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L. Iriarte. OFMCap.
San Francisco no dio una definición de la pobreza. No era hombre de definiciones.
Como todo carismático, se producía por medio de actitudes concretas, modos de vida. A
la pregunta, ¿qué es la pobreza?, responde: es la pobreza de nuestro Señor Jesucristo.
Una vida, la vida pobre del «Hijo de Dios altísimo» tal como él la ha
descubierto a través del hermano pobre y tal como la capta en el Evangelio. Pero en
esa vida la pobreza aparece unida al anonadamiento y a la humillación del Siervo,
hecho semejante en todo a sus hermanos (Hb 2,17); por lo mismo, Francisco junta
invariablemente esos dos elementos: «pobreza y humildad de nuestro Señor Jesucristo».
Lo propio hace santa Clara en todos sus escritos.[2]
Hoy, con la teología bíblica de la Encarnación, designamos ese binomio del misterio
pobreza-‐‐humildad del Dios-‐‐Hombre con el término kénosis, anonadamiento (cf. Fil
2,6-‐‐7). No podemos formarnos una idea exacta de la pobreza franciscana sin
acercarnos, con el mismo espíritu de san Francisco, aunque con más rica
información exegética, a la fuente donde él la bebió.
La voz de los pobres de Yahvé - ‐‐los rectos, los despreciados, los que tienen puesta su
esperanza en las promesas y en la salud que viene de Él- ‐‐, la escuchaba Francisco en
los textos litúrgicos tomados del Antiguo Testamento: «Cantaba con más encendido
fervor y júbilo más desbordante los salmos en que se celebra la pobreza, como
aquél: La esperanza de los pobres no se perderá para siempre (Sal 9,19), y el
otro: Véanlo los pobres y alégrense (Sal 68,33)».[3]
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«EL SEÑOR SE HIZO POBRE POR NOSOTROS EN ESTE MUNDO» (2 R 6,3)
Pero donde mejor aparece la intuición del sentido teológico de la pobreza voluntaria es
en su modo personal de leer los textos del Nuevo Testamento.
La pobreza que ha hallado Francisco no es un sistema de vida ascética, como el que ya
estaba acuñado en el monaquismo tradicional, ni un programa de reforma de la Iglesia,
como los que sacudían a la sazón la sociedad cristiana, bajo la consigna de la vuelta al
Evangelio, ni siquiera un medio de testimonio, necesario para hacer frente a los herejes
reformadores y para volver a la sinceridad cristiana, que fue el móvil de la vida de
pobreza abrazada por santo Domingo. La pobreza de Francisco es fruto de un amor. Y
más que un medio para amar perfectamente, es una consecuencia del amor que ya se
da, el misterio de la presencia de Cristo en el pobre, que obra en quien se iguala a
éste.
El impulso caballeresco, es cierto, llevó muy pronto a Francisco a idealizar la
pobreza como norte de su vida. Pero Dama santa Pobreza no es una abstracción; sigue
siendo una vida, la del Cristo y la de todo necesitado. Si la ama con un afecto tan
apasionado es porque ve en ella la esposa del altísimo Hijo de Dios, abandonada y
despreciada, siendo reina, desde que el Rey se ausentó (2 Cel 16; cf. TC 50). Sólo una
literatura tardía daría personificación de mito a no sé qué desposorio de Francisco
con la pobreza, poetización que no había de favorecer la auténtica espiritualidad
franciscana.[4]
La fidelidad de Francisco a la «altísima pobreza»[5] no es, en realidad, sino la
adhesión al «Verbo del Padre, que siendo tan digno, tan santo y glorioso, tomó de las
entrañas de la santa Virgen la verdadera carne de nuestra humanidad y fragilidad. Él,
siendo rico (2 Cor 8,9), quiso, por encima de todo, escoger con su bienaventurada
Madre, la pobreza» (2CtaF 4-‐‐5; cf. 1CtaCl 15-‐‐17).
He aquí el mysterium paupertatis captado en toda su profundidad teológica. De aquí
recibe la pobreza su celsitud regia, que ella comunica a los que la abrazan, haciendo de
ellos «herederos y reyes del reino de los cielos» (2 R 6,4), porque Jesús ha dicho que
el Reino es de los pobres. «Yo considero - ‐‐decía Francisco al cardenal Hugolino- ‐‐
como dignidad regia e insigne nobleza el seguir a aquel Señor que, siendo rico, se hizo
pobre por nosotros» (2 Cel 73; cf. LP 97). Y a sus compañeros que se avergonzaban
de ir por la limosna, les decía: «Hermanos carísimos: el Hijo de Dios era más noble
que nosotros, y se hizo pobre por nosotros en este mundo. Por su amor hemos
escogido el camino de la pobreza; no hemos de avergonzarnos» (2 Cel 74; LP 51; cf. 1
R 9,4-‐‐5).
