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Sobre el teatro político de Patricia Artés

Carlos Pérez Soto


Profesor de Estado en Física

1. No siempre puede haber arte político. No se trata, desde luego, del asunto del contenido
político del arte. A lo largo de más de un siglo de discusiones ya existe un consenso bastante amplio
en torno a que toda obra o acción artística es portadora de un cierto significado político. Sépalo o no.
Quiéralo o no. La cuestión, mucho más específica, es si una obra hace política, se constituye como
un hecho político. Sabiéndolo. Buscando cumplir ese propósito. El significado político genérico e
inconsciente de nuestros actos es un asunto de contexto, de perspectiva, sobre el que sólo el conjunto
de una época puede indicar una dirección o un resultado. En el arte político, en cambio, la trama de
complicidades o de luchas que se establecen entre los autores y los públicos se convierte, en el acto
mismo, en un evento político visible en el juego de la política general.
Una obra de arte sólo puede constituirse en un hecho político por sí misma en momentos o en
períodos bastante especiales: cuando se anuncia un auge en la lucha política general; cuando el poder
recurre al arte para magnificarse; cuando el mercado recurre a la política como retórica valorizadora
de las obras. Es necesario distinguir entre estas tres vías. Lo he hecho en un texto anterior. 1 Allí he
caracterizado las diferencias entre un “uso político del arte”, por parte del poder; las “políticas del
arte”, siempre a medio camino entre los intereses gremiales y las retóricas del mercado; y lo que
debería llamarse propiamente “arte político”, aquel que forma parte de las esperanzas y los actos del
movimiento popular.
2. El movimiento popular es el arco más amplio de los intereses anticapitalistas y antiburocráticos
de un pueblo. Los movimientos sociales, que son más amplios y más difusos, tienen intereses locales,
más bien reivindicativos. Aparecen como estallidos de indignación, mantienen una lógica de
confrontación local y temporal, y se diluyen cuando sus demandas son parcialmente satisfechas, o
simplemente cuando son ganados por la manipulación y la cooptación. El movimiento popular es el
grado en que estos movimientos sociales alcanzan una conciencia antisistémica más general y más
profunda. Más amplio que las izquierdas, su indignación tiene un carácter propiamente político, pero
no reside nunca ni en una organización, ni en un conjunto de organizaciones. Lo forman,
potencialmente, los productores directos (que producen la plusvalía real), los trabajadores de los
servicios (a los que se les paga sólo según el costo de su fuerza de trabajo), los oprimidos en general
(víctimas de las diversas formas de la exclusión y la discriminación), e incluso los pequeños y
medianos empresarios (explotados a su vez por la banca y el gran capital). Aunque siempre resulta
difícil reunirlo bajo un solo programa radical, o bajo una sola voluntad radical transformadora, su
fuerza es lo que realmente temen las clases dominantes. El movimiento popular suele ser un gigante
dormido, anestesiado por las políticas neo clientelísticas, disgregado por la precariedad laboral y el
endeudamiento, reducido a la impotencia por la psicologización y medicalización del agobio
cotidiano. Pero un gigante cuyo clamor estremece hasta las raíces de la sociedad. Cuando expresa su
furia aplazada, contenida, todos los sectores sociales resultan emplazados. La sociedad entera se
politiza. Los sectores dominantes entienden una vez más que no es a las organizaciones de izquierda
como tales a las que deben temer, sino al conjunto del pueblo. Las izquierdas entienden una vez más
que su tarea no es organizar vanguardias o reductos militarizados, sino simplemente recoger la ira de
los movimientos sociales, participar en la articulación de los movimientos sociales en un movimiento
popular en acto, avanzar con esta fuerza, con la fuerza del conjunto del pueblo, hacia una sociedad
mejor.

1
Carlos Pérez Soto: “Arte Político y Política del Arte”, en Resistencia, Catálogo 9° Bienal de Video y Artes Mediales,
Editado por Simón Pérez Wilson, Museo de Arte Contemporáneo, Santiago, 2010.
1
3. La profundización del modelo neoliberal en Chile ha mostrado que sus fórmulas son
plenamente compatibles con una democracia formal, en que los ciudadanos sólo son convocados a
votar periódicamente por representantes que de manera real no los representan. Por un lado es
necesario especificar en qué direcciones el modelo se profundiza. Por otro, es necesario especificar
esta compatibilidad con la democracia, que es, en buenas cuentas, la que explica la forma actual del
teatro político chileno.
