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LA «POBREZA Y HUMILDADDE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO»[1]

L. Iriarte. OFMCap.
San Francisco no dio una definición de la pobreza. No era hombre de definiciones.
Como todo carismático, se producía por medio de actitudes concretas, modos de vida. A
la pregunta, ¿qué es la pobreza?, responde: es la pobreza de nuestro Señor Jesucristo.
Una vida, la vida pobre del «Hijo de Dios altísimo» tal como él la ha
descubierto a través del hermano pobre y tal como la capta en el Evangelio. Pero en
esa vida la pobreza aparece unida al anonadamiento y a la humillación del Siervo,
hecho semejante en todo a sus hermanos (Hb 2,17); por lo mismo, Francisco junta
invariablemente esos dos elementos: «pobreza y humildad de nuestro Señor Jesucristo».
Lo propio hace santa Clara en todos sus escritos.[2]
Hoy, con la teología bíblica de la Encarnación, designamos ese binomio del misterio
pobreza-‐‐humildad del Dios-‐‐Hombre con el término kénosis, anonadamiento (cf. Fil
2,6-‐‐7). No podemos formarnos una idea exacta de la pobreza franciscana sin
acercarnos, con el mismo espíritu de san Francisco, aunque con más rica
información exegética, a la fuente donde él la bebió.
La voz de los pobres de Yahvé - ‐‐los rectos, los despreciados, los que tienen puesta su
esperanza en las promesas y en la salud que viene de Él- ‐‐, la escuchaba Francisco en
los textos litúrgicos tomados del Antiguo Testamento: «Cantaba con más encendido
fervor y júbilo más desbordante los salmos en que se celebra la pobreza, como
aquél: La esperanza de los pobres no se perderá para siempre (Sal 9,19), y el
otro: Véanlo los pobres y alégrense (Sal 68,33)».[3]

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«EL SEÑOR SE HIZO POBRE POR NOSOTROS EN ESTE MUNDO» (2 R 6,3)
Pero donde mejor aparece la intuición del sentido teológico de la pobreza voluntaria es
en su modo personal de leer los textos del Nuevo Testamento.
La pobreza que ha hallado Francisco no es un sistema de vida ascética, como el que ya
estaba acuñado en el monaquismo tradicional, ni un programa de reforma de la Iglesia,
como los que sacudían a la sazón la sociedad cristiana, bajo la consigna de la vuelta al
Evangelio, ni siquiera un medio de testimonio, necesario para hacer frente a los herejes
reformadores y para volver a la sinceridad cristiana, que fue el móvil de la vida de
pobreza abrazada por santo Domingo. La pobreza de Francisco es fruto de un amor. Y
más que un medio para amar perfectamente, es una consecuencia del amor que ya se
da, el misterio de la presencia de Cristo en el pobre, que obra en quien se iguala a
éste.
El impulso caballeresco, es cierto, llevó muy pronto a Francisco a idealizar la
pobreza como norte de su vida. Pero Dama santa Pobreza no es una abstracción; sigue
siendo una vida, la del Cristo y la de todo necesitado. Si la ama con un afecto tan
apasionado es porque ve en ella la esposa del altísimo Hijo de Dios, abandonada y
despreciada, siendo reina, desde que el Rey se ausentó (2 Cel 16; cf. TC 50). Sólo una
literatura tardía daría personificación de mito a no sé qué desposorio de Francisco
con la pobreza, poetización que no había de favorecer la auténtica espiritualidad
franciscana.[4]
La fidelidad de Francisco a la «altísima pobreza»[5] no es, en realidad, sino la
adhesión al «Verbo del Padre, que siendo tan digno, tan santo y glorioso, tomó de las
entrañas de la santa Virgen la verdadera carne de nuestra humanidad y fragilidad. Él,
siendo rico (2 Cor 8,9), quiso, por encima de todo, escoger con su bienaventurada
Madre, la pobreza» (2CtaF 4-‐‐5; cf. 1CtaCl 15-‐‐17).
He aquí el mysterium paupertatis captado en toda su profundidad teológica. De aquí
recibe la pobreza su celsitud regia, que ella comunica a los que la abrazan, haciendo de
ellos «herederos y reyes del reino de los cielos» (2 R 6,4), porque Jesús ha dicho que
el Reino es de los pobres. «Yo considero - ‐‐decía Francisco al cardenal Hugolino- ‐‐
como dignidad regia e insigne nobleza el seguir a aquel Señor que, siendo rico, se hizo
pobre por nosotros» (2 Cel 73; cf. LP 97). Y a sus compañeros que se avergonzaban
de ir por la limosna, les decía: «Hermanos carísimos: el Hijo de Dios era más noble
que nosotros, y se hizo pobre por nosotros en este mundo. Por su amor hemos
escogido el camino de la pobreza; no hemos de avergonzarnos» (2 Cel 74; LP 51; cf. 1
R 9,4-‐‐5).
Es la motivación central del capítulo sexto de la Regla definitiva: «Él Señor se hizo
pobre por nosotros en este mundo». La vida de Jesús la ve Francisco a través del
prisma de la pobreza; sobre todo, en los dos momentos en que esa pobreza
redentora significa anonadamiento y humillación: Belén, que le habla de la penuria de la
«pobrecilla Virgen» y de ese modo de introducirse el Hijo de Dios en la realidad
humana; y el Calvario, donde la pobreza acompaña al Salvador hasta lo alto de la cruz,
misterio de «exinanición» que el Poverello contempla exinanitus totus, «todo anonadado»
(1 Cel 71; 2 Cel 83 y 100). La pobreza- ‐‐anonadamiento, misterio perpetuo en el
pueblo de Dios, la percibe en la Eucaristía, donde «cada día el Hijo de Dios se humilla
lo mismo que cuando vino desde el trono real al seno de la Virgen; cada día viene a
nosotros bajo humildes apariencias...» (Adm 1,16- ‐‐17). Penetrado de la realidad de
esta pobreza, esposa fiel de Cristo en su presencia terrena,
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sensibilizada tantas veces por la incuria de los hombres, Francisco trata de socorrer al
Pobre por excelencia, promoviendo una campaña para lograr que el Cuerpo del Señor no
siga colocado «pobrísimamente» en lugares indignos de Él.
«Seguir la doctrina y las huellas» de Cristo es, ante todo, abrazar su pobreza, un
derecho anterior a cualquier otro compromiso humano (CtaL 3-‐‐4). No será otra la
recomendación última a las damas pobres:
«Yo, fray Francisco, el pequeñuelo, quiero seguir la vida y pobreza del altísimo Señor
Jesucristo y de su santísima Madre, y perseverar en ella hasta el fin. Y os ruego,
señoras mías, y os recomiendo que viváis siempre en esa misma santísima vida y
pobreza, guardándoos mucho de apartaros de ella jamás en manera alguna por
enseñanza o consejo de quien sea».
Clara sería fiel, heroicamente fiel, a la herencia del Padre en su Regla, en su
Testamento, en sus cartas, y en el tenor de vida observado en San Damián.
«Cuando oyó que san Francisco había escogido el camino de la pobreza - ‐‐declara en el
proceso un antiguo servidor de los Favarone- ‐‐ decidió en su corazón hacer lo
mismo» (Proc 20,6). Y se hizo pobre. Dejó el palacio de su noble familia, «una de las
más rumbosas y dispendiosas de la ciudad» (Proc 20,3); se confió al pobre
Crucificado mediante la obediencia prometida a Francisco; y después hizo vender su
patrimonio personal y distribuir el producto a los pobres, conforme a «la palabra del
santo Evangelio» (RCl 2,8), afrontando con decisión la oposición de los suyos.[6]
Lo propio hicieron sus hermanas Inés y Beatriz y todas las demás que le siguieron:
ninguna llevaba consigo a San Damián otra cosa que su persona, esto es, una voluntad
sincera de seguir a Cristo en pobreza total. El grupo mismo se comprometía a
experimentar cada día la pobreza liberadora, viviendo del trabajo y de la «mesa del
Señor».
Obligada a profesar la regla benedictina, que supone un monasterio bien protegido con
posesiones y rentas, se apresuró a obtener de Inocencio III el singular Privilegio de la
pobreza, que después haría confirmar por cada uno de los sucesores. He aquí las
principales cláusulas del mismo, sugeridas por la misma Clara al Papa:
«Deseando dedicaros únicamente al Señor, habéis renunciado al afán de los bienes
terrenos. Por lo tanto, después de haber vendido y distribuido todo a los pobres, os
proponéis no tener posesión alguna en absoluto, para seguir en todo las huellas de aquel
que por nosotros se ha hecho pobre, camino, verdad y vida. Y no es parte a retraeros
de esta decisión la privación de tantas cosas, ya que (...) aquel que alimenta los pájaros
del cielo y viste los lirios del campo, cuidará de que no os falte alimento y vestido...
Así pues, conforme a vuestra súplica, confirmamos con autoridad apostólica vuestra
decisión de altísima pobreza, concediéndoos, en virtud de las presentes letras, que
nadie os pueda forzar a recibir posesiones».[7]
Como se expresa Clara en su Testamento, se trata de un compromiso asumido «ante el
Señor y ante nuestro padre san Francisco» (TestCl 40); una herencia a la que ella
quiere permanecer fiel, resistiendo incluso a la autoridad suprema de la Iglesia, con
humildad y sumisión, pero con firmeza (LCl 14). Esa misma firmeza pide a su hija
espiritual Inés de Praga. En la primera carta se congratula con ella por su decisión de
renunciar a todo haciéndose pobre por amor del Esposo divino, y entona un
verdadero himno a la pobreza:
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«¡Oh pobreza dichosa, que granjea riquezas eternas a quienes la aman y la abrazan! ¡Oh
pobreza santa: a quienes la poseen y la desean Dios promete el reino de los cielos y
ofrece la garantía de la gloria eterna y de la vida bienaventurada! ¡Oh pobreza piadosa,
que se dignó abrazar, por encima de todo, el Señor Jesucristo, en cuyo poder estaban y
están el cielo y la tierra...!» (1CtaCl 15-‐‐17).
En la segunda carta sentimos vibrar la emoción de la «pianticella» cada vez que leía la
última voluntad de Francisco:
«No des crédito ni prestes atención a nadie que intente desviarte de tu propósito o
ponerte estorbos en este camino... Y si alguno te dice o te insinúa otra cosa..., ¡con
todos los respetos, no le hagas caso, sino abrázate, virgen pobrecilla, al Cristo
pobre!» (2CtaCl 14 y 17-‐‐18).
