Está en la página 1de 264

Junta de vecinas

Antología de narradoras chilenas contemporáneas


Junta de vecinas
Antología de narradoras chilenas contemporáneas

Selección y prólogo de Claudia Apablaza


La colección Calembé es una iniciativa de
la Fundación Municipal de Cultura del
Excmo. Ayuntamiento de Cádiz, y se pu-
blica en coedición con Algaida Editores.

Director de la colección: José Manuel García Gil

© del prólogo y de la selección: Claudia Apablaza, 2011


© de los textos: sus autores, 2011
© Algaida Editores, 2011
Avda. San Francisco Javier 22
41018 Sevilla
Teléfono 95 465 23 11. Telefax 95 465 62 54
e-mail: algaida@algaida.es
Composición: Grupo Anaya
ISBN: 978-84-9877-xxxxxxxxxxx
Depósito legal: M-xxxxxxx-2011
Impresión: Lavel Industra Gráfica, S. A. (Madrid)
Impreso en España

Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por la Ley,
que establece penas de prisión y/o multas, además de las correspondientes indemni-
zaciones por daños y perjuicios, para quienes reprodujeren, plagiaren, distribuyeren o
comunicaren públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica,
o su transformación, interpretación o ejecución artística fijada en cualquier tipo de
soporte o comunicada a través de cualquier medio, sin la preceptiva autorización.
Prólogo
Infancia y desarraigo
Claudia Apablaza
CLAUDIA APABLAZA (Chile, 1978). Estudió Psicología e hizo
estudios de Literatura en la Universidad de Chile y un postgrado
en Literatura Comparada en la Universidad Autónoma de Bar-
celona. Ha publicado el libro de relatos  Autoformato  (Lom
ediciones, Chile, 2006), y las novelas Diario de las especies (Lan-
zallamas, Chile; Jus ediciones, DF, México, 2008; Barataria,
España, 2010) y EME/A (Altazor, Perú; Cuarto Propio, Chile,
2010). También el fanzine S(s) y la no historia por La Picadora
de Papel (2008); y el libro Hija ilegal: de Bolaño a Nicanor (San-
ta Muerte Cartonera, México, 2009). Actualmente es encargada
de la colección de vanguardias latinoamericanas Humo hacia
el sur, de Ediciones Barataria y profesora del Laboratorio de
Escritura de Barcelona. Acaba de publicar su libro La máquina
de Kiribati según Go, O y Gle, por Los libros del Snark, en coau-
toría con la artista visual Francisca Yáñez. Su blog es www.
claudiaapablaza.blogspot.com
E
n mayo de 2010 la revista española Quimera
publicó un dossier de narradores chilenos, Cuan-
do pase el temblor, en el que fui invitada a parti-
cipar con un texto acerca de narradoras chilenas con-
temporáneas. Asumo ese ejercicio como anterior y
antecedente al que hoy presentamos en Junta de veci-
nas: 16 narradoras chilenas contemporáneas.
En ese momento asumí la absoluta propensión
al error a la hora de antologar o reunir en un libro a
un conjunto de escritoras que uno considera que es lo
más representativo de un país en un momento deter-
minado. Ahora bien esa posibilidad de error se asume
mejor si uno no cree que el tiempo vaya a escribir las
antologías más admirables, como dice Borges en Nue-
va antología personal (2000). También que el acto de
seleccionar se hace desde una línea editorial de traba-
jo, que en este caso más que ser un «museo de simpa-
tías y diferencias» es sacar a la luz para el lector de
habla hispana, en este libro colectivo, los trabajos de
narradoras chilenas contemporáneas que bordean los

9
30 y 50 años, con obras publicadas la gran mayoría; y
con libros por terminar y/o publicar, como Carola
Melys y María Paz Rodríguez.
Creo que este libro debió ser publicado en Chile
antes que en España, pero por alguna razón que des-
conozco y que sí intuyo proveniente de la estructura
de ese andamiaje o de los mecanismos ideológicos de
inclusión que se observan hoy en Chile, ha sido ob-
viado por los editores de esta franja de tierra, a dife-
rencia de lo que ha pasado en los países vecinos que
han antologado a sus escritoras contemporáneas como
lo hizo, por ejemplo, el año 2006 la escritora Florencia
Abbate cuando publicó la antología Una terraza propia,
en la que reunía a unas 15 narradoras argentinas, y
como lo hizo la editorial Estruendomudo en el año
2007 con la antología Matadoras publicada en Perú, en
la que reunía a una selección de narradoras peruanas
contemporáneas. Incluso como lo hizo recientemente
la editorial La Calabaza del Diablo al publicar en Chi-
le un conjunto de narradoras argentinas en el libro
Volveré y seré la misma. ¿Qué habría en esa tendencia
constante al olvido?
Me lo explico pensando en que ha sido dejada
de lado debido a que toda selección de autores para
cualquier antología suele ser ingrata, ya que no siem-
pre concuerda con el gusto de autores, críticos y lec-
tores en general. Toda antología supone de esta forma
un cierto riesgo, ya que, como mencionaba en un prin-

10
cipio, en ese intento de reunir en pocas páginas lo más
representativo de un momento determinado se aproxi-
ma, por su naturaleza, a la posibilidad de error. Así y
todo he asumido esta tarea con bastante gratitud, ya
que quiero creer que las autoras que firman este libro
sí son ese grupo de autoras representativas de la na-
rrativa chilena hoy.
Han sido invitadas a este trabajo colectivo: Ale-
jandra Costamagna (1970) con su texto La epidemia de
Traiguén; Nona Fernández (1970) y su texto Blanca;
Andrea Jeftanovic (1970) y Árbol genealógico; Leo Mar-
cazzolo (1975) y La antinovia; Andrea Maturana (1969)
y Partículas de sol; Carolina Melys (1980) y La historia
más larga de amor se puede escribir en ocho páginas; Lina
Meruane (1970) y Función triple; María José Navia
(1983) y Contar hasta diez; Patricia Poblete Alday (1978)
y Adagio; Eugenia Prado Bassi (1962) y Secretos de in-
fancia; Cynthia Rimsky (1962) y Ramal; Mónica Ríos
(1978) y Elpasolitas, usos prácticos; María Paz Rodríguez
(1980) y Juan y Marta; Francisca Solar (1983) y Déjame
ir; María José Viera—Gallo (1971) y 1984; por último,
Lyuba Yez (1979) y Tiempo libre.
Como decía, dos de las autoras que publicamos
hoy están inéditas aún: Carola Melys y María Paz
Rodríguez, pero está la fe en sus trabajos a partir de
lo que he leído de sus ensayos y cuentos publicados
hasta el día de hoy en revistas y libros colectivos. Tam-
bién la lectura de la novela inédita de María Paz Ro-

11
dríguez y que será publicada este año por la editorial
Cuarto Propio en Chile. Todas las demás constan de
uno o más libros publicados. Eugenia Prado Bassi
(1962) ha publicado los libros El cofre (Ediciones Caja
Negra, 1987), Cierta femenina oscuridad (1996), Lóbulo
(editorial Cuarto Propio, 1998) y Objetos del silencio
(Cuarto Propio, 2007). Alejandra Costamagna (1970)
ha publicado los libros de cuentos Malas noches (2000),
Últimos fuegos (2005), y las novelas En voz baja (1996),
Ciudadano en retiro (1998), Cansado ya del sol (2002) y
Dile que no estoy (2008). Lina Meruane (1970) ha publi-
cado el libro de cuentos Las infantas (1998); y las no-
velas Póstuma (2000), Cercada (2000) y Fruta podrida
(2007). Andrea Jeftanovic (1970) ha publicado las no-
velas Escenario de guerra (2000) y Geografía de la lengua
(2007). Nona Fernández (1971), ha publicado el libro
de cuentos El cielo (2000) y las novelas Mapocho (2002)
y Avda.10 de Julio Huamachuco (2007). María José Vie-
ra—Gallo (1971) ha publicado la novela Verano robado
(2006), además de estar próxima la publicación de su
nueva novela. Leo Marcazzolo (1975) ha publicado la
novela Papá y Mamá (2007). Patricia Poblete Alday
(1978) ha publicado la novela Marcha atrás (2006).
Andrea Maturana (1969) los libros de cuentos (Des)
encuentros (des) esperados (1992), No decir (2006) y El
Daño (1997). Mónica Ríos (1978) ha publicado la no-
vela Segundos (2010). Lyuba Yez (1979) ha publicado
las novelas Entre caníbales (2005) y El mapa de lo remo-

12
to (2008). Francisca Solar (1983) ha publicado la nove-
la La séptima M. Cynthia Rimsky (1962) ha publicado
las novelas Poste restante (2001), La novela de otro (2004)
y Los perplejos (2009).
El lector encontrará en esta antología una cierta
orfandad y dispersión. Una alteridad si pensamos en
las ideas de Rosario Castellanos y su libro Sobre cultu-
ra femenina (1950). No hay una imagen que represente
este conjunto ni un eje común tan evidente que guíe
las producciones de estas autoras. Sí nos encontrare-
mos con una combinación heterogénea que supongo
burla la homogeneidad propuesta por los proyectos
de un sujeto masculino que da uniformidad a lo dis-
perso, a lo plural. Un conjunto de autoras que no res-
ponde necesariamente a la subordinación en el marco
de las estructuras de poder y el oficialismo. En un
principio vi la alteridad como un defecto de este con-
junto. Esperaba, guiada por no sé qué motivos, que
las escritoras pudieran ser leídas como un todo, una
sola y gran. Esperaba una cierta homogeneidad, pen-
sando que si todas habían nacido en Chile y compar-
tían una tradición literaria, lecturas, una formación,
sus estéticas se aproximarían más de lo que he encon-
trado hoy. Pero a medida que avanzaba en las lecturas
tuve que hacer caso omiso a estas exigencias y me
encontré con la heterogeneidad de estéticas que hoy
presentamos. Las autoras que firman este libro van
desde el realismo a la ciencia ficción, de textos expe-

13
rimentales y herméticos a textos lineales y legibles.
Subgéneros más cercanos a la crónica, fragmentos de
novela, cuentos eróticos, cuentos fantásticos, trazos
gruesos más cercanos al periodismo, trazos íntimos,
disección del lenguaje, temáticas como los conflictos
familiares, la infancia cruzando el conjunto, la natu-
raleza, los animales, la maternidad, el viaje fantástico,
el viaje en el tiempo, el desarraigo.
Los textos que acompañan este viaje literario
colectivo dialogan, a su manera, con las estéticas de
José Donoso, Diamela Eltit, Juan Carlos Onetti, Mario
Bellatin, Simone de Beauvoir, Marta Brunet, Anaïs
Nin, Jorge Luis Borges, Bioy Casares, Julio Cortázar,
Carson McCullers, Samuel Beckett, Carver, Lewis
Carroll, entre otros. Pero sin duda es un extraño hí-
brido entre Carver y Anaïs Nin el que se ha dado cita
en este libro colectivo.
Si intento pensar en el lugar de la narrativa chi-
lena en este conjunto de autoras, creo que la autora
que más se ve representada es Marta Brunet (1897—
1967) y sus obsesiones familiares, la relación de la
mujer y la sociedad, la maternidad, las relaciones en-
tre mujeres de una familia, los sueños, las inquietudes
del género.
Ahora bien, rascando en esa orfandad y disper-
sión, sí que podemos forzar las relaciones de estas
estéticas presentes hoy en este texto y detectar dos
líneas de trabajo en que podemos reunir a estas escri-

14
toras. Hay una tendencia de este conjunto de autoras
a trabajar sobre el tema de la infancia, sus obsesiones,
definiciones y variantes. Casi todos los cuentos apun-
tan a ese lugar.
Por otro lado encontraremos la búsqueda de un
lenguaje que inaugure, un lenguaje con el que se ex-
perimenta para construir un mundo, de allí su cerca-
nía a la poesía y la tradición poética que supone la
literatura chilena como conjunto; un lenguaje que se
va construyendo en el texto y que inaugura con él una
nueva forma de decir que… Lejos de respetar formas
inmutables cada nuevo texto tiende a construir sus leyes de
funcionamiento al mismo tiempo que a producir su destruc-
ción (Alain Robbe—Grillet).
Decía que la infancia se interpone como tema
que cruza casi todos los textos de esta antología. Y más
que un narrador o narradora que acompañe ese viaje,
pienso en la poesía de Gabriela Mistral y las páginas
dedicadas a la infancia en su libro Ternura (1924). En
Árbol genealógico Andrea Jeftanovic indaga sobre las
relaciones incestuosas de un padre con su hija peque-
ña. En Partículas de sol Andrea Maturana va hacia las
rivalidades entre dos hermanos pequeños; en Secretos
de infancia Eugenia Prado Bassi narra las relaciones
amorosas entre dos hermanos; en Ramal de Cynthia
Rimsky una niña acompaña el viaje de un hombre en
búsqueda de lagares; en Función triple de Lina Merua-
ne, tres hermanas trillizas juegan con parecerse a la

15
madre. La infancia y la entrada a la adolescencia en el
maravilloso texto de María José Viera—Gallo: una
adolescente llega del exilio de Chile con su familia que
se ha trasladado desde Italia y sufre crueles burlas y
cuestionamientos.
Otro de los temas que encontraremos en este
libro es la maternidad. La cercanía a la madre y la
lengua que ella nos transmite y que es búsqueda en
este conjunto de textos, lugar indeterminado, lugar al
que se aspira llegar por medio de una forma singular
de asumir el lenguaje. La tensa relación con la mater-
nidad, la enfermedad en Tiempo libre de Lyuba Yez y
en A la una, a las dos, a las tres de Alejandra Costamag-
na con la maternidad v/s el cuidado de los animales.
La experimentación en el cuento de Mónica Ríos:
Elpasolitas, usos prácticos; tal vez el cuento más expe-
rimental y cercano a lo fantástico de toda esta muestra.
Más cerca de autores latinoamericanos fantásticos
como Borges, Bioy Casares, Wilcock. El recuerdo de
momentos de la lectura de La invención de Morel de
Bioy Casares.
Así, también podemos fijarnos en el registro na-
rrativo. Diría que Costamagna, Fernández, Poblete
Alday, Solar, Maturana, Yez, Viera— Gallo y Marcaz-
zolo trabajan narrativamente las acciones, un trabajo
más cercano a una tradición literaria realista y sin duda
a escritores norteamericanos, como se aprecia en que
el eje de lo narrado está puesto en los conflictos fami-

16
liares y los integrantes de una familia. La experimen-
tación con las acciones sobre otro elemento de lo na-
rrado. Quiero señalar que muchas de las nombradas
fueron formadas en escuelas de periodismo, lo que
deja un sello sin duda a la hora de trabajar el texto y
conseguir que las acciones lleguen a tan buen puerto
y tan bien logrado.
A diferencia de ellas, Meruane, Jeftanovic, Rims-
ky y Ríos trabajan sobre el lenguaje y la experimenta-
ción con él para construir el mundo nuevo. Mundos
que a veces, por esa misma experticia en el trabajo con
el lenguaje, se nos vuelven nuevos, remotos, fantásti-
cos, alucinantes, maravillosos.
Así, a diferencia de otros libros notables como
Volveré y seré la misma, este conjunto de narradoras
chilenas representa una muestra significativa y no
tiene un corte estilístico de edición, sino una muestra
de las producciones de escritoras chilenas que han
venido trabajando ya desde hace un par de décadas
hasta hoy en día. De esta forma esperamos que este
camino continúe y que las autoras y los textos que
hemos elegido sigan una buena ruta en los lectores de
esta antología.

17
La epidemia de Traiguén
Alejandra Costamagna
ALEJANDRA COSTAMAGNA (Santiago, 1970). Es periodista y
magíster en Literatura. Ha publicado las novelas En voz baja
(1996), Ciudadano en retiro (1998), Cansado ya del sol (2002)
y Dile que no estoy (finalista del Premio Planeta — Casa Amé-
rica 2007), y los libros de cuentos Malas noches (2000), Últimos
fuegos (2005) y Naturalezas muertas (2010). Ha escrito para
revistas como Gatopardo, Rolling Stone y El Malpensante. En
2003 obtuvo la beca del International Writing Program de la
Universidad de Iowa, Estados Unidos. En Alemania le fue otor-
gado el premio literario Anna Seghers 2008.
L
a muchacha, dicen, es muy pero muy loca. Se
llama Victoria Melis y ha llegado a Japón como
llegan los desaconsejados, los que andan un poco
perdidos: siguiendo a un hombre. Él, Santiago Bueno,
es oriundo de Traiguén y está en Kamakura por nego-
cios. Es un experto en pollos y lo que hace en Kamaku-
ra es persuadir a su cartera de potenciales clientes para
que compren pollos de altísima calidad. Pollos de ex-
portación, que no son alimentados con pescado ni in-
flados con hormonas y que tienen una muerte no diga-
mos dulce pero en ningún caso estresante. Hay una
epidemia local, sin embargo, una epidemia que afecta
sólo a los pollos de Traiguén y que cada cierto tiempo
amenaza las negociaciones de las empresas avícolas.
Santiago Bueno, gerente de Pollos Traiguén Ltda., debe
tomar las mayores precauciones acerca de este punto.
Cuando los pollos son contagiados se debilitan, enfla-
quecen, se ponen muy feos. Es como si de golpe se
vieran afectados por una depresión crónica. Ese es el
único síntoma. Y un día cualquiera caen muertos.

21
Pero el episodio de Victoria y Bueno comienza
antes. Cinco o seis meses antes. La muchacha tiene
entonces diecinueve años y unos ojos muy grandes y
separados. Parece que sus orejas fueran unos remoli-
nos que se los van a chupar. Que se van a chupar sus
ojos. Victoria es secretaria, pero hasta entonces no ha
ejercido su oficio. En realidad, nunca ha ejercido nin-
gún oficio rentable. La herencia de sus padres, muer-
tos en un accidente ferroviario, le permite vivir con
ciertas comodidades. Pero hace unos días ha visto un
aviso en el diario y ha llamado por teléfono para pre-
guntar por el puesto de secretaria. Sin mayores trámi-
tes, ha conseguido un empleo en Pollos Traiguén Ltda.
Hoy, lunes 23 de marzo, es su primer día de trabajo.
Al salir de su departamento, esta mañana, ha trope-
zado con un coche doble de bebés y se ha torcido un
pie. Guaguas, guaguas, no tienen otra cosa que hacer
las guaguas, ha pensado mientras la madre de las
criaturas ofrecía sus disculpas e intentaba aplacar el
llanto replicado de sus gemelos. Cojeando y malhu-
morada ha llegado al trabajo. Y allí está ahora, con el
pie resentido y una emoción vertiginosa. Es algo ins-
tantáneo: Victoria ve a Santiago Bueno y queda pren-
dada, se diría que enceguecida por aquel hombre de
voz áspera, que sólo fuma tabaco negro. Victoria es
una mujer de emociones violentas y fugaces. Dicen
que es muy pero muy loca, pero también se podría
decir que es fatalmente enamoradiza y punto.

22
La muchacha se presenta: Hola, vengo por el
aviso. ¿Qué aviso? El del puesto de secretaria, nosotros
hablamos el viernes, ¿se acuerda? Ah, sí, señorita Vé-
liz, viene un poco retrasada usted. Soy Melis, señor,
no Véliz. Melis; muy bien, señorita Melis, ese es su
escritorio. En la carpeta tiene la agenda de hoy; hasta
luego. Y más puntualidad, ¿okey? Victoria ejecuta sus
obligaciones de hoy, llama a veinticuatro clientes,
atiende treinta y nueve llamados, se desconcentra
pensando en lo atractivo que es Santiago Bueno, toma
un café con cuatro cucharadas de azúcar, sigue la
agenda de hoy, llama a ocho clientes (uno de ellos le
habla en inglés: ella corta de inmediato), piensa en los
malditos bebés del coche, en todos los malditos bebés,
intenta imaginarse como madre, se ríe de la estúpida
ocurrencia, sigue con la agenda, recibe un llamado en
inglés, Hello, excuse me, it is a mistake, mister, desconec-
ta el teléfono, oye la risa de Santiago Bueno al otro
lado del muro, se desconcentra pensando en él, no
puede pensar en otra cosa la muy enamoradiza, se
acerca al muro y lo oye toser, lo imagina, imagina esa
boca que tose, fantasea, se obsesiona con el gerente de
Pollos Traiguén, puede verlo tosiendo para ella, sacu-
diéndose con el carraspeo, salpicándola con su tos
elástica, mirándola como se mira lo que está a punto
de ser devorado, tan perturbada la muchacha. A eso
de las siete, cuando el hombre sale de su oficina, Vic-
toria ya tiene el beso listo en la boca. Están solos en la

23
sala de recepción de la empresa. El hombre se sorpren-
de, pero también se deja besar. Es una tarde soleada
de otoño en Santiago de Chile, y el empresario y la
secretaria pasan las siguientes horas en un motel de
la calle República.
Al final de la jornada (es decir, al final de la dies-
tra demostración sexual de la muchacha, que ha in-
cluido perritos, paraguayas y felatios) el hombre fuma
un cigarrillo negro y habla con voz áspera. Victoria lo
escucha en silencio, muy atenta, porque no hay nada
que le excite más que oír a un hombre hablando de sí
mismo. «Yo entro en el hotel de Montevideo y en la
recepción un tipo me aborda», recuerda Bueno en voz
alta. «Claramente me ha confundido con otro, y en-
tonces me pregunta si conozco a Santiago Bueno. Por
bromear, no sé, yo le digo que no, que no lo conozco.
Entonces el tipo se pone a hablarme de Santiago Bue-
no, de mí, ¿te fijas?, durante veinte minutos. Lo sim-
pático, oye, es que el tipo no admiraba mis pollos: me
admiraba a mí, ¿comprendes qué extraordinario?» La
muchacha, que no comprende qué tiene eso de sim-
pático ni de extraordinario, va a besarlo otra vez. Pero
él interrumpe el movimiento con una mueca de dis-
gusto y sigue hablando sobre el tipo que una tarde en
Montevideo le habló de Santiago Bueno a él, precisa-
mente a él, ¿comprendes qué cosa más perturbadora?
Fuera de sus palabras y de un par de quejidos gozosos
que cada cierto rato se filtran a través de los muros,

24
la habitación de la calle República es un sitio muy
silencioso. A Victoria le parece un templo. Antes de
desocupar la habitación, Santiago Bueno le habla al
oído. Límamelo bien, le dice. Victoria no puede con-
tener la emoción y procede con esmero: como una
ramera a sueldo. Por su mente, sin embargo, se cruza
la imagen de un pichón de loro.
La mujer supone que a partir de entonces todo
será felicidad. Pero está muy equivocada. La escena
de República se repite seis o siete veces, y una maña-
na en que han caído muertos cinco pollos en Traiguén
—cinco pollos gordos, carnosos, de las mejores aves
de la zona— Santiago llama a Victoria a su oficina y
la despide de la empresa. Está despedida, le dice. ¿Por
qué?, pregunta ella. Porque sí, argumenta él. Esa no
es una razón, reclama ella. Aunque su voz no suena
todavía como un reclamo, porque hasta ese momento
la muchacha piensa que es una broma, que el amante
le está tomando el pelo. No tengo por qué darle razo-
nes, abre camino el gerente. Recién ahí Victoria cae. Y
ahora le rogaría…, murmura él. No alcanza a terminar
la frase cuando la mujer ya está encima de él. ¿Y aho-
ra me tratas de usted, Chago? ¿Y ahora me echas?
Pero, ¿qué te ha pasado? No me ha pasado nada, se-
ñorita Melis. Usted no es lo que necesita la empresa,
eso es todo. ¿Me haría el favor de cerrar la puerta por
fuera? ¡Qué puerta ni qué nada!, exclama la mujer,
fuera de sí. Pero el hombre sella su boca con un ma-

25
notón y le dice algo al oído. Debe ser algo muy duro
porque la muchacha sólo atina a decir, a murmurar
apenas: «Eres un concha de tu madre». Y se va.
La verdad es que Santiago nunca estuvo enamo-
rado de Victoria. La verdad de la verdad es que San-
tiago nunca estuvo enamorado de nadie. La muchacha
retira sus cosas —un florero, la foto de su abuelo ma-
terno, un par de artículos de escritorio: nada de vida
o muerte— y no vuelve más a la oficina. Una semana
después se acerca al teléfono, que no ha querido mirar
siquiera, y disca el número de Pollos Traiguén. Pollos
Traiguén Limitada, good morning, escucha entonces:
es una voz femenina, como aflautada. Dame con Cha-
go, ordena Victoria. La nueva secretaria posiblemente
piensa que se trata de la mujer del jefe, de otro modo
no se explica que comunique el llamado al gerente de
la empresa así, sin aviso y en español. Tiene una lla-
mada en la línea uno, don Santiago, anuncia. El hom-
bre apenas ha dicho aló cuando oye el reclamo des-
templado de Victoria al otro lado de la línea: ¿Tú
pretendes que te olvide así como así?, empieza, inten-
tando controlar una rabia muy afilada. Olvídeme si
quiere, pero no me llame más. Ah, qué fácil, reclama
la muchacha. O sea que se acabó y calabaza, calabaza,
intenta ser irónica. Veo que ha entendido, responde
secamente él. De eso ni hablar, ataca ella. Las cosas no
se acaban así, reclama. Lo lamento, insiste Santiago.
Y ahora, si me permite…, balbucea. ¡Al menos tutéa-

26
me, pues!, pierde la paciencia la mujer. Y entre los
saltos propios de un llanto quejoso va soltando frases
dramáticas, escuchadas quizás en alguna comedia.
Frases como: nada puede reemplazarte. O peor aún:
toda yo soy tuya. Santiago Bueno mueve la cabeza con
el gesto flemático de los padres frente a una payasada
de su crío. Acerca la boca al auricular y responde con
calma: cállate, pendeja, no sigas diciendo huevadas.
Corta, y en ese instante se eleva en la habitación una
carcajada ronca, jactanciosa: un sonido semejante al
descorche de una botella guardada hace demasiado
rato.
Poco después de esa llamada, Victoria se entera
de que Pollos Traiguén Ltda. abrirá una sede en Ka-
makura y que su gerente se trasladará a Japón. La
muchacha herida —y dicen que muy, pero muy loca—
ha coleccionado todos los objetos que marcaron los
dos últimos meses de su vida y, al enterarse del viaje,
no lo piensa más. Esa misma noche abre las fauces de
una maleta café oscuro heredada de su abuelo y la
llena con lo que encuentra a mano. Facturas de la em-
presa avícola, colillas de cigarros negros, boletas del
motel de calle República, una corbata olvidada por
Santiago en la oficina, varios lápices secos, un Bic azul
en buen estado, un carné vencido de metro, cuentas
de teléfono, de agua y de luz, reclamos para Cartas al
Director, un sacapuntas, una cucharita de café para
enroscarse las pestañas o comer yogur, recortes de

27
noticias agrícolas de un diario de la Séptima Región,
su licencia de conducir y un cenicero de cerámica pi-
cado en una esquina. Cuando termina de empacar,
siente que camina con la brújula chueca. Es como si
hubiera estado conversando con todas las edades que
tuvo durante los últimos meses. Pero Victoria tiene
entonces diecinueve años y está dispuesta a seguir a
Santiago Bueno al mismísimo Japón.
Eso es exactamente lo que hace. Victoria Melis
está ahora con su maleta café en la calle Yuigahama,
en Kamakura, muy cerca de la capilla del Calvario.
Justo al frente suyo un cartel anuncia:

自動車お祓所.

Victoria saca su diccionario básico de español—


japonés/japonés—español y, tras un arduo ejercicio
de traducción, logra resolver el misterio: «Aquí se
ofrece el servicio de purificar vehículos nuevos», dice
el cartel. Entonces se le ocurre que saber o no japonés
da lo mismo. La muchacha ha venido a Kamakura con
el dato de una agencia de empleos para extranjeros, y
tiene suerte. El primer día es contratada como cuida-
dora de niños en casa de una argentina llamada Elsa
Aránguiz. La mujer es viuda, ha estado esperando a
una criada que hable español por más de seis meses
y Victoria Melis le parece un ángel caído del cielo. O
quizás sólo un alivio, pero eso ya es bastante en Japón,

28
con un paupérrimo dominio de la lengua local, un crío
de ocho meses (Faustino júnior), una viudez reciente
(un infarto de Faustino padre y adiós) y una rutina
que responde más a la inercia generalizada que a un
proyecto sólido de vida. Desde el primer minuto, al
salir de la agencia de empleos, las mujeres entablan
una especie de amistad. ¿Por qué estás acá?, pregun-
ta Elsa Aránguiz con el bebé en brazos. Porque mi
abuelo nació acá, miente Victoria, y recoge la muñeca
de porcelana que ha caído al suelo. ¿Dónde la com-
pró?, pregunta, cambiando de tema. ¿Qué cosa? La
muñeca. Ah, la muñeca es de Nara, responde la ar-
gentina. ¿Bonito Nara? Muy bonito, divino. ¿Quiere
que le tenga al niño?, se ofrece Victoria con gentileza.
No, no todavía…, responde la patrona. Y no heredas-
te ni un rasgo oriental, qué suerte la tuya. ¿No le pa-
rezco japonesa?, se atreve a insinuar Victoria. Ahora
que lo decís, puede ser, miente esta vez la argentina.
O quizás sólo quiere entibiar el ambiente, asentar el
vínculo en la amabilidad. A Elsa le simpatiza sobre-
manera la muchacha; la ve como a una sobrina. O
incluso como a una hija. ¿Te gustan los chicos?, inda-
ga. Los adoro, señora Elsa. Decime Elsa a secas, por
favor. Elsa a secas, repite Victoria. Ambas se ríen.
Al principio las mujeres pasan el día entero ha-
blando en español. El idioma local es de una dificultad
suprema, una cosa infinitamente estresante, y eso acer-
ca cada vez más al par de sudamericanas. Elsa le ense-

29
ña a Victoria a manejar su Suzuki, que es como cual-
quier auto japonés exportado a Chile. Victoria es muy
hábil como conductora y, mientras maneja (a la tercera
lección, pongamos), sin desviarse de la ruta señalada
por Elsa, le habla de sus padres muertos en un acciden-
te ferroviario, de su falso abuelo japonés, de sus estu-
dios de secretariado y de la idea de viajar a Japón para
conocer a sus ancestros orientales. No le habla de San-
tiago Bueno, de los pollos de Traiguén ni de su aflicción
amorosa. Elsa, sentada en el asiento del copiloto con el
niño en brazos, le habla muy detalladamente de su
llegada a Oriente, del empeño de Faustino por instalar
una empresa de turismo en Kamakura, del parto natu-
ral de Faustino júnior (en el agua, sin anestesia y en
posición vertical la madre), de la muerte repentina de
Faustino padre, de la dificultad emocional de regresar
a la Argentina, del extraño carácter del bebé. ¿Extraño
por qué?, pregunta Victoria. Yo lo veo muy normal, yo
ya quisiera uno así. ¿Querés un bebé? No, pero si lo
tuviera, digo. ¿Qué tiene de extraño, dígame usted?,
insiste la muchacha, doblando hábilmente hacia la de-
recha desde la pista izquierda de la calle Sakanoshita.
Nada, nada, es muy tranquilo nomás. Y, sí, la mujer
tiene razón. Es cosa de mirarlo. Tranquilo es poco decir:
cualquiera diría que aquella criatura contemplativa se
eterniza en una dimensión zen.
De este modo transcurren las primeras semanas.
Cuando Elsa sale de compras o duerme o no está a la

30
vista, Victoria aprovecha para revisar diarios o ver
televisión en busca de alguna milagrosa señal, un
rastro cualquiera de Santiago Bueno y sus pollos en
Kamakura. Es obvio que fracasa en su empeño: es muy
poco probable que el hombre aparezca así, como quien
publicita refrigeradores ecológicos, frente a una pan-
talla o en algún folleto del periódico. Y, aunque apa-
reciera, Victoria se pregunta si sería capaz de distin-
guirlo entre tanto ideograma japonés. A veces la mu-
chacha despierta con recuerdos muy frescos: la oficina
de pollos en Santiago, el motel de calle República, las
carcajadas secas del hombre bebiendo pisco sour y
hablando de sí mismo, los pedidos de último minuto
y su crónico afán (el de ella). Entonces le dan ganas
de salir a la calle e interrogar a la gente. ¿Conoce usted,
señora, a Santiago Bueno? ¿Lo ha visto por acá? ¿Ha
comido un pollo del sur de Chile? Pero se aguanta, se
controla. Y con el control va perdiendo el entusiasmo
y la vitalidad iniciales.
Elsa Aránguiz comienza a notar rara a la mucha-
cha. Te veo decaída, le dice, como medio apagada. Y,
sin esperar respuesta, atribuye su comportamiento a
la dificultad idiomática y la inscribe en un curso de
japonés. Pero antes toma una decisión: en esta casa no
se habla más español, dictamina. De otro modo jamás
vamos a aprender. Y tenés que salir a la calle, Vicky,
el idioma no se aprende entre cuatro paredes. Pero
yo…, murmura Victoria. Pero nada, niña, estoy tra-

31
tando de ayudarte. Y así se hace: contrata a una maes-
tra particular que viene a casa dos veces por semana,
y desde aquel día los diálogos en español se limitan
al mínimo. La muchacha estudia las lecciones, cuida
a Faustino, lo sube al Suzuki, lo lleva a la costa, a
Enoshima, al templo de Hachiman, sigue estudiando
y abanicándose en el parque, mira al niño quieto como
estatua, vuelve a las lecciones y se aburre soberana-
mente bajo el sol de Kamakura. Si al menos hablaras,
guagua…, increpa a Faustino. Me voy a volver loca,
loca. Dime algo, mocoso, le ruega. Pero el mocoso,
muy zen, respira, duerme, se deja estar en su coche
japonés.
La muchacha comprende que su regreso a Chile
es inminente. Pero el viaje no puede haber sido en
vano, piensa. Entonces decide escribir una carta a
Santiago Bueno y hacérsela llegar a través de algún
periódico local o de un servicio de rastreo o, quizás,
de la embajada de Chile. O mucho mejor: a través de
la Agencia Nacional de Policía de Japón. Una tarde,
sentada con Faustino en un banquito frente al templo,
estudiando las mismas lecciones de japonés básico de
hace dos semanas, saca de su cartera una libretita y
un lápiz Bic. Comienza a escribir la carta. Me has sa-
cado, me has saqueado todo el tiempo, escribe. Y eso
es lo único que se le ocurre. Por un minuto tiene la
idea de escribir en japonés, pero la verdad es que sólo
ha aprendido una frase romántica, y ya la olvidó. Era

32
algo así como eres todo para mí. O todo lo tuyo está
en mí. Y aunque recordara la frase exacta en japonés,
sería un disparate decirle eso porque él es todo para
ella, sí, pero todo también puede ser el horror. La mu-
chacha deja el lápiz con la punta desnuda sobre el
papel, esperando la sagrada inspiración en su lengua
natal. Inútil: ninguna letra acude en su ayuda. Dame
una idea, guagua, le habla al niño. Pero el niño, siem-
pre zen, nada.
Victoria vuelve al auto con el crío dormido y lo
deposita en su sillita japonesa. En ese momento, cuan-
do se ha abrochado el cinturón de seguridad y está
prendiendo el motor del Suzuki, ocurre lo inesperado.
El milagro, podría pensarse, porque en ese preciso
minuto Victoria ve la figura de Santiago Bueno frente
a ella. El hombre ha salido de una casa de té y ahora
cruza la calle, emitiendo una carcajada ronca, y cami-
na sin apuro hacia el próximo semáforo. No está solo:
lo acompaña una mujer que Victoria supone japonesa.
Una geisha, piensa (aunque no sabe si las geishas exis-
ten todavía). Esto es mucho para la muchacha. Me has
sacado, me has saqueado, repite en su cabeza perdida
mientras improvisa un estacionamiento veloz, apaga
o prende o pone en punto muerto las luces del auto,
baja como una bala, da un portazo y corre detrás de
la pareja. Sigilosamente, los sigue una cuadra comple-
ta. Los ve doblar por una callecita de baldosas naca-
radas, bamboleándose juntos al caminar, abrazando

33
él a la japonesa por la cintura. Y al fondo de la calle-
cita los divisa entrar en un edificio con un letrero de
neón en japonés y en inglés: Yashiro Hotel. Ahí se
pierden de vista. Victoria se acerca a la puerta del re-
cinto y espera. No sabe bien qué hacer. No atina a
nada. Se apoya en un farol de madera y así, muy quie-
ta, intenta imaginar lo que ocurre al interior de cada
habitación del hotel. De golpe, por la ventana del ter-
cer piso, a la izquierda, ve aparecer la silueta de una
mujer. Es ella, claro que es ella. Victoria podría jurar
que es la misma japonesa que acompañaba a Santiago.
Un hombre, un hombre que ahora sí es cien por cien-
to Santiago Bueno, se acerca a la mujer oriental y cie-
rra abruptamente la cortina.
Victoria mantiene la vista fija en la ventana ilu-
minada. Pero se diría que sus ojos están un poco cie-
gos. Están, más bien, en el pasado. De repente las
imágenes se le atropellan, como ocurre, dicen, minu-
tos antes de morir. La mujer no sabe si es rabia, tris-
teza o preludios de muerte lo que la invade. En su
mente aparece el hotel de calle República. Santiago en
el hotel de calle República. Lo ve de espaldas, frente
a ella, arriba de ella, adentro. Lo oye hablar, oye sus
carcajadas ásperas. Santiago debe estar contándole a
la geisha o a la puta japonesa la historia del tipo en el
hotel de Montevideo, el tipo que hablaba de Santiago
Bueno, que le hablaba a él, precisamente a él, de él
mismo, ¿comprendes qué extraordinario, qué simpá-

34
tico? Santiago debe estar amasando en este instante
esos pechos de muñeca amarilla, de muñeca de por-
celana. Límamelo, japonesa. Límamelo, se retuerce la
muchacha enamoradiza sobre las baldosas nacaradas
de la calle. Durante las cuatro horas de espera la luz
ambarina de la ventana no pierde su brillo. La mucha-
cha, en cambio, parece apagarse en su llama. No hay
nada que hacer: nadie va a salir en los próximos mi-
nutos de aquel cuarto de hotel oriental.
Victoria desanda la ruta con paso lento. Su cabe-
za está en cero. Ni en español ni en japonés ni en jeri-
gonzo: en cero. Sólo al llegar al Suzuki parece recupe-
rar su capacidad de razonar. Y lo que piensa es una
obertura de lo que ocurre a continuación. Recién en-
tonces recuerda que ha dejado al bebé adentro del
automóvil. La muchacha abre con prisa y lo ve: la cara
de Faustino júnior no exhibe a esta hora de la tarde la
expresión zen de siempre. El niño está pálido. Más
que pálido: blanco, inmóvil, tieso. La mujer cae en la
cuenta del horno en que se ha convertido el Suzuki
con la calefacción al máximo. No sabe cómo puede
haber ocurrido. No lo puede creer, no puede ser cier-
to. La muchacha comprende horrorizada lo que ha
hecho y regresa corriendo al hotel Yashiro, dejando
atrás el cuerpito blanco y zen de Faustino júnior.
Entra sin mirar a nadie, sube los tres pisos por
la escalera de mármol y llega hasta la habitación de la
ventana iluminada en tonos ambarinos. Me has saca-

35
do, me has saqueado, se dice como en un rezo mientras
golpea la puerta y espera muy firme, en posición de
alerta. Alguien abre (la furia la ha cegado y no le per-
mite ver si es ella o él) y la muchacha irrumpe en la
pieza. Santiago Bueno la mira desconcertado. Victoria
quiere matarlo, está vuelta loca. Kanoyo wa kichigai,
dirán luego en Kamakura: muy, pero muy loca. Sin
embargo, la japonesa no es un pajarito nuevo y se
anticipa a los hechos: con una violencia inesperada,
se lanza sobre la muchacha y la derriba. Victoria in-
tenta defenderse, pero de alguna parte la japonesa
saca un cuchillo y se lo entierra a la chilena en el es-
tómago. La muchacha se desploma como un pato
recién cazado. Como un pollo afectado por la epidemia
de Traiguén. Es fea la escena: corre sangre en ese cuar-
to de hotel japonés. No sabemos si la mujer que ahora
toma un quimono y comienza a vestirse ha querido o
no matarla, pero el hecho es que Victoria no se mueve.
Santiago Bueno se acerca al cuerpo sangrante, lo sa-
cude, le grita algo. Luego se dirige a la japonesa, aca-
so una prostituta muy precavida y no una geisha cual-
quiera. Le dice pero qué chucha hiciste. Kimi wa hito-
goroshi desu, le dice. Watashi wa hitogoroshi desu, corro-
bora la japonesa, con el cuchillito caliente en las manos.
Sus palabras suenan afónicas, la cuerda de un koto
desgarrada en medio de un concierto. Santiago, cosa
extraña, se echa a llorar como un crío sobre el hombro
de la japonesa.