Desde el punto de vista del gran capital la servidumbre esencial que implica el modelo en Chile
está relacionada con unos pocos hechos cruciales en monto y significación. En primer lugar el
saqueo de los recursos naturales, básicamente el cobre (y los minerales asociados: oro, plata,
molibdeno), los recursos pesqueros y forestales. En segundo lugar la privatización de la
administración de los fondos de pensiones, que aporta decenas de miles de millones de dólares al
capital comercial y especulativo. En tercer lugar la amplia disponibilidad del pacto político
gobernante para usar este país como modelo en la implementación de las formas económicas que
más favorezcan al capital privado en absolutamente todos los ámbitos de la vida social. Chile es
actualmente un modelo a nivel mundial de apertura hacia el mercado global (firmando toda clase de
acuerdos de “libre” comercio que favorecen al capital trasnacional); es modelo en la renuncia del
Estado a hacerse responsable de derechos básicos y permanentes como los del trabajo, la educación,
la saludo o el transporte público (fomentando agresivas políticas que descargan su costo en los
usuarios, o que desvían sistemáticamente los aportes del Estado a los empresarios privados que
usufructúan de su mercantilización); es modelo en los brutales procedimientos que establecen la
“flexibilidad” laboral y la depredación del salario (a través de los sistemas de subcontratación, de
leyes que impiden el uso efectivo del derecho a la negociación colectiva, a la sindicalización y a la
huelga reivindicativa); es modelo en la implementación de sistemas de gestión en la educación y en
la salud pública que convierten incluso a los servicios que aún presta el Estado en fuente de negocios
para los empresarios privados (como los sistemas de subvenciones y de concesiones, o la
permisividad para que los propios funcionarios de esos servicios emprendan iniciativas económicas
privadas en instituciones públicas).
Recursos naturales, el “ahorro” obligatorio del 10% de los salarios de todos los trabajadores en
beneficio del capital (los fondos de pensiones), un modelo social brutal que se presenta al mundo
como “exitoso”. Eso es lo que el capitalismo trasnacional obtiene de Chile. Y todo esto es lo que ha
permitido, implementado y profundizado la Concertación de Partidos por la Democracia, que
gobernó durante veinte años, y que aún gobierna bajo el nombre espurio que contiene dos falacias
evidentes: “Nueva” y “Mayoría”. Las mismas políticas de los últimos veinticinco años, impulsada
por los mismos políticos, que han llegado al gobierno apoyados por sólo el 26% de los ciudadanos
convocados a votar.
Para entender contra qué política, y contra qué forma del teatro, se rebela el teatro político
chileno actual, es necesario exponer, sacar a la luz, el mito central que cubre de manera interesada, y
a estas alturas maliciosa, estas grandes transformaciones en la sociedad chilena durante los últimos
cuarenta años: no fue la dictadura militar la que permitió el triunfo de estas políticas, han sido,
esencialmente, los gobiernos que se precian de “democráticos”.
Más del 90% de la inversión extranjera que ha terminado por desnacionalizar la principal riqueza
de este país, el cobre, ocurrió durante estos gobiernos “democráticos”, no sólo aceptando, incluso
fomentando y dando toda clase de facilidades y garantías, para el uso de la ley de concesiones
mineras que fue dictada en 1983, pero que las trasnacionales no quisieron usar hasta que no se
sintieron seguras, después del fin del gobierno militar. Las normas y reglamentos necesarios para la
progresiva implementación de los métodos de gestión neoliberal en la educación y la salud pública,
que han llevado a su virtual destrucción, fueron completamente ideadas e implementadas durante los
últimos veinticinco años. La continuidad asegurada y garantizada del sistema privado de
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administración de fondos de pensiones, y de los mecanismos de elusión tributaria que permiten que
los grandes empresarios prácticamente no paguen impuestos, ha sido implementada y profundizada
por los gobiernos de la Concertación.
4. El enorme contraste entre las promesas del “arco iris” y la realidad de la miseria en los
hospitales públicos, la destrucción de la educación municipal, la desnacionalización del cobre, ha
sido percibida lentamente por toda la sociedad chilena. Mucho más lentamente, sin embargo, entre
los artistas e intelectuales. Esto, que podría parecer curioso, aflora claramente cuando examinamos
su situación.
Por una parte, las luchas contra la dictadura que culminan entre los años 1983 y 1986, contaron
con una amplia y entusiasta participación de los sectores intelectuales y de los artistas en general. Un
entusiasmo, sin embargo, que se convirtió en la retórica y la épica de la “caída de la dictadura”, que
es la expresión que tales sectores usan hasta el día de hoy para referirse a las vergonzosas
negociaciones que permitieron el advenimiento de una democracia tramposa, amarrada por la misma
Constitución de Pinochet (actualmente firmada también por Ricardo Lagos), y sobre todo empujada
por sectores políticos que tenían ya en ese entonces la firme voluntad de no tocar el modelo
económico, e incluso reforzarlo y profundizarlo, como efectivamente lo hicieron.