Es la motivación central del capítulo sexto de la Regla definitiva: «Él Señor se hizo
pobre por nosotros en este mundo». La vida de Jesús la ve Francisco a través del
prisma de la pobreza; sobre todo, en los dos momentos en que esa pobreza
redentora significa anonadamiento y humillación: Belén, que le habla de la penuria de la
«pobrecilla Virgen» y de ese modo de introducirse el Hijo de Dios en la realidad
humana; y el Calvario, donde la pobreza acompaña al Salvador hasta lo alto de la cruz,
misterio de «exinanición» que el Poverello contempla exinanitus totus, «todo anonadado»
(1 Cel 71; 2 Cel 83 y 100). La pobreza- ‐‐anonadamiento, misterio perpetuo en el
pueblo de Dios, la percibe en la Eucaristía, donde «cada día el Hijo de Dios se humilla
lo mismo que cuando vino desde el trono real al seno de la Virgen; cada día viene a
nosotros bajo humildes apariencias...» (Adm 1,16- ‐‐17). Penetrado de la realidad de
esta pobreza, esposa fiel de Cristo en su presencia terrena,
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sensibilizada tantas veces por la incuria de los hombres, Francisco trata de socorrer al
Pobre por excelencia, promoviendo una campaña para lograr que el Cuerpo del Señor no
siga colocado «pobrísimamente» en lugares indignos de Él.
«Seguir la doctrina y las huellas» de Cristo es, ante todo, abrazar su pobreza, un
derecho anterior a cualquier otro compromiso humano (CtaL 3-‐‐4). No será otra la
recomendación última a las damas pobres:
«Yo, fray Francisco, el pequeñuelo, quiero seguir la vida y pobreza del altísimo Señor
Jesucristo y de su santísima Madre, y perseverar en ella hasta el fin. Y os ruego,
señoras mías, y os recomiendo que viváis siempre en esa misma santísima vida y
pobreza, guardándoos mucho de apartaros de ella jamás en manera alguna por
enseñanza o consejo de quien sea».
Clara sería fiel, heroicamente fiel, a la herencia del Padre en su Regla, en su
Testamento, en sus cartas, y en el tenor de vida observado en San Damián.
«Cuando oyó que san Francisco había escogido el camino de la pobreza - ‐‐declara en el
proceso un antiguo servidor de los Favarone- ‐‐ decidió en su corazón hacer lo
mismo» (Proc 20,6). Y se hizo pobre. Dejó el palacio de su noble familia, «una de las
más rumbosas y dispendiosas de la ciudad» (Proc 20,3); se confió al pobre
Crucificado mediante la obediencia prometida a Francisco; y después hizo vender su
patrimonio personal y distribuir el producto a los pobres, conforme a «la palabra del
santo Evangelio» (RCl 2,8), afrontando con decisión la oposición de los suyos.[6]
Lo propio hicieron sus hermanas Inés y Beatriz y todas las demás que le siguieron:
ninguna llevaba consigo a San Damián otra cosa que su persona, esto es, una voluntad
sincera de seguir a Cristo en pobreza total. El grupo mismo se comprometía a
experimentar cada día la pobreza liberadora, viviendo del trabajo y de la «mesa del
Señor».
Obligada a profesar la regla benedictina, que supone un monasterio bien protegido con
posesiones y rentas, se apresuró a obtener de Inocencio III el singular Privilegio de la
pobreza, que después haría confirmar por cada uno de los sucesores. He aquí las
principales cláusulas del mismo, sugeridas por la misma Clara al Papa:
«Deseando dedicaros únicamente al Señor, habéis renunciado al afán de los bienes
terrenos. Por lo tanto, después de haber vendido y distribuido todo a los pobres, os
proponéis no tener posesión alguna en absoluto, para seguir en todo las huellas de aquel
que por nosotros se ha hecho pobre, camino, verdad y vida. Y no es parte a retraeros
de esta decisión la privación de tantas cosas, ya que (...) aquel que alimenta los pájaros
del cielo y viste los lirios del campo, cuidará de que no os falte alimento y vestido...
Así pues, conforme a vuestra súplica, confirmamos con autoridad apostólica vuestra
decisión de altísima pobreza, concediéndoos, en virtud de las presentes letras, que
nadie os pueda forzar a recibir posesiones».[7]
Como se expresa Clara en su Testamento, se trata de un compromiso asumido «ante el
Señor y ante nuestro padre san Francisco» (TestCl 40); una herencia a la que ella
quiere permanecer fiel, resistiendo incluso a la autoridad suprema de la Iglesia, con
humildad y sumisión, pero con firmeza (LCl 14). Esa misma firmeza pide a su hija
espiritual Inés de Praga. En la primera carta se congratula con ella por su decisión de
renunciar a todo haciéndose pobre por amor del Esposo divino, y entona un
verdadero himno a la pobreza:
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«¡Oh pobreza dichosa, que granjea riquezas eternas a quienes la aman y la abrazan! ¡Oh
pobreza santa: a quienes la poseen y la desean Dios promete el reino de los cielos y
ofrece la garantía de la gloria eterna y de la vida bienaventurada! ¡Oh pobreza piadosa,
que se dignó abrazar, por encima de todo, el Señor Jesucristo, en cuyo poder estaban y
están el cielo y la tierra...!» (1CtaCl 15-‐‐17).