Si se resolvió a escribir su Testamento después de la promulgación de la Regla de
Inocencio IV (1247), fue precisamente porque quería asegurar, después de su
muerte, la fidelidad de su «pequeña grey» a la pobreza comunitaria por la cual tanto
había luchado. Y se sintió feliz cuando tuvo entre sus manos, ya casi moribunda, la
aprobación pontificia de su Regla, en la cual estaba incluido el privilegio de la
pobreza. Los tres capítulos centrales de la misma, los más personales de la santa, tratan
del ideal de la pobreza evangélica, más aún, éste constituye el objeto principal de la
profesión de las hermanas pobres: «observar la vida y la forma de nuestra pobreza»;
ninguna puede ser abadesa «si antes no ha profesado la forma de nuestra pobreza»
(RCl 2,14; 4,5). La bula de canonización definió a Clara: «enamorada e
infatigable defensora de la pobreza».[8]

«NADA SE APROPIEN». TEOLOGÍA FRANCISCANA DE LA


«APPROPRIATIO» Y «EXPROPRIATIO»[9]
La fe dice a Francisco que Dios es el «pleno bien, el entero bien, el verdadero y sumo
bien, toda la riqueza deseable». «De Él procede todo el bien, y nosotros debemos
reconocer que todos los bienes son de Él y a Él se los debemos devolver»; mientras
que «a nosotros no nos pertenecen sino los vicios y pecados» (1 R 17,6- ‐‐7; 23,8-‐‐9).
Por lo que hace a los bienes externos elabora una teología límpida del derecho
de propiedad, en términos feudales. Dios es el Rey, señor universal de todo, que
concede en feudo temporal los bienes de la tierra. El hombre, simple feudatario
ante Dios, ha de volver a poner en manos de su Señor, o voluntariamente durante
la vida o forzosamente en la muerte, todo cuanto tiene.[10] Todos los bienes creados
son vistos por Francisco a esta luz del supremo dominio de Dios, que ha creado cosas
tan bellas, agradables y útiles para que por ellas le devolvamos nuestro censo de
alabanza y de amor.
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En consecuencia, todo lo que tiene razón de pecado en el hombre reviste un sentido de
apropiación abusiva. También en la Biblia es presentado el pecado como el
supremo acto de egocentrismo y de ambición: ser como Dios (Gen 3,5). El hombre, al
pecar, realiza una atribución consciente a sí mismo de los bienes recibidos de Dios
dentro y fuera de sí. Con ello, al mismo tiempo que se cierra a la comunión divina, se
indispone para abrirse fraternalmente a la comunidad de los hombres. Son
numerosos los textos en que san Francisco tiene presente una parábola, llamémosla así:
el vasallo feudal que «oculta» y «retiene para sí» los bienes de su señor.
«Bienaventurado el siervo que devuelve todos sus bienes al Señor Dios; porque
quien retiene algo para sí esconde en sí el capital de su señor (Mt 25,18) y lo que cree
tener le será quitado (Lc 8,18)» (Adm 18).
Así es como ve el momento trágico de la introducción del pecado en el mundo,
pecado de desobediencia, según la doctrina de san Pablo, es decir, de apropiación del
don de la libertad:
«Dijo Dios a Adán: De todo árbol puedes comer, pero... (Gen 2,16). Adán podía comer
de todos los árboles del paraíso, y mientras no obró contra la obediencia no pecó. En
efecto, come del árbol de la ciencia del bien quien se apropia de su voluntad y se
enorgullece de los bienes que Dios dice y realiza en él...» (Adm 2).
Todo pecado actual es, por lo mismo, una desleal apropiación. Más aún, Francisco ve
en la falta de comprensión para con el pecado del hermano un atentado contra los
derechos de Dios:
«Al siervo de Dios nada debe desagradarle, excepto el pecado. Y de cualquier modo
que una persona peque, si por esto el siervo de Dios se turba y se encoleriza, y no por
caridad, atesora para sí una culpa (cf. Rm 2,5). El siervo de Dios que no se
encoleriza ni se conturba por cosa alguna, vive rectamente sin propio. Y
bienaventurado aquel que no retiene nada para sí, devolviendo al César lo que es del
César, y a Dios lo que es de Dios (Mt 22,21)» (Adm 11).
La expresión «sin propio» (sine proprio) de la Regla no es, por lo tanto, en la mente
de Francisco, una mera fórmula de profesión pública de renuncia a unos bienes
materiales, sino que indica un desapropio total que, principalmente, afecta a los
bienes internos.[11] La renuncia externa es sólo la condición imprescindible para llegar
a la plena disponibilidad interna, según el genuino sentido de la pobreza
evangélica voluntaria:
«A los que venían a la Orden enseñaba el Santo que, antes de nada, habían de dar el
libelo de repudio al mundo (cf. Mt 5,31), y que a continuación habían de ofrecer a
Dios primero sus bienes en los pobres de fuera, y luego, ya dentro, sus propias
personas. No admitía a la Orden sino a los que se expropiaban de todo lo suyo y no
se reservaban nada de nada, para cumplir así el santo Evangelio (Mt 19,21; 1 R 1) y
para evitar que las bolsas reservadas sirvieran para su ruina» (2 Cel 80).
Un tal desapropio externo no era sino «devolver los bienes al Dueño, de quien los
habían recibido», en la persona de los pobres entre quienes los distribuían (1 Cel 24- ‐‐
25; 2 Cel 15 y 81).
Aun en los bienes sobrenaturales, que son pura gracia de Dios, cabe el mismo abuso,
ya sea manifestándolos a la ligera, por cobrar gloria o provecho de los hombres, ya
reteniéndolos egoístamente cuando están destinados a ser comunicados a los
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demás. En ambos casos Francisco se creería «ladrón de los tesoros del Señor» (cf. Adm
21 y 28; 2 Cel 99). Lo que importa es que «nada se interponga» entre el sumo Bien y
nuestra pequeñez (1 R 23,10).
En la peculiar ascética del santo todas las virtudes son consideradas en función de
pobreza interna, y los vicios contrarios llevan siempre el virus hereditario de la
appropriatio. «La carne, contraria siempre a todo bien», nos lleva a atribuirnos a
nosotros lo que pertenece a Dios, «usurpa para sí y convierte en gloria propia lo que
no ha sido dado para ella; por el contrario, el espíritu de Dios nos enseña a distinguir
en nosotros lo que es de Dios y lo que Él obra en nosotros o por medio de nosotros»
(Adm 12; 2 Cel 134). «Los ojos carnales no pueden percibir la belleza de la
pobreza».[12] Por eso, tanto la vanagloria como la envidia son un atentado contra el
dominio de Dios, es como alzarse con los bienes de Él: «Bienaventurado aquel siervo
que no se exalta más del bien que el Señor dice y obra por medio de él, que del que
dice y obra por medio de otro» (Adm 17); la envidia, además, participa de la malicia
de la blasfemia: «Todo el que envidia a su hermano por el bien que el Señor dice y
hace en él, incurre en el pecado de blasfemia, porque envidia al mismo Altísimo, que
es quien dice y hace todo bien» (Adm 8,3).
La apropiación por vanagloria puede viciar aun las obras buenas. El afán de hacerse con
un capital de devociones, de prácticas de penitencia, de observancias menudas, como
proveyéndose de un seguro aun frente a Dios, es para Francisco carencia de pobreza de
espíritu. El verdadero pobre se fía de Dios. El santo comenta así la primera de
las bienaventuranzas:
«Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos (Mt
5,3). Hay muchos que, perseverando en oraciones y oficios, hacen muchas
abstinencias y mortificaciones corporales, pero, por una sola palabra que les
parezca injuriosa para sus cuerpos o por alguna cosa que se les quite, escandalizados
enseguida se perturban. Estos no son pobres de espíritu, porque quien es de verdad
pobre de espíritu, se odia a sí mismo y ama a aquellos que lo golpean en la mejilla
(cf. Mt 5,39)» (Adm 14).
La perspicacia de Francisco se fija en otra forma sutil de apropiación, que podía afectar
más a la fraternidad como tal que a cada hermano: ¡las glorias del instituto! Evocando
los cantares de gesta, decía: «El emperador Carlos, Rolando y Oliverio, y todos los
paladines» realizaron sus hazañas increíbles; los mártires supieron dar su vida por Cristo;
pero ahora son muchos los que, «narrando lo que aquellos llevaron a cabo, pretenden
recibir honra y alabanza de los hombres» (LP 103). Y aplicando esta observación a los
santos dejó escrito:
«Consideremos todos los hermanos al buen pastor, que por salvar a sus ovejas sufrió la
pasión de la cruz. Las ovejas del Señor le siguieron en la tribulación y la
persecución, en la vergüenza y el hambre, en la enfermedad y la tentación, y en las
demás cosas; y por esto recibieron del Señor la vida sempiterna. De donde es una gran
vergüenza para nosotros, siervos de Dios, que los santos hicieron las obras y nosotros,
recitándolas, queremos recibir gloria y honor» (Adm 6).
Cuando comenzó a difundirse el relato del martirio de los cinco misioneros de
Marruecos, prohibió su divulgación al comprobar que los hermanos tomaban pie del
heroísmo de los mártires para vanagloriarse ante los demás (Giano, Crónica 8).
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Y como el saber se convierte tantas veces en estorbo para tener el espíritu
debidamente desprendido, quería que los doctos realizaran en cierto modo también esa
difícil abdicación al entrar en la fraternidad, para vivir «sin propio» (cf. Adm 7; 2 Cel
194).
Este recelo es lo que mantuvo al Poverello reacio a la introducción de los estudios en
la fraternidad. Sólo cuando supo de uno de los hermanos, fray Antonio de Lisboa, que
había abrazado la vida evangélica en esa disposición de vacío total, le autorizó para
enseñar teología a los hermanos (Cf. CtaAnt).