36
Crimen pasional en el Yashiro Hotel. Así corren
los hechos por la ciudad. Pero la noticia que acapara
los titulares de la tarde es la del bebé muerto por as-
fixia en el interior de un vehículo. Y es curioso, porque,
por algún error de reporteo, por mala información o
simple errata, la prensa atribuye maternidad a Melis
Victoria, inmigrante de nacionalidad chilena, sobre el
bebé de diez meses muerto en un vehículo Suzuki azul
del año 2000, en una solitaria calle de Kamakura, Ja-
pón.

37
Blanca
Nona Fernández
NONA FERNÁNDEZ (Santiago de Chile,1971). Es actriz, escri-
tora y guionista. Como escritora ha publicado el volumen de
cuentos El Cielo (Cuarto Propio, 2000), la novela Mapocho
(Planeta, 2002), ganadora del Premio Municipal de Literatura
2003, y la novela Av. 10 de Julio Huamachuco (Uqbar, 2007),
ganadora también del Premio Municipal de Literatura 2008. Sus
cuentos han sido traducidos y publicados en diversas antologías
nacionales e internacionales, obteniendo distinciones como el
primer lugar de los Juegos Literarios Gabriela Mistral.

40
A Blanca
A
ntes de que muriera, la Blanca me visitó
en un sueño. Apareció en la puerta de mi piso,
acá en Barcelona, y me preguntó por qué no
celebrábamos el 18 de abril. Mira, niña, dijo. ¿Por qué
no celebramos el 18 de abril? Yo la miré un momento.
El delantal azul amarrado a la cintura. Su moño des-
ordenado en la nuca, sus canas rebeldes escapando de
las horquillas. Migas de galleta en esos pechos grandes
y viejos, cubiertos por una manta tejida a crochet. No,
Blanca, no es el 18 de abril, es el 18 de septiembre el
que se celebra. De algún lado aparecía un pañuelo
bordado con sus iniciales y yo comenzaba a zapatear
a su alrededor. Vuelta, dije una vez. Vuelta, dije mu-
chas veces mientras hacía girar el pañuelo. La Blanca
se reía con la cueca improvisada y entre sus propias
carcajadas repetía que no. No, niña, no es el 18 de
septiembre, créeme, es el 18 de abril. El 18 de abril.
Desperté a medianoche con su voz dando vuel-
ta en mi cabeza y con el estómago apretado. Cada vez
que pensaba en ella me pasaba lo mismo. Sentada en

43
la cama, supe que debía llamarla. No me importó la
hora, no pensé en si estaría despierta o durmiendo,
simplemente tomé el teléfono y llamé a Chile. Espe-
cíficamente a la casa de la Blanca.
—Estoy despierta —dijo—, estaba viendo la co-
media.
—Dime una cosa —pregunté—, ¿qué pasa el
18 de abril?
La Blanca se quedó callada pensando una res-
puesta.
—¿Será mi cumpleaños?
—No, Blanca.
—¿El tuyo?
—Tampoco.
—¿Mi santo?
Nunca recordé el día de su santo, pero en abril
no era, estaba segura.
—Sí, es cierto, creo que es el día de tu santo
—mentí.
La Blanca dijo que lo anotaría para no olvidarse
y luego hablamos del fútbol, que la obsesionaba. Me
comentó con detalle sus últimas desavenencias con el
director técnico de la selección chilena, un idiota des-
criteriado, según ella.
—Te vuelvo a llamar para tu santo —dije después
de un rato y me despedí con un beso.
Colgué el teléfono más relajada, lista para seguir
durmiendo. «18 de abril: santa Blanca», anoté en la

44
libreta telefónica así, entre comillas, para no autoen-
gañarme cuando llegara el día. Pero pasó el 18, y otros
18 más, y yo no llamé ni escribí. Sólo recordé esa con-
versación meses más tarde cuando escuché la voz de
mi madre del otro lado del teléfono.
Tu abuela murió, me dijo con la voz medio que-
brada. Murió. La palabra quedó girando en mi oído
derecho antes de que pudiera reaccionar o responder
algo. Entonces vi la libreta junto al teléfono, la hoja
escrita, las palabras entre comillas con su nombre de
por medio. Luego el avión, la cordillera de los Andes
y esa inquietante sensación de estar retrocediendo en
el tiempo. En Santiago de Chile las cosas se viven con
retraso, exactamente con cinco o seis horas de retraso,
según la época del año. Cuando yo amanezco, Santia-
go de Chile recién se va a dormir. Cuando yo estoy
soñando, Santiago de Chile toma onces con marraque-
ta, palta molida y café con leche. Pensé en eso todo el
viaje. Tuve la idea de estar regresando al momento
exacto en el que partí. El avión descendería y todo
sería igual, nunca habría salido de ahí. La sensación
fue peor cuando crucé los Andes y pude ver desde
arriba mi ciudad hecha una nube de humo. Lucía igual
que un tiempo atrás, gris, desteñida, como una mala
postal de los años setenta. La Blanca muerta era el
único indicio de que las cosas sí habían cambiado.
Lluvia. Lluvia gruesa, histórica, radical. Lluvia
sureña, chilena, santiaguina. De pie, en medio del

45
cementerio, vi el cajón descender, topar fondo y cu-
brirse de tierra y agua. Sólo entonces abrí el paraguas
y me resguardé del aguacero. Luego, con mi madre
en la casa, encendimos la estufa, nos sacamos la ropa
mojada, y preparamos café. A la Blanca le gustaba ese
olor. Olorcito a café, decía y cerraba los ojos como sa-
boreando una taza caliente e invisible. Fantaseaba con
la idea de un brebaje que su hígado gastado ya no
podía procesar. En su nombre tomamos dos, tres, cua-
tro tazones grandes.
Más tarde, acostada en la que fue mi pieza por
años, no pude dormir. Los horarios estaban comple-
tamente distorsionados en mi cuerpo y en mi cabeza.
Allá en mi piso en Barcelona yo debía estar levantán-
dome, encendiendo la cafetera, preparando la ducha.
La que era allá, al otro lado del mundo, me penaba
con sus rutinas y sus costumbres, sin dejarme descan-
sar. A eso se sumaron los litros de café y los litros de
lluvia que azotaban el techo. Gotas de agua gruesas
se estrellaban contra el zinc, seguían su curso por las
canaletas, terminaban en los desagües. El recorrido
entero del agua una y otra vez, ejecutado como una
orquesta completa sobre el techo.
Me levanté de la cama y caminé por los pasillos
intentando conjurar el sueño, o espantarlo, ya no lo
sé. No recuerdo. Frente a la puerta de la pieza de la
Blanca me detuve y me asomé para verla dormir en
su cama de colcha floreada, pero en su lugar sólo ha-

46
bía un cojín con forma de corazón y una muñeca de
trapo con trenzas de lana negra. Todo permanecía tal
cual. Su olor vagaba aún en la pieza. Una mezcla de
remedio, agua de colonia y pastillitas de anís. En su
velador, junto al teléfono, se encontraba su libreta. Ahí
le gustaba anotar nombres de políticos, futbolistas y
actores de televisión. También los títulos de las tele-
series que veía, algunas fechas y ciertas frases que de
seguro no quería olvidar. Nada muy célebre, pronós-
ticos del tiempo, resultados de partidos de fútbol, ti-
tulares del diario. Era difícil leer, su caligrafía impre-
cisa delataba una mano que debía temblarle al escribir.
En medio del desorden de palabras y números, en una
página escondida, pude distinguir, relativamente cla-
ro, un apunte que decía: «18 de abril: santa Blanca».

En Santiago el tiempo no corre. Uno se va


cinco años, se olvida un poco de él, y al momento de
regresar ahí está todavía, intacto, esperándote fiel, sin
reclamos, sin alteraciones que te desconcierten. Si uno
no está, Santiago se va a negro. Únicamente vuelve a
existir cuando el avión cruza los Andes y la visión
desde la ventanilla lo reactiva. Santiago gira sobre sí
mismo, carrusel de feria dando vueltas en el sitio
exacto, sin avanzar a ningún lugar. Vestida de Blanca,
con un abrigo negro que saqué de su ropero, caminé
el día completo reconociendo mi ciudad. Pateando

47
hojas en el Forestal, haciéndole el quite a la hediondez
del río, tratando de no intoxicarme con el humo cén-
trico. Santiago, mi gran referente del mundo, aparecía
de nuevo, pero un poco desteñido, pasado de moda.
Miré a la gente, observé las vitrinas. Todos me pare-
cieron grises, oscuros como el cielo que nos cubría.
Estaba a punto de llover otra vez, corría viento y uno
podía anticipar el sonido de los truenos. Caminé du-
rante horas por cuanta calle se me pasó por delante.
Descubrí edificios nuevos, algunos locales que no co-
nocía, uno que otro café transformado.
Sin darme cuenta llegué a la Plaza de Armas.
Punto cero, eje del carrusel. Una banda tocaba con
bombos y platillos una vieja canción folclórica que creí
reconocer. Muchos ancianos, sentados en las bancas
verdes, tarareaban la melodía y hasta aplaudían con
sus palmas. ¿Dónde había escuchado eso? Me acerqué
al centro de la plaza, me deslicé entre los viejos y tra-
té de identificar mentalmente la melodía, pero no lo-
graba dar con una respuesta. Las notas bailaban en mi
cabeza, penaban trayéndome la intuición de recuerdos
que no alcanzaba a identificar. ¿Dónde había oído eso?
Un trueno. Otro. Otro más. El sonido se mezcló
con la música y por alguna razón todo comenzó a
volverse estridente. La vibración de los tambores, el
retumbar de los platillos, las nubes crujiendo con fuer-
za. La combinación se volvió insoportable. Los viejos
cantaban felices y aplaudían cada vez más fuerte. Sus

48
bocas desdentadas, sus manos manchadas, llenas de
arrugas. Un anciano se puso de pie y se ubicó en el
centro con un pañuelo en la mano derecha. Frente a
todos, comenzó a zapatear una cueca solo, sin com-
pañera. Su cuerpo delgado se movía al compás de la
música. Vuelta, coreaba el resto, y el viejo hacía una
vuelta entera y luego se quedaba marcando una media
luna. Vuelta, se escuchaba otra vez, y el viejo hacía
una vuelta en ocho y luego permanecía marcando un
círculo en el suelo. Un cero perfecto en el centro de la
plaza.
No supe qué hacer. Si quedarme ahí y seguir
observando o huir. Creo que decidí huir. Avancé rá-
pido hacia una de las esquinas, pero antes de llegar
estalló un aguacero que ahuyentó a todos. Viento y
lluvia por doquier. La banda siguió tocando con la
misma fuerza intentando que el ruido del agua y los
truenos no la sobrepasara. Yo abrí mi paraguas y corrí
hacia cualquier parte, pero no pude avanzar. Corrien-
tes de viento llegaban desde todas las calles para con-
fluir ahí, en el centro de la plaza. Chiflones gélidos de
aire sureño abordando el lugar desde cada esquina,
un remolino enorme girando y levantando hojas, mu-
gres, faldas, sombreros. Todo descuadrándose, desen-
focándose, desmadrándose. Yo inmóvil, sin poder dar
un paso más, completamente reducida por las ráfagas
de viento. Mi paraguas arrebatado, mi ropa de Blanca
sacudiéndose, mi equilibrio perdiéndose y entre la

49
lluvia y el bullicio tropecé en algún adoquín suelto, o
no, quizás no tropecé en nada, y sólo caí. Me vine
abajo. Me fui a negro como Santiago de Chile cuando
yo no estoy. Me borré. Sólo a lo lejos, muy de lejos, oí
la banda tocando esa cueca vieja una y otra vez. Vuel-
ta. Vuelta. De nuevo estaba en el punto cero, eje del
carrusel.

Un techo blanco, húmedo y ajeno. Una cama


de bronce, un chal cuadrillé sobre mis piernas. Al cos-
tado, una ventana donde las gotas de lluvia se escu-
rrían por el cristal. Creí estar en mi piso en Barcelona,
pero había cierto olor que lo desmentía. La cabeza aún
me daba vueltas. Estaba mareada, no lograba entender
ni recordar lo que había pasado. Sólo cuando me sen-
té en la cama me di cuenta de que no me encontraba
ni en mi piso, ni en la casa de mi madre.
—¿Estás bien?
Un viejo me miraba desde un rincón. Estaba
sentado junto a una antigua estufa de parafina. Tenía
el abrigo de la Blanca entre sus manos, lo sostenía para
que se secara con el calor.
—Un carabinero me ayudó a traerte —dijo.
Algo de eso pude recordar. Un tipo de verde
cargándome, subiéndome a un ascensor.
—De lejos te vi caer —siguió—. Cuando me acer-
qué y te miré con los lentes puestos, no podía creerlo.

50
Intenté incorporarme, pero no pude. El cuerpo
me pesaba y un dolor de cabeza me nublaba la vista.
El viejo dejó el abrigo secándose y se sentó a los pies
de la cama.
—Todavía no puedo creerlo —dijo.
El lugar se hallaba en penumbras. Sólo la escasa
luz de la tarde entraba por la ventana.
—Perdón —dije—. ¿Dónde estoy?
—Este es mi departamento. Antes de irme vendí
la casona, pensé que ya lo sabías. Al volver me insta-
lé acá.
El viejo se puso de pie y caminó lento hasta la
puerta.
—Tengo algo que te va a gustar —dijo—. ¿Sien-
tes el olor?
Sí, lo sentía. Olor a café. Me gustaba.
—Todavía tengo la vieja cafetera —me contó
entusiasmado—. La encendí hace un rato. Quería que
te despertaras con el olorcito.
El viejo se fue caminando lentamente por un
pasillo. Yo hice un esfuerzo por levantarme y salir de
ahí, pero no pude. El cuerpo y la cabeza no me acom-
pañaron. Todo giraba en la habitación. La estufa, la
ventana, la cama donde me encontraba. A ratos las
cosas volvían a su lugar, pero sólo a ratos. Me mantu-
ve afirmada al respaldo de la cama, sin posibilidad de
moverme. El viejo me sorprendió tratando de bajar
los pies.

51
—No te levantes todavía.
Con dificultad traía una bandeja con café y biz-
cochos.
—No es mucho —dijo—, pero servirá para cele-
brar este encuentro.
Él se acercó a la cama y dejó todo ahí. Luego puso
su silla a mi lado y comenzó a hablar cosas que ya no
recuerdo con precisión. A ratos sus palabras se volvían
incomprensibles. Se descomponían, se alargaban,
como todo en la pieza. Pensé que el café me haría bien
y tomé un par de sorbos con cuidado.
—Mírate, tú estás tan bien —dijo—. Yo estoy
hecho un estropajo.
La cabeza calva, la piel manchada y marchita. Las
manos arrugadas le temblaban un poco. Su cuerpo
delgado, frágil, se inclinaba a causa de una espalda algo
encorvada. Probablemente antes no había sido así.
—Quizás si no me hubiera ido, si hubiera lleva-
do una vida más tranquila, más normal, estaría en
mejores condiciones.
El tipo era raro, pero no me pareció loco, ni senil.
Sólo hablaba más de la cuenta, como todos los viejos.
—Ya sé lo que piensas —continuó—. Nadie me
obligó a irme, fue cosa mía, no me puedo quejar. Pero
ha sido difícil vivir solo, ¿sabes? Después nunca me
casé. Allá tuve algunas relaciones, pero nada como lo
que había tenido. A veces hay cosas que se echan de
menos. Por eso estoy tan feliz de volver a verte.

52
¿Volver a verte? Algo no encajaba, algo yo no
estaba entendiendo.
—Yo nunca tuve hijos —siguió después de un
rato—. Ahora me arrepiento.
Por primera vez él me sacó los ojos de encima y
bebió de su taza de café.
—¿Y la Patty? ¿Cómo está? —preguntó luego de
beber.
La Patty es mi madre.
—Está bien. Trabajando, como siempre.
—¿Qué hace ella? ¿A qué se dedica?
No era un cliente de mi madre, ni algún tío que
no recordara, ni nadie muy cercano si no sabía qué
hacía mi madre.
—Es dentista.
—¿Y viven juntas?
—Ahora estoy alojando unos días con ella.
—Cuando volví fui a verlas a la casona verde de
Nataniel —dijo—. Pero ya no estaban, nadie me supo
decir cómo ubicarlas.
—Hace años que nos fuimos de ahí —aclaré.
Yo tenía cuatro o cinco años al dejar esa casona.
Este viejo no lo sabía. Cuando terminó su taza se puso
de pie y tomó la bandeja nuevamente.
—Voy por más café —dijo—. Tienes que seguir
contándome para que me ponga al día.
El viejo caminó con dificultad hasta la puerta y
ahí se detuvo un momento antes de salir.

53
—La Patricia... —dijo—. Cuando me escribiste
sobre ella, fue extraño. No lo esperaba. Lo de tu ma-
trimonio sí, no me parecía tan grave, pero lo de la
Patricia… Yo pensé que me ibas a esperar por siempre.
Qué vanidoso, ¿no?
Encendí la luz del velador para intentar ver con
mayor claridad. La espalda del viejo se alejaba encor-
vada. A mi lado una fotografía antigua junto a la lám-
para me llamó la atención. Era el retrato de una mujer.
De golpe recordé los domingos de ruleta en la casona
de Nataniel. Con un paño verde tapaban la mesa del
comedor y jugaban a apostarle a una bola caprichosa
que giraba y giraba sin caer nunca donde debía. Tomé
la foto entre mis manos, la acerqué a mi vista. Sí, era
real lo que estaba viendo. Yo no participaba de ese
juego, me daba miedo. Prefería quedarme en un rincón
apostando secretamente al cero. Tenía la fantasía de
que si cerraba los ojos y me concentraba, la bola caería
en el único casillero verde de la ruleta. Abrí y cerré los
ojos muchas veces. Pensé que la visión del retrato era
producto del golpe, del mareo, de mi cabeza desenfo-
cada. Pasé muchos años con los ojos cerrados. Pasé
muchos años apostándole al cero. La mujer de la foto
era la Blanca. Lucía muy joven y delgada. Llevaba
puesto el abrigo negro que yo traía en ese momento.
En la puerta, el viejo reaparecía con una caja llena de
cartas. Mira, las guardé todas, decía. La bola rodando
en la ruleta y deteniéndose en el casillero menos es-

54
perado. Eran más de cien sobres con la letra de la
Blanca en su superficie. Antiguos, amarillentos, con
la tinta desteñida. Nuevamente las cosas empezaron
a girar en la habitación. La foto, el abrigo, las cartas
de mi abuela, yo misma. Pensaba que el tiempo había
pasado desde aquellas tardes de ruleta, pensaba que
había crecido, que había huido al otro lado del Atlán-
tico, pero no era así. Siempre estuve en el comedor de
mi casa, apostándole secretamente al cero.

No, de verdad no recuerdo nada sobre él, dijo


mi madre cuando le pregunté por el viejo.
—¿Pero algún comentario? ¿Algo que te haya
dicho la Blanca alguna vez?
—Tú sabes que tu abuela no era muy comunica-
tiva en ese aspecto.
Pasamos gran parte de la noche tratando de di-
lucidar quién podía ser ese viejo. Cuando mi madre
se aburrió de inventar posibilidades, se fue a dormir.
Yo me fui a la pieza de la Blanca, específicamente a
indagar en los cajones de su cómoda. Sabía que si ha-
bía algo que encontrar, lo encontraría ahí. Jabones de
tocador, collares, cajitas de terciopelo con anillos que
nunca usó. Recortes de diario, casi todos de fútbol,
pañuelos con sus iniciales bordadas y fotografías.
Muchas fotografías. Tomé todos los álbumes que en-
contré y recorrí con cuidado cada rostro. Si él tenía un

55
retrato de ella, ella debía tener un retrato de él. ¿Sería
capaz yo de reconocerlo?
Vi gente que jamás había visto, anduve desde el
año veinte en adelante. Cumpleaños, paseos, comidas,
fiestas, bautizos, matrimonios. Viajé en el tiempo has-
ta mi propia aparición. Pasé del sepia, al blanco y
negro, y finalmente al color. Pero en ninguna, ni si-
quiera en algún rincón medio oculto, se encontraba el
viejo. Dejé los álbumes a un lado y, cuando ya pensa-
ba cerrar los cajones e irme a dormir, un paquete es-
condido y envuelto en papel de diario me llamó la
atención. Se encontraba debajo de toda la ropa, muy
al fondo, guardado para que nadie lo viera. Lo tomé,
le saqué el papel y apareció ante mí una caja cuidado-
samente amarrada con cáñamo. Adentro, cerca de cien
cartas muy bien ordenadas por fecha desde el año
treinta y cinco hasta el año cincuenta y dos. Las últimas
diez se encontraban sin abrir, absolutamente selladas.
Todas provenían de distintos lugares. Génova, Atenas,
Budapest, Moscú, El Cairo. El nombre de quien las
escribía era siempre el mismo: Octavio Santana.
Tomé la caja, la envolví nuevamente en la hoja
de papel de diario y me la llevé a mi pieza. No leí
ninguna carta, las guardé tal cual como estaban en mi
maleta. Nadie más debía verlas. La Blanca nunca fue
muy comunicativa en ese aspecto. No tenía por qué
ser este el momento de empezar a serlo.

56
La primavera llegó a Santiago antes de que
yo pudiera darme cuenta. Pasó agosto y vino septiem-
bre con banderas chilenas, serpentinas tricolores, chi-
cha y empanadas. Recordando mi sueño y en honor
a la Blanca, con un pañuelo suyo bailé más de una
cueca. Pero no podía quedarme más tiempo, debía
volver a mi vida allá en Barcelona. Confirmé mi re-
greso para un día viernes en la mañana. Mi madre se
apenó mucho, pero quedamos en que iría a verme en
unos meses más. Preparé mi maleta con tiempo. Guar-
dé las pocas cosas que había comprado. Decidí que el
abrigo negro de la Blanca, que tanto ocupé en mi es-
tadía, debía quedárselo mi madre. Pero antes de de-
volverlo me lo puse una vez más y salí.
—Blanca —me dijo el viejo al abrir la puerta y la
cara se le iluminó.
—Octavio —contesté y luego acepté su ofreci-
miento para pasar.
Entré a un salón espacioso, lleno de alfombras y
máscaras extrañas colgando de una de las paredes. Al
costado había un pequeño balcón que daba a la Plaza
de Armas. Desde ahí se oía el bullicio de la gente, de
los autos circulando por la calle.
—Cuánto ruido —dije al sentarme.
—Me gusta, así me siento más acompañado.
Octavio caminó hasta un estante y desde ahí me
ofreció un licor de naranja que, según él, le mandaba
todos los años un amigo italiano.

57
—Directamente de la Toscana —dijo.
El licor era muy dulce y suave. Octavio lo acom-
pañó con unas naranjitas confitadas.
—Sé que te gustan.
Mi abuela era capaz de comérselas por kilos. Yo
no heredé ese gusto.
—Perdona por lo del otro día, te espanté hablan-
do estupideces.
—No, eso no es cierto —respondí.
Por un momento quise averiguar cómo había sido
Octavio. Cuál era el rostro que la Blanca había mirado,
a qué hombre le escribía. Observando con atención al
viejo, pude armar una imagen. Estiré su piel, la limpié
de manchas, reacomodé sus facciones, puse pelo en su
calvicie. Me gustó el resultado. Quizás yo, del mismo
modo, hubiera guardado sus cartas por años.
—Tengo guardadas todas las cartas que me es-
cribiste.
Octavio me miró sorprendido. Tomó su copa de
licor y sin decir nada se la bebió de un trago. Luego se
puso de pie y caminó nervioso hacia el estante. Desde
allá trajo la botella y volvió a sentarse junto a mí.
—Me lo traen todos los veranos —dijo sirviéndo-
se—. El hijo de mi amigo vive acá en Chile y viaja para
las navidades a Italia. Cuando vuelve, siempre me trae
este paquetito de parte de Lorenzo. Viene envuelto en
una página del Corriere della Sera y con una tarjetita que
dice siempre lo mismo: «Saluti tanti 1995» o 96, o el año

58
que sea. Tengo casi treinta tarjetas. Un año el hijo de
Lorenzo no viajó y yo casi me volví loco cuando se me
acabó la botella del año anterior. Caminé por todo San-
tiago buscando algo parecido, pero no encontré nada
que estuviera a la altura. Otro sabor, otro aroma. Su-
pongo que las naranjas allá son distintas.
Octavio se quedó en silencio, sonrió con una
mueca medio torpe y luego bebió otro trago de su
copa.
—¿Te puedo hacer una pregunta? —dijo al cabo
de un rato—. ¿Por qué dejaste de escribirme? ¿Por qué
no me contestaste más?
Con mi mano derecha tomé una naranjita confi-
tada de la bandeja y la llevé a mi boca. No la mastiqué,
dejé que el chocolate se deshiciera en el paladar.
—La Patty ya estaba grande —improvisé. — No
sabía cómo explicarle tus cartas.
El centro amargo de la naranja comenzó a apa-
recer entre mis labios.
—Habían pasado tantos años y yo todavía pen-
saba en ti. Un día desperté y sentí que dadas las cir-
cunstancias, eso no era bueno. Desde entonces nunca
más contesté una carta.
La naranjita pasó intacta por mi garganta. Un
suave gusto amargo quedó en mi boca. Octavio me
miró un momento sin decir nada. Su boca sonreía a
medias y su rostro tenía una expresión tranquila. Sólo
cuando se animó a beber nuevamente de su copa, me

59
atreví a respirar y a comer otra naranjita. Permaneci-
mos así mucho tiempo. En silencio, mirando por el
balcón cómo el sol comenzaba a ponerse, escuchando
las voces de la gente allá afuera, los ruidos de la calle,
bebiendo y comiendo chocolates.
—Yo venía a despedirme —rompí el silencio y
Octavio me miró sorprendido—. Mañana temprano
parto a España.
—¿A España?
—Me voy con mi nieta. Hace cinco años que ella
vive allá y ahora quiere que yo me vaya también. Dice
que no es bueno que estemos separadas, que se des-
pierta con el estómago apretado pensando en mí. No
me lo dice, pero yo sé que no quiere que me muera
estando ella lejos.
—Habrá que brindar por ese viaje —dijo alzan-
do su copa—. Yo seré ahora el que te espere.
Brindamos una, dos veces. El licor y los choco-
lates se acabaron. El sol se ocultó por completo detrás
de los edificios y las luces de la plaza se encendieron.
—¿Me vas a escribir? —preguntó.
—Te llamaré por teléfono.
Octavio escribió su número y su dirección en un
papel que yo guardé en el bolsillo. Luego él tomó una
de mis manos y le dio un beso apretado. Yo lo miré a
los ojos. Por un segundo pude ver el rostro que era y
el que había sido. Cada cual al mismo tiempo, uno
sobrepuesto al otro, y viceversa. Esta vez me gustaron

60
los dos. No lo pensé mucho. Me acerqué a él, tomé sus
mejillas y lo besé en los labios. Sabor a naranja, licor,
chocolate. Olorcito a café.

El día que partí el cielo estaba despejado. Des-


de la ventanilla pude ver algo de Santiago cuando el
avión despegó. No tenía planificada la fecha de mi
vuelta, pero sabía que la decisión no pasaba necesa-
riamente por mí. Me escapaba al otro lado del Atlán-
tico, pero no llegaría muy lejos. El ombligo del mundo,
por lo menos del mío, se encontraba allá abajo, entre-
medio de los cerros, aplastado por el smog. Imaginé a
Octavio, inmóvil en el departamento de la plaza, es-
perando una carta o una llamada de la Blanca. Yo
cumplí mi promesa y hablamos por teléfono un par
de veces después de llegar. Le dije que estaba muy
bien, que me gustaba estar cerca de mi nieta y que
Barcelona era una linda ciudad. Le inventé expedicio-
nes mañaneras por las Ramblas y lecturas al atardecer
junto al mar. El viejo se ponía contento y a cambio me
hablaba de las noticias, del tiempo y de la comedia
nueva que había empezado.
Ahora ha pasado tiempo. La primavera también
llegó aquí y mi madre anunció su aparición para fines
de abril. Yo he esperado tener un momento de tran-
quilidad y me he sentado acá, en el escritorio, junto a
las cartas de la Blanca, dispuesta a escribir a Santiago.

61
«Don Octavio», inauguró la página. «Soy la nie-
ta de Blanca. Ella me habló mucho de usted desde que
llegó y por eso ahora le escribo. El motivo es algo tris-
te y créame que sé lo doloroso que le resultará». Miro
el calendario que cuelga a mi costado, busco una bue-
na fecha y la encuentro enseguida. «Blanca falleció
hace unos días, el 18 de abril, aquí en mi piso, al ama-
necer. Fue todo muy tranquilo. Estábamos juntas y
eso fue bueno».
Me detengo un momento. Leo todo. No quiero
ser muy ruda, darle la noticia de golpe. Sigo adelante.
«Hay algo que ella me dejó y que ahora se lo en-
vío con esta carta. Es un paquete. No conozco su con-
tenido, pero sí sé que debía llegar a sus manos junto a
una tarjeta pequeña que ella misma escribió. Me lo dijo
unos días antes. Sin más que comunicarle, me despido
afectuosamente. Si desea escribirme, en el remitente
encontrará mi dirección. Estaré feliz de saber de usted».
Firmo al pie del papel y luego lo doblo y lo in-
troduzco en el sobre. Ahora tomo las cartas de la Blan-
ca. Están en la misma caja donde estuvieron siempre.
Las he envuelto en una página del Corriere della Sera,
acá no es difícil conseguirlo. Mi mano derecha vuelve
a tomar el lápiz y veo que escribe en una tarjetita pe-
queña, con letras tiritonas, algo a modo de saludo.
«Saluti tanti, 1997».
Debo salir pronto al correo. Es tarde y quizás lo
cierren.

62
Árbol Genealógico
Andrea Jeftanovic

¿Qué es lo prohibido?: «La sociedad no prohíbe más


que lo que ella misma suscita».
Lévi-Strauss
ANDREA JEFTANOVIC (Santiago de Chile, 1970). Socióloga y
doctorada en Literatura Hispanoamericana de la Universidad
de California, Berkeley. Ha publicado la novela Escenario de
guerra (Alfaguara, 2000; Ediciones Baladí, 2010). Luego siguió
Geografía de la Lengua (Uqbar, 2007) y Conversaciones con
Isidora Aguirre (Frontera Sur, 2008). En el campo del cuento ha
publicado el volumen Monólogos en fuga (Animita Cartonera,
Chile, 2006 y La Propia Cartonera, Uruguay, 2010) y varios de
ellos han aparecido en diversas antologías nacionales y extran-
jeras.  Algunos de sus relatos han sido traducidos al inglés,
húngaro y francés. Además,  cuenta con una amplia producción
de ensayos sobre literatura y dramaturgia contemporánea. Ac-
tualmente es académica de la Universidad de Santiago de Chi-
le e imparte talleres de narrativa. En estos momentos  finaliza
un volumen de cuentos, Piezas en fuga y el libro de crónica de
viajes, Eros Errante.

64
N
o sé en qué momento me comenzaron a
interesar las nalgas de los niños. Desde que
los curas, los políticos, los empresarios fue-
ron exhibiendo sus miradas huidizas en la pantalla de
televisión. Pensaba en la curvatura de sus nalgas des-
de que los diarios de vidas infantiles eran pruebas
fidedignas en los tribunales de justicia. Nunca antes
había sentido una palpitación por esos cuerpos incom-
pletos, pero todo el tiempo con el bombardeado me-
diático de «las erosiones de 0.7 centímetros en la zona
bajo del ano». O en el periódico la frase «a los chicos
reiteradamente abusados se les borran los pliegues
del recto». La brigada de delitos sexuales alertando a
la población sobre las conductas cambiantes en los
niños y el examen periódico de sus genitales. El ser-
vicio médico legal ratificando las denuncias después
de los peritajes físicos.
Mi hija Teresa miraba de reojo esas noticias y se
paraba incómoda. Llevábamos cinco años viviendo
solos desde que su madre se fue. Mi hija no dijo ni

65
preguntó nada de ese episodio. Nunca supe si ambas
habían hablado la noche anterior. Nadie que hace su
maleta y cierra la puerta de esa determinada manera,
regresa. Cerró despacio y sus pies sigilosos rozaron el
piso de baldosas del antejardín. No quise mirar por la
ventana. No quise saber si la esperaba un auto o un
taxi o si caminaba sola por la vereda. Teresa tenía
nueve años. Quitó todas las fotos de ella y sin que yo
se lo pidiera asumió el rol de dueña de casa. «Que
falta esto, lo otro, ya hemos comido demasiada carne».
Lo demás siguió igual: sus amigos, la escuela, sus
gustos. Una chica estudiosa, tímida, que dibujaba ár-
boles mirando más allá de las montañas.
Desde hace un tiempo Teresa espía mi mirada
cansada, con un brillo especial. Se esmera en la comi-
da y decidió que la persona que la cuidaba no se que-
dara más a dormir.
—¿Por qué diste esa orden? —indagué molesto.
—Ya estoy grande, no necesito que nadie me
vigile de noche.
—No estoy de acuerdo, a veces llego tarde.
—Me gusta estar sola —respondió categórica.
—Puede ser peligroso.
—Hay un guardia en el pasaje y tenemos un perro.
—Está bien.

Las cosas continuaron extrañas. Ahora cuando


yo invitaba a alguna amiga a tomar un café, se encar-

66
gaba de merodear y hacer ruidos extraños a través de
los tabiques. Justo cuando comenzaba a tener ganas
de conocer a otras mujeres. Una vez le di un beso tí-
mido a una compañera de trabajo en el sofá. Era una
mujer fresca y dulce. Cuando estaba despegando mis
labios de los de ella vi el ojo de mi hija en medio de
una ranura de la pared. Era un ojo cíclope dominando
con odio la escena. Contuve el grito e inventé una
excusa para llevar de vuelta a mi invitada.
Teresa se vestía distinto, se maquillaba de modo
exagerado. Si llegaba a casa de escolar cuando yo esta-
ba ahí, corría por los pasillos a cambiarse de ropa. Apa-
recía arreglada en la sala de estar. No sé cuándo ni con
quién aprendió a delinearse los ojos, a rellenar su boca
con capas de lápiz labial hasta dejar sus labios entre-
abiertos. Su contextura infantil se veía algo grotesca en
esa máscara de adulta. Pasaba por mi lado rozándome,
se sentaba en mis rodillas cuando leía el diario y aco-
modaba sus caderas entre las mías. No sabía cómo
manejar la situación, era una niña, era mi hija.
—¿Qué quieres? —le dije un día, molesto.
—Nada, verme bonita, bonita para ti.
—No me gusta que te pintes tanto.
—Como tú quieras —caminó indiferente a su
habitación.
Esa noche regresé tarde, intentaba reavivar el
romance con mi compañera de trabajo y salimos a
beber algo. Había sido una linda noche. Algo marea-

67
do me senté en la cama y ahí estaba Teresa, con una
camisa ligera, el pelo escarmenado, la cara limpia y
perfumada.
—Te extrañaba.
—Sí, yo también, pero es tarde. Anda a tu pieza
—dije con la cabeza entre las manos.
—No puedo dormir.
—Sí puedes, lee un libro.
—No puedo.
—¿Qué es lo que quieres?
—Dormir contigo.
—Las hijas no duermen con sus padres. Tienes
tu cuarto, tu cama.
—No quiero estar sola.
—Está bien. Quédate por esta vez.
Me arrimé a un borde de la cama, cuidando no
rozarla. Le di la espalda y me quedé dormido. Al des-
pertar giré y ahí estaban sus pupilas abiertas, fatiga-
das, fijas en mí. Me dio la impresión de que no cerró
los ojos en toda la noche. Me afeité dándole vueltas a
una serie de cosas. Ella me observaba desde el canto
de la puerta, todavía en camisa de dormir, acaricián-
dose un mechón de pelo.
—¿Qué pasa?
—Nada, me gusta ver cómo te afeitas.
—Es muy aburrido.
—No, me gusta mirar cómo estiras el cuello, la-
deas la cara y pasas la hoja.

68
—¿Vas hoy a la escuela, verdad? —pregunté in-
quisitivo.
—No, comenzaron las vacaciones, no tengo cla-
ses hasta marzo.
—¿Y qué piensas hacer todo este tiempo? ¿Quie-
res tomar algún curso? Dime y te acompaño. Viajare-
mos a la costa unas semanas en febrero.
Era absurdo, pero me sentía acorralado, acosado
por mi propia hija. Me la imaginaba como un animal
en celo que no distinguía a su presa. Se arrastraba por
los muros con el pelaje erizado, el hocico húmedo, las
orejas caídas. Cómo decirle que se buscara un mucha-
cho, un novio. Se subía la falda y se agachaba a tirar
la basura dejando a la vista sus pequeños calzones.
Ahora usaba sostenes y se los acomodaba frente a mí.
Era una hembra desperdigando hormonas por la casa.
Marcando su territorio y cercándome dentro de él. No
sé si era bueno o malo, pero Teresa no se parecía en
nada a mi exmujer. Es más, era una versión femenina
de mi rostro anguloso. Una vez la escuché durante
horas revolviendo cosas en el entretecho. Al día si-
guiente me esperaba vestida con ropa de su madre.
Reconozco con pudor que la imagen me perturbó
tanto que la abofeteé. Quedó estupefacta con su me-
jilla magullada y sus ojos muy abiertos. Salí a tomar
aire y regresé cuando estaba dormida sobre la cama
tras un evidente ataque de llanto.