En la segunda carta sentimos vibrar la emoción de la «pianticella» cada vez que leía la
última voluntad de Francisco:
«No des crédito ni prestes atención a nadie que intente desviarte de tu propósito o
ponerte estorbos en este camino... Y si alguno te dice o te insinúa otra cosa..., ¡con
todos los respetos, no le hagas caso, sino abrázate, virgen pobrecilla, al Cristo
pobre!» (2CtaCl 14 y 17-‐‐18).
Si se resolvió a escribir su Testamento después de la promulgación de la Regla de
Inocencio IV (1247), fue precisamente porque quería asegurar, después de su
muerte, la fidelidad de su «pequeña grey» a la pobreza comunitaria por la cual tanto
había luchado. Y se sintió feliz cuando tuvo entre sus manos, ya casi moribunda, la
aprobación pontificia de su Regla, en la cual estaba incluido el privilegio de la
pobreza. Los tres capítulos centrales de la misma, los más personales de la santa, tratan
del ideal de la pobreza evangélica, más aún, éste constituye el objeto principal de la
profesión de las hermanas pobres: «observar la vida y la forma de nuestra pobreza»;
ninguna puede ser abadesa «si antes no ha profesado la forma de nuestra pobreza»
(RCl 2,14; 4,5). La bula de canonización definió a Clara: «enamorada e
infatigable defensora de la pobreza».[8]
POBREZA Y TRABAJO[23]
Dentro de la teología del hombre y de las realidades temporales, hoy en formación,
ocupa un lugar la teología del trabajo. El Vaticano II nos ofrece el sentido cristiano de
la actividad humana en su dimensión personal y social. Mediante el trabajo el hombre
se asocia a la acción creadora de Dios; y colabora asimismo en la nueva creación,
uniéndose a Cristo, que ha santificado las condiciones reales de la vida,
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haciendo del trabajo instrumento de salvación y comunicándole un valor penitencial.
El trabajo, inherente a la persona humana y a su misión en la creación, es el medio
natural de sustento y de desarrollo individual. Y es el medio de unirnos a nuestros
hermanos y de ponernos a su servicio impulsando el progreso de la comunidad
humana (GS 67).
Cuando san Francisco escribió su Regla se tenía una idea muy diferente del trabajo.
Existía, en primer lugar, la distinción entre artes liberales y artes serviles. Las
primeras, como ejercitadas por las facultades superiores, eran tenidas en honor y
consideradas favorables a la perfección espiritual, mientras que el trabajo manual y
mecánico, las actividades de producción y de consumo, se miraban como inferiores y,
fundamentalmente, como un obstáculo para la vida del espíritu. Santo Tomás
justificaba el trabajo manual por cuatro razones: necesidad de procurarse el
sustento, evitar la ociosidad, reprimir la concupiscencia y dar limosnas (II- ‐‐II, q. 187, a.
3c). En la tradición monástica puede decirse que el valor atribuido al trabajo era
exclusivamente ascético: evitar la ociosidad y vencer las tentaciones. Por lo mismo tenía
sentido también un trabajo ejecutado sin utilidad alguna personal ni social.
San Francisco no podía menos de moverse de alguna manera dentro de esa
concepción. Con todo, también en esto tuvo una intuición más evangélica y más
«moderna» que sus contemporáneos. Su doctrina sobre el trabajo está contenida en el
capítulo séptimo de la Regla no bulada: Modo de servir y trabajar. El trabajo de los
hermanos es visto en función de la fraternidad y de la minoridad: es el servicio
normal que los hermanos menores ofrecen a los hombres. Y como el trabajo
corporal, del que habla la Regla, es propio de los siervos, quiere que los hermanos
trabajen como tales en las casas de los ricos, sin aceptar empleos de responsabilidad y
superioridad, sino manteniéndose «menores y sometidos a todos». El trabajo,
condición del verdadero pobre, comportaba en la Edad Media la situación de
dependencia.
Pero se prevé también el trabajo de artesanía profesional: los hermanos que saben un
oficio han de ejercitarlo, «siempre que no sea contra el bien del alma y lo puedan
desempeñar honestamente». En el capítulo octavo se añade, después de haber
excluido las ocupaciones inspiradas en la codicia del dinero: «Los demás servicios, que
no son contrarios a nuestra vida, pueden ejercitarlos los hermanos con la
bendición de Dios». Y es de notar la acomodación, no opuesta, por cierto, a una sana
exégesis, de un texto de san Pablo (1 Cor 7,20): «Cada cual permanezca en aquella arte
u oficio que desempeñaba cuando fue llamado». Y, por lo tanto, «pueden tener consigo
las herramientas y los útiles propios del oficio» (1 R 7).
