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Tratado de libre comercio Colombia – Estados Unidos: ¿un instrumento más de

penetración económica y cultural de las industrias culturales norteamericanas?

Lucy Erazo-Coronado y Jesús Arroyave

Universidad del Norte, Colombia

RESUMEN

El Tratado de Libre Comercio Colombia – Estados Unidos (TLC) establece para

Colombia el compromiso de permitir una mayor participación de las producciones

televisivas norteamericanas (cuota de pantalla) en los horarios de mayor audiencia, lo

cual favorece la penetración de sus industrias culturales y sitúa en desventaja a las

producciones televisivas nacionales frente a las industrias estadounidenses, tal como ha

ocurrido en los países latinoamericanos que tienen tratados similares. Su impacto va

más allá del aspecto económico, puesto que las industrias culturales y particularmente

las del sector audiovisual, conllevan la transmisión de valores, ideologías y estilos de

vida de una cultura dominante que prevalece sobre las otras. Por ello a pesar del auge de

las tendencias neoliberales y globalizadoras, es necesario un régimen de protección a las

industrias culturales nacionales, así como la creación de un mercado regional que

permita asegurar su supervivencia la de las culturas autóctonas de la región.

PALABRAS CLAVE: Tratado de Libre Comercio, TLC, industrias culturales, cuota de

pantalla, penetración cultural, proteccionismo, globalización.


INTRODUCCIÓN

El Tratado de Libre Comercio (TLC) recientemente celebrado con Estados Unidos fue

ampliamente comentado en los medios masivos de comunicación en lo referente a

diversas industrias nacionales, pero fue muy poco lo que se mencionó respecto de sus

repercusiones en el ámbito de las denominadas industrias culturales.

Durante el largo período de negociaciones se publicaron noticias referentes a sus

posibles consecuencias e implicaciones: para el gobierno y varios sectores, altamente

favorables para el país y para algunos gremios, totalmente perjudiciales. A través de las

distintas rondas de negociaciones, la opinión pública pudo conocer las posiciones tanto

de los defensores como de los detractores del tratado, pero con excepción de lo referente

a la propiedad intelectual, poco énfasis se hizo en materia de sus posibles efectos en las

industrias culturales.

En los medios discretamente se mencionó lo referente a la denominada “cuota de

pantalla”, es decir, el porcentaje mínimo de producciones nacionales que deben emitirse

en la televisión abierta de nuestro país, y si bien al revisar la evolución normativa en la

materia, pareciera a primera vista que la regulación expedida con base en lo acordado en

el TLC no tiene mucha incidencia en el régimen anteriormente vigente, en la práctica sí

resulta bastante significativa, por cuanto afecta la franja de mayor audiencia.

En otros países latinoamericanos (Chile y países centroamericanos, entre otros), la cuota

de pantalla también disminuyó a raíz de la firma de sus respectivos tratados (Rey, 2005)

(Chaves, 2005).

Lo curioso es que aún en casos como el de México, donde el tema audiovisual no tuvo

mayor relevancia en el acuerdo, a partir de la firma del mismo se generaron lo que

podría considerarse efectos indirectos, consistentes en la expedición de normas que


levantaban las protecciones establecidas para la industria del cine nacional, cuyos

negativos efectos pronto se hicieron sentir (Martínez, García y Menchaca, 2007).

Así las cosas, surgen las siguientes preguntas:

 ¿Es el TLC con USA un instrumento más de penetración económica y cultural

de las industrias culturales norteamericanas?

 ¿Implica su aprobación un retroceso en la protección estatal a las producciones

nacionales de televisión?

 ¿Es el proteccionismo una respuesta posible en estos tiempos de globalización?

¿Qué otras alternativas se pueden explorar para no desestimular la producción

audiovisual nacional?

Con base en lo anterior, el presente artículo busca realizar una aproximación a la

situación colombiana, partiendo del concepto de “Industria Cultural” postulado por la

Teoría Crítica (Horkheimer y Adorno, 1947), para llegar a una revisión del mismo a

través de los subsiguientes planteamientos contemporáneos.

Igualmente estudiaremos el contenido del TLC Colombia – Estados Unidos,

enfocándonos en lo concerniente a la “cuota de pantalla” en relación con la televisión,

para lo cual haremos una breve mención a los efectos de los TLCs de Estados Unidos y

otros países latinoamericanos.