Aun la prescripción, que parecería mero requisito canónico, de no predicar sin la debida
autorización, era para él exigencia de la pobreza interior: «Ningún predicador se
apropie el oficio de la predicación» (1 R 17,4). A este género de
«appropriatores» pertenecen cuantos se complacen en sus éxitos:
«Suplico en la caridad que es Dios a todos mis hermanos predicadores, orantes,
trabajadores, tanto clérigos como laicos, que se esfuercen por humillarse en todas las
cosas, por no gloriarse ni gozarse en sí mismos ni ensalzarse interiormente por las
palabras y obras buenas, más aún, por ningún bien, que Dios hace o dice y obra alguna
vez en ellos y por medio de ellos... Y sepamos firmemente que no nos
pertenecen a nosotros sino los vicios y pecados» (1 R 17,5-‐‐7).
Llegará un día en que el predicador caiga en la cuenta de que en sus éxitos «no hubo
nada suyo» (2 Cel 164; LP 103).
No es sólo la humildad la que está en peligro cuando falta la pobreza interior; se ve
amenazada también la fraternidad, basada en la caridad y en el servicio mutuo. En ella
los superiores están destinados «al servicio y a la común utilidad de los
hermanos» (2 R 8,4), desapropiados, por lo tanto, en bien de los demás. Complacerse
en la prelacía o turbarse cuando se la quitan es lo mismo que «acumular un capital que
pone el alma en peligro», realizar un acto de apropiación: «Ningún ministro se apropie
el servicio -‐‐ministerium-‐‐ de sus hermanos» (1 R 17,4: Adm 4). Y la
obediencia de los hermanos supone la abdicación interior, como veremos en su
lugar, si ha de estar informada por la caridad.
Caridad y pobreza han de hermanarse de tal forma que ésta disponga el corazón para el
amor fraterno, tanto más fuerte cuanto más dura es la experiencia común de la penuria,
y la caridad venga a llenar el vacío de los recursos humanos cuando se trata de asistir
al hermano necesitado. No por mera asociación casual el capítulo sexto de la Regla
definitiva une pobreza y caridad fraterna como inseparables. «Cuando se aman las
cosas temporales -‐‐escribe santa Clara-‐‐ se pierde el fruto de la caridad» (1CtaCl 25).
El enemigo número uno de la unión fraterna es el amor privatus: el afecto egoísta,
particular, que acapara el atractivo del hermano. Toda forma de egoísmo en el seno de
la fraternidad es una apropiación que crea distancia, por ejemplo, la singularidad, por la
que el religioso se pone al margen de la vida de los hermanos (cf. 2 Cel 28- ‐‐29; LP
116).
Tal es la pedagogía personalísima del Poverello, inspirada plenamente en el
Evangelio, centrada totalmente en la pobreza interior. En las 28 Admoniciones
dirigidas a los hermanos, no hay la mínima alusión a la pobreza material. El fundador
no debió de hallar dificultad para hacer comprender a los valerosos paladines de
dama pobreza en qué modo debía resplandecer ésta en los vestidos, en los manjares, en
las habitaciones...; en cambio, hubo de esforzarse por
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hacerles entrar por el camino de la liberación del corazón, del desapego íntimo de los
bienes exteriores e interiores, y por ayudarles a descubrir en sí mismos tantas y tantas
apropiaciones que impiden el llegar a tener el corazón pobre y disponible para
Dios y para los demás. Casi todas las exhortaciones tienen como tema el arte de vivir
sine proprio, sin nada propio, tema que aparece asimismo en las dos reglas, en las
cartas y en las enseñanzas que los biógrafos atribuyen al santo.
Después de lo dicho es fácil comprender el sentido del Nada se apropien los
hermanos (2 R 6,1). El desprendimiento de «casas», «lugares» y todos los otros
bienes materiales -‐‐pobreza externa-‐‐ supone el espíritu pobre y es la condición
necesaria para mantenerlo. Enseñado por la doctrina de Jesús, y por lo que ve en torno
a sí en aquellos comunes italianos lanzados a una porfía de poder y de orgullo cívico
gracias a la riqueza comercial, sabe que, si los hermanos, no sólo como
individuos, sino sobre todo como fraternidad, no tienen «nada debajo del cielo», fuera
del tesoro de la altísima pobreza, serán verdaderamente «menores».
Francisco no tiene en la mente una renuncia a la propiedad colectiva en sentido jurídico
-‐‐dominio, posesión-‐‐; el «nada se apropien» debe entenderse en el contexto general de
su doctrina sobre la «apropiación», de significado plenamente evangélico. El lugar
paralelo de la Regla no bulada precisa bien el sentido de la expresión:
«Guárdense los hermanos, dondequiera que se hallaren..., de apropiarse lugar alguno
y de defenderlo contra nadie; sino que cualquiera que viniere a ellos, amigo o enemigo,
ladrón o salteador, sea acogido benignamente» (1 R 7,13-‐‐14).
Francisco mismo ha aclarado en el Testamento el sentido dado por él al «nada se
apropien» de la Regla, adaptando la letra según el espíritu, al aceptar las moradas fijas,
que antes había prohibido.[13]

«PEREGRINOS Y FORASTEROS EN ESTE MUNDO» (2 R 6,2)[14]


Toda la doctrina de Francisco sobre la pobreza respira un clima escatológico. El
hermano menor está destinado a ir por el mundosin morada estable, sin nada que le ate
ni fije aquí abajo, vuelto el rostro hacia la «tierra de los vivientes» (1 R 14,1; 15,1;
16,3-‐‐4; 2 R 3,10; 6,3-‐‐7).
De aquí la inseguridad respecto a los medios de vida, que, en definitiva, es seguridad
bajo el amor del Padre celestial, según las enseñanzas de Jesús. Francisco la busca
en seguida de su conversión (2 Cel 14; TC 22); y ya fundador, vela por ella
celosamente (2 Cel 67). Tiene miedo a instalarse. Su piedad personal, sus
exhortaciones, el ambiente espiritual en que se mueve, nos lo muestran en la
espera confiada y anhelante del día del Señor. Y no de otra forma ve la misión de la
fraternidad, surgida «en estos últimos tiempos para llevar a término el misterio del
Evangelio de Cristo» (2 Cel 156). A imitación del Salvador, «que fue pobre y
huésped» (1 R 9,5) los hermanos menores hacen profesión de «peregrinos y forasteros
en este mundo», como, por lo demás, debe serlo todo cristiano (1 Pe 2,11). Así leía el
santo el pasaje evangélico: «Las raposas tienen madrigueras y las aves del cielo nidos,
pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza» (Mt 8,20; cf. 2 Cel 56).
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La esperanza es el norte de la vida del creyente, siempre en camino hacia la
verdadera patria. Todo - ‐‐lugares, utensilios, manjares- ‐‐ «debía recordar la
peregrinación, todo debía cantar el destierro» (2 Cel 60). Viajeros de paso, no debían
fijar la morada en casas ni iglesias, dispuestos a pasar de un país a otro cuando en
alguna parte no fueran recibidos (Test 26). Los grupos de peregrinos de Tierra Santa o
de Compostela eran en aquella época como un reclamo constante que recordaba al
pueblo cristiano su estado de viajero de eternidad; Francisco mismo había querido
probar aquella experiencia recorriendo las mismas rutas de fe con sus pies descalzos.
Por eso recordaba muchas veces «las leyes de los peregrinos: acogerse bajo techo
ajeno, transitar pacíficamente, anhelar por la patria» (2 Cel 59).
La vida religiosa, es cierto, siempre ha sido la expresión de la Iglesia peregrinante, y lo
debe ser. Pero en cada época de la historia ha sido diferente la forma de ese
testimonio. El antiguo anacoreta y el cenobita oriental lo expresan mediante la fuga de
la ciudad al despoblado, en busca de una vida angélica que reduzca al mínimo la
condición terrena del Reino. El monje occidental, destinado providencialmente a
crear la ciudad terrena entre los nuevos pueblos de Europa, para preparar la celeste,
necesita instalarse, y funda en la estabilidad local la manifestación de esa tarea. Aquí no
tiene razón de ser la pobreza colectiva como inseguridad. Pero el siglo XIII
europeo es otra cosa. A Francisco, hijo de uno de aquellos viajeros de la ciudad
terrena, lanzados a todos los caminos del mundo en busca de contratación, no le fue
difícil identificarse con el impulso divino a poner en marcha una fraternidad de
mensajeros ambulantes del Reino.
Ir por el mundo de dos en dos, sin bolsa, sin provisiones para el camino, portadores de
paz, dando gratis lo que gratis han recibido (Mt 10,7- ‐‐14), será característica
esencial de los hermanos menores, aspirando a convertir en norma habitual la que
Jesucristo había impuesto circunstancialmente a los apóstoles. Lógicamente, la
literatura posterior franciscana designará esta interpretación con el término vivir a la
apostólica. Auténticos huéspedes de todo el mundo, deberán comer lo que les
pongan delante (Lc 10,8) para no ser gravosos a nadie (2 R 3,13). Y adoptarán
el Breviarium de la curia romana, que simplificaba el rezo de las horas canónicas.
La pobreza apostólica es el testimonio propio del Reino que corresponde a los
hermanos menores, su peculiar aportación a la obra salvífica, un sermón vivo que va
diciendo a todos los cristianos, ciudadanos de la Jerusalén de arriba: No tenéis aquí
abajo ciudad permanente; buscad la ciudad futura (Heb 13,14).
Fraternidad pobre, apostólica y mendicante, demostración tangible de la viabilidad del
sermón de la montaña, deberá procurar no instalarse nunca, ni materialmente, ni
socialmente, ni intelectualmente. Por eso la pobreza franciscana es absoluta,
individual y colectivamente; en la mente de Francisco, antes colectiva que
individualmente. Se trata de vivir aligerados de toda fijación, siempre disponibles para el
servicio de Dios y de los hombres.
Era tan esencial para Francisco el estar libres de toda forma de instalación, que en el
Testamento, al ceder a la realidad ya inevitable de las moradas estables, puso como
condición la provisoriedad de los edificios para poner a salvo la itinerancia:
«Guárdense los hermanos absolutamente de recibir las iglesias, las viviendas
pobrecillas y las demás construcciones que se hagan para ellos si no son como
conviene a la santa pobreza, que hemos prometido en la Regla, hospedándose
siempre en ellas como forasteros y viajeros» (Test 24).