A diferencia, pues, de la comunidad monástica y de las agrupaciones gremiales de
«humillados» y otras aparecidas entonces, la fraternidad de los menores no monta sus
medios propios de producción ni organiza actividades internas o externas. Cada hermano,
por propia iniciativa, debe hallar ocupación en la comarca donde el grupo desarrolla su
apostolado o ha fijado su eremitorio. La Regla primera presenta el trabajo como el
medio de subsistencia; la remuneración es en especie: «A cambio del trabajo pueden
recibir todas las cosas necesarias, excepto dinero» (1 R 7,7).
Pero un trabajo así no siempre daba lo suficiente para cubrir las necesidades del grupo,
teniendo en cuenta, sobre todo, que el producto había de ser compartido con los
leprosos (1 R 8,10). En tal caso se recurre al complemento de la limosna, deber que
parece recae especialmente sobre los hermanos que no poseen ningún oficio. Y
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san Francisco reconoce, en este caso, también al ejercicio de la mendicación la
dignidad de verdadero trabajo: «Los hermanos que trabajan yendo por la limosna,
tendrán grande recompensa...» (1 R 9,9).
En el capítulo paralelo de la Regla bulada, mucho más breve, se mantiene la
distinción entre los hermanos que «tienen la gracia de trabajar» y los que no saben
ningún oficio. Pero ahora la motivación ascética, que sólo asomaba en la Regla no
bulada, se sobrepone al sentido social: evitar la ociosidad, enemiga del
alma(expresión tomada de la Regla de san Benito); y en el trabajo no se ve un factor
positivo de vida evangélica, sino un peligro para «el espíritu de la santa oración y
devoción». ¿Se trata de una imposición del sector de los doctos de la fraternidad? Este
trabajo sigue siendo el medio de subsistencia y se ejecuta entre los extraños.
También santa Clara ve en el trabajo útil una como consecuencia lógica de la pobreza
total y, además, un elemento de compenetración y de igualdad en la fraternidad de las
«hermanas pobres», en la que no hay «conversas» destinadas a los servicios
humildes, sino que todas han de tomar parte, al mismo nivel, en la tarea común, según
la «gracia de trabajar» propia de cada cual.
En la Regla establece el trabajo de utilidad común, que da comienzo cada día después
del rezo de la hora de Tercia. Aunque transcribe el texto de la Regla bulada de san
Francisco, no ve en las ocupaciones de las hermanas sólo un medio «para evitar la
ociosidad, enemiga del alma», sino el modo imprescindible de subsistencia, desde el
momento que el monasterio no dispone ni de rentas ni de posesiones (RCl 7,1-‐‐5).
Así fue desde el principio. Jacobo de Vitry, que observó de cerca ese género de vida,
inusitado en la tradición monástica femenina, escribía en 1216: «Las mujeres
(«menores») viven juntas en algunos hospicios cerca de las ciudades, y no reciben nada,
sino que viven del trabajo de sus manos» (cf. BAC, p. 964).
Clara daba ejemplo de aplicación al trabajo: «No quería estar nunca ociosa. Aun
durante el tiempo de su enfermedad se hacía incorporar en la cama, e hilaba» (Proc
1,11; 6,14).
Los trabajos femeninos tenían entonces un ámbito muy restringido. Fuera de hilar, tejer
y bordar, no se podía pensar en otras actividades, al menos dentro del recinto de la
clausura. Pero la Regla prevé el cultivo del trozo de huerto anejo al convento, si bien
con la finalidad exclusiva de tener las hortalizas necesarias para la comunidad
(RCl 6,14-‐‐15).
Entre tanto, crecía en la fraternidad de los menores el número de los hermanos que no
tenían la «gracia de trabajar» -‐‐letrados, clérigos, nobles, burgueses-‐‐ y el de los que
tenían a menos ocuparse en faenas manuales. Francisco hubo de plegarse a esta realidad,
admitiendo los estudios; y entonces aplicó a la actividad intelectual el concepto
general de trabajo, al par de las artes manuales, del servicio a los leprosos, de la
mendicación: también por el estudio los hermanos pueden «perder el espíritu de la
santa oración y devoción, como se contiene en la Regla» (CtaAnt). Era la
respuesta a aquella mentalidad que reputaba las actividades mentales como
superiores y propicias por sí mismas a la comunicación con Dios.
