Está en la página 1de 36

LUIS MONTAN

EPISODIOS DE
LA GUERRA CIVIL

LIBRERIA SANTAREN - VALLADOLID


UN LIBRO P A R A TODOS LOS ESPAÑOLES

HACIA UNA NUE VA


E S P A Ñ A
(DE LA REVOLUCIÓN DE O C T U B R E A LA REVOLUCION DE JULIO)

HISTORIA Y GENESIS DEL ALZAMIENTO NACIONAL

P o rFranciscodeCossio

( T E R C E R A EDICIÓN 14 A 16 MILLARES)

5 PESETAS

LIBRERIA SANTARÉN - VALLADOLID


¡GUADALAJARA, HEROICA Y MARTIR!
EPISODIOS PUBLICADOS:

Núm. 1,—Cómo fué tomado el Alto del León.


» 2.—Los centauros de España en el Puerto de! Pico.
» 5.—La conquista de Retamares por la columna de Castejón.
» 4 - Asalto y defensa heroica del Cuartel de la Montaña.
» 5. - Cómo conquistó Sevilla el General Queipo de Llano.
a 6.—Tortura y salvación de Málaga
» 7.—Por qué fué rojo Madrid.

I m p r en ta C a s t e l l a n a - Vatladolid
EPISODIOS DE LA GUERRA CIVIL
POR

LUIS MONTAN

ILUSTRACIONES DE «GEACHE»

¡GUADALAJARA, HEROICA
Y MÁRTIR!

EPISODIO NÚMERO 8

LIBRERÍA SANTABÉN V ALL ADOLID


Si':j.,» :!D í\_ J-.Í r 'iíi-'.AU

4
* WílM Í ' * T % •' " .

A3i U*'1;; I 'A A v lACj * T J ;->|

- , mi^ilAM ¥

•r" o fli i i £1 m o i ci o a i qa

a M * V - Ifgfl A F..H . >


Episodios de la guerra civil, por Luis Montán
| | Ilustraciones de « G e a c h e » | i

¡GUADALAJARA, HEROICA Y MÁRTIR!

Hacia las Ventas del Espíritu Santo, camino del término municipal
de Canillejas, corría el entusiasmo cerril...
— ¡Ha caído Alcalá de Henares!
—No han hecho apenas resistencia.
—De esta hecha acabamos con la Caballería.
Y tal vez, aquel hombre con barba de ocho días, en mangas de
camiseta, sudoroso y repugnante, tuviera razón: los «caballos», que-
rían acabar con el Cuerpo de Caballería.
—Oye, ¿«Tas» enterao de que los de Alcalá han «palmaov?
— ¿ Y allí quiénes eran?
—«Tos de caballería».
—De <oouálos», ¿de los de anriba o dte los de abajo?
—,De ios de abajo somos nosotros, ¿no?
Y así la zafiedad de un pueblo que nadie conocía, porque «nunca
había bajado a Madrid», se «desabrochaba)) contra unos caballeros,
que no habían podido hacerse fuertes en Alcalá de Henares porque
no> tenían con quién.
Las propagandas bolchevistas, bien pagadas y fomentadas, habían
((prendido» en los cuarteles y principalmente, en los cuarteles de Ma-
drid y Barcelona considerados como puntos de «estrategia)) esenciales
«para» un movimiento o «contra» un movimiento.
El Frente Popular, bien alimentado económicamente por Rusia, no
había escatimado ni esfuerzo, ni dinero para ((minar» la disciplina
entre la soldadesca que guarnecía Madrid y Barcelona. Y por si esto
fuese poco, la labor disolvente, negativa e infame, realizada por el
— 6 —

comandante de la Guardia civil Naranjo, entre los mandos del glo-


rioso Instituto y la fobia «comunistoide» que se había infiltrado entre
los guardias de Asalto, esbirros del crimen a las órdenes del teniente
Moreno, convertían a Madrid y Barcelona en los centros fundamentales
de la revolución. No hay que olvidar que a estos elementos armados
por el propio Estado, se les unía en ambas poblaciones una legión dis-
ciplinada de pistoleros C. N. T. y una masa organizada de la U. G.T.,
dispuesta y bien dispuesta, para un movimiento revolucionario.
La revolución bolchevique, que contaba con el Poder, desde el ad-
venimiento del «Frente Popular», no tenía más enemigos posibles, den-
tro de sus propios medios, que los elementos de la F. A. I. Sin em-
bargo, atrayéndose a estos elementos a un «frente único» revolucio-
nario, la revolución tenía muchas posibilidades de triunfo en Madrid
y en Barcelona.
Y así fué...
—Se ha «rendío» Alcalá.
—-Ahora sí que vamos a acabar con «tos» ¡los señoritos.
—Y con «toas» las señoritas. ¿ O es que nosotras no tenemos derecho
a la vida?
—Tenéis derecho a «too».
—Pues duro con ellos.
—Y ¡viva el amor libre!
— ¡ Viva!
— ¡ Viva!
— jViva!
—¿Oye y eso del amor libre, qué es?
—Pues que una es de «tos» y «tos» pa una.
—¿Eso es?
—Eso.
— ¡Qué bárbaro...!
— ¡Viva el amor libre!
—Pues viva.
—Y viva Rusia.
— ¡Viva! ¡Viva Lenin !
—Y ese ¿quién es?
— 7 —

—Pues el inventor de «to» esto.


—Pues viva Lenin.
—Toma, como que era un tío.
Así era Madrid el 21 de Julio de su año de desgracia: 1936.
¡ Pobre Madrid!