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A santa Clara le venía de familia el gusto por las peregrinaciones. Ortolana, su madre,
había sido una apasionada de las santas correrías; ella misma animaba a las amigas
a peregrinar (Proc 1,4; 17,6). Aunque recluida en clausura, Clara se sintió siempre,
antes que nada, exilada del Señor (2 Cor 5,6). El mismo encierro voluntario tiene
para ella un significado de tránsito, de éxodo hacia la tierra prometida. No halla
dificultad en adaptar casi literalmente los conceptos propuestos por Francisco a la
fraternidad itinerante. Para sentirse «peregrinas y forasteras» no tienen necesidad las
hermanas pobres de recorrer el mundo; les basta con reducir el apego a las realidades
terrestres hasta el punto de «no querer tener otra cosa bajo el cielo» fuera de esa única
porción y herencia de la altísima pobreza, que hace de ellas «herederas y reinas del
reino de los cielos» (RCl 8,1-‐‐6). Escribe a santa Inés de Praga:
«No te detengas, sino más bien avanza confiada y gozosamente por la ruta de la
bienaventuranza, con paso veloz y andar apresurado, sin que tropiecen tus pies y ni
siquiera se te pegue el polvo del camino (2CtaCl 12-‐‐13).
Se hallaba desapegada aun del amable retiro de San Damián, preparado por las
manos del venerado Padre, testigo de tantas vivencias y de tantas gracias recibidas a lo
largo de más de cuarenta años de aventura evangélica. En el Testamento no opone
dificultad alguna al traslado, que ella prevé para después de su muerte, con una sola
condición sin embargo: que, en la nueva morada, las hermanas «observen la misma
forma de pobreza» (TestCl 52).

EL DINERO: LA PEOR DE LAS INSTALACIONES[15]


Precisamente en esa misión fundamental de los hermanos menores de «ir por el
mundo», guardándose de toda instalación así personal como de grupo, encontramos la
clave de lectura del capítulo cuarto de la Regla definitiva, que contiene la
prohibición del dinero en términos tajantes y absolutos: «Mando firmemente a
todos los hermanos que en manera alguna reciban dinero o pecunia ni por sí mismos ni
por intermediarios» (2 R 4,1).
Dos precedentes personales se han de tener presentes: el recuerdo negativo de la sed de
dinero de Pedro Bernardone, origen en parte de la incompatibilidad entre padre e hijo, y
sobre todo, como ya vimos, la lección recibida del Señor cuando el joven convertido
pensó reconstruir la iglesita de San Damián con criterios de hijo de rico mercader.
Pero, al cabo de una larga maduración evangélica, el clarividente fundador
descubrió una dimensión más objetiva, más eclesial, sin olvidar la página evangélica de
la misión, que seguirá iluminando siempre su camino: los discípulos de Jesús son
mandados a anunciar el reino sin oro, sin plata, sin cobre en el cinto (Mt 10,9; Lc
10,4).
Su motivación aparece clara en el capítulo octavo de la Regla no bulada. Se trata de
prevenir el peligro de la avaricia y el afán por las cosas de este mundo; no suceda que,
después de renunciar a casas y tierras, caiga la fraternidad en otra forma de
10
seguridad económica aún más antievangélica, la de los mercaderes viajantes, tan
conocida de Francisco, y la no menos corriente de muchos peregrinos y religiosos
itinerantes, que se hacían con buenas sumas de dinero.
En efecto, la gran tentación del monasterio, institución nacida en el seno de una
sociedad eminentemente patrimonial y territorial, era la de acrecentar constantemente
las posesiones y los censos. Hasta la segunda mitad del siglo XII puede decirse que el
dinero no contaba en la vida europea. Pero en la nueva sociedad artesanal y mercantil
se iba imponiendo una economía cada vez más pecuniaria: la nueva potencia era el
dinero. En los municipios de régimen comunal el burgués adinerado era ya más
fuerte que el noble terrateniente, aun en la vida política.
Una institución destinada a «ir por el mundo» corría peligro de apoyarse en el dinero y
llegar a ser una potencia de mayor peso que las grandes abadías señoriales.
Francisco presentía esto con mayor claridad a medida que veía a la fraternidad
crecer en número, en organización y en eficacia apostólica. De aquí su insistencia
creciente, casi obsesiva:
«Ninguno de los hermanos, dondequiera que esté y adondequiera que vaya, en modo
alguno tome ni reciba ni haga que se reciba pecunia o dinero... a no ser por
manifiesta necesidad de los hermanos enfermos... Guardémonos los que lo dejamos todo,
de perder, por tan poca cosa (el dinero), el reino de los cielos... Y de ningún modo
reciban los hermanos ni hagan recibir, ni pidan ni hagan pedir como limosna pecunia ni
dinero para casas o lugares (ajenos); ni vayan con nadie que pide pecunia o dinero
para tales lugares. Con todo, en caso de manifiesta necesidad de los leprosos, los
hermanos pueden pedir limosna para ellos. Guárdense mucho, no obstante, de la
pecunia. Igualmente, guárdense todos los hermanos de ir recorriendo tierras a causa de
alguna ganancia indecorosa» (1 R 8).
«Mando firmemente a todos los hermanos que de ningún modo reciban dinero o pecunia
por sí o por interpuesta persona...» (2 R 4,1).
A la luz de ciertas anécdotas compiladas en la Vida II de Celano podríamos atribuirle
una actitud fanática hacia la moneda, como algo contaminado en sí y diabólico, cuyo
contacto manchara. Pero no son sino el eco de una superposición ascética formada
tardíamente en la Orden, por efecto de la problemática del uso del dinero, y
proyectada luego sobre el fundador. Francisco no habla nunca de la prohibición de usar,
menos aún de tocar, el dinero: en las dos Reglas se repite la misma expresión: «Los
hermanos no reciban dinero».
No es del caso detenerse en las vicisitudes históricas de la interpretación del
capítulo cuarto de la Regla bulada, comenzadas luego de la muerte del fundador y
centradas, también esta vez, en el sentido jurídico de la letra y no en el espíritu de la
prohibición, como si toda la fuerza de ésta estribase en «no recibir» materialmente el
dinero y, por lo mismo, la solución fuera hallar modo de tenerlo y de disponer de él
sin «recibirlo».
Santa Clara, que veía los caminos elegidos por los hermanos menores, en este punto
como en otros, prefirió ser fiel al espíritu de la Regla de san Francisco, en vista de
que no era posible la fidelidad a la letra; así pues, en su Regla, no sólo no menciona
el capítulo cuarto de la de los hermanos menores, sino que acepta como hecho
normal que el dinero entre como limosna en el monasterio: lo que interesa es seguir
siendo pobres aun con dinero (RCl 8,11).
11
«SIRVIENDO AL SEÑOR EN POBREZA Y HUMILDAD». LA MINORIDAD[16]
La misma pobreza puede convertirse en objeto de «apropiación» cuando, como
sucedía en los movimientos reformadores de la época de san Francisco, se hace de
ella motivo de ostentación, gesto hipócrita o revancha clasista contra las estructuras
económicas. Hubo un momento en que, según testimonio del cronista Burcardo, la
fraternidad estuvo a punto de tomar el nombre de Pauperes Minores, que unía en
una fórmula dos elementos de una misma actitud evangélica.[17] Pero Francisco se
decidió por el de Fratres Minores, Hermanos Menores, ante todo, para evitar el riesgo
de una pobreza orgullosa y fanática, sin caridad, y luego porque la nueva
fórmula venía a asentar la profesión de pobreza sobre dos puntales insustituibles:
la fraternidad y la minoridad.
Minoridad es un sustantivo empleado ya por san Buenaventura[18]y acuñado hoy entre
los franciscanistas. Aunque bien pudo haberse inspirado san Francisco en el significado
social que el términominores tenía en su tiempo, consta históricamente la motivación
netamente evangélica de tal denominación (cf. 1 Cel 38). El sentido es claro: «Sean
menores y sometidos a todos» (1 R 7,2). Y es preciso entenderlo en el contexto de las
citas bíblicas insertas en los capítulos 4- ‐‐7 de la Regla no bulada: todas hablan de
servicio fraterno, de humildad, de sumisión. Se trata de una disposición impulsada
por el amor, que hace considerar a los demás como superiores y más dignos, sin
adulación, sin degradación, actitud normal en quien quiere imitar a Cristo que no vino a
ser servido, sino a servir (Mt 20,28; cf. 1 R 4,6). Renunciar al «yo» después de haber
renunciado al «mío».
La pobreza-‐‐minoridad es, ante todo, disposición ante Dios, el Señor Altísimo. Lo
vimos ya: Francisco no sigue una ascética de propia suficiencia ni de actitudes
absolutas. Se sabe limitado, débil y pequeño, a merced de sus estados de ánimo - ‐‐él,
personalmente, temperamento nervioso definido, sujeto a vaivenes de euforia y de
depresión-‐‐; es una espiritualidad humilde, pero optimista, generosa, precisamente porque
sabe colocar, frente a la realidad de la propia limitación, la otra realidad de la riqueza
y de la bondad de Dios. Nada más elocuente a este respecto que su Confiteor al
final de la Carta a toda la Orden: «En muchas cosas he pecado por mi grave culpa...
o por negligencia, o con ocasión de mi enfermedad, o porque soy ignorante e
iletrado» (CtaO 39).
Esta ascética del espíritu pobre se esfuerza por transmitirla a los suyos. Se respira en
todos los capítulos de la Regla no bulada. Aun en los candidatos que, entrando en la
fraternidad, han de cumplir el consejo evangélico de darlo todo a los pobres, no quiere
gestos espectaculares, sino auténtica pobreza de espíritu: «Y si viniera alguno que no
puede dar sus bienes sin impedimento, pero tiene voluntad espiritual, que los deje y le
basta» (1 R 2,11). Lo propio se diga de la prescripción del silencio y de
12
las «licencias» contenidas en la Regla definitiva, en previsión de las situaciones en que
pueden verse los hermanos.[19]
Lo que importa es ser sencillos, humildes y rectos, sin alardear de grandes virtudes ni
de grandes recursos; y, sobre todo, sin tenerse por más perfectos que los demás.
Francisco se tiene y se proclama «hombre vil y caduco, pequeñuelo siervo de todos»;
en sus cartas y exhortaciones gusta de ponerse «a los pies» de todos, como «hombre
inútil, creatura indigna del Señor Dios».[20] En el lecho de muerte recordará esta línea
medular de la vida evangélica: «Éramos sencillos y estábamos sometidos a todos» (Test
19).
