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IV Domingo durante el año (B)

Dt 18, 15–20; 1 Cor 7, 32– 35; Mc 1, 21– 28

1. El Evangelio de este domingo nos habla de la curación de un endemoniado. La victoria de


Cristo sobre el maligno es una señal más de la llegada del Mesías, que viene a liberar a los hombres
de su más temible esclavitud: la del demonio y la del pecado.

La existencia de Satanás es una de las verdades fundamentales de la Fe Católica. Dios había


creado a los ángeles para que lo honrasen, lo sirviesen y fuesen eternamente felices en su presencia.
Pero muchos de ellos no fueron fieles a Dios, sino que por soberbia pretendieron ser iguales a Él e
independientes, y por este pecado fueron desterrados para siempre del paraíso y condenados al
infierno. Estos ángeles se llaman demonios, y su caudillo es Lucifer o Satanás. Ellos, si Dios lo
permite, pueden hacernos mucho mal, especialmente tentándonos a pecar. Dos son los motivos
principales que ellos tienen para tentarnos. El primero, es la gran envidia que nos tienen, la cual les
hace desear nuestra eterna condenación. El segundo motivo es el odio a Dios, cuya imagen
resplandece en nosotros 1.

El hombre endemoniado del santo evangelio que acabamos de escuchar decía a gritos a Jesús:
¿qué hay entre nosotros y tú, Jesús Nazareno? ¿Has venido a perdernos? ¡Sé quién eres tú, el Santo

1
Cfr. Catecismo de San Pio X, números 36 al 42.
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de Dios! Fue así que Cristo le mandó con imperio: calla, y sal de él. Y se quedaron todos
estupefactos.

No se excluye – enseña Juan Pablo II – que en ciertos casos el espíritu maligno llegue incluso a
ejercitar su influjo no sólo sobre las cosas materiales, sino también sobre el cuerpo del hombre, por
lo que se habla de “posesiones diabólicas” 2. Pero el modo más ordinario, y por eso también más
inadvertido para muchos, en el que los hombres quedan sujetos a la esclavitud del demonio es
mediante el pecado.

2. Dos Señores se disputan el imperio del mundo y el dominio de los hombres: Jesucristo y
Satanás se disputan nuestras almas. Así como nadie puede servir a dos señores, tampoco podemos
quedarnos en medio de este combate sin tomar partido.

Miremos la condición de estos dos señores (...). Jesús es el mejor de los reyes (...), Satanás, el
más despótico de todos los tiranos (...). Jesús nos ama con infinito amor (...), Satanás nos odia con
odio infinito.

Cada uno de estos señores tiene su bandera, su divisa, sus promesas y su fin. La bandera del
demonio es la soberbia, que se rebela contra Dios y contra Cristo. Su divisa: ¡viva el pecado, muera
Cristo! Sus promesas: breve gozar, eterno penar. Su fin: vida amarga, muerte pésima, fuego eterno
en el infierno. La bandera de Cristo, en cambio, es la humildad y la mansedumbre, aprended de Mí
que soy manso y humilde de corazón. Su divisa es: ¡viva Cristo, muera el pecado!. Sus promesas:

2
Cfr. Juan Pablo II, Audiencia general 13.8.86
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breve penar, eterno gozar. Su fin: vida gozosa junto a Él, muerte preciosa, felicidad eterna en el
cielo.

¿Bajo qué bandera queremos alistarnos? ¿A qué señor queremos servir? Para servir a Cristo
debemos permanecer vigilantes y rechazar siempre las sugestiones del tentador, que nunca se
concede pausa en su afán de dañarnos. Toda la vida cristiana, dice el último Concilio, se presenta
como lucha entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas. Es más: el hombre se siente incapaz de
someter con eficacia por sí solo los ataques del mal, hasta el punto de sentirse como atado entre
cadenas 3. Por eso tenemos que dar todo su sentido a la última de las peticiones que Cristo nos enseñó
en el Padrenuestro: líbranos del mal, manteniendo a raya la concuspiscencia y combatiendo, con la
ayuda de Dios, la influencia del demonio, siempre al acecho, que nos inclina al pecado.

