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P. Jose Antonio Diaz
P. Jose Antonio Diaz
1.0 Introducción-planteamiento
1.1.1 Incluso entre cristianos no es extraño afirmar que el cristianismo es, junto
con el judaísmo y el islam, una de las tres religiones del libro 1. Pero, ¿qué idea del
cristianismo supone esta afirmación? ¿Qué se quiere decir con eso de “religión del
libro”? En realidad quienes se expresan de esa manera suelen suponer en el
origen del cristianismo habría “una palabra de revelación que luego toma la forma
de escritura sagrada”2. Y ahí –podríamos decir– cesa el acontecimiento revelador.
Esto es así, por ejemplo, en el Corán, que podría definirse como el punto final de
la revelación particular recibida por Mahoma, de modo que la revelación que Dios
le habría hecho a través del arcángel Gabriel habría concluido en el texto fijado
por el profeta.
1.0.2 Pero, ¿ocurren así las cosas en el cristianismo? O ¿no habrá que
entender tal vez de otra manera el hecho de que también los cristianos tengamos
un libro sagrado? En efecto, el caso del cristianismo es original, porque en él “esta
etapa revelación-escritura” no concluye en el texto escrito, sino que “culmina en la
encarnación”3. La revelación divina aparece así como una auto-comunicación del
propio Dios, más que como mero dictado que termina en un texto escrito 4. La
encarnación es, pues, el acontecimiento en que la palabra personal del Padre
asume la humanidad de Jesús elevándola así a un orden estrictamente divino, de
modo que se puede afirmar con verdad que el hombre Jesús es “el Hijo de Dios
vivo” (Mt 16,16; cf. Jn 20,28), es en persona su Palabra (persona Veritatis, como
dirá san Agustín).
Pero, ¿qué queremos decir con todo este excurso cristológico?
Simplemente que el marco propio desde el que debemos comprender esa realidad
que llamamos “Palabra de Dios” no es el de la literatura religiosa (el de los textos
sagrados), sino el del misterio de Dios, tal como nos ha sido revelado en Jesús, es
decir, como misterio de diálogo y de comunión en el que la palabra forma parte de
1
Así se expresa, aparentemente, el propio autor al que seguimos en nuestro curso, A. Artola, Biblia y
Palabra de Dios, Introducción al estudio de la Biblia 2, Estella [Navarra]1989, 29. Cf., sin embargo, la
afirmación del Catecismo de la Iglesia Católica 108: “La fe cristiana no es una ‘religión del Libro’”.
2
Artola, Biblia y Palabra de Dios 29.
3
Artola, Biblia y Palabra de Dios 29.
4
Esta visión dinámica de la revelación fue consagrada por el Concilio Vaticano II en su Constitución
Dogmática sobre la Divina Revelación, llamada Dei Verbum por ser estas sus dos primeras palabras. Así se
afirma en DV 1: “El Santo Concilio, escuchando religiosamente la palabra de Dios y proclamándola
confiadamente, hace cuya la frase de San Juan, cuando dice: ‘Os anunciamos la vida terna, que estaba en el
Padre y se nos manifestó: lo que hemos visto y oído os lo anunciamos a vosotros, a fin de que viváis también
en comunión con nosotros, y esta comunión nuestra sea con el Padre y con su Hijo Jesucristo’ ( 1 Jn., 1,2-3).
Por tanto siguiendo las huellas de los Concilios Tridentino y Vaticano I, se propone exponer la doctrina
genuina sobre la divina revelación y sobre su transmisión para que todo el mundo, oyendo, crea el anuncio de
la salvación; creyendo, espere, y esperando, ame”
la misma intimidad de Dios, igual que el espíritu, de tal forma que “el misterio de la
vida intratrinitaria se autocomunica en la revelación y la encarnación” 5.
1.0.3 Según todo esto es evidente que la fe cristiana no alberga duda
alguna acerca del carácter divino de la Palabra de Dios encarnada. Baste recordar
cómo el autor de la carta a los Hebreos afirma de Cristo que es ‘reflejo de la gloria
del Padre e impronta de su ser’ (Hb 1,2)6.
La cuestión es si el resto de las locuciones de Dios, que no son la
encarnación, deben ser consideradas igualmente Palabra de Dios, o si, por el
contrario son Palabra de Dios en un sentido puramente metafórico, en cuanto que
las palabras de la Biblia contienen algo de divino. Esto es lo que, en la Ilustración,
pensaban los deístas, partidarios de una religión de la razón, de la divinidad de la
doctrina de Jesús, que ellos reducían a su alto grado de elevación moral. Pues
bien, para responder a esa pregunta, vamos a interrogar a la Escritura misma, al
AT y NT: ¿qué nos dicen ellos de la palabra que nos transmiten? ¿La consideran
Palabra de Dios? Al plantear estas preguntas vamos a usar el término
“performatividad” de la palabra, un término clave de la moderna lingüística con el
que se quiere aludir a la eficacia de la palabra; luego aplicaremos esos resultados
a la palabra escrita, es decir, a la Sagrada Escritura7.
5
Biblia y Palabra de Dios 29. Tras la proposición negativa que hemos recogido más arriba en n. 1,
dice el Catecismo de la Iglesia Católica 108: “El cristianismo es la religión de la ‘Palabra’ de Dios, ‘no de un
verbo escrito y mudo, sino del Verbo encarnado y vivo’ (S. Bernardo, hom. miss. 4,11)”.
6
En la Exhortación apostólica post-sinodal sobre la Palabra de Dios en la vida y en la misión de la
Iglesia, conocida como Verbum Domini, afirma Benedicto XVI: “La Iglesia expresa su conciencia de que
Jesucristo es la Palabra definitiva de Dios; él es ‘el primero y el último’ ( Ap 1,17). Él ha dado su sentido
definitivo a la creación y a la historia; por eso, estamos llamados a vivir el tiempo, a habitar la creación de
Dios dentro de este ritmo escatológico de la Palabra; ‘la economía cristiana, por ser la alianza nueva y
definitiva, nunca pasará; ni hay que esperar otra revelación pública antes de la gloriosa manifestación de
Jesucristo nuestro Señor (cf. 1 Tm 6,14; Tt 2,13)’ (cita de Dei Verbum 4). En efecto, como han recordado los
Padres durante el Sínodo, la «especificidad del cristianismo se manifiesta en el acontecimiento Jesucristo,
culmen de la Revelación, cumplimiento de las promesas de Dios y mediador del encuentro entre el hombre y
Dios. Él, que nos ha revelado a Dios (cf. Jn 1,18), es la Palabra única y definitiva entregada a la humanidad».
(cita de la [42] Propositio 4 de los Padres sinodales del Sínodo de 2008). San Juan de la Cruz ha expresado
admirablemente esta verdad: «Porque en darnos, como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que no
tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra... Porque lo que hablaba antes en partes a
los profetas ya lo ha hablado a Él todo, dándonos el todo, que es su Hijo. Por lo cual, el que ahora quisiese
preguntar a Dios, o querer alguna visión o revelación, no sólo haría una necedad, sino haría agravio a Dios, no
poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer otra cosa o novedad’ (Subida del Monte Carmelo, II, 22)”.
7
Cf. A. M. Artola, Biblia y Palabra de Dios 30.
* Por un lado, como un Dios trascendente e impenetrable; es el “Dios
escondido” (Is 45,15), de modo que su misterio es insondable (Ix 40,28; cf. Rom
11,33-36).
* Pero, al propio tiempo, y sin mengua de aquella trascendencia, como un
Dios que revela su nombre; Dios habla y se revela, la revelación de su nombre es
palabra suya; lo es cuando habla directamente o cuando lo hace a través de
mensajeros suyos.
b) La efectividad, criterio del carácter divino de las palabras de Dios en la
Biblia
La cuestión que se plantea, frente a ese modo de hablar de la Biblia es si
de estas locuciones directas de Dios o a transmitidas a través de sus mensajeros
pueden ser consideradas estrictamente como Palabra de Dios.
En la respuesta a esta cuestión nos sirve de ayuda la misma Biblia, la cual
nos ofrece un criterio diferenciador de lo que es de verdad Palabra de Dios y de lo
que no lo es; tal criterio no es otro que la efectividad absoluta de esa Palabra, lo
cual la distingue de cualquier otro lenguaje.
Precisemos algo este criterio. En realidad, se puede afirmar que cualquier
palabra humana tiene un carácter performativo, tiene una efectividad propia. Por
poseer ese carácter la locución realiza aquello que expresa: p. ej., el juramento del
presidente de una nación realiza lo que significa; lo mismo ocurre con el dictamen
del tribunal en un examen o en un juicio.
Pero cuando el uso de la palabra supone la presencia de realidades
vinculadas directa o indirectamente con la divinidad, entonces la efectividad de la
palabra crece. Es lo que sucede en las bendiciones y maldiciones de la Biblia y de
las culturas del Oriente próximo. Se supone que esa palabra posee una “energía
intrínseca” que produce lo que la palabra expresa. Puede leerse, p. ej., lo que nos
narra Gn 27,27-40 sobre la bendición de Isaac a su hijo Jacob, de carácter
duradero e irrevocable (cf. además Nm 22,3, sobre la maldición que Balaq pide
que Balaán pronuncie sobre Israel; Jos 6,26, la maldición de Josué sobre Jericó,
etc.)8.
Pues bien, la efectividad que el AT señala a la Palabra de Dios no se
identifica simplemente con la que va unida a la palabra de maldición o de
bendición, sino que pertenece a otro orden, “se trata de la fuerza inexorable de los
designios de Dios a cuya realización sirve la palabra salida de su boca” 9; así lo
expresa Is 55,10-11: “Como la bajan la lluvia y la nieve del cielo… empapar la
tierra, fecundarla y hacerla germinar… así será la palabra que sale de mi boca: no
volverá a mí vacía, sino que realizará mi voluntad y cumplirá mi encargo». La
diferencia con la anterior es que ésta es una efectividad garantizada por el
designio salvífico del propio Dios, y no intrínseca a la palabra misma (esto sería
más propio del pensamiento mágico). La palabra que lleva el sello de esta
efectividad absoluta es Palabra de Dios. Pero la eficacia «no es la razón de la
8
A. M. Artola, Biblia y Palabra de Dios 32.
9
A. M. Artola, Biblia y Palabra de Dios 32.
Palabra de Dios sino su propiedad manifestativa» (ibid.), o sea, lo que nos lleva a
formularnos la pregunta por la misteriosa vinculación de esa palabra con el mismo
Dios.
a) El oráculo profético
Para el AT, esta es la principal forma de actuación divina por medio de la
palabra (de hecho, estadísticamente hablando, más del 90 % de las veces en que
aparece la expresión palabra del Señor, (en diversas formas: “oráculo del Señor”,
“lo ha dicho Yahvé”, etc.) se concentran en la literatura profética.
El término empleado en estas expresiones para referirse a la palabra divina
es dabar, que en hebreo presenta estos tres órdenes de significación:
en el orden del discurso, designa el acto mismo de hablar (el acto de
“tener la palabra”, podríamos decir);
en el orden del conocimiento, significa el contenido noético o sentido de
la palabra (o sea, “lo que se dice”, el contenido del discurso);
finalmente, en el orden de la realidad, designa la cosa misma a la cual
se refiere la palabra10.
Así pues, teniendo en cuenta que el AT considera el oráculo profético como
Palabra de Dios, como debar YHWH, surge la siguiente cuestión: ¿a cuál de los
tres órdenes del dabar a que nos hemos referido pertenece propiamente el oráculo
profético en su condición de “palabra de Dios”?
Para responder a esta cuestión hemos de considerar primero que el AT
entiende la misión profética como un ministerio de un carismático, es decir, un
ministerio de alguien poseído (en el buen sentido: lleno) del espíritu (ruah) de
Dios. Este, el ruah YHWH, es en primer término una realidad divina que realiza la
unión del hombre y Dios; pero también el hombre posee un ruah, un espíritu, el
cual es la dimensión del hombre que admite la penetración de lo divino en él 11.
Desde esta perspectiva no cabe duda que, para el AT, lo que tiene valor de
Palabra de Dios es el momento de la locución profética, pues en ese momento se
produce tal identificación entre el profeta y la palabra que ha tomado posesión de
10
Podríamos decir que estas acepciones fundamentales del dabar hebreo tienen una cierta relación
con los fenómenos que el moderno análisis lingüístico denomina: locución (el acto de decir en sí mismo
considerado), in–locución (la particular función lingüística que se realiza en el acto de la locución: afirmar,
negar, interrogar, etc.) y per–locución (el efecto real que produce el acto lingüístico: consolar, asustar, etc.):
cfr. Biblia y Palabra de Dios 33, n. 9.
11
Cfr. la cita de Tremontant en Biblia y Palabra de Dios 36.
él (cfr. Ez 2-3: la visión del rollo), que los oráculos que el profeta pronuncia para su
pueblo en una concreta circunstancia histórica, son considerados como palabra
del mismo Dios. De ahí la expresión tan frecuente para describir la vocación
profética: “En tiempos de… vino la palabra del Señor sobre…”
Ahora bien, ¿significa esto que el contenido del oráculo profético, que
perdura en la memoria viva de los oyentes incluso después de la desaparición del
profeta, no se considera propiamente Palabra de Dios? Para responder a esta
pregunta se debe contar con la posibilidad de que ese mensaje cobre nueva vida
en circunstancias análogas a las de la primera locución y por obra de otro
carismático de la palabra, y que tenga además la misma capacidad para
reproducir los efectos de la locución primera, ya sea por la proclamación, ya sea
por la escritura (esto es lo que llamaremos, más adelante, inspiración). Pongamos
un ejemplo: el oráculo sobre el Emmanuel de Is 7,14 fue pronunciado por el
profeta para animar al pueblo ante la guerra siro-efraimita, pero cobró nueva vida
cuando fue puesto por escrito; más tarde, fue retomado en la predicación
apostólica para presentar la misión redentora de Jesús y su concepción virginal, y
además lo consignó por escrito el autor del evangelio de san Mateo, que verá en
dicha concepción el cumplimiento de las profecías mesiánicas.
b) La Ley
La Ley o torá incluye en el AT una compleja gama de prescripciones bien
diferenciadas y que van desde las debarim o palabras, especialmente las diez
palabras (Decálogo), hasta los miswot o mandamientos (Ex 15,26), pasando por
las leyes consuetudinarias (Dt 8,11) o las prescripciones escritas (Ex 12,24).
Todas estas realidades aparecen unificadas, como ocurría con el oráculo
profético, bajo la denominación de dabar o Palabra de Yahvé.
Pues bien, la palabra de la Ley comparte con el oráculo profético esa peculiar
eficacia que le viene de la vinculación sobrenatural que une al legislador humano
con el autor divino de la ley en el acto de la promulgación 12. Baste pensar en el
caso de Moisés. La efectividad divina de la ley se manifiesta en la capacidad
suprema que posee para procurar al hombre la vida, si la cumple (Lv 18,5) o la
frustración existencial si no la cumple: “Mira: hoy pongo ante ti la vida y el bien, la
muerte y el mal. Elige…” (Dt 27,6).
Pero, junto con esto, hay que reconocer a la palabra de la Ley frente a la
profecía la siguiente diferencia: mientras que en la profecía lo esencial es el acto
de la locución, de tal forma que el contenido de la misma queda sometido a la
dinámica efímera del mensaje profético, “en la ley el contenido normativo es
esencial y pide […] una permanencia y fijeza que normalmente adquiere en la
consignación escrita. Esta es la razón por la que la ley se considera, a partir de su
promulgación, como Palabra de Dios en cuanto manifestación del querer de
Dios”13.
12
Cfr. Biblica y Palabra de Dios 39.
13
Biblia y Palabra de Dios 40.
c) La sabiduría
La tercera de las palabras mencionadas por Jr 18,18 es “el consejo del
sabio”. De hecho, en el AT hay una especie de persuasión acerca del origen
divino de la sabiduría, aunque, en todo el AT, nunca se habla de ella directamente
como Palabra de Dios14.
El convencimiento sobre el origen divino de la sabiduría bien podría
provenir de la experiencia de que capacita a quien la posee para el consejo, la
orientación existencial, la aportación de sentido a la vida, etc., es decir, en una
serie de realidades en las que, de algún modo, todo ser humano se siente
superado.
Por otra parte la persuasión acerca del origen divino de la sabiduría tiene su
expresión literaria en algunos pasajes bíblicos en los que se presenta a la
Sabiduría de Dios con carácter cuasi-personal y preexistiendo a la creación misma
(cfr., por ejemplo, Prov 8,22ss; Eclo 24).
Pues bien, siendo cierto de que nunca se designe a la Sabiduría
explícitamente como Palabra de Dios, el hecho de que se crea firmemente en su
origen divino –como acabamos de ver—, junto con el hecho incontestable de que
haya sido canonizada, es decir, considerada como normativa, lleva consigo cierto
reconocimiento implícito de su condición de Palabra de Dios; así se explicaría,
además, que en el NT toda esta literatura sapiencial haya sido considerada
también como inspirada. La cuestión que se plantearía también en este caso,
sería: ¿en razón de qué se puede considerar la sabiduría como Palabra (dabar) de
Dios?
Teniendo en cuenta los tres órdenes de significación del término dabar y
digamos que la sabiduría no sería Palabra de Dios por ser una locución actual del
Señor (como en el caso del oráculo profético), como tampoco lo sería por el
carácter performativo que atribuíamos a la ley. Pues bien, la sabiduría tendría que
ver con el contenido noético de la palabra, que era uno de los órdenes a los que
podía hacer referencia el hebreo dabar. En este sentido, la sabiduría podría ser
considerada Palabra de Dios porque ofrece el dabar divino como elemento
conceptual y abstracto, para ser meditado, integrado y dirigir conforme a él la
propia vida.
15
Biblia y palabra de Dios 44.
a) Una es la categoría de “Escritura”, que abrirá camino a la reflexión
acerca de la inspiración del texto sagrado (porque, como veremos en su
momento, el acontecimiento de la inspiración se refiere ante todo a la
redacción escrita del texto bíblico).
b) La otra categoría introducida por el NT para referirse al AT, también con
valor totalizante, es la de Testamento.
En relación con la designación de los escritos del AT como Escritura o
Testamento no debemos pensar que se trate simplemente de una cuestión de
terminología; estamos, más bien, ante un fenómeno teológico propiamente dicho.
En efecto, lo que quiere subrayar el NT con esa forma de hablar es el carácter
normativo del Antiguo Testamento, como se manifiesta en el hecho de que,
introduciendo las referencias al mismo con expresiones del tipo “como dice la
Escritura” o “según las Escrituras”, el AT se emplea constantemente como
instancia teológica probativa de la predicación cristiana. Pero hay más aún, pues
en relación con lo que estamos diciendo podemos notar todavía dos cosas:
a) La normatividad que el NT atribuye al AT provine de la consideración de
éste como «un testimonio actual referido a Cristo» (ByPD, 46; subrayado
mío). Así se manifiesta en la forma de introducir los pasajes del AT con la
expresión «como dice la Escritura», en la que el verbo aparece en presente
(cfr., por ejemplo, Mt 1,22; Jn 7,38.42).
b) Las referencias al AT no se limitan a textos concretos, aunque también,
sino que se avanza hacia una consideración general del AT como promesa
y profecía que halla su cumplimiento definitivo y su iluminación última en
Cristo (cfr. Lc 24,46).
16
Biblia y Palabra de Dios 49.
entendida esta última por san Pablo en términos de que aquella Palabra es “fuerza
de Dios para la salvación” (Rm 1,16) o indicada en expresiones en genitivo del tipo
“palabra de vida”, “de salvación”, “de perdón”, etc., en las que se supone que la
palabra realiza y efectúa las realidades expresadas en el genitivo.
2.0 Introducción
En el tema introductorio hemos reflexionado acerca de la relación que
existe entre los conceptos de Biblia y Palabra de Dios. Ahora iniciamos la primera
gran parte propiamente dicha de nuestro curso, su primer gran núcleo temático,
dedicado al Canon de la Biblia. El planteamiento de la cuestión es aquí
sensiblemente distinto, aunque no del todo ajeno, al del tema anterior. Entonces
llegamos a la conclusión de que se puede afirmar en sentido estricto que la Biblia
es Palabra de Dios. El punto de partida de este nuevo tema es el hecho de la
Biblia la compone un cierto número de libros. En relación con este hecho nos
preguntamos: ¿por qué son estos los libros que componen la Sagrada Escritura y
no otros?, ¿Qué significado tiene la afirmación de la Iglesia de que estos libros son
los libros sagrados y no hay otros semejantes a ellos? Fijaos que, ya desde el
principio, se apunta la verdadera problemática que plantea la existencia del canon,
la cual no toca sólo al problema histórico del porqué de esta lista de los libros, sino
sobre todo a la cuestión teológica de las relaciones entre Iglesia y Escritura.
A estas preguntas intentaremos responder en los tres temas que siguen.
Para ello seguiremos un doble camino. Por un lado, un método positivo; es decir,
en primer lugar nos acercaremos a los datos de la historia buscando las distintas
manifestaciones de la Iglesia sobre este punto. Por otro, dado que en la formación
del canon es fundamental no sólo la historia, sino también la convicción de la
Iglesia, en cuanto comunidad de fe, en la que la Biblia ha nacido y ha sido recibida
como libro sagrado17, tendremos que recurrir también al método teológico para
explicar la fundamentación del canon.
Antes de abordar estos dos temas comenzaremos con uno de carácter
preliminar, que será el 2º, en el que, después de plantear algunos datos sobre el
canon (desde la terminología a las distintas formulaciones del mismo que han
hecho judíos, católicos y cristianos de otras confesiones), intentaremos averiguar
cómo, ya en la misma Escritura, se ha ido formando una conciencia canónica.