La retórica de la “caída de la dictadura” le dio un aliento adicional al movimiento artístico ligado
a las luchas 83-86, el que ya en los años 88-92 mostraba visibles signos de agotamiento y
decadencia. Por un lado, la gran resonancia mundial de las luchas del movimiento popular en este
país no hizo sino abrir las puertas del mercado mundial del arte a la plástica chilena, y en menor
medida a las otras disciplinas; por otro lado las convenciones estéticas desplegadas por el
movimiento artístico recibieron muy profundamente el efecto de la caída del bloque socialista, y la
retórica triunfalista de los intelectuales burgueses ya desde fines de los años 80. Esto se tradujo en
una activa política de abierta crítica al arte político de los años 50 y 60, y en una relegación general
de sus representantes a la periferia vergonzosa de la omisión y el olvido. Es el caso ejemplar de los
grabadores chilenos (Santos Chávez, Pedro Lobos, Julio Escámez, José Venturelli, e incluso Nemesio
Antúnez), o el de la soterrada y vergonzosa actitud frente al Teatro Ictus, o la dilución del
movimiento de la Nueva Canción Chilena hacia el facilismo de los ritmos más bailables, y los
discursos menos contingentes, para no decir nada de la repulsa general de la poesía de Neruda, o el
rescate interesado justamente de lo menos político de Pablo de Rokha, o la aparición, en el mismo
ámbito de una nueva narrativa completamente inserta en las claves de la literatura mercantil.
De pronto el arte chileno desarrollado desde los años treinta a los sesenta desapareció de la
escena, salvo para ser invocado bajo el espíritu de la impugnación no argumentada, o de la
descalificación pura y simple. Y, como reverso ostentoso y visible, aparece una escena artística que
proclama su aporte a la “caída”, se enorgullece de sus sacrificios, de los eventos en que habría sido
censurada y reprimida, y que presta un amplio respaldo al discurso general de que ha triunfado la
alegría, e incluso de que “la democracia hay que cuidarla”, que es el modo en que se justificaron
todos los acuerdos iniciales del nuevo régimen con los poderes fácticos para los terminaron
gobernando.
La realidad brutal, en cambio, es que no hay proporción alguna entre la represión que la dictadura
ejerció contra trabajadores, pobladores, militantes o simplemente personas comunes que se
interpusieron en su camino, y las amenazas sin hechos, las bombas de ruido sin víctimas, la censura
en los grandes medios tolerando la circulación en espacios pequeños y marginales, que es la política
que, ya desde 1978, se aplicó a los artistas e intelectuales. No sólo eso, en ninguna época anterior en
la historia del arte chileno los artistas recibieron tanto apoyo internacional, incluso en dinero, y
nunca antes el arte nacional había ingresado en los circuitos culturales y mercantiles del arte
mundial, como empezó a ocurrir desde 1980.

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A este contraste entre su propio relato legitimador y las pobrezas de su realidad hay que agregar
los amplios premios que los nuevos gobiernos empezaron a reconocer a los intelectuales y artistas
que más se destacaron en la “gran gesta”. Por un lado las agregadurías culturales repartidas en
perfecta proporción a los servicios prestados, y también a los tímidos “rupturismos” que se buscaba
alejar pacíficamente de la escena local; por otro lado la implementación del sistema neoliberal de
fondos concursables para el arte que convirtió a la gran mayoría de los gremios artísticos y artistas
individuales en una suerte de clientela cautiva de las autoridades de turno, frecuentemente surgida
desde los más fieles al régimen entre sus propias filas. Nunca antes el Estado chileno había gastado,
tanto en términos relativos como absolutos, tantos recursos en cultura y en arte. Y, desde luego, con
el resultado esperado y esperable: nunca antes los artistas habían estado en un grado de cooptación
tan alto respecto de las políticas del Estado.
5. El resultado de estas políticas de cooptación, y de la propia deriva conservadora del arte
nacional en los años que van desde 1986 hasta hoy, es un arte inocuo, que sólo critica lo que el poder
ya considera obvio y permitido criticar, o que simplemente no critica nada, y se concentra en la
forma, en el ingenio de los recursos. Un arte que se refugia en el conflicto existencial individual,
cuando quiere aparecer como contestatario, o que simplemente se refugia en el esteticismo cuando la
dimensión política le resulta abierta y explícitamente indiferente. Un arte inofensivo o porque sus
críticas resultan banales, porque coinciden con lo que el poder quiere criticar, o porque es
plenamente funcional al toque “progre” que debe tener toda obra que quiera ser aceptable en el
mercado.