RECUERDOS
Había caído Allcailá. 'Era verdad, una verdad (triste, ,por lo que re-
presentaba ein. el aspecto, moral' para wn puñajdlo de caballeros que se
habían levantado contra Ja representación de on Estado encarnado en
eil Frente Popular, donde se emborrachaban, tod'os dos pistoleros profe-
sionales de España, ooin ell propósito de legalizar eil crimen desde la
Dirección general de Seguridiajd, puesto en vanguardia, dtonde los «al-
tos poderes» de ese Estado, perpetraban los «(crímenes oficiales».
Un puñado de caballeros d'e Alcalá de Henares, en pie, frente a
los asesinos, eran. los que habían, caído,, porque eo realidad ni la guar-
nición ni el pueblo, d'e Alcalá, se habían levantado. tNo; se trataba,
por tanto, de una victoria de las aunas inarxistas, se trataba de un
nuevo exponenite d'e la ¡brutalidad del- marxismo. Alcalá ofrecía nueva
oportunidad al marxismo, de ejercitar el crimen, y saciar la venganza
con que ed instinto enloquecía un, odio de citases sostenido y fomentado
a través de Dos lustros.
—Dicen que en¡ ©1 Cuartel die Caballería hay más complicaos.
—Pues a Madriidl con, ellos y Consejo sumarísimo al «canto».
—Tú eres ona «ursulina» camarada. Eil' Consejo, después de k
«justicia», el su/mairísimo', ulna vez «enterrao».
—¿Y la ley?
—¿Qué ¡ley, quieres decirme? Nosotros, somos ahora la ley.
—¿Entonces?...
—Nada, camarada; entonces riada; que eosottros haremos la justi-
cia y después ¡nos ocuparemos dle hacer la lley si es que la ley hace
falta para aligo, donde todo el amundo varaos a ser iiguaiW
— 8 —

—Pues si somos todos iguales ¿por qué tú puedes disponen: lo que


va a ¡hacerse y yo no?
—Eso ya te lo explicaremos dtespués, abotra lo importante es aca-
bar con «estos».
Y para acabar con aquel puñado dle caballeros, emplearon todos
los 'refinamientos de la 'barbarie al servicio de Ha crueldad.
Jefes y oficiales hubo, que murieron desgarrados; ejemplos para la
historia de un martirologio sin precedentes. Les ataban los pies a las

rejas die una ventana y las (manos a la (trasera de un camión. Ponían


en <ma:icha di camión, y el hombre quedaba descuartizado para ejem-
plo espantable del que venía detrás y convertido en número de «fuerza»,
para el (regocijo incivil de .un populacho embrutecido hasta el paroxismo.
Así acabaron con el puñado de caballeros que se levantaron en
Alcalá de Henares. No fué utnia victoria, fué simplemente la «caza» de
•unos hombres con que poder siaciar los rencores y Has venganzas de una
plebe enloquecida poir tuinas teorías que no conocían, y ailuoinados por
uinas ideas que, aunque no ¡as habían coimprendlidd nunca, servían
para '«¡matar al mülitar», «deshacerse del cura» y «acabar con el' se-
ñorito», sin, responsabilidad.
En sus manos Alcalá, era urgente apoderarse die Guad alujara. En
aquella ciudlad', la cosa tenía más importancia. Según noticias, los seis-
cientos hombres' quie 3a guarnecían: ingenieros y Jefes y oficiales del
Colegio de Huérfanos, se habían siuimado< al movimiento' acaudillado
— 9 —

por el general Franco, habían diorama do la población' y parecía ser


que tomado y artillado etl puente de acceso a la ciudad por la carrete-
ra de Madrid.
Lo de G ua dalajara no parecía tan fáciil como lo de Alcalá. Para
dbminar Guadalajara, no bastaba con asesinar; allí, en las tierras de la
, Alfcarria, habría que ¡tachar oomo en la guerra.
Guadalajara ino era ni Vicálvaro, mi Getafe, ni el Campamento de
Carabanchel. E n Guadalajara no se podía empezar asesinando; en
Guadalajara, para llegiar al asesinato, había primero que hacer la gue-
rra y ganar una batalla.
Tal vez, el primer episodio- de Ha guerra civil española, fué el' de
Guadalajara. ¡Lo reouecdb bien: fué un 22 de Judio de 1936....

COMO ERA LA «HORA» DEL OBRERO

Hemos conocidto a un muchacho, de los que tomaron parte en el


asajto de Guadalajara, la ciudad ignorada, heroica y mártir.
Se trata de un mozo de niños veinticinco años. Alto, fuerte, de pelo
violentamente rizado, de un mirar apacible y urna sonrisa franca de
hombre bueno, llano y limpio, de auma.
Lo conocimos cirounstancialmente en, Navalicairaiero; fué uno de los
pasados para ponerse al serviok> de la España tradicional y católica
del brazo extendido y la mano abierta. Nos hablaba atropellada y exal-
tadamente. Se üe safaban las ¡lágrimas, se le rompían, las palabras en
la garganta. No encontraba el adjetivo con que calificar siu admira-
ción y su devoción por el Caudillo.
Este muchacho, se llama o se llamaba—que no conocemos de sus
destinos—Tomás. Su apellido, también se ha perdido en nuestra me-
moria. ...
Tomás estuvo- en Guadalajara formando en las hordas que consti-
tuían, aquel llamado- «ejército del pueblo».
—¿Estuviste en el asalto d!e Guadalajara?

—Estuve, si señor. Dentro mismo, deil Colegio ce Huérfanos. Me


obligaron a formar entre los pelotones que fusilaron a los Jefes y ofi-
ciailles profesores. ¡No lo olvidaré nunca!
—Y ¿cómo fué?
—Lo recuerdo, como si aquellos hechos tuvieran un ¡relieve dis-
tinto en mi memoria.
El día 22 de Julio, era miércollcs. Muy de mañana—yo pertenecía
a la U. G. T., Sindicato die Artes Gráficas—¡nos sacaron, die casa, por
medio de una orden tajante.
Fui a lia Casa d'el Pueblo de la calle die Piamonite. ¿Usted sabe,
señor, lo» que era en Ma-
drid la calle de Pi amon-
te? Pues aquel día, era
más; Ja Casa del Pueblo
había rebasado y se ha-
bía salido a la calle.
La calle hervía de hom-
bres armados. Hombres
v-estidos y desvestidos
de la manera más arbi-
traria. Monos y camise-
tas, destilando sudor y
rencor. Fusiles, mosquetones, carabinas, escopetas dte caza, pistolas,
revólveres, puñales. La arbitrariedad tenía todos líos matices y todos
los calibres.
Cada oñcio aspiraba a tener un batallón para su («gloria» colectiva.
Cada .batallón—desde la calle de Piamonte, naturalmente—quería sea
el primero. Cada hombre adquiría un aspecto insospechado; las unida-
des que sumaban eÜ batallón, los individuos que constituían el número,
presumían de un valor que sorprendía a los propios «valientes». Se
hacían ostentaciones die una nueva jactancia, blasfemante y feroz.
Nos subieron' en unos camiones. Nos llenaron la cabeza de aren-
gas. Nos ofrecieron, vivir corno marqueses, ouando los marqueses po-
dían vivir. Nos abrazábamos' Uos unos a ios otros y los dirigentes azu-
— 13 —