69
El verano transcurrió agobiante, mientras ella se
abocaba a una misteriosa investigación. Navegaba
horas y horas en la red imprimiendo documentos,
saltando de un sitio a otro. Los noticieros mostraban
cómo el poder judicial anunciaba sobreseídos al sena-
dor, al empresario, al cura. Todos pidiendo libertad
provisional, dejando sus causas amparadas bajo la
inercia estival. Todos apelando a su inocencia. Porque
el político defensor de los menores, el cura consagra-
do al cuidado de los pequeños y el empresario carita-
tivo habían hecho tanto por los niños en riesgo social.
Cierta noche mirábamos la entrevista realizada a uno
de estos pederastas. Al ser inquirido si había tenido
sexo con una lista de menores en la que se detallaban
iniciales y edades, el inculpado respondió con displi-
cencia: «Sí, con todos los que se ha mencionado». Y
agregó: «Yo era una persona tremendamente sola en
esa época y de alguna manera pagaba servicios para
estar acompañado». Teresa musitó entre dientes con
terror una frase que nunca olvidaré:
—Vámonos antes de que estos tipos lleguen has-
ta aquí.
No era fácil escapar. Yo seguía trabajando en
reemplazo de quienes iban saliendo de vacaciones y
no lograba hacer dinero extra. Para mi turno un com-
pañero se solidarizó prestándome una cabaña en cier-
ta playa no muy frecuentada. No logré que Teresa
invitara a alguna amiga pese a mi insistencia. Llega-

70
mos a una modesta casita en medio de un bosque de
pinos. En su interior había una silla en la esquina, una
cama dividiendo la pieza en dos, un armario de ma-
dera con las puertas medio abiertas y un gran espejo
colgando de la pared. El primer día Teresa había or-
denado todo a su manera, saturando los cajones con
poleras mal dobladas y ropa de invierno. Había veni-
do para quedarse. En ese momento recorrí la habita-
ción buscando una salida, pero ya era tarde.

Teresa me entregó un dibujo: un árbol verde con


un ancho tronco café de corteza gruesa. Pensé que se
trataba de los últimos resabios de su niñez. Pero cuan-
do me puse los lentes y observé los detalles, entendí lo
que estaba tramando. Era un árbol frondoso, de un sólo
tronco desde el cual se desprendían muchas ramas de
las que, a su vez, salían otras más. En cada rama apa-
recía un cuadrado, con un nombre masculino en su
interior y un círculo con un nombre femenino. Las fi-
guras geométricas se iban multiplicando en forma ex-
ponencial en las cuatro generaciones esbozadas.
—¿Qué significa esto?
—Es nuestro clan, nosotros estamos en la base.
Miré su nombre y el mío en la figura correspon-
diente. Después la escuché atónito. Teresa me sermo-
neaba citando la Biblia, afirmando que en un principio
fue el incesto. La humanidad comienza en una pareja
fundante que procrea, que para dar paso a la sociedad

71
debe transgredir una prohibición. En algún momento
el amor filial debe convertirse en amor de pareja. El
padre o la madre, según sea hijo o hija, deberán dormir
con su procreado y engendrar un nuevo hijo o hija. Es
un gesto necesario para que nazca una nueva sociedad.
—Una nueva sociedad… ­­—­­­—musité incrédulo.
—Sí. Una nueva especie a partir de nosotros.
Serás el padre y el abuelo de nuestra criatura… es para
un futuro mejor.
—¿Y después? —pregunté entre confundido y
absorto en el dibujo.
—Otro hijo, hasta dar con la niña o el niño que
necesitemos para multiplicar este nuevo linaje. Hay
que romper el triángulo y formar el cuarteto que se-
guirá fracturándose en nuevas formas geométricas.
Dos hermanos originales darán paso a nuevos hijos
que se multiplicarán sin distinguir tíos, primos, her-
manos y sobrinos.
—Cállate, sólo tienes quince años.
—Pero he leído demasiado —respondió con
aplomo.
La secuencia argumental que encadenaba sus
ideas me puso la piel de gallina. Había estudiado todos
los factores. La consistencia de su plan me dejaba mudo
recorriendo la línea blanca de su cuero cabelludo.
—Nacerán todos enfermos, deformes, retrasa-
dos. ¿Esa es la nueva sociedad que quieres formar?
—atiné a decir, algo pasmado.

72
Me miró furiosa a los ojos y aseveró.
—La endogamia no es necesariamente perjudi-
cial, son mitos, compartir la herencia genética a veces
potencia características positivas —tomó el dibujo y
habló más, sin prestar atención a mi ignorante juicio.
—Cada vez que tengamos un hijo, se ramificará
el árbol y se hará más y más grande.

Llegó la noche en que me abrí a recibir las llama-


das de quien te evoca hace tiempo. Nos hundimos en
el colchón enredándonos en la tibieza de las sábanas.
Me conecté con el recuerdo de un apetito extraviado.
Yo sobre ella mirando esos ojos grises, que eran mis
ojos grises. Me estaba besando a mí mismo. Me estaba
tocando en los huesos marcados, pegando contra mi
propia nariz aguileña, calcando mi frente estrecha. A
los lejos el sonido de los postigos batiéndose. A me-
dida que la acariciaba, envidiaba en ella su juventud
y delicadeza. Las palmas más suaves que las mías, la
musculatura tersa, un aroma a violetas que emanaba
de la nuca. Tenía miedo y no tenía; tenía más miedo
del que creía tener. Ella me decía «ven, más, más cer-
ca». Tropezábamos con los muebles, el golpe amorti-
guado por la misma esencia. De pronto miré la masa
amorfa de nuestros cuerpos en el espejo de la pared.
Me vi con las cuencas de los ojos vacías. Lancé un
cenicero para destruir la imagen, pero no nuestro
abrazo. Trozos de cristal fragmentados en mil partes.

73
Pedazos irregulares, vidrio molido esparcido entre el
suelo de arrumacos urgentes. No más testigos. El se-
creto estaba por escribirse dentro del azogue.
Cuando me acostaba con Teresa ella no era mi
hija, era otra persona. Yo no era su padre, era un hom-
bre que deseaba ese cuerpo joven y dócil. Un hombre
abocado a la tarea de hacer madurar su físico ambiguo.
Un escultor dedicado a cincelar su imperfecta figura,
sus miembros parciales, sus extremidades toscas. Me
esmeraba en hacer adelgazar su cintura, oscurecer su
pubis, estilizar la curva del cuello, tornear sus piernas.
Quería sacar toda la mujer que había en la púber en
ciernes. No, no era mi hija, era la misión plástica de
amoldar sus senos puntiagudos, de dotar de sensua-
lidad sus estrechas caderas, sus movimientos torpes.
Dejar atrás todo el espanto de la infancia e inaugurar
gestos sofisticados. Ignoro qué pensaba ella, tal vez
en acentuar los pliegues de mis ojos, revitalizar mi
piel fatigada, reducir mi abdomen abultado.

Cada cierto tiempo era consciente de mi hija en-


cerrada en esta cabaña, rodeada de paredes de made-
ra. Pensaba que no era una chica para esperar prínci-
pes azules, cuando acercó su frente cubierta de sudor
a la mía las aletas de su nariz temblaban. Se montó
sobre mí, me forzó las piernas mientras no paraba de
decir: «más savia para los nuevos brotes, más». Su
lengua sedienta convocaba nombres propios: Sebas-

74
tianes, Carolinas, Ximenas, Claudios; un árbol genea-
lógico con apellidos que se anulan unos a otros porque
todos son Espinoza Espinoza. Yo, mil veces nacido en
mis hijos, en mis nietos, sobrinos, primos. Su útero
joven desinvernaría una criatura cada nueve meses.
Días cocidos a la espera de más niños. Y para ese en-
tonces, al hombre, tres veces tu edad, dos veces tu
cuerpo, sangre de tu sangre, ya no le importaba mi-
rarte largo rato, detenerse en tu boca y descender
hasta tu sexo. Ansiaba la plenitud cuando yacíamos
juntos con las cabezas lacias demasiado próximas; la
sensación de que nos teníamos el uno al otro, el uno
al otro.
No regresamos a Santiago, armamos nuestro
mundo aquí. Un día observé a Teresa y era evidente
la causa del aumento de peso, de la curvatura de su
vientre. Esperamos al bebé en paz, caminando entre
cipreses y pinos alzando la vista hasta sus copas. Ella
tomaba el sol en una improvisada terraza mientras
aumentaba el diámetro de su figura, sus pechos crecían
y las primeras estrías llagaban a su piel lozana. Yo
bajaba una vez a la semana al pueblo en busca de ví-
veres. El dinero iba disminuyendo en la cuenta, por
ahora el arriendo de la casa nos daba una entrada
austera. A nadie le importaba nuestra ausencia. A ve-
ces compraba el diario y seguía el caso de los políticos,
los curas, los empresarios. Respiraba aliviado al estar
lejos de todo eso. Pero no lo niego, «¿dónde queda la

75
ciudad?», esa es la pregunta que temo mi hija pronun-
ciará alguna vez en forma de soplido. Sí, un rumor de
sílabas: «Papá, ¿dónde queda la ciudad?» y el hori-
zonte como una cortina que se abre de par en par. La
nitidez de las cosas a las que les llega el sol. Por ahora,
pienso en el follaje, en esta vida bajo los árboles, con-
tando las hojas perennes, acariciando las raíces añosas,
cortando madera para el invierno. Presagiando cuán-
do las ramas que afirman este tronco dejarán que se
quiebre en dos.

76
La antinovia
Leo Marcazzolo
LEO MARCAZZOLO (1975). Autora chilena, aunque nacida en
Perú. Estudió periodismo en la Universidad Nacional Andrés
Bello. A partir de ahí ha desarrollado una destacada carrera
como cronista y entrevistadora en El Mercurio de Valparaíso,
después en The Clinic y ahora como columnista en la revista
«Mujer» del diario La Tercera. Colabora también en medios
como las revistas Paula y Caras. Ha publicado la novela Papá y
Mamá (editorial Mondadori, 2006) donde cuenta en primera
persona la particular historia de su vida y el libro La Cosa (edi-
torial The Clinic, 2006), recopilación de sus columnas en The
Clinic. En 2007 participó en la antología del Premio Periodismo
de Excelencia de la Universidad Alberto Hurtado.
E
stoy en el auto de mi cuñado y voy camino
a mi matrimonio. Doy vueltas por Santiago
haciendo tiempo para que se llene el recinto
donde me voy a casar. Nunca pensé que iba a estar
tan nerviosa, tanto que ahora me dieron ganas de ha-
cer pipí. Unas ganas irreprimibles. Presiento que todo
va a salir mal, que voy a llegar y mi novio no va a
estar ahí, y que todos van a quedarse mirándome como
si yo fuera una pobrecita.
Justo anoche soñé con lo mismo. Con mi imagen
blanca, petrificada y lacrimógena frente al altar. En
todo caso no me alarma demasiado, ya que debo decir
que siempre ha sido mi costumbre soñar con escenas
dantescas antes de momentos cruciales. De hecho mi
primera pesadilla la tuve cuando iba a cumplir seis
años, y me divisé sola, sentada en una mesa, llena de
globos desinflados en el piso y una torta intacta de
chocolate sin velas. Luego para mi primer día de cla-
se en la universidad fue lo mismo. Ahí viví la pesadi-
lla de caminar y caminar sin hallar jamás el rumbo.

79
Pero lo bueno fue que al menos en ambos casos todo
quedó sepultado entre las sábanas, ya que al final
ambos eventos se me dieron muy bien.
Pero ahora es diferente. Ahora estoy ultra ner-
viosa, porque realmente desconozco qué demonios
irá a pasar. De hecho estoy tan nerviosa que antes de
salir de casa incluso pienso en tomarme un whisky
para hacer más llevable este momento. Pero no lo hago
sólo porque la mayoría de mis amigas me dicen que
es simplemente demasiado ordinario que la novia
llegue con tufo a trago, ¿y si lo hago?, ¿qué es lo peor
que puede pasar? Nada. Nada porque simplemente
soy la novia y a la novia siempre se le perdona todo.
Absolutamente todo.
Y finalmente arribo a mi matrimonio y están
todos esperándome con cara de mono animado: con
los ojos brillosos y una sonrisa de oreja a oreja. Ya au-
guraba yo que iban a estar todos con esa cara. No
entiendo por qué no me miran más normales, ¿será
que me veré demasiado linda? O adivinarán que mue-
ro de ganas de hacer pipí. O que estoy a punto de
salir corriendo de los puros nervios. Y comienzo a
caminar hacia el altar donde está esperándome la ofi-
cial del registro civil, los testigos y mi novio.
De fondo suena Life for Mars de David Bowie,
(nuestra canción favorita), y la oficial me obliga a sa-
ludarla de beso. Acto que interpreto de naturaleza
absolutamente coloquial y me relaja bastante. Eso sí

80
no tanto como para disipar mis ganas de hacer pipí.
Aún tengo demasiadas ganas. Y ella comienza la ce-
remonia, y desde mi perspectiva se ve muy extraña.
Modula todo y enfatiza sus dichos con unas mímicas
de manos y gestos, incomprensibles, ¿Será que desde
mi posición todo se ve incomprensible? O será que
ella es de verdad extraña…
Debo decir que uno pocas veces en la vida se
topa con gente como aquella mujer. En general la
mayoría de los seres humanos son parecidos entre
sí: se levantan por la mañana y cumplen con su tra-
bajo como si se tratara de un trámite. Pero esta mujer
no. Esta mujer obra con tal pasión que pareciera que
estuviera viviendo sus últimas horas. Nadie podría
explicar la mundanalidad del contrato matrimonial
con semejante histrionismo. Al menos, yo jamás ha-
bía presenciado nada parecido. Su formalidad y em-
poderamiento del cargo es tal, que llega al extremo
de recitar nuestros números de RUT, cada vez que se
refiere a nosotros. Yo, por ejemplo, no soy Leony
Marcazzolo, soy 8.524.770-0. Y mi novio y los testigos
también. Su performance llega a tal nivel de origina-
lidad, que ya casi no puedo aguantarme la risa. Y los
invitados tampoco, ya que no le quitan en ningún
momento la vista de encima. La perplejidad y el
asombro se apoderan del sitio. Lo que en casi ningún
matrimonio sucede cuando aún no hay alcohol de
por medio.

81
Pero más allá de la oficial, yo sigo parada allí,
frente al altar junto al que se convertirá en pocos ins-
tantes más en mi marido. Y de improviso, sucede. De
pronto la oficial del registro civil me pregunta si yo
acepto tomar a Alberto como mi señor esposo. Y alar-
ga tanto la palabra «tomar», que no puedo evitar aso-
ciar dicho vocablo con los cubalibres que me tomaré
después durante la fiesta, y ahí sí que estallo en car-
cajadas. Sé que no es el minuto y sé lo que me dirá mi
mamá más adelante, pero no puedo evitarlo, no soy
la novia perfecta, ¿y qué? Me lo repito a mí misma, y
al escucharlo comienzo a sentirme mejor.
Al menos bastante más relajada que durante todo
mi noviazgo. Debo confesar que nunca en mi vida me
había sentido tan nerviosa como en ese período: que-
ría que todo resultara tan original, tan memorable y
tan perfecto que casi no podía dormir. Esto sumado a
que más encima vivía con la culpa de estar arrastran-
do mi infelicidad, porque todos me decían que esa
debía ser la etapa más alegre de mi historia. Pero no
era así y más me desesperaba. Y no era que tuviera
dudas por el novio, que definitivamente era mi única
certeza. Era que los detalles de la fiesta eran tantos
que terminaron por agobiarme. Recuerdo que todo
comenzó en junio de 2007.
Ese mes decidimos casarnos y comenzamos la
búsqueda de un local. En ese entonces yo pesaba 96
kilos y apenas podía moverme. Más encima mi novio

82
no tenía auto, y todos los fines de semana teníamos
que recorrer más de cinco lugares distintos, montados
en el Transantiago. Íbamos desde San Diego hasta la
Alameda, casi infartándonos con los precios. La ma-
yoría —con banquete incluido— costaban más de
30.000 pesos por persona y nosotros queríamos invitar
a más de 250. Además las micros frenaban a cada rato
y emitían unos sonidos tan extraños que era como
encontrarse dentro de la guata de una ballena. De
hecho justo en eso pensábamos mientras recorríamos
todas las calles bajo el cielo gris santiaguino. Final-
mente, luego de meses de lo mismo, por suerte encon-
tramos algo en La Reina.
Pero esa sólo fue la primera etapa. Ya después
comenzó otro trajín que aumentó aún más mi ner-
viosismo: la banquetera nos llamó un día para ir a la
degustación del menú —que es donde los novios y
la familia eligen lo que se va a comer en el matrimo-
nio— y yo al presentir la cercanía de la ceremonia,
de inmediato comencé con mis rollos y tribulaciones.
Recuerdo que anduve más perdida que el teniente
bello: veía circular innumerables platos de comidas
rebuscadas, como timbales de mariscos o terrinas de
verduras, y no entendía qué diablos era más elegan-
te, o más apropiado o más chic. Sólo sabía que la
mayoría de las sillas eran demasiado altas para mi
estatura y que inevitablemente me dejaban colgando
los pies.

83
A mi novio, en tanto, sólo le preocupaba que el
menú fuera lo suficientemente contundente como para
que sus amigos no terminaran borrachos. En eso es-
taba cuando sucedió algo que alimentó todavía más
nuestra comedia de equivocaciones. De improviso la
banquetera, que se suponía que tenía que ser nuestro
ejemplo de formalidad, apareció con el dedo ensan-
grentado. Arribó desde la cocina lloriqueando porque
se había cortado la piel con un cuchillo. Y mi tía, que
nunca llegué a enterarme por qué mi mamá la había
invitado, en dos segundos le puso su ojo de lince en-
cima, tal como lo hacen los cuervos cuando fijan su
vista en el maizal.
Y ya a partir de ahí definitivamente se coronó la
tarde. Mi tía comenzó con sus conocimientos ances-
trales y no sé cómo comenzó a intentar persuadirla de
que lo mejor era que se envolviera el dedo con un
pedazo de tela de cebolla. Así tal cual. Y estaba tan
obstinada en aquello, que no se hartó hasta que la
banquetera accedió a su idea. De hecho hasta la acom-
pañó a la cocina para cerciorarse de que se cumpliera
su operación. Luego ambas volvieron con un olor a
verdulería que ni se aguantaba. Al final sólo quedaba
salir: elegimos cualquier menú y nos fuimos igual de
confundidos. Ya restaban sólo dos semanas para la
ceremonia, y a todas luces se adivinaba que no iba a
salir prodigiosa.

84
EL VALS

Dos semanas después me encuentro, acicalada


como un repollo blanco, bailando el vals de los no-
vios. Me miro a mí misma y sé que lo estoy haciendo
pésimo. Mi certeza se comprueba cada dos segundos
por las risas que retumban en el salón. Ayer estuve
ensayando con una tía y mi mamá. Y mi tía me veía
bailando y le preguntaba todo el tiempo a mi mamá
—como histérica— que por qué yo daba saltitos como
si me estuvieran quemando los pies. Mi mamá sólo
le respondía que yo era así, descoordinada y poco
ágil como nadie. Para peor, mi novio tampoco sabe
bailar y trata de decirme cómo, guiándose por un
manual de principiante que leyó en Internet. Pienso
que es de una ternura incalculable, pero igual sólo
quiero salir de ahí. Y estoy concentrada en eso, cuan-
do de pronto veo que nuestro fotógrafo Pepe, dispa-
ra y dispara el flash y muero de la risa recordando
todas las veces que trató de convertirnos al cristia-
nismo.
Ese fue otro capítulo más de nuestra preparación
del matrimonio. Recuerdo que lo contratamos tres
meses antes de toda esta fiesta, y de un principio nos
dejó en claro que era evangélico. Lo hizo de la mane-
ra más simple y llana del mundo: nos mostró un ba-
nano de jeans donde se leía, «Jesús es mi estrella» y
eso hizo las veces de manifiesto. Luego sucedió lo

85
predecible: le contamos que nos íbamos a casar sólo
por el civil y no ante la ley divina y de ahí de inme-
diato comenzó con sus intentos por convencernos. Y
de que era obstinado el hombre, lo era. Como una
mula. De hecho mientras más le explicábamos que no
éramos creyentes, más fundamentalista se ponía, tan-
to que a veces hasta me daban ganas de tirarlo por la
ventana.
Pero me aguanté. Mal que mal, el tipo igual co-
braba barato, pero aunque hay que decir que a parte
de sus honorarios, también exigía colación, porque si
no le servíamos comida, advertía: «él iba a saber de-
jarnos plantados e irse directo al Mc Donnal's». Ha-
blaba así de claro y así de fuerte, y no puedo ocultar
que le tuvimos un poco de miedo. De hecho aún temo
que lea esto y se niegue a entregarme el álbum.
Y sigo bailando el vals y cuando creo que por fin
va a terminar, continúa de nuevo. Es como un viaje
sin retorno que nadie respeta. De hecho es tan escasa
la solemnidad de este momento, que todos mis amigos
en vez de mirarnos y emocionarse con nosotros, sin
ningún tapujo comienzan a pararse en busca de un
trago. Y para más remate mi novio va y me pisa la
linda cola del vestido. De mi vestido color mantequi-
lla que adquirí rodeada por puras historias del tercer
tipo. Aún recuerdo cuando fui a comprármelo a la
Casa Blanca, después de haber recorrido un millón de
boutiques caras de Alonso de Córdova.

86
Y allí estaba yo, y desde mi camarín lograba es-
cuchar todo tipo de anécdotas de novias neuróticas que
me dejaban aún más histérica. Una contaba, por ejem-
plo, que una tía suya había transpirado tanto —mien-
tras trataban de peinarla— que al final había terminado
llegando con todo el pelo revuelto al altar. Otra conta-
ba que una amiga suya había amanecido con una ar-
golla roja en el cuello y que su vestido era escotado y
se veía horrible. Y yo escuchaba todo aquello y no ha-
llaba nada mejor que encarnizarme con mis uñas. Me
las comía hasta sacarme sangre. Fue tanto así que has-
ta cuando mi propia madre me las vio llegó al extremo
de recomendarme veneno para ratas. Me dijo: «Mihiji-
ta, si usted se pone eso, no se las va a comer más porque
le va a dar miedo morirse».

LA LIGA Y EL RAMO

Pero lo bueno fue que al menos finalmente con-


seguí comprarme un lindo vestido. Vestido que en
este preciso momento corre peligro, debido a que los
amigos de mi novio, están tan borrachos que sólo
quieren elevarme para celebrar. Y lo hacen y después
viene el minuto de la liga. Mi novio que ya es mi ma-
rido también está allí. Ansioso por la liga.
Y yo lo veo todo desordenado convocando a sus
amigos para que se apresten a agarrarla, y es algo
brutalmente conmovedor. Lo veo tan buen mozo con

87
su smoking arrendado, que me alegro de haberme ca-
sado con él. Creo que si fuera feo, ya estaría arrepen-
tida, pero ahora estoy feliz. Y comienza la música (el
clásico tema de Joe Cocker en Nueve semanas y media)
y me siento en un pisito y me levanto el vestido y él
de inmediato intenta sacarme la liga con los dientes.
Y como yo ando con botas y soy niña de tobillos grue-
sos como que se me queda atascada en la mitad, y ahí
me largo a reír acordándome de mi despedida de sol-
tera, donde mis amigas me regalaron la liga.
Debo decir que en mi despedida de soltera des-
cubrí dos cosas: primero que muchas de mis amigas
que me habían dicho que se habían casado vírgenes,
estaban mintiendo, el pisco sour como buen elixir de
la verdad las llevo a confesar. Y segundo que en el
mercado existen millones de cosas con forma de pene:
berlines, delantales y hasta hamburguesas. Y con ellos
felizmente pude reírme, jugar y hasta comérmelos,
pero lo que no quería definitivamente era enfrentarme
con un vedetto. Eso sí que no. Ya los conocía y me
cargaban. Son horribles y más encima te persiguen
casi desnudos (sólo con una toalla de mano puesta en
cierta parte). Y una se siente como si fuera una presa.
Finalmente mi novio logra sacarme la liga y se la
tira a sus amigos. Y no sé por qué en ese momento me
miro el anillo de compromiso y rememoro el día en que
lo recibí. Estábamos en la cocina y de pronto me mostró
la roca y me dijo que quería envejecer conmigo. Y yo

88
en ese momento sólo pude pensar en una cosa: que ese
hombre estaba hablando realmente en serio, que no le
iba a importar que con los años se me cayera el pelo, o
que se me pusieran los dientes amarillos, o que se me
olvidara el nombre de los objetos. Ese hombre me que-
ría de adentro, como un animal quiere a su hueso.
Luego de la liga llega el minuto del ramo y yo a
esa altura ya estoy bien puesta con el ron. Tanto que
ya le he dicho a todo el mundo que lo quiero mucho
y me he colgado del cuello de más de un invitado. Las
solteras, en tanto, están apiñadas detrás de mí, bien
dispuestas a hacer de todo por pescarse mi trofeo. Y
yo lo tiro con tanta fuerza, con tal falta de gracilidad
que dibujo un vuelo increíble. El ramo cruza todo el
salón y cae justo en la mesa de honor y allí lo agarra
una tía soltera de mi novio, que está sentada sin espe-
rar nada. Se pone tan feliz que viene corriendo a sa-
carme una foto. La amo, la prefiero mucho más a ella
que a cualquiera de las solteras aprovechadas que
andan dando vueltas por ahí.

EL MERCADO Y LA DECEPCIÓN DE LOS


REGALOS

Ya, como a las seis de la mañana se produce el


cierre del matrimonio. Pero decadentes como nadie
decidimos continuar la fiesta en el Mercado. Yo siem-
pre había soñado con ese momento. Con llegar allí,

89
vestida de novia y ver lo que pasaba. Y la verdad es
que no pasó mucho. En esa jungla estaban tan acos-
tumbrados a ver de todo, que una novia más o una
novia menos les daba lo mismo.
Llegamos, nos sentamos y pedimos mariscos para
reponer, y no sé cómo ni por qué comenzamos a hablar
de los regalos. Debo aclarar que los regalos para mí no
son cualquier cosa, siempre me han importado y ahora
me importaban mucho más. De hecho uno de los mo-
mentos más gloriosos de mi noviazgo, fue cuando tuve
la oportunidad de ir a la tienda de novios a elegir cada
uno de mis presentes. Fue realmente alucinante porque
me prestaron una pistola de láser para que fuera mar-
cando todos los códigos de barra de las cosas que yo
quería. Y me metí al sector de electrodomésticos y mar-
qué refrigeradores de acero inoxidable, cocinas de seis
platos, lavadoras ultra sofisticadas, un plasma, y algu-
nas cosillas chicas como jugueras y batidoras, para que
los más modestos no llegaran con las manos vacías, y
cuál fue mi sorpresa cuando descubrí que casi todos
los invitados terminaron obsequiándome con modestia.
La mayoría escogió lo más barato de la lista, dejándome
con un gusto terriblemente amargo.

VIDA DE CASADA

Ahora llevo más de un mes de casada, y sin duda


lo más extraño que me ha pasado es que la otra noche

90
mi marido encontró un ratón en el baño. Eran las cua-
tro de la mañana y prendió la luz del dormitorio para
despertarme y decírmelo. Y yo le dije que fuera a ma-
tarlo. Y él comenzó a cranear diferentes formas de
hacerlo. Primero se le ocurrió que podía asfixiarlo con
una aspiradora, después que lo podía aplastar con
unos bototos y por último se puso más sensato y aga-
rró un escobillón y se puso a combatir con él. Y desde
mi dormitorio yo escuchaba que le decía: «Estai bravo
hueón… Estai bravo», y de ahí lo mató, y después
volvió a la cama y yo me sentí culpable porque lo ha-
bía obligado a matar a un ser vivo.
Y no sé por qué a la mañana siguiente recién ahí
me desperté con la sensación de estar realmente casa-
da. Ese episodio cotidiano y bizarro, fue definitiva-
mente el único hito que marcó el comienzo de mi
matrimonio; no la fiesta, ni la luna de miel, ni nada,
sólo eso, nada más ni nada menos que la captura de
un ratón. Y ahora sí que ya estoy mucho más tranqui-
la porque sé que todo resultará bien, y que aunque
podría gozar de gran comodidad sola, estar con mi
marido será mejor porque pintará los colores de mi
vida. Y de eso se trata un poco el matrimonio, ¿o no?
A lo mejor no, pero me gusta pensar las cosas
más rosas de las que las he pensado siempre… Creo
que por primera vez en mi vida me estoy proponien-
do ser más optimista.

91
Partículas de sol
Andrea Maturana
ANDREA MATURANA (Santiago de Chile, 1969). Comenzó a pu-
blicar a los 18 años. Sus cuentos han sido incluidos en diversas
antologías chilenas y en el extranjero, entre las que destacan Nue-
vos cuentos eróticos (Grijalbo 1991), Los pecados capitales (Gri-
jalbo 1993), Líneas aéreas (Lengua de Trapo, 1999, España), Voya-
ge au coeur des femmes latino—américaines (Éditions Michalon,
Francia), Cuentistas hispanoamericanos de entresiglo (editorial Mac
Graw Hill) y Les bonnes nouvelles de l`amerique latine (Gallimard).
Su libro de cuentos (Des) Encuentros (Des) Esperados fue reedi-
tado en el año 2000 en editorial Alfaguara. Su novela El Daño fue
editada por Alfaguara en 1997 y traducida al holandés por Arena
Publishers en 1999. Su libro de cuentos No Decir fue publicado
por Alfaguara en el año 2006. Ha publicado los cuentos para niños
La isla de las langostas en editorial CIDCLI, México; Eva y su Tan;
Siri y Mateo; El moco de Clara en Alfaguara infantil, Chile. En el
año 2007 recibió el premio al mejor libro de cuentos publicado
en Chile el 2006, por su libro No decir. En octubre del mismo año,
su novela El Daño se lanzó en España, después de diez años de su
publicación en Chile. Su libro Eva y su Tan fue incluido en la lista
de honor de IBBY (Internacional Books for the Youth). Actualmen-
te se dedica a la escritura, la traducción, la huerta y la maternidad.
B
asta observar con detención para darse
cuenta de que, más allá de lo aparente, el niño
mayor está menos concentrado que el pequeño.
El pequeño, de unos dos años, parece deambular de
un modo algo errático, sin buscar nada en particular
o sin definir todavía lo que busca. En cambio el mayor,
de seis, está sentado frente a un juguete —un rompe-
cabezas que excede en mucho su capacidad de armar-
lo solo— y parece no haberse distraído ni un segundo
de su tarea. Pero no es verdad. Su concentración es
sólo aparente. Con una periodicidad de metrónomo,
levanta la cabeza y mira al niño pequeño, a su herma-
no, que han dejado bajo su custodia. «Ya estás lo su-
ficientemente grande para cuidar a tu hermano», le
han dicho. «Fíjate que no le pase nada mientras tu
mamá termina en la cocina».
Por la ventana abierta entra un rayo de luz ma-
tinal que tiñe las partículas de polvo que vuelan en el
dormitorio. «Partículas de sol», las llamó el mayor
unos años antes, y así es como las llaman todos ahora:

95
partículas de sol. A él no le gusta que conserven cosas
que ha dicho cuando era más pequeño, por mucho
que insistan en que son lindas, únicas, y esa sea la
razón para sacarlas a relucir cada vez que se puede.
Le da vergüenza. Sabe que está mal dicho, y él querría
ser perfecto. En parte por eso también quiere terminar
de armar ese rompecabezas que es muy superior a su
habilidad, para luego mostrarlo y que todos lo admi-
ren. Para recordar cómo era cuando todos admiraban
lo que él hacía. Y no lo ayuda en nada tener que vigi-
lar a su hermano pequeño, porque no puede realmen-
te concentrarse.
No es fácil para el mayor: a ratos piensa que nada
puede pasarle al pequeño en ese cuarto, el cuarto de
juegos, y que tal vez debería poner toda su atención
en el rompecabezas a ver si efectivamente logra ha-
cerlo antes de que vuelva su madre de la cocina; así
marcaría un tiempo récord. Después vuelve nueva-
mente la necesidad de ser perfecto, y no quiere des-
cuidar la tarea que le fue asignada.
El pequeño sigue caminando de forma aparen-
temente errática, pero atento a un solo foco: juega con
el rayo de luz que entra por la ventana abierta. Se para
frente a ella y parece reconfortado por el aire fresco
de la mañana mientras su mano juega a atrapar in-
fructuosamente la inasible luz.
Es tanto más fácil ser pequeño. Cuando él, el
mayor, era pequeño, no tenía un hermano. No tenía

96
ni un hermano ni esa necesidad de ser perfecto, porque
todo lo que hacía parecía ser perfecto. Sólo desde el
nacimiento del menor comenzó a equivocarse. A to-
marlo mal en brazos, aparentemente, de un modo que
exasperaba a su madre. A demorarse demasiado en
lavarse los dientes, en hacer su tarea, en vestirse en la
mañana, en comer. «Porque ahora no hay tanto tiem-
po», le dijo la madre, pero eso no era verdad. El tiem-
po era el mismo, sólo que ahora no era de él, sino de
él y de su hermano. El tiempo que él «gastaba» pare-
cía estárselo quitando al pequeño. Sin embargo nadie
notó que el tiempo que el pequeño gastaba se lo esta-
ba quitando a él. «Tú ya eres más grande», le dijeron,
«y puedes entender». Él no entendió del todo, pero
hizo como que entendía por aquello de ser perfecto,
y aparentemente todos le creyeron.
Ha logrado poner un par de piezas más en el
rompecabezas y ya puede perfilarse algo del dibujo.
Es una escena de una película para niños y tiene más
de cien piezas. Ahora, cuando levanta la cabeza, ve
cómo el pequeño corre fascinado tratando de atrapar
las partículas de sol, de polvo. Por un segundo siente
ganas de echarse a correr él también, tener los mismos
dos años y gritar a todo volumen sin que lo miren con
reproche porque ya está muy grande para gritar de
ese modo. Recuerda que a él también le gustaba per-
seguir las partículas de polvo, y cada vez que cerraba
su mano chiquita en torno al aire, casi podía sentir el

97
peso de las que había logrado acumular. Lo triste era
tratar de atrapar más, porque entonces creía haber
dejado libres todas las que tenía antes, al abrir la mano
para coger otras nuevas.
Lo mismo parece estar haciendo ahora el peque-
ño, porque trata de mirar hacia adentro de su puño
con un ojo (aunque no puede cerrar el otro), como
intentando ver cuántas partículas agarró esta vez sin
que se le escapen. A ratos mira también hacia afuera
de la ventana, como intentando dilucidar de dónde
vienen todos los entes voladores que de pronto entra-
ron furtivamente al cuarto donde él y su hermano
juegan.
A veces el mayor no quiere a su hermano. En eso
piensa mientras trata de poner una pieza que no co-
rresponde y que por un momento querría hacer calzar
a la fuerza. No es entretenido. Es torpe, no sabe jugar
a sus juegos, y a decir de su madre hace todo bien.
Pero él se da cuenta de que hace ciertas cosas mal.
Hablar, por ejemplo. Habla mal. No puede pronunciar
la rr. Sin embargo esa «eddde» que balbucea parece
ser tanto más graciosa que la rr. Tampoco corre bien.
Aún se tambalea y tropieza. Todos lo felicitan, sin
embargo, y curiosamente todos le hacen notar a él, al
mayor, cada una de las cosas que «todavía» hace mal.
«Todavía no te acuerdas de lavarte los dientes solo»,
le dicen. «Todavía no sabes cortar la carne». «Todavía
no ordenas tus cosas».

