Si no tenés ningún cable pelado en el coco, y por ende no necesitás
medicación, el estado de ánimo lo definen circunstancias culturales. Circunstancias adquiridas de nuestro entorno y que podríamos enumerar como muestras de éxito: un puesto de gerente, una mesa llena de gente cuando quieres tomarte una cerveza, un Audi del año, una casa en El Poblado y otras tonterías. Bueno, ese día mi exitómetro estaba en lo más bajo que podía marcar la aguja. Cumplía 31, vivía con mi madre, no tenía un trabajo estable, me alejé de mis amigos por considerarlos demasiado estándar y brincaba, en una especie de juego de la oca, de catre en catre tratando de acompañar a la soledad. Al final de todas esas madrugadas, volvía a casa con las venas llenas de alcohol y el alma vacía. Pero a veces saltan chispas, siempre envueltas de hedonismo, que nos acarician el espíritu y nos hacen regodearnos en nuestras miserias. Salí a la media noche: algunos familiares me hicieron apagar las velitas de una torta y habían cantado al unísono el cumpleaños feliz. Yo fingí alegría, no quería arruinarles el momento, y escapé de la casa apenas pude con cara de “todo está bien, muchas gracias”. En estos últimos años he aprendido a reconocer los garitos dónde se refugian mis pares: treintañeros frustrados que buscamos en el cortejo del baile la esperanza que la cotidianidad nos quita. Son Habana es una de estas cuevas milagrosas. La fachada es la de una bodega sin más, sólo la diferencia de otras construcciones corrientes el letrero de su entrada que reza: “Aquí, el que baila gana”. Con ese mantra en el pecho y en la entrepierna, entramos todos aquellos que celebramos las nimiedades que nos curan del caos de esta sociedad: una canción, una caricia, un abrazo, un beso en la penumbra, una mentira piadosa, una promesa de sexo. Me acodé en la barra, pedí un trago de ron y activé las antenitas de vinil. La vi entrar presurosa, buscaba a alguien que no encontró. Esto me lo confesaría después: —Mi amiga se fue y yo me quedé por Roberto. —Y encontraste a Mateo. —Salí ganando. Bailó con un donnadie que estaba en la butaca de al lado. Cuando terminó la canción, el tipo se giró y me preguntó si yo no pensaba bailar, señalándola a ella. Estiré mi mano, ella la agarró y dimos vueltas cuando el Gran Combo nos recordó que lo mejor para cualquier receta es ponerle Salsa. Sonaron las trompetas al mismo tiempo que yo me alejaba acariciando sus brazos, hacía un figurete y volvía a tomarla por la cintura. Ese fue clic: —Parce, cuando me tocaste sentí un calambrazo delicioso por todo el cuerpo —me dijo riéndose esa madrugada. Tenía una cara exótica: mezcla racial de una negra del caribe, una indígena de la guajira y una vasca rústica, de esas que voltean las arepas a palmadas. Toda la colombianidad la atravesaba. Llevaba puesto un vestido suelto por arriba de las rodillas que sugerían unas tetas divinas. Una pañoleta ornamental le dejaba caer olas del cabello que le combinaban perfecto con sus ojitos achinados. Ya estaba resuelta desde el primer compás. Compartimos un par de tragos y luego dijo que quería irse. —Te acompaño por un taxi —le dije. Cuando salimos sacó el celular y pidió un servicio. Yo prendí un cigarrillo. Ya habíamos intercambiado teléfonos, por eso cuando el taxi llegó y ella subió sin despedirse, no me extrañó. Luego sacó la cabeza por la ventanilla y dijo: —¿No venís? La siguiente escena que recuerdo nos tiene a los dos, en la banca de atrás, besándonos, repasando el rostro del otro con caricias suaves. Sólo parábamos cuando ella le daba indicaciones al taxista. Su apartamento era pequeño, la cocina comunicaba con la sala y en ésta, un ventanal enorme dejaba asomar un Jack Fruit gigante que, si bien tapaba media ciudad, aromatizaba el aire. Sirvió dos copas de vino y descolgó una guitarra de la pared: empezó a desentonar What´s Up de 4 Non Blondes y justo en la parte más alta de la canción, donde la letra dice “A say hey, what's going on”, yo me hubiese podido morir sin saber qué hacer, y no me hubiera importado. Repasamos la casa de arriba abajo: llegamos a la cumbre del sofá, bajamos de expedición al corazón de la alfombra, surfeamos las arrugas de las sábanas. —No te vas a asustar mañana cuando despertés y yo siga aquí —le dije. Tan bobo. —Sonrió y me dio la espalda acomodando su almohada. No es de interés del lector si la historia continuó o terminó ahí. Lo qué si es menester que entienda, es que el éxito, al contrario de lo que escupa nuestro cajero electrónico, no se mide en cash ni abarrotes, sino en amores. Y ahí no importa la cantidad, no importa si dura veinte años o catorce horas.