Pero el progresivo desprecio por el trabajo manual llenaba de tristeza al fundador. Veía
en grave peligro la igualdad fraterna. Por eso en el Testamento afirma
vigorosamente:
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«Yo trabajaba con mis manos, y quiero trabajar; y quiero firmemente que todos los
otros hermanos trabajen en trabajo que conviene al decoro. Los que no saben, que
aprendan, no por la codicia de recibir el precio del trabajo, sino por el ejemplo y para
rechazar la ociosidad» (Test 20-‐‐21)
La ociosidad honrosa, ese gran peligro que amenaza a todo grupo de personas
consagradas, en que cada cual halla cubiertas sus necesidades vitales al abrigo de la
vida común, amenazó a la fraternidad local, ya en vida del santo. Bastan a
demostrarlo sus reiteradas amonestaciones y la dureza con que se conducía con los que,
como aquel intruso de los días de Rivotorto, ni oraban ni trabajaban ni salían por la
limosna: «¡Sigue tu camino, fray mosca! Quieres comer del trabajo de tus
hermanos, como el zángano, que no gana ni trabaja, y devora el trabajo de las buenas
abejas» (LP 97).
Durante mucho tiempo ha pesado sobre las Ordenes religiosas la acusación de hacer de
sus miembros «parásitos de la sociedad». Hoy ha perdido fuerza ese estigma, si bien no
siempre se reconoce valor de utilidad a muchas de las ocupaciones de los religiosos. Y
no deja de ser éste uno de los aspectos en que más pone el acento la actual revisión
interna de los institutos.
En la línea franciscana importa mucho profundizar en el sentido de diaconía - ‐‐
servicio a la comunidad humana-‐‐ que la teología atribuye al trabajo. No hay especie
alguna de trabajo que, de suyo, deba considerarse como impropia de un hijo de san
Francisco. La elección de una u otra actividad deberá tener en cuenta las habilidades y
los dones recibidos de Dios, la preparación, las exigencias de la vida abrazada y, entre
ellas, principalmente la condición de pobres y menores en medio de la sociedad.
Las actividades, en vez de obstaculizar la fraternidad interna, han de venir a reforzarla
mediante el espíritu de equipo en mutua colaboración. La igualdad fraterna no
sufre con la diferencia del quehacer dentro del grupo, siempre que la diferente
ocupación no anteponga unos hermanos a otros, ya se trate del trabajo ministerial propio
de quien posee la gracia de la ordenación, ya de las iniciativas de caridad y promoción
social, ya de actividades profesionales o faenas mecánicas, lo mismo dentro como fuera
de la casa religiosa.
Para que el trabajo sea un verdadero y eficiente servicio, en nuestra economía
especializada, requiere adecuada preparación, si es posible reconocida con título oficial,
y un perfeccionamiento incesante de métodos y de técnicas. La disponibilidad
minorítica, con todo, nos llevará a no poner el trabajo de cada hermano al
servicio de la institución, sino a prodigarnos en bien del pueblo de Dios, prefiriendo
integrarnos en organizaciones ajenas y en medios de acción dependiente, donde el
testimonio sea más directo y la vida más adherente a la realidad de quienes se
ganan el sustento con el trabajo. Pero cada hermano ha de tener presente que de su
trabajo han de vivir los demás miembros de la fraternidad local y provincial. Sería
antisocial la renuncia a la remuneración justa; no se opone al sentido franciscano del
trabajo un contrato laboral en regla ni las implicaciones inevitables cuando se tiene
conciencia de pertenecer a la clase trabajadora. Pero el hermano menor estará siempre
disponible para ayudar con su trabajo gratuito a todo hermano necesitado.
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«LA MESA DEL SEÑOR»[24]
Dios, el dueño de todo, es también el «gran limosnero», que reparte a todos con
piedad y liberalidad de Padre. Francisco lee esta verdad en el Evangelio y la acepta
con fe sencilla y pura. Dios sigue siendo dueño de lo que da «en feudo». El
hombre pierde todo derecho a los bienes cuando hay otro que carece de lo
necesario. No socorrerle es un hurto. Por eso él se desprende de todo cuando topa
con un pobre peor vestido o peor alimentado: «Tenemos que devolver este manto a
este pobrecito; le pertenece a él. Lo hemos recibido en préstamo hasta que
encontremos a otro más pobre que nosotros... Yo no quiero ser ladrón; si no se
lo diéramos seríamos responsables de hurto» (2 Cel 87).
Es la justa apreciación, no jurídica sino profundamente religiosa, del destino de los
bienes de este mundo en el plan de Dios. La limosna, signo del reconocimiento
del dominio universal de Dios, es un derecho del pobre: «Es herencia que se debe en
justicia a los pobres: nos la adquirió nuestro Señor Jesucristo» (1 R 9,8). «Después del
pecado todas las cosas se nos dan como limosna, y el gran Limosnero, Dios,
reparte pródigo con piadosa clemencia a los que merecen y a los que desmerecen» (2
Cel 77; cf. LP 51).
Renunciar a todos los medios que aseguran la vida, lanzándose a la inseguridad
completa -‐‐sin bienes, sin dinero, sin derechos ni privilegios- ‐‐, no es una locura
cuando la vida está sostenida por la fe en la solicitud paternal de Dios.