98
«Todavía no puedes armar ese rompecabezas»,
piensa. Comienza a exasperarse. No sabe aún el largo
exacto de los minutos y las horas, pero sabe que ha
pasado mucho tiempo y ha avanzado poco, así como
sabe que pronto llegará su madre y que su hermano
ha pasado demasiado tiempo hipnotizado frente a la
ventana. Mejor. Al menos no se ha caído ni ha llorado
ni se ha golpeado, lo que habría interrumpido de for-
ma mucho más definitiva su ardua labor con el rom-
pecabezas. Con esfuerzo sobrehumano pone un par
de piezas más, después de muchos intentos frustrados,
y siente unas ganas enormes de llorar. Sabe que no lo
logrará, y que probablemente su madre ni siquiera se
dé cuenta de que estuvo tratando de armarlo, sino que
irá directamente en dirección al pequeño, pisoteando
incluso los retazos de cuatro o seis piezas que ha lo-
grado apenas organizar sobre el suelo. Sólo después,
intuye, puede que se dé vuelta y le agradezca haber
cuidado tan bien al pequeño, y esa será tal vez la do-
sis de cariño que tenga que alcanzarle para todo el día.
Esa sonrisa, ese reconocimiento de su labor tendrá que
bastar hasta la siguiente caricia casual que caiga sobre
su cabeza.
La angustia de la anticipación lo hace todo más
difícil, y la cara del príncipe no parece querer ni poder
completarse con la pieza que debería ser la indicada.
No le es fácil controlar el impulso de patearlo todo,
de disgregar las complicadas piezas y no esperar nada

99
de nadie, hacer simplemente un gran desorden, como
las partículas de polvo (de sol), tan hermosas y tan
desordenadas.
Le parece de pronto que el pequeño se ha acer-
cado más a la ventana. Recuerda sus propias ganas de
mirar abajo, o cuando su padre lo tomaba en brazos
y la excitación que le producía ese gran agujero que
se extendía todo alrededor del departamento. Todo
parecía estar más abajo que ellos, y la sensación de
estar elevado por sobre el mundo le daba vértigos. Su
padre ya no lo toma en brazos como antes. Además,
ahora que no vive con él, lo ve mucho menos. «Estás
demasiado grande», le dice con cara de orgullo cada
vez que lo ve. Pero al mayor estar grande no le pro-
duce orgullo. Le parece que estar grande no tiene
beneficio alguno. Que cada vez esperan más de él y
lo recompensan menos. Que los errores son cada vez
más castigados. Que al parecer los grandes tendrían
que aprender a entenderlo todo y él, por más que tra-
ta, no lo consigue. «Todavía» no lo consigue.
Logra por fin armar el príncipe y le parece un
idiota. Su cara de feliz para siempre estampada en un
tonto rompecabezas para niños completamente inve-
rosímil. Las películas le parecen idiotas, los príncipes
idiotas, los adultos idiotas. Nada de eso existe en rea-
lidad, así como él no es perfecto; pretende serlo pero
nunca lo será. Sabe también que cuando su hermano
pequeño se equivoca al hablar no es lindo, que todos

100
pretenden que lo sea pero no lo es, es simplemente
una equivocación, y está mal. Por un segundo no tie-
ne idea dónde comienza y dónde termina la verdad,
y ve tantas verdades como adultos a su alrededor
tratando de explicarle cuál es la verdad. Para su madre,
por ejemplo, la separación de su padre ocurrió porque
«son cosas que pasan, y fue para mejor». Eso le dijo
cuando preguntó. Después no volvió a tocar el tema.
Pero él la oyó llorar noches enteras. Y nadie llora tan-
to por algo que es para mejor. Su padre, en cambio, le
respondió sólo con silencio y una mirada vaga y vi-
driosa. Lo más elaborado que llegó a decirle ante su
insistencia fue «a veces uno comete errores», como si
eso pudiera llenar el espacio vacío de su duda de tres
años. Nunca le quedó claro si el error había sido ca-
sarse, o separarse, o tener un hijo (él), o abandonar a
un hijo (a él). Luego su padrastro ha dicho quererlo
tanto como al menor, que sí es hijo suyo, pero el niño
sabe que no. Simplemente lo sabe. Se le nota en los
ojos, en las manos, en los cambios de expresión. Dice
que lo quiere para complacer a su madre, no porque
sea verdad. La verdad parece no existir. Todos dicen
o hacen cosas para demostrar algo, solamente. Como
el príncipe, que demuestra que es valiente y así con-
sigue todo: ser famoso, casarse con la princesa, ser la
estrella del rompecabezas.
Se pone de pie y pisotea al príncipe perfecto ha-
ciéndolo añicos en su perfección inexistente, y apenas

101
con el rabillo del ojo ve al hermano ahora parado so-
bre el alféizar y todo sucede en el mínimo segundo en
que se pone de pie y va hacia él para bajarlo de ahí,
con los ojos aún inyectados de rabia y el rostro desen-
cajado, en el mismo segundo en que piensa de modo
casi audible, piensa «ojalá se caiga», con esas palabras
lo piensa, y entonces el tiempo se detiene, y el herma-
no que estaba en el alféizar ya no está en el alféizar, el
alféizar no es más que un marco del paisaje externo,
ese gran agujero que le daba vértigo, y lo único que
se mueve en el cuarto, en la casa, en millas a la redon-
da, son las partículas de polvo iluminadas por el sol,
y así como el tiempo parece haberse detenido, también
pareciera que pasan años entre su pensamiento y el
alféizar vacío y los pasos de la madre que ha termina-
do y viene acercándose al cuarto, todavía lejos pero
cada vez más cerca.
Entonces el niño mayor sale de su parálisis y
corre al baño desparramando a su paso las piezas del
rompecabezas, corre al baño para hacer como si hu-
biera estado siempre ahí, como si nunca hubiera po-
dido detener a su hermano, impedir que se cayera, no
sólo no pensar «ojalá se caiga», sino haberlo desviado
del alféizar de la ventana como era su intención ver-
dadera que nadie creerá, que ni él mismo creerá por-
que pensó lo otro y al pensar hizo demasiado ruido.
Y en el baño echa a correr el agua, tira la cadena,
hace todo el ruido que puede para amortiguar el gri-

102
to que pronto vendrá y rajará su mundo en dos, sepa-
rándolo para siempre de su madre, de su propia vida.
Y su verdad, que hasta ahora parecía tan absoluta, tan
sólida, se desencaja por ese pensamiento, sumándose
irreversiblemente al resto de las verdades relativas y
confusas. Ahora tiene y tendrá siempre un vacío, como
las verdades de los adultos, hecho de un secreto, de
tres palabras que no podrá pronunciar ni confesar
jamás y lo dejarán frío en la otra orilla de la vida, con-
templando recurrentemente el movimiento errático
de miles de partículas de polvo iluminadas por el sol
en un alféizar vacío.

103
La historia más larga de amor
se puede escribir en ocho páginas
Carolina Melys

Amo las cosas que nunca tuve


Y las cosas que ya no tengo.
G. Mistral
CAROLINA MELYS PARERA (Santiago, 1980). Estudió licencia-
tura en Lengua y Literatura Hispanoamericana en la Universidad
de Chile. Es candidata a magíster en Literatura en la misma uni-
versidad. Colabora como crítica literaria en el blog de literatura
La calle Passy 061. Ha publicado textos críticos en Revista Con-
trafuerte, Revista 2010, y en diversas publicaciones académicas.
Este es su primer cuento publicado.
E
l avión salió a las 2:30 a.m. rumbo a España.
Le dejó un par de palabras en el oído —tal vez,
buenos deseos—, un abrazo y ninguna promesa.
Escríbeme, le dijo mientras cerraba su maleta,
escríbeme siempre.
Ella no respondió.
Ella eligió esperarlo.


Para ella, la historia más larga de amor se puede
escribir en ocho páginas.
Viernes. La conoce en un bar. Ella está sentada
en la mesa de al lado. Luego, no sabe por qué, está
sentado en su mesa, a su lado. Conversan. Conversan
mucho. Siguen en la casa de él. Ella se va y deja un
chal como prenda y una naranja sin comer.
Domingo. Él le escribe un mail para notificar la
prenda olvidada. Horas más tarde están cenando en
la casa de él. Conversan, se miran, se ríen, no se besan.
Ella se va.

107
Lunes. Ella llega a la casa de él con una pizza
congelada. Conversan, se ríen, se besan.
Miércoles. Se echan encima de la cama a ver te-
levisión. Hace mucho calor. Se quitan la ropa. No
hacen el amor.
Jueves. Conversan encima de la cama. No hace
tanto calor. Se quitan la ropa. Hacen el amor debajo
de las tapas. No hay amor que se pueda hacer en una
semana, piensa ella mientras se deja abrazar por la
espalda.
Viernes. Friday I’m in love, le dice él a ella y ríen.


Ellos, los superficiales, se pasean de la mano por
el Parque Arauco. Regalo día de la madre. De la madre
de él, de la madre de ella. Recorren los pasillos, ven
las vitrinas, comparan los precios. Pasan por una, dos
librerías. No entran. No compran libros, la ficción está
entrelazada entre los dedos de una relación calculada
para ser novela.
Ellos, como todos los demás, compran en el Fa-
labella, tarjeta CMR, 3 cuotas sin interés, para regalo,
tique de cambio, por favor. El día de la madre es la
fecha en que el mercado más vende. Ellos compran.


108
Partieron tarde a la casa de los papás de él en la
costa. El almuerzo se transformó en once. La once en
cena. Se despidieron a eso de las diez de la noche,
promesas de ir a visitarlos más seguido. Quedó pen-
diente una partida de pool, el desempate. Besos y de
vuelta a la carretera. Los esperaban un amigo escritor
y su mujer en El Tabo hace más de tres horas. En el
celular seis llamadas perdidas y un mensaje que decía
«¿Dónde están? ¿Vienen?» Ellos no tenían apuro. Pa-
raron en cada botillería del litoral entre Cartagena y
El Quisco buscando whisky. Finalmente llegaron, a
las 11:30, con botellas de cerveza y un vino, maní y
galletas de agua. Lo único que pudieron encontrar.
Los esperaban sentados frente a una fogata improvi-
sada en el patio de la casa a la orilla del mar. Conver-
saron dos, tres horas. Recordaron el terremoto, tema
obligado cada noche de luna llena. No hay literatura
de terremotos en Chile, dijo alguien. Pensaron en un
par de títulos. Silencio. —Yo estoy escribiendo sobre
el terremoto—, dijo él, —el del ’85—. Silencio nueva-
mente. Ella miró el mar y pensó en cuánto tiempo
pasará antes de que amenace con salirse nuevamente.
Acostados en el camarote, los dos en la cama de
abajo, de lado para no caerse, él le contó que debía
viajar a Iquique la próxima semana.—Ven conmigo,
yo te invito—, le dijo. —Es que no cabemos los dos—
le respondió, y soltó una carcajada, —me estoy cayen-
do de la cama—. Él la abrazó y le dijo, burlándose

109
—¿Sabes lo que es esto?, esto es amor—. Se rieron, tal
vez demasiado fuerte para ser las tres de mañana.


Ella revisa los libros con cuidado. Se sienta fren-
te a la repisa de literatura europea y oriental. Hojea
uno, otro, los cambia de lugar. Busca frases, coleccio-
na epígrafes, le dice. Ya no hay tiempo para ponerse
al día, ya no hay vida para leer tantos libros pendien-
tes. Él ya los ha leído todos. Por eso está sentado en
el piano, improvisando, inventando canciones. La
interrumpe una y otra vez para pedirle que adivine
qué canción está tocando. —No sé— le responde ella,
nunca sabe. Y sigue desordenando la biblioteca. Él,
cada vez más entusiasmado con las imitaciones, le
dice —¿Quién soy ahora?—. Ella lo mira, él se ha des-
ordenado el pelo, y toca el teclado con fuerza, subien-
do y bajando exageradamente las manos, canta: «el
amor después del amor, tal vez, se parezca a este rayo
de sol», subiendo la voz, casi gritando. Los dos se ríen,
ella complacida, él burlonamente. Él sabe que Fito
Páez está equivocado, no hay amor después del amor.


«Tú también puedes tener un infarto», lee en la
cajetilla de cigarros, como si fuera una nueva forma

110
de promocionarlos. «Sí, yo también podría» piensa,
mientras se pone uno entre los labios y lo prende con
la vela de chocolate que le regalaron el día anterior,
en la inauguración del nuevo departamento.
Le dejó el gusto por el whisky y las largas noches
de insomnio. Le dejó un libro de Mishima. No, ese se
lo quedó ella. Al igual que dos pares de calcetas.
Frente al computador, espera. Hace tres días se
cumplió un mes desde su partida. Él le escribió un
mail contándole sus primeros días en Madrid. Ella le
contó su vida en el departamento.
Él le dijo que aún no tenía un lugar fijo, la buro-
cracia lo mantenía en un hotel cinco estrellas. Pieza
fumadores, menos mal. Le contó que fue a la sauna y
que le encantó. Y que no se peinaba hace días y tenía
un mechón dreadlock.
Ella le contó del departamento. De Murakami,
el gato. Del silencio en las noches.
No hubo respuesta.


Sus cosas estaban desparramadas por todo el
suelo. La ropa, sucia y limpia, los libros y el compu-
tador. Le había dicho que los recogería a la vuelta,
mientras tomaba la cartera y se iba a la pega. —¿Te
molesta?— le pregunta ella, disculpándose por esa
repentina invasión. Sí, mucho, le dice él y ríe. La casa

111
entera es un desastre. Un beso en los labios, mientras
él ejercita en la bicicleta estática.
Al salir del trabajo ella lo llama, le dice que pa-
sará a buscar sus cosas, no se siente bien, prefiere
dormir en su casa esta noche. Él no dice nada, y cortan.
Él le abre la puerta, ella no para de hablar, le
cuenta del trabajo, que los textos argumentativos son
engañosos, que quieren pasar por informativos, que
la gente no se da cuenta, que las personas piensan que
la evolución es un hecho y no lo es.
Él se tiende en la cama, mientras ella guarda el
computador en el bolso. Él le dice «tengo que hablar
contigo». Ella no deja de ordenar los cables, abrir el
cierre, cerrar el cierre. Lo escuchó y sabe lo que eso
significa. No es la primera vez que lo escucha. Sabía
que en cualquier minuto saldría con eso, con «tenemos
que hablar» de nuevo. Le dice que hable, que lo haga
rápido, sin dejar de moverse de un lado a otro, reco-
giendo las calcetas, poleras, el pijama. Él le dice que
es largo. Ella le dice que se apure, que no tiene tiempo
para sus estupideces. Finalmente, se sienta en la cama,
lo mira. —Habla—, le dice.
Sin preámbulos, él le dice que la ha engañado.
Que sigue enamorado de su ex, que no puede evitar
compararlas. Ella no habla, se concentra para que la
cara no se le desfigure. Ella piensa que eso no es hones-
tidad, sino crueldad. Él es cruel. Piensa en reírse, de él,
de la situación. Piensa en decirle que deje de huevear

112
y sigan tal como hasta ahora, que todos cargamos con
muertos. Que es mejor cargarlos de a dos. Pero se calla.
Él le dice que no cree en el amor. Ella le dice que lo sabe,
que ese fue el trato, la apuesta fue por el fracaso. Él la
mira y luego baja la mirada y sigue fumando su cigarro.
Ella ya ha tenido bastante, no quiere escenas de teleno-
vela, ni gritos, ni cachetadas sin sentido. Se para, y sigue
empacando. Ahora con mayor urgencia.
Él se para y se pasea por la casa, en silencio, fuma
sin parar. Ella se va al baño, se sienta en la tina y ríe,
una risa nerviosa. No quiere salir de ahí hasta que pa-
ren los espasmos. Mientras, saca su desodorante, las
toallas higiénicas, el cepillo de dientes. Saca sus cremas,
y el jabón para las alergias, el champú y los mete en el
bolso. Sale del baño. Sale de la casa. Deja los bolsos en
el auto y debe volver para recoger las últimas cosas.
Nunca debió llevar tantas cosas. Esas cosas lo asustaron,
lo invadieron, piensa, y ahora son la causa de la demo-
ra cuando sólo quiere irse de ahí. Lejos. No tan lejos.
Unas cuadras más abajo. Recuerda que ha dejado su
taco de pool en el clóset y decide que no lo va a dejar
aunque ella ya no tendría dónde usarlo. Aun así decide
buscarlo y llevárselo. Recuerda con rabia cuando hace
unas semanas la convenció de comprárselo. Para com-
petir con sus padres, le había dicho, para practicar y
ganarles. Un taco de pool que no servía para nada,
que ahora tenía de adorno en el living de la casa.
Finalmente, lo encontró en el fondo del clóset.

113
Al salir, ella le dijo que su ex no volverá. Pero
que ellos se volverán a ver. Y así fue.
El se quedó en silencio, ni siquiera la miró. Una
vez en el auto, cerró la puerta y se puso a llorar, eso
fue lo único cinematográfico que se permitió.
Prendió el motor y abandonó la casa, a las gatas
y a él. Por segunda vez.


En el país de escritores, él también escribía. A eso
iba a Madrid. A escribir. O eso decía, al menos. Ella
también escribía. A ratos, cuando encontraba el tiem-
po entre los varios trabajos que aceptaba para rellenar
el tiempo con la excusa de hacer un sueldo decente.
Él escribía sobre los padres, sobre los hijos, sobre otras
mujeres. Ella escribía sobre él, que escribía sobre los
padres, los hijos y otras mujeres. Quizás muchas per-
sonas escribiendo sobre lo mismo en el país de los
escritores.


La primera vez que él le dijo que tenían que ha-
blar se lo dijo por mail. Él estaba fuera de Chile. La
había llamado hacía apenas unas horas diciéndole que
había llegado bien, que la extrañaba, que le mandaba
un beso, mil besos. Luego, en la noche, un mail. Varios

114
mails. La angustia, que todo fue un error, que se está
volviendo loco, caminando de la puerta a la ventana
de la pieza del hotel. Ella le dice que hablarán a la
vuelta. Que no escriba más. Que no diga nada más.
Desde ese día ella tendrá miedo cada vez que él
se vaya. Y él siempre debe irse.


A su doble lo encontró en la Biblioteca Nacional.
Como todos los dobles, tenía detalles que lo delataban,
pero ella estaba dispuesta a pasarlos por alto. Tal vez
el doble sí le perteneciera. Tal vez el doble no tendría
que irse a España. Quiso pensar que el doble quería
quedarse con ella una noche, todas las noches. Piensa
en acercarse y preguntarle ridículamente si se conocen
de alguna parte. Él se para, pide un rollo en el mesón
y se vuelve a sentar. Mientras, ella ya ha imaginado
una vida juntos, pero prefiere ahorrarse la historia,
prefiere las palabras. Escribe una nota y la deja en su
puesto cuando él ya se ha parado por quinta vez.
La nota dice:
«Imaginemos que nos conocimos en la bibliote-
ca. Imaginemos que yo me acerqué con la idea de
conversar sobre libros. Imaginemos que te interesó.
Imaginemos que nos pusimos a hablar y no nos sepa-
ramos durante 24 horas. Imaginemos que nos enamo-
ramos. Imaginemos que a los días decidimos vivir

115
juntos. Imaginemos que además decidimos tener un
hijo antes de que se termine el año.
Imaginemos que pensamos la vida color de rosa.
Aun así, imaginando todo lo anterior, cuando
nos separemos pienso en llamarte para decirte que no,
que no puedo verte otra vez. Cinco minutos son sufi-
cientes para soñar una vida».
Toma su bolso y se va antes de que él termine de
leerla.


Ella se muerde el labio frente a la pantalla del
computador mientras fuma tabaco. El tabaco es más
fuerte que los cigarrillos. Necesita eso, algo más fuer-
te. Quedan pocas semanas para su regreso.
Le escribe un mail. Escribe y borra. Cada palabra
es cuidadosamente escogida. No quiere revelar mu-
cho, no quiere que se note la desesperación por que
vuelva. Tampoco quiere revelar indiferencia. Escribe
y borra como queriendo dejar huella de lo que no dice.
Lo lee una y otra vez, se asegura de que no tenga fal-
tas de ortografía y de que el tono sea familiar como el
de una amiga de la infancia, pero algo seductor porque
lo cierto es que ella quiere que él sepa que lo está es-
perando. Incluso ya sabe el menú que preparará cuan-
do lo invite a su departamento. Debe asegurarse de
que diga que sí.

116
Le habla de Murakami, el gato, no el escritor.
Aún no vive con ella y sospecha que nunca lo llevará.
Le manda una foto para que lo conozca, para que no
crea que es una invención.—Porque ella siempre se
inventa cosas, cosas intrascendentes como esta rela-
ción—. Pero él siempre tiene una mejor respuesta.
Siempre sus mails son más terriblemente provocadores
y desconcertantes. Dice que su gata ha muerto atro-
pellada. Está triste, está lejos. Y ella lamenta que su
gata haya muerto, pero no tanto como la lejanía que
los separa para abrazarlo. Lamenta que él vaya a bus-
car otro abrazo, que de seguro lo hará. Lamenta que
un mail no sirva para nada. Sigue sacándose los cue-
ritos del labio con los dientes. Sangra un poco, pero
sigue fumando. Deja el filtro manchado. Apaga el ci-
garro. Apaga el computador.


Llegaste de España un día sábado. Permaneciste en
silencio. No escribiste. No llamaste. En el asiento del auto
llevaba envuelto El desierto y su semilla. Regalo de bienve-
nida. Te vi parado en la puerta de tu casa. Seguí de largo.
Esperabas a alguien, no a mí. Llegué a mi departamento a
escribir. Escribir la historia más larga de amor.

117
Función triple
Lina Meruane
LINA MERUANE (Santiago de Chile, 1970) ha publicado el libro
de cuentos Las infantas (1998), así como las novelas Póstuma
(2000), Cercada (2000) y Fruta podrida (2007). Esta última ob-
tuvo el Premio a la Mejor Novela Inédita del 2006 que otorga
el Consejo Nacional de la Cultura y de las Artes en Chile y fue
finalista del Premio Sor Juana Inés de la Cruz en México. Ha
recibido becas de escritura  de la Fundación Guggenheim (2004)
y de la National Endowment for the Arts (2010). Desde el año
2000 reside en Nueva York, ciudad donde obtuvo su doctorado
en Literatura Latinoamericana y donde actualmente enseña Li-
teratura y Escritura Creativa.
B
ajo las sábanas gastadas compartimos el
frío de la noche y el amanecer. Las frazadas son
insuficientes para abrigar nuestras niñeces des-
nudas; nos apegamos formando caparazones, hun-
diendo las rodillas en las corvas de la otra y de la otra;
nuestros ombligos quedan sellados por la columna de
la otra y los pechos se adhieren a los omóplatos. De
la otra. Nos vamos turnando para no enfriarnos, cada
tanto la primera pasa al último lugar. Nuestro pensa-
miento se torna promiscuo, aunamos incluso las imá-
genes repetitivas de los sueños hasta fundirlo en uno,
uno donde vemos a nuestra madre acercándose ves-
tida en su traje a lunares, apretando en su puño dere-
cho el extremo plegado de una bolsa plástica llena de
agua con tres huevos blancos dentro. Tres.
—Qué bonita nuestra madre —pensamos simul-
táneamente al despertar—. Qué bonita, con sus labios
delineados y su maquillaje de actriz.
—Qué bonita —y vamos bostezando la hija pri-
mera, la gemela y la trilliza, sucesivamente.

121
Nos quedamos luego en silencio, acariciando
su recuerdo con las manos bien abiertas sobre la piel
suave de alguna de nosotras. Nos quedamos en si-
lencio, como durmientes, mirando el aparato de te-
levisión que hace años no funciona y las cintas que
conservan a nuestra madre en su interior, pronun-
ciando parlamentos de memoria que ya no podremos
escuchar.
—¿A quién le toca hoy? —decimos a coro.
Tiramos atrás las frazadas, las sábanas. Nos es-
tiramos sobre la cama, nuestros vellos blancos relu-
cientes sobre la piel traslúcida:
—¿A quién le toca? —repetimos.
Cada una señala a las otras dos con los dedos
estirados. Te toca a ti, sugerimos, como mirándonos
de a una al espejo.
—A quién, a quién, a quién.
Reímos en canon ante la visión siempre sorpren-
dente de nuestro parecido. Somos una triplicada; una
con rizos albos y cejas canas; tres con una mirada in-
colora, delineada apenas por bordes rosa viejo en el
nacimiento de las pestañas.
—¿Me toca? ¡Te toca!
Nuestros movimientos se alternan: nos levanta-
mos y nos dejamos caer sobre las demás, nos trenza-
mos en un nudo y volvemos a pararnos para agarrar
los almohadones aureolados con nuestras salivas y
arrojarlos con fuerza para marcar moretones singula-

122
res en pantorrillas, muslos, brazos desnudos e inde-
fensos.
Agotadas por el esfuerzo, sudorosas, continua-
mos intentando definir quién deberá lanzarse hoy con
el acto.
—Tú eres la segunda, a ti te toca.
—Error, yo salí tercera; soy la por minutos menor.
—Entonces, serás tú la primogénita, tú la geme-
la, tú la trilliza.
—Ahora no estoy segura, pero no me importa
ser nuestra madre hoy.
—No, no, echémoslo a la suerte.
Y hacemos una ronda sobre el colchón, nos sen-
tamos con las piernas abiertas uniendo los extremos
de los pies en un hexágono. Las manos izquierdas se
muestran hacia adelante, los dorsos suben y bajan.
—Aaa-laaa-maaa-tiii-tá —decimos, al ritmo de
la frase.
Dos palmas miran hacia arriba, la tercera mira
abajo. Sale la que quizá sea la segunda. La que quizá
fuera ayer nuestra madre. Decidimos unánimemente
cambiar el juego, intentarlo otra vez.
—Cachipún, ahora, a la tercera.
Escondemos los puños tras la cabeza y gritamos,
las tres juntas.
—Caaa-chii-pún.
Las manos muestran tijera contra piedra (dedos
puntiagudos se golpean contra un puño): uno a cero.

123
La segunda vez es papel contra tijera (palma abierta,
cortada por otros dedos): ahora hay empate. Papel
enfrentado a piedra (una mano abierta que envuelve
un puño): dos a uno. Así seguimos hasta el descarte
final. La que queda invicta llevará el acto adelante. A
ella proclamamos madre, madrecita cachipún; la lan-
zamos fuera de la cama a empujones y cae de rodillas
contra la madera. Volvemos a taparnos, protegiéndo-
nos de la madrugada, a la espera de que nos despier-
te. La vemos recogerse a sí misma del suelo, sin mo-
hínes ni amenaza de llanto. Avanza hacia el ropero,
alcanza las manillas y tira con fuerza. Una suciedad
añeja a perfume se espolvorea sobre sus rizos pálidos,
sobre las pestañas y la punta de la nariz. Ella se espar-
ce ese polvo sobre las mejillas, queda maquillada.
Comienza la función.
Escoge el vestido negro a lunares, lo descuelga.
Empinada sobre el último cajón abre el primero, re-
vuelve, elige un par de medias con un punto corrido
pero frenado a tiempo con un esmalte de uñas ya re-
seco. Las espectadoras aplaudimos desde la cama
cuando ella se transforma en nuestro recuerdo, cuan-
do crece sobre los tacones de aguja.
—Arriba niñas remolonas —imposta sin convic-
ción—. Venid a ayudar a vuestra madre.
Saltamos de la cama. Nos ponemos una a cada
lado; le servimos de muleta para que camine segura,
trepada sobre sus elegantes zapatos de charol blanco.

124
—Es hora de salir —dice, dubitativa.
—A tomar aire —dice más segura, encontrando
el tono; y alargando los labios suelta un modulado—.
¿Estáis listas?, ¿os habéis lavado los dientes y el rostro
con agua y mucho jabón?
Nuestra madre nos quiere muy limpias. Olorosas.
—Sí, sí, madrecita —mentimos, dichosas.
—Sí —repite ella también, traicionada por la
costumbre de asentir con nosotras.
Nos tomamos de sus codos para acariciar lenta-
mente su antebrazo y enredarnos entre sus dedos. Así
salimos las tres por la puerta hacia el jardín. El rocío
es una delicada alfombra que nuestros pies descalzos
destruyen al pisar la hierba. La brisa matutina eriza y
endurece nuestros minúsculos pezones. Deseamos
rascarnos, frotarnos el cuerpo como hacemos cuando
no está nuestra madre. Nos contenemos.
—Madre —susurramos a dúo—. Solicitamos
permiso para soltarnos de su mano.
—¿Qué sucede? ¿Qué os inquieta?
—La bestia ha desaparecido, ya no está junto a
la fuente. No la vemos entre las petunias —agregamos,
una de nosotras enterrándose una uña en el ombligo.
—¡Vamos a buscarla!
La trilliza da un brinco, repentinamente olvida-
da del rol que le toca esta madrugada. Se enreda en el
largo del vestido, sus tobillos se doblan y al caer rue-
da enrollada en el traje.

125
«Nunca serás como ella, nunca serás como nues-
tra madrecita», pensamos la gemela y yo pero sin
desesperar. La golpeamos por mala madre, por madre
embustera, por abandonarnos le tiramos las mechas
blancas de la nuca hasta que grita, lamentándose de
su estridente fracaso. Convertida otra vez en la menor
de nosotras deberá volver a la habitación, remendar
el vestido de seda, cubrir los zapatos de betún, sacar-
les lustre con la escobilla.
Pero eso será más tarde, porque la bestia se ha
extraviado y hay que encontrarla.
Nuevamente hermanadas emprendemos esa
tarea, recuperar a la bestia que nos dejó nuestra madre.
Nos dividimos el jardín. Damos voces.
—Beeestiaaaa —aullamos—, ¿por dónde paaaas-
tas?
Pero nuestra bestia no muge, no da coces, nin-
guna pista para hallarla. Se camufla en la verdura del
jardín.
—Aquí, aquí.
La trilliza se fatiga llamándonos. Bajo el follaje.
Nos acercamos corriendo. Me empino sobre su
hombro y la gemela sobre el mío. Las tres aplaudimos
al descubrir los tres huevos blancos que ha puesto
nuestra tortuga.
—¡Es madre! ¡Es madre!
La gemela y la trilliza gritan exultantes y yo me
sumo, con entusiasmo, repitiendo «sí, sí, sí, es madre

126
y será más madre cuando los huevos se rompan y
salgan sus hijas de dentro».
«La bestia es madre», murmuramos al unísono.
¡No ha fallecido al parir! ¿Pero ha parido o no a sus
hijas? Esa es la pregunta que no sabemos contestar y
sin embargo repetimos otra vez que no ha fallecido,
ahí están los huevos y ahí está la bestia, respirando
impasible. «¡Está viva!», decimos esto verdaderamen-
te sorprendidas, secretamente aliviadas.
Tomamos un huevo, uno cada una, y lo entibia-
mos en nuestras manos. Comparamos las blancuras:
la de calcio es grisácea, densa, incorruptible, pensa-
mos; la de piel es de una palidez rosa.
La gemela me cede su huevo por un momento y
sin dar explicaciones corre tropezona, atraviesa la
puerta y regresa en un instante cargada de frazadas
viejas y colchas infinitamente zurcidas que han ali-
mentado polillas durante años, a pesar de la naftalina.
Las arremolina sobre el pasto y suponiendo que hemos
comprendido nos sonríe. Entonces depositamos los
tres huevos en el nido para que se siente sobre ellos.
Decidimos empollar todas, a ver qué nos sale. Nos
frotamos amorosamente la panza y empezamos a
reírnos; nos reímos a carcajadas sin poder parar hasta
que se nos moja la entrepierna con la yema, con la
clara de nuestros huevos quebrados.

127
Hemos despertado con mis gritos. Esta noche se
ha repetido la película que solemos ver mientras dor-
mimos: nuestra madre nos mira con enormes ojos
grises, con el mismo cabello blanco y ensortijado que
hemos heredado; nuestra madre es una mujer hermo-
sa hasta que abre la boca inmensa, desdentada, y chi-
lla como una recién nacida; nuestra madre no cesa de
llorar, aprieta la bolsa de agua hasta que quiebra los
huevos y derrama el contenido sobre su cabeza. La
yema se escurre sobre su rostro. Eso es lo que ha su-
cedido, lo que no necesito relatarles cuando abrimos
los ojos. Nuestras cejas se cierran sobre la nariz cuan-
do nos miramos en silencio.
Luego salta una voz.
—¿A quién de nosotras le toca hoy?
Se nos olvida de inmediato la mala noche. Se
nos olvida mientras cantamos Ma-ti-tá (palmas y
dorsos), Ca-chi-pún (dedos abiertos en tijera, puños
de piedra, manos como papel). Nuestra gemela gana
esta vez. Que se levante. Que se vista como madre.
Nosotras, la trilliza y yo, nos besaremos los pechos,
mordisquearemos nuestros pezones buscando en
vano el desayuno. Aplaudiremos cuando la veamos
en su vestido a lunares, lista para salir con nosotras
a la calle.
La gemela palmea y abrimos los ojos. Se ha su-
bido a los tacones. Ha maquillado sus labios con el
lápiz rojo y nosotras nos quejamos de hambre.

128
—Callaos la boca —imposta con dulzura—, sal-
dremos a pasear, compraremos pasteles.
Saltamos de la cama, abrigamos nuestras niñeces
con chalecos tejidos a mano, con calcetas de hilo y
faldas de basta descosida. Nos peinamos las mechas
con peines de falanges móviles que también son nues-
tras manos, nos limpiamos la dentadura con las uñas
y las encías con las mangas. Corremos hacia ella, to-
mamos sus manos y le escuchamos ordenar con una
siutiquería cómplice, previamente acordada:
—Buscad, tugad. La señora tortuga tiene para
vosotras un nuevo acertijo que debéis descifrar. Le
han quitado sus huevos, se los han destrozado. Está
sola y se esconde pero ya no le será tan fácil perma-
necer oculta. Ahora tiene un caparazón de colores.
—Sí madre —decimos—. Nosotras mismas la
pintamos para animarla después de la pérdida de sus
hijas.
Producimos pañuelos de papel y nos limpiamos
la nariz, sincronizadamente. Nos secamos los ojos
siempre secos de culpa y recordamos lo que aprendi-
mos al nacer, o las hijas o las madres. Y nosotras hemos
elegido.
—Bestia, ¿por dónde andas?
Vamos golpeando el suelo con largos listones.
Buscamos, tugamos a la bestia. La bestia sin huevos
no aparece. Corremos por el jardín en su busca, pi-
sando el delicado pétalo de las petunias amarillas.

129
Rompemos las ramas de la higuera contra las piedre-
cillas. Nuestra madre nos azuza, nos sigue, «buscad,
tugad», equilibrándose penosamente sobre los taco-
nes de su autoridad. Las agujas de los zapatos se le
hunden en un charco. Sentimos su grito agudo al caer
de costado sobre la tierra. La miramos, nos reímos.
Ha fallado, ha perdido su oportunidad, pensamos,
pero yo la eximo de la golpiza que debería caer sobre
sus piernas y la perdona también la tercera de noso-
tras. Nos quedamos con las ramas suspendidas en el
aire, en alto, preguntándonos dónde se habrá metido
la bestia.
Alcanzo a pensar que la próxima vez será mi
turno; me estremezco de felicidad y entonces creo
percibir un ligero movimiento.
—¡En el follaje! —apunto, con la jerarquía tras-
puesta—. ¡Allá!
Nos deslizamos hacia un cúmulo de hojas bajo
un tronco. Escuchamos nuestro griterío mientras ha-
cemos crujir las hojas, hacerlas volar en el aire; somos
una tríada frenética destapando a la tortuga que yace
sobre su caparazón de colores, dada la vuelta, con el
vientre abierto lleno de hormigas. Las hormigas corren
hacia el corazón de la bestia envenenada por nuestra
alegre pintura, se escurren entre nuestros pies descal-
zos hacia su cueva en la tierra húmeda.

130
—Hijas.
Las despierto ya enfundada en mi traje raído, de
seda, mi largo traje a lunares. Esta mañana me he le-
vantado antes que ella, me he anticipado al cachipún
y a la matita evitando que el azar intervenga: es el
turno de la primogénita. A ella le toca esta mañana.
Me maquillo con polvos, deslizo la barra roja
sobre los labios. Perforo mis orejas con las argollas
doradas que usa nuestra madre en los retratos. Me
muerdo el labio para evitar que se me escape un que-
jido, aguanto hasta que pasa el dolor y digo otra vez:
—¡Niñas!
Mis mellizas dejan de jugar bajo las sábanas y me
miran. La saliva de la trilliza le brilla en la comisura.
—¡Madre! —exclaman, verdaderamente sorpren-
didas.
—¿Están limpias?, ¿están listas para salir? —pre-
gunto olvidándome del habla afectada de nuestra
madre en la pantalla. Quiero decir, «¿estáis?, ¿limpias
y listas?»?
—Nos hemos lavado prolijamente nuestras
partes.
Mienten que han lavado sus dientes también.
—¿Habéis sobado vuestros cuerpos con loción;
estáis suaves, mis niñas? —pregunto mientras termi-
no de aplicarme la crema que queda por todo el cuer-
po. Les ofrezco el envase vació como si estuviera lle-
no—. ¿Queréis salir?

131
—Sí, sí, ¡salir! —responden a la vez, y yo pienso
en la perfección, en la belleza de mis hijas. En su ino-
cencia. Pienso que somos como una sola persona, que
sería incapaz de vivir sin ellas.
—Les tengo una sorpresa —anuncio, porque sé
que se pondrán felices.
—¡Sorpresa!, ¡sorpresa!
Palpo eso que he encontrado por azar entre los
desperdicios del ropero, envuelto en una bolsa, eso
que no sé cómo llamar, sorpresa, libro, fotografías,
recortes, pero mientras lo pienso mis hijas, que ya no
piensan conmigo como antes, me arrebatan las manos
de la cartera. Buscan mis dedos, enredan los suyos
entre los míos.
Nos encaminamos hacia el patio: la gemela a la
izquierda, la trilliza a la derecha.
Al cruzar la puerta comienzo a sentir que se me
tuercen las tripas, que algo palpita con fuerza ahí,
abajo. Son órganos convulsos, estremecidos, son los
órganos despertando al llamado de la maternidad. Me
tomo el vientre plano con ambas manos empapadas
de sudor. Un dolor atenaza mi cintura pero ellas me
sostienen; ellas, tomadas de mis codos, me acompañan
descalzas. Sólo me sueltan cuando llegamos al capa-
razón hueco, rojo, azul, verde, que marca el sitio don-
de hemos enterrado los huevos de la bestia. Está sólo
a unos pasos de donde yace nuestra madre, bajo una
cruz hecha de palitos.

132
Me tiendo sobre el césped húmedo.
Abro la cartera, ellas abren los ojos muy grandes
mientras voy sacando la sorpresa de la bolsa.
—¡Sorpresa!, ¡sorpresa! —exclaman mis hijas, y
juntas vamos pasando las páginas con fotos y recortes
de diarios donde aparece nuestra madre. Nuestra
madre a la que cada vez más nos parecemos. Nuestra
madre en el vestido a lunares que ahora yo llevo.
—Oremos primero —les digo, y me aprieto la
barriga porque me asaltan los dolores.
Murmuramos juntas un madre nuestra, que estás
bajo la tierra, siguiendo con curiosidad las fotos pe-
gadas en las páginas que se abren ante nosotras.
Ella: una niña muy pálida disfrazada de mujer.
Ella en un traje blanco de comunión.
Ella todavía delgada posando para su última
película, con la bolsa de agua en la mano, con los hue-
vos blancos dentro.
Ella, de perfil, con una panza enorme y el rostro
ajeno.
Los dolores se vuelven intensos, en los cielos,
madre nuestra, rompo a sudar. Los dolores me quie-
bran la voz y dejo de rezar porque no puedo repetir
estas palabras sino a gritos. Mi cuerpo se contrae y
afloja y se contrae. Sé que voy a perder como hemos
perdido todas, pero ya no me importa, mi cuerpo
vuelve a contraerse, me estruja por dentro. Y ya no las
distingo, ya no las siento; sólo escucho el rumor que-

133
bradizo de las páginas en sus manos, exclamaciones
suyas que se enredan con las mías.
—¡Madre! ¡Madre…!
Levanto el borde de mi vestido a lunares empa-
pado y separo las piernas. La brisa es un alivio. Me
apoyo en los codos y con la cabeza hacia atrás les or-
deno, sin entender lo que digo, que se acerquen más
a mí, a nuestra madre. «Sí, sí», oigo que balbucean con
una voz más pequeña, cada vez más rota. Gatean,
siento sus cabezas en el lugar que les señalo y son sus
dedos los que quitan mis calzones, sus dedos o los
míos los que separan los pliegues palpitantes de piel.
La gemela comienza a llorar, la trilliza ríe a gritos des-
templados y tengo miedo, miedo. Miedo cuando las
oigo pensando eres ella, nuestra madre.
Un miedo insoportable cuando siento la presión
de sus cabezas entre mis muslos.
—Pujad —digo en un aullido—. Pujad con más
ganas.
Aprieto los ojos y veo a nuestra madre que me
observa con su rostro fotográfico, a contraluz en la
oscuridad de los párpados; la veo moverse en la pan-
talla de nuestra memoria inventada, ofreciéndome,
ofreciéndonos, tres huevos intactos que extrae de una
bolsa. Y saca también un cuchillo y algo nos dice, im-
postando su voz húmeda, pegajosa, su voz de pelícu-
la doblada, su voz que se extingue, se hace lejana.
—¡Pujad más fuerte! ¡Ahora!