zaban nuestra insensata alegría blasfemante, diciémdíonos que «habla


llegado muestra, hora».
Y era verdad, estábamos en «nuestra hora». En da hora final dea
obrero, parque el obrero había dejado de ser persona, para transfor-
marse en instrumento. E l obrero, insensatamente, estaba renunciando
a sois derechos ¡nacionales, para inscribirse ail servicio de la irracionalidad
de los «magnates» de ía delincuencia.
Nuestros camiones, bramando, echaron por la calle del Barquillo,
buscando ¡lia de Alicaiá, camino de las Vemtas del Espirita Sanio.
A nuestro paso, la gente nos levantaba el puño, nos aplaudía, vi-
toreaba a da República, a ¡lia libertad1, al comunísimo libertario.
—¡Viva Rusia!
—¡Viva el proletariado!
—Viva los derechos del hambre.
—Mueran ios traidores.
—Abajo el Fascio.
Y así, calle de Alcalá arriba, el «pueblo» se dtesahogaba, incons-
cienite y adoeenadamenite.
Por el camino se nos unían nuevos camiones, con «¡milicianos» de
lia F. A. I. y «milicianas» que estaban dispuestas a ofrecer su sangre,
su amor y su vida por ¿a «causa obrera».
Y estabamos frente a la ((hora del obrero». Su última hora de
«racionalidad».

EN EL CAMINO

En Pardiñas se nos unió un grupo dle milicianas. Se distribuyeron


enitre los distintos camiones. Iban armadas con mosquetones. Su atuen-
do correspondía al momento: Un mono, un correaje, un pañuelo, ge-
neralmente rojo, al cuello, un brazalete también rojoi con la hoz y
martillo. Las milicianas nos ofrecían todas sus exaltaciones, todas,
absoLUtamenite todas. Muchas de ellas, sobre la carne, se habían colo-
cado el mono y sobre el mono, se enroscaban en caricia .perversa, ai
— 12—

hombre que ancomtraíban al lado.. Y le ofrecían sus gritos, sus greñas,


su olor acre. Madrid1 olía a tranvía die barrio popular en verano.
Los milicianos borrachos de vino, de calíor y de- lubricidad, se ((de-
jaban querer por las milicianas». Y juntos milicianas y milicianos, so-
bre los camiones—carros de carne de matadero y de tálamo—enar-
bolábamos los gritos, las blasfemias, las procacidades como banderas.
Aquello era la ((¡libertad)). Estábamos componiendo el ritmo de la
((democracia».
—Oye, Cayetano, ¿quién oíos iba a decir a nosotros que íbamos a
hacer de nuevos héroes de Cascorro?
—¿No has cogido la lata?
—.Nada más que la de sardinas.
—¿ Entonces... ?
—Entonces... fíjate el barrio, toi bien que va a quedar ¿O es que
así vestida, no se me nota la ((cabecera del rastro»?
—Lo que se te nota mucho son los «puilimones».
—«Amos», «anida chico», vaya un, modo die decirla a una «questa»
gorda.
—Oye Pauila, ¿no has visto a/1 Mariano?
—No, a ese le vamos a «tener que dar el paseo». Dicen que su
novia era «facista» y él, «facista consorte)).
—Muerian los «fascistas».
—¡Muieran!
'—Abajo los burgueses.
—¡Abajo!
—Viva eíl señor León, que es una fulera.
—¡Viva!
—-¡Y viva yo!
—Que empapelen a ese «excursionista».
—No creéis que antes de la ((juerga» de Guad&lajara, podíamos
tomar un bocao en Alcalá.
—Eso, Jo que düga el caipitán.
—Qué capitán, ni que zarandajas, el capitán hará lo que nos-
otros queramos que haga, y sd no, pues «sa caba» el capitán., y tal
dáa hará un año.
— 13 —

—Oye, Marcelo, «tiés ideas» de casquero.


Y así cruzamos caminos entre el entusiasmo popular.,.
Ciudad Lineal, Canillas, Barajas, Alicaüá de Henares. En todas par-
tes se eos unían «turistas» que querían tomar parte en la «fiesta».
En Alcalá, al cruzar por lia calle del Empecinado, tuvimos un in-
cidente.
En la fachada, una de esas añejas casas donde el escudo de los
antepasados grita a la calle el abolengo de una familia, se abrió un
balcón. Y por el balcón nos dispararon un apostrofe:
-—¡Asesinos!... ¡Asesinos!
¿Quién se atrevía a aquella falta de respeto? ¿Quién se enfrentaba
con efi Ejército del pueblo?.
Oímos cerrar el baücón bruscamente y oímos una voz desgarrada
en llanto que decía:
—¿Qué has hecho, hijo mío?
Un sollozo y un portazo en una vidriera.
Mi camión se detuvo y uno de mis «responsables» dijo, dirigiéndose
a mí:
—Sube conmigo.
Obedecí.
—¿«Tas» fijao. en qué piso ha sido?
—No, camarada.
—No importa, acompáñame. Monta el mosquetón.
Subimos. La escalera, viniendo del sol, nos sometía aü rigor de la
penumbra. Frente a la mañana de Julio, sofocante, mañana donde nos
quemaba la canícula, el vino, el rencor y el propósito delincuente de
venganza, me sentí alucinado en aquella penumbra de la escalera que
nos embozaba en un fresco airecillo.
—Llama ahí.
Llamé. Nos abrió una señora de unos treinta años. Una guapa
mujer que estaba apagando en llanto unos hermosísimos ojos negros.
Frente a ella, mi' «camaradla responsable» balbució:
—¿Ha... sijdb aquí?
—¿El qué, señor?—dijo la mujer.
¿No ha sido aquí, dlesdte donde nos han «insultao»?
—- M —

— Y o estoy sala coin imi hijo, señor.