Después, en el tema 3º, expondremos cómo se formó el canon de la Biblia hebrea
y el canon cristiano del AT y NT. Finalmente, en el tema 4º, Y, intentaremos una
fundamentación teológica del canon bíblico.
17
Sobre esta dimensión eclesial de la Biblia afirma Benedicto XVI en Verbum Domini 19: “Un
concepto clave para comprender el texto sagrado como Palabra de Dios en palabras humanas es ciertamente el
de inspiración. También aquí podemos sugerir una analogía: así como el Verbo de Dios se hizo carne por
obra del Espíritu Santo en el seno de la Virgen María, así también la Sagrada Escritura nace del seno de la
Iglesia por obra del mismo Espíritu”. Cf. además VD 29-30, donde se consideran las consecuencias de
dimensión para la interpretación de la Escritura.
2.1 Cuestiones preliminares
2.1.1 Terminología
Es conveniente comenzar el estudio del canon haciendo algunas
aclaraciones terminológicas, para lo cual distinguiremos antes que nada los
conceptos de Sagrada Escritura, canon, norma y normatividad:
a) Sagrada Escritura: son muchas las religiones, sobre todo de tradición
antigua como las del Próximo Oriente y del Mediterráneo Oriental, que
tienen libros sagrados. En ellos se contienen textos del culto, de oraciones,
o rituales de una determinada religión. Es normal que esos libros, esas
Escrituras sagradas, se consideren relacionadas de un modo u otro con
Dios. Por ello, se conservan con veneración, se copian con minuciosidad y
respeto, normalmente en la lengua original, y son venerados y respetados
por los creyentes de esas religiones.
b) La palabra castellana canon ha sido tomada tal cual del griego, donde
procede a su vez de la raíz semita qnh, que significa caña de medir, o
también regla, o incluso plomada, nombre que se da a un instrumento
empleado en la construcción. Según esto, la palabra canon se refiere
etimológicamente a un objeto y, más concretamente, a un objeto que se
usa para medir.
Desde esta significación básica, ya en el griego profano la palabra adquiere
un uso figurado, pasando a significar la medida misma, o lo que es igual, la
norma o regla de algo; este es el sentido del término cuando se habla, p.
ej., del canon griego de belleza, es decir, una serie de medidas que se
tienen por norma del arte. En este sentido de norma a la que ajustarse lo
emplea Pablo en Ga 6,16, hablando de la fe cristiana: “Pues lo que cuenta
no es la circuncisión ni la incircuncisión, sino la nueva criatura. La paz y la
misericordia de Dios vengan sobre todos los que se ajustan a esta norma;
también sobre el Israel de Dios”. En esta misma línea la palabra canon se
emplea, ya en el siglo II, como norma o regla de fe. Y en este sentido
comienza a aplicársele a la Biblia en el siglo IV.
De acuerdo con todo esto, cuando la palabra canon se aplica a la Biblia,
“tiene un primer significado de norma de fe y de vida para los creyentes” 18,
expresando, por tanto, el carácter normativo que tienen los libros de la
Biblia para la vida cristiana. Cuando se entiende así, se suele hablar del
sentido activo de la palabra canon aplicada a la Biblia (norma normas).
c) Por tanto, cuando se aplica a la Biblia el concepto de canon, lo que se está
haciendo es reconocer el carácter normativo de unos libros determinados,
que son los que la componen y, en consecuencia, los que poseen aquel
carácter. Por esta razón a esos libros se les llama libros canónicos, que se
distinguen de los apócrifos, es decir, de aquellos libros muy venerados en el
judaísmo o en el cristianismo naciente, pero que no forma parte de la Biblia.
18
J. M. Sánchez Caro, “El canon bíblico” en A. M. Artola, J. M. Sánchez CAro, Biblia y Palabra de
Dios 64.
Libros canónicos son, pues, la colección de libros del AT y NT recogidos
por la Iglesia y que forman el canon. Y precisamente porque esta lista ha
sido fijada por la autoridad de la Iglesia, cuando se usa la palabra canon en
este sentido, se habla de canon en sentido pasivo (sería la Escritura como
norma normata). Por el momento dejamos de lado tres cuestiones: la de las
razones por las que la Iglesia ha incluido estos libros en el canon; la de la
autoridad que tiene la Iglesia para hacerlo; ni la de las variaciones en los
libros que componen el Canon según las distintas confesiones cristianas.
Simplemente anotamos la terminología.
Por ahora baste indicar que los católicos distinguimos distinguimos entre
libros llamados protocanónicos y deuterocanónicos. Los primeros son
aquellos que fueron aceptados como canónicos desde siempre y sin
discusión; mientras que los segundos son aquellos libros canónicos (esto
es importante subrayarlo) sobre carácter canónico se plantearon dudas
alguna vez a lo largo de la historia de la Iglesia y, como consecuencia de
ello, fueron incorporados al canon en un segundo momento.
Los libros deuterocanónicos son:
Del AT: Tobías, Judit, 1 y 2 Macabeos, Ester 10-16, Baruc, Daniel 3, 24-90
y 13-14, Sabiduría, Eclesiástico y la llamada Carta de Jeremías (que la
Vulgata identifica como Baruc 6).
Del NT: Hebreos, Santiago, Judas, 2 Pedro, 2 y 3 Juan, Apocalipsis.
Protocanónicos son todos los demás que forman parte del Canon.
Ahora bien, hay que insistir en que los católicos consideramos que los
deuterocanónicos son tan canónicos como los Protocanónicos.
En relación con esta denominación cabe señalar que la Iglesia antigua y los
cristianos ortodoxos llaman a los Protocanónicos homologoumena (es decir,
libros sobre los que hay acuerdo), y a los deuterocanónicos antilegomena
(discutidos) o amphiballomena (dudosos). Los deuterocanónicos fueron
eliminados del canon y de las ediciones protestantes de la Biblia durante
cierto tiempo, aunque actualmente los incluyen bajo la denominación de
apócrifos.
Por lo que se refiere a la denominación de apócrifos, a la que nos hemos
referido más arriba, no es ni mucho menos clara. Etimológicamente la
palabra significa una cosa oculta, escondida o misteriosa y designaba, en
principio los libros que se destinaban al uso privado de los iniciados de una
secta. Posteriormente la palabra pasó a designar los libros cuya
autenticidad se impugnaba (cosa frecuente en la antigüedad: atribuir libros
a grandes personajes o autores famosos, como Ambrosio = Ambrosiaster),
en cuyo caso significaba libro dudoso. Finalmente el calificativo significó
escrito sospechoso de herejía, o en general, poco recomendable. En
nuestro caso, en relación a los libros bíblicos, se califica como apócrifos a
dos tipos de libros:
Los que han sido rechazados por la Iglesia por considerarlos no
canónicos, aunque alguna vez pudieran haber sido considerados como
tales. Es caso del llamado Evangelio de los Hebreos, que aparece,
como veremos, en algunas de las listas más antiguas y que después no
pasó al canon definitivo.
Aquellos que adoptan una forma literaria semejante a la de los libros del
AT y NT, aunque nunca hayan formado parte del canon bíblico. Es lo
que ocurre con los Evangelios apócrifos, Hechos de Pablo y Tecla, etc.
19
Sánchez Caro, Biblia y Palabra de Dios 68.
20
Este punto quedó ya apuntado, de algún modo, al hablar de la Palabra de Dios en el NT. Sólo el
NT, una vez concluida la redacción del Antiguo, estaba en disposición de poder considerar este último en su
conjunto como testimonio actual sobre Cristo y, en consecuencia, como normativo para la predicación
cristiana: cfr. supra tema 1, pág. 10.
hebrea. Aunque es verdad que, a partir del movimiento ecuménico, incluyen
también en sus ediciones de la Biblia los libros deuterocanónicos. Con
respecto al NT, se acepta comúnmente el mismo canon de la Iglesia
católica, si bien a veces consideran que los deuterocanónicos son libros de
“segunda fila”.
2.3 Los libros canónicos de la Iglesia católica
2.3.1 El Concilio de Trento
Los libros canónicos recibidos por la Iglesia católica fueron señalados por el
Concilio de Trento en el Decreto de su Sesión IV, celebrada en abril de 1546 21. No
era esta la primera vez que se fijaba la lista de los libros canónicos. Un siglo antes
(1441) lo había hecho el Concilio de Florencia en el llamado Decreto para los
Jacobitas22. La diferencia es que, mientras que en Florencia la lista de los libros
bíblicos simplemente se enuncia, en Trento se produce una “decisión dogmática
explícita y universal” sobre el tema, no admitiéndose en adelante disenso alguno
sobre él: “Si alguno no recibiese como sagrados y canónicos estos mismos libros
en su integridad y con todas sus partes… sea anatema”.
¿Qué determinó esta toma de postura tan explícita y definitiva del Concilio
de Trento? No cabe duda que fue el contexto histórico y teológico. Trento tuvo que
hacer frente a las enmiendas al canon que habían planteado los reformadores
protestantes, pero no sólo por ellos. También en el ámbito católico se plantearon
dudas especialmente en torno a los deuterocanónicos del AT. Lo humanistas, con
su renovado interés por la obra de los antiguos escritores de la Iglesia (los
llamados Padres de la Iglesia) y también por la filología, habían vuelto a poner de
moda los estudios de san Jerónimo sobre la Biblia hebrea y consideraban que la
exclusión de los deuterocanónicos del Canon respondía mejor a lo que san
Jerónimo llamaba la veritas hæbraica. También se discutía acerca de algunos
pasajes del NT que no habían sido recibidos por todas las Iglesias o que faltaban
en algunos códices.
En el marco de todas estas discusiones y frente a ellas, Trento hizo la
definición a que nos hemos referido, de la cual vamos a destacar algunos puntos
esenciales:
a) Motivaciones teológicas
En primer lugar, el concilio de Trento no entra en las razones históricas que
justifican la concreta lista canónica recibida por la Iglesia. Su fundamentación se
centra más en las motivaciones teológicas. Lo que pretende el concilio al
sancionar esta lista es —como nos informa en el exordio del Decreto— “mantener
en la Iglesia la pureza del Evangelio de Cristo”.
b) Un acto de fe de la Iglesia
21
Cf. H. Denzinger – P. Hünnermann, Enchiridion symbolorum, definitionum et declarationum de
fide et moribus. El Magisterio de la Iglesia Católica, Herder, Barcelona 2006, nn. 1501-1504 (a partir de
ahora se citará DH y los números correspondientes
22
DH 1334.
Un segundo punto de interés es que el Concilio nos dice que la Iglesia
“recibe y venera” (en latín: suscipit et veneratur) no sólo unos libros, sino también
unas tradiciones que contienen “la verdad y la disciplina” de Cristo y de su
evangelio. Se trata, pues, ante todo, de un acto de fe de la Iglesia que, al recibir el
canon, está recibiendo y venerando a Cristo mismo: ”recibe y venera todos los
libros tanto del Antiguo como del NT con el mismo sentimiento de piedad y de
respeto (pari pietatis affectu ac reverentia)”. Fijaos cómo la Iglesia, en el fondo, no
crea su canon, sino que lo acoge y lo recibe con fe 23.
c) Un acto jurídico práctico
Pero además de un acto de fe, en esta declaración de Trento se lleva a
cabo un acto jurídico-práctico, en el sentido de que la Iglesia “manda” (“si alguno
no recibiera…”) que los libros del AT y NT gocen entre los fieles de una acogida
llena de respeto y de obediencia de la fe. Y así el anatema final señala, no sólo las
bases de la comunión eclesial (quien no las acepte está fuera de la Iglesia), sino
también las bases de la expresión de la fe común, explicitando cuáles son los
testimonios eminentes de la revelación divina: la Escritura y la Tradición.
d) Todos los libros con todas sus partes
Trento concreta incluso de una forma práctica cuáles son estos libros
canónicos: libros ipsos íntegros cum ómnibus suis partibus, tratando de salir al
paso de las dudas que, como hemos visto, albergaban algunos reformadores e
incluso algunos católicos del tiempo sobre determinados libros bíblicos o pasajes
de los mismos (deuterocanónicos).
2.3 Los libros canónicos de la Iglesia católica
2.3.1 El Concilio de Trento
Los libros canónicos recibidos por la Iglesia católica fueron señalados por el
Concilio de Trento en el Decreto de su Sesión IV, celebrada en abril de 1546 24.
No era esta la primera vez que se fijaba la lista de los libros canónicos. Un
siglo antes (1441) lo había hecho el Concilio de Florencia en el llamado Decreto
para los Jacobitas25. La diferencia es que, mientras que en Florencia la lista de los
23
J.L. CABALLERO, «El canon paulino», ScrTh 41 (2009/3) 904: “La Iglesia tiene también una
relación “pasiva” con el canon: la canonización de los libros es un acto de reconocimiento y de obediencia de
la fe. La determinación del canon es una recepción: la iniciativa es siempre de Dios, que es el que ha
suscitado tanto la fe como la composición de los libros que la reflejan”.
24
Cf. H. Denzinger – P. Hünnermann, Enchiridion symbolorum, definitionum et declarationum de
fide et moribus. El Magisterio de la Iglesia Católica, Herder, Barcelona 2006, nn. 1501-1504 (a partir de
ahora se citará DH y los números correspondientes
25
DH 1334: “El sacrosanto, ecuménico y general Concilio de Trento, congregado legítimamente en el
Espíritu Santo y presidido por los mismos tres Legados de la Sede Apostólica, proponiéndose siempre por
objeto, que exterminados los errores, se conserve en la Iglesia la misma pureza del Evangelio, que prometido
antes en la divina Escritura por los Profetas, promulgó primeramente por su propia boca Jesucristo, Hijo de
Dios y Señor nuestro, y mandó después a sus Apóstoles que lo predicasen a toda criatura, como fuente de toda
verdad conducente a nuestra salvación, y regla de costumbres; considerando que esta verdad y disciplina están
contenidas en los libros escritos, y en las tradiciones no escritas, que recibidas de boca del mismo Cristo por
los Apóstoles, o enseñadas por los mismos Apóstoles inspirados por el Espíritu Santo, han llegado como de
libros bíblicos simplemente se enuncia, en Trento se produce una “decisión
dogmática explícita y universal” sobre el tema, no admitiéndose en adelante
disenso alguno sobre él: “Si alguno no recibiese como sagrados y canónicos estos
mismos libros en su integridad y con todas sus partes… sea anatema”.
¿Qué determinó esta toma de postura tan explícita y definitiva del Concilio
de Trento? No cabe duda que fue el contexto histórico y teológico. Trento tuvo que
hacer frente a las enmiendas al canon que habían planteado los reformadores
protestantes, pero no sólo por ellos. También en el ámbito católico se plantearon
dudas especialmente en torno a los deuterocanónicos del AT. Lo humanistas, con
su renovado interés por la obra de los antiguos escritores de la Iglesia (los
llamados Padres de la Iglesia) y también por la filología, habían vuelto a poner de
moda los estudios de san Jerónimo sobre la Biblia hebrea y consideraban que la
exclusión de los deuterocanónicos del Canon respondía mejor a lo que san
Jerónimo llamaba la veritas hæbraica. También se discutía acerca de algunos
pasajes del NT que no habían sido recibidos por todas las Iglesias o que faltaban
en algunos códices.
En el marco de todas estas discusiones y frente a ellas, Trento hizo la
definición a que nos hemos referido, de la cual vamos a destacar algunos puntos
esenciales:
e) Motivaciones teológicas
En primer lugar, el concilio de Trento no entra en las razones históricas que
justifican la concreta lista canónica recibida por la Iglesia. Su fundamentación se
centra más en las motivaciones teológicas. Lo que pretende el concilio al
sancionar esta lista es —como nos informa en el exordio del Decreto— “mantener
en la Iglesia la pureza del Evangelio de Cristo”.
mano en mano hasta nosotros; siguiendo los ejemplos de los Padres católicos, recibe y venera con igual afecto
de piedad y reverencia todos los libros del antiguo y nuevo Testamento, pues Dios es el único autor de ambos,
así como las mencionadas tradiciones pertenecientes a la fe y a las costumbres, como que fueron dictadas
verbalmente por Jesucristo, o por el Espíritu Santo, y conservadas perpetuamente sin interrupción en la Iglesia
católica. Resolvió además unir a este decreto el índice de los libros Canónicos, para que nadie pueda dudar
cuales son los que reconoce este sagrado Concilio. Son pues los siguientes. Del antiguo Testamento, cinco de
Moisés: es a saber, el Génesis, el Exodo, el Levítico, los Números, y el Deuteronomio; el de Josué; el de los
Jueces; el de Ruth; los cuatro de los Reyes; dos del Paralipómenon; el primero de Esdras, y el segundo que
llaman Nehemías; el de Tobías; Judith; Esther; Job; el Salterio de David de 150 salmos; los Proverbios; el
Eclesiastés; el Cántico de los cánticos; el de la Sabiduría; el Eclesiástico; Isaías; Jeremías con Baruch;
Ezequiel; Daniel; los doce Profetas menores, que son; Oseas; Joel; Amos; Abdías; Jonás; Micheas; Nahum;
Habacuc; Sofonías; Aggeo; Zacharías, y Malachías, y los dos de los Macabeos, que son primero y segundo.
Del Testamento nuevo, los cuatro Evangelios; es a saber, según san Mateo, san Marcos, san Lucas y san Juan;
los hechos de los Apóstoles, escritos por san Lucas Evangelista; catorce Epístolas escritas por san Pablo
Apóstol; a los Romanos; dos a los Corintios; a los Gálatas; a los Efesios; a los Filipenses; a los Colosenses;
dos a los de Tesalónica; dos a Timoteo; a Tito; a Philemon, y a los Hebreos; dos de san Pedro Apóstol; tres de
san Juan Apóstol; una del Apóstol Santiago; una del Apóstol san Judas; y el Apocalipsis del Apóstol san Juan.
Si alguno, pues, no reconociere por sagrados y canónicos estos libros, enteros, con todas sus partes, como ha
sido costumbre leerlos en la Iglesia católica, y se hallan en la antigua versión latina llamada Vulgata; y
despreciare a sabiendas y con ánimo deliberado las mencionadas tradiciones, sea excomulgado. Queden, pues,
todos entendidos del orden y método con que después de haber establecido la confesión de fe, ha de proceder
el sagrado Concilio, y de que testimonios y auxilios se ha de servir principalmente para comprobar los
dogmas y restablecer las costumbres en la Iglesia”.
f) Un acto de fe de la Iglesia
Un segundo punto de interés es que el Concilio nos dice que la Iglesia
“recibe y venera” (en latín: suscipit et veneratur) no sólo unos libros, sino también
unas tradiciones que contienen “la verdad y la disciplina” de Cristo y de su
evangelio. Se trata, pues, ante todo, de un acto de fe de la Iglesia que, al recibir el
canon, está recibiendo y venerando a Cristo mismo: “recibe y venera todos los
libros tanto del Antiguo como del NT con el mismo sentimiento de piedad y de
respeto (pari pietatis affectu ac reverentia)”. Fijaos cómo la Iglesia, en el fondo, no
crea su canon, sino que lo acoge y lo recibe con fe 26.
g) Un acto jurídico práctico
Pero además de un acto de fe, en esta declaración de Trento se lleva a
cabo un acto jurídico-práctico, en el sentido de que la Iglesia “manda” (“si alguno
no recibiera…”) que los libros del AT y NT gocen entre los fieles de una acogida
llena de respeto y de obediencia de la fe. Y así el anatema final señala, no sólo las
bases de la comunión eclesial (quien no las acepte está fuera de la Iglesia), sino
también las bases de la expresión de la fe común, explícitando cuáles son los
testimonios eminentes de la revelación divina: la Escritura y la Tradición.
h) Todos los libros con todas sus partes
Trento concreta incluso de una forma práctica cuáles son estos libros
canónicos: libros ipsos íntegros cum omnibus suis partibus, tratando de salir al
paso de las dudas que, como hemos visto, albergaban algunos reformadores e
incluso algunos católicos del tiempo sobre determinados libros bíblicos o pasajes
de los mismos (deuterocanónicos).
2.3.2 El Concilio Vaticano I
En conclusión, el Concilio de Trento es verdaderamente definitorio, pues
afirma con toda fuerza y solemnidad la canonicidad de los libros bíblicos. Ahora
bien no debemos pensar que la canonicidad de la Biblia depende de un acto del
Magisterio eclesiástico que declararía desde fuera como sagrados unos libros
humanos. Por eso el Vaticano I, después de citar a Trento, añadió la razón de la
acogida por parte de la Iglesia de estos libros: que habiendo sido escritos bajo la
inspiración del Espíritu Santo tienen a Dios por autor y como tales han sido
recibidos por la Iglesia (cfr. DH 3006).
De acuerdo con esto, la canonicidad se da por la concurrencia de dos
elementos básicos:
a. La cualidad intrínseca de unos libros “inspirados”. Lo que ocurre es
que esa cualidad sólo es perceptible por la fe de la Iglesia 27.
26
J.L. CABALLERO, «El canon paulino», ScrTh 41 (2009/3) 904: “La Iglesia tiene también una
relación “pasiva” con el canon: la canonización de los libros es un acto de reconocimiento y de obediencia de
la fe. La determinación del canon es una recepción: la iniciativa es siempre de Dios, que es el que ha
suscitado tanto la fe como la composición de los libros que la reflejan”.