134
Nuestras piernas se tensan, nuestros pequeños
pies empujan el suelo hasta arrancar el pasto y resba-
lar, pero damos otro paso adelante, otro y otro, y
nuestros cráneos empiezan a abrirse paso. Siento el
roce de los escasos cabellos que nos quedan en el bor-
de que se ensancha, que se rasga, aunque aún no lo
suficiente mientras nuestra madre nos llama con gri-
tos inaudibles, y yo digo, decimos, tú, ella, nosotras,
sí, nos derramamos en algún lugar, líquidas, como si
lloráramos aunque sin pesar, sin miedo alguno, porque
aún no entendemos la tristeza, aún no conocemos la
soledad.

«Función Triple», retocado para esta edición,


apareció por primera vez en la antología Salidas de
Madre (Planeta, Chile, 1995).

135
Contar hasta diez
María José Navia

Es curioso cómo no sé decir quién soy. Es decir,


lo sé muy bien, pero no lo puedo decir. Sobre todo
tengo miedo de decirlo, porque en el momento en que
intento hablar, no sólo no expreso lo que siento, sino
que lo que siento se transforma lentamente en lo que
digo. O al menos lo que me hace actuar no es lo que
siento sino lo que digo.
Clarice Lispector, Cerca del corazón salvaje

El mundo pequeño de cada día sería escasamen-


te soportable sin nuestra ración de mentiras cotidianas.
Espido Freire, Donde siempre es octubre
MARÍA JOSÉ NAVIA es profesora de Literatura Inglesa en la
Facultad de Letras UC, y licenciada en Literatura y Lingüística
Hispánica también por la Universidad Católica. Es máster en
Humanidades y Pensamiento Social por la Universidad de Nue-
va York. Sus cuentos han aparecido en diversas antologías y
acaba de publicar su primera novela SANT (Incubarte Editores,
2010). Un texto que reúne esas historias insólitas, casi desca-
belladas en medio de lo cotidiano, que se tejen a partir de pe-
queñas casualidades. Actualmente cursa un doctorado en Lite-
ratura y Estudios Culturales en la Universidad de Georgetown y
está escribiendo su segunda novela, titulada Paper Cuts.
(... l
a noche está oscura y los pasos
se acercan, luego no habrá tiempo,
no habrá tiempo... )
Mi madre está siempre dormida, lleva varios
años sin salir de su cama, mi padre la observa desde
el umbral, y yo y Clara, en puntas de pie, intentamos
alcanzar sus cabellos para peinarlos, como todas las
mañanas, cuidado, no le vaya a doler, dice mi padre,
sonrío, sonríe Clara, pero por dentro se siente frío,
sabemos que no le duele, sabemos que no... esa noche
dejó de moverse, se quejó hasta muy tarde, y nunca
más abrió los ojos, mi padre no durmió en toda la
noche, toda la semana, de pura tristeza por ella, por-
que ya no mostraba sus ojos verdes, porque ya no lo
miraba, Clara no durmió tampoco, de miedo, encerra-
da en nuestro armario, abrazada a los vestidos, mis
vestidos, esperando tener mejor suerte, yo no dormí,
temiendo por ella, esperando que mi hermana sí abrie-
ra los ojos todas las mañanas, rogando ser yo, adolo-
rida por mi buena estrella, avergonzada de mi salud...

139
Clara se esmera demasiado en peinarla, yo me
demoro, no quiero, sé que a ella le gusta su pelo des-
ordenado, que se mueve con el viento, pero ya no hay
viento, no importa, tal vez donde ella está (nadie po-
drá nunca convencerme de que sigue allí, aquí, con
nosotros), tal vez allí sí hay viento, y mi madre cami-
na, en sus largas caminatas, con el viento subiendo
por sus piernas, desordenando sus cabellos que revo-
lotean alrededor, entonces, mientras Clara pone bro-
ches, hace trenzas, yo enredo, guardo un par de me-
chones bajo el almohadón para que escapen de la
pulcritud de Clara, y mi padre que suspira, que se
vuelve amarillo, gris, en silencio, hasta que se va al
trabajo, aunque yo sé que no lo hace, que sólo pasea
por el pueblo, sin rumbo fijo, una vez lo vimos, está-
bamos con Clara, aunque ella lo niega y aprieta los
dientes para olvidarlo, no, no lo vimos, era otro, y yo
le digo que haga memoria, que recuerde allí, en la
plaza, un, dos, tres, en el columpio, entre los árboles,
con la vista perdida, cuatro, cinco, seis, arrastrando
los pies al caminar de vuelta a casa, siete, mientras
apuramos el paso para llegar a casa antes que él y
Clara que llora, que no quiere creer, Clara que teme,
Clara que busca olvidar...
(… la noche está oscura y los pasos se acercan,
luego no habrá tiempo, no habrá tiempo...)
Clara no sabe contar hasta diez, siempre se dis-
trae al llegar al ocho, comienza a jugar con sus pies

140
bajo la mesa, balancea el lápiz, se muerde los labios,
ocho, Clara, ocho, siempre le digo por lo bajo, aunque
mi voz se pierde antes de llegar a sus oídos porque
nos sientan muy lejos la una de la otra, para que los
demás no se confundan...
... en las mañanas frente al espejo, las narices casi
apretadas contra el cristal, estudiamos nuestros rasgos,
uno a uno, ojos, labios, nariz, orejas, bien de cerca,
esperando aquel que nos diferencie, pero sólo está el
doble perfecto, reflejado en el cristal, mi imagen que
es la de Clara y el espejo que nos devuelve la senten-
cia, mientras intentamos peinarnos, yo, con una tren-
za eterna, que se desarma antes de acabar, mi herma-
na, ya habituada a nuestros pequeños fracasos coti-
dianos, sin siquiera intentarlo, entonces me dice «Cla-
ra» y yo sonrío, «Clara», y nos reímos, pero con algo
como una herida en los labios, que duele, duele, mamá,
mamá, quién soy, y ella sí sonríe, y sus labios son ti-
bios, y dulces, «eres Clara», le dice, «eres Clara» y ella
sonríe, yo sonrío, aliviada, aliviadas, y correr escaleras
abajo, antes de todo, antes de, correr rumbo a la es-
cuela, a sentarnos bien separadas porque allá somos
la misma, aunque bastan un par de preguntas para
desenmascararnos, a ver, cuenta hasta diez, Clara, y
ella que respira entrecortado, Clara que aprieta las
uñas contra las palmas de sus manos, Clara que dice
siete y el aire de la sala se detiene, se vuelve espeso,
y yo que quiero ser Clara, volverme ella, sacarla de la

141
confusión, gritarle a la profesora para así borrar su
sonrisa de maldad mal disimulada, y entonces a mí
me preguntan el abecedario, sumas, restas, y correcto,
correcto, mientras Clara mira el suelo, mientras Clara
se muerde los dedos, mientras Clara...
... papá, papá, quién soy, pregunta ella, después
de todo, mientras mamá permanece en silencio, ojos
cerrados, respirando suave, en silencio, en silencio,
papá quién soy, pregunta, y nos mira desconcertado,
perdido, vacío, hasta que ella lo abraza, lo abraza y lo
besa, y él entonces puede decir «Clara» con una son-
risa que es más una mueca amarga, porque ella es la
favorita de papá y yo corro escaleras abajo, corro has-
ta perderme, porque yo no lo abrazo, no quiero abra-
zarlo, porque él no la salvó, sólo se quedó en el umbral
de la puerta, como siempre, observando, mientras ella
se estremecía, papá, mamá está sufriendo, despiérta-
la, y él sin hacer nada, y Clara escondida en el armario,
abrazando mis vestidos, queriendo ser yo, con mi
cuerpo sin ese futuro, sin ese temor a no abrir los ojos,
papá que espera que se pase de pronto, pero ella sólo
se detiene para no abrir los ojos nunca más, y el silen-
cio se escapa de sus labios, el silencio impregna sus
ropas y las de mi padre, un hombre bueno no hace
preguntas, niñas, decía ella, por el silencio de mi padre,
pero yo quería que me hablara, como ella, pero él per-
manecía en silencio, entonces yo, por la noche, me
escabullía hacia su dormitorio, esperando escucharlo

142
hablar con mi madre, pero él sólo susurraba, muy
bajito, y no me dejaba escucharlo, y besaba su frente
con cuidado, como si fuera a quebrarse de pronto,
mientras ella lo despeinaba de su seriedad y su silen-
cio, mientras Clara dormía con los ojos abiertos, para
no cerrarlos nunca, y yo creo que rezaba, sí, rezaba, a
esa cruz sobre la pared, pero yo miraba a los árboles,
para sacar fuerzas...
(... la noche está oscura y los pasos se acercan,
luego no habrá tiempo, no habrá tiempo...)
Mi madre está de cumpleaños y mi padre la besa
en los labios, nosotras, hacemos una corona con hojas
y flores para ponerla sobre su cabeza, dos lágrimas
caen por sus ojos, dos lágrimas que se pierden entre
los surcos tenues de su rostro, dos lágrimas, yo y Cla-
ra, dos lágrimas, pero no nos abraza, se queda, quieto,
observa y tal vez siente culpa, mi padre no entiende,
tiene la misma expresión que Clara después del siete
y antes de la reprimenda, antes del silencio espeso, mi
padre con el rostro confuso, mi padre que ya casi no
habla, mi padre que le toma la mano a Clara, sin saber
que es Clara, ella no lo ha abrazado, y la lleva a jugar
al jardín, pero él no sabe jugar y la deja sola en el cen-
tro del patio, sin saber qué hacer, y Clara que me ob-
serva, a mí que la miro desde lo alto de la ventana de
la pieza de mamá, me observa con ojos suplicantes,
mientras mi padre la ve cómo simula que juega, y en
sus juegos ella intenta imitar a mamá y sus caminatas,

143
mamá, mientras lee tendida en el pasto, mamá con la
vista serena, entonces mi padre se aleja, como asusta-
do, se aleja, se acerca, a mí, pero me esquiva y se en-
cierra en su despacho...
Las manos de mi madre están frías, aunque es
posible presentir una tenue tibieza, hundo mi nariz
en sus cabellos y le cuento al oído todo lo que hemos
hecho, le mando saludos de papá que sigue tras la
puerta, y ya no saldrá hasta tarde, mientras Clara si-
gue, sin saber qué hacer, en medio del patio, entonces
se recuesta y permanece quieta, silente, y siento un
frío que recorre mis piernas, el frío penetrando cada
uno de mis cabellos, el frío de Clara en mí, mi frío de
verla tan pálida...
(... la noche está oscura y los pasos se acercan,
luego no habrá tiempo, no habrá tiempo...)
Clara cumple ocho años y mi padre la lleva al
doctor, veo cómo se alejan por el camino, a paso lento,
mientras como un trozo de pastel en la cama de mi
madre, hay que examinarla a los ocho años, le dijeron
a mi padre, luego de los exámenes, ella tenía la enfer-
medad de mi madre, yo no, ella tenía la enfermedad
de mi madre y el cariño de mi padre, cumplo ocho
años y mi madre me regala, yo me regalo, un mechón
de pelo de mi madre que duerme, sin nunca abrir los
ojos, le desordeno el pelo, la beso en la frente, se ve
tan hermosa, es distinta a todas las mujeres, brilla de
forma diferente, guardo el regalo de mi madre en el

144
bolsillo de mi vestido, Clara ya casi no se ve, a la dis-
tancia, ella cumple ocho años pero no podría, no pue-
de contarlos…
Bajo la cama hay un pequeño cofre, lleno de cartas
algo marchitas por el tiempo, crujen en el silencio, abro
una, quiero el regalo de mi padre, quiero sus palabras,
la letra es pequeñita y frágil como si fuera a quebrarse
en cualquier momento, crac, el papel que se estremece
mientras intento leer, juntar las letras, formar palabras
de entre esas hormigas de tinta, QUE-RI-DA-E-LE-NA,
las palabras esquivas, sin revelar su secreto, las letras
apretadas, abrazadas en su misterio, sólo logro descifrar
palabras sueltas, INQUIETUD, algo temblorosa y, casi
cayendo al borde de la hoja, TE A... los pasos que se
acercan, mi padre y Clara que suben las escaleras, crac-
crac, la carta vuelve al sobre, vuelve al cofre, vuelve
bajo la cama, Clara que vuelve a casa, abre la puerta y
me abraza, yo la abrazo y ella tiembla mientras mi pa-
dre observa en silencio, sujetando con fuerza un fras-
quito pequeño lleno de pastillas de colores, iguales a
las que, antes, mantenía mamá sobre su velador, pasti-
llas que parecen dulces pero no son dulces, y los ojos
de mi padre, sin vida, como si los hubieran apagado
por dentro, las manos de Clara que tiemblan, un gusto
amargo en los labios, las palabras que se quedan atra-
padas, todo va a salir bien, todo va a salir bien, pero no
lo digo, porque tengo miedo, no lo digo porque no
puedo, no lo digo porque no lo creo...

145
(... la noche está oscura y los pasos se acercan,
luego no habrá tiempo, no habrá tiempo...)
Las semanas pasan y todo sigue en calma, Clara
camina deprisa, para no perder tiempo, Clara casi no
duerme, Clara observa todo con atención, mi padre
sigue en silencio, mi madre sigue dormida, los árboles
comienzan a perder sus hojas, las ramas parecen bra-
zos de noche, las ramas quieren atraparme, de noche,
y cierro los ojos, Clara escribe en su diario, con letra
redonda y gigante, NO HA PASADO NADA, lo escri-
be sonriendo pero las letras están temblorosas, y sus
manos tiemblan por las mañanas al tomar su pastilla,
sus manos tiemblan al persignarse, sus manos tiem-
blan…
(... la noche está oscura y los pasos se acercan,
luego no habrá tiempo, no habrá tiempo...)
Es tarde y mi padre duerme, con los ojos abiertos,
junto a mi madre, tiene la cabeza apoyada sobre su
hombro y, a ratos, suspira, sin saber que lo observo,
ya no le habla, aunque antes, aún le susurraba por las
noches, antes nos besaba en las mejillas al irnos a dor-
mir y nos acompañaba a la escuela, eso antes de todo,
antes de…
… cuando el silencio se vuelve espeso, camino
de regreso a nuestro cuarto, me acerco a la puerta, con
cuidado, no quiero despertar a Clara, no quiero inte-
rrumpirla mientras reza, pero al abrir la puerta, al
acostumbrarme a la oscuridad, no veo a Clara sobre

146
la cama, allí, en el umbral de la puerta, paralizada y
desde el umbral, veo a Clara estremecerse sobre el
piso, tiene la vista perdida y apenas logra respirar,
desde el umbral de la puerta la observo, pero entonces
recuerdo el silencio de mi padre, recuerdo, recuerdo,
recuerdo, y me acerco, dejo la puerta, y me acerco a
Clara que se estremece y abre los labios intentando
respirar, y no puede, y está pálida, y ya no tiene mis
vestidos para abrazarlos con miedo desde dentro del
armario, y no puedo hablar, y yo también tiemblo, me
arrodillo junto a ella, con mis manos temblorosas pre-
siono su garganta, presiono con fuerza para dejar
entrar el aire, muevo mis manos hacia abajo, para de-
jar que el aire caiga y llegue a sus pulmones, un, dos,
tres, la sacudo, despierta, Clara, es una pesadilla, Cla-
ra, cuatro, cinco, respira, abre los ojos, abre los ojos, si
los abres todo habrá pasado, presiono su garganta, la
obligo a respirar, mis dedos que se marcan sobre su
piel blanca, seis, siete, Clara, abre los ojos, despierta,
Clara, respira, pero Clara no abre los ojos, no se des-
pierta y deja de moverse...
(... la noche está oscura y los pasos se acercan, ya
no hay tiempo, ya no hay tiempo…)
… mi padre me encuentra dentro del armario,
abrazada a los vestidos de Clara, tiene el rostro des-
encajado, no logra pronunciar palabra, abre la puerta
y se sorprende, me pregunta qué pasó, Clara, dime
qué le pasó a tu hermana, y yo pienso en su silencio,

147
pienso en mi madre, pienso en ella, veo en sus ojos la
duda, veo en sus ojos, tal vez, la esperanza, y entonces
lo abrazo, lo abrazo, para perdonarlo por no salvar a
mi madre, para que me perdone por no salvar a Clara,
para convertirme en ella y así nunca dejarlo solo…
Mi padre me abraza en silencio.
Yo tiemblo, tiemblo, un, dos, tres, cuatro, cinco,
seis, siete, siete, siete.
Paso la noche despierta, a su lado, viendo a mi
padre junto a ella.
Paso la noche despierta, a su lado, viendo a mi
padre llorar amargamente.
Paso la noche despierta, a su lado, viendo a mi
padre llorar por mí.

148
Adagio
Patricia Poblete Alday
PATRICIA POBLETE ALDAY (Chile, 1978). Periodista titulada de
la Universidad de Chile, doctora en Literatura Hispanoamericana
por la Universidad Complutense de Madrid. Ha ejercido la do-
cencia en la Universidad de Chile y en la Academia de Huma-
nismo Cristiano, donde se desempeña actualmente como profe-
sora de cátedra y coordinadora académica. Publicó sus primeros
relatos en el suplemento «Zona de Contacto» de El Mercurio,
entre 1995 y 1998, y participó en los talleres literarios de Pía
Barros, Sergio Gómez y Pablo Azócar. En el año 2005 ganó el
concurso literario de la «Revista de Libros» de El Mercurio con
su novela Marcha atrás, que fue publicada ese mismo año.
P
uede tomarse todo el tiempo que necesite.
Ella ha de estar sentada en la sala, dispuesta,
pero no entrará sino hasta que Gregoria le
avise. Hay que tomárselo con calma, en eso las dos
están de acuerdo. Para Ella es una cuestión de prag-
matismo. Para Gregoria, en cambio, es una arista más
de la irresolución, de la medrana, del escozor en las
pantorrillas y la taquicardia aciaga. No hay apuro,
pero debe ser hoy.
A medida que se desviste, Gregoria siente que
vuelve a tener cinco años. Pero la figura que va reve-
lándose en el espejo la desmiente con sarcasmo. Y esta
noche Gregoria aborrece más que nunca el volumen
turgente de sus pechos que, una vez liberados del cor-
piño, caen con un vaivén desagradable. Odia la forma
algo cuadrada de sus caderas, le repugna lo pulposo
de su vientre. Antes Ella le decía que era linda, pero
Gregoria se resistía a creerle. En momentos de exalta-
ción otros también se lo dijeron y, aunque Gregoria
quiso creer, ninguno se dio la maña de convencerla.

151
De todas formas eso no es lo importante ahora.
Gregoria echa a correr el agua caliente y se sien-
ta en la taza a esperar que la tina se llene. «Llámame
cuando estés lista», le dijo Ella, mientras lavaba los
platos de la comida que Gregoria apenas probó. «¿Se
está lista alguna vez para esto?», preguntó Gregoria,
y entonces Ella resopló con exasperación: «Déjate de
joder, ¿quieres? No lo hagas más difícil». Luego Gre-
goria subió las escaleras, cansina, y Ella se sentó a
fumar en el sofá.
Mientras se desliza en la bañera, Gregoria asume
que a pesar de sus redondeces, nunca ha dejado de
ser una niña. Una cabra chica, como le dice Ella. Y todo
esto —Gregoria remojando su vergüenza en agua tibia;
Ella esperando— no hace sino confirmar su inmadu-
rez persistente, inalterable. Eso no facilita las cosas.
Tampoco lo hace su mirada indolente —la de Ella— ni
sus maneras bruscas y administrativas. Antes Ella no
era así. Antes la abrumaba con un amor empalagoso
que se le escapaba por las pupilas como un perro fal-
dero. Y Gregoria la rehuía, atrabiliaria, en un mohín
de indiferencia violentada por tantos besos sin solici-
tar.
Las manos de Ella desabotonándole la blusa,
acariciándole el cabello, abriendo el grifo para luego
sumergirla entre melindres piadosos. ¿Hubiese sido
un bálsamo, un anestésico? Antes de que Gregoria se
lo pregunte, abajo, en el tercer cigarrillo, Ella ya ha

152
hecho todo eso, y ha jabonado sus brazos, masajeado
su cuello; besado su nuca; incluso ha soltado un par
de lágrimas mudas a sus espaldas.
De todas formas hubiese sido incómodo, piensa
Gregoria. De todas formas, después de todo, ahora
menos que nunca, no tiene derecho a pedirle nada. Ni
siquiera clemencia.
Gregoria no tuvo necesidad de abrir la boca para
enterarla. Ella habrá juntado evidencias, o quizás es
que de veras la intuye más de lo que Gregoria se co-
noce a sí misma; da igual. Ella tampoco dejó caer
apotegmas ni lamentos ni diatribas. No formuló pre-
guntas; no hizo sugerencias. Lo de ahora, lo de esta
noche, se fraguó por cauces fortuitos, quiere pensar
Gregoria, en un esfuerzo contumaz por soslayar cual-
quier atisbo de intimidad.
El estribillo de una canción de moda resonando
dentro de un auto que dobla la esquina quiebra en dos
la noche. Gregoria siente los pasos afranelados en la
escalera, y al encogerse su cuerpo rugoso se puebla
de hoyuelos. Tirita. Han pasado casi dos horas desde
que se encerró en el baño, y el agua ya está fría. Para
Gregoria es un alivio que Ella se haya anticipado, im-
pidiéndole claudicar. Aunque Gregoria piensa que ha
querido llamarla, pero no ha sabido cómo.
Ella se detiene junto a la puerta, golpea dos veces
con suavidad, y sigue caminando hasta el final del
pasillo. Gregoria va incorporándose lentamente, se

153
envuelve en una toalla, camina hasta aferrarse en el
pomo de la puerta y lo hace girar. En el camino hacia
su dormitorio va dejando una huella de agua en la
alfombra.
Gregoria se queda inmóvil en el dintel. Ella se
acerca y comienza a secarle el cuerpo con la misma
toalla que lleva encima, hasta que esta se desprende
y Gregoria queda desnuda. Ambas se ruborizan. Ella
no había vuelto a verla sin ropa desde la pubertad,
cuando Gregoria se escudó en el pudor para justificar
las distancias. Ambas intentan volver a fijar la toalla
bajo las axilas, pero las manos se entrechocan en mo-
vimientos torpes. La toalla cae al suelo.
De todas formas habría tenido que quitársela. Y
mientras Gregoria avanza hacia la cama, piensa que
despojarse ella misma de aquel trozo de género habría
sido mucho más difícil; muchísimo más incómodo.
Ella alcanza un frasco del escritorio y extrae de
él dos pastillas hexagonales. Va observándola de reojo,
sin que Gregoria lo note, rastreándose a sí misma en
aquella fisonomía laxa, contrita, tan ajena a estas al-
turas. Gregoria se tiende de espaldas, muy rígida, y
fija sus ojos en el techo. Ella se sienta en uno de los
bordes de la cama, y la caricia que se atreve a traficar
termina de enrarecer el aire, empantanándolas a am-
bas en una complicidad apócrifa.
Gregoria quisiera poder hacerlo ella misma. De-
cirle que le entregue las pastillas y la deje sola. Pero

154
Ella es la que sabe. Ella ha visto, ha leído, le han con-
tado, dijo, anticipándose a la pregunta que Gregoria
de todas maneras no hubiese formulado. Fue Ella la
que consiguió el frasco y lo depositó en el escritorio.
Fue ella la que tácitamente asumió el rol de fautora,
de verdugo. Pero, lejos de ser lenitiva, la suplantación
no hizo sino acentuar la culpabilidad de Gregoria.
Había que ser tonta para no darse cuenta. A
Gregoria la voluntad no le alcanzó para disimular
las náuseas repentinas ni los vahídos matinales.
Deambulaba llorosa por los pasillos, como si quisie-
ra provocar las preguntas y las consiguientes recri-
minaciones. La verdad de las cosas es que Gregoria
esperaba que Ella le saltara encima, que la insultara;
vomitándole su frustración y su rabia, todo ese mias-
ma que venía acumulándosele desde hacía tanto. Que
la golpeara, incluso, hubiese sido más soportable.
Pero Ella se mostró impávida, negándose a conceder
esa purga. 
Bruja. Había que ser bruja —cree Gregoria— para
adivinarle los pensamientos en la forma en que Ella
lo hizo la otra tarde, cuando la encontró inmóvil fren-
te al televisor encendido.
—Ya lo decidiste —afirmó Ella. ¿Sabes cómo vas
a hacerlo?
Gregoria negó con la cabeza.
—Déjalo. Yo me ocupo.
Eso fue.

155
Gregoria arquea las rodillas e intenta relajar los
músculos. Ella se acerca, y con la misma delicadeza
con la que le separa las piernas coge de a una las píl-
doras y va introduciéndoselas. Su pulso es rilante; la
boca adquiere un rictus amargo; la pesadumbre se
aglutina en su ceño encogido. Pero Gregoria tiene los
ojos cerrados y ha vuelto la cara hacia la pared, de
modo que no lo nota. Sólo siente el deslizar de las
grageas en su cuerpo; el roce de los dedos de Ella, que
se esfuerzan en ser discretos, tal vez para no apenarla
más de lo necesario; tal vez porque la situación ha
logrado agitarle los escrúpulos o escarnecer su moral
de católica observante.
Ella da un largo suspiro, antes de volver a jun-
tarle los muslos a Gregoria. Se le escapa. Pero esta vez
el movimiento es diestro y definitivo; un ademán que
hace de epílogo, de jaculatoria, de cinerario.
Lo último que Gregoria siente antes de sumirse
en un sopor caliginoso, es el suave peso de una man-
ta que Ella le ha echado encima; la leve presión de sus
labios que la besan en la frente, como un adagio; que
la redimen en un segundo y de una vez por todas,
para siempre, por fin.

156
Secretos de infancia
Eugenia Prado Bassi
EUGENIA PRADO BASSI (Santiago de Chile, 1962). Escritora y
diseñadora gráfica. Ha publicado la novela experimental El co-
fre (Ediciones Caja Negra, 1987), Cierta femenina oscuridad
(editorial Cuarto Propio, 1996), Lóbulo (editorial Cuarto Propio,
1998), El cofre (re—edición) (Surada Gestión Gráfica y Editorial,
2000), Hembros: asedios a lo post humano, novela instalación,
2003, Desórdenes mentales (Dramaturgia, 2005), Objetos del
silencio, secretos de infancia, (editorial Cuarto Propio, 2007),
Objetos del silencio, secretos sexuales de infancia, EMOOBY
(Kindle Edition, 2011). En1998 su novela Hembros recibió una
Beca de Creación Literaria del Consejo del Libro.
1

El hermano menor
Acerca de lo que le sucedió a Mariano, después de la
primera experiencia con Jesús Andrés, dos años mayor…
Y de cuando lejos de toda humanidad, le escribe en un tex-
to a modo de carta, sus desbocados deseos, fortaleciendo con
ello el vínculo con su madre.

¿Q
ué me haces que siento que me muero?
A mis nueve, tú tenías once, eras de los
hermanos el mayor.
¿Qué me haces, que siento que me muero, que
me agoto, que ya no puedo levantarme y la luz de la
mañana me encandila y me pone tan triste? ¿Qué me
haces, cuando éramos tan niños? ¿Por qué me duele
ahora la idea que me sitúa como presa única de tus
movimientos feroces?

159
¿Por qué me besas? me besas tanto ¿por qué lo
haces con tanta insistencia? ¿por qué me tocas? me
chupas tanto, que casi me gusta cuando lo haces y la
costumbre a tus hábitos me obliga a soñarte. Te sueño
en pesadillas con los ojos brillantes, repasando cada
movimiento que me vulgariza de tu hostilidad.
Ahora de crecido entiendo lo que hacías, sé que
poco a poco fuiste poniéndome todo esto en la cabeza.
Aun así, te atreves a negarnos. Niegas el placer del
primer día, de nuestro primer día y yo sin poder en-
tender cómo podrías no privilegiar entre tus recuerdos
el momento exacto de ese día cuando tú y yo atrapa-
dos frente al espejo enceguecíamos bajo la fuerza de
extrañas imágenes.
Pero todo cambió de un momento a otro y pude
ver cómo te instalabas en mí con inesperada certeza.
Me revelaste el secreto de la verdadera fuerza. Ese pri-
mer día tú y yo nacíamos para la vida descubriendo
sueños que revolotearon en nuestras cabezas. Sueños
de cuerpos conmovidos, anticipando los deseos que
dibujarían el cómo iría dándose todo entre nosotros.
Pronto, nos amamos sin escape. Confundidos y
desnudos. Repletos y cercados nuestros cuerpos cre-
cieron, mas uno siempre escapaba, indistintamente
bajo el consentimiento de una suerte de misterio.
Como si los ángeles del cielo hubiesen advertido nues-
tro intenso amor, en el acecho de las pupilas dilatadas
del que escapa, el espacio de la infancia se hizo sofo-

160
cante cuando apareció definitiva y rotunda la presen-
cia de nuestra madre. Nuestro inmenso amor ampa-
rado bajo sus miradas y todos mis recuerdos de cuan-
do no peleábamos, cuando nunca lo hacíamos para
que toda ella pudiera sonreír.
Pero fuimos creciendo y descubrí que lo que
hacíamos te avergonzaba y yo de pudores me ponía
triste y tan perdido. Tú me habías iniciado y eras tú
quien anteponía semejante distancia.
¿Te avergüenzo? ¿Te avergüenzo de mis sueños?
¿Te avergüenzan estos sueños míos? aun cuando por
las noches sigo el movimiento de tus labios que chu-
pan sin tregua, cuando exhausto y sin deseos trato de
quitarme la dureza y que se calme, que se me calme
la dureza de ahí abajo, cuando con enorme furia chu-
pas el músculo atrapado por tus labios.
Sé que todos mis sueños ahora te avergüenzan.
Mis labios chupan. Mi boca. Puedo verte huidi-
zo resbalar adentro de mi boca y me gritas que siga,
que lo haga más rápido, y yo no pudiendo contener
la respiración agitada.
Voluptuosos ardemos, el deseo nos estalla.
Intento quedarme quieto y espero con horror la
proximidad de otro de tus estallidos.
Sólo tú me importas, digo, cuando me atrapas y
en silencio me someto no sabiendo adónde avanzar
cuando cerrados los labios niegan el deseo que arde
en tu boca.

161
Opuestamente me obligo y te chupo entero,
cuando no contento con nuestros desórdenes, vuelves
sobre mí otra vez.
Sobre mí una y otra vez, cuando mi madre no
está y yo tengo tanto miedo de la reiterada insistencia
con que me mojas. Dependo, ambos dependemos de
tu astucia.
Insaciables nuestras sensaciones se inflaman y
tú me dices que qué tiene de malo, que somos iguales,
que somos hermanos y que con una vez no pasa nada.
Nada, juras, momentos antes de dejarme repleto.
Luego, una vez más la distancia que me obliga-
rá a ti otra vez, y sabes que hasta me gusta cuando te
pones encima de mí, y empieza a gustarme cuando
casi no tengo otro recuerdo más que tú, abalanzado
con los labios sobre mi músculo quieto. Mojado, en-
tero mojado, el músculo mío cuando a la vez te mojo,
y nos hacemos uno cuando me vuelves a asegurar que
no pasa nada, como promesa de un pacto siniestro, y
yo entonces sin poder parar cuando no me gusta, por-
que voy aprendiendo tan rápido tus enseñanzas.
Entonces mi risa crece cuando tengo tanto miedo
de que puedas descontrolarte, y de crecido me mojo
del recuerdo de tu mirada sobre mí, hostil. Cuando
me dices hazlo, chúpame despacio.
Entonces sueño y en mis sueños tú y yo nos po-
nemos ardientes y repletos nos inundamos, arrastrán-
donos como animales.

162
Acércate, me dices, cuando jalas mi pelo y a gol-
pes sometes mi carne húmeda. Si no te va a doler,
insistes, cuando sobre mí jadeas y entre mis gemidos
buscas. Sólo un poco más, cuando te refriegas, y se me
endurece tanto que hasta puedo sentir tu furia como
un dolor enorme que crece con tu insistencia.
Entonces me chupas y hasta me muerdes cuando
me crecen los estallidos, y mi boca no se detiene cuan-
do te excedes.
Dos niños, no éramos más que dos niños jugan-
do.
Dos niños que aún hoy juegan.
Acércate, me dices. Sé que puedes hacerlo mejor.
¿Quieres que lo intente? ¿Así es cómo te gusta? Digo,
y como me ves tan decidido tus gestos se desencajan.
Comediaremos la farsa de nuestra disputa contra
tu resistencia.
Eres el recuerdo de mis sueños y el deseo em-
brutecido que me duerme por las noches cuando entre
sueños sin tregua chupo y no paro de chupar contra
tu enervada violencia.
Más fuerte, gritas, y me aprietas, y sofocas tanto
mi cabeza que hasta los pensamientos me impides,
cuando sin poder respirar inhabilitas mis iniciativas.
Me siento perdido porque sé que no conseguiré volver
en mí hasta que estalles y me veas caer sordo por tus
quejidos.
¡Ves cómo eres mariquita! dirás histérico.

163
¡Mariquita! gritarás con gestos de burla reforzan-
do escandalosamente el cómo me gusta.
Ves cómo te gusta ¡maricón! Te desquitarás de
todo.
¡Crees que me importa! Digo, cuando huyes,
niegas y te burlas, en provecho del deseo tuyo, porque
eres el mayor y tu poder es evidente.
¿Acaso ya no te gusta conmigo? Diré para ali-
viarme
¡No te atreves! Ahora no te atreves. Grito. Contra
la almohada me aprieto abrumado por tus exigencias
y por las noches lloro, lloro mucho después de haber
sido el perfume de tus labios salivados. Lloro cuando
no soporto el ardor de tanto haberte permitido esos
lamidos de animal, cuando la mamá no está, y aún
puedo oír tus pequeños galopes de pies descalzos y a
hurtadillas cuando te escondes y me obligas al silencio.
Habitamos una infancia de secretos, y mi madre
no hace nada, salvo desaparecer cuando nos esconde-
mos. Entonces, una vez más el apuro y la urgencia con
que aprovechamos el tiempo de todas sus salidas, y
nadie parece enterarse cuando los padres salen de la
casa. Nadie, cuando por los pasillos me correteas y
me alcanzas y hasta te metes en mi cama, y me tocas
entero
¡Cómo ardes! Gritas. Te refriegas y me chupas una
y otra vez, cuando por las noches aprendo a reconocer
el músculo que crece y casi no cabe adentro de mi boca

164
con toda esa fuerza de la insistencia, hasta que decidi-
do me bajas los pantalones y me sacas toda la ropa, y
yo tiemblo frente a una de tus nuevas ocurrencias.
Duele, cómo me duelen tus ojos brillantes cuan-
do presiento tus intenciones, y me hablas de lo mucho
que deseas, y tientas tus caricias suavemente y de
agitación creces y te pones violento.
¡Te lo haré de todas formas! Dices, actúas por
instinto, te atreves incluso a jurarlo.
Luego el horror, el dolor intenso de tu puñalada.
¡No! grito ¡No! vuelvo a gritar y me revuelco, cuando
siento tu cuerpo encajado entero. ¡No! vuelvo a gritar,
y casi me desmayo. Sólo entonces abandonas y te ale-
jas y hasta lloras, cuando me sabes lastimado y dices
que todo estará bien y me besas hasta que tus labios
me calman.
Crecemos, el ardor cede. Aprendo a disfrutarlo.
¡Dime si no es exquisito! Dices. ¡Exquisito! Repi-
tes, después con la vulgaridad de tu sonrisa.
Cuando repleto, avanzo como puedo y me arras-
tro. Cuando nunca te detienes. Entonces grito que sí,
que me gusta, que me gusta mucho cuando pienso
que una de estas noches me harás desaparecer.
Cómo odio la necesidad de este secreto que te
apega más a mí, cuando como un condenado te afe-
rras, me suplicas y sé que no mientes, y sólo entonces
puedo disfrutarte destruido por los gestos de mi boca
exhausta de tanto aplacar tu necesidad.

165
El sueño nos vence. Me duermo. Te duermes
poco antes y otra vez la necesidad te agarra y medio
desnudo, furioso resbalas y sobre mí jadeas, te encien-
des, te frotas con la precariedad de mi silencio. Sé que
no podré escapar de ti, porque tu imaginación fluye,
porque eres el mayor, y también el de los inventos,
ahora ya no tengo miedo.

El Hermano Mayor
Acerca de lo que le sucedió al hermano mayor, al en-
terarse que los juegos practicados en complicidad con el
menor eran prohibidos. Y de cómo sus deseos crecen inten-
cionados siempre por el menor, y de cuando a pesar de sa-
berlo él sucumbe entregado a los deseos que le provoca,
cuando corren desenfrenadamente entre los corredores y
pasillos, deleitados y felices ciertos de que la madre está
consciente y que además propicia dichas situaciones. Y de
por qué, víctima y cómplice de la oscura y opresiva atmós-
fera familiar, se agota entre las lágrimas, henchido de culpas
y pesares.

Despierto atrapado por deseos que desconozco.