La vocación mendicante adquiere para Francisco su sentido pleno a la luz del
misterio de la pobreza de Cristo. El capítulo 9 de la Regla no bulada dedicado a la
mendicidad, De petenda eleemosyna, se abre con esta exhortación:
«Todos los hermanos empéñense en seguir la humildad y pobreza de nuestro Señor
Jesucristo... Y cuando sea necesario, vayan por limosna. Y no se avergüencen, sino más
bien recuerden que nuestro Señor Jesucristo, el Hijo de Dios vivo omnipotente... no se
avergonzó. Y fue pobre y huésped y vivió de limosna él y la bienaventurada Virgen y
sus discípulos» (1 R 9,1-‐‐5).
Probar la humillación del pobre, reducido a la mendicidad, era tal vez la razón
principal de la limosna, pedida sólo cuando el fruto del trabajo no alcanzaba:
«Cuando no nos den la recompensa del trabajo, recurramos a la mesa del Señor,
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pidiendo limosna de puerta en puerta» (Test 22). Le gustaba más mendigar de esa
manera que recibir las limosnas ofrecidas espontáneamente; aquel sonrojo le ponía más
cerca de Cristo y de los desheredados (2 Cel 71).
Mendigar es humillante. Francisco, al comienzo de su conversión, quiso
experimentarlo. Y, ya convertido, fue el rubor de la mendicación de puerta en puerta,
entre sus propios conciudadanos, la prueba de la lealtad a Cristo (TC 21- ‐‐24). Y fue la
prueba fuerte de sus primeros seguidores: los vecinos de Asís «les afeaban haber dejado
sus propios bienes para comer de lo ajeno»; sus parientes y familiares se sentían
avergonzados al verlos mendigar. Francisco hubo de usar con ellos de gran comprensión,
ahorrándoles tal vencimiento hasta que los vio espiritualmente fuertes (LP 51).
Pero Cristo, bien lo sabía el fundador, si bien vivió de limosna en su vida pública con
el grupo de sus colaboradores, no practicó la mendicidad. No es lo mismo fiarse a la
buena voluntad de los hombres, dependiendo de ellos, cuando se les da gratis lo que se
ha recibido gratis (Mt 10,8), que vivir a costa de los que trabajan. Andando el tiempo,
cuando los hermanos menores eran universalmente conocidos y venerados, pedir limosna
dejó de ser motivo de humillación, y llegó a convertirse en un recurso fácil para
procurarse los medios de vida. Francisco previó esa desviación. Nunca fue su intención
fundar una fraternidad «mendicante». Insistía en que la limosna era sólo medio
subsidiario: no debía recurrirse a ella sino cuando no bastase «la recompensa del
trabajo». Pedir limosna cuando la necesidad no lo imponía era defraudar de su
derecho a los demás pobres. Las limosnas recibidas habían de considerarlas los
hermanos como patrimonio de todos los pobres, con quienes debían compartirlas
caritativamente (1 R 8,10; 9,8; Test 21-‐‐22; TC 43).
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NOTAS:
[1] J. Micó, La pobreza franciscana, en Selecciones de Franciscanismo, vol. 20, núm
58 (1991) 3-‐‐44, con bibliografía; V. M. Breton, La pauvreté, vertu fontale de la piété
franciscaine, París 1941; G. Melani, La povertà. Antologie del pensiero francescano,
Asís 1967; L. Iriarte, La «altísima pobreza» franciscana, en Estudios Franciscanos 68
(1967) 5-‐‐47, y en Selecciones de Franciscanismo, vol. 13, núm. 37 (1984) 91- ‐‐127; J.
de Schampheleer, La pobreza evangélica y la pobreza franciscana, en Selecciones de
Franciscanismo, vol 2, núm. 4 (1973) 42-‐‐59; B. O'Mahony, La pobreza franciscana
ayer y hoy, en Selecciones de Franciscanismo, vol. 9, núm. 25- ‐‐26 (1980) 63-‐‐
83; A. Boni, Povertà ecclesiale e povertà francescana oggi, Roma 1970; S. López,
La pobreza, vacío para Dios. Dimensión teologal de la pobreza de san
Francisco, en Verdad y Vida 28 (1970) 455- ‐‐491, reelaborado en Selecciones de
Franciscanismo, vol. 2, núm. 4 (1973) 60- ‐‐77; AA. VV., La povertà nella
spiritualità francescana, en Quaderni di Spiritualità Francescana, Asís 1971; K.
Esser, «Mysterium paupertatis». El ideal de pobreza en san Francisco, en Idem,
Temas espirituales, Aránzazu 1980, pp. 73- ‐‐96; AA. VV., La povertà nel secolo XII e
Francesco d'Assisi, Asís 1975; E. Grau, La vida en pobreza de santa Clara en el
ambiente cultural y religioso de su tiempo, en Selecciones de Franciscanismo, vol. 14,
núm. 40 (1985) 83-‐‐102; J. Garrido, La pobreza franciscana ayer y hoy, en
Selecciones de Franciscanismo, vol. 14, núm. 41 (1985) 233- ‐‐251; T. Matura, El
misterio y los problemas de la pobreza ayer y hoy, en Selecciones de Franciscanismo,
vol. 29, núm. 85 (2000) 32-‐‐48.