— Y el hijo ¿donde está?
—Ahí dentro, pueden pasar si quieren.
—Pasa tú—me ordenó el «camarada».
Y pasé. La señora tuvo que encender l'a luz. Allí no se veía ruada.
No pasaba la luz del sol. Estábamos
en un recibimiento de muebles muy ne-
gros y luz muy opaca.
—Llame al hijo.
—Juan... Juanáto...
—¿Qué?—dice dentro una voz que
llora.
—Ven, Juan, ven.
Y vimos aparecer un niño como de
diez años. Encendidos los ojos. Apre-
tadas las mandíbulas. Crispadas las
manitas.
—Mi hijo.
—¿Este... niño?
—Este. No hay nadie más en la
casa. Estamos solos éJ y yo. Estare-
mos solos y juntos ya para siempre.
Yo no decía nada. El «camarada
responsable», un hombre duro y an-
cho, no sabía qué decir. Me miraba y como interrogándome. Por
fin me dijo:
—Tú ¿de dónde eres?
—Yo de Madrid—respondí.
—Pues yo también..
—Me alegro—dije.
— Y yo también.
Miró al niño y a la mujer. Y les preguntó:
—¿Qué ha pasado en esta casa?
-—Que anoche, señor, anoche, me dejaron viuda
— 15 —

La bella mujer no pudo conUemetr por más tiempo las lágrimas. Y


entonces el hijo, secos los ojos y encendidos, gritó:
—Anoche... han asesinado a mi padre. Se lo llevaron para ma~
tanto unos hombres así, como ustedes.
Me miró el «eamarad¡a». Le miré. Y dijo:
—Corno nosotros, no ¿verdad muchacho?
—-No—dije ya—como nosotros no.
Nos miró la bella mujer. El niño, al fin, se echó a llorar agarrado
a las faldas de la madre.
—Eué anoche, señor... ¡Está tan reciente!
Y entonces el «camairadia responsable)) dijo:
—No> ha sido aquí, verdad. Nosotros, señora, oímos que nos «tira-
ban-)) uin insulto por un balcón. Pero no ha sido aquí. Además, lia voz
parecía de un hombre. No ha sido aquí.
—¿Vive alguien en el piso de arriba?—pregunté yo.
-—No, nadie. Es nuestro también y lo tenemos cerrado.
Y el «responsable)) volviéndose a mí me afirmó:
—No ha sido aquí.
—No; aquí no ha sido.
No tuvimos palabras para despedirnos. Dimos media vuelta y echa-
mos escaleras abajo.
A la espalda sentimos un portazo y unos sollozos que se abra-
zaban.
En la calle, el sol, al echárnoslo a los ojos tras de la penumbra,
nos dejó ciegos.
— ¿Qué te pasa?—me interrogó en la puerta el «responsable».
—Y ¿a ti?
—Nada. A mí nada. Pero en tus ojos veo algo raro.
—Y en los tuyos también.
—Tal vez.
—Pero esto no es raro cuando se tiene corazón.
El «camarada», mi paisano, me dijo:
¡ Qué tiene que ver el corazón en estas cosas! Es el sol, que nos
ha hecho daño en los ojos. Eso pasa siempre que se sale de la oscu-
ridad a la luz...
— 16 —

Subimos al camión... Hombres y mujeres daban gritos.


—((Amos», andar, pelmazos, que vamos a llegar cuando Ríquelme
haya tomado Zaragoza.
Y el «responsable», mi paisano, dió la orden:
—Tira, «pa Guadalajara», de prisa.
—Tienen razón estos, si no tiras de prisa me parece que no vamos
a ninguna parte...

GUADALAJARA

Ibamos a tomar Guadalajara, por carretera, como si fuésemos a


comprar bizcochos borrachos, ((Los responsables» tenían de la guerra
un concepto alegre y confiado. En verdad, que la guerra ((aún» no se
les había presentado.
Al llegar a un ventorro enclavado en la margen izquierda del río
Henares, nos detuvimos.
— ¡Alto!
—Todos a tierra.
Efectivamente, hasta nosotros llegaba claramente el tableteo de las
ametralladoras.
—Silencio.
Un cañonazo. Dos. Tres. Cuatro. Acababa de disparar una ba-
tería.
¿Qué era aquello? La guerra. Aquello era la guerra. No cabía duda
que las milicias habían sido detenidas por el fuego de los ((fascistas».
Allí no podíamos pasar como en Alcalá. Aquello era la ((primera vez
que asomaba la cara» de la guerra, al ((Ejército del pueblo».
—Quietos todos.
Y todos nos quedamos como petrificados. Se helaron en los labios
las últimas notas de la ((Internacional», los últimos gritos, las últimas
blasfemias,
—Quietos, quietos.
— I? —

Un silencio largo y hondo. Y a lo lejos las «voces de la guerra».


La voz clara de la guerra. Fuego de fusilería, de ametralladora, de
mortero, de cañón...
—Oye camarada—dijo al fin una voz—yo creo que habremos ve-
nido aquí para algo más que para guardar silencio.
Y la voz del «responsable» gritó:
—Desplegaos en guerrilla hacia el río.
Y nos desplegamos. Las «milicianas» no sabían qué hacer. Por
primera vez las mujeres se daban cuenta de que aquello no era ir a
la Bombilla a ofrecer sonrisas.
Sin embargo, los tiros todavía se oían lejos.
—Muchachos—dijo el responsable—, ahora lo que importa es es-
tablecer contacto con nuestras fuerzas.
Nuestras fuerzas debían de estar, después de vadeado el río, por
el cementerio, en el Sentó, por la parte del Molino, en el segundo ven-
torro, cara al puente, por la Presa y en el Barranco del Alamín.
La carretera de Madrid era del pueblo y también lo era La de
Humanes a Tamajón. La artillería «nuestra», la artillería del «Gobier-
no Giral», batía la Estación, y la emplazada en los barrancos de
Alamín y de San Antonio disparaban sobre la Huerta del Carmen y
Barrio Nuevo Alto. Desde la carretera de Cuenca se pretendía batir
el Fuerte de Ingenieros y los Depósitos del Agua.
Situados como estábamos en el primer Ventorro, Ib que nos urgía
era unirnos con los «camaradas» del Molino; para ello-, lo mejor era
seguir el cauce del río sin cruzarlo.
Los más impacientes montaron algunas ametralladoras para apo-
yar, decían, a las fuerzas que operaban en el Cementerio sobre l'a
huerta de lo que fué Academia Militar de Ingenieros.
Los «facciosos» dominaban el puente, El Alamin, los Depósitos de
Aguas, el Fuerte de Ingenieros, el Panteón y Asilos de la Condesa, la
línea eléctrica de alta tensión, la Huerta de la Academia y una gran
parte de lós Barrancos de San Antonio y Alamín.
Es decir, todo el perímetro de Guadalajara estaba estratégicamente
tomado. Sin embargo, si el ((Ejército del pueblo» conseguía filtrarse
por algún, lado, la resistencia sería imposible, toda vez que según
19