METODOLOGÍA

El tema es abordado desde un enfoque cualitativo, aplicando la técnica de investigación

documental, a través de la cual se obtiene la información de manera indirecta a partir de

la consulta de diversos tipos de documentos (Martínez López, 2004), técnica que resulta

bastante apropiada para el estudio en cuestión. Los documentos estudiados fueron


básicamente, además de las obras de los autores referenciados a lo largo del texto, las

partes pertinentes del tratado de libre comercio Colombia – Estados Unidos, las leyes

aplicables al tema objeto de estudio y la información de las páginas web de los

principales canales privados de televisión abierta, entre otros.

DE LA INDUSTRIA CULTURAL A LAS INDUSTRIAS CULTURALES

El término “Industria Cultural” acuñado por los teóricos Horkheimer y Adorno (1947),

entraña para ellos un contrasentido en tanto implica la unión de dos conceptos que

consideran opuestos e irreconciliables. No es otra cosa que la mercantilización de la

cultura, que proporciona a todas las partes bienes estandarizados para satisfacer las

demandas creadas por la misma industria, bienes que a su vez son diferenciados en su

forma para adecuarlos a los distintos tipos de consumidor, de manera que todos y cada

uno obtengan lo que desean y ninguno escape al sistema. Se comercializa de este modo

el arte como una simple mercancía, con lo cual se busca producir en el ser humano una

alienación que permita continuar con el sistema de dominación de clases sociales.

Para Herbert Marcuse, esta nueva cultura entraña un proceso de unidimensionalización

del sujeto, causada por su inmersión e integración dentro de un único sistema cultural y

de comunicación que, tal como lo plantearon Horkheimer y Adorno, no es más que una

forma de dominación ideológica. (Marcuse, 1968).

Posteriormente otros autores como Morin, De Certau y Girard reivindicaron de distintas

formas el papel de las industrias culturales como productoras de bienes culturales,

difusoras y agentes de cultura, sin desconocer que se encuentran inmersas en la lógica

del mercado (Carrasco y Saperas, 2010).

En efecto, Morin se refiere a la industria cultural como la segunda industrialización o

industrialización del espíritu. En su criterio, para que exista el concepto de industria


cultural se requiere la existencia de invenciones técnicas, además de la idea del autor, y

para ello se necesita el beneficio capitalista, es decir, la aplicación de la lógica del libre

mercado, así como la participación de los sectores público y privado. Ahora bien, por

ser ésta una industria generadora de productos de consumo masivo, las diferencias

sociales aparentemente desaparecen, puesto que sus obras – productos - en los casos del

cine, radio y televisión, por ejemplo, son accesibles a un público de todas las clases

sociales. No obstante, Morin se muestra en desacuerdo con la industria cultural, por

considerar que atrofia la inventiva y favorece estándares de baja calidad. (Morin, 1967).

Michel De Certeau, por su parte, concibe la industria cultural como un sistema en el

cual circulan masivamente bienes de consumo y donde existen una serie de mecanismos

de control. En éste los consumidores no son pasivos, sino que interactúan con la

economía cultural dominante, transformándola de acuerdo con sus intereses y

necesidades, tal como ocurrió durante las colonizaciones española y portuguesa, en las

cuales los indígenas adoptaron prácticas de reapropiación religiosa y cultural. (De

Certeau, 1996, en Donjuán y Tickner, 2002).

Más adelante, con la intervención de expertos en la materia (Michel de Certeau, Edgar

Morin y Augustin Girard, entre otros), en la declaración final de las denominadas las

Jornadas del Desarrollo Cultural, en las que participaron el Consejo de Europa y otras

entidades relacionadas con el tema, se introdujo la expresión de “industrias culturales”,

reconociendo así que la cultura trascendió su noción tradicional de artes y humanidades

y adquirió un carácter mercantilista, causado por un interés en el beneficio económico y

por la propia lógica del mercado.(Council of Europe, 1972, en Carrasco y Saperas,

2011).
Para la misma época (1972) la UNESCO celebró en Helsinki la “Conferencia

Intergubernamental sobre las políticas interculturales en Europa” y expidió el Informe

