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EL ÚLTIMO RASTRO DE MARTIN BORMANN

Por Alberto Moreno Gaitán

No fui consciente de la conmoción que me produjo dejar, del otro lado del mundo, y
de seguro para siempre, a mi inolvidable Alemania; hasta cuando me encontré solo y
extraviado en las selvas del Putumayo.
Hace seis meses y dos días que llegué a esta región inhóspita, abandonada por
completo de los brazos de Dios y de las manos de la civilización. Debí hacerlo después que
los soviéticos nos invadieron y de que mi jefe perdiera la vida y nosotros quedáramos
expuestos a la pena de muerte sin remedio. En ese momento solo pensé en escapar, en
refugiarme en el último rincón del mundo, donde pudiera estar con vida y así estarlo hasta el
fin de mi existencia.
Y ahora sentado en esta roca, frente a un río sin nombre, pues aún no consigo
nombrarlo como muchas otras cosas del lugar, con peces plateados que saltan a cada segundo
igual que los soviéticos asaltaban nuestra retaguardia, en lo único que puedo pensar es en mi
nueva identidad. Será un adiós definitivo a mis botas de charol negras y a mi uniforme
reluciente con galones dorados de mis días de gloria.
Seré un ser de esta tierra, igual que aquellos colonos que me crucé en el camino del
otro lado del río y cuyo ropaje apenas se divisa bajo muchas capas de sudor y de tierra rojiza
recogida con cada paso del camino. Vestiré como ellos, camisa de mezclilla clara, pantalones
vaqueros y un sombrero de paja de iraca que me libere de los rayos de este sol sin piedad.
De seguro no me será fácil vivir así, despojado de los honores y de la gloria, pero esto
es mejor que la deshonra o que la muerte en la horca de Berlín.
Cada vez que pienso en el patíbulo rememoro mi infancia al lado de mi nana y
aparecen los recuerdos borrosos de esas tardes soleadas de verano en la granja de mi padre,
corriendo sin preocupaciones en medio del heno y del estiércol de las cabras.
-Quieres dar un paseo Mar.
-Te he dicho que no conozco el mar.
-Tu eres mi pequeño mar-, me decía con todo el afecto que su cara adusta podía
expresar.
Y desde ese día no volví a sentir que alguien me hablara en un tono tan afectuoso
hasta hace unos días cuando oí sin entender las palabras de la joven nativa que vive en la
colonia de allá arriba y que cuando crucé por primera vez frente a su choza me miró y en un
español indescifrable me dijo:
-¿Quieres tomar el remedio del yagesito para que te cures de los males del alma?
Necesitas descargar las piedras pesadas que llevas en tu corazón. Deja que los elementales
de las plantas se apoderen de ti y te protejan del mal.
-De ti lo que sea- dije sin entender sus palabras ni de ser del todo consciente del
bien que esta joven me proporcionaría.

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