nuestras «confidencias» defendían ¡la plaza no más de seiscáenltos hom-


bres. Parecía seir que el jefe del Movimiento' lo era el teniente coro-
nel Director del Colegio de Huérfanos.
Por fin, hacia el mediodía, logramos establecer contacto con tos
del Molino. Este contacto constituyó un motivo de regocijo, que fué
diluido por un mortero, disparado sin duda al otro lado del1 puente.
—Me han «matao».
Yo sentí que me cogían por el cuello y que la cadena de aquellos
brazos resbalaba a lo largo de todo- mi
cuerpo.
—Tomaaas...
—A mis pies, «la Paula», ensan-
grentada, me quería decir algo con
los ojos.
—Yo no entendí. Tal vez, en el
útimo minuto de la vida, cuando se
cristalizan- y se esmerilan los ojos,
ouando se borran los contornos ma-
teriales de las cosas, se ve más clara
la vida que se deja y se agigantan los
errores que cometimos.
jPobre Paula!
Pero allí, no se podía estar; a mi
lado rodó, camino, del infierno., ver-
tiendo cataratas de blasfemias, «el Ca-
yetano», y «el Enrique)), y Carlos, abatidos como los naipes cuando
la mano del niño se cansa de construir torres de estilo japonés.
—Cuerpo a tierra—ordenaron—.
El tableteo de las ametralladoras ponía, sobre la brisa de Julio,
el repiqueteo de unos aplausos trágicos. Aplaudía la muerte sobre
nuestras cabezas y oíamos el chasquido de sus huesos al batir de sus
manos descarnadas. El cañón daba empaque y solemnidad.
No se oía ni una voz, ni un grito. De vez en cuando, un « ¡ A y
madre!», un «¡Dios mío!», un «¡Mis hijos!», de los que caían. Por
lo visto en la hora solemne de la verdad, Sos sin Dios y los teorizantes
20 —

de la demolición de la familia, se acordaban de Dios y de ios suyos:


¡Sus madres!... ¡Sus hijos! ¡Pobrecillos!
El fuego se hacía cada vez más intenso y terrible. Y cada vez
se ofrecían ¡nuevos cuerpos a la tierra.
—Oye—me dijo al oído el «responsable»- te has fijao, seiscientos
otíos» nos tienen a raya.
—¿Cuántos somos nosotros?
—Tres mi'l quinientos.
—Es que ellos son otra cosa,
Cb*. ¿verdad?
Me miró el «camarada», igual
que me había mirado bajando
la escalera de aquella casa de
Alcalá de Henares, y ¡me dijo:
—Oye, itú procura ino se-
pararte de mi lado. Si me dan,
recoge mi cartera, que la llevo
en al bolsillo de atrás del mono;
encontrarás una carta dirigida
a una mujer, hazme el favor de
llevársela. Dila que he muerto
besando su recuerdo.
—¿Es que no tienes madre?
—No tengo a nadie más que
a ella en el mundo. ¿Cumplirás
lo que te pido?
Quién piensa ahora en morir. ¿No crees tú en Dios?
_SÍ.
Pues entonces, ten fe en sus designios.
—Silencio... Adelante muchadhos, vamos por ellos, ¡viva la Repú-
blica del pueblo!.,.
Un fragor de voces. Un infierno de tiros, un caos detonante...
—¡A por ellos, a por ellos!...
-—¡A la bayoneta!...
— 21

—Al puente, ai puente, que se les ha «desmonitao» la batería del


otro lado.
—Al puente.
—Al puente; adelante...
Detrás, delante, a ¡mi lado, caían los (hombres y las mujeres, aque-
llas pobres «milicianas»
insensatas, como ramas
abatidas p o r el hu-
racán.
Fragor de infierno.
Voces de endemonia-
dos. Carcajadas de lo-
cos...
Y así, a las cuatro
horas de fuego, cruza-
mos el ¡puente.
Ya estábamos en
Guadalajara. Las fuer-
zas de la Presa, del segundo Ventorro, y del Cementerio se nos unían.
Y a había poco que hacer. Unicamente «someter» los reductos, que
eran pocos, y no cabía esperar grandes ¡resistencias...

¡HEROICA!

Habíamos cruzado ell puente, pisábamos la ciudad1 de Guadalajara,


iniveiosímillmente defendida por seiscientos hombres, al manido del te-
niente coronel, Director del Colegió' de Huérfanos; se nos unían gentes
hasta entonces sometidas, levantando' el puño y gritando: «¡Viva la
República!», pero sin embargo, a mi lado, la, voz die mi amigo* el «res-
ponsable)), deslizó en tono muy bajo:
—Ya estamos en. Guadalajara, pero no sé aún si podremos sos-
tenernos.
— 1( —

—¿Qué pasa?—pregunté.
—Que hemos perdido más die la mitad de nuestras fuerzas.
—Pero, ¿no decías que éramos tres mil quinientos?
—Sí.
—¿Y no eran seiscientos los defensores?

—¿Pues cómo puede ser?