Eurocult, en el cual se destaca que gracias al progreso técnico logrado se han creado

nuevos medios, los cuales están orientados a satisfacer las nuevas necesidades culturales

que el mismo ha creado, y menciona una serie de actividades consideradas industrias

culturales: libro, prensa, audiovisual, teatro, museo, radio, disco, cine, televisión, las

cuales son a la vez un medio de acceso a los valores culturales universales y un medio

de comunicación, expresión y creación personal. Ahora bien, esta realidad lleva

implícitos aspectos negativos no generados en su propia lógica, sino en otros ajenos a

ésta, como serían por ejemplo, la concepción, selección, configuración, fabricación,

distribución, promoción y consumo de sus productos. A causa de ello, se corre el riesgo

de que la propiedad privada de las industrias culturales conduzca a cierta hegemonía y

homogeneización cultural y económica. (Girard, Kruzhkov y Williams, 1972, en

Carrasco y Saperas, 2011).

Durante los años sesenta se acuñó la expresión “imperialismo cultural”, en alusión a la

transferencia del sistema dominante de valores norteamericanos, en detrimento de la

vigencia de las lenguas y tradiciones nacionales de los distintos países, generada en el

papel de los Estados Unidos como líder mundial exportador de cultura, hegemonía

atribuida a su control sobre las agencias de noticias, investigaciones de mercado,

publicidad, cine, televisión, etc. (Primo, 1999 en Miller, 2005).

De manera más general, Herbert Schiller definió el imperialismo cultural como el

“conjunto de procesos por los que una sociedad es introducida en el seno del sistema

moderno mundial y la manera en que su capa dirigente es llevada, por la fascinación, la

presión, la fuerza o la corrupción, a moldear las instituciones sociales para que

correspondan con los valores y las estructuras del centro dominante del sistema o para
hacerse su promotor” (Schiller,1976 en Mattelart, 1997). Bernard Miège, por su parte,

analizó los problemas del capitalismo para producir valor a partir del arte y la cultura,

llegando a la conclusión de que la industria cultural no existe en sí, puesto que es un

conjunto compuesto de elementos bien diferenciados, con sectores que tienen sus

propias leyes de estandarización.(Miège 1978, en Mattelart, 1997).

Más allá del aspecto mercantil, Mattelart y Piemme consideran que la información, la

comunicación y la cultura integran un sistema para la formación del conocimiento y de

las conciencias, que a su vez constituye un nuevo sistema de poder. (Mattelart y

Piemme, 1982, en Toledo, 2000).

Finalmente, y sin que ello implique desconocer la validez de los distintos conceptos

acuñados por los diversos autores a través del tiempo, es pertinente mencionar la

definición de industrias culturales acogida desde el 2009 por la UNESCO, comoquiera

que su carácter de organismo integrador de aproximadamente 190 países permite que se

logre, al menos en principio, un acuerdo conceptual sobre el tema, que a su vez servirá

de base para las mediciones, negociaciones y demás actividades realizadas en relación

con el mismo.

Según la citada organización, las industrias culturales son “aquellos sectores de

actividad organizada que tienen como objeto principal la producción o la reproducción,

la promoción, la difusión y/o la comercialización de bienes, servicios y actividades de

contenido cultural, artístico o patrimonial”, concepto que además involucra y enfatiza la

creatividad humana implícita en estos bienes, servicios y actividades. (UNESCO, 2009).


CUOTA DE PANTALLA EN COLOMBIA

Desde sus comienzos en 1954, la televisión nacional en Colombia fue concebida por el

Gobierno de la época como una herramienta educativa y cultural, por lo cual con mayor

razón se imponía la necesidad de que sus contenidos ayudasen a preservar la cultura

propia del país (Bernal y Dávila, 1999), particularmente considerando que los precios

del mercado facilitan a los productores la introducción de programas extranjeros, cuyos

bajos costos, enfrentados a los de realizar sus propias producciones, por la vía del

facilismo prácticamente anulaban la industria televisiva nacional.

Tradicionalmente se han incluido en la normatividad jurídica unos porcentajes

obligatorios de emisión de producciones de tipo nacional, conocidos como “cuota de

pantalla”, y en el presente año, con la expedición de la Ley 1520 de 2012, también

conocida como “Ley Lleras” se implementaron algunos compromisos adquiridos por

Colombia a través del Acuerdo de Promoción Comercial celebrado con los Estados

Unidos de América (TLC), ley cuyo artículo 21 modificó la mencionada cuota de

pantalla para los canales nacionales. Esta norma generó una acalorada polémica en los

medios de comunicación, por considerarse perjudicial para la industria y el talento

nacional, por lo cual es importante revisar su naturaleza y alcances, a fin de establecer

qué tanto afecta a las industrias audiovisuales del país.