Minoridad no es un concepto estático, algo así como hacerse a un lado en la tarea
común de superación, sino una actitud dinámica del grupo, unido en el amor y en la
pobreza, que se multiplica al servicio de los hombres.
Ser menores quiere decir tomar en serio la opción evangélica hecha, a saber, la de
pertenecer al número de los pobres. No se trata de una opción de clase, sino de
condición, como fue la de Cristo. Quiere decir «hallarse bien entre la gente de baja
condición y despreciada, entre los pobres y débiles, entre los enfermos y leprosos, y con
los que piden limosna a la vera del camino» (1 R 9,2). Significa saber descubrir en
cada pobre un hermano, un compañero de viaje, más aún, al Cristo pobre. A
medida que su espíritu se llenaba de claridades divinas, en una crucifixión
progresiva, Francisco iba descubriendo más y más a su Señor en cada necesitado. Sentía
celos cuando veía que alguien, más pobre que él, se le aventajaba en la
semejanza con Cristo (2 Cel 83- ‐‐84; LP 113). No podía soportar que se ofendiera o se
juzgara mal a los pobres, y decía: «Quien trata mal a un pobre injuria a Cristo, cuyo
noble distintivo ostenta, puesto que Él se hizo pobre por nosotros en este mundo» (1
Cel 76; 2 Cel 85; LP 114).
Ser menores es, además, no creerse con derecho, por vestir pobremente, a
«despreciar o juzgar a los que usan vestiduras muelles y vistosas, toman manjares y
bebidas exquisitos, sino más bien juzgarse y despreciarse cada cual a sí mismo» (2 R
2,17); es decir, no ceder a la tentación del orgullo ascético.
Y, en sentido eclesial, es «amar y honrar como señores» a todos los sacerdotes, por
pobres e ignorantes que sean; respetar a los prelados de la santa madre Iglesia y no
ampararse en cartas de recomendación ni en privilegios apostólicos para hacer
valer los propios derechos; ocupar gustosamente los últimos puestos en el pueblo de
Dios.
Al cardenal Hugolino, que quería servirse de los hermanos menores para las
prelacías, respondió:
«Mis hermanos se llaman menores precisamente para que no aspiren a hacerse
mayores. La vocación les enseña a estar en el llano y a seguir las huellas de
la humildad de Cristo para tener al fin lugar más elevado que otros en el premio de
los santos. Si queréis - ‐‐añadió-‐‐ que den fruto en la Iglesia de Dios, tenedlos y
conservadlos en el estado de su vocación y traed al llano aun a los que no lo quieren.
Pido, pues, Padre, que no les permitas de ningún modo ascender a prelacías, para que
no sean más soberbios cuanto más pobres son y se insolenten contra los demás» (2 Cel
148).
Así, pues, la minoridad es una disposición evangélica constituida por dos virtudes
hermanas:
13
«Señora santa Pobreza, Dios te guarde con tu hermana la santa Humildad... La santa
Pobreza confunde a toda codicia y avaricia, y a los cuidados de este mundo. La santa
Humildad confunde al orgullo y a todos los honores de este mundo, y a todo lo que
hay en el mundo» (SalVir 2 y 11-‐‐12).
La verdadera humildad no es gesto artificial de humillación y de propia abyección. Es
situarse sencillamente en la verdad, viendo lo bueno y lo malo que hay en
nosotros con objetividad, tal como Dios nos ve:
«Bienaventurado aquel siervo que, cuando es engrandecido y ensalzado por los
hombres, no se tiene por mejor que cuando lo juzgan por vil, simple y despreciable.
¡Ay de aquel religioso que, colocado por otros en un puesto elevado, por su voluntad
no quiera bajarse! Y bienaventurado aquel siervo que es puesto contra su voluntad en
lugar alto y siempre desea estar bajo los pies de los demás» (Adm 19).
El humilde se muestra tal cual es. Por lo mismo se mueve con aplomo y naturalidad
entre grandes y pequeños (Adm 23). Y desea que los demás le vean y le valoren por
lo que es. «Cuanto cada uno es delante de Dios, eso es y no más», solía decir san
Francisco.[21] Se tenía a sí mismo por el mayor pecador del mundo:
«A sí mismo se decía: "Francisco, si un ladrón hubiera recibido del Altísimo tan
grandes dones como tú, sería más agradecido que tú"». «Decía muchas veces a sus
hermanos: "Nadie debe halagarse, con jactancia injusta, de aquello que puede
también hacer un pecador". Y se explicaba: "El pecador puede ayunar, orar, llorar,
macerar el cuerpo. Esto sí que no puede: ser fiel a su Señor. Por tanto, en
esto podremos gloriarnos: si devolvemos a Dios su gloria; si, como servidores
fieles, atribuimos a él cuanto nos dona...» (2 Cel 133 y 134).
Sufría cuando se veía honrado por los demás como santo, y solía reaccionar con viveza:
«No queráis alabarme como a quien está seguro; todavía puedo tener hijos e hijas. No
hay que alabar a ninguno cuyo fin es incierto. Si el Señor que lo ha dado quisiera en
algún momento llevarse lo que ha donado de prestado, sólo quedarían el cuerpo y el
alma, que también el infiel posee» (2 Cel 133; LP 10).
Y obraba con sinceridad cuando buscaba el desprecio como un contrapeso al
concepto que la gente tenía de él, haciéndose vilipendiar por su compañero (1 Cel 53).
Experimentó gozo incontenible un día que se oyó decir por un labriego: «Cuida de ser
tan bueno como la gente dice que eres, porque son muchos los que tienen puesta su
confianza en ti» (2 Cel 142).
Es señal de humildad inspirada por el amor a la verdad el deseo de recibir la
corrección de los hermanos, y la prontitud para abrirse a ellos reconociendo las propias
debilidades:
«Bienaventurado el siervo que permanece siempre bajo la vara de la corrección. Es
siervo fiel y prudente el que, en todas sus ofensas, no tarda en dolerse interiormente
por el arrepentimiento y exteriormente mediante la confesión y la satisfacción de obra»
(Adm 23).
Con todo, la humildad, más que en tenerse en poco a sí mismo, consiste en tener en
mucho a los demás. Es una característica de la caridad cristiana, según san Pablo (Rm
12,10; Fil 2,3). «Nunca debemos desear sobresalir entre los otros - ‐‐enseña san
Francisco-‐‐; al contrario, hemos de buscar ser siervos y estar sujetos a toda humana
14
creatura por amor de Dios (1 Pe 2,13)» (2CtaF 47). Es fruto inmediato del espíritu
del Señor, si es atendido con docilidad (1 R 17,14). De fray Gil es esta profunda
expresión: «Humildad es dejar puesto a Dios».[22]
* * *
Las virtudes evangélicas que requieren mayor coraje y madurez cristiana son las
que, mal comprendidas, reciben el nombre de virtudes «pasivas». Y resultan
particularmente costosas cuando es una institución la que se propone hacer de ellas su
programa de vida. Se comprende que la minoridad haya sido para la Orden de san
Francisco la parte humanamente menos grata de la herencia legada por el fundador, la
primera en ser olvidada, no obstante ser tan inteligible y tan poco expuesta a
complicaciones jurídicas. Y puede afirmarse históricamente que toda la enmarañada
problemática que, luego de la muerte del santo, se suscitó en la fraternidad en torno
a la pobreza, todas las luchas internas y las actitudes externas, bien poco
evangélicas, aun frente a la Sede apostólica en tiempo de Juan XXII, se debieron
solamente al empeño imposible de los hijos de san Francisco de querer ser pobres
sin tener valor para seguir siendo menores.
¿Cabe una misión de minoridad en nuestra sociedad de hoy, cuando todo está
montado sobre acabadas técnicas de publicidad, cuando las instituciones tienen a su
alcance los medios de información, de propaganda y de eficiencia competitiva? Bien
conocida es la corriente teológica que reclama para la Iglesia una vuelta al estilo de
presencia imperceptible, en que no se imponga con su potencia, su prestigio terreno, o
la perfección de sus instituciones, sino que realice la transformación de la familia
humana con su acción de levadura, tanto más eficaz cuanto menos contemporizante con
el «mundo». Un cristianismo así, fiel a la Palabra y metido fuertemente en la conciencia
de los hombres, sembrando por doquier el desasosiego y la sed de justicia, está
hoy en la esperanza de muchos.
Y las miradas se vuelven al «dulce y mínimo Francisco de Asís», como encarnación de
esa fuerza incontenible que acompaña a la caridad, cuando se hace mansedumbre,
suavidad, no violencia, voluntad de servicio. Es el arte de pasar desapercibido que
Francisco deseaba para su fraternidad: «¡Oh, si pudiera ser que el mundo, viendo raras
veces a los hermanos menores, se maravillara de su poco número!» (2 Cel 70).

POBREZA Y TRABAJO[23]
Dentro de la teología del hombre y de las realidades temporales, hoy en formación,
ocupa un lugar la teología del trabajo. El Vaticano II nos ofrece el sentido cristiano de
la actividad humana en su dimensión personal y social. Mediante el trabajo el hombre
se asocia a la acción creadora de Dios; y colabora asimismo en la nueva creación,
uniéndose a Cristo, que ha santificado las condiciones reales de la vida,
15
haciendo del trabajo instrumento de salvación y comunicándole un valor penitencial.
El trabajo, inherente a la persona humana y a su misión en la creación, es el medio
natural de sustento y de desarrollo individual. Y es el medio de unirnos a nuestros
hermanos y de ponernos a su servicio impulsando el progreso de la comunidad
humana (GS 67).
Cuando san Francisco escribió su Regla se tenía una idea muy diferente del trabajo.
Existía, en primer lugar, la distinción entre artes liberales y artes serviles. Las
primeras, como ejercitadas por las facultades superiores, eran tenidas en honor y
consideradas favorables a la perfección espiritual, mientras que el trabajo manual y
mecánico, las actividades de producción y de consumo, se miraban como inferiores y,
fundamentalmente, como un obstáculo para la vida del espíritu. Santo Tomás
justificaba el trabajo manual por cuatro razones: necesidad de procurarse el
sustento, evitar la ociosidad, reprimir la concupiscencia y dar limosnas (II- ‐‐II, q. 187, a.
