y, entonces,
ya como una repetición, en la cual la vuelta en abismo [retour en abyme] sobre el
escenario no impide ni atenúa la singularidad trágica de la única y aguda primera vez.
La otra manera de formular la cuestión del tiempo en relación al teatro en el trabajo de
Mesguich se anuncia en un léxico particular a través de las categorías de lo furtivo o de la
urgencia. Todo debe hacerse muy rápido en el teatro, el actor apresurado como si robase,
como si estuviese en una situación de trasgresión y de fraude; él es un ladrón, y esto
forma parte del tiempo del teatro. La categoría de lo furtivo o de lo clandestino significa
que el instante esencial del teatro no se deja integrar en la temporalidad general, significa
que está hurtado [volé] al tiempo, y que es también un momento de presentación de la
ley y por ello de trasgresión de la ley. Es un momento anormal que expone la ley como
represión [refoulement].
Una máscara de lobo no nos asusta de igual modo que un lobo, pero nos asusta de la
manera en que lo hace la imagen del lobo que tenemos en nosotros.