Conviene precisar que esta ley fue recientemente declarada inexequible por la Corte

Constitucional de Colombia, debido a vicios de forma o de trámite, los cuales el

gobierno espera subsanar a la mayor brevedad, por tratarse, como ya se dijo, de una ley

expedida en cumplimiento de compromisos adquiridos en un tratado internacional.

Hecha esta aclaración y habida cuenta que el restablecimiento de la norma en cuestión –


muy a nuestro pesar - es inminente, el presente estudio conserva plenamente su validez

y pertinencia.

¿QUÉ CAMBIOS TRAJO EL TLC?

Si analizamos la evolución de las normas de protección estatal a la emisión de

producciones nacionales a través de la televisión, durante los últimos 15 años han sido

reguladas por dos leyes principales: la ley 182 de 1995 y la ley 680 de 2001, esta última

modificada en su artículo 4° por la ley 1520 de 2012 inicialmente mencionada.

De acuerdo con la legislación vigente, se entiende por producciones de origen nacional

aquellas de cualquier género realizadas en todas sus etapas por personal artístico y

técnico colombiano, con la participación de actores nacionales en roles protagónicos y

de reparto, en las cuales la participación de actores extranjeros no exceda el 10% del

total de los roles protagónicos.

A continuación veremos los porcentajes de cuotas de pantalla establecidos en cada una

de ellas:

DE LUNES A VIERNES:

HORARIOS Ley 182/1995 Ley 680/2001 Ley 1520/2012


De las 19:00 horas a las 22:30 horas (triple A) 70% nacional 70% nacional Se mantiene igual

De las 22:30 horas a las 24:00 horas N.A. 50% nacional Se mantiene igual
De las 0:00 horas a las 10:00 horas 100% libre 100% libre Se mantiene igual
De las 10:00 horas a las 14:00 horas 55% nacional 50% nacional Se mantiene igual
De las 14:00 horas a las 19:00 horas 40% nacional 50% nacional Se mantiene igual

Ahora bien, la modificación introducida a raíz del TLC afecta básicamente la

programación de los fines de semana en la franja Triple A, así:

SÁBADOS, DOMINGOS Y FESTIVOS:


HORARIOS Ley 182/1995 Ley 680/2001 Ley 1520/2012
De las 19:00 horas a las 22:30 horas 60% nacional 50% nacional 30% nacional
(triple A)
De las 22:30 horas a las 24:00 horas 100 libre 100 libre 30% nacional
De las 10:00 horas a las 19:00 horas 100 libre 100 libre 30% nacional

Tenemos entonces que durante los fines de semana y festivos, realmente se está

reduciendo la protección a la industria nacional en la franja Triple A, al disminuir el

porcentaje obligatorio del 50% al 30%, mientras que en los demás horarios, por el

contrario, se está estableciendo una cuota de pantalla del 30% donde antes no la había,

es decir, se favoreció a la industria nacional, sólo que se hizo en los horarios de menor

audiencia.

Conviene precisar que la norma como tal no implica la obligación de emitir programas

extranjeros en la proporción permitida, sino que deja en libertad a los distintos canales

de utilizar esos espacios con producciones nacionales o extranjeras.

De hecho, si analizamos la programación actual de los dos principales canales privados

en Colombia (RCN y Caracol), encontramos que entre lunes y viernes

aproximadamente el 90% de su programación es de origen nacional, mientras que en los

fines de semana este porcentaje desciende al 72%, lo cual significa que hasta el

momento no han hecho uso del total de producciones extranjeras que les permite la ley.

