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Diario de lector

LA VERGÜENZA DE REÍR

El lector que escribe un diario rescata un libro de su biblioteca, escondido en un estante


en el que ubica a los vergonzantes, lejos de los Dostoievskis o los Proust. El lector hace
varias vidas que está lejos de los circuitos académicos y sus dictámenes, pero no por eso
ha perdido todas sus mañas. Una de ellas, el estante a donde van a parar esos libros que
le gustó leer pero que no se anima a exhibir como sí lo hace con el diccionario de María
Moliner y la edición de las obras completas de Shakespeare con tapas de cuero que
heredó de un tío semi analfabeto al que le sobraba la plata.
El lector que escribe un diario recorre el estante de los vergonzantes y se lleva Wilt de
Tom Sharpe, con la certeza de que el humor no paga en literatura, entre otras cosas,
porque es uno de las mercaderías más perecederas de la república de las letras. Si hay
quien dice que la especificidad de la raza humana es que se ríe –por oposición a los
animales- son muy diferentes las causas de la hilaridad. ¿Se reirían los hititas con
cuentos de borrachos? ¿Les arrancaría una sonrisa a los tehuelches pre-Patoruzú una
historia de suegras? ¿Harían los chistes sobre loros los acadios? ¿Habrá habido un
Jaimito vikingo?
El lector que escribe un diario tiene la sospecha de que escribir sobre penas garantiza un
lugar en el panteón más fácilmente porque las cosas que duelen suelen ser más o menos
las mismas –que te roben la esposa o una esclava, que ante la Ley haya un guardián que
no te deje pasar, que la muerte se te venga encima, tan callando- y escribir sobre ellas
asegura lectores a los que les duelen las mismas cosas. Por el contrario, ya se sabe que
es mucha sandez la risa que de leve causa procede, como se dice en el libro que al lector
que escribe un diario lo sigue haciendo reír después de 400 años.
No ha pasado tanto tiempo desde que se escribió Wilt - un libro que además carga con
el estigma de haber sido un best seller- pero, mientras lo va releyendo, el lector que
escribe un diario recupera la risa de la primera vez. Es cierto: todo tiene un aire
setentista que el lector que escribe un diario puede recuperar porque lo vivió: ese
seguramente es el factor más envejecido del libro. Pero hay mucho para reír. ¿De qué se
sigue riendo el lector?
Por lo pronto, de una trama proliferante, eso que en el teatro se llama comedia de
enredos y que hace que un vodevil del XIX o un texto de Goldoni sigan siendo eficaces.
La trama como mecanismo perfectamente encajado en una lógica absurda donde lo que
abunda es lo increíble y aún lo inverosímil es, piensa el lector que escribe un diario, una
de las estrategias a través de las cuales la risa ayuda a afrontar el sinsentido de la
existencia. El verosímil para la tragedia, lo inverosímil para la comedia, anota el lector
que escribe un diario, convencido de que por ahí podría surgir una teoría bizarra que
reformule la mímesis aristotélica. Ya ha empezado a reír.
La historia de la novela se genera a partir de un profesor de literatura, llamado Henry
Wilt, y su esposa Eva. Las caracterizaciones son propensas a la caricatura: un oscuro
maestro que intenta enseñar literatura a Carne I o Tarta III, es decir, a los estudiantes de
una escuela de artes y oficios –carniceros, gastronómicos, entre otros- de los que lo
menos que se puede decir es que no están interesados en sus clases. Y una esposa de
formación tradicional que absorbe –mal- cuanta moda pseudointelectual ande dando
vuelta, desde las terapias alternativas hasta el malintencionado feminismo de una
norteamericana recién llegada al barrio.
En este sentido, Wilt es una novela sobre educación: qué enseñar, con qué sentido, para
qué y para quién son preguntas que todo el tiempo están dando vueltas con la mayor
seriedad en medio de un universo absolutamente bizarro. Qué es la cultura podría ser la
pregunta para iniciar el debate luego de leerla, pero el lector que escribe un diario teme
estar cometiendo pecado de intelectualización, rémora de su deseo de justificación ante
una Academia que no lo condena porque ni siquiera registra su existencia. Gran
hermano que vigila a los que se acercan al estante de los vergonzantes y les impide reír
sin culpa.
Quién enseña qué a quién estaría bien como segundo interrogante. Gracias al
entrenamiento al que lo sometieron sus alumnos durante 10 años en el ejercicio
cotidiano de responder las preguntas de Instaladores de Gas I o Plomeros II, Wilt puede
sortear con éxito el interrogatorio policial hasta destrozar moralmente al inspector Flint,
quien intenta hacerle confesar que ha matado a su mujer. En la escuela, Wilt ha
aprendido lo que no le enseñó la universidad y sus alumnos lo han convertido, como le
tira a la cara el policía, en “un condenado mercader de palabras, un contorsionista verba,
un descuartizador de la lógica, un Houdini de la lingüística, una enciclopedia de
información impertinente”. La acumulación de datos en conexión impensada -la
metáfora- es, a lo largo de toda la novela, uno de los más eficaces recursos de hilaridad.
El lector que escribe un diario cree que podría agregar temas importantes a la listas de
cuestiones que aparecen, tales como “el carácter paradójico de la libertad”, que para el
protagonista se encarna en la opción comisaría-hogar con clara preferencia de la
primera.
Pero no, no vale la pena.
El lector que escribe un diario prefiere volver a leer algunos pasajes para volver a reír a
mandíbula suelta, que la risa es leve y huidiza. Y no se presentan muchas oportunidades
como esta.

Gabriela Urrutibehety
www.gabrielaurruti.blogspot.com

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