[2] 1 R 9,1; 2 R 6,2; 12,4; SalVir 2. 12- ‐‐13; TestCl 46. 56; 2CtaCl 7; 3CtaCl 4. 7.
15; 4CtaCl 18. 20. 22; 5CtaCl 14. En cambio, el binomio pobreza- ‐‐humildad es
casi ignorado de los primeros biógrafos.
[3] 2 Cel 70. Este versículo del salmo 68, como otros muchos del mismo salmo, típico
de los pobres de Yahvé, los incluyó Francisco en su Oficio de la Pasión.
[4] Cf. K. Esser, Untersuchungen zur «Sacrum commercium beati Francisci cum
domina paupertate», en Miscell. Melchor de Pobladura, I, Roma 1964, 1- ‐‐33; D.
Gagnan, Typologie de la pauvreté chez saint François d'Assise: l'épouse, la dame, la
mère, en Laurentianum 18 (1977) 469-‐‐522.
[5] El apelativo «altísima pobreza», altissima paupertas, grato a san Francisco y a santa
Clara, lo ha tomado el santo del contexto de la expresión de san Pablo en 2 Cor 8,2:
«Pues, aunque probados por muchas tribulaciones, su rebosante alegría y su
extrema pobreza (en la Vulgata: altissima paupertas) han desbordado en tesoros de
generosidad».
[6] En el Proceso de canonización de Clara abundan los testimonios al respecto. Así,
sor Pacífica de Guelfuccio de Asís: «Aseguró también que amaba particularmente la
pobreza, y que nunca pudo ser inducida a querer cosa alguna como propia, ni a
aceptar posesiones, ni para sí ni para el monasterio. Preguntada sobre cómo sabía esto,
respondió que vio y oyó cómo messer el papa Gregorio, de santa memoria, le había
querido dar muchas cosas, y comprar posesiones para el monasterio, pero ella no había
querido acceder jamás» (Proc 1,13). Y sor Felipa: «Noble de nacimiento y por su
familia, y rica en las cosas del mundo, Clara amó tanto la pobreza, que vendió y
distribuyó a los pobres toda su herencia» Proc 3,31). Y sor Beatriz, la hermana pequeña
de Clara: «Y vendió toda su herencia y parte de la herencia de la testigo y la dio a
los pobres» (Proc 12,3). Y sor Cristina: «También, sobre la venta de su herencia,
la testigo dijo que los parientes de madonna Clara habían querido dar más
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cantidad que ninguno de los otros, pero que ella no había querido vendérsela a ellos,
sino a otros, para que no quedasen defraudados los pobres. Y todo lo que recibió de la
venta de la herencia lo distribuyó a los pobres. Preguntada por cómo lo sabía,
respondió: porque lo había visto y oído» (Proc 13,11).
[7] Del texto de la confirmación del Privilegio, de Gregorio IX, 17 de septiembre de
1228; puede verse en I. Omaechevarría, Escritos de santa Clara y documentos
complementarios, Madrid, BAC, 19994, pp. 236-‐‐237. Cf. TestCl 40-‐‐43.
[8] Texto de la Bula de canonización de santa Clara, en I. Omaechevarría, Escritos de
santa Clara y documentos complementarios, Madrid, BAC, 19994, pp. 117-‐‐127.
[9] Cf. L. Iriarte, «Appropriatio» et «expropriatio» in doctrina sancti Francisci, en
Laurentianum 11 (1970) 3-‐‐35.
[10] Cf. Adm 18; 2CtaF 31. 70-‐‐71. 83; 2 Ce1 15 y 72.
[11] La fórmula «vivir en obediencia, sin propio y en castidad» venía ya de antes de
san Francisco. Cf. G. Escudero, El voto solemne de pobreza. Su historia, su naturaleza,
Madrid 1955, 87-‐‐101, 162; L. Iriarte, El rito de la profesión en la Orden franciscana.
Apuntes históricos, en Laurentianum 8 (1967) 190-‐‐193.
[12] Testimonio de fray Maseo, en I fiori dei tre compagni, ed. J. Cambell, Append. 7a,
p. 374-‐‐375.
[13] Test 24. Pertenece ya a la historia toda la trayectoria del Nihil sibi approprient,
como si san Francisco hubiera querido prohibir el «derecho de propiedad», el «uso de
derecho», etc., interpretación que luego recibió validez canónica en las
declaraciones pontificias sobre la Regla. Habiendo sido éstas «abrogadas en lo que
tienen de valor preceptivo», en virtud del decreto de la Congregación de Religiosos del
4 de marzo de 1970, podemos ahora volver a leer la letra de la Regla según el sentido
que le dio el fundador. Véase L. Iriarte, «Appropriatio» et «expropriatio» in doctrina
sancti Francisci, en Laurentianum 11 (1970) 25- ‐‐33; La povertà nelle interpretazioni
papali antiche e le conseguenze del recente decreto abrogativo delle medesime, en Studi
e ricerche franc. 9 (1980) 79-‐‐97.