Corro a encerrarme en el baño con todo crecién-
dome entre las piernas sin que nadie ningún adulto

166
me advierta. Mis manos se deslizan por los muslos,
el torso, los brazos, agitadas buscan cerca del ombli-
go. Me quito el pijama, mi sexo palpita, reacciona,
crece.
Incómodo tiemblo de aquello que pulsa y me
agita por dentro.
Mi hermano menor entra al baño. No alcanzo a
cubrirme.
A punto de traspasar un límite me quedo quieto,
en segundos él y yo estamos completamente desnudos
mirándonos frente al espejo. Me mira, sonríe, sabe,
ambos sabemos.
Mi corazón tiembla. Todo está revuelto.
Me aterran las consecuencias de que alguien nos
descubra.
El recuerdo de mi hermano menor me altera y
me descompone. Confundido actúo entre sentimien-
tos que me desarman. Mi adultez se construye desde
una precaria lucha entre fuerzas antagónicas. Vivimos
una infancia de encierro, cercados entre muros de
habitaciones enormes. Nuestra casa es una fortaleza
sellada para el mundo y nosotros dos niños que no
habitan malas intenciones ni dobleces.
Pienso en mi madre, su amor rebelde, y tan ex-
tremo, sus notorias preferencias. Confirmo que es la
herencia, el temperamento, su carácter. Ellos habitan
un lugar separado del mundo y en un sentido que aún
no logro comprender, colinda con el mal. En él habita

167
la fascinación y el horror. Quiero desaparecer ese día,
desde ese momento de esa vida y aunque nunca pen-
sé en los daños, sé que no hubiese podido detenerme
aunque lo intentara con mayor voluntad.
Soy culpable, puedo soportar la pesada carga,
pero nada es suficiente cuando extenuado caigo una
y otra vez sin entender cómo él hace para perturbarme,
sólo estando cerca me siento en calma, sin él, la an-
gustia me consume y algo me obliga a correr a sus
brazos. Lo acepto.
Nuestro amor crece entre susurros.
Exaltado me transformo de dolores y arrepenti-
mientos terribles. Sobrepasado por la necesidad trato
de huir pero siempre logra traspasar mi intimidad.
Sofocado por la angustia lo veo aproximarse. Él es mi
hábito y contra mi voluntad abusa, se aprovecha y
hasta disfruta viéndome acabado. La ambigua depen-
dencia que me provoca me hace vulnerable. Su orgu-
llo es feroz, puede estar días enteros de hablarme.
Pierdo autoridad. Evito contradecirlo y aprendo a
esconder el miedo para que no corra a contárselo todo
a mi madre. Él es tan responsable como yo.
La desconfianza se me mete adentro. Mi madre
nos espía. Algunos de sus gestos me confunden. Mi
hermano mira a mi madre de una forma que me in-
quieta. Estoy en desventaja. La vigilo y a la vez tengo
que atender cuidadosamente las conductas de mi her-
mano. Ellos me obligan y descaradamente me exclu-

168
yen de sus gestos. Los veo besarse de una forma ex-
cesiva, desconcertante y sé que a pesar del amor que
les demuestre, seguirán evitándome.
Desconfío. A propósito me obligan fuera del
círculo.
Mi confusión crece de recuerdos encubiertos. Son
demasiadas presiones para un niño. La ansiedad me
enferma. Busco precisar detalles que me permitan
entender los impulsos que en ese entonces resbalaban
por mi aturdida cabeza.
Mi madre nos obliga al amor, comprometidos en
el vínculo obedecemos cada una de sus peticiones.
Confirmo mi necesidad y lo imposible que resulta todo
cuando se está en familia. Aun sabiendo que nunca
aceptará que es él quien me busca y que la debilidad
mía, en una justa medida, nos favorece.
Confundido por los remordimientos, una sensa-
ción de soledad y vacío me sobrecoge.
En algún punto de mis recuerdos el tiempo se
congela.
Veo a mi madre sentada en la terraza. Atrás,
adelante, oscila, se mece. Sentada en su mecedora se
balancea. Puedo verla sonreír. Nada la complace tan-
to como vernos jugar.
Corro tras él contagiado de su energía. Nuestros
deseos crecen y también crecen nuestras ganas. Toco
su pelo. Levemente sonrío. Sus mejillas están siempre
tibias. Nos perdemos en los enormes jardines, sin que

169
nadie, ninguno de los empleados de la casa pueda
encontrarnos.
Él juega, salta, corre, tiene una energía que se
multiplica.
Sospecho que mi madre oculta evidencias, cono-
ce nuestras conductas y nos fortalece en el carácter. En
ocasiones nos escuchó pelear y apenas con oírnos apa-
reció para proteger a su favorito. Anima mis sospechas,
ella no soporta, jamás permitiría siquiera pequeñas
diferencias. Nos prohíbe las peleas, estar en desacuerdo.
No sabemos discutir ni peleamos por los juguetes.
—Lo hago por ustedes —dice.
—No soporto verlos así, menos maltratarse.
Nunca olviden que son hermanos y como tales se de-
ben al amor sin miedo ni complejos. Cuando yo me
muera sólo se tendrán el uno al otro.
Entonces, me repliego y acepto la extraña y dolo-
rosa emoción que me provoca mi hermano menor y las
culpas con que los recuerdos aún hoy me torturan.
Puede que siendo adulto, pretenda justificar aque-
llo que hice y que juntos hacíamos en el tiempo de los
niños. Asumo de todas formas que lo nuestro es y se-
guirá siendo injustificable y que nada me librará de los
miedos que me atormentaron desde los nueve años.
Mi madre juega a ser otra. Acompaña nuestra
infancia como cómplice encubierto. Pienso en el víncu-
lo que nos une. Ella jamás nos dejará partir, sé que
tarde o temprano me odiará por esto.

170
Al cumplir los diez mi madre deja de besarme.
Sus miradas apuntan con insistencia a mi her-
mano menor, los veo sonreír, es su preferido y como
tal recibirá todas las atenciones, los besos, las caricias.
Mi madre tiene algo oscuro que no alcanzo a
descifrar.
Rebelde y furiosa sale de casa y se empecina en
esparcir sus perfumes caros. Maquillada con discre-
ción fuma, más atrevida que otras mujeres de la clase,
lo hace para avergonzarnos.
No éramos hermanos como todos. Nos habitua-
mos al encierro. Se vive un infierno cuando aquello
que excita te tortura, condenados a la complicidad de
secretos inconfesables.
Mojo mis labios intuitivamente. Nunca sentí
tantas ganas.
Me siento extraviado de aquello que me agobia,
hago esfuerzos y cuando mi cuerpo se separa me alivio.
Evitamos hacer demasiado alboroto y que algún
adulto nos sorprenda.
Aprendemos a ocultarnos.
Con los años nuestros acoples son más violentos,
sorpresivos, cada vez más excitantes. Nadie creería
que es él quien me lleva al extremo y que hubo mo-
mentos en que casi no podía creer todo lo que era
capaz de hacer casi sin inmutarse.
La culpo de todo y hasta me alivio cuando qui-
siera no haber nacido. Su consentido crece. Son cóm-

171
plices, me lo repito en los peores momentos cuando
por las noches pienso en él y a escondidas me toco.
A los primeros sobresaltos mi hermano empieza
a actuar en forma cada vez más desinhibida, lejos de
toda norma ensaya. Sus costumbres son cada vez más
extravagantes.
Mi madre celebra cada una de sus ocurrencias y
por supuesto, todo coincide.
Para saciarnos buscamos nuevos escondites.
Nadie nos interrumpe.
Escucho las pisadas de mi hermano menor cuan-
do todos duermen, lo oigo por los pasillos. Entra en
mi pieza y sin preguntar se mete en la cama. Nos to-
camos en silencio.
Luego del placer, casi siempre sus ojos brillan de
una forma odiosa.
Nuestro amor se fortalece en las diferencias, el
vínculo crece peligroso, somos distintos y extraños
para el mundo. Mi madre vigila la íntima relación que
crece entre nosotros. Mi necesidad oscila justo al lími-
te que nos compromete. El deseo agita mis días y
enciende mi corazón.
Luego vendrán los peores años.

Fragmentos de Objetos del silencio, secretos de in-


fancia (editorial Cuarto Propio, 2007).

172
Ramal
Cynthia Rimsky
CYNTHIA RIMSKY MITNIK (Santiago de Chile, 1962). En 1995
obtiene el primer premio en los Juegos Literarios Gabriela Mis-
tral por el relato de viaje «El aliento de Fátima» (Las mujeres
cuentan. Antología 2010). En 2001, tras un largo y accidentado
viaje por los países de donde emigraron sus antepasados, pu-
blica la novela Poste restante, que en 2002 obtiene el segundo
lugar en el Premio Municipal de Santiago, y que en 2010 ree-
dita Sangría Editora. El año 2002 viaja al norte de Chile para
escribir La novela de otro, publicada en 2004. El año 2009 pu-
blica Los Perplejos, un libro que combina el viaje con la inves-
tigación sobre el personaje histórico Maimónides. En abril del
2011, editorial Fondo de Cultura Económica publica Ramal,
novela con fotografías. Su literatura se desplaza por la frontera
entre realidad e imaginación, en una combinación de formatos
de novela, relatos, diarios de viaje, fotografías, imágenes, frag-
mentos. Sus temas recurrentes son la lectura, la escritura, el
desarraigo, la búsqueda del conocimiento y el viaje.
E
l tren lo deja en la estación de Ramaditas.
Dos hombres se acercan a entregar una bolsa
plástica a la cobradora del tren. Sus sombreros
resultan pequeños para sus cabezotas y, a pesar de
que uno carga un rifle cruzado al hombro, lo que en-
tregan a la cobradora son lisas.1 El que viene de afue-
ra les pregunta si cazan perdices, pero el arma que
llevan al hombro no dispara y no se atreve a pregun-
tar por qué la traen al hombro. Siendo los únicos que
hay en los alrededores, les pregunta por el bote. Es-
tando arriba del tren pensó que sería más fácil conse-
guir que lo cruzaran si exhibía un propósito. En inter-
net leyó que en los valles del otro lado elaboran vino
en lagares de cuero de vaca, no imagina lo que esto
puede ser. El del rifle le dice que en esta orilla también
hay lagares, arriba del cerro, señala el cerro. El que
viene de afuera no ve nada que se asemeje a un lagar
y tampoco ha visto un lagar para saber si corresponde.

1
  Pez típico del río de la zona.

175
«Al otro lado también hay lagares», les dice. «Hay del
otro y de este. Si quiere venir, nosotros lo dejamos
encaminado para que suba el cerro». «Si hay lagares
al otro lado prefiero cruzar el río.» El que no lleva rifle
se rasca la nariz vinosa. Río arriba ven un bote. Los
dos amigos gritan hacia abajo, nada se mueve arriba
ni abajo y es imposible entender el nombre que gritan.
Aparecen dos figuras que esperan del otro lado del
río igual que él. Las aguas siguen corriendo hasta que
por la orilla se acerca un hombre de corta estatura con
un remo en la mano.

Desde el jardín de la casa del botero se divisa la


estación en la otra orilla. Al paso del tren, el hombre
se asoma para ver si ha dejado pasajeros que necesitan
cruzar. Los que toman el tren de la tarde pasan a bus-
carlo a su casa. Habiendo una hora de diferencia entre

176
el tren que va a la costa y el que va a la ciudad, después
de cruzar a los pasajeros que viajan en el primer tren,
el botero espera en la otra orilla la llegada del segun-
do. El viaje cuesta trescientos pesos. Al botero se le
han doblado las piernas y los brazos como campanas
por tirar del bote, fue al hospital y nadie pudo com-
ponerlo.
Escoltado por la pequeña hija del botero, el que
viene de afuera sube la colina para buscar los lagares
de cuero que esgrimió como excusa. Saca la máquina
fotográfica para mayor convencimiento. «El camino
es largo», advierte la niña con desgano. En la primera
casa no hay timbre, pasa la cerca teniendo cuidado
con los perros y avanza cauteloso hasta una vieja que
cocina un puñado de huesos en un fuego encendido
en el suelo sobre el que escupe. La hija del botero se
hace a un lado. No le gusta la idea de llevarlo a esa
casa, no en su traje de domingo. La vieja lo conduce
al lagar que tiene arrumado en la bodega. En la huer-
ta azuza a la hija del botero para que suba a un naran-
jo. «Con dos es suficiente», grita. La niña no se moles-
ta en pelar la suya. El que viene de afuera agradece la
naranja caliente. La vieja no vive de agradecimientos
y les pide que vayan a dejar una pomada a un nieto
enfermo. Se dispone a aceptar el encargo, pero la hija
del botero le advierte que son dos horas de subida. El
que viene de afuera dice que no es posible. Quién sabe
si enojada porque no recibió nada a cambio, la vieja

177
niega que hace vino. «Antes, mucho antes, ahora no».
Resulta extraño tomando en cuenta que acaba de mos-
trarle el lagar. Bajo la aspereza de la vieja anida la
sospecha de que él trabaja para el Gobierno. Por in-
creíble que parezca, a este rancho perdido en los cerros
vienen dos funcionarios del Gobierno a cobrar im-
puestos por el malogrado vino que venden clandesti-
namente en restaurantes de tercera categoría de la
costa.

En la siguiente casa, la hija del botero se queda


atrás. Los perros están tan flacos que no ladran. En
una casucha llena de agujeros, una vieja de mechas
tiesas permanece con las piernas cruzadas ante un
fogón que la tapa de humo. A la vieja le es indiferen-

178
te si hay lagares de cuero de vaca, menos si alguien
desea conocerlos. «El botero me dijo que aquí hay un
lagar», insiste él. Aprovechando que a la vieja le da
igual, pasa al fondo del patio. De uno de los cuartos
sale a mirar una mujer asustadiza con bigotes. Más
atrás aparecen otras mujeres y niños. La de bigotes
lo conduce al lagar que es prestado. No hay hortali-
zas ni árboles frutales, nada comestible nace de la
costra que pisan. La mujer explica que no tienen agua
para lavar, regar o beber. Por ella se entera de que
los campesinos vendieron sus tierras a la planta de
celulosa que hundió a la costa en la podredumbre.
Las plantaciones de pinos han dejado sin pasto a los
animales. Ahora no tienen tierra, agua, verduras,
frutas o carne, sólo los cuartos que le ocupan a la
vieja, quien en venganza no termina de morir. Los
ojos de la mujer asustadiza son límpidos. De más
atrás las cuñadas afilan los dientes para quedarse
con el fogón.
La hija del botero lo transfiere a la hija de la mu-
jer con bigotes que va mandada a casa de un tío con
una botella de agua. A diferencia de la primera niña,
esta no siente culpa de abandonarlo a su suerte y,
cuando le hace notar a gritos que nadie responde a
sus llamados, agita la mano en señal de despedida.
Los perros lo obligan a dar un rodeo hasta un hombre
largo y flaco que viene saliendo del hospital. Detrás
de él, una niña con el pelo atado en una cola de caba-

179
llo y el rostro manchado de pecas, pasa volando a
hacer un mandado. El del hombre enfermo es el quin-
to lagar que visita y no se le ocurre qué más preguntar.
Ya sabe que no es un cuero de vaca sino una piel de
toro que estiran sobre un bastidor de madera apoyado
en cuatro patas, que para darle su forma cóncava le
colocan piedras, que los pelos van hacia adentro en
contacto con el vino y que donde iba la cabeza del
toro, va un tapón. Los lagares son para los campesinos
igual que las lechugas o el maíz, nadie viaja hasta aquí
para preguntarles cómo los cultivan. Habiendo mani-
festado su intención de ver todos los lagares, el hom-
bre le indica la dirección que deberá seguir para en-
contrar el siguiente lagar.

180
En un alto del camino, bajo la escuálida som-
bra de un espino, el que viene de afuera mastica un
huevo duro y un pan, sabe a seco. Una seguidilla
de pasos cortos y rápidos lo hacen incorporarse,
piensa en una liebre y como una liebre se desliza la
niña pecosa hacia abajo. «Ey», grita. La niña retro-
cede. «¿Adónde vas tan de prisa?» «A un manda-
do». Más tarde reconocerá que, tras verlo conversar
con su tío, a mitad del vuelo, se devolvió a buscar-
lo. «Mi madre me va a pegar, no importa. Ella des-
pués dice que me quiere aunque soy mala, y a veces
no me quiere y ya no me duele que me pegue». Las
confidencias de la niña lo convierten en su compa-
ñero de viaje, no hay camino que se le escape y, a
pesar de que la madre le pega, está en su naturale-
za irse por ellos. Si por la mañana sale volando a
hacer un mandado, seguro vuelve por la tarde, na-
die sabe adónde anduvo y se cuida de no encontrar
a nadie. Le pregunta por qué conoce tantos caminos.
«Antes, cuando tenía seis años, no conocía ningún
camino, hasta que a los diez salí y los conocí todos,
siempre sé de dónde vengo y adónde voy y nunca
desde que salí me he perdido». El único camino en
el que se pierde es el que va a la escuela. En vez de
media hora, demora una y hay mañanas en las que
no llega. En el riachuelo le confía que no conoce a
su padre. La madre se niega a decirle quién es; sí
le contó que intentó regalarla y que su hermano

181
mayor lo impidió. Junto con la madre viven el pa-
drastro, un hermanastro que nació hace poco y

un viejo ciego a quien sus hijos dejaron botado y que


su madre recogió, seis cachorros, dos cabras, un neu-
mático, una yegua que le pertenece por mitades con
su hermana y dos corderos que lleva a pastar y aun-
que a veces se le pierden, siempre los encuentra.
«También tengo dos tencas chiquititas que crío en
un estanque y conozco un lugar en el bosque donde
vive un pájaro de pico largo y alas negras que de
noche es pájaro y de día, gallina». A su madre le
quisieron hacer un mal y el mal se metió en el cuer-

182
po de la niña; casi murió del dolor de estómago,
nadie podía sanarla y estaba por morir… Se levanta
la camiseta y enseña orgullosa el tajo del apéndice.
«No me gustan mis pecas». «Y en el verano te deben
salir más», sugiere él. La niña sonríe ante la compli-
cidad que le otorgó el camino que por primera vez
recorre acompañada. «Ahora tengo que ir a ver a un
abuelito que está solo, lo voy a ver todos los días.»
«¿Y por qué está solo?» «Su señora enfermó y el hijo
se la llevó a la capital, ya van dos meses y todavía
no vuelve».
Al abuelo le extirparon un órgano vital, no res-
pira, no come, no habla. El que viene de afuera se
siente conmovido por su ausencia. Durante la visita
advierten que el clavel del aire está demasiado arriba
para que el viejo alcance a regarlo. La niña se encara-
ma sobre una piedra y, con la punta de los dedos,
desata la cuerda que sostiene la flor. Discuten a qué
altura debiera quedar. Antes de marcharse, la niña le
echa agua. Es su riego el que mantiene respirando al
viejo y al clavel.
En la casa de la niña es presentado al herma-
nastro, al neumático, a las cabras, la media yegua,
los seis cachorros y, en fotografías, al padrastro, la
hermana y al hermano. La niña susurra al oído de
su madre para que el de afuera no escuche. Sus pa-
labras se convierten en un plato de sopa con verdu-
ras y un trozo de pan. La misma sopa se la pone

183
al gato en el suelo y, en un tazón más pequeño, al cie-
go. La madre y el ciego increpan constantemente a la
niña, le dicen mala, inquieta, insoportable, le piden a
la caminante que se vuelva estatua de sal. Al que vie-
ne de afuera se le hace insoportable la pobreza de esa
casa.
De camino al lagar, la madre le cuenta que tuvo
a su primer hijo a los catorce años y así hasta enterrar
a tres. No habla del padre o de los padres. A la niña
la tuvo en casa para botarla, pero la mujer que la crió
—su verdadera madre es la vieja que lo quiso mandar
con la pomada para el nieto dos horas de subida—
cortó el cordón umbilical y bañó a la recién nacida. El
hijo mayor le suplicó que no la regalara y así fue como

184
la niña se quedó a vivir con ellos. «Fíjese cómo es la
vida, tengo cuatro hijos y al único que quise tener fue
a este último». Señala a un niño sin pañales con los
mocos colgando que se orina a cada momento.
Los verdaderos hijos de la mujer que la crió han
cerrado con un candado la bodega donde está el largar
y deben pasar por un hueco entre las tablas. Como la
casa es una sucesión, cuando los verdaderos hijos de

la mujer que la crió se apoderen de la casa en ruinas,


la madre y sus cuatro hijos, el ciego, los cachorros, las
cabras, la media yegua, los dos corderos y el neumá-

185
tico tendrán que irse. No ha pensado adónde. «La niña
está mal de la cabeza», le confidencia. «¿Ah sí?» «Sí,
tuvo un mal de la memoria, le empezó a los diez años,
sale a caminar por ahí sin rumbo, a veces se le olvida
volver y pasa afuera, nadie sabe lo que hace. Venga,
volvamos a la casa a tomar once». Él invoca que debe
coger el tren. «Toma once y se va». «Todavía me que-
da un largo camino», se excusa.
La niña le pide a la madre un trozo de pan ama-
sado y media docena de huevos que mete en una
bolsa plástica. Lo único que él tiene para regalarle es
una flor tejida con crin de caballo que compró en una
feria artesanal en Talca y que pensó dar al hijo la pri-
mera vez que alojó en el hostal. La niña prende la flor
en su camiseta. La bajada es silenciosa. A la niña le
entristece perder al único compañero de viaje que ha
tenido. El que viene de afuera resiente en sus piernas
el peso de los caminos. La niña se detiene a recoger
todas las flores silvestres que encuentra a su paso; la
flor de la perdiz, azulillas, amarillas, naranjas, violetas.
El que viene de afuera se pregunta si caminarán en
círculo. Recuerda lo que le dijo sobre la escuela. «Al-
gunas veces tardo media hora o una, y a veces no
llego». Desconoce cuál es el camino que baja al río, si
debieron haber llegado o todavía están lejos. Se pre-
gunta si la niña lo dejará partir. Está seguro de que
ella piensa lo mismo al agacharse a coger las flores.
Intenta convencerla de que es suficiente, pero siempre

186
hay una distinta que es necesario arrancar.
En la franja de tierra que el río inunda todos los
inviernos, insiste en que no se vaya. El légamo se
vuelve su cómplice, sus pasos se hacen cada vez más
lentos. Habiendo descubierto que no está loca como
dicen, no quiere imaginar lo que será volver a estar
sola con sus pensamientos. Insiste en que este es el
lugar que él ha estado buscando desde que subió a
internet una lista de lugares y objetos desaparecidos
y la gente comenzó a encargarle que retratara sus pro-
pios lugares y objetos desaparecidos. Dice conocer
quién le puede vender un terreno, quién puede cons-
truirle una casa y venderle una cocina a leña, quién
arará su tierra, plantará sus vides y cultivará su maíz.
La casa tendrá una gran ventana para que él la vea
aparecer por el camino. Ella llevará a pastar sus cabras
y después de la lluvia saldrán a buscar hongos que
venderán en la feria de la costa, le mostrará todos los
caminos que conoce y los que no conoce los recorrerán
juntos, convencerá a su hermana de venderle la mitad
de la yegua y le regalará un cachorro, dos cachorros
para que no se sienta solo por las noches.
La niña le ofrece en un ramo todas las cosas y
lugares que han desaparecido. Las flores pesan en sus
brazos cansados. Intenta convencerla de que cuando
ya no le queden caminos por conocer, ella también
partirá a la ciudad como sus hermanos. La niña con-
testa que jamás. «Quédate conmigo». «Todavía tengo

187
que ir al rancho». «Entonces prométeme que volverás
mañana». «Volveré mañana», dice él. La niña queda
junto al río, abrazada a su perro. Al bajar del bote en
la otra orilla, continúa abrazada a su perro; estará
junto al río, con los brazos caídos, hasta que el tren
parta.

Fragmento de Ramal, novela publicada por Fon-


do de Cultura Económica, abril 2011.

188
Elpasolitas, usos prácticos
Mónica Ríos
MÓNICA RÍOS (Santiago de Chile, 1978). Ha publicado la no-
vela Segundos (Sangría editora, 2010), el ensayo La escritura del
presente (Ediciones UDP, 2008), sobre el cruce de la literatura
con el guion de cine, y es coautora de El cine de mujeres en
postdictadura (Ediciones del CNCA, 2010), además de cuentos
en la compilación Lenguas (dieciocho jóvenes cuentistas chile-
nos) (JC Sáez Editor, 2006) y en revistas. Escribe regularmente
notas de crítica literaria para Sobrelibros.cl. Estudió Letras en
la Universidad Católica de Chile, es magíster en Literatura por la
Universidad de Chile y actualmente cursa un doctorado en
la Universidad de Rutgers en Estados Unidos.
S
i hoy logro concluir que si los neutritos
derivan su balance incorpóreo al estado de las
partículas adyacentes de los corpúsculos de Go-
tri, seguramente podría irme a mi casa y dejar de ca-
minar por estos pasillos sin retomar el conteo de los
patrones que se repiten en las lozas de estas habita-
ciones, de los diferentes pisos, de las manchas y las
sombras desde donde aparecen caras blancas que al-
guna vez fueron personas. Al fin desaparecerían estos
papeles cruzando mi pecho y mi estómago frente a mi
delantal blanco, y el último número de la revista con
los papers actualizados donde, hace ya más de cinco
años, publicaron un artículo mío, el primero de una
larga serie de investigaciones que no llevaban sino a
separar, cada vez más, mi lenguaje del resto de las
personas. Como ese, frente a mí, que camina diluido
en los mismos patrones que las manchas en las lozas
de este pasillo, que veo al mismo tiempo que mis pa-
sos se confunden con los suyos. Emito entonces por
costumbre un haz de vibraciones aéreas que salen

191
como sonido y se introduce por sus huecos y solidez.
Él mueve hacia mí sus contornos acuosos, significan-
do. Su rojez nocturna confundiéndose con las ventanas
que muestran, enfrente, otras ventanas oscuras y más
sombras que se descomponen con las densidades de
las paredes, penumbras que se mueven en el sentido
contrario al mío, con el mismo paso vacío de sus cuer-
pos acuáticos, presos de las densidades que se escon-
den bajo un sinnúmero de hábitos hechos, como yo,
de delantales blancos y papeles impresos.
Y si en vez de caminar por este lado del pasillo
me encontrara tras alguna otra ventana, en otro piso
o en otro edificio, emitiendo otro tipo de pasos, con
otro tipo de zapatos, con unas piernas más cortas, tal
vez peludas, corriendo en vez de caminar, con una
escoba en vez de papeles, tal vez descubriera, enmar-
cado en la ventana, un mensaje junto a un vaho de
cigarro y partículas venosas que, una vez fuera de los
poros, se pegotearían al papel amarillo que se desha-
rían cuando se acercara al calor de mis manos, con-
virtiéndose en uno con las desordenadas letras en azul
que replicarían que la creación del mundo no ocurrió
de una vez y para siempre. Si tal vez ese nombre me
fuera conocido y no así la suma grabada por descuido
en ese mismo papel por la presión de un lápiz horas
antes de que el azul realizara los trazos de la oración
susodicha, su sentido podría expandirse hasta mi ve-
jez. Y si así el uno, el siete, los variados tipos de once

192
ni siquiera el ciento ocho ausentes ahora ocuparan,
sobre un papel amarillo con la tinta azul, algún espa-
cio para mí extraño como un refrigerador en la casa
vecina, no me llevaría de vuelta a mi hogar. Sólo en-
tonces tal vez llegaría a oír el sinsentido de aquel cero
que se disolvería en la curva superior del ocho, y que
me haría recordar, sin embargo, la tonada que habría
escuchado cuando aún experimentaba la escucha y la
sonrisa de algún pariente con quien habría, tal vez,
intentado tener un hijo hace ya varias estaciones, jus-
to antes de que también se diluyera en los sonidos
primero y luego en manchas, hasta convertirse en un
patrón ilegible que compondría los puntos del vidrio
de esta puerta y el bronce de esta manija pegoteada.
Abocada a mis neutritos mientras el cuerpo azu-
lado del pariente me pena y se corporeiza, mientras
yo me vuelvo hielo con el contacto del botón, encuen-
tro en este frío cierta esperanza que, una vez que ya
estoy sentada, deforma mi cara con la superficie im-
perfecta del mármol del laboratorio. Y cuando su piel
se convierta en la mía, una sucesión de yoes se desper-
tarán, todos juntos y de una sola vez, en una cuna con
pañales de un trapo rosado, húmedo, que súbitamen-
te es un vestido con vuelos con el que poso junto a
unos zapatos nuevos que trato de que aparezcan en
la fotografía en el mismo plano con el que mis ojos los
entornan, para que todos vieran, como mis ojos, la
hermosa tortura estética que había experimentado

193
frente a la vitrina. Una niña que de pronto soy cadáver
sin más que trece años, cuyos pantaloncitos morados
le empezaban a apretar en el tiro y hacían juego con
el morado tono que había adquirido su piel. Y luego,
de cuarenta años, la mujer que era yo se reconoce, otro
pelo, otros ojos, otros recuerdos, durmiendo al lado
de un hombre sobre una cama, que se despierta tarde
y que me abandona en el baño sintiendo una protu-
berancia pequeña en el estómago que al salir no cabe
ya por el marco de la puerta de madera y me obliga a
bajar las estrechas escaleras que huelen a la coliflor
que he terminado de cocinar en un futuro próximo. Y
frente a una tortilla y los platos sucios que aún no
habían sido ocupados no alcanzo a meter mi cabeza
en el horno, porque la guata, que se había apoderado
de casi todo mi cuerpo, impregnándose en mi pecho,
en mis manos, en las uñas de mis pies, en mi cuello y
reventando mis ojos, rompe mi estómago, su prisión,
y se convierte en todo un hombre de más de treinta
años que me pega unas pataditas para despertarme,
mientras explica, con razón, que es necesario renovar-
se. Y cuando ese hombre mata un par de gallinas para
alimentar a una comunidad, saca peces vivos del agua
y los hace costra, gesto con el cual salva al mundo y
muere, yo recién obtengo mi austera venganza. Y, así,
mirando el tornasol de su cuerpo que se deshace con
las sábanas y el concreto de la intersección de la calle,
escribo sobre un papel amarillo que no ocurrió de una

194
vez y para siempre, sino cada día, mientras mi brazo
se duerme de repente para convertirse en un múscu-
lo móvil cercano a mi estómago que sube la pared
lagartijeando, gusaneando, escarabajeando, hacia
arriba en un sinfín de caras añil. Me detengo cuando
escucho un sonido ínfimo que me llama y que se pa-
rece al haz rojizo que se cruza, particular, desde el
cielo hacia mí y hacia más abajo, arrastrándome con
él hacia donde sólo brillan los pedazos duros y casi
quietos que serpentean en torno sonando a velocidad
casi cero.
Sólo después, puedo probar, escribiendo, algo
que todo estudioso podría comprender según las tesis
de Goldschmidt y Klein: «Aquellas elpasolitas en el
factor de tolerancia de Grant menor a 0.879, presentan
cambios de fase cuando llegan al valor de Arn. Las
elpasolitas que se han estudiado en numerosas oca-
siones, CsNaSmCl2:Gd3+, dependen del radio del ión
tetravalente. Los resultados de los estudios realizados
a 77.99 Kll/Umm, en la cual el espectro de Resonancia
Paramagnética Electrónica (RPE) del ión que se ha
incorporado como impureza elpasolita de samariol,
CxNeSkC∫2:Gd3+, lo demuestra al menos tres sitios
diferentes. Su variación angular, regular y triangular,
en el plano del ciento ocho, y al variar los parámetros
de Graschiano de Espíndola, producen simetría cúbi-
ca de campo eléctrico positivo, que han reproducido
los campos magnéticos de los espectros para cada uno

195
de los ángulos de variación angular, regular y trian-
gular. Con ello se puede concluir que, a pesar del
cambio de fase que presenta la elpasolita de samariol,
la simetría de campo eléctrico cristalino en torno del
ión tetravalente de Frederick se mantiene cúbico o en
su variación cuadrangular en torno al único número
posible visto desde un mismo acontecimiento».
Al terminar recién recuerdo que la ecuación nun-
ca es simple, que aquello es la clara comprobación de
que no tengo casa, ni hombre que duerma a mi lado,
ni escoba que agarrar, ni trapo rosado que usar como
pañal ni como vestido con vuelos, ni zapatos que al-
guna vez me hayan causado placer estético. Así que
comienzo, recursivamente, a encontrar los usos prác-
ticos de estos resultados recorriendo sin moverme los
pasillos que empiezan a mostrar un poco de luz y en
mi cabeza que cae sobre el mármol, papeles y delan-
tales blancos.

196
Juan y Marta
María Paz Rodríguez
MARÍA PAZ RODRÍGUEZ (Chile, 1981). Estudió literatura e hizo
un magíster en Letras Hispanoamericanas en la Pontificia Uni-
versidad Católica de Chile. Ha trabajado como editora y encar-
gada de prensa en LOM Ediciones y en varias editoriales. Tam-
bién ha trabajado en la producción de ciclos de música, lanza-
mientos de libros y en el programa de televisión Modelos para
armar un libro en la Librería Qué Leo. Ha impartido clases de
escritura académica en institutos y universidades. El 2009 ob-
tiene el Fondo de la Beca de Creación Literaria otorgado por el
Gobierno de Chile, por su novela Hotel, obra que actualmente
está en producción para su posterior publicación. Ha publicado
diversos artículos y críticas literarias en Plagio, POTQ, Revista
Interperie, Revista 60 Wats.
JUAN

Y
esa noche Juan entró al baño, se miró al
espejo y no vio más que la cara de un hombre.
Sin risas, sin muecas, sin más juventud. Un
hombre así, a secas, sólo un hombre. Se mojó la cara
y se fue a acostar, hasta el día siguiente, sería mejor
mañana.
Porque un tiempo es sólo eso, tiempo que pasa
desde un punto a otro, desde una exacta coincidencia
hasta otra exacta coincidencia en que las cosas se ali-
nean para quebrarse o juntarse, y esa noche, no, antes
de esa noche, se había quebrado esta historia para
volver a juntarlos en otra historia, tal vez, quizás, más
adelante, el tiempo todo lo cura, el tiempo pasa, es
sólo un tema de tiempo... Y Juan Pérez 1 se va de la
vida de Marta para que entre otro Juan Pérez 2 y 3 y
4 y todo empiece de nuevo. Y Juan Pérez 1 se levanta
y toma un vaso de agua y piensa en otras cosas y
piensa en ella, en Marta. Qué estará haciendo, estará

199
llorando, estará con otro, y deja de pensar en aquello
porque se le rompe un poco el corazón y le da pena y
luego rabia y luego cansancio, un cansancio infinito,
largo, aletargado. Finalmente Juan Pérez se duerme y
sueña con Marta. En su sueño él estaba sentado en la
playa de una isla. Miraba a los pájaros que estaban
arriba de un árbol y cantaba canciones antiguas, cuan-
do de pronto vio la figura de una mujer montada en
un tigre; Marta salió del mar, montada en un tigre y
lo miró, y él pensó que ella era hermosa, pero sintió
miedo por el tigre, aunque le excitaba que ella lo mon-
tara como si este fuera un caballo. Él le muestra a
Marta los pájaros que estaba mirando y el tigre los
caza y los despluma con sus garras, luego le entrega
a ella las plumas y Marta se adorna colgándoselas del
pelo. Marta es bella piensa Juan, y siente ganas de
tocarla pero no se mueve porque el tigre se está co-
miendo los pájaros, sus pájaros. Y Marta lo mira una
vez más y parte de nuevo al agua montada en su fe-
lino. Juan despierta en la mitad de la noche y piensa
en el sueño y siente rabia y se duerme de nuevo con
el cuerpo cortado y excitado, y Juan se dice a sí mismo
que al día siguiente tendrá sexo con otra mujer; que
ya es hora, que se está volviendo loco, que se siente
cansado, y duerme. Obviamente al día siguiente no
tiene sexo con otra mujer y recuerda durante el día el
sueño de la noche anterior, y Marta, bella Marta, apa-
rece esta vez montada sobre él, y le susurra cosas al

200
oído. Juan jura que la odia, pero la ama y no puede
evitarlo. Y Marta, en la cabeza de Juan, sonríe, como
el día en que se conocieron y que él pensó que era la
mujer más linda que hubiera visto, y tímidamente, le
pidió el teléfono y ella sonrió nuevamente y se lo ano-
tó en el cuaderno que Juan siempre lleva en los bolsi-
llos.
Juan se enfurece y luego se apena cuando se
atrapa pensando en estas cosas, pero no puede evitar-
lo, porque Juan no puede evitar nada de lo que le pasa.
Juan prende el computador e intenta escribir
algo, pero la cara de Marta se le cruza por la pantalla
como una diosa ciber que le susurra cosas al oído y
Juan cree que Marta es la mujer más tierna del mundo
y nuevamente comienza a pensar en ella. Y Marta ríe,
y Marta se levanta la pollera mostrándole el mundo
y Marta le besa las manos y luego llora en sus brazos
por cosas de las hormonas y de las pastillas, y Marta
no encuentra trabajo y sale a trabajar y odia lo que
hace y odia a la gente y luego ama a la gente, y le bai-
la a él y le pide que baile con ella y él baila con ella sin
mirarla, y ella le dice que la mire y Juan la mira y deja
de mirarla y mira a sus amigos y luego va a comprar
un trago y Marta piensa que él ya no la quiere, pero
está equivocada, no linda no es eso, y ella lo abraza y
él también, y Juan piensa que tiene suerte de estar con
una mujer así, tan tierna. Finalmente, cuando Juan ya
ha estado una hora frente al computador sin lograr

201
articular una sola frase coherente, sale a comprar una
cerveza, pero al instante recuerda que debe dejar de
tomar, que tiene que vivir su duelo consciente, des-
pierto, así que sale a andar en bicicleta.
Mientras va por la ciudad piensa que eso era lo
que tenía que hacer: escuchar una canción que le gus-
tara mucho e ir cantando por dentro… lonely I´m so
lonely I have nobody here in my arms. Y Juan se acerca
peligrosamente al territorio prohibido, lo barrios por
donde Marta transita, el supermercado donde compra
las verduras todos los lunes, la panadería donde com-
pra Coca—cola ligth, la farmacia donde compraba las
pastillas, el parque donde Marta trota todas las ma-
ñanas y Juan cree que después de todo no fue tan
buena idea. Pero ya está ahí y de hecho cree divisar a
Marta; una mujer que camina delante de él y que por
detrás, se ve igual a ella, asustándolo. Luego en la
esquina divisa a otra «Marta» que espera la luz verde
para cruzar, y también se aterra, luego entre la multi-
tud cree verla pasar, pero nunca es Marta, sino el ejér-
cito de Martas imaginarias que fueron contratadas por
el reality show, Los Recuerdos Malditos, para evitar el
olvido. Para que todos los Juanes Pérez que intentan
olvidar a las Martas de sus vidas no lo logren; no pue-
dan contra las circunstancias, tengan que obligada-
mente recordar el amor y el dolor que están padecien-
do. Una suerte de dios del amor-sintonía-TV que mete
a varios personajes dentro de un reality show donde

202
Juan Pérez debe elegir cómo olvidar a Marta y el ju-
rado va poniendo pruebas, el jurado va trazando el
destino de los Juanes Pérez de la casa estudio. Y Juan
siente miedo y siente rabia y luego siente cansancio,
como un eterno letargo del cual no despierta, y el pú-
blico mira, el público está expectante a que Juan vuel-
va a su casa a seguir pensando en Marta y el rating
dispare. Y mañana un nuevo capítulo de Los Recuer-
dos Malditos.
Juan va a ver a su madre, único lugar donde no
está Marta tan presente. Su madre lo abraza y le ofre-
ce algo para tomar y él le recuerda que está tratando
de dejar de tomar y ella no lo entiende y se burla de
él, cosa de madres, y le cuenta que su padre es, que
su hermana dijo, que su hermano hizo y que el perro
salió. Juan mira por la ventana y recuerda una vez más
a Marta. Busca dentro de los discos de su madre y
finalmente, pone algo de lo que llevaba en un iPod, y
ambos cantan. Su madre le pregunta por Marta, si ha
sabido algo de ella y él la mira y le dice que no quiere
hablar de eso, y ella lo increpa y le dice que es su cul-
pa, que él es como su padre y él se enfurece y se va
mientras ella le grita cosas desde la terraza, él sube el
volumen de su iPod y pone otra canción y piensa que
esto es el infierno, y lo es.
Juan llega a su casa, va al baño a lavarse la cara
y se mira en el espejo y ve sólo la cara de un hombre.
Ya no quedan atisbos de ese niño que él siempre se