27
J.L. CABALLERO, «El canon paulino», ScrTh 41 (2009/3) 904: «Los libros de la Escritura no se
autorizan a sí mismos como canon. Es la misma comunidad en la que han nacido los libros y en la que han
producido una experiencia de Dios, la que los ha recibido con un sentido determinado y la que les ha
b. El acto creyente de la Iglesia que los recibe como tales.
Ahora bien, con la decisión de la Iglesia, apoyada con todo el peso de su
autoridad, no concluye la labor del teólogo. Nosotros debemos dar razón de la fe
profesada en la Iglesia, investigando las razones históricas y teológicas que
llevaron a la declaración del canon. Eso es lo que haremos en adelante. Y
comenzaremos tratando de investigar cómo la decisión de la Iglesia de establecer
el canon de los libros bíblicos es el término de un largo proceso que hunde sus
raíces, en el fondo, en una conciencia canónica que surge ya en la misma
Escritura.
2.4 Formación de una conciencia canónica en la propia Escritura
¿Qué queremos decir con la categoría de “conciencia canónica”? Lo que se
quiere indicar es “la aparición en las comunidades judía y cristiana, es decir, en
aquellas comunidades en las que nace la Biblia, de una convicción según la cual
determinados escritos son normativos para la fe y para la vida de la comunidad” 28.
Se trata de una línea de estudio que se ha desarrollado sobre todo en el ámbito
protestante, por su afán de buscar una fundamentación del canon dentro de la
Escritura misma (sola Scriptura). Pero resulta también muy interesante para
nuestra reflexión para descubrir cómo la conciencia de normatividad no lo inventa
la iglesia, sino que acompaña la misma formación de los escritos bíblicos.
2.4.1 El Antiguo Testamento
¿Y en qué lugares de la Escritura se manifiesta esa conciencia de
normatividad? Prestando atención en primer lugar al AT nos encontramos con
estas tres formas de escritos a los que se otorga, ya en la misma Biblia, una
importante carga normativa:
a) La palabra escrita de la Ley
La conciencia de la que venimos hablando la encontramos en estratos tan
antiguos del Pentateuco como el que representa Ex 24,1-11, donde el pueblo
reconoce en el texto de la ley escrito por Moisés los términos de la Alianza
establecida por Dios y la norma de su conducta: “Todo lo que ha dicho el Señor lo
haremos y lo obedeceremos”. También en tiempos de reforma de la vida religiosa
de Israel, ya sea antes o después del destierro, el libro de la ley aparece además
como la “hoja de ruta” de dichas reformas y como escritura normativa. Valgan
como ejemplo 2Re 22,1-23,3 donde el hallazgo del libro de la ley sirve de norma
para la reforma de Josías; o Neh 8 donde, tras el destierro, todo el pueblo se
compromete a seguir la ley y emprender la reconstrucción de Jerusalén.
b) La literatura profética
También en la literatura profética encontramos una cierta conciencia de
normatividad en relación con los escritos de algunos profetas, que son tenidos
como prueba de la autenticidad de la Palabra de Dios y, en consecuencia, como
elemento de denuncia de la infidelidad y la rebeldía del pueblo. V. gr.: Jr 30,2: Dios
29
El conocimiento de las cartas de Pablo y su equiparación al “resto de las Escrituras” representa
un primer estadio constatadode canonización de escritos cristianos dentro de la Iglesia naciente.
Recogiendo todos estos datos que hemos analizado del AT y NT, podemos
intentar esbozar ahora una visión general acerca de cómo surge una conciencia
canónica en la comunidad humana que escribió la Biblia:
a) Hemos visto cómo la conciencia de una literatura normativa en el
pensamiento bíblico es muy antigua y tiene su raíz en “la sumisión a la
Palabra de Dios, no solamente expresada como palabra oral, sino
también escrita”30 (ByPD, 80-81). Así sucede en el caso de los textos
legales e incluso cuando los profetas ponen su palabra por escrito.
b) Más aún hubo momentos en los que esa conciencia de normatividad
ante algunos escritos parece haberse agudizado, especialmente en
relación con la Ley. Así sucedió en las reformas de Josías y sobre todo
en la época de la restauración tras el destierro de Babilonia (Esdras y
Nehemías). Es decir, la conciencia de una literatura normativa parece
haberse acentuado en momentos decisivos para la comunidad de Israel:
momentos de crisis religiosa u otros momentos en los que peligraba la
propia identidad religiosa, como ocurrió en la Alejandría de la época
intertestamentaria o en la Jerusalén posterior al año 70. En esos
momentos la comunidad (judía y, posteriormente la cristiana) reaccionó
volviendo a las tradiciones primeras, consideradas procedentes de Dios,
y tomando como punto de referencia una tradición oral o una escritura
ya existente.
c) Así pues, la conciencia de la normatividad de una Escritura no supuso
en principio haber añadido ninguna escritura nueva, aunque a veces
supusiera la interpretación actualizada de la escritura o tradición
antiguas. En ambos casos la conciencia canónica lo que hizo fue
reconocer que en esas escrituras se hallaba la expresión auténtica de la
tradición del fundador (Moisés, profetas, Jesús).
d) Por último, “la selección de unos determinados libros como normativos
provendrá de la confrontación entre esa comunidad en la que perviven
determinadas tradiciones antiguas y los escritos en que ella encuentra
reflejadas tales tradiciones”31. Todo ello a través de un complejo proceso
histórico y también, según nuestra fe, con la acción del mismo Espíritu
que suscitó esas tradiciones, en la comunidad eclesial.
30
Sánchez Caro, Biblia y Palabra de Dios 80-81.
31
Sánchez Caro, Biblia y Palabra de Dios 82.
referencia a la “Nueva Alianza” sellada en la sangre de Nuestro Señor
Jesucristo.
b) El AT nos ha sido transmitido en dos versiones, la hebrea, que es la que se
considera original, y la griega, que, hablando en términos generales, puede
considerarse una traducción de la hebrea. Decimos “puede considerarse”,
porque no son pocos los casos en los que las dos versiones no coinciden
(p. ej., el libro de Daniel o el de Ester).
c) La lista canónica del AT, y la extensión de cada uno de sus libros,
sancionada por la Iglesia coincide con la de la traducción latina conocida
con el nombre de Vulgata.
De acuerdo con todo ello, cuando hablamos de la formación del Canon del AT
es preciso distinguir entre el canon de la Biblia hebrea y el canon cristiano del AT.
3.1.1 El Canon de la Biblia hebrea
a) Primera fase (hasta principios del s. I)
El tema anterior veíamos que la manifestación de la conciencia canónica se
remonta a estratos muy antiguos del AT relacionados con la Ley e incluso a textos
de los profetas; pero también constatábamos que el primer testimonio de un
esbozo de canon bíblico aparece en el año 132 a.C. Efectivamente, fue en esa
fecha cuando el traductor del Prólogo al libro del Eclesiástico comenzó a hablar de
la Ley, los profetas y otros escritos.
Si además de este dato atendemos al contenido del libro del
Eclesiástico nos podemos hacer una idea más precisa sobre los libros que
contenía cada una de las partes mencionadas en el Prólogo al mismo, sobre todo
de las dos primeras. Nos referimos al denominado “elogio de los padres” en Eclo
44-50: en estos capítulos se hace un elogio de los Patriarcas y de Moisés (la
Torá), de los profetas anteriores (lo que nosotros llamamos los libros históricos) y
los profetas escritores.
Menos claro aparece el contenido del tercer grupo de libros
mencionado por el Ben Sira; entre otras cosas porque dicho grupo no estaba aún
cerrado. Una pista en este sentido nos la ofrece un texto del segundo libro de los
Macabeos, cuya composición se sitúa aproximadamente en el año 125 a.C. En 2
Mac 2,13 se nos habla de la colección de libros sagrados realizada por Nehemías
y que estaba compuesta de los libros de David, los escritos de los profetas y los
anales de los Reyes. Dice el texto: “Estos mismos relatos se contenían también en
los archivos y en las memorias del tiempo de Nehemías; y cómo éste, para fundar
una biblioteca, reunió los libros referentes a los reyes y a los profetas, los de David y
las cartas de los reyes acerca de las ofrendas”. Es decir, la colección referida en este
texto incluiría, además de los libros proféticos y narrativos, los atribuidos a David y a
Salomón, es decir, Cantar de los Cantares, Proverbios, Salmos y Eclesiastés.
El NT no ofrece muchos más datos, pues en línea con el judaísmo de
la época y, particularmente, de Qumrán, habla de “la ley de Moisés, los profetas y los
Salmos” (Lc 24,44). Otra cosa es determinar si estos grupos estaban formados por
los libros de que consta cada uno de ellos actualmente.
En conclusión se puede afirmar que hasta bien entrado el s. I de la era
cristiana, el Canon de la Biblia hebrea no estaba delineado de manera definitiva.
Estaríamos, pues, en una primera fase en orden a la configuración del mismo.
b) Segunda fase (a partir del 70 d.C.)
Parece que el judaísmo fariseo poseía, ya en esta época, un texto
bíblico bastante fijo y, lo que es más importante, se fijan los criterios de aceptación
de los libros canónicos: criterio de la trasmisión continuada y sin interrupción
desde la época de la Ley y los Profetas hasta la de la “Gran Sinagoga”, que
comienza con Esdras. Aunque tradicionalmente se ha atribuido esta fijación al
llamado Sínodo de Yamnia (ciudad costera al este de Jerusalén y al sur de Tel-
Aviv), celebrado entre el 90 y el 105 d.C., no parece que se debiera a una decisión
explícita del judaísmo fariseo. De hecho, parece que el supuesto Sínodo trató más
bien de disputas entre escuelas rabínicas. De todos modos, el historiador judío
Flavio Josefo, de ascendencia farisea y contemporáneo de la reunión de Yamnia,
habla explícitamente en una de sus obras de 22 libros santos.
Sintetizando cuanto hemos dicho sobre el Canon de la Biblia hebrea:
aunque la división tripartita de la Biblia –Moisés (o Torá), Profetas y Escritos, no
parece que antes del año 70 hubiera un Canon fijado definitivamente. La fijación
hay que situarla entre los años 70-135 y relacionarla con el judaísmo de corriente
farisea.
Determinantes de la fijación fueron 1) la búsqueda de un aglutinante
de la propia identidad judía, dado el peligro de dispersión que había supuesto la
toma de Jerusalén y la destrucción del templo en el año 70; y b)la reacción frente
al AT cristiano y el surgir de una literatura cristiana que fue adquiriendo poco a
poco la consideración de sagrada.
3.1.2 El Canon cristiano del AT
De lo dicho anteriormente se desprende que la Iglesia heredó de la
comunidad judía una serie de libros sagrados, cuya lista no estaba aún
definitivamente cerrada. No es extraño, pues, que el Canon cristiano del AT
tuviera un desarrollo en cierto modo independiente del Canon hebreo. Así se
explica que las Iglesias usaran libros que no formaban parte del Canon judío; entre
ellos se contaban los libros de Tobías y de Judit y, en general, los conocidos como
Deuterocanónicos (historia de Susana –Dn 13-, fragmento griego de Ester…).
Pese a todo, en los primeros siglos de la Iglesia no hay entre los
autores cristianos unanimidad sobre este tema. En general se puede afirmar que
cuando las Escrituras se usan con finalidad apologética, los autores cristianos se
remiten al canon hebreo, tratando de demostrar que todo el AT habla de Cristo. Es
lo que ocurre en el Diálogo con Trifón de S. Justino. Sin embargo, esa preferencia
no excluye la estima por otros libros sagrados: Clemente de Alejandría (ss. II-III),
p. ej., cita libros deuterocanónicos e incluso apócrifos, aunque lo hace, no con una
finalidad apologética, sino didáctica, es decir, como base para una filosofía
cristiana. También Orígenes, ss. II-III, conoce algunos libros que los cristianos
consideran sagrados, pero que no forman parte del canon judío; en cualquier
caso, la actitud de Orígenes frente a esos libros es compleja: los cita bastante en
sus obras, pero no los comenta.
a) Desde los comienzos al s. III (Occidente)
Pese a todo, en los primeros siglos de la Iglesia no hay entre los
autores cristianos unanimidad sobre este tema. En general se puede afirmar que
cuando las Escrituras se usan con finalidad apologética, los autores cristianos se
remiten al canon hebreo, tratando de demostrar que todo el AT habla de Cristo. Es
lo que ocurre en el Diálogo con Trifón, de S. Justino (s. II). Sin embargo, esa
preferencia no excluye la estima por otros libros sagrados: Clemente de Alejandría
(ss. II-III), p. ej., cita libros deuterocanónicos e incluso apócrifos, aunque lo hace,
no con una finalidad apologética, sino didáctica, es decir, como base para una
filosofía cristiana. También Orígenes (ss. II-III) conoce algunos libros que los
cristianos consideraban sagrados, pero que no formaban parte del canon judío; en
cualquier caso, la actitud de Orígenes frente a esos libros es compleja: los cita
bastante en sus obras, pero no los comenta.
b) SS. IV-V (Occidente)
Entre los cristianos de habla latina, Rufino de Aquilea acepta como
inspirado sólo el texto griego de los LXX, aunque reconoce el carácter canónico de
los libros de la Biblia hebrea. S. Agustín, por su parte, se mantiene en una línea de
aprecio hacia el texto de los LXX y aceptación de los libros Deuterocanónicos. Por
lo que respecta a S. Jerónimo sólo acepta como válido el texto hebreo, es decir,
para él el único conjunto de libros canónicos reconocido es el de la Biblia hebrea
(hebraica veritas).
Como puede verse, tanto en los padres latinos como en los griegos hay
cierta fluctuación en lo que se refiere a la extensión del Canon del AT, lo cual se
refleja en los documentos magisteriales de la época: mientras unos Concilios,
como el de Laodicea (360), defienden el canon corto, es decir, el correspondiente
a la Biblia hebrea, otros presentan como canónica la lista que incluye los
Deuterocanónicos: es el caso de los Concilios de Hipona (393) y el primero (397) y
segundo de Cartago (419), en cuya línea se situaron, ya en época moderna, los
Concilios de Florencia (1441) y, ya con una definición dogmática, Trento (1546).
En definitiva, el Canon de la Biblia hebrea y el Canon cristiano del AT no
representan mayor oposición y pueden considerarse como dos círculos
concéntricos: tienen unos mismos componentes fundamentales (el esquema
tripartito: Ley, Profetas, Escritos), uno de los cuales, el de los Escritos, ha sido
desarrollado mucho más en el Canon cristiano, aunque en la línea en que había
comenzado a desarrollarse el Canon hebreo. P. ej.: ya este último había incluidos
entre los Escritos el Cantar de los Cantares, el Eclesiástico; en esta línea, el
Canon cristiano incluyó el libro de la Sabiduría; en el grupo de los Profetas, el
Canon hebreo había admitido Lamentaciones y, en esa línea, el cristiano añade
Baruc; en el capítulo de los libros narrativos, Esdras y Nehemías habían ampliado
ya el Canon hebreo y, en esa línea, se insertan Tobías y Judit en el Canon
cristiano.
3.2 La formación del Canon del NT
También en este apartado conviene tener en cuenta algunos datos previos:
1) Parece que la Iglesia apostólica (finales del s. I, aproximadamente), no
sintió la necesidad de más Escritura normativa que la del AT, que leía, por
supuesto, en clave cristológica: Cristo era en último término la norma
decisiva de la fe y la vida de los cristianos.
2) Vemos que los Padres de la Iglesia incluyen desde muy pronto en sus
obras citas de libros que forman parte del NT. Ahora bien, de Canon
neotestamentario no se puede hablar sólo por el hecho de que existan esas
citas ocasionales de frases iguales o parecidas a las que luego
encontramos en aquellos libros; además de esto es necesario que a esas
citas se les atribuya un valor excepcional y normativo tal que las sitúe en el
mismo plano que las Escrituras veterotestamentarias.
La pregunta que nos planteamos es, pues: ¿cómo se llegó a atribuir ese
valor a los libros del NT? Para responder a esta pregunta vamos a acercarnos al
proceso de “canonización” de los libros del NT; un proceso más bien complejo,
que incluye las siguientes fases:
3.2.1 Período apostólico (fase de la transmisión oral)
En relación con esta fase, conviene volver sobre el Prólogo (literario)
con el que Lucas encabeza su obra en dos libros (Evangelio y Hechos de los
Apóstoles): cd
De esta misma época son también los testimonios más antiguos sobre el
carácter canónico de los cuatro Evangelios:
- El Diatessaron de Taciano (hacia el año 170): partiendo de las
diferencias y aparentes contradicciones entre el único Evangelio de
Jesucristo y las cuatro versiones que ofrecen del mismo los
Evangelios canónicos, esta obra trató de armonizar los cuatro
Evangelio, tomando como base el de S. Juan.
4.0 Introducción
El acercamiento a la historia que hemos realizado en tema anterior
nos ha permitido constatar cómo se fue configurando el Canon de los libros
sagrados, es decir, tanto del AT como del NT. Pero ya anunciábamos al comenzar
el tratamiento de esta parte de nuestro curso que a la pregunta del cómo había
que añadir otra sobre el porqué tenemos este Canon y no otro; dicha pregunta
puede desdoblarse en otras como las siguientes: ¿en qué se basó la Iglesia para
recibir determinados libros como canónicos? ¿Sólo a determinadas circunstancias
históricas? ¿Se siguieron otros criterios? Estas pregunta deben ser planteadas y
contestadas, pues de otro modo se podría tener la impresión de que la formación
del Canon constituye un mero dato de hecho, sin otras razones internas 32. Lo
cuestiones que nos vamos a plantear en este tema son, pues, dos: primero la
fundamentación teológica del Canon y además la de los criterios de canonicidad.
Antes nos preguntaremos cómo surgió esta problemática.
4.1 El problema teológico del Canon
Porque en realidad hasta entonces, particularmente durante toda la
Edad Media, el Canon se había aceptado pacíficamente. Aunque tal vez convenga
referirse a que, antes de los reformadores, ya los humanistas habían planteado
ciertas dudas sobre algunos libros, siempre deuterocanónicos, invocando par ello
razones de crítica histórica.
El primero que propondrá un razonamiento propiamente teológico para
cuestionar la canonicidad de algunos libros fue Martín Lutero: para él hay libros
que “no conducen a Cristo” porque no reflejan con total claridad su Evangelio,
transmitido por la tradición apostólica. Desde este punto de partida, el reformador
alemán distinguía entre 1) libros privilegiados (las Cartas a los Gálatas y a los
romanos); 2 libros ordinarios, que reflejan un proto-catolicismo, y 3) libros
postergados, que no conducen adecuadamente a Cristo. Como se ve, más que
una crítica al Canon, la de Lutero es de hecho una propuesta de determinar un
canon dentro del Canon.
Frente a esta propuesta conviene señalar que, de hecho, la diferencia que
establece Lutero entre unos y otros libros del Canon, más que una
fundamentación teológica del mismo, es un criterio fundado en razones
metodológicas. Es decir, parte del principio de la sola Scriptura, es decir, del
convencimiento de que solo la Escritura puede decidir sobre la Escritura misma;
ninguna declaración de la Iglesia puede resultar vinculante en este sentido.
Frente a esta postura, el Concilio de Trento estableció el Canon de los
libros sagrados, y lo hizo basándose en criterios teológica, concretamente en la
Tradición apostólica: “Considerando que esta verdad y esta disciplina [la del
Evangelio de Cristo) están contenidas en los libros escritos y en las tradiciones no
escritas… recibidas por los apóstoles de labios del mismo Cristo y transmitidas por
los apóstoles bajo el dictado del Espíritu Santo…”.
Como se ve, también Trento se remite a la autoridad de Cristo, la única que
es normativa para la Iglesia, pero lo hace desde presupuestos metodológicos
distintos a los de los reformadores. Efectivamente, mientras que Lutero hablaba de
la sola Scriptura, los padres conciliares de Trento recuerdan que hay una realidad
previa a la Escritura misma: la Tradición del mensaje cristiano bajo el impulso del
Espíritu Santo.
Nuestro propósito es presentar el modo en que la teología católica afronta
este problema de la fundamentación teológica del Canon, tratando de precisar las
relaciones entre la Sagrada Escritura y la Tradición y el Magisterio de la Iglesia. En
nuestra exposición intentaremos mantenernos en diálogo permanente con otras
propuestas cristianas (tanto protestantes como ortodoxas).
32
Cf. Sánchez Caro, Biblia y Palabra de Dios 103.
4.1.1 La fundamentación teológica del Canon en la teología protestante
Según hemos señalado, en la teología protestante es fundamental el
principio de la sola Scriptura, lo cual, en el tema que nos ocupa, se traduce en un
intento de fundamentación teológica del Canon, sobre todo el del NT, en la propia
Escritura. En este sentido, se descubren tres líneas:
a) El contenido evangélico del NT (W. Kümmel y E. Käsemann)
Los autores que se alinean en esta solución parten de que lo que confiere
autoridad a la Escritura no es la lista de libros, sino el auténtico Evangelio
contenido en el Canon; dicho Evangelio no es otro que el anuncio de la
justificación del pecador por la fe y la gracia de Cristo. Si la autoridad del Canon
dependiera de una “lista” de libros, estaría vinculada a una decisión de la Iglesia, y
no al Evangelio. La lista es una guía que la Iglesia propone a cada creyente para
que, bajo la guía del Espíritu, avance por el camino que le lleve al encuentro con el
verdadero Evangelio.