3c). En la tradición monástica puede decirse que el valor atribuido al trabajo era
exclusivamente ascético: evitar la ociosidad y vencer las tentaciones. Por lo mismo tenía
sentido también un trabajo ejecutado sin utilidad alguna personal ni social.
San Francisco no podía menos de moverse de alguna manera dentro de esa
concepción. Con todo, también en esto tuvo una intuición más evangélica y más
«moderna» que sus contemporáneos. Su doctrina sobre el trabajo está contenida en el
capítulo séptimo de la Regla no bulada: Modo de servir y trabajar. El trabajo de los
hermanos es visto en función de la fraternidad y de la minoridad: es el servicio
normal que los hermanos menores ofrecen a los hombres. Y como el trabajo
corporal, del que habla la Regla, es propio de los siervos, quiere que los hermanos
trabajen como tales en las casas de los ricos, sin aceptar empleos de responsabilidad y
superioridad, sino manteniéndose «menores y sometidos a todos». El trabajo,
condición del verdadero pobre, comportaba en la Edad Media la situación de
dependencia.
Pero se prevé también el trabajo de artesanía profesional: los hermanos que saben un
oficio han de ejercitarlo, «siempre que no sea contra el bien del alma y lo puedan
desempeñar honestamente». En el capítulo octavo se añade, después de haber
excluido las ocupaciones inspiradas en la codicia del dinero: «Los demás servicios, que
no son contrarios a nuestra vida, pueden ejercitarlos los hermanos con la
bendición de Dios». Y es de notar la acomodación, no opuesta, por cierto, a una sana
exégesis, de un texto de san Pablo (1 Cor 7,20): «Cada cual permanezca en aquella arte
u oficio que desempeñaba cuando fue llamado». Y, por lo tanto, «pueden tener consigo
las herramientas y los útiles propios del oficio» (1 R 7).
A diferencia, pues, de la comunidad monástica y de las agrupaciones gremiales de
«humillados» y otras aparecidas entonces, la fraternidad de los menores no monta sus
medios propios de producción ni organiza actividades internas o externas. Cada hermano,
por propia iniciativa, debe hallar ocupación en la comarca donde el grupo desarrolla su
apostolado o ha fijado su eremitorio. La Regla primera presenta el trabajo como el
medio de subsistencia; la remuneración es en especie: «A cambio del trabajo pueden
recibir todas las cosas necesarias, excepto dinero» (1 R 7,7).
Pero un trabajo así no siempre daba lo suficiente para cubrir las necesidades del grupo,
teniendo en cuenta, sobre todo, que el producto había de ser compartido con los
leprosos (1 R 8,10). En tal caso se recurre al complemento de la limosna, deber que
parece recae especialmente sobre los hermanos que no poseen ningún oficio. Y
16
san Francisco reconoce, en este caso, también al ejercicio de la mendicación la
dignidad de verdadero trabajo: «Los hermanos que trabajan yendo por la limosna,
tendrán grande recompensa...» (1 R 9,9).
En el capítulo paralelo de la Regla bulada, mucho más breve, se mantiene la
distinción entre los hermanos que «tienen la gracia de trabajar» y los que no saben
ningún oficio. Pero ahora la motivación ascética, que sólo asomaba en la Regla no
bulada, se sobrepone al sentido social: evitar la ociosidad, enemiga del
alma(expresión tomada de la Regla de san Benito); y en el trabajo no se ve un factor
positivo de vida evangélica, sino un peligro para «el espíritu de la santa oración y
devoción». ¿Se trata de una imposición del sector de los doctos de la fraternidad? Este
trabajo sigue siendo el medio de subsistencia y se ejecuta entre los extraños.
También santa Clara ve en el trabajo útil una como consecuencia lógica de la pobreza
total y, además, un elemento de compenetración y de igualdad en la fraternidad de las
«hermanas pobres», en la que no hay «conversas» destinadas a los servicios
humildes, sino que todas han de tomar parte, al mismo nivel, en la tarea común, según
la «gracia de trabajar» propia de cada cual.
En la Regla establece el trabajo de utilidad común, que da comienzo cada día después
del rezo de la hora de Tercia. Aunque transcribe el texto de la Regla bulada de san
Francisco, no ve en las ocupaciones de las hermanas sólo un medio «para evitar la
ociosidad, enemiga del alma», sino el modo imprescindible de subsistencia, desde el
momento que el monasterio no dispone ni de rentas ni de posesiones (RCl 7,1-‐‐5).
Así fue desde el principio. Jacobo de Vitry, que observó de cerca ese género de vida,
inusitado en la tradición monástica femenina, escribía en 1216: «Las mujeres
(«menores») viven juntas en algunos hospicios cerca de las ciudades, y no reciben nada,
sino que viven del trabajo de sus manos» (cf. BAC, p. 964).
Clara daba ejemplo de aplicación al trabajo: «No quería estar nunca ociosa. Aun
durante el tiempo de su enfermedad se hacía incorporar en la cama, e hilaba» (Proc
1,11; 6,14).
Los trabajos femeninos tenían entonces un ámbito muy restringido. Fuera de hilar, tejer
y bordar, no se podía pensar en otras actividades, al menos dentro del recinto de la
clausura. Pero la Regla prevé el cultivo del trozo de huerto anejo al convento, si bien
con la finalidad exclusiva de tener las hortalizas necesarias para la comunidad
(RCl 6,14-‐‐15).
Entre tanto, crecía en la fraternidad de los menores el número de los hermanos que no
tenían la «gracia de trabajar» -‐‐letrados, clérigos, nobles, burgueses-‐‐ y el de los que
tenían a menos ocuparse en faenas manuales. Francisco hubo de plegarse a esta realidad,
admitiendo los estudios; y entonces aplicó a la actividad intelectual el concepto
general de trabajo, al par de las artes manuales, del servicio a los leprosos, de la
mendicación: también por el estudio los hermanos pueden «perder el espíritu de la
santa oración y devoción, como se contiene en la Regla» (CtaAnt). Era la
respuesta a aquella mentalidad que reputaba las actividades mentales como
superiores y propicias por sí mismas a la comunicación con Dios.
Pero el progresivo desprecio por el trabajo manual llenaba de tristeza al fundador. Veía
en grave peligro la igualdad fraterna. Por eso en el Testamento afirma
vigorosamente:
17
«Yo trabajaba con mis manos, y quiero trabajar; y quiero firmemente que todos los
otros hermanos trabajen en trabajo que conviene al decoro. Los que no saben, que
aprendan, no por la codicia de recibir el precio del trabajo, sino por el ejemplo y para
rechazar la ociosidad» (Test 20-‐‐21)
La ociosidad honrosa, ese gran peligro que amenaza a todo grupo de personas
consagradas, en que cada cual halla cubiertas sus necesidades vitales al abrigo de la
vida común, amenazó a la fraternidad local, ya en vida del santo. Bastan a
demostrarlo sus reiteradas amonestaciones y la dureza con que se conducía con los que,
como aquel intruso de los días de Rivotorto, ni oraban ni trabajaban ni salían por la
limosna: «¡Sigue tu camino, fray mosca! Quieres comer del trabajo de tus
hermanos, como el zángano, que no gana ni trabaja, y devora el trabajo de las buenas
abejas» (LP 97).
Durante mucho tiempo ha pesado sobre las Ordenes religiosas la acusación de hacer de
sus miembros «parásitos de la sociedad». Hoy ha perdido fuerza ese estigma, si bien no
siempre se reconoce valor de utilidad a muchas de las ocupaciones de los religiosos. Y
no deja de ser éste uno de los aspectos en que más pone el acento la actual revisión
interna de los institutos.
En la línea franciscana importa mucho profundizar en el sentido de diaconía - ‐‐
servicio a la comunidad humana-‐‐ que la teología atribuye al trabajo. No hay especie
alguna de trabajo que, de suyo, deba considerarse como impropia de un hijo de san
Francisco. La elección de una u otra actividad deberá tener en cuenta las habilidades y
los dones recibidos de Dios, la preparación, las exigencias de la vida abrazada y, entre
ellas, principalmente la condición de pobres y menores en medio de la sociedad.
Las actividades, en vez de obstaculizar la fraternidad interna, han de venir a reforzarla
mediante el espíritu de equipo en mutua colaboración. La igualdad fraterna no
sufre con la diferencia del quehacer dentro del grupo, siempre que la diferente
ocupación no anteponga unos hermanos a otros, ya se trate del trabajo ministerial propio
de quien posee la gracia de la ordenación, ya de las iniciativas de caridad y promoción
social, ya de actividades profesionales o faenas mecánicas, lo mismo dentro como fuera
de la casa religiosa.
Para que el trabajo sea un verdadero y eficiente servicio, en nuestra economía
especializada, requiere adecuada preparación, si es posible reconocida con título oficial,
y un perfeccionamiento incesante de métodos y de técnicas. La disponibilidad
minorítica, con todo, nos llevará a no poner el trabajo de cada hermano al
servicio de la institución, sino a prodigarnos en bien del pueblo de Dios, prefiriendo
integrarnos en organizaciones ajenas y en medios de acción dependiente, donde el
testimonio sea más directo y la vida más adherente a la realidad de quienes se
ganan el sustento con el trabajo. Pero cada hermano ha de tener presente que de su
trabajo han de vivir los demás miembros de la fraternidad local y provincial. Sería
antisocial la renuncia a la remuneración justa; no se opone al sentido franciscano del
trabajo un contrato laboral en regla ni las implicaciones inevitables cuando se tiene
conciencia de pertenecer a la clase trabajadora. Pero el hermano menor estará siempre
disponible para ayudar con su trabajo gratuito a todo hermano necesitado.

18
«LA MESA DEL SEÑOR»[24]
Dios, el dueño de todo, es también el «gran limosnero», que reparte a todos con
piedad y liberalidad de Padre. Francisco lee esta verdad en el Evangelio y la acepta
con fe sencilla y pura. Dios sigue siendo dueño de lo que da «en feudo». El
hombre pierde todo derecho a los bienes cuando hay otro que carece de lo
necesario. No socorrerle es un hurto. Por eso él se desprende de todo cuando topa
con un pobre peor vestido o peor alimentado: «Tenemos que devolver este manto a
este pobrecito; le pertenece a él. Lo hemos recibido en préstamo hasta que
encontremos a otro más pobre que nosotros... Yo no quiero ser ladrón; si no se
lo diéramos seríamos responsables de hurto» (2 Cel 87).