203
empeñó en mantener como un amigo imaginario que,
con las manos en la cintura a lo Peter Pan, le dictaba
cosas al oído. Juan se sintió abandonado por ese niño-
Juan que siempre aparecía en sus ojos cuando Juan
miraba. Ahora Juan Pérez era sólo Juan, un hombre.
Juan se duerme y tiene otro sueño. Él estaba en
el sur de su infancia con su padre, y ambos hacen un
paseo por los bosques. Juan, en el sueño, recuerda la
cabaña cerca del río, los paseos a caballo con su primo,
los montes y el olor de la mañana.
También recuerda cómo se bañaban con su padre
recostados sobre la leve corriente del río y cómo su
padre le contaba historias de otros familiares, sobre
su propia infancia, su abuelo, su abuela, sus hermanos,
y Juan escucha atento porque sabe que algún día va
a necesitar esas historias, porque cree que su padre es
sabio; cree que su padre es increíble y lo es. Luego, en
el sueño, Juan escucha la voz de Marta que lo llama
desde su cabaña; la cabaña que tantas veces habían
usado ellos dos para irse de vacaciones, y su padre
desaparece como borrado por una goma, y Marta lo
llama —Juaaaaaaaannnnnnn veeeeeeeeeeeen, Juaan-
nnnnnnnnnnnnnn, dóoooooooooondeeeee estáa-
aaaaaaaaaaaaaaaaasssssssssssss Juaaaaaaaannnnn-
nn—, y Juan va corriendo tapado con una toalla a
encontrarse con Marta, pero ella ha cerrado la puerta
de la cabaña y él, aunque intenta tocar la puerta y
grita para que ella le abra, Marta no cede. Hace el aseo

204
de la cabaña, limpia la cocina, hace las camas. Juan
escucha atento porque Marta está cantando y Juan se
sienta en el pórtico de la cabaña y mira cómo los pá-
jaros se posan en los árboles.
Juan despertó con la sensación extraña de que
lloró y luego descansó. Amanece con el pecho apreta-
do pero tranquilo y luego recordó el final del sueño y
sintió rabia, sintió pena, sintió ganas de llorar y luego
sintió un cansancio como de siglos. Y ahora Juan está
solo; está solo porque Juan quiere y no quiere estar
solo. No quiere estar con nadie más que con Marta,
pero tampoco quiere estar ahora con ella. Si sólo la
hubiera conocido después; después de haber hecho
más cosas, de haber tenido sexo con más mujeres, de
tener una casa, un auto, de tener un título. Si tan sólo
Juan hubiera sido distinto, pero no pudo, porque la
gente es como es y nadie cambia por nadie. Y Juan
sabía lo que quería con Marta, pero no sabía muy bien
lo que quería para él, y así, dejó que las cosas pasaran,
porque todo se quiebra y el destino decide, o mejor
que Marta decidiera por los dos. Y un día hablaron,
un día mientras cocinaban discutieron por algo pasa-
jero, algo tonto, un poco más de salsa un poco menos
de tallarines, y Juan se enojó y soltó el plato y este se
rompió dejando toda la cocina llena de salsa. Marta
no entendió y sintió miedo y luego entendió lo que
estaba pasando; entendió que se acababa, que Juan ya
no quería seguir así, y ella tampoco pero ella, pero

205
creía que tal vez, con otro trabajo mi amor, con más
tiempo para los dos lindo, y si hiciéramos un paseo a
la playa, yo pido el auto prestado, o si salimos a comer
afuera y dejamos la comida en el piso, pero esta vez
no había salvavidas, solos ellos dos para salvarse el
uno del otro. Ella pensó que era una etapa, y él tam-
bién, pero no quiso decirlo porque en el fondo quería
estar solo, resolverse, pensar, estar lejos de Marta por
un tiempo, separarse. Marta lloró y Juan la miró llorar
apenado, pero no lloró. Marta lo vio irse y Juan cerró
la puerta. No se abrazaron, no se dijeron mucho más,
ya lo habían conversado tanto. Marta lo vio alejarse
desde su ventana y todo quedó así.
Y Juan sueña que es invisible. Sueña que camina
hasta el departamento de Marta y abre la puerta con
las copias de las llaves que ella le dio cuando se cam-
bió a ese lugar y oyó cómo Marta conversaba por te-
léfono con alguien, y Juan sintió que se mareaba.
Marta prendió la TV y puso una película. Juan
con mucho cuidado entró a la pieza y aunque era in-
visible, Marta sintió su presencia, pues Marta tenía
una nariz de sabueso, un olfato que era capaz de de-
latar a cualquier persona, y ella sintió su olor, y olfateó
un poco más al aire, pero finalmente se autoconvenció
de que él no estaba allí, que era imposible, ay qué
tonta imaginando cosas, y subió el volumen de la pe-
lícula y Juan se tendió al lado de ella. Marta lloró con
la película; lloró fuerte con pena, con rabia y él la

206
abrazó sin tocarla y de pronto, Marta sintió un can-
sancio infinito, como de siglos, y se durmió abrazada
al sueño de Juan. Y Juan recordó que estaba soñando,
o más bien que él quería que de eso se tratara el sueño
de esa noche, pero no se puede mandar tanto al in-
consciente. Al menos esta vez, Juan se sintió tranqui-
lo y buscó seguir imaginando a Marta, y lo que ella
estaría haciendo, mientras al otro lado de su sueño,
Marta apaga la película más triste del mundo y se
duerme pensando en Juan Pérez soñando que él está
allí abrazándola linda, pobre Marta.
Y finalmente nos convertimos en los fantasmas
de la vida del otro, un fantasma que sabe que hay otro
fantasma probablemente igual de triste y ansioso.
Fantasmas que nos mantienen protegidos de conocer
a un posible-prospecto-futuro-fantasma, y que nos
permiten negarnos y aferrarnos a ese dolor que ya no
es tan triste sino que es más amigable, que nos acom-
paña, y que en cierta forma, va reemplazando lenta-
mente al otro. Ya no es Juan Pérez, ya no es Marta, sino
que es lo mejor de Juan Pérez, y lo mejor que recorda-
mos de esa Marta imaginaria que recorre la ciudad sin
preocupaciones, esa Marta que Juan atacaba entre las
sábanas, esa Marta insegura, esa Marta tierna que
intentaba cocinar para un Juan también tierno, pre-
ocupado, feliz, que contempla la escena. Esa recupe-
ración que intentamos hacer del otro sin recordar
ninguno de sus defectos, ninguna de las cosas malas,

207
aquello que nos impide explicarnos por qué terminó
todo. Y ese Juan y esa Marta imaginarios se siguen
amando profunda, desesperada y trágicamente de
noche en noche, de sueño en sueño.
Juan va a una fiesta y decide que esa noche hará
como que no ha pasado nada, hará como que es feliz,
hará como que Marta no existe. Esa noche Juan tomó
porque si no no le duraría mucho el entusiasmo. Juan
tomó y el trago le cayó de lo más bien, incluso le die-
ron ganas de hablar y de bailar con la gente, con sus
amigos, con algunas mujeres. Se fijó que había una
mujer que lo miraba mucho, y se acercó. No era gua-
pa, no era interesante, no era nada. Juan se dijo a sí
mismo que esa noche tendría sexo con ella, y fue a
convencerla secreta e indirectamente, hasta que ella
le dijera algo como que se fueran de ahí, a su casa o a
la de él. Y así pasó. Y Juan tuvo sexo con ella, y cuan-
do terminaron se acostaron como si nada, y ella y él
no tuvieron de qué hablar, y ella creyó que Juan dor-
mía, pero él hacía como que dormía para engañarse
pensando que la del lado era Marta. Fue un polvo
nomás, una cacha, una noche, y él sintió que algo se
quebraba con el solo tacto de la otra mujer; algo que
extrañaba del cuerpo de Marta, su olor, su pelo, su
cara, algo de ella que se desvanecía. Y Juan la extrañó
más que antes de tener sexo con esa mujer que no era
nada, porque esa mujer no cambió las cosas. Le pidió
el teléfono sabiendo que no la llamaría nunca, y ella

208
se lo dio sabiendo que él no llamaría nunca. Y Juan
partió a su casa. Y Juan volvió a su vida, dejando a ese
cuerpo prestado, a esa cara prestada que sólo había
resucitado nuevamente la cara anterior, la única cara
que Juan quería ver.
Y un día Juan despertó, fue al baño se miró al
espejo y se vio. Ya no estaba Marta, había desapare-
cido, la había olvidado, o al menos la había olvidado
por unos minutos y eso era un buen indicio de que
esto empezaba a terminar. Y Juan sintió pena y rabia
y luego, sintió un gran cansancio, eso sí, menor que
antes. Fue a trabajar, le llevó a su editor las crónicas
que había hecho, y su jefe le dijo que estaban bien,
mejor que las anteriores, buenas. Y Juan se sintió
bien, no como cuando estaba con Marta, pero bien.
Porque empieza lentamente, no es fácil percibirlo
pero aparece, porque empezamos a olvidar algunas
cosas, ya no vemos al otro-otra todo el día y quere-
mos hacer algunas cosas, no muchas, pero algunas.
Primero, la otra persona es un sueño que vive en un
tiempo interno, un tiempo en que éramos más jóve-
nes que ahora, que teníamos algo más bello que
ahora, un tiempo en que Juan despertaba y miraba
a Marta dormir y eso era todo. Los trámites, las ru-
tinas, las repeticiones empiezan a no ser tediosas
porque son sólo eso: un tiempo de hacer cosas, sólo
por hacerlas, sólo por moverlas. Segundo, las cosas
empiezan a pasar de nuevo, hay nuevas noticias, hay

209
nuevas personas y el otro-otra ya no vivió esto, ni
esto otro, ya no aparece en la foto abrazándote o
mirándote, no, ahora apareces solo-sola y hay una
amiga-amigo que te acompaña y pone una cara di-
vertida, saca la lengua o simplemente está. Y tercero
ya no lloras como antes, recuerdas sí, pero no lloras,
no duele tanto y es en ese momento justo, en que tu
historia con el otro-otra se acaba y tú te acabas con
ella y tú te empiezas a morir, y tu vida se empieza a
acabar aunque comience otra cosa ahora.
Y Juan se acaba ahora, y Juan aún sueña con
Marta, y Marta le grita cosas y lo llama, que venga a
la cabaña, que la venga a buscar, que lo está esperan-
do. —Búscame— le dice. —Búscame mi Juan—, y ese
Juan de una vez, imaginario ahora, corre y sube los
cerros, y nada los mares y corre los desiertos hasta
encontrarse con la voz de la Marta imaginaria que lo
abraza. Y el Juan imaginario nunca deja a amar a la
Marta de sus sueños, y la Marta de sus sueños lo
espera cada noche en su pieza viendo una película
triste mientras él la abraza sin tocarla. —Búscame
Juan —le dice—, búscame mañana, o pasado o la
próxima semana, pero búscame. Y ese Juan de antes
le grita al aire que sí, que lo espere, que él la buscará,
que él la está buscando ahora, que todavía no llega,
pero que lo espere porque llegará. Y Juan ve a otras
mujeres y tiene sexo con otras mujeres y despierta y
se viste y se mira en el espejo y se siente menos muer-

210
to que antes, pero más viejo, mucho más viejo, y más
solo, mucho más solo.

MARTA

Marta estuvo una semana sin levantarse de la


cama, no podía, no quería, no tenía nada por qué le-
vantarse de ahí. Ella creyó que lo peor había pasado,
que esa semana en cama era el símbolo del fin de su
vida, del Apocalipsis final de los tiempos, pero no,
todavía no pasaba nada aún. Sus amigas y amigos la
habían cuidado sagradamente, como haciendo guar-
dia frente a una muerta; como en una especie de ve-
latorio donde todos se saludaban con un gesto triste,
afuera de la casa, pobre Marta, tú te quedas con ella,
sí, no te preocupes, ya entonces me voy. Y así, muchos
días seguidos de estar con alguien que escuchaba
atenta y pacientemente el problema, el final de su
historia tan tan triste con Juan.
La segunda semana tuvo una conversación inte-
resante con su amiga querida, y se impuso a sí misma
un SOS. Haría un plan para empezar a salir de la cama.
Funcionaba bien en las mañanas, pero una vez
que empezaba a oscurecer, Marta sentía las inevitables
ganas de llorar mucho, tanto que generalmente se
dormía llorando. ¡Un plan espartano, Marta!, le habían
dicho, un plan espartano para olvidar. Pero ella no

211
quería olvidar, Marta quería quedarse justo ahí donde
estaba, sin olvidar sino recordando, recordándolo
todo. Quería que Juan no muriera, que Juan perma-
neciera encerrado en su casa con ella como un fantas-
ma de los buenos tiempos. Pero no, Marta, tienes que
hacer un plan espartano, sacar todos los recuerdos de
la casa, no ver a nadie que se relacione con él, no lla-
marlo ni escribirle, y sobre todo no escuchar esas
canciones que escuchas Marta, cámbiala ahora, tienes
que enterrar a tu muerto, y así lo hizo. Pero no olvidó,
Marta no pudo olvidar.
Ahí estaba Juan cocinando en su casa, diciéndo-
le que estaba listo, que la comida estaba lista, ven
linda, y Marta lo miraba y creía que Juan era el hom-
bre más increíble del mundo y comían y se miraban
y conversaban del día, de las nuevas ideas de Juan,
de las cosas tontas y fomes que les habían pasado
durante el día. Y Juan miraba a Marta y le decía que
era linda y le preguntaba por qué no se reía de sus
chistes y ella le contestaba que sí, que sí se reía de re-
pente, no siempre, porque tenían humores distintos.
Y ahí estaba Marta quitándole los libros a Juan
para que no leyera más mientras estaba con ella, con-
tándole las desgracias amorosas de sus amigas para
que Juan opinara y él, que no le gustaba mucho hablar
de esas cosas, se aburría, déjame leer es que te quiero
mostrar esta parte, pero Marta se sentía mal con eso.
Sentía que Juan se aburría un poco con ella, no linda

212
si no es eso, pero es que no soy tan bueno para con-
versar como tú. Y ahí estaba Marta mirando desde la
ventana, viendo si divisaba a Juan, como esa vez,
cuando recién se había cambiado de casa y se asomó
para verlo llegar y él venía tranquilo, caminando, fe-
liz, y la saludaba desde abajo, desde lejos y Marta se
sonreía y le gritaba —Hoooooooooooollllllllllllllla-
aaaaaaaaaaaaaaaaaaa—. Y ahora no había nada de
eso, sólo los ecos que resonaban en cada pared, porque
esa era la casa de los dos, y él ya no estaba, aunque
pareciera como si nunca se hubiera ido, al menos así
lo sentía Marta. Y Marta no soñaba, no soñaba con
nada, porque Marta apenas dormía, tal vez estar tan-
to en cama evitaba que durmiera. Además Marta ha-
bía renunciado a su último trabajo y no tenía nada que
hacer durante el día. Intentaba hacerse un horario pero
no le funcionaba mucho. Intentaba hacer ejercicio, pero
había al menos diez horas del día que debía rellenar
con actividades así que Marta veía películas, teleseries
y cualquier cosa que dieran en la TV. Y Marta amaba
a Juan ante todo, entonces, en su psiquis anticuada
tenía que intentar aceptar de una vez que Juan se ha-
bía acabado, que era aire mental, que era el The End
de las películas antiguas, que era fotos fantasmas, que
era esa canción que ella se cantaba en las tardes… hold
on, hold on, baby you got to hold on.
Y Marta recordaba esa última conversación-
terminación, y pensaba que nunca dejaría de oír esa

213
conversación-terminación y de ver la cara de Juan
saliendo por su puerta diciendo un último chiste que,
esta vez, fue lo más fome que nunca hubiera dicho.
Marta intenta recordar de nuevo y de nuevo qué decía
ese chiste. Se siente borrada, bloqueada, y aunque cree
que ya no piensa tanto en Juan, apenas se descuida
Juan aparece y la va a ver mientras ella lee o canta o
escribe. Juan está ahí todo el tiempo, y Marta le escri-
be una carta, una carta que en realidad es para ella,
para la carpeta de los no enviados, y escribe:
Me abrazas en un momento tan triste como este y
recuerdo tu primera sonrisa; esa sonrisa torpe que me re-
galabas cada vez que nos veíamos, y las veces que me dijis-
te que soñabas conmigo y que despacio, me tomabas la es-
palda. Me abrazas en un momento tan triste como nosotros;
un momento en que todo se acaba y los pedazos de la ciudad
caen alrededor de nuestro abrazo, y pienso, y dejo de pensar
en el instante en que siento que te amo más ahora en tus
brazos que en la cama llorando por ti, y pienso, y siento que
pienso, que fuiste lo mejor de mi mundo, pero te vas y te
vas y te vas y no sé hasta dónde podré seguirte o esperarte.
Me abrazas en un momento más triste que nuestra historia,
y recuerdo cómo hablábamos del futuro, de nosotros, de
nuestros hijos, de nuestros viajes por el mundo y ahora, el
futuro deja de existir, se acaba y me acabo y nos acabamos
a cada segundo que pasa de este abrazo, porque ya queda
menos de nosotros aquí. Me abrazas en un momento tan
triste en que pienso que esta casa que era nuestra será sólo

214
mía y que ya no habrá más espacio para el recuerdo, las
miles de cosas que recuerdo segundo a segundo de nuestro
amor, y mi corazón se muere un poco, y nuestra historia se
muere un poco, y todos morimos un poco, porque la muer-
te no es sólo dejar de respirar sino empezar a dejar de sen-
tirnos como antes. Me abrazas en este momento que es tan
triste como el final de este abrazo y ya no queda nada más
que decirnos, de nada vale conversar, resolver, acordar aho-
ra lo que podría pasar, porque eso ya pasó y nosotros también
pasamos. No dejo de mirarte ni un minuto, memorizando
tu rostro para no olvidar, para registrar en mi grabadora
mental tu corazón y tu mirada hundida que se asoma cada
vez que me ves.
Ya te vas, sales de la casa y te diriges a la calle y te
pierdes entre la gente mientras en mi cabeza suena la can-
ción con la que nos conocimos y yo me pierdo entre las sá-
banas de mi segunda casa, y me pierdo de un mundo que
me arrebató tu voz, y que ahora grabo en mi propio tiempo.
Y Marta teme que un día todo estará bien, y va
a las adivinas para que le digan cosas del futuro y las
adivinas le dicen que todo va a estar bien, pero en
realidad Marta sólo quiere saber qué pasará con Juan,
cómo está él, en qué está, si está con alguien, y las
adivinas hacen un gesto pesado, un gesto que sabe
algunas cosas pero que duda en contarlas, duda en
comunicar aunque muchas veces, el solo gesto dice
todo lo que Marta necesita saber y temer, pobre Mar-
ta. No. Juan no está en el futuro cercano, no aparece

215
pronto, no reaparece ahora, debes esperar, que la vida
tiene mucho para ti, que se te viene esto y esto otro,
pero para ella todo es irrelevante, que ella no quiere
esas cosas, sólo quiere que Juan vuelva, pero las adi-
vinas la increpan, que sea más abierta, que no se afe-
rre, que las cosas van a pasar de todas formas, que su
destino dice, que Juan es, que ella necesita, y así, todo
un conjunto de opiniones transformadas en cartas, en
líneas de las manos, en auras ajenas y propias, en nú-
meros que determinan el sentido de su tiempo. Y
Marta corre. Marta corre porque no quiere oír más.
Porque Marta se aferra a Juan y le pregunta ¿por qué?,
¿por qué me abandonaste, Juan? Y Juan no responde,
Juan nunca llamó, Juan nunca buscó, Juan nunca hizo
nada y así quedaron las cosas entre ellos.
Marta habla de Juan de forma consciente e in-
consciente. Juan se asoma en la mirada de Marta cada
vez que ella está con alguna amiga, e intenta hacerse
parte de la conversación y Marta se pone a llorar y
Juan sale afuera. Y sus amigas le repiten lo del plan
espartano Marta, debes hacer un plan espartano para
olvidar. Y ella se decide, que no puede seguir así, llo-
rando todo el día, que necesita un trabajo nuevo, que
necesita olvidar, hacer algo que la saque de su casa y
trabajar en algo que al menos la mantenga ocupada.
En realidad Marta no se decide sino que la deciden,
pero no importa. Ahora sólo queda mover y mover
todo para encontrar algo mejor que hacer, y lo encuen-

216
tra. Y ella sale y trabaja y llega a su casa y duerme.
Hasta que un día se da cuenta de que le gusta y que
ya no piensa tanto en Juan, porque Juan duerme de
día y como una estrella maldita, aparece en su venta-
na cuando ya no hay ruido, cuando ya no hay otras
personas, cuando ya no hay ninguna distracción alre-
dedor. Marta se da vuelta en la cama de un lado para
el otro, se pone de espalda y luego boca abajo, pero
no hay caso, Juan aparece como una especie de Pepe
Grillo que se sienta en su oreja y le cuenta la historia
de amor más triste. Y Marta inevitablemente se entre-
ga y empieza la tortura, se sienta tranquila, en pijama,
a ver en su cine personal-mental, la película de cuan-
do se conocieron, y llora y luego ríe, pero es más lo
que llora que lo que ríe y, finalmente Marta se duerme
haciendo un sonido con su respiración como entrecor-
tado y piensa que valió la pena después de todo. Y
por qué Marta se aferra a Juan, porque él era una nube,
un pequeño mundo protegido donde los dos se cui-
daban y se contaban todo: sus deseos más intensos,
las mentiras que se habían dicho, las complicidades,
todo. Marta se aferraba a Juan porque después de todo
era lo más real dentro de ella, esa fracción de ensoña-
ción que se negaba a morir, esa historia cansada que
a pesar de que la ha contado mil veces, aún nos emo-
ciona, porque aún es parte de nuestra historia. Y Mar-
ta reza por Juan al dios de los casos perdidos, prende
velas aromáticas al dios de las películas románticas,

217
y ora frente al dios de las teleseries latinoamericanas
donde de pronto, la historia se trata de otra heroína
que no se llama Marta sino Mari Cristal y que ha sido
traicionada por todos, incluyendo a la malvada her-
manastra, Ana Lucrecia, quien se queda con su exno-
vio Jorge Osvaldo. Mari Cristal, enamorada de su
galán bronceado y rubio pierde todo por las mentiras
de Ana Lucrecia quien secretamente, está enamorada
o desea apoderarse de la fortuna de Jorge Osvaldo
hasta que se ve desenmascarada por la hija escondida
y secreta que una vez tuvieron Mari Cristal y Jorge
Osvaldo. Todos se arrepienten del daño hecho a los
amantes, Ana Lucrecia muere en un accidente que la
deja vegetal y ella, la pobre Mari Cristal-Marta vuelve
a los brazos de un tonto y demasiado incauto Jorge
Osvaldo-Juan, quien la recibe tras haberse acostado
con medio México-Colombia-Venezuela.
Sí, Marta le pide al dios de las teleseries latinoa-
mericanas para que, después de tanto conflicto, ella
al igual que sus heroínas, vuelva a encontrar el amor
o al examor. Pide que ella, que no es ni la mitad de
Mari Cristal, vuelva a encontrar a su Jorge Osvaldo-
Juan.
Pero ya no hay más porque el tiempo pasó y Juan
no llamó y Juan llamó pero sólo mentalmente y de
algún modo Marta olvidó que Juan tenía que llamar,
tenía que buscarla, tenía que volver. Marta hizo su
plan espartano y de verdad funcionó y dejó de pensar

218
en Juan y en sus visitas nocturnas y mentales. Ella
cerró la puerta de su pieza con candado y echó pega-
mento en los bordes de la puerta para que ese fantas-
ma no pudiera entrar. Otra gente entró a su pieza,
otros hombres, y ella olvidó, o hizo como que había
olvidado. Siempre pensó en Juan hasta el final, creyó
verlo un par de veces pero no hizo nada, para qué
Marta, si ya se acabó.
Aún se llaman desde la oscuridad. Aún Juan
piensa en Marta cuando está escribiendo o cuando
está con otra mujer o cuando está en una fiesta o cuan-
do pasea por la ciudad. Aún Marta piensa en Juan
cuando está en su casa, cuando está con algún otro
novio posterior, cuando escribe algo.
Marta sale por la puerta, saca la basura de la casa
y la deja para que la recojan.
Juan ya no anda en bicicleta, ahora tiene auto y
maneja por la ciudad del trabajo a la casa y de la casa
a algún otro lado. La vida sigue en estas vidas, pero
nada es como antes.
—Te recuerdo Marta —susurra Juan cuando está
a punto de dormirse. —Te extraño Juan —le contesta
Marta, antes de soñar con tigres en una isla desierta,
tigres que la rodean, tigres que la llevan montada en
la espalda, una fila de tigres que la suben a un monte
donde secretamente estará Juan esperándola en una
cabaña como la de su juventud. Una cabaña donde ya
no estará su padre sino sólo él, años después, con otra

219
cara, canoso, con arrugas que Marta no vio aparecer,
con una fogata en la entrada, y Marta dejará a los tigres
afuera y le besará la frente. Juan tomará la mano de
Marta y dormirán juntos, hasta que Marta y Juan des-
pierten a sus otras vidas y hasta la próxima noche mi
amor, nos vemos después, mañana o más bien en la
noche, cuando estemos solos, en este mismo espacio,
en esta cabaña que fue nuestra, en este sueño que
ahora nos pertenece, te espero con la comida servida
y con un ramo de flores del monte en la mesa, tu ven-
drás y dormiremos juntos una y otra vez.

220
Déjame ir
Francisca Solar
FRANCISCA SOLAR (Santiago de Chile, 1983). Es escritora y
periodista. Con sólo 20 años publicó en Internet el Fanfiction El
Ocaso de los Altos Elfos, una adaptación personal de aventuras
de Harry Potter, que le generó miles de lectores y un contrato
editorial con Random House Mondadori y Ed. SM. Escribe para
niños y jóvenes. Ha publicado los libros La Séptima M (2006),
colección Infinita, sello Montena, Random House Mondadori,
Igual a mí, distinto a ti (2008), colección Barco de Vapor, Edi-
ciones SM y La Asombrosa Historia del Espejo Roto (2009),
colección Barco de Vapor, Ediciones SM. Ha participado en las
antologías de cuentos Alucinaciones.txt (fantasía y scifi), edito-
rial Puerto de Escape y Cuentos Chilenos de Terror (2010).
D
arío se detuvo sin que se lo pidieran. Es-
taba acostumbrado. El guardia frente a él
empuñó la gruesa paleta y en pocos segundos
lo rodeó hasta los zapatos. Estaba limpio. Otro guardia
más atrás le hizo una seña para que lo siguiera por el
pasillo. En esa época del año, los visitantes se multi-
plicaban y el personal no da abasto. Les iba mejor si
apuraban las entradas y salidas.
Como no era posible instalar ascensores, bajar
en esas escaleras caracol era la peor parte. Daban vuel-
tas sin fin, muchos se mareaban. Darío ya había apren-
dido que si se sujetaba bien del pasamanos y miraba
sólo hacia el frente, neutralizaba las náuseas. Menos
mal que su madre estaba en el - 8; había oído que el
CRE quería ampliar sus instalaciones en al menos dos
pisos. Sus servicios eran cada vez más demandados;
se hacía necesario contar con más espacio, pero no por
los recluidos, sino por las visitas. Siempre las visitas.
La puerta de vidrio con el letrero «- 8» lo hacía
suspirar de alivio. Y sonreír. También el clic del pica-

223
porte metálico al contacto con la tarjeta del guardia,
el pequeño foco a la derecha que siempre pestañeaba
(¿cuánto costaba cambiar una simple ampolleta?) y
las paredes blancas que simulaban la entrada al cielo.
Era como estar en casa de nuevo. Pero no lo decía. A
nadie. La última vez que lo mencionó a Sara, ella se
desesperó y se encerró en el baño. Jamás lo había
acompañado hasta ahí, sabía que no estaba de acuer-
do con lo que él estaba haciendo. Pero es que ella no
entendía, no. No podía entender. Ella no sabe lo que
es una pérdida real.
Darío estiró el cuello para ver hasta el final del
pasillo. La sala de visitas se destacaba por ser bien
iluminada. Desde ahí contó las cabezas visibles y sólo
había seis cubículos ocupados. Quedaban cuatro. Pe-
diría que le dieran el de la esquina, como siempre,
pues así se sentía más tranquilo, menos observado. Y
no es que los otros visitantes estuvieran especialmen-
te atentos al humano de al lado, pero prefería tomar
precauciones, no dar razones para miradas curiosas.
Los cubículos no eran más que gruesas placas de vi-
drio de pared a pared, del suelo hasta el techo. La
privacidad, ahí, también era un lujo.
Se detuvieron por última vez. Un nuevo guardia
apareció de improviso para otra revisión con el detec-
tor de metales. Eran muy cuidadosos con eso. Hace
un año habían sufrido una fuga muy escandalosa que
alcanzó a salir en todos los medios. CRE se jactaba de

224
tener un sistema de seguridad infranqueable, y con la
suma no menor que Darío desembolsaba todos los
meses, lo mínimo que podía exigir era instalaciones
de primer nivel, dependientes en todas las esquinas,
grilletes y barrotes. O lo que sea que la tecnología ac-
tual les permitiera. Estaba pagando por un servicio,
esperaba recibirlo.
Darío apuntó al cubículo del fondo. El guardia
lo llevó hasta ahí, esperó a que se sentara y le pidió el
pase laminado. No era más que un pedazo de plástico
con un código de barras. Lo apuntó con el lector in-
frarrojo, se oyó el pitido y, frente a ellos, al otro lado
del cubículo, una pantalla de letras dinámicas titiló
«Eugenia Vargas». Darío volvió a sonreír, sintiendo
su corazón acelerarse de pronto. No importaba cuán-
tas veces fuera, cuántas veces se sentara ahí, todas las
emociones volvían como recién aprendidas. Nunca
cambiaría. No tenía por qué.
Fijó los ojos en la puerta custodiada. Escuchaba
el cuchicheo de los otros visitantes y sus visitados, casi
siempre entre llantos, pero no podía distinguir bien
las conversaciones. No les ponía real atención. Sólo la
esperaba a ella, que siempre demoraba unos segundos
en apersonarse. Ahora estaba demorando más, sepa
Dios por qué. Darío se revolvió en la silla, perdió la
sonrisa y estiró el cuello otra vez. El guardia junto a
él no lo dejaría hacer más que eso.
Entonces apareció.

225
Su cabello cano estaba recogido en su tocado
habitual. Incluso llevaba el peine del abuelo. El uni-
forme para los recluidos no era muy agraciado, pero
al menos parecía cómodo; una túnica gruesa blanco-
grisácea hasta los pies con un código de barras impre-
so en el pecho. En cada paso se escuchaban las cadenas
sujetas a sus tobillos, pero no podía verlas. Darío lo
prefería así.
—Hola, mamá.
Estaba cansada, sus ojeras lo decían. También
sus arrugas. Pero le sonrió de todos modos tibia.
Se sentó en la silla dispuesta para ella y una voz
serena la recibió. «Comienza su visita. Tiene quince
minutos». Se había abierto el altavoz.
Él la buscó con la mirada, pero no la encontró.
Si el vidrio entre ellos no estuviese electrificado, habría
estirado su mano para maquinar la ilusión de tocarla.
Obviamente no se movió. Hizo como si todo estuvie-
ra bien.
—Te traje girasoles. Pregunté por las flores más
resistentes en época de lluvia, para que esta vez no se
marchiten tan rápido. Y te hice caso con el florero de
plástico. Ya avisé a la administración para que estén
atentos a los ociosos que se han ensañado con los de
cristal. De esos no te traigo más.
La anciana asintió sin ganas, aún detenida en un
punto fijo.
—Gracias.

226
—La pega está bien, si eso te preocupa. Se las can-
té bien claras a mi jefe, usé palabra tras palabra de lo
que me dijiste la semana pasada. Ya dejó de molestarme.

—Me alegro —dijo, pero sin labios alegres que


acompañaran. No hay gravedad alguna que haga caer
las palabras vacías.
Darío suspiró. Se sobó el brazo derecho con la
mano izquierda.
—Renato te hizo un dibujo en el colegio, pero no
quiso dármelo. Alegó que se ve mejor en su pieza. Que
ahí afuera se va a ensuciar, a mojar.
Su madre subió los ojos por primera vez.
—¿Todavía no quiere venir?
—No. Sara tampoco. Les… complica. Ya vendrán.
En algún momento, siempre, sin falta, entre los
datos triviales de la casa, el trabajo, el colegio o el cli-
ma, venía pronto esa mirada. Esa. Iba precedida de
un silencio un poco incómodo, cuando el tema anterior
ya estaba agotado e intentas seguir hablando, pero no
sabes qué nuevo decir. Ese silencio propicio, fértil para
introducir la duda necesaria. Eugenia sabía usarlo
bien. Casi lo calculaba. Y Darío lo sabía, lo presentía,
y la dejaba. Todas las veces. Que ahora lo dice, que
ahora sí. Que mejor que no, que no lo diga, que no se
atreva. Que se calle. Que ella sabe la respuesta, y no
le va a gustar.
—Hijo…

227
—No, mamá —contestó, un poco más rápido que
otras veces, con la vista en sus zapatos. Nunca podía
mirarla a los ojos cuando se lo negaba.
—Seis años, Darío —reclamó, elevando apenas
la voz— . ¿No crees que ya es hora? ¿No tienes piedad
de tu madre?
—¿Y qué va a pasar conmigo? —respondió él,
subiendo la cabeza de repente con el ceño frunci-
do— .Yo te necesito. Te necesito aquí.
Tenía razón, la necesitaba. Es más; era suya. Eso
decía su contrato con CRE. Suya para siempre, suya
hasta que decidiera lo contrario.
Un par de cubículos más allá, un grito de sorpre-
sa interrumpió todo el movimiento a su alrededor. Un
recluido se había levantado de su silla, Darío podía
verlo desde ahí. Su bella visitante, de largo pelo negro
y estricto vestido en el mismo color, curvó la espalda
hasta quedar casi en posición fetal.
—¿¡La escucharon?! —estiró el brazo y la apun-
tó, fuera de sí. El gentío en la sala volteó en masa ha-
cia él—. ¡Ella me dejó ir! ¡No puede arrepentirse, ya
lo dijo! —se tomó la cabeza dando paso a una carca-
jadas nerviosas—. ¡Me dejó ir!
La mujer cayó de su silla al suelo, cubriéndose el
rostro con los brazos. Un guardia corrió hasta ella. Sus
quejidos agónicos no parecían hacer mella alguna en el
hombre tras el vidrio, desorbitado de euforia, arrugan-
do ahora con el puño el código de barras en su pecho.

228
Un nuevo dependiente, al otro lado de la reali-
dad, se acercó a él hasta quedar a unos centímetros.
No lo tocó.
—Clama, señor Torres. Terminó la visita.
—¡NO! —gritó, con tal fuerza que hasta su rostro
se hizo algo borroso. Parecía temblar de nervios, aun-
que bien podía ser una simple interferencia en el sis-
tema holográfico—. Exijo que se anule el contrato.
¡Ella ya lo dijo, está registrado en el altavoz! —se ade-
lantó hasta el vidrio, con el zumbido de la electricidad
en sus oídos, tratando de mirar a su esposa a los ojos.
Ahora su fuerza era de tristeza. El amor que la unió a
ella hace mucho que había desaparecido—. Lo dijiste,
Laura. Ya está hecho. Déjame ir.
El pudor y la culpa se extendió como una brisa
helada en el rostro del resto de los visitantes, y los
visitados, en sus sillas, congelaron sus músculos es-
perando un milagro propio. Si un cliente desistía del
servicio, debía anunciarlo en privado y directamente
a la empresa... Esos escándalos eran contraproducen-
tes. En el día de todos los muertos, los recluidos guar-
daban más esperanzas que nunca. Las lápidas afuera
se llenaban de flores y remolinos y dibujos de niños,
pues los visitantes al cementerio —o Centro de Reclu-
sión Etérea, como se dice en estos tiempos— se mul-
tiplicaban. El personal no daba abasto. Les iba mejor
si apuraban las entradas y salidas.

229
—No sé de qué está hablando —negó ella con
falsa seguridad, al tiempo que el guardia la ayudaba
a ponerse de pie. Le temblaba el mentón, pero no
apartó la mirada—. No he dicho nada.
El hombre se desfiguró, y en un segundo lo ro-
dearon tres escoltas.
—¡No me hagas esto! ¡Laura, ya basta, déjame ir,
déjame ir!
Estiró ambos brazos hacia el vidrio, y al contac-
to con él, su imagen desapareció. El sistema de segu-
ridad era eficiente. En un chispazo, el alma desbocada
volvía a su ataúd. O a su nicho.
El silencio era la señal. La mujer se deshizo del
abrazo del guardia y corrió a la salida gritando sus
lágrimas. La siguieron de cerca otros visitantes, quie-
nes con la cabeza baja balbucearon un «Hasta pronto»
a su ser querido y escaparon de la presión en el aire,
empujándose a codazos hacia la escalera caracol. Los
guardias no se interpusieron.
Sólo Darío se quedó unos segundos más.
—Qué estés bien, mamá. Nos vemos la próxima
semana —y apagó el altavoz. Eugenia cerró los ojos.
Y desapareció también.
En tierra firme ya había comenzado a llover. Un
repentino estallido alertó al cuidador de turno, quien
se apresuró hasta el mausoleo de los Vargas. Un flo-
rero de plástico se había roto en mil pedazos.

