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El granizo en el invierno

El ritmo repetitivo del granizo, se prolongaba hasta el punto de ser ostentoso. El alba se habría
escondido quizá varios minutos antes. Estar en vísperas de una noche oscura y para el colmo
ruidosa, le daba unas cuantas vueltas a mi genio. Golpes, eso era todo lo que lograba percibir y en
medio de semejante algarabía, sentí como si tocaran a la puerta. Me dispuse a levantarme de mi
asiento por tercera vez, el desespero corría por mis venas. Allí, me era imposible distinguir un
movimiento del otro, el impacto de la tormenta de hielo y el de una mano humana que temblando
posiblemente de frío, posara su puño sobre la madera gastada. El último, sin embargo, se había
producido de otro modo, interrumpido, inseguro, repetitivo y casi con una velocidad
desenfrenada. Camine un poco, rápidamente llegué a la salida, agarré el mango de plomo y me
encontré desprotegido ante la lluvia congelada. Nada. Afuera todo seguía inmóvil. Los árboles se
inclinaban frecuentemente, el granizo se chocaba con los vidrios, pero por lo demás ningún
movimiento perceptible de un ser vivo se asomaba. Me volteé y mi corazón se aceleró por una
fracción de momento, un segundo nada más, y como si se tratara de una carrera, en los minutos
que vinieron su ritmo se volvió casi interrumpido. Forcejé de terror. Sentí el mango de un arma a
mis espaldas, el metal frío apenas rosaba mi cuello, sin embargo, los escalofríos me tenían
dominado. Mi opresor murmuró algo parecido a “Date la vuelta”, me volteé lentamente, listo para
que el encuentro se produjera, para que ese ser que se creía con derecho de considerar su vida
superior a la mía, me observara fijamente al rostro. Yo lo escruté de arriba abajo, él lo hizo de
abajo a arriba. Con el tiempo, estuve listo para centrarme en sus ojos, seguramente humanos
porque otra cosa no podían ser. Mi alma se estremeció al encontrarse con la suya, en nuestros
corazones sucedió algo así como el encuentro del nuevo mundo con el viejo, de los españoles con
los indígenas, él y yo éramos polos opuesto y aun así nuestros destinos estaban destinados a
entrecruzarse. No moriría esta noche, caería a sus manos, sí, pero no hoy. Bajó el arma intrigado,
al ver la seguridad de mi rostro.

“Es una orden, vendrás conmigo a la camioneta de atrás” dijo con una voz de niño, profunda y
entrecortada, forzada para parecer ruda, intento que fallo rotundamente.

Me moví unos cuantos pasos hacia delante, levante las manos, puse una cara de sincero terror
como diciendo “Ten cuidado muchacho, no me pongas una mano encima haré lo que te apetezca”
pero al mismo tiempo de desafío. La verdad es que compresivamente yo tampoco hubiera sabido
que pensar en sus zapatos. Luego me abalancé sobre él, forcé sus dos manos a la espalda y dejé
que el frío mango de la pistola tocara su cuello y bajara y subiera y pude sentir como comenzaba a
temblar primero disimuladamente y después como una sincera suplica. Mi risa entrecortada
resonó por el recinto. Por estos días me he preguntado si fui muy duro con el muchacho, si de
verdad no debí haberle pegado tremendo susto, pero recuerdo en vestigios que era el tercero que
me enviaban y que sin duda ninguno de tantos sintió un poco de compasión por mí, que
pretendían hacer lo que les habían encomendado, que otro en mi lugar habría padecido, que el
secuestro era cosa sería, pero sí yo de joven me jactaba de mis valentías, de no ser un cobarde, de
herir, de poner la cara y de hacer el mal y así poco apoco me adormecía en mis vagos
pensamientos.

“Debería matarte ahora- le dije- vienes a mi casa a invadir mi tranquilidad, en una noche de
invierno como esta, cuando el frío la funde por completo y mi ánimo se acrecienta con cada
segundo que pasa. Dile a Rodya que la próxima vez, venga él por su propia cuenta, a Rodya o como
sea que te haya dicho que se llama, apropósito ese es su nombre, sí”

“No hay necesidad de llegar a extremos, sé que usted podrá perdonarme, se lo juro y se lo rugo, él
se ha metido en mí vida y me ha amenazado, ha puesto en juego todo lo que más quiero…”

“Tu existencia niño no me importa lo suficiente como para perpetuarla, creo que olvido contarte
que al pasar por este filtro todos perecieron”- me sacié de cada palabra, planeé la venganza paso
por paso, se la dibuje en el tono, se la explique en los gestos, pero todo en vano, toda una mentira,
todo un simple juego. ¿Por qué se experimenta tanto placer en atormentar al otro, en sacar
ventaja en dejar claro quien sirve y quien manda? Ese momento era solo una extensión de ese
capricho. Pero yo lo deseaba, yo quería que el sufriera que viera que no tenía oportunidad frente a
mí.

“Le ruego por mi vida, haré todo lo que me pida.”

“Esa ventana desemboca al río Sena- arrojé la pistola por la culata- disculpa concedida, pero ahora
eres mi prisionero”

“Su prisionero- dijo con algo de desespero- no, no, no, no, déjeme volver, no sé beneficiarlo de
ninguna manera”

“Pero ellos tampoco. Yo no soy nadie para retenerte aquí muchacho, pero por donde sales
volverás a entrar, dentro de poco, dentro de poco, en una tarde de granizo frío, de truenos
escalofriantes y transeúntes perdidos. Tú ingenuo y yo perdido, pero las cartas, las cartas son tan
inconstantes como el mismo clima… “

Algo me dice que me creyó loco, porque salió corriendo, forzó la puerta en un intento fallido,
esperó y se devolvió, yo la empujé para él y vi la última mirada confusa, aún en ira y en compasión,
en odio y en infancia, en orgullo y egoísmo. Esa mirada que nunca se volvió a fijar en mí de la
misma forma.

No fue Rodya quien arruinó mi vida. Por estos últimos días y cuando el tiempo se torna
enormemente gris, me he dado cuenta de que la caída de granizo es lo más trivial del mundo. Pero
él se paró en la puerta, la abrió para mí y con ese último gesto de generosidad fingida, me dejó
afuera frente a lo inhóspito. Sí, él, el hombre que pasó de ser víctima a tener el dominio de la
situación y teniendo frente a sus ojos la posibilidad de una pérfida venganza, decidió perdonar mi
vida y dar rienda suelta a la continuación de mi existencia (Pues cuántas veces después habría de
salvarme de una situación desafortunada a los ojos del azar), él es el culpable. Su nombre es
Socrátes Augen y muchas veces me lamenté de haberlo conocido. Fueron en abundancia los
pensamientos en que quise acabar mi vida tirándome al lago, él me dio motivos para seguir y
cuando continué, ante la desnuda corriente, deseé en lo más hondo de mi corazón, no haberlo
hecho, porque ese infierno, el infierno de la vida, me saciaba en sufrimiento. No sé porque volví,
quizá por la misma razón por la que todo perro vuelve a donde le dan de comer, y yo, como todo
buen cachorro, no podía resistir la tentación de resolver lo que tanto me intrigaba.

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