Del porcentaje de programas de origen extranjero, si bien es difícil precisar con

exactitud, dado que muchos de éstos son películas de cine que ocasionalmente pueden

ser de origen europeo o latinoamericano, podemos estimar que aproximadamente el

90% es de origen norteamericano. En el siguiente cuadro se puede observar la

distribución del tiempo de programación en los canales mencionados:


DISTRIBUCIÓN DE LA PROGRAMACIÓN CANALES CARACOL Y RCN
(Horas por semana)
TOTAL LUNES A TOTAL FINES DE
CANAL CARACOL CANAL RCN
VIERNES SEMANA
LUNES A FINES DE LUNES A FINES DE No. HORAS No. HORAS
% %
VIERNES SEMANA VIERNES SEMANA x SEMANA x SEMANA
NACIONAL 95 28,5 80 35 175 87,50 64 72,16
USA 15 15,5 10 9 25 12,50 25 27,84
TOTALES 110 44 90 44 200 100,00 88 100,00
Según la Gaceta del Congreso de Colombia, durante las distintas rondas de la

negociación del tratado con los Estados Unidos, los representantes de ese país

insistieron en desmontar el sistema de cuotas de pantalla, es decir, dejar totalmente

abierta la emisión de programación extranjera, lo cual finalmente no fue aprobado.

De otra parte, no hay que olvidar que esta normatividad sólo aplica para la televisión

abierta, puesto que la cuota de pantalla no rige para la televisión por suscripción, en la

cual existe total libertad en la programación, y ésta es casi en su totalidad de origen

norteamericano.

ALGUNAS EXPERIENCIAS EN AMÉRICA LATINA

En México, a pesar de la desconfianza de algunos sectores preocupados por el tema

cultural, a partir de 1994 entró en vigencia el Tratado de Libre Comercio con América

del Norte – TLCAN (NAFTA, por su sigla en inglés). Esta desconfianza tuvo su origen

en la experiencia previa de Canadá, donde a raíz de un tratado similar suscrito en 1987,

las industrias culturales norteamericanas en menos de cinco años prácticamente se

adueñaron de los negocios de cine, video, discos y edición de libros en porcentajes

superiores al 90%. (Martínez, García y Menchaca, 2007), (Silverstein, 1999, en

Sánchez Ruiz, 1992)


Finalmente las industrias culturales no fueron incluidas en el tratado, pero de igual

manera se expidieron normas que aplicaron el modelo neoliberal, y que al entrar en

vigencia el TLCAN dejaron desprotegida a la industria nacional, particularmente en lo

concerniente al cine, actividad que ha venido registrando un descenso en su

participación dentro del total de la industria nacional. No ocurre lo mismo con la

televisión, medio que aún continúa siendo bastante protegido (Martínez, García y

Menchaca, 2007).

Para Centroamérica, por su parte, Estados Unidos suscribió el CAFTA, dentro del cual

merece la pena comentar el caso de Costa Rica, donde los aspectos más cuestionados

fueron los temas de propiedad intelectual, medio ambiente, telecomunicaciones,

seguros, regulación laboral y acceso de mercancías al mercado. Dentro de la propiedad

intelectual, el debate se circunscribió a sus implicaciones para el sector agrícola, la

seguridad social y la industria farmacéutica (Chaves, 2005). De éstos, el más cercano a

lo cultural es el de propiedad intelectual, y ni siquiera aquí se mencionan las creaciones

artísticas, literarias, etc.

En cuanto a la cuota de pantalla, con base en este tratado el número de programas

grabados en el extranjero fue limitado al 60% del total de programas emitidos por día

(Gaceta del Congreso de Colombia, 2012); en otras palabras, la protección a la industria

nacional es del 40% diario, mientras que en Guatemala, Honduras, Salvador y

República Dominicana, por su parte, ni siquiera existe un porcentaje mínimo de

programación nacional. (Rey, 2005).

Otra experiencia interesante fue la de Chile, país donde se negoció una reserva cultural,

gracias a la cual se definieron de antemano ciertos temas sobre los cuales el estado
conserva total autonomía, tales como el apoyo a las industrias culturales y la cuota de

pantalla (Rey, 2005). En virtud de esta última, se determinó que el Consejo Nacional de

Televisión pueda fijar un porcentaje general del 40% de producción chilena durante

toda la semana. (Gaceta del Congreso de Colombia, 2012)

El caso chileno es destacado como un fenómeno particularmente interesante por

Germán Rey (2005), ya que en ese país se creó una “Coalición por la Diversidad

Cultural”, integrada por editores, artistas, creadores audiovisuales, entre otros, que

participó en las agendas de trabajo e interactuó con el grupo de negociadores, buscando

que el tema cultural fuese tratado con la importancia debida en la negociación.