Según esto, la fundamentación teológica reside en un supuesto “canon
dentro del Canon”.
b) La “autopistía” de la Escritura (K. Barth)
Una segunda línea la representa los que quieren fundamentar el Canon en
la autopistía (es decir, autotestimonio) de la Escritura. También en este caso se
reconoce a la Iglesia el papel fundamental de transmisora del Canon de la
Sagrada Escritura; pero dicho papel lo tiene porque la misma Escritura se ha
impuesto a la Iglesia y se ha constituido así en canon y norma de la Iglesia. Lo
mismo que en la solución anterior, cada creyente debe encontrarse con la Palabra
auténtica de Dios bajo la guía del Espíritu.
c) La autoridad de la Iglesia apostólica (O. Cullman)
La tercera línea de solución a la fundamentación teológica del Canon
trata de conjugar la propuesta de Barth con la autoridad de la Iglesia apostólica;
dicha autoridad le vendría por su cercanía histórica inmediata a la auténtica
predicación apostólica. Por esta razón la Iglesia apostólica habría podido tomar
una decisión de carácter normativo y obligatorio para la Iglesia de todos los
tiempos, tratándose, por supuesto, de una decisión irrepetible.
A la hora de valor estas propuestas, es conveniente señalar antes
que nada sus elementos positivos; entre ellos se cuenta el papel reconocido a la
Iglesia como transmisora del Canon bíblico, si bien todos los autores señalados
tienen sumo cuidado de evitar que sus soluciones se pudieran entender en el
sentido de un sometimiento de la Biblia a la Iglesia, cosa impensable en el marco
de la teología protestante. El segundo elemento positivo es la acentación de la
función del Espíritu Santo en orden al sometimiento de cada creyente individual a
la autoridad de la Escritura.
Pese a todo, desde una perspectiva católica, es preciso señalar los
puntos débiles de las referidas soluciones. En el caso de las dos primeras se
resalta la excesiva subjetividad con la que el creyente se encuentra, él solo, con la
Escritura, sin ninguna instancia objetiva que le asegure lo que es realmente
Palabra de Dios. Por lo que se refiere a la tercera nos encontramos, además, con
una hipótesis históricamente indemostrable, es a saber, que sólo la Iglesia
apostólica pudo tomar decisiones obligatorias y vinculantes para los cristianos; tal
postulado representa una especie de cisura entre la Iglesia apostólica y toda la
Iglesia posterior.
De cualquier manera, en todas estas soluciones está latente el
problema de las relaciones Escritura-Iglesia (con su tradición y su magisterio); al
negar el valor normativo de estos últimos, se priva al Canon de una verdadera
fundamentación objetiva, con lo que todo queda reducido, en último término, a la
aceptación del sujeto individual puesto frente a la Escritura.
4.1.2 Las aportaciones de la teología oriental
La teología oriental no ha desarrollado sistemáticamente una teología
del canon (al modo de la teología protestante); pese a lo cual, sí lo ha hecho sobre
algunos aspectos muy valiosos de cara a la fundamentación teológica del mismo.
Entre ellos vale la pena destacar la importancia que la tiene la dimensión
pneumatológica en la visión oriental de la Iglesia y de la tradición.
En efecto, para la teología ortodoxa, lo esencial de la Iglesia, lo que
hace de ella un organismo vivo, es la presencia del Espíritu Santo. Y esta
presencia se manifiesta especialmente en la tradición, que es la memoria de Cristo
conservada y anunciada por la Iglesia, bajo el impulso e ese mismo Espíritu, antes
incluso de tener la Escritura neotestamentaria. Por dicha razón no existe
contradicción entre Escritura y tradición, pues la Escritura no es otra cosa que la
tradición apostólica escrita y vivificada por el Espíritu.
Aplicado al canon, lo que hace la Iglesia en relación con él no es otra
cosa que reconocer en la Escritura, bajo la fuerza u la luz del Espíritu, la expresión
más auténtica de la tradición apostólica. No se trata, pues, de que la Iglesia se
pone por encima de la Biblia, diciendo cuál es la Escritura que elige como norma
para sí misma, sino que la Iglesia se somete a la acción del Espíritu para acoger
como Escritura Santa la tradición apostólica primera y para leerla en ese mismo
Espíritu, no como letra muerta, sino como palabra viva.
Como consecuencia de ello, para la teología oriental la Biblia sólo es
Escritura en la Iglesia, bajo la acción epiclética del Espíritu eclesial, de la tradición
santa, que es la que la vuelve inteligible y vivificante.
En conclusión se puede afirmar que al destacar el carácter
pneumatológico de la tradición y la dimensión eclesial de la Escritura, la teología
oriental ayuda a superar el problema de la subjetividad que caracterizaba a la
teología protestante, y a describir las relaciones entre Escritura e Iglesia de modo
que ésta no aparezca por encima de aquella.
4.1.3 Intentos católicos de fundamentación teológica del canon
Nos referiremos de modo especial a dos de intentos católicos: P.
Grelot y K. Rahner. Además de la referencia, hablaremos de la propuesta que
hace el Concilio Vaticano II en este punto concreto.
Por lo que se refiere a Grelot y Rahner, ambos estudios coinciden, matices
diversos, en un punto, una intuición: que el reconocimiento de los libros canónicos
por parte de la Iglesia no es fruto únicamente del puro esfuerzo humano, sino que
cuenta además con la acción de Dios. En último término es El quien, al revelar a la
Iglesia en qué libros está contenida su palabra, funda objetivamente el canon
bíblico.
Ahora bien, ¿en qué consiste esa revelación? Parece más que
normal que ni Grelot ni Rahner hablen de una revelación explicita de la lista de los
libros canónicos, como si Dios se la hubiera dictado expresamente a la Iglesia.
a) Grelot
El conocido biblista francés, ya fallecido, considera que esa función
reveladora en relación con los libros canónicos la ejerce el mismo Espíritu, que
impulsó a los Apóstoles a anunciar el mensaje de la salvación e inspiro a los
autores sagrados para que fijaran por escrito esa revelación, asistiendo las
decisiones de aquellos que tienen en la Iglesia el carisma de la enseñanza y del
gobierno.
b) Rahner
El famoso teólogo alemán, también fallecido, piensa más bien en una
revelación contenida en otros datos revelados, como el que Dios haya querido la
Iglesia para realizar la salvación de los hombres. Así, si Dios ha querido la Iglesia,
la ha querido con todos sus elementos constitutivos, entre los cuales se encuentra
la Sagrada Escritura, que, por ser la objetivación de la tradición apostólica,
constituye un elemento fundante de la misma Iglesia. De acuerdo con esto, al
seleccionar los libros de la Escritura, la Iglesia no ha actuado como una
comunidad humana cualquiera coleccionaría libros, sino que lo ha hecho bajo la
guía del Espíritu Santo; aunque haya aplicado en aquella selección determinados
criterios perceptibles, estos no son nunca suficientes pasa ello, sino que insertan
en la acción de Dios en favor de su Iglesia.
c) El Concilio Vaticano II
En línea con estas propuestas y superando algunas de sus lagunas, el
último Concilio universal de la Iglesia, el Vaticano II, recuerda en la Constitución
Dogmática sobre la Divina Revelación, Dei Verbum, que “es la misma tradición la
que da a conocer a la Iglesia el canon de los libros sagrados” (Dei Verbum 8),
pues la Escritura, la tradición y el magisterio están estrechamente unidos, de
modo que, según el plan de Dios, ninguno puede existir sin los otros (cf. Dei
Verbum 10).
33
Sánchez Caro, Biblia y Palabra de Dios 115.
aparecieran, habría que considerar como sagrados. De hecho, el Concilio de
Trento evitó afirmar expresamente que los libros enumerados en el Canon sea la
Iglesia sean los únicos libros sagrados e inspirados. Sin embargo, se debe afirmar
que, en caso de que se hallaran, sus contenidos no aportarían nada sustancial en
relación con lo que nos ha llegado de la tradición apostólica y nos ha sido
transmitido por la Sagrada Escritura.
4.3.2 El valor de los apócrifos
34
A. M. Artola, Biblia y Palabra de Dios 131.
35
Carta al Cardenal W. Levada con motivo de la Asamblea Plenaria anual de la Pontificia Comisión
Bíblica.
36
Cfr. M. DE TUYA – J. SALGUERO, Introducción a la Biblia, I, 72-78.
37
A. M. Artola, Biblia y Palabra de Dios 157.
formación, veremos que en ella late la conciencia sobre su carácter sagrado, no
sólo porque posee un contenido religioso, una temática religiosa, sino también por
su origen divino.
De acuerdo con este último planteamiento, en el tema 5 intentaremos ver
cómo la Escritura ha brotado en Israel y en la Iglesia como un libro de fe,
acudiendo a su génesis. Con todo, este recurso a la categoría de autorreferencia o
autotestimonio bíblico no es suficiente, pues, si la “autorreferencia bíblica
descubre la condición de libro de fe que posee la Escritura, los confines de este
libro quedan imprecisos”38. En este sentido es preciso que la Iglesia intervenga en
la delimitación del Canon, lo cual constituye un criterio de verificación acerca del
carácter inspirado de la Escritura. Es lo que abordaremos en el tema 7.
A continuación, en el tema 7, trataremos de describir sistemáticamente la
naturaleza del acto de la inspiración. Y como punto final de esta parte de nuestro
estudio, abordaremos uno de los rasgos principales de la Biblia en cuanto que
palabra inspirada, que es su carácter de palabra verdadera.
5.1 Génesis del AT
Al preguntar a la Biblia acerca de su origen, tenemos que remontarnos más
allá del momento de la fijación por escrito de la Palabra de Dios, ya que la frontera
entre la transmisión oral y la fijación escrita de los documentos bíblicos no es ni
mucho menos precisa. ¿Hasta dónde, pues, debemos remontarnos para dar con
el origen de la Escritura del AT? En realidad, hemos de remontarnos al origen
mismo de la comunidad en la que dicha Escritura ha surgido, Israel. ¿Por qué?
Pues porque, en el caso del AT, las primeras muestras de nuestra Escritura
actual pertenecen a expresiones de fe referidas al evento fundante de Israel,
que no es otro que el éxodo. Son fórmulas narrativas del tipo: “El Señor sacó a
Israel de Egipto” (cf. Ex 32,4.7). Ahora bien, en cuanto expresión de la fe de Israel,
estas fórmulas contienen ya un fuerte sentido de revelación, que se expresa en
el estilo directo con el que el Señor interpela en ocasiones al pueblo: “Yo soy el
Señor, que te saqué del país de Egipto”. De acuerdo con esto, es la palabra divina
la que revela el sentido profundo (salvífico) del evento histórico fundante.
Pero el proceso no se detiene ahí. El evento fundante de Israel recibe
continuidad en la historia del AT tanto con nuevos actos salvíficos, como con
nuevas palabras inspiradas que revelan su significado.
En efecto, la continuidad salvífica que se da en las sucesivas liberaciones
llevadas a cabo por el Señor a lo largo de la historia de Israel (de los cananeos,
Asiria, Babilonia…), va acompañada de la revelación del carácter sacro de esos
acontecimientos por una gran variedad de palabras inspiradas que van:
desde narraciones de tipo histórico sobre los sucesos salvadores, hasta
palabras legales como el Decálogo, el Código de la Alianza, etc.; pasando por el
fenómeno carismático por excelencia, que es el profetismo.
38
A. M. Artola, Biblia y Palabra de Dios 158.
Y así, de aquellas breves fórmulas primeras, se pasa a los grandes
conjuntos inspirados, tanto legales como proféticos, históricos o sapienciales.
Todo ello, sin discusión, es aceptado como Palabra de Dios.
Ahora bien, ¿qué criteriología posee Israel para discernir lo que procede de
Dios como palabra suya? Esta criteriología se concentra en dos instancias: Por un
lado, el carismático de la palabra. Este tal es testigo de la acción salvífica del
Señor y, además, ha sido escogido por él como anunciador, legislador y
formulador de las palabras originarias. La convicción de que esa función no ha
dejado de ejercerse en el pueblo desde Moisés justificó suficientemente la
persuasión de que las palabras de los mediadores estaban dotadas de carácter
sagrado. Pero por otro lado está el Espíritu inspirador, el cual presenta como
una fuerza divina carismática concedida a personajes que ejercen el liderazgo
sobre Israel: reyes, jueces y a los profetas. La actividad del Espíritu en estos tales
no sólo los capacitaba para anunciar la Palabra de Dios sino que, con frecuencia
los impulsaba incluso a escribir, mediante una intervención no sólo moral o
yusiva, sino incluso física (v.gr. Ez 24,3 y Jr 36,2ss).
De este modo, la palabra de Dios en el proceso de su transmisión histórica
en el pueblo de Dios, se hizo escrito; primero en libros sueltos, que luego se
fueron agrupando, dando lugar a “los libros” (Dn 9,2), los cuales cavaron siendo
calificados de santos y sagrados (1Mac 12,9; 2Mac 8,23).
5.2 Formación del NT
En el NT encontramos prácticamente el mismo esquema que en el AT, es
decir, evento fundante, acto de fe y confesión de fe. Pero en este caso nos
encontramos con una novedad absoluta: el evento primordial es la encarnación del
Verbo en Jesús de Nazaret, la presencia de la Palabra misma de Dios en el ser
humano de Jesús.
Y, lo mismo que ocurría con el éxodo, este evento primordial
completamente nuevo es un acontecimiento de revelación, ya que la presencia del
Verbo en el mundo se pone de manifiesto en la revelación llevada a cabo por
Jesús en sus palabras, milagros y especialmente en su muerte y resurrección. Es
decir, que la presencia de la Palabra eterna se revela en la persona, en la vida y
en el destino de Jesús de Nazaret.
Pues bien, también esta revelación provocó en los seguidores de Jesús una
respuesta de fe que, consignada por escrito dio origen a la Escritura inspirada del
NT. Los núcleos más antiguos del mismo son confesiones de fe muy sencillas del
tipo “Jesús es el Señor” (1Co12,3; Rm10,9; Fil 2,11). También encontramos
confesiones de fe de tipo kerigmático, que corresponde a una experiencia de
encuentro: “Hemos visto al Señor…” (cf. Jn 20,18).
Pero el proceso no se detiene ahí, sino que esas sencillas confesiones de fe
adquieren formas más desarrolladas dando lugar a lo que conocemos como la
“predicación apostólica”, la cual revistió tres formas principales: anuncios
kerigmáticos (1Co 15,3-5); discursos de misión (Hch 2,14-36) y confesiones de fe
bautismales (Rm 10,9).
Con todo, este proceso no se detiene en la predicación apostólica, sino que
continúa, de forma que poco a poco, el contenido de aquella predicación va
desarrollándose con la multiplicación de detalles narrativos referentes a la pasión
de Jesús, a su muerte, a su resurrección, incluso a su actividad pública de
anunciador del reino de Dios. Se desarrolla una colección de los dichos de Jesús
(p. ej., la que se conoce como fuente Q o fuente de los dichos) De este modo van
surgiendo las tradiciones evangélicas. Por tanto, podemos decir que se da una
prolongación de la predicación apostólica en la forma de una narración acerca del
ministerio y la pascua de Jesús.
Pero existe además una prolongación ulterior de la predicación apostólica,
en la forma de la enseñanza, de la reprensión, del consejo, dando lugar a la
literatura epistolar del Nuevo Testamento.
Según todo esto, se puede afirma que, de alguna forma, hay un cierto
paralelismo entre la génesis del Antiguo y del Nuevo Testamento. Y por eso
también podemos hacer al Nuevo Testamento la misma pregunta que le hacíamos
al AT: ¿qué criterios posee para discernir la palabra divina de la humana?
En primer lugar se debe afirma que el Nuevo Testamento posee una clara
conciencia acerca del carácter sagrado del Antiguo, como lo muestra 2Tim 3,16
donde san Pablo nos habla de la Escritura (es decir, el AT) como de una realidad
que ha sido inspirada por Dios y que por ello es útil para la enseñanza.
Por lo que respecta al NT hay decir que en él no encontramos ningún texto
en el que se afirme su carácter sagrado. Sin embargo, se descubren en él dos
criterios que ayudan a distinguir lo que es palabra ordinaria de la palabra divina;
criterios que son muy semejantes a los que descubríamos en el AT: En primer
lugar, el recurso a la personalidad carismática de los mediadores, los apóstoles.
Se considera que los apóstoles son personas carismáticas porque son los testigos
privilegiados y los mediadores de la palabra del evangelio. En Lc 1,2, el autor de
esta obra nos explica que se ha basado en el testimonio de los apóstoles, de los
cuales dice que fueron testigos presenciales y servidores de la palabra. En otros
lugares se nos dice que los apóstoles son aquellos que han recibido el Espíritu
(cfr. Jn 14,26; 16,13-15).
Junto con lo que hemos dicho sobre los apóstoles está también el recurso al
Espíritu de Jesús, que no es ya simplemente la fuerza carismática impersonal del
AT). Dicho espíritu viene caracterizado, a) ante todo, por su universalidad, ya que
no se derrama sólo sobre los líderes del pueblo sino que actúa en todo cristiano;
por otra parte, b) se trata de un espíritu que actúa por medio de carismas, en
forma de dones destinados a edificar la Iglesia. Dentro de los carismas, hay unos
que se llaman los carismas ministeriales, ordenados al servicio de la comunidad y
que muestran una relación estrechísima con la palabra. Estos carismas
ministeriales son: el apostolado (anuncio de kerigma), la profecía (hablar en
nombre de Dios) y los doctores o maestros (enseñar). Pues bien, es lícito pensar
que, en el caso del NT, lo mismo que hay una inspiración para hablar en servicio
de la comunidad, hay también una inspiración para escribir, como una variante del
mismo carisma de la palabra.
En este sentido resulta iluminador el texto de Ap 1,9-11: “Yo, Juan, vuestro
hermano y compañero en la tribulación, en el reino y en la perseverancia, estaba
desterrado en la isla de Patmos a causa de la Palabra de Dios y del testimonio de
Jesús. El día del Señor fui arrebatado en espíritu y escuché detrás de mí una voz
potente como de trompeta que decía: ‘Lo que estás viendo, escríbelo en un libro y
envíalo a las siete Iglesias…”. En el texto resultan importantes tres detalles: por
una parte la referencia a la “palabra y el testimonio” (1,9); por otra parte, el ámbito
en el que se produce lo señalado: “fui arrebatado en espíritu”; y, finalmente, la
orden de escribir: “Lo que estás viendo, escríbelo en un libro…”.
De este modo que la escritura del Nuevo Testamento debe ser considerada
como la fijación de la predicación de Jesús transmitida por sus enviados. Es decir,
también el Nuevo Testamento comienza con un acontecimiento salvífico, que es
Cristo y finalmente concluye en una redacción final que interpreta el
acontecimiento salvífico fundacional.
5.3 Resumen: el autotestimonio bíblico
Hemos visto la génesis y el desarrollo tanto del Antiguo como del Nuevo
Testamento. Y en ambos casos aparece clara la conciencia de su origen divino
relacionado con el evento salvífico de revelación es el que suscita el acto de fe
expresado en la Escritura.
Pero esta reflexión necesita como un último paso de complemento teórico,
basado en lo que la ciencia lingüística llama el autotestimonio. Recordemos que
esta es una característica de todo acto de lenguaje humano, que “no sólo enuncia
algo, sino que al mismo tiempo denuncia la naturaleza concreta de lo
enunciado”39. Esta relación de lo dicho con la naturaleza concreta del enunciado
es lo que se llama autorreferencia o automostración.
En el caso de la Biblia, al estudiar la génesis tanto del AT como del NT,
hemos visto que en sus enunciados se descubren también dos aspectos
diferentes. Por un lado, el contenido del acto de fe, ya sea de Israel (El Señor sacó
a Israel de Egipto”), ya sea de la Iglesia (“Jesús es el Señor”); por otro, la
expresión en que se encarna dicho acto. Estos dos elementos se unen de un
modo tan inseparable que, en las confesiones de fe bíblicas, el mensaje divino y la
confesión en que se expresa forman un todo inseparable. De tal forma que “el acto
de fe numéricamente idéntico cree por igual en el contenido revelado y en su
expresión en lenguaje humano”40. De ahí que la Biblia manifiesta una conciencia
clara de su origen divino incluso en lo referente a la composición literaria.
La teología deberá distinguir posteriormente estos dos elementos
inextricables del único acto de fe en la Palabra de Dios escrita, dando origen a dos
conceptos distintos: el de revelación (para referirse al contenido de la palabra
divina) y el de inspiración (para referirse a su expresión en el lenguaje sagrado).
Ahora bien, una vez analizado el testimonio bíblico desde la catego-ría
lingüística de autorreferencia no hemos de pensar que todo queda dicho. Pues la
39
A. M. Artola, Biblia y Palabra de Dios 152.
40
A. M. Artola, Biblia y Palabra de Dios 154.
autorreferencia lo que muestra es que la expresión bíblica de la Palabra de Dios
es tan objeto de fe como el contenido comunicado en ella. Pero es la tradición la
que nos asegura que toda Escritura es un libro de fe, un libro inspirado. Por eso es
necesario completar los resultados del estudio de la biblia como libro de fe
interrogando a la tradición de la Iglesia, especialmente en sus expresiones más
cualificadas, como es la enseñanza conciliar, como veremos en el tema siguiente.
41
Artola, Biblia y Palabra de Dios 164 n. 5.
Por su parte, el Concilio de Trento repitió acerca de nuestro tema cuanto se
venía diciendo en el Magisterio precedente, pero además utilizó los calificativos de
“sagrados y canónicos” para referirse a los libros bíblicos.
6.1.2 El Concilio Vaticano I
El primer Concilio celebrado en el Vaticano “oficializó dogmáticamente la
palabra inspiración”, que puso en estrecha relación con la expresión “Dios autor de
la Escritura”42. Por ello vamos a detenernos en la doctrina de este Concilio., 161).