—Siendo. No- preguntes más.
Nos ¡habíamos pegado a la tierra. Unas baterías hacían; fuego- por
encama de nosotros. Se trataba de asaltar el Colegio de Huérfanos.
—Fuego por descargas, ordenó el' mando con voz estentórea.
Obedecimos los fusileros, pero» sin eficacia. Las baterías, sin embargo,
tiraban a dar y daban. A este fuego- die cañón, respondían- los fascistas
con intenso fuego de ametralladora, y alguna vez con un morterazo
que otro.
—¿Cuántos defensores pueden quedar?—pregunté al «responsable;).
—Yo creo- que no quedan mas que los Jefes y oficiales, que en un
gesto desesperado se han- hecho fuertes entre esos muros.
—Pero por muchos que sean ¿cuántos pueden ser?
—Tal vez no lleguen a cincuenta.
—Peno entonces, ¿por qué no nos lo jugamos todo de una vez y
nos decidimos al asalto? Es cruel «camarada» prolongar este estado
de cosas. Frente a estas circunstancias, morir íes un descanso para
unos y otros.
—Es que llevarnos más de mil quinientas bajas y ya ves, todos
esos ((revolucionarios» de bar, a la hora de la verdod se pegan a la
tierra como lapas.
—Sin embargo «camarada», fíjate cómo estamos y cómo están; ana-
liza la situación... Morir es un descanso en; estas circunstancias.
—¡Ay! ¡Madre mía!
A mi lado rodó una mujer.
—¡Me han, «matao»!
Lo estáis viendo como estas cosas no son para mujeres.
— 23 —

—Son (unos «canallas». Nos han «matao» a veinticinco compañeras.


— ¿ Y no será más canallada haberlas permitido venir? Las mu-
jeres no se han hecho para la guerra.
—Y quién ilba a presumir que eslto era una guerra.
—A lo mejor creíais que veníamos a los «-toros».
—iMenos comentarios, que tiran
a dar.
El fuego era cada vez más in-
tenso.
—Oye—me dijo el «responsa-
ble))—, procura hablar menos. Pa-
rece que no- los conoces.
Sí, pero...
—No hay pero que valga.
--Esto de traer mujeres para
que mueran por nosotros, no es hu-
mano ni es español.
—Si dices una palabra más te
hago callar para siempre, insensato.
•Guardé silencio. El «responsa-
ble)) tema razón; me estaba jugan-
do la vida con mucho más riesgo
entre los míos que frente a los fas-
cistas.
Una bella muchacha rubia, rota
la frente ide un balazo, había quedado tendida boca arriba y con los
ojos abiertos cara al cielo. Eran aquellos ojos tan azules, que parecían
gotas lloradas del cielo mismo sobre aquel rostro de «muchachita
en ílor».
¡ Cómo clavaban su ceguera de muerte en la olaridad de los cielos...!
— 24 —

j Guadalajara heroica! Frente a aquel1 heroísmo y aquella defensa,


no satisfacía vencer. Vencer tres mil quinientos hombres, una de-
fensa de seiscientos, no era vencer, era atropellar, y de los atropellos no
salen ni los hombres, ni los pueblos con gloria...
—Hay que decidirse ai asalto.
Sí, hay que decidirse; es una vergüenza que cuatro ametralla-
doras desvencijadas nos tengan a raya.
Además, pasan de dos mil1 nuestras 'bajas.
—Pues al asalto.
—Al asalto.
En cuarito acalbemos con este reducto hemos aca'bao con Guada-
lajara. Dicen los enlaces que eü resto de la ciudad está en nuestro
poder.
—¿Se ha tomadlo la cárcel?—¿interrogó una voz.
-Sí.
—¿Y «san soltaos los presos?
—Sí, «san soltao».
Abrir las cárceles, soltar a lós delincuentes era una de las normas
y de las obsesiones de aquel marxismo, delincuente tamibién.
—¡Al asalto! ordenó alguien.
—¡Al asalto!...
—¡A por ellos!
Duro. Vamos por ios «perros» facciosos.
Nos despegamos de la tierra. Nuestras baterías disparaban sin in-
terrupción. Nos desplegamos, caladas las bayonetas. Sus ametrallado-
ras «barrieron» un grupo de unos cincuenta hombres. Saltarnos sobre
sus cadáveres.
—¡Adelante!...
—¡Adelante!...
Gritos. Aullidos. Los hombres aquellos se habían transformado
en jauría aullante. Blasfemaban los hombres y las mujeres. Faltaban
a Dios y a ios hombres, corno bestias...
— —

Eran bestias henchidas de ferocidad, ((camufladas de hombres»...


—¡Al asalto!... ¡Al. asalto!...
Gritos de dolor. Camaradas que caen en piruetas siniestras. Mal-
diciones ((mordidas» al morir...
¡Qué iba a esperarse de aquellos pobres seres, que morían maldi-
ciendo L..

¡EL RESPONSABLE!

Y así, logramos ganar el gran patio del Colegio de Huérfanos de


la Guerra.
Poco a poco fueron acallando las detonaciones, languidecían los ca
ñonazos, eü tableteo lejano dte alguna ametralladora sonaba a sarcás-
toco aplauso en los ecos.
¿Cuántas bajas nos había costado ganar aquel recinto?
—¿Dónde esitán los oficiales?
Sí, sí, los jefes, vamos por los jefes.
Los «camaradas» trepaban por las escaleras. Se oían tiros sueltos
de pistola. Los pocos alumnos que tropezábamos en nuestro camino
nos miraban con ojos de espanto. Rostros lívidos sobre el fondo es-
pantable de un aguafuerte.
¿Y el ((responsable»? ¿Dónde está él camarada «responsable»?
—pregunté.
Nadie me respondió. Mis «compañeros)) no tenían más obsesión
que la de matar.
Sin embargo, alguien pretendía o r d e n a r aquel caos y proceder al
((fusilamiento», como medida preventiva y ejemplar, de aquellos bravos
caballeros jefes y oficiales profesores diel Colegio.
En medio del tumulto, pude oiir ia voz enérgica del teniente coro-
nel Director, que se impuso a todos.
— 36 —