En Chile, más allá de la eterna lucha de los artistas por la obtención de sus medios de vida,
aparece por primera vez un arte directamente comercial, sobre todo en la plástica, en el teatro y en el
diseño. Aparecen pautas de “consumo cultural”, como es llamado explícitamente en las políticas de
gobierno, que apuntan hacia la mera apariencia, hacia un concepto museístico y suntuario de la
experiencia estética y, de manera congruente, hacia la exigencia de destreza, de “elegancia” formal, y
a una cierta “erudición” banal que pasa por “alta cultura”. Un arte curiosamente abstracto, por un
lado, o banalmente “comprometido” por otro.
Por supuesto, como ocurre en las épocas conservadoras, aparecen escuelas, y defensas gremiales.
Escuelas en el marco de las universidades privadas destinadas al lucro, a pesar y en contra de lo que
establece la ley. Defensas gremiales que sólo presionan para obtener más fondos del Estado, los
mismos fondos que permiten su cooptación.
Aparece también el discurso del “arte por el arte”, junto a aquel para el cual la “política del arte”
tiene que ver sólo con la forma, y no con la realidad social. Y se mantiene por cierto, el discurso
legitimador --“luchamos contra la dictadura”--, a pesar de la visible continuidad de las políticas
dictatoriales.
Es en estos últimos, aquellos artistas que insistieron en mantener su vinculación, cada vez más
simbólica, con las “luchas de los 80” que se hace presente el doble discurso característico de los
gobiernos de la Concertación: se llama “dictadura” a aquello que ya pasó, al pasado felizmente
superado, mientras se desconoce su prolongación presente, en sus mismas políticas. En esta lógica, el
arte que aún, marginalmente, pero bastante bien aceptado, se mantiene como “político” versa sobre
los atentados a los derechos humanos en el pasado, omitiendo sospechosamente los actuales, versa
sobre la pobreza extrema (esa que es superable a través de bonos) pero nunca sobre sus causas, se
ocupa de la épica de la dictadura omitiendo o, en casos significativos, estigmatizando, las luchas del
movimiento popular en todo el siglo anterior a aquellos momentos especialmente visibles en que
ellos mismos tuvieron algún protagonismo.
Es contra este arte para la Concertación que se rebela el arte político de hoy.
6. Estos cuarenta años de dominación y oprobio neoliberal en Chile han significado una
acumulación de malestar que es cada vez más difícil de manejar por parte del poder. La abstención
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electoral que promedia más del 50%, considerando todos los tipos de elecciones generales; los
estallidos de protesta local a propósito de reivindicaciones puntuales, como los de Freirina, Aysén,
Punta Arenas, Calama; la sostenida presencia del movimiento estudiantil en la calle, en la que
destaca el radicalismo de los estudiantes secundarios; la bajísima aprobación de los conglomerados
políticos, de la función parlamentaria, de la operación del poder judicial, que muestran
reiteradamente las encuestas realizadas desde todos los sectores; son muestras patentes de este
descontento soterrado, que emerge una y otra vez, sin lograr articularse en una alternativa política
global.
Sin embargo, las expresiones de este descontento que emergen, que se hacen cada vez más
frecuentes, no surgen sólo del malestar. Cuando se examinen de cerca lo que se encuentra no es la
simple “espontaneidad” a la que la mirada romántica y simplificadora atribuye los estallidos, su
transversalidad, su recurrencia, y su frecuente radicalidad. Por todo Chile, decenas de colectivos, de
organizaciones pequeñas, de células activas de los partidos de izquierda, organizaciones de
profesionales en la salud y en la educación, de organizaciones de vecinos y las muy visibles
organizaciones estudiantiles, son el motor, el origen de la organización más general, el catalizador
del paso a la acción, el ingenio de la protesta concreta, de sus formas de atraer la atención de los
medios de comunicación para llegar a conmover en algo la permanente indiferencia de las
autoridades, la atroz ceguera de los políticos profesionales, el interesado olvido por parte de los
poderosos.
7. Es en este ámbito de “política por debajo de la política” donde el arte político y, en particular,
el teatro político, puede existir. El teatro ruso antes de la revolución bolchevique, y luego este mismo
teatro, ahora bolchevique, en plena guerra civil pero, mucho más aún, la sobrevivencia dramática de
ese teatro, ahora soviético, ante el auge ominoso del estalinismo, o en el marco del estalinismo
instalado, es el ejemplo clásico. El teatro que anuncia, que mira la realidad cotidiana directamente,
que se pone de lado de los explotados y de los oprimidos, que hace explícitas sus opciones por sobre
las elegancias formales. El teatro que promueve, que está antes del auge político, formando parte de
su movimiento. El teatro que sólo recoge las tradiciones de la izquierda como banderas, no para
lamentar, no para legitimar, sino para mostrar la continuidad profunda de las luchas.

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