De hecho el influjo de la definición conciliar fue tan decisivo que en la teología
posterior él término inspiración llegó a ser la categoría clave a la hora de hablar
del carácter sobrenatural de la Escritura. Veamos el texto y después analizaremos
sus aspectos esenciales:
“… Dichos libros del AT y del NT, íntegros con todas sus partes, como se
describen en el decreto del mismo concilio [de Trento]… deben ser
recibidos por sagrados y canónicos. La Iglesia los tiene por sagrados y
canónicos no porque, habiendo sido escritos por la sola industria humana,
hayan sido después aprobados por su autoridad, ni sólo porque contengan
la revelación sin error, sino porque, habiendo sido escritos por inspiración
del Espíritu Santo, tienen a Dios por autor y como tales han sido entregados
a la Iglesia…
Si alguno no recibiere como sagrados y canónicos los libros de la
Sagrada Escritura íntegros, con todas sus partes como los describió el
santo Sínodo Tridentino o negase que son divinamente inspirados, sea
anatema”.
En relación con esta definición conciliar es preciso tener en cuenta antes que
nada es el contexto histórico en el que se produce. El Vaticano I tuvo la gran
preocupación de oponerse al racionalismo imperante en la época, el cual negaba
el carácter sobrenatural de la revelación y, en consecuencia, sostenía que no era
necesaria para el conocimiento religioso. Estas ideas sobre la revelación
determinaron la definición del Vaticano I que estamos analizando.
Centrándonos ya en la fórmula, se distinguen en ella tres partes bien
diferenciadas:
un exordio, en el que recoge la doctrina tradicional de Trento: “… Dichos
libros del AT y del NT, íntegros con todas sus partes, como se describen
en el decreto del mismo concilio [de Trento]… deben ser recibidos por
sagrados y canónicos”.
un núcleo, que se detiene en la explicación del fenómeno de la
inspiración: “La Iglesia los tiene por sagrados y canónicos no porque,
habiendo sido escritos por la sola industria humana, hayan sido después
aprobados por su autoridad, ni sólo porque contengan la revelación sin
error, sino porque, habiendo sido escritos por inspiración del Espíritu
42
Artola, Biblia y Palabra de Dios 165.
Santo, tienen a Dios por autor y como tales han sido entregados a la
Iglesia…”
y una parte final, que es de hecho un anatema: “Si alguno no recibiere
como sagrados y canónicos los libros de la Sagrada Escritura íntegros,
con todas sus partes como los describió el santo Sínodo Tridentino o
negase que son divinamente inspirados, sea anatema”. Como puede
observarse, el Vaticano II se expresa en términos muy parecidos a los
que había utilizado Trento, pero con el “… o negase que son
divinamente inspirados…”.
En el marco de este tema, del texto vaticano nos interesa especialmente la
parte central, en la que se pueden distinguir también dos partes bien
diferenciadas:
la primera condena las explicaciones insuficientes del fenómeno de la
inspiración: “La Iglesia los tiene por sagrados y canónicos no porque,
habiendo sido escritos por la sola industria humana, hayan sido después
aprobados por su autoridad, ni sólo porque contengan la revelación sin
error…”;
la segunda expone los elementos positivos: “La Iglesia los tiene por
sagrados y canónicos… porque, habiendo sido escritos por inspiración
del Espíritu Santo, tienen a Dios por autor y como tales han sido
entregados a la Iglesia…”
Por lo que se refiere a los aspectos negativos, el Concilio señala que:
a) los libros sagrados no son textos compuestos por la sola industria
humana (mitos)43;
b) no basta qua hayan sido aprobados por la Iglesia con posterioridad a su
redacción;
c) ni que contengan la revelación sin error (consecuencia no causa…)
Yendo a los aspectos positivos de la definición, se afirma que:
a) el origen sobrenatural de las Escrituras se debe a un particular influjo del
Espíritu Santo, que es la inspiración;
b) este influjo es de tal naturaleza que constituye a Dios en autor de las
mismas;
c) los libros inspirados tienen una finalidad eclesial: ser entregados como
tales a la Iglesia.
6.1.3 Del Vaticano I al Vaticano II
En los años que siguieron al Concilio Vaticano I hubo un gran desarrollo de
las ciencias bíblicas; pero no fueron, ni mucho menos, años pacíficos. El tema de
43
“Los libros sagrados que antes eran considerados como única fuente y único juez de la doctrina
cristiana, ya no son tenidos por divinos e incluso comienzan a ser contados entre las especulaciones míticas”:
citado por Artola, Biblia yPalabra de Dios 162.
la inspiración se desplazó desde el ámbito de la revelación al de la verdad; es
decir, que, mientras se daba por sentado el origen divino de la Escritura, se tenían
dificultades en salvar la verdad de muchos de sus enunciados que entraban en
conflicto con la moderna cosmovisión científica. Así León XIII, en su encíclica
Providentissimus Deus, tomó la noción de autor empleada por los Concilios como
base para su doctrina de la in-errancia: “Para que Dios sea el autor de un libro
tienen que ser de él las ideas de ese libro, y para ello es necesario que intervenga
de modo especial en la inteligencia, en la voluntad y en las facultades ejecutivas
del autor o autores humanos”44. En definitiva, la inspiración se convertía en un
supuesto funcional para apoyar la verdad de los enunciados bíblicos. Así llegamos
a la Dei Verbum del Vaticano II.
6.1.4 La Dei Verbum del Concilio Vaticano II
El Vaticano II tuvo que vérselas con la cuestión de la verdad de la Biblia y,
como veremos en el tema 8,suyo es el mérito de haber dado una solución
satisfactoria. Por el contrario, en lo que se refiere a la inspiración se limitó a
proponer algunos matices, sin duda muy importantes, a la doctrina definida. Así se
afirma en DV 11:
“Las verdades reveladas por Dios, que se contienen y manifiestan en la
Sagrada Escritura, se consignaron por inspiración del Espíritu Santo. La
santa Madre Iglesia, según la fe apostólica, tiene por santos y canónicos los
libros enteros del Antiguo y Nuevo Testamento con todas sus partes,
porque, escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo (cf. Jn 20,31; 2Tm
3,16; 2Pe 1,19-21; 3,15-16), tienen a Dios como autor y como tales han
sido entregados a la misma Iglesia. Pero en la redacción de los libros
sagrados, Dios eligió a hombres, que utilizó usando de sus propias
facultades y medios (quos facultativos ac viribus suis utentes adhibuit), de
forma que obrando Él en ellos y por ellos (ut Ipso in illis et per illos agente),
escribieron como verdaderos autores todo aquello y solo aquello que Él
quería.
Este texto nos ayuda a determinar la originalidad del Vaticano II:
En primer lugar, distinguió entre lo esencial de la inspiración y lo que
pertenece al ámbito de discusión entre las escuelas teológicas. Por eso
no empleó un lenguaje escolástico (causa instrumental, etc.), sino más
bien basado en la Escritura.
En segundo lugar, incluyó el dogma de la inspiración en el ámbito del
tema general de la revelación de Dios, según puede apreciarse en la
primera frase del texto “las verdades reveladas por Dios, que se
contienen en la Sagrada Escritura…”; de este modo renunció al punto de
vista de la apologética, para la cual la inspiración es simplemente un
carisma de la Sagrada Escritura orientado a eliminar el error de la
Escritura.
44
Artola, Biblia y Palabra de Dios 167.
En tercer lugar y dentro de ese propósito de vuelta a lo esencial, destaca
la sencillez con que describe el texto conciliar tanto la acción divina
como la colaboración humana en el acto de la inspiración.
De hecho, de la intervención divina se dice, con mucha sobriedad, que
Dios actúa en y por medio de los autores humanos como verdaderos
autores. Se prescinde de la referencia a las causas principal e
instrumental, así como de la descripción de los modos concretos de
intervención de Dios en la mente y en la voluntad (León XIII). El Concilio
se contenta con las dos preposiciones en y por.
Por lo que se refiere a la acción propia de los escritores sagrados se
describe subrayando, por un lado, la providencial elección divina de los
redactores inspirados y, por otra, la plenitud de las cualidades humanas
(quos facultatibus ac viribus suis utentes…, donde el participio utentes
se refiere a los autores sagrados [quos], no a Dios) que no quedan
menoscabadas por la intervención divina. Por eso los hagiógrafos son
llamados verdaderos autores (no son sólo copistas o amanuenses).
6.2 Lo vinculante de la enseñanza conciliar
En el apartado anterior hemos visto que las confesiones de fe y las
definiciones conciliares han formulado explícitamente la fe en materia de
inspiración. Ahora bien ¿cuál es el objeto de fe vinculante de tales
pronunciamientos?
De entrada hay que advertir que las intervenciones magisteriales tienen
lugar, casi siempre, en situaciones de peligro para la fe. De ahí que lo que buscan
ante todo sea proscribir el error; pero al propio tiempo se reformula la verdadera
fe. Así, en nuestro caso, hemos visto que los errores gnósticos primero y el
racionalismo, después, han llevado a la Iglesia a formular y reformular su fe en la
inspiración, introduciendo categorías como la de “Dios autor” o la categoría misma
de “inspiración” para designar el acto generador de la Escritura.
También en el Vaticano II nos encontramos con una norma de alcance
vinculante en materia de inspiración. Pero dicha norma no es de orden dogmático
(el Concilio no quiso hacer ninguna definición de este tipo), sino práctico, pastoral,
para la comprensión de la Escritura. La encontramos en DV 12: la Biblia “se ha de
leer e interpretar con el mismo Espíritu con que fue escrita”. De este modo el
Vaticano II propone la inspiración como presupuesto indispensable para la
interpretación de la Biblia.
Tema VII: La naturaleza de la inspiración
7.0 Punto de apoyo: la inspiración en el lenguaje corriente
Frente a lo que hemos hecho en los temas anteriores (5 y 6), el tema de la
inspiración lo abordaremos, no desde una perspectiva simplemente positiva, sino
sistemática. Es decir, la pregunta que nos planteamos ahora es la siguiente: ¿Qué
es la inspiración bíblica y cuál es su efecto principal? A los dos aspectos
contemplados en dicha pregunta intentaremos responder en los temas 7 y 8
respectivamente.
A la hora de imaginar el acontecimiento de la inspiración puede servirnos de
ayuda el uso que se hace de este término en el lenguaje corriente, intentando
explicar con el mismo el origen “trascendente” de las creaciones artísticas o de las
elaboraciones intelectuales superiores. En efecto, normalmente se entiende por
inspiración una conmoción fulminante del siquismo humano, un “arrebato de
ingenio”, que eleva las propias capacidades humanas más allá de las
posibilidades de la vida ordinaria (soplo, duende…). El conocido pensador
español, Jaime Balmes dice de la inspiración que es “esa luz instantánea que brilla
de repente en el entendimiento del hombre, sin que él mismo sepa de dónde le
viene”45.
El recurso que hacemos a esta forma habitual de entender la inspiración no
significa, ni mucho menos, que estemos queriendo identificarla con la mera
creación artística, ni con una especie de intuición supra-discursiva, ni con la
experiencia mística. Todas estas dimensiones se descubren ciertamente en la
Biblia y pueden servirnos de analogía para entender la inspiración. Lo que
queremos decir es que la Escritura —y, como veremos enseguida, así lo entiende
la misma Biblia,— es el resultado de la acción combinada de dos fuerzas, que
actúan sobre la persona inspirada de manera característica: el Soplo y la palabra;
o lo que es igual: la presencia del Espíritu que pone al hagiógrafo en condiciones
de recibir en sí la Palabra de Dios y transmitirla en lenguaje escrito. ¿Cómo actúan
esas dos fuerzas? Antes de responder a esta pregunta recurriendo a la propia
Escritura, veamos la explicación que se ha venido ofreciendo prácticamente hasta
el Concilio Vaticano II.
7.1. El hagiógrafo como causa instrumental
La respuesta a la pregunta sobre el cómo de la acción combinada de Dios y
el autor humano en la génesis de la Escritura, la ofrecía Santo Tomás de Aquino
en el contexto de su explicación de la profecía.
Según el Doctor Angélico lo que se llama en latín inspiratio es cualquier
moción proveniente del exterior que, aplicada a las potencias del hombre, puede
dar lugar a los más variados efectos. En nuestro caso, el soplo del Espíritu
actuaría no sólo sobre la inteligencia, sino también sobre la voluntad y las
facultades expresivas del hombre (el lenguaje). Actuando sobre la inteligencia,
realizaría la elevación de la mente humana al nivel de las percepciones
sobrenaturales desprovistas de error; mientras que actuando sobre la voluntad y
las facultades expresivas daría lugar al texto de la Escritura.
Pero, siendo esto así, ¿cómo habría que entender la función del autor
humano en este proceso? Santo Tomás y la teología escolástica respondieron a
esta pregunta recurriendo a la terminología de la teología sacramentaria y de la
cristología, de donde tomaron el concepto de causa instrumental. Y esta fue
precisamente su mayor originalidad, porque sin negar la autoría divina de la
Escritura (Dios es la causa principal), la idea de instrumentalidad “logró expresar
en la forma más coherente el hecho de la comunidad de acción entre el creador y
45
A. M. Artola, Biblia y Palabra de Dios 169 n. 1. Cabe notar el cierto sabor neotestamentario de
esta definición balmesiana.
la criatura en una totalidad compartida” 46. Con todo, en relación con esta
explicación conviene tener en cuenta que ni Santo Tomás ni los demás teólogos
que la asumieron perdieron de vista que los autores humanos de la Escritura no
eran meros “instrumentos”, como es el caso de un martillo en manos de un
carpintero o un pincel en las de un pintor; los autores humanos son seres vivos y
racionales (Pío XII), de modo que todas sus facultades, por voluntad de Dios,
intervienen y entran en juego en la composición de sus obras respectivas 47.
Precisamente por ello, sin negar la originalidad y la influencia decisiva de
esta explicación, no se puede pasar por alto que precisa de ciertos matices,
especialmente por su excesivo apriorismo y su poca fundamentación en los datos
bíblicos. Es lo que intentaremos hacer, tratando de sistematizar nuestra
explicación del fenómeno de la inspiración en estos tres aspectos: el Espíritu
inspirador, el acto de la inspiración y la Escritura inspirada.
46
A. M. Artola, Biblia y Palabra de Dios 206.
47
Cfr. M. DE TUYA – J. SALGUERO, Introducción a la Biblia, I, BAC, Madrid 1967, 102-103.
El NT aporta realidades nuevas que ayudan a la comprensión del fenómeno
de la inspiración: la encarnación de la Palabra de Dios en Jesús el don del Espíritu
en Pentecostés. El acontecimiento de la encarnación (Jn 1,14; Hb 1,1) ilumina
con singular realismo de qué manera tan singular la Palabra de Dios se une a la
palabra humana: se hace hombre por obra del Espíritu Santo. En Cristo Dios
asume nuestra palabra y nuestra palabra se eleva a la categoría divina.
Por su parte, el don del Espíritu permite tematizar el origen santo de la
palabra y del libro desde el concepto de inspiración.
La fe de la Iglesia apostólica en el origen inspirado de la Escritura se
expresa fundamentalmente en dos textos: 2 Ped 1,20-21 y 2 Tim 3,16.
Veamos el primero:
“1,19 Así tenemos más confirmada la palabra profética y hacéis muy bien
en prestarle atención como a una lámpara que brilla en un lugar oscuro
hasta que despunte el día y el lucero amanezca en vuestros corazones, 20
pero sabiendo, sobre todo, lo siguiente, que ninguna profecía de la Escritura
puede interpretarse por cuenta propia, 21 pues nunca fue proferida profecía
alguna por voluntad humana, sino que, movidos por el Espíritu Santo,
hablaron los hombres de parte de Dios”
48
A. M. Artola, Biblia y Palabra de Dios 179.
g) Y, a partir de ahí, es posible la serie de actos que forman el proceso
de expresión: voluntad y decisión de expresar, selección del
vocabulario apto, combinación de los signos escogidos en una
locución personal. De este modo resulta la concreta palabra de fe y
es aquí donde tiene lugar la consagración de la palabra.
Ahora bien, aún no hemos respondido a la pregunta más apremiante: ¿por
qué en este proceso, tan similar al proceso comunicativo ordinario, podemos
hablar de consagración de la palabra? Porque en el caso de esta palabra de fe se
dan inextricablemente (indivisible por fuerte unión interna) unidas dos cosas: el
signo lingüístico, que comunica a los demás algo, y el objeto comunicado, que es
la realidad interior del acto de fe. De tal forma que, la sacralidad íntima del acto de
fe se comunica al acto de lenguaje.
Pero entonces, ¿cuál es la diferencia entre la palabra de la Escritura y
cualquier otra expresión de la fe? ¿Por qué esta no sería palabra inspirada y
aquella sí? ¿Dónde está la diferencia? Podríamos decir que la diferencia estriba
“en el grado y en el modo como la sobrenaturalidad de la comunicación divina
afecta al signo lingüístico que lo expresa” 49. Es decir, si la expresión de fe, en lugar
de realizarse en un orden privado y espontáneo, la realiza un personaje elegido
para anunciar la revelación [recordar DV 11] y obtener el asentimiento del pueblo
de Dios, entonces la expresión queda cualitativamente modificada. “Dios
interviene con su Espíritu sobre el mensajero asumiendo su palabra,
preservándole de toda deformación y garantizando la perfecta homogeneidad
entre el mensaje transmitido y la expresión utilizada para ello” 50.
La presencia del Espíritu en la palabra de fe que el mediador proclama y en
la cual el pueblo de Dios cree es lo que se llama consagración de la palabra
mediante la inspiración bíblica. Y el efecto propio de esta última es la
integración entre la Palabra de Dios y su expresión lingüística por la
intervención del Espíritu Santo en la génesis y en la formulación de dicha
expresión apta para transmitir la fe y confesarla 51. (Se da una asunción tal por
parte de Dios de la palabra humana, gracias a la acción del Espíritu en el receptor
de la palabra divina, que esa misma palabra se puede decir que es Palabra de
Dios).
49
A. M. Artola, Biblia y Palabra de Dios 183.
50
A. M. Artola, Biblia y Palabra de Dios 183.
51
A. M. Artola, Biblia y Palabra de Dios 183.
carisma inspirativo tendría como sujeto total al pueblo de Dios,
personificado en individuos concretos que son los inspirados.
Por eso, antes aún que el libro, el primer resultado del acto de la inspiración
es la tradición inspirada, es decir, la cadena de transmisiones orales y escritas
mediante las cuales se expresa, en el seno de la comunidad, el mensaje divino de
la revelación. La Escritura misma surge de esta tradición. Por esta razón pudo
afirmar la Dei Verbum que la Sagrada Tradición y la Sagrada Escritura están
íntimamente unidas […] porque ambas surgen de la misma fuente divina (cfr.
DV 9).
7.4.2 La obra inspirada
Así, pues, a la tradición inspirada sigue la obra inspirada como tal, es decir,
la Escritura. En realidad, esta es una forma nueva de locución que surge con
una vocación de permanencia, que busca trascender los límites del espacio y del
tiempo y que se dirige a un auditorio futuro.
Por eso, en la composición de esta obra escrita, el fenómeno de la
inspiración debe hacer entrar en juego todos aquellos recursos que confieren una
efectividad real a la escritura. ¿Cuáles son? En el caso de la locución oral lo
tenemos claro: el discurso obtiene su efectividad de la presencia personal, del
tono, de los gestos, etc. En el caso de la obra escrita, más que las cualidades
personales o retóricas del autor, que no está presente, merecen especial atención
la técnica literaria empleada en la expresión, la selección cuidada de los
contenidos, la corrección expresiva, el buen uso de los recursos literarios,
las figuras retóricas, etc.
En fin, con todo esto queremos decir que, en la elaboración de la obra
inspirada, el Espíritu Santo intervine no sólo como principio divino en el acto de
ponerla por escrito, sino también como autor de aquellos elementos
inmanentes a la obra que, por su lectura, suscitarán en el destinatario los efectos
salvíficos pretendidos por el libro.
Y esto nos lleva a una ulterior consideración acerca de la obra inspirada. Se
trata de que el fenómeno de la inspiración afecta no sólo al acto de la escritura
sino al texto mismo. La cuestión es: ¿acaso no es lo mismo escritura y texto? No,
aunque parezcan los términos parezcan sinónimos.
El texto (del latín texere = tejer) viene a designar la palabra y al escrito
como un tejido de estructuras; por tanto, como una realidad compleja que consta
de trama, pero también de urdimbre (conjunto de hilos que forman la tela). Esto
significa que todo escrito, aunque tiene una superficie fácilmente comprensible a
una primera lectura, posee también una profundidad a la que es necesario
descender para captar plenamente su sentido. Estos componentes se llaman en la
ciencia lingüística fenotexto y genotexto.
Aplicado a nuestro caso, la pregunta es hasta dónde llega el fenómeno
de la inspiración: ¿llega simplemente a la superficie del texto fácilmente
comprensible en una simple lectura, o desciende también a su dimensión más
profunda? Evidentemente la inspiración tiende en último término a la producción
de un escrito comprensible por destinatarios diversos en espacios y tiempos
diferentes. Ahora bien, a la vez, habrá que decir que la inspiración debe afectar
también al genotexto en cuanto generador del sentido cristalizado en el fenotexto.
¿Pero hasta qué nivel de profundidad literaria llega el carisma de la
inspiración? Responder a esto, en realidad, pertenece ya al campo de la “teología
ficción”; sería tanto como tratar de averiguar si el acontecimiento de la
transustanciación llega a las moléculas del pan consagrado.