Perú es otro de los países latinoamericanos que maneja la cuota de pantalla, en virtud de

la cual el porcentaje mínimo de producción nacional es del 30% de su programación del

horario comprendido entre las 5:00 y las 24:00 horas, en promedio semanal. (Gaceta del

Congreso de Colombia, 2012)

CONCLUSIONES

Como puede observarse, con el transcurso del tiempo el concepto de industria cultural

ha ido evolucionando al de “Industrias Culturales”, si bien con connotaciones distintas a

las de su concepción inicial, siempre con la posibilidad y en algunos casos, temor, de

que su carácter industrial prevalezca sobre el cultural, con las negativas consecuencias

que en la realidad ya estamos experimentando.


De hecho, tal industrialización influye no sólo en los procesos de desarrollo cultural,

sino también en las relaciones de poder existentes en cada sociedad o entre naciones;

son hoy en día uno de los sectores más rentables en la economía y por lo tanto inciden

en los sistemas políticos de cada país. Al igual que las demás industrias, y en ocasiones

con mayor frecuencia, las industrias culturales ejercen una gran influencia en las

decisiones gubernamentales y legislativas, y paralelamente realizan operaciones que les

permitan ocupar una mejor posición en el mercado de los medios de comunicación

tradicionales y de nuevas tecnologías, tales como alianzas estratégicas, acuerdos y

fusiones. (Toledo, 2000).

Palabras como alienación, unidimensionalización, consumo masivo, hegemonía,

homogeneización e imperialismo cultural, utilizadas por los teóricos que hemos venido

citando, reflejan el peligro real que la industrialización de la cultura entraña para los

países latinoamericanos, quienes no pueden competir en igualdad de condiciones frente

las poderosas industrias culturales estadounidenses, y en este orden de ideas, sin duda

alguna el TLC Colombia – Estados Unidos constituye una eficaz herramienta de

penetración económica y cultural, cuyo efecto más visible e inmediato es la significativa

disminución de la cuota de pantalla (del 50% al 30%), la cual se torna mucho más

relevante, por cuanto afecta precisamente la franja horaria de mayor audiencia durante

los fines de semana y festivos.

Ahora bien, al revisar la variación que ha tenido este aspecto a través del tiempo,

desprevenidamente podríamos concluir que este cambio no hace sino continuar una

tendencia que venía desde el año 2001, sólo que en esta ocasión no existe la posibilidad
de revertirla autónomamente por parte del Estado Colombiano, comoquiera que se

encuentra sujeta a un tratado internacional.

Pero aún en el supuesto de que la disminución en la cuota de pantalla fuese mínima y

que no afectase significativamente las producciones televisivas nacionales, el solo

hecho de incluirlas dentro de los temas objeto de una negociación netamente comercial

sienta un riesgoso precedente para futuras negociaciones.

No obstante lo anterior, debemos reconocer que el consumo de producciones

norteamericanas tanto en el cine como en la televisión abierta y cerrada, pese a las

limitaciones legales preexistentes, reflejaba desde mucho antes del TLC con Estados

Unidos la creciente influencia de este país en la industria audiovisual colombiana. En

este punto es aplicable a Colombia la apreciación de Carlos Monsiváis en relación con

el tratado entre Estados Unidos y México: “la preocupación por la inminente

americanización del país pudo haber sido muy eficaz en 1920, pero en los 90, cuando se

empezó a negociar el tratado, resultaba una prevención póstuma”, para luego concluir

que finalmente el resultado no fue tan apocalíptico como se esperaba. (Monsiváis, 1993

en García Canclini, 1996)

¿Estamos frente a una variante de la teoría de la difusión de innovaciones planteada por

Everett Rogers? Según ésta, el desarrollo se obtiene a través de la comunicación,

entendida como un “proceso por el cual se transfiere una idea desde una fuente a un

receptor con la intención de cambiar su comportamiento. Generalmente, la fuente quiere

alterar el conocimiento del receptor sobre una idea, crear o cambiar su actitud hacia la

idea, o persuadirlo para que adopte la idea como parte de su comportamiento normal”

(Rogers 1962, en Waisbord, 1988). En efecto, algunos académicos consideran que el


interés de Estados Unidos por expandir sus industrias culturales alrededor del mundo no

es simplemente económico: su fin último es lograr una penetración cultural que le

permita la transmisión de sus valores, ideología, estilo de vida, etc. (Miller, 2005). Pero

aún si no se acepta esta tesis, la sola motivación comercial indirectamente ha venido

logrando la difusión de la cultura norteamericana de tal manera que incluso sin

proponérselo, se está llevando a cabo una eficaz “modernización” de los países menos

desarrollados, entendida ésta como la adopción de los patrones culturales

norteamericanos.