—¡Alto! A los niños no. Mi vida por la de ellos. Mi vida por la de


mis oficiales. Mí vida por la del úlltilmo soldado. Aquí no hay más
responsable que yo.
Me parecía estar viviendo urna pesadilla. Me daba vergüenza de
sobrevivir. Sentía envidia de los caí-
dos. Temía por mi «camarada res-
ponsable» .
Tropecé con uno del mismo ba-
tallón a que yo pertenecía. Le in-
terrogué:
—¿Has visto a nuestro «respon-
sable))?
—(«Amos» anda, ¿crees tú que
está uno «pa» ver a nadie con este
fregao?
Y entonces, yo pensé: ¿Cómo
s e llamaría e i ((responsable»?
¿Quién sería aquel hombre que se
había portado como los caballeros
frente a la magnífica mujer de Al-
calá de Henares? Analicé entonces,
en medio de las blasfemias, de los
gritos de los asesinatos en masa, los ademanes de aquel hombre que
no era como, los demás. Me sentí atraído por su simpatía, por su co-
rrección, por la emoción, honda que me había prestado frente a sus pala-
bras, aquellas palabras dichas con la mirada en lo alto y la voz sobre
la mirada:
—«Si me ((dan», recoge irá cartera... encontrarás una carta dirigida a
una mujer. Hazme el favor dé llevársela. Y diilla qufe he muerto
besando su recuerdo. No tengo a nadie más que a ella».
Yo quería acercarme al «responsable». Yo necesitaba aproximarme
a un pecho amigo. ¿Dónde estaba el ((responsable»? ¿Dónde estaba?
En el patio del Colegio die Huérfanos aumentaba la confusión. Ya
no se oían más tiros que loe dé pistola. Aquel «ejército» estaba asesi-
- 27 —

mando a cuantos tropezaba por la escalera; lo mismo les daba que


fuiesen hombres que niños. El caso era matar.
¿Cómo se llamaba el «responsable»? ¿Quién era? ¿Dónde estaba?
Aprovechando la confusión, me propuse salir del patio del Colegio;
iba a hacerlo, cuando de un ángulo a la izquierda de la puerta, oí una
voz que me reclamaba.
—.Oye... oye... estoy aquí. Te estoy llamando con la mirada desde...
hace un cuarto de hora... No. pue-
do gritar, no puedo casi hablar...
me ahogo... voy a morirme...
Aquella voz y aquellos ojos,
eran los ojos y la voz del hombre
que yo estaba buscando.
—¡Tú!
—Sí... no te asustes. Soy yo...
Me han dado y creo que ha sido
por la espalda...
—Voy a llamar para que te
evacúen.
—Quieto no hagas tonterías. No
merece la pena volver a empezar.
Ya está bien. Conmigo no... pierda nadie nada.,.. No tengo a nadie...
Unicamente una pobre mujer que llorará por mi... y hasta... es po-
sible... que me rece...
—No, yo no consiento esto...
—Tú consientes lo que yo /be mande... Mira en la cartera... Busca en
d bolsillo... ¿La encuentras?
—Sí.
—Gracias... eres un buen... hombre... por eso... nos hemos enten-
dido bien sin decimos raadla...
—Tu eres...
—Silencio... Yo no soy más que un moribundo... En la cartera,
hay una carta... En el sobre... una dirección... Prométeme que la
harás llegar a su destino...
—Te lo prometo.
— 28 —

—Prométeme... que no querrás averiguar nada...


—Prometido...
—¿Qué te pasa?... ¿Es que vas a llorar como urna mujer?... No
hagas eso, no merece la pena... Llora, como un hombre, por España...
por esos caballeros que están asesinando. Por... mí... no...
—¡ Camaraida!...
—Si... «caimarada»... Dila que he muerto asesinado por la espalda...
dle cara al sol... Dila que... me he ido en brazos dle su recuerdo...
Que estoy contento- de morir...
—Yo—pregunté volcándome sobre un oido del moribundo, que apo-
yaba su cabeza en una de mis rodillas—quisiera saber quién eres, cómo
te llamas...
—Yo... no soy... nada... sólo el «responsable»... de tu batallón...
No pasaré a la Historia... Mi nombre... no te hace falta para nada...
lucha por España... no te imponte morir por ella... pero muere como
yo... «cara al sol»... Dilla que muero besando su nombre:....
—Camarada... c amarada... No... voy a llamar a una ambulancia...
—Silencio... ¡Arriba... Es...pa...!
Me quedé frío. Era el mes de Julio y yo estaba más frío que el
muerto...
Guardé la cartera. Recé breve por su alma. E l azul deíl cieüo se
descomponía al. pasar por mis lágrimas...
Y en el patio, otra vez la voz rotunda del Teniente coronel Director.
—No, a Sos chicos, no. Sería un asesinato y vosotros debéis de hacer
justicia. Aquí tenéis mi vida para hacerla. Yo soy el único responsable.
Alguien me sujetaba por un brazo y me arrastraba bruscamente.
—Vamos tú...
—¿Qué pasa?
—Que hay que formar el cuadro «pa» acabar con estos.
—No... yo no...
—«Amos anda»... Es que tú (tamlbién eres de los «emboscaos» ó
pesar de ser uní «muerto de hambre)) como yo.
—No.... Lo que pasa es...
—Lo que pasa es que formarás el cuadro como «un hombre» o
acabo contigo, corno he «acabao» con ese.
_ 29 —

—¿Con nuestro ((responsable»?


—Era un traidor...
—¿Sabes lo que dices?
—.Digo que era un traidor. Sé lo que digo...
¿Y cómo siendo un traidor pudo ser nuestro «responsable»?
—Toma... sabía de letras, hablaba bien... pero era un «fascista»,
. —Y ¿cómo 'lo sabes?
Le he visito pretendiendo 'buscar la salida a tres «mocosos» de
este Colegio. Y le he sacudido. Era uin ((fascista».
Me dejé arrastrar. En el pa-
tio se preparaban las ejecuciones
del teniente coronel Director y
de los jefes y ofi'cales supervi-
vientes. ..
Aquello- ya no- era la guerra.
Era el crimen...

¡MARTIRES!

