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El horror de la explotación infantil

El mayor de los problemas colombianos sigue siendo la dificultad


para construir familias sólidas.
El doloroso informe de Citytv sobre la explotación sexual de menores en Bogotá
es una terrible medida de la situación social de la capital, pero sobre todo
demuestra que el mayor de todos los problemas colombianos sigue siendo la
dificultad para construir familias sólidas y tolerantes en medio de la adversidad.
Como se vio allí, caen en esas redes de prostitución niños que son rechazados
en sus hogares, que desde el principio son obligados a vivir por su cuenta. Y
resulta angustioso el panorama porque una vez más la solución, que no es el
camino corto, es vencer esta cultura llena de padres que no responden por sus
hijos.

Quizás lo más impresionante del informe del canal, parte de esta Casa Editorial,
es la constatación de que hasta cierto punto se trata de un horror más en la
rutina de Bogotá: la explotación sexual infantil sucede en puntos de la ciudad
que muchos conocen, y demasiadas personas viven y participan de semejante
delito. A la sordidez del asunto, a la oscuridad tenebrosa que lo rodea y que es
la humanidad en su punto más bajo, habría que sumarle el increíble descuido en
el que se encuentran estos niños, víctimas de sus familias y condenados a un
viacrucis del que no será fácil salir.

El valor de ese trabajo periodístico es justamente ese: el de hacer visible el


sometimiento de demasiados niños, el de empujar a la sociedad a enfrentar la
miseria que ha sucedido mientras el país ha estado ocupado en temas urgentes,
el de llamar al Estado a seguirse preguntando por la importancia que les está
dando a los menores. Resulta horrendo todo; los detalles, las cifras del
repudiable negocio son la demostración de que pasan demasiadas injusticias
lejos del radar de todos, incluidas las autoridades.

No cabe duda de que el paso que se debe seguir, ya que se ha dado a conocer
el horror, es intervenir los puntos de la ciudad en los que se ha vuelto común
exponer a los niños, perseguir a los proxenetas, pero así mismo revisar políticas
públicas para que la protección de los menores no sea cuestión de suerte, sino
un punto de partida en una sociedad menos desigual.

editorial@eltiempo.com

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