Hemos hablado, pues, de tradición inspirada y de escritura inspirada. Pero
no debemos pensar que esta sea el resultado último de la inspiración, ya que la
producción inspirada de la Biblia se completa con la presencia del Espíritu
en el momento de su lectura; es decir, el mismo Espíritu inspirador está
presente en la lectura del texto.
Se podría hablar, por tanto, de una lectura inspirada como último término de
la inspiración; o, tal vez mejor, de la asistencia del Espíritu en la lectura de la
Palabra inspirada. Precisamente esta asistencia del Espíritu hace posible que la
Escritura recupere la efectividad de su locución primera en otro tiempo y en otros
destinatarios.
A esta efectividad es a la que se refiere el Vaticano II cuando afirma que en
los libros sagrados es el Padre del cielo el que amorosamente sale al encuentro
de sus hijos para conversar con ellos (DV 21). No se trata, pues, de la simple
lectura de un texto, sino de un diálogo con Dios.
Esta “lectura inspirada” acontece sobre todo en la lectura litúrgica, pero
también en la lectio divina y en la simple lectura personal, cuando el piadoso lector
se abre a la presencia en él del mismo Espíritu inspirador de la Escritura: “no
olviden que la oración debe acompañar a la lectura de la Sagrada Escritura
para que se entable diálogo entre Dios y el hombre; porque a Él hablamos cuando
oramos, y a El oímos cuando leemos las palabras divinas” (DV 25).
A modo de conclusión
Cuando, al principio de este tema tomábamos como base para nuestra
reflexión la acepción común del término “inspiración” decíamos que esta se
entendía como una especie de conmoción repentina del psiquismo humano que
da lugar a una obra por encima de lo ordinario. Tal vez por eso, cuando se habla
de inspiración bíblica se ha tendido a reducir la riqueza de este fenómeno a la
mera moción o impresión primordial producida por la invasión del Espíritu de Dios
en el autor sagrado. Nuestra descripción de la naturaleza de la inspiración ha
mostrado justamente lo contrario: que este fenómeno no se entiende sólo como
principio divino de la Escritura, sino que se extiende a todo el proceso de su
redacción, a la misma constitución inmanente del texto y alcanza incluso a la
lectura piadosa del mismo.
A pesar de la originalidad de la explicación clásica de la naturaleza de la
inspiración, hay que reconocer que la que hemos hecho, apoyándonos en los
datos de la teología bíblica, tiene la gran ventaja, de descender desde el ámbito
abstracto de las causas, al ámbito concreto de la actuación de Dios en la historia
por medio de su Espíritu. La inspiración, por tanto, más que la acción de unas
causas que se coordinan, o más que resultado de una acción divina
indiferenciada, es el resultado de la actuación del Dios trino, que supone la
presencia de cada persona de la Trinidad según su manera de ser:
La reflexión teológica ha atribuido la acción inspiradora a la persona del
Espíritu, no porque él actúe separadamente del Padre y del Hijo, sino porque es el
Espíritu quien, irrumpiendo en la persona del inspirado, eleva sus potencias para
recibir y expresar lo que el Padre ha querido revelarnos en su Hijo, su Palabra.
Ahora, además, ya sabemos que cada facultad humana recibe la fuerza del
Espíritu según su propia naturaleza:
o En el entendimiento, produce efectos de iluminación y de conocimiento
sobrenatural.
o En la voluntad, mociones e impulsos para decidir.
o En la imaginación, visiones y representaciones.
o En las facultades de realización práctica, capacidad para llevar a cabo
las decisiones del entendimiento y de la voluntad.
o En definitiva, el fundamento de todo el proceso de la inspiración está en la
acción única del Espíritu diversificada según las distintas acciones de las
facultades humanas.
o (Trabajo: lectura de págs. 191-196)
52
Cf. A. M. Artola, Biblia y Palabra de Dios 225 n. 18.
53
Cf. A. M. Artola, Biblia y Palabra de Dios 227.
54
Cf. A. M. Artola, Biblia y Palabra de Dios 227.
“lleno de gracia y de verdad” (DV 17; cf. Jn 1,14); es una verdad
“escondida en el misterio de Cristo” (DV 24).
- Además esta verdad se contiene en la palabra verdadera (Verbum
verum) de Dios que es la Escritura del AT y el Evangelio, “fuente de toda
verdad salvadora”, y se da a conocer a los fieles “por el Espíritu de la
verdad”, que concede a todos el don de aceptar y creer la verdad (DV
5). Se trata, por tanto, de una verdad salvadora: “[Evangelium] tanquam
fontem omnis et salutaris veritatis” (DV 17).
Las distintas afirmaciones del Concilio sobre la verdad que hemos evocado
muestran con claridad que el marco en el que el Concilio se propuso abordar el
tema de la verdad es el misterio de dios, uno y Trino. Por ello se habla de “Dios”
(Padre), de Cristo y del Espíritu. Por ello no extraña que, como una consecuencia
lógica, se describa la “plenitud de la verdad”, no como una realidad poseída, sino
como algo a lo que la Iglesia camina:
El texto conciliar afirma la verdad de la Biblia de una forma muy singular: los
libros de la Biblia “enseñan… la verdad”, sin duda. Es decir, la verdad se afirma en
cuanto verdad enseñada, teniendo en cuenta que esta enseñanza no concierne a
una serie de conocimientos de los que carece aquel a quien se enseña, sino a una
verdad de fe que salva; en palabras del Vaticano II, la verdad que se comunica es
en definitiva la misma vida de Dios (cf. DV I), trata de insertarnos en la misma vida
divina. Así, pues, el sujeto propio de la verdad bíblica es la intención de enseñar;
la referencia a la salvación sirve para delimitar el ámbito al que se circunscribe
aquella intención de enseñar.
TEMAS 9-11
El texto de la Biblia
En la presentación habitual de la Introducción “general” a la Sagrada
Escritura (así se llamaba) al estudio de la inspiración y del canon seguía el
llamado Tratado del Texto55. Esto ha cambiado sensiblemente en la
sistematización actual de nuestra asignatura, y la razón es fácilmente
comprensible, atendiendo simplemente al cambio que se ha introducido en el
título: Introducción especial. Con el adjetivo especial se quiere significar, sobre
todo, la perspectiva esencialmente teológica desde la que se aborda el tema de la
Escritura en cuanto Palabra de Dios; y es evidente que la cuestión del texto no es
55
Cfr. M. DE TUYA – J. SALGUERO, Introducción a la Biblia, I, 410-615.
principalmente de orden teológico. Más bien en dicha cuestión convergen
disciplinas tan diversas como la arqueología, la paleografía e incluso la filología
clásica y semítica.
Pese a todo, nosotros vamos a mantener el tema del texto de la Biblia como
uno de los núcleos temáticos de nuestro curso. De hecho no carece de interés
que, después de haber visto cómo la Iglesia recibe los libros bíblicos como norma
de su fe y de su vida (canon: Parte I) porque cree firmemente en el origen divino
de los mismos (inspiración: Parte II), nos preguntemos ahora “si dichos libros han
llegado a nosotros íntegros e incorruptos”56. Tal pregunta no la hacemos, sin
embargo, con un afán apologético, como si tratáramos de demostrar
irrefutablemente que nuestros libros son los auténticos, sino para mostrar que en
realidad los textos bíblicos, en sus lenguas originales, reproducen sustancialmente
aquella primera locución divina que está en el origen de la Escritura.
Pero, ¿por qué se plantea esta cuestión? Simplemente porque, según
corrobora la historia del texto y de las diferentes versiones de la Biblia, es un
hecho que, aunque el texto bíblico se difundió tanto en las lenguas originales
como en diferentes traducciones, nosotros no poseemos originales ni de los unos
ni de las otras. En algunos casos la transmisión del texto ha dado lugar de hecho a
versiones distintas de los diferentes pasajes bíblicos; lo cual requiere un trabajo de
comparación de las diferentes lecturas para tratar de establecer la que mejor
responda al original. Y de esto es de lo que se ocupa la parte la ciencia bíblica
llamada crítica textual.
Así pues, en las dos últimas lecciones del curso abordaremos muy
brevemente algunos aspectos de esta problemática, de acuerdo con el siguiente
plan: en primer lugar, trataremos sobre el texto de la Biblia (1), tanto del AT (1.1)
como del NT (1.2.). Después nos ocuparemos de las traducciones bíblicas hechas
a las dos principales lenguas de los primeros siglos de difusión del cristianismo
(2): la griega (LXX) (2.1) y las latinas (especialmente la Vulgata) (2.2); para
terminar, ofreceremos unas nociones básicas de crítica textual (3).
1. El texto de la Biblia
1.1 El Antiguo Testamento
1.1.1 Las lenguas del AT
Es sabido que el Antiguo Testamento se escribió en tres de las muchas
lenguas que se hablaban en el mundo antiguo: el hebreo, el arameo griego y el
griego. En hebreo están escritos casi todos los libros del AT, exceptuando algunas
partes de los libros de Esd (4,8-6,18; 7, 12-26), Dn (2,4b-7,28) y Jr (10,11), que
están en arameo. Esta misma lengua ha dejado su lengua en muchos de los libros
escritos en hebreo, pero que contienen bastantes arameísmos. Por su parte, los
libros deuterocanónicos del AT se han conservado únicamente en su versión
griega, aunque recientemente se han encontrado fragmentos hebreos de algunos
de ellos como Eclo (casi la mitad en Egipto, cerca de El Cairo, el año 1896, y en
56
M. DE TUYA – J. SALGUERO, Introducción a la Biblia, I, 410.
Qumrán) y de Tb (también en Qumrân) 57. Finalmente, en griego se escribieron
originalmente Sb y 2Ma; junto a ello se conserva la traducción griega de todos los
libros del AT en la versión llamada de los Setenta (LXX), de los siglos III y II a.C.
1.1.2 El hebreo
En orden a comprender algo más la historia del texto conviene que digamos
algo sobre el hebreo en particular. Se trata de una lengua que pertenece a la gran
familia de las lenguas semíticas, que abarca también a la asirio-babilónica, la
cananea, la fenicia, la aramea, la árabe y la etiópica 58. Fue la lengua que usaron
los judíos hasta el destierro de Babilonia, donde aprendieron el arameo y, una vez
vueltos a Palestina, la fueron sustituyendo paulatinamente por esta última. Así el
hebreo, aunque se mantuvo como lengua culta, santa, litúrgica, dejó de emplearse
en el lenguaje oral. Pero, ¿cómo se escribía?
Para escribir su lengua, los hebreos usaron primero los caracteres fenicios
y sólo más tarde, después del destierro de Babilonia, adoptaron los caracteres
arameos, singularizado por los signos cuadrados que todavía hoy constituyen la
escritura corriente hebrea.
Originariamente, carecía de referencias vocálicas explícitas, pero en
sustitución de las mismas empleaba algunas consonantes que se conocen con el
nombre de matres lectionis (porque favorecían la lectura, en cierto modo la
“engendraban”). Sólo mucho tiempo después los llamado masoretas (=
tradicionalistas) inventaron un sistema de signos y puntos debajo de las
consonantes para representar las vocales.
Dicho lo cual estamos en condiciones para comprender mejor el texto del
AT, en torno al cual nos interesan principalmente dos cuestiones: su historia, por
un lado, y por otro, la descripción siquiera breve de los principales testigos
textuales y ediciones críticas de dicho texto.
57
Cfr. M. DE TUYA – J. SALGUERO, Introducción a la Biblia, I, 411.
58
Ibíd.
Sal 14 (13) Sal 53 (52) 1
1
Nota de la Sagrada Biblia. Versión oficial de la Biblia de la CEE: “ Este salmo, con escasas y ligeras
variantes, es una repetición de Sal 14, a cuyo comentario remito. El rechazo del sitiador (v. 6) ocupa el puesto de la
protección del justo (Sal 14,5-6)”.
salvación de Israel! salvación de Israel!
Cuando el Señor cambie la Cuando el Señor cambie la
suerte de su pueblo, suerte de su pueblo,
se alegrará Jacob y gozará Israel. se alegrará Jacob y gozará Israel.
Por tanto, hasta finales del siglo I, el texto pasa por un período de fluctuaciones.
1.2.2 Período de uniformidad consonántica
Desde el siglo I a.C hasta el año 500 d.C., aproximadamente, nos
encontramos con un período de uniformidad consonántica, en el que se fija
definitivamente el texto consonántico, que como hemos señalado más arriba, era
el único que se escribía originalmente. Una prueba de que fue en esta época
cuando se fijó es el llamado rollo de los doce profetas menores que se descubrió
en el año 1951. Se trata de un manuscrito que procede de este período y que
coincide con el texto correspondiente de las ediciones actuales de la Biblia
hebrea.
1.2.3 Período de estabilidad definitiva
Este período se extiende desde aproximadamente el año 500 hasta el 900
d.C. Ya hemos indicado más de una vez que los antiguos manuscritos hebreos
sólo ofrecen el texto consonántico del Antiguo Testamento, no las vocales. Llegó
un momento en que se sintió la necesidad de escribir estas últimas, pues el
hebreo había dejado de ser lengua hablada desde hacía tiempo, de modo que,
para poder se leído con corrección, sin posibilidades de distorsionar el texto, se
sintió la necesidad de añadir un sistema indicador de las vocales. Esta labor de
vocalización la llevaron a cabo los llamados masoretas. Por eso, el texto hebreo
definitivamente fijado se llama el texto masorético, que es el que ofrecen las
modernas ediciones críticas de la Biblia hebrea.
Pero la labor de los masoretas no se limitó a señalar las vocales en el texto,
sino que añadió signos para indicar puntos, comas, flexiones, (interrogaciones,
exclamaciones), entonación…; todo lo cual lo realizaron con una gran
minuciosidad y gran respeto al texto consonántico. Tanto es así que no
escribieron encima ni en medio del mismo, sino que indican las vocales debajo de
las consonantes. Ese respeto por el texto transmitido lo manifestaron incluso en el
hecho de que, cuando encontraban alguna errata, la dejaban tal cual, sin
corregirla; en ese caso se contentaron con rodear la errata en un círculo (el
circellus masoréticus) y poner una nota al margen.
59
Sobre este punto, en el que no podemos entretenernos, cfr. M. DE TUYA – J. SALGUERO,
Introducción a la Biblia, I, 431-439.
60
Por ejemplo, Jn 5,3b-4 (el ángel de la piscina de Betesda): “La tradición alejandrina omite el final
del v. 3 y el v. 4: parecía demasiado extraña la idea de un ángel “lavándose” en una piscina. Pero el v. 4 es
necesario para la inteligencia del relato (v. 7)” (Biblia de Jerusalén, 1555).
cuya importancia para la crítica textual deriva del hecho de haber sido compuestas
a partir de manuscritos no muy distantes de los originales.
Dicho lo cual, del NT nos interesan especialmente los testigos directos, de
los cuales poseemos más de 2.500 manuscritos. De éstos son muy importantes
para la crítica textual unos 266 que se conocen con el nombre de códices
mayúsculos o unciales (llamados así porque están escritos en letras mayúsculas) 61
y también los papiros (unos 84, aunque el número va en aumento, porque no es
extraño que se descubran periódicamente nuevos ejemplares) 62.
Los códices unciales o mayúsculos se suelen designar con una sigla, que
es una letra del alfabeto latino (A, B, C…) o del griego o del hebreo, o
simplemente con un número precedido del 0 (por ejemplo, 047). De los códices
unciales destacan dos: el códice Vaticano (B = 03), conservado en la Biblioteca
Vaticana, que es del siglo IV y contiene el AT (versión de los LXX) y el NT (con
lagunas); el códice sinaítico (S = 01 = )א: descubierto por Constantin von
Tischendorf en el monasterio de santa Catalina del monte Sinaí (entre 1844-1859)
y conservado actualmente en la British Library de Londres. Es también del siglo IV
y contiene íntegros el AT (LXX) y el NT.
Por lo que se refiere a los papiros, se suelen designar mediante la letra P
(escrita preferiblemente en letra gótica: P) seguida de un exponente numeral (así:
P56). Entre los más importantes se cuentan P 52 (conocido también como el Papiro
Ryland por encontrarse en la biblioteca John Ryland de Manchester): fue
descubierto en Egipto63 y es el manuscrito más antiguo que se conoce del NT,
pues puede datarse en la primera mitad del siglo II. Sólo contiene Jn 18,31-33.37-
38, pero resulta muy relevante para la datación del cuarto evangelio: si este
Evangelio, que fue escrito en Asia, era ya conocido en el Valle del Nilo alrededor
de los años 120-130, su composición se remontaría a una fecha que no va más
allá de finales del siglo I. Además, P 45, 46, 47 (llamados Papiros Chester Beatty,
nombre de la persona que los adquirió en 1930-1931). Son importantes por su
antigüedad (primera mitad del siglo III) y por la amplitud de los textos que
contienen, especialmente P45 que contiene los cuatro Evangelios, y Hch y P 46 que
contiene las cartas de san Pablo casi íntegras (colocando Hb entre Rm y 1-2Co) 64.
Los llamados Papiros Bodmer son una colección de papiros propiedad de la
Biblioteca Bodmeriana de Cologny-Ginebra (Suiza); entre ellos destacan P 66
(Bodmer II) y P75 (Bodmer XIV-XV). El primero, escrito hacia el año 200, contiene
61
Esto supone que existen también códices minúsculos o cursivos, cuya distinción con los primeros
sólo es externa y que tienen también un gran valor para la crítica textual (Cfr. M. DE TUYA – J. SALGUERO,
Introducción a la Biblia, I, 447). Sin embargo no los vamos a tratar. Además, incluso los más antiguos
(Códices Ferrarenses) no son anteriores al siglo XII.
62
Cfr. M. DE TUYA – J. SALGUERO, Introducción a la Biblia, I, 439 habla sólo de 67, mientras que,
en 1998, V. MANUCCI, La Biblia como Palabra de Dios, 99 habla ya de 84.
63
Las especiales condiciones climáticas de Egipto son muy favorables para la conservación de estos
documentos.
64
Cfr. M. DE TUYA – J. SALGUERO, Introducción a la Biblia, I, 442. Seguimos en esto a De Tuya,
porque en Manucci parece que hay una errata: pone P45 en lugar de P46 (V. MANUCCI, La Biblia como Palabra
de Dios, 100).
casi todo el texto de Jn 1-14; el segundo, también de principios del siglo III,
contiene también, además de gran parte de Lc, los quince primeros capítulos de
Jn. Son muy importantes para el estudio crítico del cuarto evangelio, mal
atestiguado por documentos anteriores al siglo IV 65. El papiro P72 (Bodmer VII-VIII),
algo posterior a los anteriores (siglos III-IV), “contiene el texto más antiguo
conocido hasta el momento de la carta de Judas y de las dos cartas de Pedro” 66.
Principios a la hora de determinar los textos:
- Es preferible la lectura de textos no concordantes que de concordantes.
- Tiene mas probabilidad de ser veraz un texto cuya comprensión sea
mas difícil que uno que no lo sea tanto.
- Es preferible un texto mayúsculo a uno minúsculo.
71
Al menos esta era, en los años sesenta, la opinión de Manuel de Tuya, quien la fundamenta en una
referencia a E. NESTLE, Einführung in das griechische NT, Göttingen 19093, 38, que sería interesante poder
controlar. Sobre todo, por si Nestle cita algunos ejemplos concretos de obras clásicas (cfr. M. DE TUYA –
J. SALGUERO, Introducción a la Biblia, I, 439, n. 146).
72
“Un texto es la realización de una idea, la encarnación de una intencionalidad, de un proyecto, de
un mensaje, de ese extraño material que son los signos lingüísticos y als categorías culturales de las que el
autor se ha servido para expresarse: ”V. Mannucci , La Biblia como Palabra de Dios. Introducción general a
la Sagrada Escritura, Bilbao 101998, 252.
Nuestro propósito es abordar esos principios desde la perspectiva católica,
consideran antes a algunas cuestiones de terminología y de historia.
Tema 12: Terminología hermenéutica
12.1 Hermenéutica
Etimológicamente hermenéutica viene del verbo griego hermeneuein,
que significa traducir, declarar o explicar. Esta terminología se relaciona con el
nombre de Hermes, una divinidad griega, que era considerado el heraldo de los
dioses y el encargado de interpretar los oráculos de Zeus. En latín se tradujo por
interpretari.
En la forma de entender este verbo ha habido una evolución. En la
antigüedad clásica, por ejemplo, la hermenéutica se entendía como la ciencia o el
arte de la interpretación de los textos autorizados, es decir, de los documentos
jurídicos y también de los textos religiosos; con ello se trataba de establecer un
puente entre las tradiciones antiguas, que resultaban incomprensibles, y la cultura
de un momento histórico que quería conservar aquellas tradiciones. En esta línea
el mismo Aristóteles compuso una obra que se titula peri hermeneias y se dedica
precisamente a la interpretación.
Sin embargo, en la antigüedad clásica no tenía aún el sentido más
técnico que adquirió en la segunda mitad del s. XVII. Fue entonces cuando,
especialmente en la teología protestante, se comenzó a hablar de hermenéutica
para referirse a las reglas y principios de interpretación de la Biblia. En ese primer
momento no se distinguía entre hermenéutica y exégesis, aunque ya había una
especie de conciencia implícita de que la hermenéutica es la ciencia teórica de la
interpretación, mientras que la exégesis es la metodología práctica de la misma.
Así la hermenéutica bíblica comenzó a designar entonces la investigación,
fundamentación y formulación de los principios y reglas válidos para la
interpretación de la Escritura.