Es la justa apreciación, no jurídica sino profundamente religiosa, del destino de los
bienes de este mundo en el plan de Dios. La limosna, signo del reconocimiento
del dominio universal de Dios, es un derecho del pobre: «Es herencia que se debe en
justicia a los pobres: nos la adquirió nuestro Señor Jesucristo» (1 R 9,8). «Después del
pecado todas las cosas se nos dan como limosna, y el gran Limosnero, Dios,
reparte pródigo con piadosa clemencia a los que merecen y a los que desmerecen» (2
Cel 77; cf. LP 51).
Renunciar a todos los medios que aseguran la vida, lanzándose a la inseguridad
completa -‐‐sin bienes, sin dinero, sin derechos ni privilegios- ‐‐, no es una locura
cuando la vida está sostenida por la fe en la solicitud paternal de Dios.
La vocación mendicante adquiere para Francisco su sentido pleno a la luz del
misterio de la pobreza de Cristo. El capítulo 9 de la Regla no bulada dedicado a la
mendicidad, De petenda eleemosyna, se abre con esta exhortación:
«Todos los hermanos empéñense en seguir la humildad y pobreza de nuestro Señor
Jesucristo... Y cuando sea necesario, vayan por limosna. Y no se avergüencen, sino más
bien recuerden que nuestro Señor Jesucristo, el Hijo de Dios vivo omnipotente... no se
avergonzó. Y fue pobre y huésped y vivió de limosna él y la bienaventurada Virgen y
sus discípulos» (1 R 9,1-‐‐5).
Probar la humillación del pobre, reducido a la mendicidad, era tal vez la razón
principal de la limosna, pedida sólo cuando el fruto del trabajo no alcanzaba:
«Cuando no nos den la recompensa del trabajo, recurramos a la mesa del Señor,
19
pidiendo limosna de puerta en puerta» (Test 22). Le gustaba más mendigar de esa
manera que recibir las limosnas ofrecidas espontáneamente; aquel sonrojo le ponía más
cerca de Cristo y de los desheredados (2 Cel 71).
Mendigar es humillante. Francisco, al comienzo de su conversión, quiso
experimentarlo. Y, ya convertido, fue el rubor de la mendicación de puerta en puerta,
entre sus propios conciudadanos, la prueba de la lealtad a Cristo (TC 21- ‐‐24). Y fue la
prueba fuerte de sus primeros seguidores: los vecinos de Asís «les afeaban haber dejado
sus propios bienes para comer de lo ajeno»; sus parientes y familiares se sentían
avergonzados al verlos mendigar. Francisco hubo de usar con ellos de gran comprensión,
ahorrándoles tal vencimiento hasta que los vio espiritualmente fuertes (LP 51).
Pero Cristo, bien lo sabía el fundador, si bien vivió de limosna en su vida pública con
el grupo de sus colaboradores, no practicó la mendicidad. No es lo mismo fiarse a la
buena voluntad de los hombres, dependiendo de ellos, cuando se les da gratis lo que se
ha recibido gratis (Mt 10,8), que vivir a costa de los que trabajan. Andando el tiempo,
cuando los hermanos menores eran universalmente conocidos y venerados, pedir limosna
dejó de ser motivo de humillación, y llegó a convertirse en un recurso fácil para
procurarse los medios de vida. Francisco previó esa desviación. Nunca fue su intención
fundar una fraternidad «mendicante». Insistía en que la limosna era sólo medio
subsidiario: no debía recurrirse a ella sino cuando no bastase «la recompensa del
trabajo». Pedir limosna cuando la necesidad no lo imponía era defraudar de su
derecho a los demás pobres. Las limosnas recibidas habían de considerarlas los
hermanos como patrimonio de todos los pobres, con quienes debían compartirlas
caritativamente (1 R 8,10; 9,8; Test 21-‐‐22; TC 43).

«HEREDEROS Y REYES DEL REINO DE LOS CIELOS»


La «mesa del Señor» es el cumplimiento de la promesa de Jesús a quienes lo dejan
todo por Él: El ciento por uno en esta vida. Pero Francisco cree también en la segunda
parte: En el siglo venidero, la vida eterna(Mt 19,29). Por eso llama a la pobreza «arras
y prenda de la herencia celestial» (2 Cel 55. 70. 74; LP 51). Y no es sólo la
recompensa de la gloria del cielo lo que tiene presente, según la interpretación vulgar
del pasaje evangélico, sino la actual pertenencia, por derecho, al Reino, una «dignidad
regia» (LP 97), reconocida por el mismo Cristo al proclamar: Bienaventurados los
pobres, porque de ellos es el reino de los cielos (Mt 5,3). De aquí «la eminencia de la
altísima pobreza, que nos instituye herederos y reyes del reino de los cielos» (2 R 6,4).
«No quería tener propiedad alguna, para poder poseer todo más plenamente en el
Señor» (1 Cel 44). Si a los ricos de este mundo ha dado el Señor los bienes en «feudo
temporal», en cambio a los pobres, que lo dejan todo por Él, les reserva la «herencia
estable» (2 Cel 72; LP 96).
El tener en este mundo puesta siempre la mesa del Señor y cierta para siempre la
herencia celestial, daba a Francisco seguridad a toda prueba, alegre despreocupación
de lo terreno, libertad de espíritu, que en él era expresión mística del triunfo de una fe
que hubiera querido comunicar a todos (2 Cel 55). Cada vez que enviaba a sus
hermanos por el mundo decía, bendiciendo a cada uno: «Encomienda a Dios tus afanes,
que Él te sustentará (Sal 54,23)» (1 Cel 29). «Seguidores de la santísima pobreza - ‐‐
dice Celano hablando del grupo primero de Rivotorto-‐‐, puesto
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que nada poseían, nada ambicionaban, nada, por lo tanto, temían perder...; por lo mismo
se hallaban seguros en todas partes...» (1 Cel 39).
* * *
¿Cómo presentar el mensaje de la pobreza a nuestro mundo empeñado en la lucha
contra la misma? Lo dijo Pablo VI, con palabra luminosa, a una gran concentración
internacional de terciarios franciscanos:
«POBREZA es un nombre paradójico aun en las páginas del Evangelio. Allí son
llamados bienaventurados los pobres, y luego todos los oyentes del mismo
Evangelio son estimulados a socorrerlos y a librarlos de las apreturas y de los
sufrimientos de la pobreza. ¿En qué quedamos?, ¿es un bien o es un mal la pobreza?
¿Quién no recuerda las controversias que, aun en la familia franciscana, han dividido
opiniones y hombres con respecto a la interpretación de la pobreza y al modo y grado
de observarla? En nuestros días vemos el mundo dividido frente a la pobreza y a su
enemiga la riqueza. Se diría que las más fuertes corrientes ideológicas y sociales
están en favor de la pobreza, o mejor, de los pobres, de los proletarios, de los
indigentes, contra los propietarios, los ricos, los capitalistas, y precisamente cuando
todo el progreso moderno, toda la organización de la sociedad tiende al aumento
indefinido de las riquezas, a la transformación de las cosas en bienes útiles, a la
conquista y a la distribución de nuevos recursos económicos... ¿Hay un puesto para la
pobreza, para nuestra pobreza evangélica?...
»Bien sabéis que pobreza evangélica significa, ante todo, colocar nuestra concepción de
la vida, no en esta tierra, no en sus riquezas, no en sus satisfacciones, en sus placeres,
en lo que ella es o puede darnos, no en su reino de la tierra, sino en el "reino de los
cielos", en la búsqueda y en la posesión de Dios, en liberar el espíritu de su
vinculación a esa perpetua seducción, que es la riqueza, en la capacidad de contener los
bienes terrenos en su esfera propia, que es la utilidad, que es el pan necesario para la
existencia temporal, que es el tráfico, es decir, el trabajo y la destinación de sus
resultados económicos en beneficio de la vida, del bien común, de la caridad...
»Afortunadamente esta idea evangélica se abre camino hoy en la Iglesia. Y vosotros,
discípulos e hijos de san Francisco, debéis no sólo tenerla en honor, sino profesarla para
ejemplo y sostén de la Iglesia, y para servir de lección a este mundo, engolfado con
frecuencia en la exclusiva o prevalente preocupación de la riqueza, en el conflicto
social en torno a la riqueza, en el goce abusivo, egoísta y vicioso de la riqueza.
Aun en el mundo, en ciertas formas extrañas y discutibles -‐‐por desgracia no siempre
inmunes de licenciosa amoralidad, y tal vez efímeras y caprichosas- ‐‐, se abre camino el
repudio de este ídolo fascinador y opresor, que es la riqueza envuelta en lujo y
comodidad. Corresponde a los cristianos, a vosotros, franciscanos, hacer la apología
verdadera y vivida de la pobreza evangélica, que es afirmación del primado del amor de
Dios y del prójimo, que es expresión de libertad y de humildad, estilo gentil de
sencillez de vida, fuente de alegría...».[25]

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NOTAS:
[1] J. Micó, La pobreza franciscana, en Selecciones de Franciscanismo, vol. 20, núm
58 (1991) 3-‐‐44, con bibliografía; V. M. Breton, La pauvreté, vertu fontale de la piété
franciscaine, París 1941; G. Melani, La povertà. Antologie del pensiero francescano,
Asís 1967; L. Iriarte, La «altísima pobreza» franciscana, en Estudios Franciscanos 68
(1967) 5-‐‐47, y en Selecciones de Franciscanismo, vol. 13, núm. 37 (1984) 91- ‐‐127; J.
de Schampheleer, La pobreza evangélica y la pobreza franciscana, en Selecciones de
Franciscanismo, vol 2, núm. 4 (1973) 42-‐‐59; B. O'Mahony, La pobreza franciscana
ayer y hoy, en Selecciones de Franciscanismo, vol. 9, núm. 25- ‐‐26 (1980) 63-‐‐
83; A. Boni, Povertà ecclesiale e povertà francescana oggi, Roma 1970; S. López,
La pobreza, vacío para Dios. Dimensión teologal de la pobreza de san
Francisco, en Verdad y Vida 28 (1970) 455- ‐‐491, reelaborado en Selecciones de
Franciscanismo, vol. 2, núm. 4 (1973) 60- ‐‐77; AA. VV., La povertà nella
spiritualità francescana, en Quaderni di Spiritualità Francescana, Asís 1971; K.