[14] Cf. C. C. Billot, La «marcha» según los escritos de san Francisco, en Selecciones
de Franciscanismo, vol. 4, núm. 12 (1975) 281- ‐‐296 (estudia el tema de la vida
concebida como una "marcha"); A. Van Corstanje, Un peuple de pélerins, París
1964; A. Matanic, Pellegrino, forestiero, en DF, 1263-‐‐1270.
[15] L. Hardick, «Pecunia et denarii». Untersuchungen zum Geldverbot in den Regeln
der Minderbrüder, en Franziskanische Studien 40 (1958) 192- ‐‐217, 313-‐‐328; 41
(1959) 258-‐‐290; 43 (1961) 216-‐‐243; L. Hardick, Denaro, en DF, 329-‐‐342.
[16] J. Micó, La minoridad franciscana, en Selecciones de Franciscanismo, vol. 20,
núm. 60 (1991) 427- ‐‐450, con bibliografía; B. Kloppenburg, La minoridad en la
fraternidad franciscana, en Cuadernos Franciscanos n. 7 (1969) 147- ‐‐158; P. B.
Beguin, La minoridad franciscana, ¿pobreza, obediencia o diaconía?, en Cuadernos
Franciscanos n. 7 (1969) 159- ‐‐169; Ph. R. Blaine, «Power in weakness» in the
spirituality of St. Francis of Assisi, Roma 1982; M. V. Triviño, El compartir esponsal
de la pobreza de Clara de Asís, en Selecciones de Franciscanismo, vol. 8, núm.
24 (1979) 392-‐‐422; C. Cargnoni, Umiltà, en DF, 1869-‐‐1902.
[17] Testimonia minora, 17-‐‐18.
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[18] Sermo V de S. Patre nostro Francisco, en Opera omnia, IX, 594-‐‐495.
[19] 1 R 11,1; 2 R 2, 8. 11. 16. 18; 3, 7. 9. 10. 13; 7,5; 10,10-‐‐14.
[20] Cf. 1 R 24,3; Test 41; UltVol 1; 2CtaF 1 y 86; CtaA 2; CtaO 4 y 58; CtaCus 1.
[21] Adm 19,1; LM 6,1. Máxima citada por la Imitación de Cristo, III, 50.
[22] Dicta beati Aegidii, Quaracchi 1905, 120.
[23] V. Mateos, El trabajo y la primitiva experiencia franciscana, en Selecciones de
Franciscanismo, vol. 9, núm. 25-‐‐26 (1980) 183-‐‐190; Sor Catherine, Evolución del
concepto de trabajo en los monasterios de contemplativas, en Selecciones de
Franciscanismo, vol. 9, núm. 25-‐‐26 (1980) 191-‐‐198; T. Matura, Trabajo y vida en
fraternidad, en Selecciones de Franciscanismo, vol. 7, núm. 20 (1978) 211- ‐‐219; F.
Uribe, Significado del trabajo en las primitivas fuentes franciscanas, en Selecciones de
Franciscanismo, vol. 27, núm. 80 (1998) 171- ‐‐194; L. Iriarte, Vivir del propio trabajo.
Cómo traducir en nuestra vida el proyecto de Francisco, en Selecciones de
Franciscanismo, vol. 29, núm. 85 (2000) 49- ‐‐71; P. Beguin, Francisco y el trabajo de
los hermanos, en Selecciones de Franciscanismo, vol. 29, núm. 86 (2000) 279- ‐‐290; K.
Esser, Die Handarbeit in der Frühgeschichte des Minderbrüderordens, en
Franziskanische Studien 40 (1958) 145- ‐‐166; P. Bertinato, Il concetto di lavoro nella
Regola francescana, Venecia 1964; P. Bertinato, Lavoro, en DF, 821- ‐‐836; S. Ara,
El espíritu de trabajo en la Regla franciscana, en Estudios Franciscanos 68 (1967)
49-‐‐68; V. Redondo, El trabajo manual en san Francisco de Asís, en Estudios
Franciscanos 84 (1983) 85-‐‐129.
[24] L. Iriarte, El recurso a la mesa del Señor, en Selecciones de Franciscanismo, vol.
29, núm. 85 (2000) 20-‐‐31; L. Casutt, Bettel und Arbeit nach dem hl. Franziskus von
Assisi, en Collectanea Franciscana 37 (1967) 229- ‐‐249; L. Hardick, Elemosina,
mendicità, en DF, 481-‐‐492.
[25] Discurso a la peregrinación de la Tercera Orden Secular, 19 de mayo de 1971;
en L'Osservatore Romano, 20 mayo 1971; en Tertius Ordo 23 (1971) 59-‐‐61.
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