La canícula alarga los días, y


aquel día canicular de 22 dé Ju-
l o de 1936 el día sujetaba al sol
como empeñado en que encen-
diese la púrpura gloriosa de la sangre de aquellos caballeros defensores
de Guadalajara.
No liemos dejadlo uno, sólo falitan estos.
Y estos eran, el1 teniente coronel Director del1 Colegio de Huérfanos
y los jefes y oficiales del profesorado.
A mí me daba vergüenza sobrevivir. Sentía sobre imí d ! peso de
tamta emoción que al abrumarme parecía descubrirme la existencia
limpia y clara de una conciencia nueva. Me veía con relieves insospe-
chados, con nuevos conceptos sobre las cosas y nuevas ideas sobre la
vida y sobre la muerte. Sentía dentro de mi corazón aquel grito aho-
gado que el «responsaibile» me clavó en el alma al morir: ¡ Amiba Es-
paña! Yo también sentía ganas de gritarlo para morir besándolo.
—Ya, sólo faltan estos...
Y era verdad, muertos aquellos hombres, en Guadailajara no que-
daría ni uno solo de sus seiscientos defensores. Seiscientos hombres
inmolados. Seiscientos héroes convertidos en seiscientos mártires.
Y pregunté:
—Y nosotros... ¿sabemos lías 'bajas?
—Más de dos mil.
— ¡ Dos mil!
—Sí, pero si te lo oyen, no vuedives a hablar más. Quedas advertido.
—Sí... claro, quedó advertido.
¡Dos mil bajas en e! primer encuentro serio con semejante despro-
porción : tres mil quinientos ihomibres contra seiscientos caballeros. Ello
explica la diferencia de rilases!.,.
¡ Dos mil bajas!
—Qué haces ahí, «pasmao». ¿No vienes a fusilar a esos?
—Sí... voy...
—¿Sabes cuántas camaradas han caído frente a esos «canallas»?
—¿Cuántas?
—Veinticinco.
— ¡ Pobrecillas!
No se me ocurrió nada más expresivo. ¡Pobrecillas! Claro, ¿qué
iba yo a decir? Si hubiera dicho lo que pensaJba, me hubieran mata-
do. A quién se le ocurre llevar mujeres a la guerra, para hacer la
guerra. Sólo a ellos; sólo a aquellas «pobrecillas» caídas de espaldas
al sol, a la religión, a lia cultura, a la feminidad.
¡ Veintiloinco hemíbras de fiera, caídas en lucha contra Dios!
Dios las habrá perdonado, porque no supieron lo que hacían...
Mis reflexiones quedaron paralizadas al oír la energía de una dis-
cusión.
—No... 'Eso no sería j<uis¡to.
—La justicia la hacernos nosotros.
— —

—Pues yo pido a vuestra justicia que recaiga en mí, que soy eí


único responsable.
El teniente coronel Director, sereno, rotundo y erguido, pretendía
imponerse y hacer reflexionar a sus verdugos. Entonces la voz de un
capitán se abrió paso en Ja discusión.
—Aquí, lo honroso es morir, mi teniente coronel, no pretenda pri-
varnos de ese honor. ¡ Viva España !
Un murmullo. Un gruñido. Muchas blasfemias.
—A Ha pared... todos a la pared y menos conversación.
A culatazos los hicieron retroceder.
—Todos a la pared' he dicho, que nadie se mueva. Cama radas,
formar el piquete, que e^to está durando más die ía cuenta.
Y se formó, desordenadamente, alucinada y ansiosamente. Todos
querían matar.
—Apunten!...
Y entonces, la voz trémula de uno de 'los huérfanos desgarró ei
lienzo del martirio, y dijo gritando:
—No... al teniente coronel no, que ha sido un padre para todos
nosotros. Al teniente coronel no... Mejor a mí.
Apartan a)l mozalbete dte un empellón, que da en tierra con él.
Se oyen los sollozos. Se le ve temblar más de rabia que de miedo.
Todavía tiene fuerzas y nervios para gritar:
— ¡ Asesinos!
Alguien le da una patada en la cabeza, que le hace callar, perdido
el conocimiento.
—Preparados caimaradas. Voso-tros los discípulos formar a un lado.
Guanta más chicos seáis, mejor; así se os grabará para toda la vida
cómo mueren los traidores.
Y otra voz rebelde, que nadiie puede ¡localizar que gritó:
—No son traidores...
—Silencio, mocosos, o acabaremos con vosotros también.
Y se hizo el silencio, para que sirviera de fondo a aquel aguafuerte
espantable.
—Dejad al teniente coronel para eüi último.
— 32 —

Lo apartaron.
—Apunten... fuego...
La descarga. Un grupo de jefes y oficiales que se dobla y que se
rompe sobre el suelo.
Los niños, espantados, se tapaban con d revés de la mano los ojos
desorbitados.
— Y ahora tú. Ahora—dijo a los chi-
cos el monstruo que mandaba—vuestro
«padre)).
—Fuego.
—¡Viva Es...!
Y cayó convertido en mártir quien
había sabido pelear y morir como un
héroe...
El ((pueblo» había ((tomado-)) Guada-
lajara.

* * *

Nuestro narrador, cuando acaba el


relato, nos mira y nos dice:
—¿Comprende usted ahora, señor Monitán, por qué me daba ver-
güenza vivir?...
—Ya estás sirviendo a Dios y a España.
—Es que Dios y España, son todo misericordia.
Nuestro interlocutor tiene los ojos llenos de lágrimas...

El próximo Episodio:

Martirio y reconquista de Vizcaya


DOS LIBROS DE V E R S O S QUE RECOGEN EL ALIENTO
LjIRICO DE NUE|STRO G L O R I O S O ALZAMIENTO

R O M A N C E S DE
GUERRA Y AMOR
UN GRAN R O M A N C E R O DE LA R E C O N Q U I S T A ESPAÑOLA

5 PESETAS

La muerte de El Algabeño
VIDA Y MUERTE EN LA GUERRA, DEL TORERO FALANGISTA

2,50 PESETAS

Por N. SANZ Y R UI Z D E L A P E ÑA

LIBRERIA SANTARÉN , VALLADOLID


UN LIBRO DE GRAN INTERES

SOY UN FUGITIVO
(HISTORIA DE UN EVADIDO DE MADRID)

UNA EMOCIONADA RELACION DE

JOAQUÍN ROMERO -MARCHENT


; ,::: . { a l e j a n d r o de españa>

CÓMO SE VIVÍA Y MORÍA EN MADRID


ESTAMPAS DE VALENCIA, BARCELONA,
MARSELLA, TANGER Y LISBOA - ¡EN LA
ESPAÑA LIBERADA! - |EN LOS FRENTES!
• i PESETAS

i I N T E R E S Y E M O C I Ó N !

• A CONDICIONES ESPECIALES A LIBREROS


SERVICIO CONTRA REEMBOLSO O PREVIO ENVÍO DE SU|*IMPORTE

L I B R E R Í A S A N T A R É N
FUENTE DORADA, 27 - VALLADOLID

También podría gustarte