Esser, «Mysterium paupertatis». El ideal de pobreza en san Francisco, en Idem,
Temas espirituales, Aránzazu 1980, pp. 73- ‐‐96; AA. VV., La povertà nel secolo XII e
Francesco d'Assisi, Asís 1975; E. Grau, La vida en pobreza de santa Clara en el
ambiente cultural y religioso de su tiempo, en Selecciones de Franciscanismo, vol. 14,
núm. 40 (1985) 83-‐‐102; J. Garrido, La pobreza franciscana ayer y hoy, en
Selecciones de Franciscanismo, vol. 14, núm. 41 (1985) 233- ‐‐251; T. Matura, El
misterio y los problemas de la pobreza ayer y hoy, en Selecciones de Franciscanismo,
vol. 29, núm. 85 (2000) 32-‐‐48.
[2] 1 R 9,1; 2 R 6,2; 12,4; SalVir 2. 12- ‐‐13; TestCl 46. 56; 2CtaCl 7; 3CtaCl 4. 7.
15; 4CtaCl 18. 20. 22; 5CtaCl 14. En cambio, el binomio pobreza- ‐‐humildad es
casi ignorado de los primeros biógrafos.
[3] 2 Cel 70. Este versículo del salmo 68, como otros muchos del mismo salmo, típico
de los pobres de Yahvé, los incluyó Francisco en su Oficio de la Pasión.
[4] Cf. K. Esser, Untersuchungen zur «Sacrum commercium beati Francisci cum
domina paupertate», en Miscell. Melchor de Pobladura, I, Roma 1964, 1- ‐‐33; D.
Gagnan, Typologie de la pauvreté chez saint François d'Assise: l'épouse, la dame, la
mère, en Laurentianum 18 (1977) 469-‐‐522.
[5] El apelativo «altísima pobreza», altissima paupertas, grato a san Francisco y a santa
Clara, lo ha tomado el santo del contexto de la expresión de san Pablo en 2 Cor 8,2:
«Pues, aunque probados por muchas tribulaciones, su rebosante alegría y su
extrema pobreza (en la Vulgata: altissima paupertas) han desbordado en tesoros de
generosidad».
[6] En el Proceso de canonización de Clara abundan los testimonios al respecto. Así,
sor Pacífica de Guelfuccio de Asís: «Aseguró también que amaba particularmente la
pobreza, y que nunca pudo ser inducida a querer cosa alguna como propia, ni a
aceptar posesiones, ni para sí ni para el monasterio. Preguntada sobre cómo sabía esto,
respondió que vio y oyó cómo messer el papa Gregorio, de santa memoria, le había
querido dar muchas cosas, y comprar posesiones para el monasterio, pero ella no había
querido acceder jamás» (Proc 1,13). Y sor Felipa: «Noble de nacimiento y por su
familia, y rica en las cosas del mundo, Clara amó tanto la pobreza, que vendió y
distribuyó a los pobres toda su herencia» Proc 3,31). Y sor Beatriz, la hermana pequeña
de Clara: «Y vendió toda su herencia y parte de la herencia de la testigo y la dio a
los pobres» (Proc 12,3). Y sor Cristina: «También, sobre la venta de su herencia,
la testigo dijo que los parientes de madonna Clara habían querido dar más
22
cantidad que ninguno de los otros, pero que ella no había querido vendérsela a ellos,
sino a otros, para que no quedasen defraudados los pobres. Y todo lo que recibió de la
venta de la herencia lo distribuyó a los pobres. Preguntada por cómo lo sabía,
respondió: porque lo había visto y oído» (Proc 13,11).
[7] Del texto de la confirmación del Privilegio, de Gregorio IX, 17 de septiembre de
1228; puede verse en I. Omaechevarría, Escritos de santa Clara y documentos
complementarios, Madrid, BAC, 19994, pp. 236-‐‐237. Cf. TestCl 40-‐‐43.
[8] Texto de la Bula de canonización de santa Clara, en I. Omaechevarría, Escritos de
santa Clara y documentos complementarios, Madrid, BAC, 19994, pp. 117-‐‐127.
[9] Cf. L. Iriarte, «Appropriatio» et «expropriatio» in doctrina sancti Francisci, en
Laurentianum 11 (1970) 3-‐‐35.
[10] Cf. Adm 18; 2CtaF 31. 70-‐‐71. 83; 2 Ce1 15 y 72.
[11] La fórmula «vivir en obediencia, sin propio y en castidad» venía ya de antes de
san Francisco. Cf. G. Escudero, El voto solemne de pobreza. Su historia, su naturaleza,
Madrid 1955, 87-‐‐101, 162; L. Iriarte, El rito de la profesión en la Orden franciscana.
Apuntes históricos, en Laurentianum 8 (1967) 190-‐‐193.
[12] Testimonio de fray Maseo, en I fiori dei tre compagni, ed. J. Cambell, Append. 7a,
p. 374-‐‐375.
[13] Test 24. Pertenece ya a la historia toda la trayectoria del Nihil sibi approprient,
como si san Francisco hubiera querido prohibir el «derecho de propiedad», el «uso de
derecho», etc., interpretación que luego recibió validez canónica en las
declaraciones pontificias sobre la Regla. Habiendo sido éstas «abrogadas en lo que
tienen de valor preceptivo», en virtud del decreto de la Congregación de Religiosos del
4 de marzo de 1970, podemos ahora volver a leer la letra de la Regla según el sentido
que le dio el fundador. Véase L. Iriarte, «Appropriatio» et «expropriatio» in doctrina
sancti Francisci, en Laurentianum 11 (1970) 25- ‐‐33; La povertà nelle interpretazioni
papali antiche e le conseguenze del recente decreto abrogativo delle medesime, en Studi
e ricerche franc. 9 (1980) 79-‐‐97.
[14] Cf. C. C. Billot, La «marcha» según los escritos de san Francisco, en Selecciones
de Franciscanismo, vol. 4, núm. 12 (1975) 281- ‐‐296 (estudia el tema de la vida
concebida como una "marcha"); A. Van Corstanje, Un peuple de pélerins, París
1964; A. Matanic, Pellegrino, forestiero, en DF, 1263-‐‐1270.
[15] L. Hardick, «Pecunia et denarii». Untersuchungen zum Geldverbot in den Regeln
der Minderbrüder, en Franziskanische Studien 40 (1958) 192- ‐‐217, 313-‐‐328; 41
(1959) 258-‐‐290; 43 (1961) 216-‐‐243; L. Hardick, Denaro, en DF, 329-‐‐342.
[16] J. Micó, La minoridad franciscana, en Selecciones de Franciscanismo, vol. 20,
núm. 60 (1991) 427- ‐‐450, con bibliografía; B. Kloppenburg, La minoridad en la
fraternidad franciscana, en Cuadernos Franciscanos n. 7 (1969) 147- ‐‐158; P. B.
Beguin, La minoridad franciscana, ¿pobreza, obediencia o diaconía?, en Cuadernos
Franciscanos n. 7 (1969) 159- ‐‐169; Ph. R. Blaine, «Power in weakness» in the
spirituality of St. Francis of Assisi, Roma 1982; M. V. Triviño, El compartir esponsal
de la pobreza de Clara de Asís, en Selecciones de Franciscanismo, vol. 8, núm.
24 (1979) 392-‐‐422; C. Cargnoni, Umiltà, en DF, 1869-‐‐1902.
[17] Testimonia minora, 17-‐‐18.
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[18] Sermo V de S. Patre nostro Francisco, en Opera omnia, IX, 594-‐‐495.
[19] 1 R 11,1; 2 R 2, 8. 11. 16. 18; 3, 7. 9. 10. 13; 7,5; 10,10-‐‐14.
[20] Cf. 1 R 24,3; Test 41; UltVol 1; 2CtaF 1 y 86; CtaA 2; CtaO 4 y 58; CtaCus 1.
[21] Adm 19,1; LM 6,1. Máxima citada por la Imitación de Cristo, III, 50.
[22] Dicta beati Aegidii, Quaracchi 1905, 120.
[23] V. Mateos, El trabajo y la primitiva experiencia franciscana, en Selecciones de
Franciscanismo, vol. 9, núm. 25-‐‐26 (1980) 183-‐‐190; Sor Catherine, Evolución del
concepto de trabajo en los monasterios de contemplativas, en Selecciones de
Franciscanismo, vol. 9, núm. 25-‐‐26 (1980) 191-‐‐198; T. Matura, Trabajo y vida en
fraternidad, en Selecciones de Franciscanismo, vol. 7, núm. 20 (1978) 211- ‐‐219; F.
Uribe, Significado del trabajo en las primitivas fuentes franciscanas, en Selecciones de
Franciscanismo, vol. 27, núm. 80 (1998) 171- ‐‐194; L. Iriarte, Vivir del propio trabajo.
Cómo traducir en nuestra vida el proyecto de Francisco, en Selecciones de
Franciscanismo, vol. 29, núm. 85 (2000) 49- ‐‐71; P. Beguin, Francisco y el trabajo de
los hermanos, en Selecciones de Franciscanismo, vol. 29, núm. 86 (2000) 279- ‐‐290; K.
Esser, Die Handarbeit in der Frühgeschichte des Minderbrüderordens, en
Franziskanische Studien 40 (1958) 145- ‐‐166; P. Bertinato, Il concetto di lavoro nella
Regola francescana, Venecia 1964; P. Bertinato, Lavoro, en DF, 821- ‐‐836; S. Ara,
El espíritu de trabajo en la Regla franciscana, en Estudios Franciscanos 68 (1967)
49-‐‐68; V. Redondo, El trabajo manual en san Francisco de Asís, en Estudios
Franciscanos 84 (1983) 85-‐‐129.
[24] L. Iriarte, El recurso a la mesa del Señor, en Selecciones de Franciscanismo, vol.
29, núm. 85 (2000) 20-‐‐31; L. Casutt, Bettel und Arbeit nach dem hl. Franziskus von
Assisi, en Collectanea Franciscana 37 (1967) 229- ‐‐249; L. Hardick, Elemosina,
mendicità, en DF, 481-‐‐492.
[25] Discurso a la peregrinación de la Tercera Orden Secular, 19 de mayo de 1971;
en L'Osservatore Romano, 20 mayo 1971; en Tertius Ordo 23 (1971) 59-‐‐61.

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