Más tarde, en los ss. XVIII y XIX, especialmente los filósofos
Schleiermacher y Dilthey convirtieron la hermenéutica en un problema filosófico,
pues tomaron conciencia de la distancia entre el lector y el texto y expresaron el
convencimiento de que tal distancia no es posible superarla objetivamente, al
margen de la subjetividad del que lee 73. De este modo la palabra “hermenéutica”
comenzó a utilizarse para designar la teoría general de la comprensión humana,
especialmente a lo que se refiere a la interpretación de textos. Esta orientación de
la hermenéutica alcanzó su punto culminante, ya en el s. XX, con M. Heidegger y
H. G. Gadamer.
En nuestro caso entendemos la hermenéutica bíblica como la teoría
específica de la comprensión de los textos de la Sagrada Escritura. Aunque es
cierto que esta forma especial de la hermenéutica se lleva a cabo necesariamente
en diálogo con la reflexión filosófica sobre la hermenéutica, la comprensión de los
textos de la Escritura se pone en práctica teniendo en cuenta el carácter especial
del texto bíblico.
73
J. S. Caro, Biblia y Palabra de Dios 246.
12.2 Exégesis
También la palabra “exégesis” viene del griego; se trata
concretamente de un sustantivo verbal que procede del verbo exegeomai, que
significa, tirar fuera, sacar. En este sentido, el objetivo de la exégesis sería el
mismo que el de la hermenéutica, es decir, sacar a la luz el significado de los
textos. Sin embargo, cuando se habla actualmente de “exégesis” se piensa en la
realización concreta de la interpretación mediante los métodos adecuados.
Aplicado al campo de la Biblia, la exégesis consiste en el modo concreto de
interpretar los textos bíblicos siguiendo unos métodos determinados.
12.3 Interpretar, sentido y verdad
Cuando usamos el término “interpretar” en este contexto, lo
entendemos en su sentido más general, que comprende tanto la hermenéutica
como la exégesis. Se interpreta buscando el sentido de un texto, buscando lo que
el hagiógrafo intentó expresar y expresó en unas determinadas circunstancias (cf.
DV 12).
Podríamos decir, por tanto, que el sentido es la orientación del
significado de un texto, lo que dice el texto. Ahora bien, lo que el texto nos dice a
nosotros nos conduce a la verdad bíblica, que, según hemos aprendido, no es otra
que la verdad que Dios quiso revelarnos para nuestra salvación (cf. DV 11). El
texto bíblico nos conduce a la revelación del misterio de Dios en Cristo, que es la
misma Palabra de Dios encarnada. El sentido del texto bíblico nos conduce a la
verdad del Evangelio, prometido por los profetas, anunciado y cumplido por Cristo
y transmitido por los Apóstoles. La verdad del texto bíblico, en cuanto que se
refiere a la realidad misma del Dios de Jesucristo, no puede agotarse ni captarse
totalmente en el texto, de forma que siempre podemos descubrir en la Biblia
nuevas manifestaciones de la verdad, siempre podemos leerlo e interpretarlo
desde circunstancias nuevas…
12.4 Actualidad, actualización y acción
Precisamente porque la verdad bíblica es siempre nueva, podemos
hablar de su actualidad y actualización.
Cuando hablamos de “actualidad”, nos referimos a la relación de su
contenido con cada generación creyente. Dicho de otra forma, por “actualidad” se
entiende la capacidad del texto bíblico para interesar a las sucesivas
generaciones, planteando pregunta u ofreciendo respuestas.
Por su parte, la actualización es la operación concreta que convierte
al texto en vehículo personal entre Dios y el lector. Por ejemplo, en el Nuevo
Testamento un vehículo de actualización es la tipología, es decir, el recurso a
determinadas personas, instituciones o acontecimientos del AT que fueron
comprendidos como figuras de Cristo o de la Iglesia; es el caso de Adán (Rm 5; 1
Cor 15), el diluvio (1 Pe, en relación con el bautismo), Moisés (Evangelio según S.
Mateo), el templo (Jn 2, en relación con Cristo; y 1 Cor 6, en relación con el
cristiano), las fiestas judías (Evangelio según S. Juan), Jerusalén (Apocalipsis, en
relación con la Iglesia…).
TEMA 13: LA INTERPRETACIÓN DE LA BIBLIA
EN LA HISTORIA
74
“El Código Deuteronómico… es, en muchos casos, una reinterpretación, actualizada y adaptada a
los cambios de la vida económica y social del Israel sedentarizado en Canaán, del derecho de una sociedad de
campesinos y pastores que quedó fijado y guardado en el “Código de la Alianza” elohista”: Mannucci, La
Biblia como palabra de Dios 254.
práctica surgieron lo que se conoce con el nombre de Targum/Targumim,
es decir, las traducciones no literales de la Biblia del hebreo al arameo.
b) Por lo que se refiere a las escuelas rabínicas , el punto de partida de la
interpretación de los textos sagrados en su ámbito no lo ofrecía la
proclamación de los mismos, sino desde el encuentro directo con ellos a
través del aprendizaje y el estudio, siendo guiado este último por el
esfuerzo por adaptar la Palabra a las nuevas circunstancias. Así surgieron
en Israel los escribas o doctores de la Ley, soferim en hebreo, que se
convirtieron propiamente en los exégetas autorizados de la Escritura. Su
interpretación seguía unas reglas determinadas, aunque básicamente
respondía a un doble movimiento: en primer lugar, la búsqueda del sentido
literal del texto (pesat) y luego derivar de él su sentido más profundo
(deras). Por otra parte, el resultado de este esfuerzo se concretaba en la
halaká, cuando se trataba de actualizar un texto legal, y la haggadá, cuando
el intento tocaba a la actualización de relatos o la comunicación de
verdades de fe.
c) Un esfuerzo singular de interpretación de la Sagrada Escritura lo representó
el judaísmo de la diáspora griega, que, además de diversas traducciones
del texto a la lengua de Homero, intentó un trasvase cultural de los
contenidos de la Biblia al mundo helenista´, sirviéndose para ello de forma
particular de la alegoría.
Un elemento común a todas estas formas de interpretación es que
aparecen motivadas por la necesidad de actualizar los textos. No se puede
decir que para ello se aplicaran métodos exegéticos propiamente dichos. Había
una serie de reglas de interpretación, conducidas todas ellas por un claro
principio hermenéutico: la convicción de que el mismo Dios, que había hablado
a Israel en el pasado a través de esas tradiciones, revelaba el sentido de sus
palabras en el hoy de la comunidad israelita posterior.
13.1.3 La interpretación del AT en el NT
En líneas generales se puede afirmar que, al leer los textos del AT, los
autores del NT aplican los mismos procedimientos de la exégesis judía de su
época, aunque introduciendo una novedad radical: la convicción de que toda la
Escritura habla de Jesús (cf. Lc 24,27.44-47), ha alcanzado su cumplimiento en él.
Así lee, p. ej., Mt 1,13, el anuncio del hijo del rey hecho por Is 7,14. S. Pablo, en
quien se descubren abundantes ejemplos en los que aplica las reglas de la
exégesis rabínica, hace además una lectura alegórica de la historia de los dos
hijos de Abrahán en Gal 4,21-31.
13.1.4 La interpretación del NT dentro del NT
Es convencimiento de los estudiosos, e incluso del magisterio eclesiástico
(CF. DV 18-19), que los evangelistas no nos ofrecen crónicas de los hechos
realizados por Jesús o por las palabras pronunciadas por él. Unos y otros son
transmitidos en una lectura determinada por la luz de la Pascua y por nuevas
circunstancias de las comunidades de los discípulos. Un caso paradigmático en
este sentido lo constituye la parábola del administrador sagaz en Lc 16,1-7, en la
cual es fácil descubrir el eco de la palabra original de Jesús (alabanza de la
sagacidad: 16,8a), junto a la explicación de la misma, ciertamente extraña en su
literalidad, (sagacidad de los hijos del mundo entre sí, no frente a Dios: 16,8b),
unida a otra explicación referente de manera directa a los publicanos (uso del
dinero injusto para fines justos: 16,9) y, finalmente, una última invitación, debida
seguramente por el evangelista, a la fidelidad en las cosas pequeñas (16,9-12).
Este y otros casos muestran a las claras que la transmisión de las palabras
(y de los hechos) de Jesús en el seno de la comunidad no estuvo impulsada por el
deseo de transmitir su tenor literal, sino de descubrir su fuerza en las nuevas
situaciones que se le iban planteando a la comunidad.
13.2 La exégesis patrística
13.2.1 Los primeros siglos
La historia de la interpretación de la Biblia en la época patrística viene
marcada por la exégesis de las dos grandes escuelas teológicas del oriente
cristiano: la escuela de Alejandría y la escuela de Antioquía.
13.2.2 La escuela de Alejandría, surgida a principios del siglo III, se caracteriza por
el influjo de la cultura helenista en la interpretación de los textos bíblicos.
Especialmente relevante es el empleo de la alegoría (a la que ya recurrido
el judío Filón para leer el AT) y que ahora se convierte en el instrumento
hermenéutico ideal para “sacar a la luz la presencia de Cristo y de su
misterio encerrados en la Escritura”75. Los alejandrinos parten del
presupuesto de que nada hay superfluo en la Escritura y, desde él, tratan
de descubrir, hasta en los más mínimos detalles, una referencia a Cristo. El
gran representante de esta escuela y el gran exégeta de la antigüedad es
Orígenes, a quien ya hemos visto interesarse por el texto de la Escritura en
sus Hexapla (contemplaba las 6 versiones más importantes de la biblia en
seis columnas). Pues bien, Orígenes se nos muestra también como el
primer autor en plantearse seriamente el problema hermenéutico al iniciar
una reflexión sistemática sobre los sentidos de la Biblia: Según él, la
Escritura puede entenderse según la carne, es decir, comprendiendo sólo
su cuerpo, su letra, que es lo que hace el sentido literal. Pero también
puede entenderse según su alma o según su espíritu, con lo que
llegaríamos al sentido espiritual o místico. Ahora bien, Orígenes no
distingue únicamente esos dos niveles de significación de la Escritura (letra
y espíritu), sino que intenta mostrar además su conexión mutua: el sentido
literal tendría una función fundamentalmente propedéutica (preparatoria),
pero lo importante y lo que no puede faltar nunca es el sentido espiritual, al
que se llega mediante la alegoría76.
75
V. MANNUCCI, La Biblia como Palabra de Dios, 256.
76
Un ejemplo muy elocuente: «Abrahán tomó la leña para el sacrificio, se la cargó a su hijo Isaac, y
él llevaba el fuego y el cuchillo [Gn 22,6]. El hecho de que llevara Isaac la leña de su propio sacrificio era
figura de Cristo, que cargó también con la cruz; además, llevar la leña del sacrificio es función propia del
sacerdote. Así pues Cristo es, a la vez, víctima y sacerdote…» (ORÍGENES, Homilías sobre el libro del
Génesis 8,6: PG 12, 206). Valga este pequeño texto como ilustración de lo que venimos diciendo: la letra del
texto sirve sólo como “trampolín” desde el que se el intérprete se zambulle en el sentido profundo de la
b) En el siglo IV aparecen nuevos intereses con respecto al texto bíblico:
ahora se desea conocer mejor la cultura, la historia y todos los datos de la
antigüedad, lo cual favorecerá una tendencia más favorable a la
interpretación literal de la Escritura, movida además por un interés
parenético (exhortativo) más que místico o espiritual. Esta nueva
mentalidad hermenéutica cristalizará en la llamada escuela antioquena, en
la que destacan figuras tan representativas como: Diodoro de Tarso (su
fundador), san Juan Crisóstomo (la máxima personalidad antioquena,
aunque más preocupado en la utilización edificante de la Escritura que en la
problemática de su interpretación) y Teodoreto de Ciro (que trata de
atemperar el rígido literalismo de algunos representantes de la escuela): Si
en la escuela alejandrina era clave la noción de alegoría (trasladar más allá
de, qué nos quiere decir el texto), aquí es clave el concepto técnico de
theoria (qué dice el texto), creado por Diodoro de Tarso. Theoria significa
visión o contemplación. Sería, por tanto, lo que el autor sagrado abarca con
su mirada (por así decir), que es la realidad histórica que narra pero que se
abre a una realidad más plena, existiendo entre ambas una relación
semejante a la que existe entre la sombra y la luz, el tipos (figura) y la
realidad77. Esta mirada es lo que la interpretación debe traer a la luz. Desde
esta perspectiva podemos entender que la theoria antioquena se opone no
tanto a la alegoría alejandrina cuanto a sus exageraciones (desprecio del
sentido literal)78.
c) La exégesis occidental
En definitiva, la tensión entre los dos sentidos (literal y espiritual)
caracteriza a las dos grandes escuelas del Oriente cristiano. Y lo mismo
prácticamente sucede en Occidente: mientras que san Jerónimo se muestra
más favorable a la interpretación literal, san Ambrosio y san Hilario de
Poitiers cultivan más la exégesis alegórica. San Agustín, por su parte,
intentará una síntesis entre ambas posturas, influyendo poderosamente en
la Edad Media79.
Escritura. Nótese también el empleo de la alegoría: leña = cruz; llevar la leña = función sacerdotal, etc.
77
Sánchez Caro, Biblia y Palabra de Dios 259-260.
78
Cfr. V. MANNUCCI, La Biblia como Palabra de Dios, 257. Valga el ejemplo de Teodoreto de Ciro
como ilustración de que la theoria antioquena no supone un desprecio de la dimensión simbólica de la
Escritura. En su tratado Sobre la encarnación del Señor, después de los sufrimientos de Cristo parafraseando
los relatos de la Pasión, Teodoreto añade: «Con la corona de espinas puso fin al castigo de Adán… Con la
hiel, cargó sobre sí la amargura y molestias de esta vida mortal y pasible… La púrpura fue signo de su
realeza; la caña, indicio de la debilidad y fragilidad del poder del diablo; las bofetadas que recibió publicaban
nuestra libertad, al tolerar él las injurias, los castigos y golpes que nosotros habíamos merecido»
79
Cfr. V. MANNUCCI, La Biblia como Palabra de Dios, 257.
desglosa en tres aspectos: lo referente al misterio de Cristo (alegoría), todo lo
referido al comportamiento (tropología) y lo que tiene que ver con las realidades
futuras (anagog
Littera gesta docet ía). El dominico Agustín de Dacia ( 1282) lo enunció de
forma rítmica en el siguiente dístico, quid credas allegoria,
moralis quid agas, quo tendas anagogía.
(La letra enseña los hechos, la alegoría enseña lo que debes creer, lo moral
lo que debes hacer, y la anagogía a donde tienes que tender.)
Es decir que, en el contexto global de la Escritura, el intérprete distingue
ante todo una historia: la serie de intervenciones de Dios en la historia de la
salvación. Pero esta historia esconde el misterio de Cristo, que contiene a su vez
varios niveles:
- Lo que mira a la realidad histórica de Cristo y de su Iglesia, que
constituye la alegoría;
- lo que ofrece una doctrina capaz de regular la vida cristiana, que
constituye la tropología;
- lo que se refiere a las realidades celestes y escatológicas, que
constituye la anagogía.
Este triple sentido espiritual de la letra de la Escritura se refiere sobre todo a
los textos del AT, pero también es aplicable, con la debida proporción al NT, cuya
historia hace también referencia a la economía sacramentaria (alegoría), a la vida
espiritual de los cristianos (tropología) y al objeto de nuestra esperanza
(anagogía)80.
La doctrina de los cuatro sentidos que acabamos de exponer de la Escritura
está en la base de la lectura medieval de la Biblia, ya sea de la Lectio monasticha
(orientada sobre todo a alimentar la fe no tanto por medio del saber, cuanto por
medio de la experiencia del misterio de Cristo y la contemplación anticipada de las
realidades futuras), ya sea la Lectio scholastica, desarrollada sobre todo a partir
del siglo XIII, en la que el sentido literal se valora como el único demostrativo en
teología y como el que funda todos los demás 81.
83
En esta estructuración seguimos a V. MANNUCCI, La Biblia como Palabra de Dios, 291-301.
Pero esta afirmación, que es la proposición principal, no es la primera que
aparece en el texto conciliar, sino que va precedida de otras dos, que son
proposiciones subordinadas y en las que se presentan las razones de por qué hay
que realizar esta investigación y cuál es su objetivo. Veamos cada una de estas
dos proposiciones subordinadas:
La primera, introducida por la conjunción cum, expresa el presupuesto que,
a modo de precomprensión, posibilita cualquier interpretación auténtica de la
Biblia: se trata de la convicción de su naturaleza humano-divina: “… Dios ha
hablado en la Escritura por hombres y al modo humano” (per homines more
hominum”). Es decir, el texto parte del dogma de la inspiración de la Escritura tal y
como lo hemos expuesto en los temas correspondientes: “Dios ha hablado en la
Escritura…”, pero lo ha hecho con palabras humanas (“more huminum”) y, parea
hacerlo, ha recurrido además a hombres (“per homines”).
En la segunda oración subordinada, introducida por la conjunción final ut, se
enuncia el objetivo último de la labor exegética: “para que el intérprete de la
Sagrada Escritura comprenda lo que Él [Dios] quiso comunicarnos.”
Es decir, el texto conciliar afirma la naturaleza divino-humana de la
Escritura y lo que se deduce de esa naturaleza: lo que Dios quiso comunicarnos
sólo nos resulta accesible a través de la palabra humana por medio de la cual Dios
quiso hablarnos; lo cual justifica o, más todavía, exige –como veremos enseguida–
el empleo de los métodos de la crítica literaria e histórica para interpretar los textos
bíblicos.
En su esfuerzo por acentuar la doble dimensión de la palabra de la Biblia,
Palabra de Dios y palabra humana, el Concilio recurre en otro lugar de la misma
Constitución Dei Verbum a la analogía que se da entre la Escritura inspirada y la
Palabra encarnada: “Porque las palabras de Dios expresadas con lenguas
humanas se han hecho semejantes al habla humana, como en otro tiempo el
Verbo del Padre Eterno, tomada la carne de la debilidad humana, se hizo
semejante a los hombres” (DV 13). Es decir, toda la Biblia es Palabra de Dios y
toda ella es palabra humana, de la misma forma que Jesús es, todo él, Dios y
hombre verdadero. No podemos conocer al Hijo si no es a través del hombre
Jesús84, y tampoco podemos conocer de verdad a Jesús, si no es desde su
relación con el Padre. De la misma manera, no se puede interpretar la Escritura
ignorando el lenguaje humano, so pena de caer en el fundamentalismo bíblico; ni
tampoco se puede interpretar la Escritura limitándonos a un puro estudio crítico del
lenguaje humano.
Pues bien, esta pre-comprensión de la naturaleza humano-divina de la
Escritura, fundamental en la visión cristiana de la misma, conduce al primer
principio hermenéutico enunciado por DV 12: es preciso investigar la intención del
autor. En realidad se trata del principio fundamental de toda hermenéutica, que,
según hemos señalado más arriba, es una consecuencia lógica de la clara
84
Frente a la explicación que hacen algunos teólogos, no hay una economía del
Logos al margen de Cristo: cf. Dominus Iesus “II. El Logos encarnado y el Espíritu Santo
en la obra de la salvación” nn. 9-13.
distancia que se da, no sólo entre el autor y su obra, sino también entre el texto y
sus lectores. Entre el texto y su autor: la escritura, la tarea de poner por escrito,
descontextualiza el texto del mundo de su autor y de su época, para abrirlo a
generaciones futuras y dotándolo de una trascendencia propia. Pero, mayor
incluso que esta distancia entre el autor y su obra, es tal vez la que se da entre el
mundo del texto y el mundo del lector.
En caso concreto de la Biblia se debe tener en cuenta, además, que el
concepto de autor resulta extremadamente complejo, pues no siempre se puede
hablar de un autor único, ni de una misma época. Ello explica que, para referirse al
autor humano de la Escritura, el Concilio no habla de “autor”, sino de autores, a los
cuales llama hagiographi, es decir, “escritores sagrados”, señalando ulteriormente
mediante este término el carácter sagrado de la obra que realizan.
Volviendo al principio hermenéutico propiamente dicho del que venimos
hablando, la hermenéutica bíblica comparte la preocupación de toda
hermenéutica. Pero el carácter especial de la Biblia, resaltado ulteriormente en el
uso del término “escritores sagrados” para hablar de sus autores humanos, implica
que el intérprete no se contente con lo que autores pretendieron expresar, sino
que investigue además “plugo a Dios manifestar con las palabras de ellos”. Con
estas palabras el Vaticano II formuló la necesidad de que en la interpretación de la
Biblia se incluya “un principio de hermenéutica teológica” 85.
Ahora bien, estas palabras de la Dei Verbum no deben entenderse en el
sentido de que de que Dios haya querido comunicarnos con el texto algo distinto
de lo que querían decir los autores bíblicos. La afirmación conciliar quiere decir,
más bien, que “el sentido de los autores humanos y el intentado por Dios deben
deducirse fundamentalmente del texto y no sólo de la intención del autor” 86. Lo
cual significa que “el primer criterio ineludible […] para captar la Palabra de Dios
en la Biblia es la fidelidad al texto y a su sentido literal”87.
14.2 Necesidad de la crítica literaria e histórica
Según hemos visto, de acuerdo con el exordio de DV 12 la misión principal de
la hermenéutica bíblica es investigar la intención de los autores sagrados
(hagiógrafos), una afirmación que retoma el texto conciliar en las primeras
palabras del segundo párrafo (12b): “Para descubrir la intención de los
hagiógrafos…”. Pero ahora lo hace para fundamentar la necesidad de una crítica
literaria e histórica por medio de una metodología exegética concreta. Pero ¿qué
metodología?