3. La experiencia de la ofensa a Dios, es una realidad en nuestras vidas. La Iglesia nos enseña
que existen dos clases de pecados: pecados mortales y pecados veniales. El pecado mortal es una
transgresión consciente y deliberada de la Ley divina, por la que se falta gravemente a los deberes
para con Dios, con el prójimo o con uno mismo (son pecados graves, entre otros, faltar a Misa el
domingo sin justa causa, el aborto, los pecados sexuales). Se lo llama “mortal” porque da muerte al
alma, privándola de la gracia santificante, que es la vida del alma, y haciéndola merecedora del
infierno. El pecado venial, por su parte, es también una transgresión de la Ley de Dios, pero en la
que se falta levemente. Aunque no se oponen radicalmente a Dios, los pecados veniales obstaculizan
el ejercicio de la virtudes y disponen a caer en pecados graves. Los pecados veniales o leves (por
3
Conc. Vat. II, const. Gaudium et spes, 13.
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ejemplo, la mentira, la murmuración, la falta de paciencia con los demás, la envidia, etc.) constituyen
un excelente aliado del demonio. Ellos, sin matar la vida de la gracia, la debilitan y nos hacen
insensibles a la voz de Dios en el alma. Para luchar contra los pecados veniales, debemos darles la
importancia que tienen: son los causantes de la mediocridad espiritual y de la tibieza, que nos hacen
difucultoso el camino de la vida interior. Los santos han recomendado siempre la Confesión
frecuente, sincera y contrita, como medio eficaz contra estas faltas y pecados, camino seguro para
la santidad. Ten siempre verdadero dolor de los pecados que confiesas, por leves que sean –
aconsejaba San Francisco de Sales – y habrá firme propósito de la enmienda para adelante. Muchos
hay que pierden grandes bienes y mucho aprovechamiento espiritual porque, confesándose de los
pecados veniales como por costumbre y cumplimiento, sin pensar enmendarse, permanecen toda la
vida cargados de ellos 4.

4. No olvidemos que hemos sido rescatados a un precio muy alto: Cristo dio la vida por salvar
nuestras almas, por reconciliarnos con Dios y abrirnos de nuevo las puertas del cielo. Nuestras almas
valen mucho. Valen lo que vale la sangre de Cristo. Hizo falta que Dios muriese por nosotros para
que fuesen perdonados nuestros pecados. No vendamos el alma por bagatelas, por lo que son sólo
momentos. Hagamos hoy el propósito firme de desterrar el pecado de nuestras vidas, de tener horror
al pecado, incluso venial. Pidamos al Señor esa pureza de conciencia, que nos lleve a no
acostumbrarnos al pecado y a poner todo de nuestra parte para no ofender más a Dios.

Renovemos nuestros deseos de alejarnos de todo aquello que pueda ser ocasión de ofender a
4
San Francisco de Sales, Introducción a la vida devota, II, 19.
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Dios (espectáculos, lugares, lecturas inconvenientes; amistades peligrosas y malas compañías),
porque “el que no deja la ocasión, en vano espera el perdón”. Amemos mucho el sacramento de la
Confesión. Pidamos al Señor que sea una realidad en nuestras vidas esa sentencia popular tan llena
de sentido: “antes morir que pecar”.

Así escribía San Luis, Rey de Francia, a su hijo en su testamento: Hijo mío, lo primero que
quiero enseñarte es que ames al Señor tu Dios con todo tu corazón y con todas tus fuerzas, sin ello
no hay salvación posible. Hijo, debes guardarte de todo aquello que sabes que desagrada a Dios,
esto es, de todo pecado mortal, de tal manera que has de estar dispuesto a sufrir toda clase de
martirios antes que cometer un pecado mortal.

¡Éste debe ser nuestro espíritu! ¡Debiéramos estar dispuestos a dejar la vida, si fuera preciso,
antes que ofender a Dios!, como tantas veces le decimos a Dios cuando rezamos el “Pésame”: antes
querría haber muerto que haberos ofendido.
Ojalá escuchéis hoy su voz: no endurezcáis vuestros corazones, nos exhorta el salmo
responsorial de la Misa. Pidamos al Señor que nos ayude a tener un corazón cada vez más limpio y
más fuerte. Tomemos la valiente resolución de declararle la guerra al pecado y al demonio, cueste lo
que cueste, con grande ánimo y liberalidad, sin mirar a los lados. Pongámonos bajo la suave bandera
de Cristo.

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