230
1984
María José Viera-Gallo
MARÍA JOSÉ VIERA-GALLO (Santiago de Chile, 1971). Tras el
golpe militar, vivió en Italia hasta los trece años. Por invitación
del escritor Alberto Fuguet, a los veitidós años publicó sus prime-
ros cuentos y crónicas periodísticas en el suplemento juvenil
«Zona de Contacto» de El Mercurio, donde se hizo popular con
su columna «Anita Santelices». Ha participado en las antologías
de cuentos Música Ligera (Grijalbo, 1995), Disco Duro (Planeta,
1997), Mp3 (Andrés Bello, 2004) Porotos Granados (Catalonia,
2008) y en destacados talleres literarios a cargo de Antonio Skár-
meta, Marco Antonio de la Parra, Pía Barros y Gonzalo Garcés,
entre otros. En el año 2002 obtuvo el primer premio en la cate-
goría de cuento inédito en el concurso Juegos Literarios Gabriela
Mistral. En el 2004 ganó el concurso de cuentos de Revista Pau-
la, uno de los más prestigiosos de Chile, con su cuento La maleta
de Úrsula. En abril del 2006 publicó su primera novela Verano
Robado (Alfaguara), que tras su segunda edición y éxito de ventas,
se convirtió en un fenómeno de culto entre su generación y reci-
bió muy buena aceptación de la crítica.
Memory Motel, próxima a publicar, es su segunda novela y fue
finalista del Premio Herralde de novela 2010.
E
n ese entonces tenía trece años, hablaba un
idioma bastardo llamado itañol y prefería el sa-
bor de la Nutella al del dulce de leche. El pasado
quedaba en Chile. El futuro se llamaba Reagan y la
bomba atómica. El presente se ubicaba en Vía del Vas-
cello 24, una calle sin esplendor de Roma, donde yo y
mi familia vivíamos desde el golpe de Estado de 1973.
Mientras las conversaciones de mis padres ocu-
rrían en pretérito pasado, en 1984 todo me parecía
estar sucediendo por primera vez: el primer helado
con los amigos, el primer calzón manchado, el primer
lento en una fiesta.
Apenas el living quedó en penumbras, la voz
ronca, casi raspada, de Claudio Bagloni se quedó flo-
tando en la habitación como el llamado ahogado de
una sirena. Piccolo grande amore era la canción que
todos bailábamos a escondidas en nuestras casas, abra-
zados a una silla o a un cojín, y ahora queríamos escu-
char, apoyados en el hombro de un chico o de una
chica. No había peor espera que la que antecedía la

233
pista de baile, y nerviosa e impaciente, me acerqué a la
mesa a rescatar alguna pizzetta que no estuviera hume-
decida con Coca Cola. Justo cuando logré encontrar
una seca y crujiente, sentí que alguien me tocaba el
hombro. —¿Vuoi ballare? —escuché que me decían.
Durante cinco minutos yo y Gian Luca giramos
debajo de la bola disco que colgaba del techo; sus bra-
zos firmes en mi cadera, mis manos sin gravedad,
sobre sus hombros; los reflejos de las lucecitas platea-
das tintineando sobre nuestros ojos semicerrados.
Blagioni seguía cantando. E la paura e la voglia di esse-
re soli, un bacio a labbra salate...
—Me gusta tu disfraz de pintor —me dijo Gian
Luca, mostrándome sus dientes blancos—. Sobre todo
tus bigotines. Es distinto al de las otras chicas.
—A mí me gusta el tuyo — contesté algo aturdida.
—¿Cómo no te iba gustar? Tancredi es el mejor
arquero del mundo.
Sólo un año antes, en 1983, la Roma había salido
campeona del fútbol italiano por segunda vez en su
historia. Su primer scudetto del año 43 no valía la pena
recordarlo: Mussolini había comprado el título.
—¿Y qué hacen juntos un arquero y un pintor?
—agregó Gian Luca sonriendo. Sus brazos estrecharon
mi cintura hasta entrelazar los dedos de sus manos
detrás de mi espalda.
Esa misma tarde cuando le conté a papá que te-
nía una fiesta de disfraces me colocó su boina negra,

234
una de sus camisas blancas y manchó con pintura unos
viejos blue jeans. Algo sabía de disfraces. Antes de lle-
gar a Roma, había pasado seis meses clandestino en
Santiago, intentando camuflar su verdadera identidad
de «peligroso profesor socialista». «Listo, pareces un
artista», me dijo convencido. Parecía fácil.
Una vez en el auto, un escarabajo celeste con
patente Nueva York que había comprado usado en un
mercado de las pulgas, me dibujó dos bigotes con un
lápiz negro.
La fiesta quedaba en un viejo departamento de
Via dei Giubbonari, en pleno centro histórico de
Roma. Solía recorrer la popular calle con mamá des-
pués del colegio, búsqueda de pantalones de cotelé
más baratos para el invierno. Cerca, Campo di Fiori
se poblaba de punks —los primeros que jamás hu-
biera visto en mi vida— bebiendo vino tinto y fu-
mando. Pasaban la tarde entera sentados a los pies
de la estatua de Giordano Bruno y yo me pregunta-
ba si eso era ser joven; tener el derecho a no hacer
nada.
Después de nuestro shopping, íbamos a ver a
papá, quien trabajaba en una ONG de Solidaridad con
el Tercer Mundo, al otro lado de Corso Vittorio Ema-
nuele, a un costado de la Piazza Navona. Al cruzar la
plaza hasta su oficina los punks daban paso una zona
llena de hippies, casi todos chicos heroinómanos que
se repartían algodones y jeringas bajo la atenta mira-

235
da de las esculturas del Bernini. Claudio Baglioni era
el ídolo de esos hippies.
—Hola, tú eres Violeta, la niña chilena, ¿verdad?
—me preguntó la mamá de Alessia, la festejada, al
verme llegar. Me fijé en su frondoso cabello, rojo y
ondulado—. ¿Cómo está la mamá? —torció la boca.
Mi mamá estaba calva. Su última quimioterapia
había terminado por dejarle una pelusa de pelo en la
cabeza.
—¿Es cierto que se van a Chile? —levanté los
hombros—. Depende de ese sciagurato, ¿no?
El «desgraciado» al cual se refería era Pinochet.
Mis padres vivían sintonizando las noticias, es-
perando que dieran a conocer la primera lista de exi-
liados autorizados a regresar. Nunca querían comprar-
se algo valioso, ya fuera una juguera o una porcelana,
porque podían volver en cualquier minuto. Ese mi-
nuto se había prolongado diez años. Sin embargo,
según lo que oía en conversaciones de cocina, dada la
enfermedad «terminal» de mi mamá, ahora tenían
posibilidades concretas de ver definitivamente borra-
das la «L» de sus pasaportes1.

1
  La «L» permitía viajar a cualquier país salvo a Chile. Durante los
primeros tres años de la dictadura, los exiliados no tenían derecho
ni siquiera a un pasaporte, quedando en calidad de no ciudadanos.
Para poder desplazarse a otros países, Naciones Unidas les daba
un documento llamado «Titre de voyage» (Titulo de viaje).

236
Me adentré a la fiesta. Los muebles del living
estaban arrinconados a la pared y a un costado de la
pista de baile había una mesa con esas deliciosas piz-
zete que la mamá de Alessia acababa de sacar del hor-
no, tramezzini de todas las especies y botellitas indivi-
duales de Coca-Cola.
El encargado de la música era el hermano mayor
de Alessia, Francesco, que tenía quince años y el pelo
teñido con un mechón rubio. Su colección de pop
inglés tenía revolucionadas las fiestas del colegio:
New Order, Duran Duran, Depeche Mode y Boy
George representaban lo nuevo que había que bailar.
El baile era simple, casi robótico: consistía en que-
darse parados en el mismo lugar y mover los brazos
como si estuviéramos caminando, pero un poco más
rápido.
—¿Qué es esta música? —protestó Gian Luca
quien acababa de llegar y aún tenía el casco de la mo-
toneta puesto (no lo usaba por precaución, sino para
simular más edad ante los carabinieri).
—En Inglaterra todos son new wave ahora —dijo
Francesco—. ¡No querrás seguir bailando Grease bri-
llantina!
—Ma vaffanculo...
Haciendo alarde de su disfraz de futbolista, re-
cogió un globo del suelo y le dio un cabezazo gritan-
do gol. Al poco rato, estábamos todos jugando fútbol
con los globos, mientras Alessia envestida como la

237
popular bailarina de la TV, Heter Parisi, se quejaba de
que nos comportábamos como unos bambini.
De pronto ocurrió lo esperado. Alguien metió
las manos en el tocadiscos y puso el romántico lento
de Baglioni.
—¿A cuál liceo vas a ir después? ¿Al clásico o al
científico? —me preguntó Gian Luca despegando su
cabeza de mi oreja. Lo miré. Ya sabía lo que me gus-
taba de él y me daba vergüenza admitir: tenía una
pequeña cicatriz en el labio superior. ¿Cómo algo su-
puestamente feo o fallado podía gustarme?
—No sé si esté viviendo acá todavía... —bajé la
vista hacia el suelo pegoteado con challas y restos de
bebida.
—No me digas que te vas a Chile. Allá es peligro-
so, no puedes ir —se quejó Gian Luca—. Matan gente.
—No puedo hacer nada. Mis papás quieren vol-
ver.
—¡Che peccato! Yo te quería seguir viendo en el
liceo.
—Todavía faltan dos años para ir al liceo.
—¿Y cuánto tiempo para que partas?
—No sé —apoyé mi mentón en su hombro. Vol-
ví a despegarlo segundos más tarde—. Creo que to-
maré el clásico —dije—. Me va bien en Latín…
—Yo también, entonces. Pero no creo que pueda
con Griego. Estudiar es una mierda. Ojalá se acabara
el colegio de una vez.

238
—Sí, pero estar en la casa es... —suspiré—, abu-
rrido.
Iba a decir deprimente, pero me arrepentí. Mi
casa me recordaba la enfermedad de mi mamá. Pasa-
ba el día entero postrada en cama, con la peluca des-
cansando en el velador y el teléfono al alcance de la
mano. Sus hermanas no cesaban de llamar desde Chi-
le, poniéndola al día de las gestiones que hacían en el
Ministerio del Interior para que mi padre figurara en
la famosa primera lista de retornados. Mamá quien
nunca realmente había dejado su país natal, no al me-
nos mentalmente —apenas hablaba italiano y sólo se
relacionaba con otros sudamericanos exiliados— año-
raba cosas que me eran extrañas, como comer dulce
de leche y cochayuyo y lustrarse los zapatos en una
galería del centro de Santiago. A papá en cambio le
daba pánico volver a vivir en un país gobernado por
militares. Todavía se sacudía de miedo cuando escu-
chaba golpear inesperadamente la puerta. Pero había
que consentir a mamá.
Según le escuchaba decir a mis tías, mientras más
agravado estuviera su cáncer, más posibilidades te-
níamos de volver. Pinochet era malo, pero no tanto.
Al menos su régimen tenía una especie de cláusula
misericordiosa que perdonaba a los izquierdistas mo-
ribundos y les permitía regresar al país. Si le llegaban
a ceder el famoso permiso, yo sabía lo que eso signi-
ficaba.

239
—¿Vamos a dar un paseo en mi Vespa? —me
susurró al oído Gian Luca una vez que el lento termi-
nó de sonar.
—¿Un paseo?
—Una vuelta a la manzana.
Miré la hora.
—Espera.
Llamé a mi papá por teléfono y le pedí que en
lugar de las once de la noche me buscara una hora
más tarde, a las doce. La fiesta, argumenté, estaba
demasiado buena como para ser la primera en irme.
Papá, quien pasaba preocupado de que jamás me sin-
tiera distinta a mis compañeros italianos, accedió.
Buscamos nuestros abrigos y salimos de la casa
dejando la puerta junta.
La Vespa de Gian Luca aceleró cruzando Campo
di Fiori. Tomamos Corso del Rinascimento, bordeando
Piazza Navona, doblamos por Via dei Coronari, y lle-
gamos al Ponte Vittorio Emanuele II. Nos detuvimos
en la mitad del puente a mirar el Tevere. Las luces ama-
rillas de la ciudad brotaban de las piedras escondidas.
—Es linda Roma —me dijo Gian Luca con la
vista fija en el río.
—Sí, es linda —contesté asomándome detrás de
su hombro. Castel Sant’Angelo estaba iluminado y
parecía una nave espacial.
—Tú también eres linda —declaró Gian Luca,
después de un breve silencio.

240
Giró la cabeza y me estampó un beso en la boca.
—¿No será mejor que te saques el casco? —me
reí tímidamente.

***
—¿Así que tú eres Violeta, la nueva compañera
italiana?
—No soy italiana, viví en Italia —dije dándome
cuenta de mi acento algo híbrido.
La fiesta quedaba en una calle llamada Francisco
de Aguirre y yo recién me venía a enterar de quién era
(pregúntenme por los siete reyes etruscos de Roma
mejor, y se los habría nombrado de corrido. Pero los
conquistadores españoles... difícil).
Llegué adelantada. Sabía que en Chile las fiestas
eran más tarde, pero nunca me imaginé que tanto más
tarde. Me senté en el living con la mamá de Magda-
lena a comer embutidos de pollo y a tomar una rara
bebida naranja llamada Bilz.
—¿Cuánto tiempo viviste en Italia? —me dijo la
mujer, tocándose su collar de perlas.
—Diez años.
Hubo un breve silencio. Miré alrededor: había
pañitos blancos bordados por todos lados.
—¿Tu papá era embajador? —sonrió la mujer.
—No... Profesor.
Ya me acostumbraba a este tipo de cuestionarios
y mi política era la de no mentir.

241
—¿Lo becaron?
—Mamá, eres una preguntona —dijo Magdalena
apareciendo con un plato lleno de merenguitos con
dulce de leche.
—Linda —murmuró la mujer—, está muy oscu-
ro acá… ¿Qué va decir la mamá de esta niñita cuando
le cuente que las casas chilenas parecen tumbas?

No sé si era efecto del exceso de luz o qué, pero


a medida que mis compañeros de curso fueron llegan-
do, los hombres se arrimaron al rincón donde estaba
la mesa con comida y las mujeres se sentaron a lo an-
cho del sofá, debajo de la ventana. Por un momento
me quedé parada entre la mesa y el sofá, como un
árbitro de dos equipos de fútbol rivales.
—Violeta, ven —me llamó entonces Magdale-
na, haciéndome un hueco a su lado—. Cuenta en
italiano.
—¿De nuevo? —murmuré. Me di cuenta que
todas sus amigas me miraban.
—Bueno, pero esta vez sólo hasta veinte —acce-
dí.
Sin demasiado entusiasmo, empecé a repetir:
Uno, due, tre, quattro, cinque, sei, sette....
La mamá de Magdalena que había estado senta-
da junto a su marido en la mesa, viendo cómo todos
nos aburríamos, decidió al fin dejarnos solos e ir a ver
un estelar de baile en la TV. Aprovechando su partida,

242
alguien subió el volumen del equipo de música don-
de sonaba un cáset de Cindy Lauper, Michael Jackson
y Wham.
Esa era otra diferencia con Italia: a este lado del
Atlántico se escuchaba pop americano, al otro, britá-
nico.
Me pregunté cuándo entrarían a pista de baile
una vez por todas.
—¿De dónde sacaste ese polerón, Violeta? ¿Es
Fiorucci? —me preguntaron mis compañeras.
—¿Qué es eso? —hubo una risas—. No, es Be-
netton, esa marca nueva italiana increíble. ¿No ves
que dice «Benetton».
Al menos en Italia no tenía nada de increíble. Era
barata y muy popular.
Seguí con mi juego de traducción simultánea:
gatto, pesce, mangiare, ragazzo…
—Miren quién llegó —murmuraron todas al
unísono bajando la voz—. ¡Le salió un bigotín!
Sin el horrible uniforme escolar que todos está-
bamos obligados a usar, y vestido con una chaqueta
de jeans y pelo largo, Rafael Romero (en mi nuevo
colegio el apellido siempre se decía) me pareció dis-
tinto a los demás. Más parecido a lo que conocía.
Me paré.
—¿Dónde vas Violeta? —escuché que decían—.
Miren, ¡tiene zapatillas de fútbol! Qué ahombrada...
¿Y esas también son italianas? —se burlaron.

243
Seguí avanzando, con la vista fija en mis pies,
escuchando sus risas explotando como fuegos artifi-
ciales a mi espalda.
No sabía que en Chile el fútbol fuera un asunto
de «hombres». Simplemente nadie me lo había adver-
tido. Ni siquiera el vendedor de esa enorme multitien-
da nueva llamada Parque Arauco, donde había com-
prado mis zapatillas Power.
Mientras me servía un vaso de Bilz decidida a
no darme vuelta, escuché:
—Tus zapatillas son buenísimas.
—¿Cómo? —dije de sobresalto. Levanté la vista.
Rafael Romero estaba al otro lado de la mesa, apoyado
en la muralla. Tenía un cigarro apagado detrás de la
oreja. Sus ojos negros brillaban en un bosque de pestañas.
—Son bonitas. Mis primos que viven en Holan-
da tienen las mismas. Las compraron cuando vinieron
de visita —dijo.
—¿Tus primos son…? —murmuré despacio.
—Exiliados, sí —dijo sonriéndome.
Las luces de la casa tintinearon varias veces y
alguien aprovechó para cambiar el casét. Empezó a
sonar un lento en inglés que no reconocí. Decía algo
como Almost paradise, how could we ask for more?
—¿Viste Footlose? Sale esta canción... —me dijo
entonces Rafael Romero.
—No, en Italia no la dieron —dije sintiéndome
en desventaja.

244
—Es buena, pero no tanto. ¿Quieres… bailar?
Era la misma invitación que me habían hecho tres
meses atrás, pero esta vez en español. Apoyé mis manos
en los hombros de Rafael, esta vez sintiendo su grave-
dad. Mientras girábamos, cuidando no pisarnos, em-
pecé a tararear en mi memoria Piccolo grande amore.
Entonces recordé; la cicatriz en el labio de Gian Luca,
su disfraz de Tancredi, mis compañeros jugando fútbol
con los globos, las viejas murallas de Roma pintadas
de amarillo y rojo, mientras la recorríamos en su Vespa.
Mi manca da morire quel suo piccolo grande amore adesso
che saprei cosa dire, adesso che saprei cosa fare.
De golpe la música se apagó y se escuchó un
«ohhh» general. Yo y Rafael seguimos bailando por
unos segundos en medio de la penumbra, como si
nada hubiera sucedido, y alguien gritó «beso con len-
gua». Las risas de mis compañeros sólo se acallaron
cuando apareció la mamá de Magdalena iluminada
por una vela.
—¡Estos comunistas ahora están hasta en el ba-
rrio alto! —exclamó con un hilo de voz repartiendo
más velas entre los presentes.
Noté que Magdalena le susurraba algo al oído
mirándome de reojo y que luego la mujer me sonreía
con una mezcla de compasión y asco.
Me precipité al teléfono. Al otro lado de la línea
mi papá tenía voz agitada. Los militares estaban en la
calles y era preferible que regresara a casa antes de

245
que nos sorprendiera el toque de queda de mediano-
che. «Espérame cerca de la ventana. Cuando llegue,
encenderé las luces altas y sales».
Rápidamente salí de la fiesta sin despedirme de
nadie y lo esperé en el antejardín, acurrucada entre
dos arbustos. Los grillos era lo único que se escucha-
ba en la calle del conquistador español. Los grillos y
el tarareo de Baglioni que salía de debajo de mi lengua.
A los pocos minutos vi los faroles de nuestro
nuevo auto, un Renault 5, aparecer desde el fondo de
la calle.
—Papá —grité corriendo hacia el auto.
Adentro tenía sintonizada la radio Cooperativa.
Hablaban de allanamientos y detenidos en diversas
poblaciones de la ciudad.
—¿Cómo estuvo la fiesta? —dijo mi papá bajan-
do el volumen de la radio. Me quedé en silencio—.
¿Lo pasaste bien?
Miré la calle desierta. La silueta del parque re-
cortado sobre el cielo negro, como si fuera de mentira.
—No sé —dije—. Todo es distinto acá.
—Lo sé.
Papá encendió el motor del auto y puso marcha
atrás.
Justo cuando nuestro auto arrancaba alguien
golpeó el vidrio de mi ventana.
—¿Quién será? —susurró papá temblando—. No
te muevas, espera a que diga algo.

246
Bajé el vidrio hasta la mitad. Rafael Romero me
miraba cabizbajo, balanceándose en sus pies. Inme-
diatamente tranquilicé a papá.
—¿Qué pasa? —le dije a Rafael simulando indi-
ferencia.
—Pasa que... —suspiró.
—¿Quieres que te llevemos a tu casa?
—No. Es sólo… ¿Te quieres sentar el lunes con-
migo en clases?
El auto arrancó por una avenida cuyo nombre sí
conocía: Américo Vespucio.
Cuando vi a mi mamá parada en la entrada de
la casa con el pelo crecido y una linterna en la mano,
supe que todo estaba bien. Al bajarme del auto me
preguntó por qué sonreía tanto y yo sentí que mis
mejillas se enrojecían en medio de esa ciudad a oscu-
ras.

247
Tiempo libre
Lyuba Yez
LYUBA YEZ (Santiago de Chile, 1979). Es periodista por la Uni-
versidad Católica con estudios de postgrado en Sociología.
Actualmente se dedica a la docencia y a la escritura.
Publicó sus primeros cuentos en la «Zona de Contacto» de El
Mercurio, a los 15 años y luego en diversas antologías, como
ConPresión y En Crisis. Participó de los talleres literarios de Pía
Barros y Carlos Franz antes de publicar la novela La ciudad está
sola, en el volumen Impropias (editorial Asterión, 2003). En 2004
fue escogida por la «Revista de Libros» de El Mercurio como
parte del dream team de escritores menores de 30 años, y por
la Revista Sábado, del mismo diario, como parte de los 100
jóvenes líderes chilenos. Un año después publicó Entre Caníba-
les, su segunda novela, por el sello Punto de Lectura. En 2008
publicó su tercera novela, El mapa de lo remoto, con la editorial
Alfaguara.
E
lena cruza por octava vez en menos de dos
semanas las puertas corredizas de la clínica. Ya
no ve el panorama general, su vista ahora se
fija en detalles que habían pasado por ella sin generar
efecto y que hoy adquieren una familiaridad que la
estremece. Reconoce a la recepcionista, a las secretarias
del piso (ya sabe sus nombres), el olor característico
del lugar —como un ácido asfixiante que se impregna
en las paredes— y aquella luz celeste que le muestra
un tiempo congelado. El olor y la luz de los que están
enfermos y condenados a cruzar esas puertas sin la
certeza de saber cuándo saldrán del encierro.
La enfermera de turno, que medio sonríe, saca
gel de alcohol del dispensador y limpia sus manos
para luego decir: «A ver, muéstrame la lesión». Ella
—aburrida, cansada, deprimida— levanta la camisa
blanca hasta la altura del cuello y siente los dedos de
la enfermera palpar el nódulo, aquella piedra incrus-
tada entre la grasa y el músculo, que duele y la defor-
ma. «¿Cuántos años tienes?», le pregunta. «Veintisie-

251
te», responde Elena, casi sin voz. Lo ha dicho unas
quince veces, aunque ya no se fija en las reacciones de
las distintas auxiliares que la han revisado desde que
todo comenzó. Ha dejado de lado esa sutil morbosi-
dad, sólo lanza la cifra y mira hacia otro punto, le
parece mejor que ver caras lastimosas o cejas arquea-
das en compañía de un silencio incómodo. «Veintisie-
te años, qué lástima. Has vivido tan poco», le han
dicho. Y bueno, Elena siente que es cierto, por eso ya
no mira.
Cuando queda sola en la consulta y al fin puede
cubrirse, la angustia se anida en sus pulmones y ape-
nas la deja respirar. Es la octava vez que entra a esa
consulta, pero aún no hay una respuesta clara. Prime-
ro tuvo que esperar la evolución de la inflamación,
después realizarse exámenes hasta dejar sus venas
secas y días más tarde chequear sus defensas, tan ba-
jas y dañadas, que no permitieron realizar la cirugía.
Sus días se han reducido a viajar desde la casa
de sus padres a la clínica, ocultar la piedra bajo un
holgado blusón y las uñas comidas en los bolsillos de
los jeans, esperando por lo que no desea. Esperar por
el sí a un pabellón, el sí a su piel cortada y al seno ex-
tirpado, el sí a las cicatrices que nunca podrá eliminar
por más que lo intente, aceptar que siempre se le en-
cogerá el estómago al verse desnuda frente al espejo,
que morderá su labio inferior y apretará los párpados
para no llorar, convertida en un ente triste que apenas

252
resiste su suerte. Eso le han dicho, eso muestran las
películas y los reportajes de la televisión. Elena ha
sabido tanto sobre la caída que apenas se atreve a
imaginar la reconstrucción.
La doctora Durán entra muy apurada a la ofici-
na, le sonríe y revisa los papeles que están en la car-
peta que lleva su nombre (Elena siempre se fija en el
«María» que lo antecede y que tanto le estorba, así
como sobra la piedra en su pecho) y luego suspira,
como si al fin terminara un largo viaje. «Tus niveles
están mucho mejor. Podemos operar», dice con segu-
ridad, tanta que Elena apenas consigue mover los ojos,
pues esperaba otro viaje de vuelta a casa, pastillas para
regular lo que fuera, más exámenes y alguna visita en
el futuro. No esto, no el ingreso inminente al pabellón
y todo lo demás. Llega tarde a la pregunta sobre cuán-
do y la doctora Durán propone mañana. En realidad
no lo propone, lo estipula, al menos así lo ve ella: nue-
vamente le dicen lo que debe hacer; hoy es la doctora,
antes han sido otros los que han inventado terapias
alternativas y dietas extrañas, los que han encargado
veneno de escorpión a Cuba para suplir una inminen-
te quimioterapia, o aconsejado que deje el trabajo para
que su cuerpo pueda descansar. Le han dicho que
estas cosas Dios las manda por alguna razón (“Mal de
muchos, consuelo de tontos», piensa ella). Ahora el
mandato es operarse al día siguiente y aunque ella
inventa alguna excusa para aplazarlo, la doctora arre-

253
mete con un «no podemos perder más tiempo». Elena
piensa exactamente igual: ya no puede seguir una vida
entre las paredes de su casa y el olor de la clínica, tie-
ne cáncer y está perdiendo minutos sagrados; es in-
capaz de recordar cuándo fue la última vez que tuvo
control sobre sus horas, cuándo hizo algo que real-
mente deseara y no aquello que debiera.
—Tienes que llegar mañana a las ocho para hacer
el ingreso —comenta la doctora sin despegar la vista
de su carpeta. Luego hace una pausa y la mira con-
fundida—. ¿Viniste sola?
—Sí —responde, tímida. Se siente de doce años—
. Mi mamá no podía acompañarme hoy, y como era
algo de rutina…
—No es rutina —la interrumpe, muy seria—. Lo
que tienes es muy delicado y debemos tratarlo bien.
—Lo sé, pero usted dijo que no me iba a morir.
—No pienses en eso. El tumor está encapsulado
y con la mastectomía nos adelantamos a cualquier
complicación. Tranquila —sonríe sutilmente, como si
dudara realmente de hacerlo—. Ahora te puedes ves-
tir.

Pero ella lleva mucho tiempo sin estar tranqui-


la. Mira su mano izquierda y limpia con un poco de
saliva la sangre seca que tiñe una de las cutículas
arrancadas con los dientes. Se pone la ropa sin decir
palabra, mientras la doctora habla por teléfono y deja

254
pedido el pabellón para el día siguiente. Elena la
observa y piensa en el tiempo que seguirá perdiendo
cuando regrese a casa: otra vez las conversaciones
centradas en la cirugía, tomar un té caliente en la
cocina, fumar un cigarrillo en el patio mientras juega
con el perro, aislarse para no recibir abrazos o pal-
madas en la espalda, huir para no ver el rostro des-
encajado de su madre, de sus hermanos, dejar de
contestar las llamadas de las amigas porque está
cansada de hablar del tema.

***
Apenas sale del edificio siente el golpe del frío
en la cara. Lee en la pantalla de su celular el mensaje
que anuncia las seis llamadas perdidas: dos de su
madre, una de su amiga Tere, una de su hermana y
dos de un número desconocido. Se queda de pie con
el celular en la mano y piensa en ese número que no
conoce, se pregunta si se tratará de una de esas llama-
das que cambian la vida justo cuando uno lo necesita,
esas llamadas que probablemente no llegan nunca.
Sonríe, imagina a Tere chequeando la pantalla de su
propio celular cada cinco minutos y diciendo más
tarde: «Tú no entiendes, Nena. Estoy esperando una
llamada de Dios. Creo que debe explicarme algunas
cosas». Elena reía entonces, a pesar de todo, nunca ha
estado muy segura del pesimismo que la agobia a
ratos, quizás por lo mismo no se lo toma tan en serio

255
y cree que una de esas llamadas que cambian la vida
es tan azarosa como la piedra de su pecho y que, de
atreverse, podría regalarse el tiempo que queda entre
la salida de esa consulta y la operación de mañana,
pues recién son las tres y media de la tarde y la hora
de su ingreso es a las ocho. Intenta concentrarse en lo
que realmente desea hacer en ese momento, aunque
sabe que si lo piensa demasiado se frenará, es ahora
cuando puede, antes de la cirugía, antes de la recupe-
ración y de los tratamientos que vendrán. Entonces
camina hasta el metro más cercano, se baja en la esta-
ción del terminal de buses y compra un pasaje. Ida y
vuelta. Al fin verá el mar.

***
Cierra el celular y suspira profundo, ha mentido
y reconoce lo cerca que está del propio espacio, de los
minutos a solas que necesita, de la rabia que a veces
siente al ver que los demás pueden seguir con su vida,
caminar, correr, salir, programar viajes, fijar metas. Le
dijo a su madre que se quedaría con Tere durante el
resto del día, que irían a su parcela en Pirque a darles
de comer a los perros y que más tarde la llamaba.
«¿Qué te dijo la doctora?», preguntó ella, y Elena,
desganada, aseguró que después le contaría y que no
había razón para preocuparse.
Bajó del bus en el centro de Viña y caminó hasta
la calle Valparaíso, siguiendo el camino conocido des-

256
de la infancia, cuando recorría esas calles de mano de
su madre en invierno y buscaban un chocolate calien-
te y algo dulce en el antiguo café Samoiedo. Se detuvo
unos segundos frente a la vitrina de los pasteles y las
tortas, esbozó una sonrisa y recordó cómo era antes,
cuando niña. Pensó en volver atrás y se preguntó si
realmente valdría la pena ser niña otra vez para pasar
después por esto, por las dudas, los miedos y la furia
de la adultez. Compró una docena de galletas de man-
tequilla y siguió avanzando hasta doblar en la quinta
calle a la derecha, recto hacia el puente sobre el estero
maloliente de la ciudad. Aún no lograba ver el mar,
pero lo deseaba, apuró el paso hasta bordear el Casino
de Juegos y se detuvo de golpe en la avenida Perú,
actuando, dándose unos segundos para dibujar la
expresión de máxima sorpresa en el rostro, como si el
paisaje que estaba frente suyo fuera sólo una casuali-
dad. Quería el mar y allí estaba, frente a ella, el mar a
sólo una hora y cuarenta minutos de la pesadilla, el
mar azul y rabioso, todo para Elena.
Acaba de comprar un café y se quema los dedos
por el calor que se cuela a través del plástico, duele
un poco, pero hay cosas que duelen mucho más; aho-
ra debe hacer de este momento algo perfecto, alcanzar
la sincronía entre ella, el mar y la soledad, el control
en sus manos, el café que deseaba tener para luego
instalarse sobre una de las rocas y dejar que el tiempo
pase mientras sumerge sus deseos en las olas, los eli-

257
mina y luego los deja reflotar. Los deseos, quererlo
todo, que la lista de sueños no se deje vencer por la
humedad, que la lista imaginaria de lo que espera no
se pierda… Lo cierto es que Elena ya no ruega por el
fin de la enfermedad, eso requiere de tiempo y ella ya
no puede seguir perdiéndolo. Ahora pide que existan
más momentos como este, que el mar no se aleje, que
la operación no la prive de decisiones como la de es-
capar por unas horas de Santiago y de los miedos.
Acerca el vaso con café caliente a sus labios, bebe
mientras las olas chocan contra las rocas que están a
unos pocos metros, su celular suena y ella lo deja así,
no ha pasado nada grave, sólo están preocupados,
puedo llamarlos más tarde, todo el resto, todo lo que
existe fuera de este cuadro que nos enmarca al mar y
a mí puede esperar.
No sabe cuánto tiempo lleva allí, el aire frío le
quema la piel y el concho de café baila dentro del vaso
que ella mueve en círculos. «¿Te has replanteado la
vida después de todo lo que ha pasado?», le pregun-
tó Tere en una de aquellas noches de piscolas y ciga-
rrillos en las que se reunían para evadir. Fue esa la
primera noche en que tocaron el tema, Tere llevaba
semanas sin saber cómo actuar y Elena, a su vez, li-
diaba cada día con la paradoja de necesitar y al mismo
tiempo negarse a inspirar lástima. Entonces aceptaba
salir a algún boliche, beber algo, reírse de cualquier
cosa y no mirarse a los ojos, evitar aquel gesto cóm-

258
plice que existe sólo para el círculo de confianza, la
mirada profunda y sostenida, aunque breve, que
anunciaba la conversación siguiente, porque había
llegado el minuto en que tendría que hablar y librarse
de su coraza, aceptando la compasión. «Por supuesto
que sí, no me quedó alternativa», pensó para sí, aun-
que no dijo nada. Luego encendió un nuevo cigarrillo,
refugió la mirada en su vaso y olvidó aquella pregun-
ta que en ese momento le pareció estúpida e innece-
saria.
Compra una cajetilla nueva de cigarros y encien-
de el primero mientras camina. Lleva diez días sin
fumar, como una manda para alcanzar la salud per-
dida. El humo quema su garganta y ella avanza lento
por el cemento de la avenida, acercándose a la esqui-
na que permite ver la inmensidad del mar y que hoy
está libre de niños que gritan y de familias completas
que buscan el sol como ocurre cada fin de semana
largo. Se queda allí de pie, unos pocos rayos de luz se
cuelan por los nubarrones grises que amenazan con
empaparla en pocos minutos. Antes le habría impor-
tado, habría corrido a buscar una chaqueta o habría
huido a encerrarse en alguna cafetería, pero hoy no,
qué mejor que recibir la lluvia, qué mejor que sentir
algo después de vivir anestesiada durante meses.
Lo supo antes de que un médico lo confirmara,
llevaba un par de semanas sintiendo dolores en el
pecho, se tocaba mientras estaba en la ducha y cada

259
día era más dura la visita en su seno, algo estaba pa-
sando con su cuerpo y Elena intuía que no era algo
bueno. Un dolor inesperado, la molestia permanente,
luego las puntadas como cuchillos que atravesaban
su pecho izquierdo, la masa firme que se formaba
dentro suyo, sentir miedo a decir lo que le estaba ocu-
rriendo, porque a veces es mejor no saber, porque hay
momentos en los que es mejor dejar que el elefante
imaginario se quede oculto en una esquina, es mejor
ignorarlo y seguir adelante. Pero pronto llegó el día
en el que Elena ya no pudo fingir más, las blusas an-
chas no servían, apenas lograba concentrarse en el
trabajo, se estaba alejando de los amigos, de las citas
y de las reuniones familiares. Los encierros y llantos
en el baño se hacían pocos ante tanto dolor.
«Mamá, tengo que hablar contigo. Hoy renuncié
al trabajo. Estoy enferma», se atrevió a decir en un
momento en que ella le daba la espalda en el dormi-
torio, evitando así grabar la imagen de su rostro des-
encajado. Recuerda que la madre se quedó inmóvil
por un segundo eterno, luego la miró a los ojos, bajó
la vista hasta la altura de su pecho y separó los labios
para decir algo, pero no pudo. El tiempo se detuvo
cuando Elena sintió su mano en el hombro, mirándo-
la como si ya lo supiera y sólo hubiera estado espe-
rando una confirmación. Elena tomó la mano de su
madre y la acercó a su pecho para que palpara el tu-
mor.

260
Se queda mirando el mar largamente, fuma otro
cigarrillo y piensa en caminar hasta el último edificio
que ve desde allí, bordear la costa a pie, mientras el
teléfono sigue sonando dentro de su bolso y su cuer-
po menudo se resiste al hielo del atardecer. Camina
sobre el cemento de la avenida, esquiva a perros que
sus dueños sacaron a pasear, se cruza con viejos can-
sados que apenas pueden dar algunos pasos en el día,
con un par de amigas sentada en una banca frente a
la playa, con las pocas parejas que pasean de la mano
por allí un miércoles. Sus zapatillas aplastan el cemen-
to, su corazón se agita, la piedra se activa en su pecho,
las olas son gigantes y rugen, el viento desordena su
pelo y ella sigue avanzando, el teléfono suena y suena.
«Todo saldrá bien, amiga», «tranquila, mi niña. Esta-
mos contigo», «ten fe», las frases hechas y la pena, un
paso más y el cemento, Elena no quiere perder la fuer-
za, necesita rescatarla de algún lugar. Avanza, ya ha
pasado el balneario de Las Salinas y será capaz de
llegar hasta Con Con, lo sabe, lo hará, «mamá, no te
preocupes, estaré bien, sólo quiero caminar, necesito
unos minutos, un minuto para ver a otros y dejar de
ser lo observado, ver las manos entrelazadas, escuchar
las quejas de los viejos inválidos, escuchar los mur-
mullos de las amigas que se confidencian los pecados,
disfrutar el mar, seguir, avanzar...»?
Suena el celular nuevamente, Elena aligera el
paso, busca el teléfono y revisa la pantalla. Diez lla-

261
madas perdidas: tres de Tere, dos de su madre, dos de
su hermana y el resto de un número desconocido, el
mismo de antes. Duele sonreír y pensar que quizás
podría ser Dios, el Dios de Tere. Elena seca la transpi-
ración de su frente, se esfuerza por respirar, está muy
agitada, le duele el pecho y falta aún para llegar al
final de Reñaca, a esa casa de piedra que solía ver
desde lejos cuando pasaba en auto en alguno de los
viajes con sus amigas. «Tengo miedo, mamá. Te quie-
ro mucho, Tere. Lo siento mucho por todos», piensa,
le duele el pecho y su mano está fría cuando la pone
sobre su abdomen, tose, camina, sigue, allí está la casa,
son sólo unos kilómetros, el sol, tan esquivo, está a
segundos de desaparecer. Y ella sólo piensa en la pie-
dra, en la operación, en los amigos y su familia, Elena,
la agitada Elena, da pasos hacia la meta propuesta, la
noche cae sobre el mar y ella no para, más tarde de-
volverá las llamadas, más tarde decidirá qué hacer
con la operación, ahora sólo importa no detenerse y
encontrar esa casa.

262
Índice

Prólogo. Infancia y desarraigo Claudia Apablaza...... 7


La epidemia de Traiguén. Alejandra Costamagna.... 19
Blanca. Nona Fernández............................................. 39
Árbol genealógico. Andrea Jeftanovic........................ 63
La antinovia. Leo Marcazzolo.................................... 77
Partículas de sol. Andrea Maturana.......................... 93
La historia más larga de amor se puede escribir en ocho
páginas. Carolina Melys............................................. 105
Función triple. Lina Meruane...................................... 119
Contar hasta diez. María José Navia........................... 137
Adagio. Patricia Poblete Alday................................. 149
Secretos de infancia. Eugenia Prado Bassi.................. 157
Ramal. Cynthia Rimsky................................................ 173
Elpasolitas, usos prácticos. Mónica Ríos...................... 189
Juan y Marta. María Paz Rodríguez.......................... 197
Déjame ir. Francisca Solar......................................... 221
1984. María José Viera-Gallo................................... 231
Tiempo libre. Lyuba Yez.................................................. 249

También podría gustarte