En este punto, el concilio es deliberadamente ambiguo, limitándose a una
descripción muy general del trabajo exegético (inter alia etiam…), aun cuando,
85
A. M. Artola, Biblia y Palabra de Dios 323.
86
A. M. Artola, Biblia y Palabra de Dios 323 (el subrayado no está en el original).
87
V. MANNUCCI, La Biblia como Palabra de Dios, 293. Ver aquí mismo la explicación de la
conectiva et utilizada en la redacción definitiva de DV, que expresa una cierta distinción –aunque sin
ruptura– entre palabra de Dios y palabra humana, pues lo que Dios intenta comunicar se expresa en lo que
han expresado los autores humanos.
dentro del campo de la crítica literaria, se refiera precisamente a los géneros
literarios. Tal referencia puede explicarse muy bien por razones históricas: el
estudio de los géneros literarios venía desarrollándose con fuerza desde principios
del siglo XX e incluso había sido avalado por la encíclica Divino afflante Spiritu de
Pío XII.
Pero, ¿qué son los géneros literarios? Hablando en términos generales, se
puede contestar a esta pregunta diciendo que son las diversas formas de
expresarse oralmente o por escrito, características de una literatura o de un autor.
DV 12 no hace una clasificación exhaustiva de los mismos, sino que los contempla
de forma pretendidamente genérica y abierta a ulteriores especificaciones (aliis
dicendi generibus). En concreto habla del género histórico (que podría incluir como
subgénero los relatos de ficción, como los libros de Rut, Tobías), el profético
(dentro del que se podrían distinguir oráculos, visiones, etc.) o el poético (salmos,
himnos, etc.). Evidentemente podrían añadirse otros como las confesiones de fe,
el género judicial, el sapiencial (como proverbios, dichos, etc.)88.
Con todo, pese a referirse a ellos expresamente, el texto conciliar supone
que no basta el análisis literario de los géneros; por esto añade: “Conviene
además (oportet porro)…”; es decir, además de los géneros se precisa ( oportet)
algo más (porro), pues se trata de comprender , no sólo los modos de hablar y de
narrar (géneros literarios), sino de algo que va más allá del texto y que de algún
modo lo explica, de algo que va más a la raíz. Ese algo son las circunstancias
particulares en las cuales el texto ha cobrado vida y expresión (piénsese, por
ejemplo, en los salmos)89. En definitiva, aunque no la mencione explícitamente, el
texto conciliar permite pensar en la crítica histórica, la cual permite esclarecer la
relación del autor sagrado con el contexto cultural de su tiempo y en la que se
incluyen las ciencias humanas en general, desde la historia misma, hasta la
filología, la arqueología, la antropología, la sociología e incluso la psicología.
90
En el original es más evidente gracias a la conjunción etiam que el castellano no traduce.
91
Cfr. V. MANNUCCI, La Biblia como Palabra de Dios, 296-297.
92
Cfr. Ibíd., 298. Puede verse también J. RATZINGER – BENEDICTO XVI, Jesús de Nazaret, 16ss.
Cristo, contenido central y principal de la Escritura, pues en realidad “A través de
todas las palabras de la Sagrada Escritura, Dios dice sólo una palabra, su Verbo
único, en quien él se dice en plenitud (cf. Hb 1,1-3): “Recordad que es una misma
Palabra de Dios la que se extiende en todas las escrituras, que es un mismo
Verbo que resuena en la boca de todos los escritores sagrados, el que, siendo al
comienzo Dios junto a Dios, no necesita sílabas porque no está sometido al
tiempo (S. Agustín, Psal. 103,4,1)”93.
El segundo principio teológico al que se refiere Dei Verbum es la Tradición
viva de la Iglesia. También en este caso hay que precisar que el Vaticano II no
contempla las tradiciones en plural, sino la tradición en mayúscula y en singular, o
sea: la manifestación de la acción del Espíritu en la vida de la Iglesia, la corriente
viva que atraviesa toda la existencia de la comunidad de los discípulos de Cristo
desde los comienzos y que hace viva y actual en todo tiempo y lugar la letra de la
Escritura. Esta referencia necesaria a la Tradición viva a la hora de interpretar la
Sagrada Escritura lleva consigo dos exigencias: a) una exigencia objetiva, es
decir, la de interpretar la Escritura teniendo en cuenta el testimonio de los Padres
y la liturgia, el consentimiento universal del pueblo de Dios en cuestiones de fe
(consensus fidei ), así como el magisterio de la Iglesia; y b) una exigencia
subjetiva, es decir, la exigencia de que el intérprete se inserte en la corriente viva
de la Tradición por medio de su apertura al Espíritu.
El Concilio se refiere, finalmente, a la analogía de la fe, es decir, a “la
conciencia de la unidad de la revelación y de la fe de la Iglesia”, en virtud de la
cual toda expresión debe ser considerada a la luz de las otras y vinculada a ellas,
si se la quiere entender correctamente y mantenerla abierta a una comprensión
más profunda94.
93
Catecismo de la Iglesia Católica 102.
94
V. MANNUCCI, La Biblia como Palabra de Dios, 301.
95
Cfr. IBI, 35.
Sin embargo, el texto conciliar sólo mencionaba, muy genéricamente, de la
necesidad de tener en cuenta los géneros literarios, que enumeraba entre otros
elementos (inter alia). En este tema vamos a intentar exponer algunos de los
métodos más empleados por los estudiosos de la Biblia en la actualidad; aunque
lo haremos muy brevemente, a título meramente informativo, casi a título
informativo.
96
“Para ser libres nos liberó Cristo. Manteneos, pues, firmes y no os dejéis oprimir nuevamente bajo
el yugo de la esclavitud. Soy yo, Pablo, quien os lo dice: Si os dejáis circuncidar, Cristo no os aprovechará de
nada…”.
97
El presente da viveza y actualidad al relato (cfr. en Mc 2,1-12 la transición del aoristo entró de 2,1
al presente le vienen a traer de 2,3, que se mantiene en toda la perícopa). S. Juan, p. ej., usa el llamado
imperfecto de eternidad: «En el principio existía la Palabra…»
El método de análisis estilístico (análisis retórico)98. Conocido el
vocabulario, podemos introducirnos en el estudio de los recursos estilísticos que
se descubren en un texto, los cuales pueden ser fónicos (como la onomatopeya o
la rima) y requieren para su percepción la lectura del texto en su lengua original, o
bien literarios, como el paralelismo (de sinonimia o de antinomia), muy frecuente
en la poesía hebrea, para lo cual se precisa estudiar atentamente las repeticiones
de palabras, de frases o de expresiones que denotan el estilo peculiar de un autor.
También este estudio exige el conocimiento de los textos en la lengua original,
aunque también en traducciones correctamente hechas podemos percibir estos
matices, como, por ejemplo, su comparamos Gn 1,1-2,4a con Gn 2,4b-25 (dos
relatos de creación con estilos distintos).
El método de análisis semántico y semiótico. No es fácil dar una definición
de estas palabras, ya que ni siquiera los especialistas las emplean siempre de
manera uniforme. Ahora bien, una cosa sí que parece clara y es que ambas tienen
su origen en la raíz griega semeion (que significa signo) y por eso –muy en
general– podemos decir que semántica y semiótica se refieren a la ciencia que
estudia el lenguaje como sistema de significación, es decir: como sistema que
relaciona el plano del contenido (el significado) con las formas de expresión (el
significante). Dicho de otra forma: semántica y semiótica estudian el lenguaje
como un sistema de relaciones. Teniendo esto en cuenta podría afirmarse –
siempre de forma muy genérica– que la semántica se centra en el estudio de los
significados, mientras que la semiótica aborda el lenguaje desde la perspectiva de
los significantes (cfr. ByPD, 378). Dicho lo cual, en este método de análisis
podríamos distinguir tres momentos, o tres aspectos:
El análisis semántico del vocabulario. Parte de la idea de que la mayoría de
las palabras que usamos son polisémicas, ya que una cosa es la palabra tal como
aparece en el diccionario (lexema) y otra su significado concreto, que sólo aparece
en las relaciones de dicho lexema con otros lexemas en un texto. Por tanto, el
análisis semántico del vocabulario estudia dichas relaciones que pueden ser
sintagmáticas (dependen del orden en que están situados los lexemas en la frase)
o paradigmáticas (dependen de que varios lexemas pertenezcan a un mismo
paradigma y puedan ser sustituidos en la frase sin menoscabo de sentido). Por
ejemplo, Gn 1,1: «Al principio creó Dios el cielo y la tierra.» Esta frase tiene
sentido porque las palabras mantienen un orden determinado («la principio tierra
al cielo el Dios y creó» sería una frase sin sentido, aunque en el diccionario cada
uno de estos lexemas signifique algo). Por otra parte, las palabras «cielo y tierra»
pueden ser sustituidas en la frase por «universo» y continuaría teniendo sentido,
pues «universo» y «cielo y tierra» pertenecen al mismo paradigma. En conclusión,
el análisis semántico muestra cómo el significado de un lexema nos viene dado
por las relaciones sintagmáticas y paradigmáticas que tiene en un texto.
Análisis semántico del texto, que es la aplicación del procedimiento anterior,
no a una palabra, sino a un texto completo. Se trataría de agrupar los lexemas del
98
Así lo denomina IBI, 14.
texto en conjuntos de significados semejantes para formar varios campos
semánticos que nos señalarían lo que se denominan «líneas de sentido» 99.
Análisis semiótico del texto, que trata descubrir las formas internas de
significación del texto, partiendo de la idea de que «el sentido no existe sino por la
relación y en la relación, especialmente en la relación de diferencia» 100. Por tanto
en este análisis se concede prioridad a las relaciones, no a los elementos del texto
(lexemas). De lo que se trata es de conocer la red de relaciones a partir de la cual
se construye el sentido del texto, para lo cual se utiliza el llamado «cuadro
semiótico», que consiste en una especie de tablas de verdad (como las de los
análisis lógicos) donde se representan las relaciones entre los términos del texto,
ya sean de contrariedad (blanco y no blanco), contradicción (blanco o negro) o
complementariedad (blanco y negro). La idea de fondo, en definitiva, es que en el
discurso subyacen las formas lógicas y significativas.
Este método de análisis semántico y semiótico resulta muy útil para la
exégesis bíblica, dado que nos permite centrarnos en el texto y solamente en el
texto como una realidad en sí misma coherente y estructurada. Pero sin caer en el
extremo de negar toda referencia extratextual, ya sea a los sujetos (autor,
destinatarios), ya sea a la realidad (historia). Pues «la Biblia es una Palabra sobre
la realidad que Dios que Dios pronunció en una historia y que nos dirige hoy por
medio de autores humanos». Este método no puede reducirse al estudio formal
del contenido, sino que debe ayudar a explicitar el mensaje del texto101.
15.1.2 Lecturas diacróncias
Hasta ahora nos hemos movido en el aspecto sincrónico de la Biblia, es
decir, en el acercamiento al texto bíblico tal y como nos ha llegado y considerado
en sí mismo. Ahora bien, en todo escrito es posible descubrir igualmente una
diacronía, es decir, una historia, hecha de vicisitudes de distinto tipo, resultado de
las cuales es precisamente el texto que le ha llegado al lector actual. Conocer esta
historia puede ayudarnos a comprender el sentido de un texto. Pues bien, en el
estudio de esa historia se centran los métodos diacrónicos de exégesis: la crítica
literaria, el análisis de los géneros, el análisis de las tradiciones y el análisis de la
redacción. En su conjunto, forman lo que habitualmente se conoce como método
histórico–crítico.
La crítica literaria. Su finalidad es descubrir algunas peculiaridades de la
historia del texto, tales como: las fuentes de las que haya podido servirse el autor,
si han intervenido uno o varios autores, quiénes son éstos, etc. Hoy en día, en los
trabajos científicos es fácil averiguar las fuentes, debido a las notas críticas que
los acompañan. Pero, en los textos antiguos, el único procedimiento del que
puede valerse la crítica literaria es fijarse en los elementos que rompen la unidad
del texto en cuestión y que crean tensiones en la escritura (como interrupciones
99
Por continuar con el ejemplo de Gn 1, se podrían agrupar todas las palabras que hacen referencia al
actuar divina (hizó, separó, colocó…) distinguiéndolas de las se relacionan con el decir (dijo, llamó…) Así se
ven dos líneas distintas de comprensión de la acción creativa divina.
100
Es lo que se llama «principio de la estructura de sentido» (cfr. IBI, 16).
101
Cfr. IBI, 17.
bruscas de la exposición, repeticiones, duplicados, etc.) Por ejemplo, en Gn 1,1
nos encontramos con algo chocante: se yuxtaponen en un mismo versículo dos
descripciones contrapuestas del modo divino de crear: la del Dios de Israel
(expresada con el verbo hebreo bará) y la de las cosmogonías babilónicas (por
reordenamiento del caos primigenio) y así a lo largo de todo el relato (creación por
la palabra-creación por la acción). Es lógico suponer que el autor de este relato
debe haber usado como fuente un relato preexistente. También para la
interpretación del NT ha sido fundamental la crítica literaria, especialmente en el
caso de los evangelios sinópticos, ya que la posibilidad de compararlos en toda su
extensión, nos ofrece una ocasión privilegiada de descubrir repeticiones,
supresiones, añadidos, etc., lo que permite llegar a establecer, con una cierta
aproximación, el uso de determinadas fuentes (por ejemplo, Mt y Lc usan Mc y,
muy probablemente, otra fuente de dichos y discursos, denominada fuente Q).
Análisis de géneros. Ya nos hemos referido a ellos al hablar del segundo
párrafo de DV 12, pero abundemos algo más en su conocimiento: una vez que la
crítica literaria nos ha ayudado a descubrir la historia de un texto y nos ha
permitido delimitar sus fuentes, es el momento de examinar las unidades literarias
menores que componen el texto, tratando de establecer la forma o género literario
al que pertenecen (por eso a este método también se le llama “Historia de las
formas”, Formgeschichte). El género literario es la manera específica y tradicional
de expresarse, oralmente o por escrito, sobre un tema determinado en
circunstancias determinadas. Un género literario está determinado por tres
circunstancias internas:
Un tema peculiar (por ejemplo, el anuncio de un nacimiento milagroso).
Una estructura peculiar interna. En el caso anterior: 1) aparición del
mensajero divino, 2) anuncio del nacimiento en circunstancias
extraordinarias y 3) respuesta del destinatario.
Una serie de procedimientos frecuentes o dominantes. Siguiendo con el
caso anterior, aparece siempre la manifestación de toda una serie de
dificultades insalvables para aceptar el anuncio, un signo que corrobora la
verdad de lo anunciado y ayuda a vencer las dificultades, etc.
A estas circunstancias internas, se añade un factor externo que determina
al género literario: la situación vital (Sitz im Leben) en que ese género surge
y se desarrolla.
En realidad, el gran problema de los géneros literarios de la Biblia es que,
dado que ya no están en uso, nos son normalmente desconocidos (no nos sucede
con ellos lo que nos los géneros actuales, que los reconocemos
automáticamente). ¿Cómo se ha llegado, pues, a descubrir su existencia?
Normalmente, el procedimiento general es la comparación con modelos de la
misma Biblia o con la literatura de otros textos extrabíblicos. De la misma manera,
sucede con el contexto vital. Es fácil saber cuál es el contexto vital de un texto que
comienza “Querido amigo: espero que al recibo de ésta…” Pero en los textos
bíblicos hay que estar atentos a los detalles: si habla de determinadas
instituciones o si se mencionan problemas o detalles de la vida de la comunidad
(v. gr., en el NT, las cartas paulinas o joánicas). Por eso es importante también
conocer lo más ampliamente posible el contexto histórico, así como la geografía,
lengua y cultura del momento.
El análisis de las tradiciones. El análisis de los géneros nos permite
determinar la pertenencia de un texto bíblico concreto a una forma literaria. El
análisis lleva adelante el análisis poniendo de relieve las tradiciones que se
pueden descubrir en un texto y analizando el camino recorrido por las diversas
unidades literarias menores hasta llegar al estadio más primitivo del mismo, que
es generalmente el de la transmisión oral. Toda comunidad estructurada posee
sus tradiciones, orales y escritas, que se transmiten de generación en generación
(v. gr., las tradiciones sobre la Reconquista). La Biblia no podía ser una excepción
en esto, por eso la exégesis ha puesto de relieve la importancia fundamental que
las tradiciones tienen tanto en el AT como en el NT:
En el AT se retoman constantemente diversas tradiciones como, por
ejemplo, la del sábado (cfr. Ex 20,8-11; Dt 5,12-15; Lv 19,3: cada texto aduce
motivos distintos para guardarlo), la del desierto (lugar de prueba y dificultades
para Ex, Dt y Nm, pero tiempo maravilloso de la juventud de Israel para Jr 2,2-3 y
Os 2,14-15). Lo mismo sucede en el NT, cuando observamos, por ejemplo, las
diferencias entre las palabras y los gestos de Jesús en la última cena,
comparando sinópticos con Pablo (1Co 11,23-25). Se pone de relieve que la
institución de la Eucaristía es una tradición común, que sin embargo ha sido
transmitida con diversos matices según cada autor.
La misma tradición es tratada en estos pasajes de diversas maneras y con
significados diferentes. Al análisis de las tradiciones corresponde determinar cuál
de estos tratamientos es el más antiguo, trazar las distintas etapas de la historia
de esa tradición que han quedado reflejadas en los distintos testimonios, y explicar
a qué responden las distintas valoraciones teológicas.
El análisis de la composición. El objeto de este análisis es dar razón de la
obra tal y como aparece en su redacción actual y de la labor redaccional de su
autor o autores:
Frente al método de la Historia de las formas, en este análisis, denominado
habitualmente Historia de la redacción, se parte del presupuesto de que el
redactor es verdadero autor y no mero compilador de tradiciones. Su labor, por
tanto, supone una nueva codificación de los datos provenientes de las fuentes, a
las que se añade el tratamiento específico que el redactor da a esas fuentes en
función del objetivo que persigue o de la situación vital de sus destinatarios.
Por eso, sólo cuando se conoce suficientemente la prehistoria de un texto
se puede apreciar con una cierta exactitud la tarea propia y característica del
redactor. Así que este método presupone los métodos anteriores, además de
aportar un cierto correctivo al afán de búsqueda de unidades literarias pequeñas
manifestado por aquéllos, lo cual podría conducir a perder la perspectiva de
conjunto de la obra literaria.
De ahí que, metodológicamente, este método de análisis trabaja, no con
unidades literarias pequeñas, sino grandes, a poder ser libros enteros. Y la
atención del exégeta ya no se centra tanto en las semejanzas o aspectos
comunes con otros textos, sino más bien en las diferencias que se manifiestan en
las relaciones de unas tradiciones con otras.
El método supone una lectura atenta, detallada, del texto, teniendo en
cuenta otros paralelos o textos semejantes, para así poder descubrir las
peculiaridades del autor. Hay que intentar buscar datos que hagan referencia a
este último que, aunque difíciles de encontrar, no siempre faltan en la Biblia
(Lc 1,1-4).
Igualmente es importante tener alguna noticia acerca de los destinatarios de
la obra, puesto que ellos también determinan de algún modo la forma concreta
que asume el escrito de un autor. Para ello podemos servirnos de datos indirectos,
como son los temas en los que más insiste el autor, las advertencias que hace, las
actitudes que propugna o rechaza, etc.
Finalmente debemos prestar atención también al lugar y tiempo de la
redacción, para lo cual tendremos que servirnos nuevamente de datos indirectos,
por ejemplo, en el caso del Antiguo Testamento las referencias a personajes
conocidos (como reyes) o a situaciones políticas determinadas (guerras,
invasiones). Para el NT es muy importante la referencia a acontecimientos
históricos, como la destrucción de Jerusalén. Todos estos datos no sólo nos
permiten delinear la personalidad literaria de un autor, sino que también nos
permiten trazar las grandes líneas de su reflexión teológica. Por eso, este medio
es muy importante para la teología bíblica.
102
Biblia y Palabra de Dios 403.
requisito se reduce a manejar una buena traducción de la Biblia con sus
notas y a tener unos mínimo conocimientos catequéticos.
En segundo lugar, tomar conciencia del pre-texto de nuestra interpretación,
es decir, de la situación concreta desde la que acudimos al texto bíblico,
que es la que determina las cuestiones que le planteamos y, por tanto, es
uno de los condicionamientos hermenéuticos más importantes.
La lectura actualizada de la Escritura debe hacerse desde un contexto
adecuado, para que pueda existir una auténtica comprensión de lo que se
nos comunica. Ese contexto es el mismo que ha hecho posible el
nacimiento de la Biblia como Palabra de Dios, o sea, el Espíritu Santo que
ha entregado la Escritura a la Iglesia y asiste a los creyentes con su guía
interior, para que la palabra escrita se convierte para ellos en palabra de
vida (se trata, pues, de leer la Biblia en el Espíritu: DV 12). Esto supone que
la Escritura se lee en el contexto de la comunión eclesial, manifestado
normalmente por la cercanía de la comunidad que, si bien siempre es real,
en ocasiones es incluso física (como cuando la Palabra es proclamada en
la celebración litúrgica). En este contexto es donde se crean las mejores
condiciones para la comprensión y la actualización de la Escritura.
Comparar dos relatos de nacimiento milagroso, uno del Antiguo Testamento y otro
del Nuevo Testamento (presentación, petición o acercamiento, resistencia o
reacción, actuación).