Ello no significa que debamos aceptar con resignación este estado de cosas, como

tampoco serviría exigir el establecimiento de una reciprocidad en relación con el

mercado norteamericano, puesto que la competitividad de nuestras industrias

audiovisuales en términos de costos, es realmente irrisoria frente a la de Estados

Unidos.

De lo anterior se sigue que el proteccionismo no sólo es una respuesta posible, sino

deseable; prueba de ello es que el propio estado norteamericano lo practica en distintos

sectores de su economía, de los cuales las industrias culturales no son una excepción. A

manera de ejemplo podemos citar la negociación del GATT en 1993 en Bruselas, donde

Europa y Estados Unidos lograron conciliar las diferencias surgidas respecto a los temas

agrícola y textil, pero no pudieron llegar a ningún acuerdo sobre el sector audiovisual,

dado que los norteamericanos exigían la libre circulación de sus productos culturales,

mientras que el acta 301 de su Ley de Comercio les permitía establecer restricciones a

los productos culturales extranjeros (García Canclini, 1996). Algún tiempo después, en

el año 2003, Estados Unidos se quejó ante la UNESCO de que esa organización
pretendiese aislar la cultura de los acuerdos comerciales neoliberales (Fraser, 2003 en

Miller, 2005), pero su protección a la industria cultural interna se ha mantenido vigente.

Si ello es así en Estados Unidos, con mayor razón se requiere la protección estatal en el

caso de Colombia, cuyas industrias culturales, como ya se dijo, no pueden competir en

igualdad de condiciones con las norteamericanas.

Como el modelo neoliberal y la globalización parecen tendencias irreversibles, y dada la

existencia de poderosos grupos económicos que se mueven en el sector, nuestras

industrias culturales deben buscar mecanismos - primordialmente la protección estatal -

para mejorar su competitividad, a fin de asegurar su supervivencia, y con ella, la de los

valores culturales autóctonos de la nación.

En este punto, conviene recordar que el proteccionismo no consiste únicamente en

aranceles, prohibiciones y restricciones, sino que puede estar representado en aportes,

exenciones tributarias, subsidios, etc., con base en políticas de fomento y estímulo para

las producciones nacionales. En Colombia, por ejemplo, la Ley 814/2003 (Ley de Cine),

contempla estímulos tributarios a los donantes e inversionistas en proyectos

cinematográficos reconocidos como proyectos nacionales, titularización de los

proyectos, subsidios y créditos para las producciones cinematográficas nacionales, entre

otros; no así para la televisión, donde la principal protección es la cuota de pantalla.

Además de estas medidas, es pertinente explorar el modelo europeo de una cultura

continental negociada en América Latina, el cual podría ser viable creando un mercado

para las industrias culturales y un sistema de incentivos y subsidios a nivel regional, que

ayudaría a contrarrestar el monopolio estadounidense. (García Canclini, 1995, en

Yúdice, 1996).
En este sentido, el mismo autor en época más reciente afirmó que los efectos de la

liberalización del comercio cultural pueden ser favorables o perjudiciales para el

desarrollo, según se articulen o no con políticas de protección nacional (García

Canclini, 2005), mientras que según Martín Barbero (2002), “si hay un movimiento

poderoso de integración –entendida ésta como superación de barreras y disolución de

fronteras- es el que pasa por las industrias culturales de los medios masivos y las

tecnologías de información.”

Ahora bien, en relación con la influencia norteamericana en las industrias culturales,

cada día cobra mayor validez el planteamiento formulado en 2005 por Toby Miller,

según el cual Estados Unidos debe apoyar acuerdos regionales alternativos para la

producción cultural en los países del Sur, en lugar de desalentarlos, concluyendo que el

público y el gobierno estadounidense deben comprender la preocupación de otros países

con respecto a la importación de la cultura popular estadounidense, no como

antiamericanismo, sino como protección de la propia soberanía cultural nacional.


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