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caratula

solapa caratula

© Ken Robbins

Dava Sobel es estadouni-


dense. Colabora habitual-
mente en las páginas cien-
tíficas del New York Times,
Discover, Life y Omni. Es
autora de Longitud (2 edi-
ción), publicado en Debate,
uno de los éxitos de ventas
mundiales más importan-
tes de los últimos años.

Versión castellana
RICARDO GARCIA
Imagenes
Fiorenza
Caratula interna

Dava Sobel
LA HIJA DE GALILEO
Una nueva visión de la vida y obra de Galileo
Nota del traductor

La mayoría de las citas atribuidas a Galileo en estas páginas proceden de


diferentes excelentes traducciones inglesas debidas a Mario Biagioli, Richard
Blackwell, Henry Crew y Alfonso de Salvio, Giorgio de Santillana, Stillman Drake,
Maurice Finocchiaro, María Luisa Righini Bonnelli, Jane Sturge, William Shea y
Albert van Helden. Stillman Drake merece una referencia y gratitud especiales por
haber traducido al inglés todas las obras más importantes de Galileo
La Regla de santa Clara y el Testamento de Saint Colette (Saint Colette
consolidó la orden de Santa Clara en Francia) han sido traducidos al inglés del latín
y del francés, respectivamente, por la madre Mary Francis, superiora de las
clarisas de América. Todos los pasajes bíblicos han sido tomados de la versión de
King James y de la nueva edición católica estadounidense de la Sagrada Biblia.
La traducción de las cartas de la hija de Galileo del original italiano es obra de
la autora. [En la traducción que presentamos, las citas atribuidas a Galileo han sido
traducidas del inglés y, cuando existían versiones españolas disponibles, han sido
contrastadas con las correspondientes traducciones españolas que se citan en la
bibliografía. Se ha procedido del mismo modo con la Regla de santa Clara y la
Regla de santa Colette. En el caso de los pasajes bíblicos, citamos
la Biblia de Jerusalén (Bilbao: Ed. Española Desclée de Brouwer, 1976).].
(N. del T.).
Versión castellana
RICARDO GARCÍA
Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita
de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas
en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra
por cualquier medio o procedimiento, comprendidas la reprografía
y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de
ella, mediante alquiler o préstamo público.
Diseño de Maura Fadden Rosenthal/Mspace
Primera edición: noviembre 1999
Título original: Galileo's Daughter
© Dava Sobel, 1999
© De la traducción, Ricardo García, 1999
© De la presente edición, Editorial Debate, S.A.
O'Donnell, 19, 28009 Madrid, 1999
I.S.B.N.: 84-8306-226-7
Depósito Legal: B. 31.190-1999
Compuesto en VERSAL A.G., S.L.
Impreso en Limpegraf, Ripollet (Barcelona)
Impreso en España (Printed in Spain)
En memoria

En memoria de nuestros padres,


Galileo Galilei
y el doctor Samuel Hillel Sobel,
con un cariñoso recuerdo.
Sumario
Sumario

Primera parte. Camino de Florencia


I. Tan querida como era para vos ......................................................13
II. Ese gran libro que es el Universo .................................................. 23
III. Las estrellas brillantes hablan de vuestras virtudes .................... 35
IV . Que se contemple la verdad y se la reconozca .............................. 47
V. En la mismísima superficie del Sol ............................................... 59
VI. Observante albacea de la voluntad de Dios .................................. 69
VII. La malicia de mis detractores ...................................................... 79
VIII. Conjeturar desde aquí, entre las sombras ........................................ 91

Segunda parte. En Bellosguardo


IX. Cómo favorecen a nuestro padre ....................................................105
X. Ocuparme a vuestro servicio ......................................................... 115
XI Lo que por encima de todo necesitamos ........................................ 125
XII. Por nuestra devoción .................................................................... 135
XIII. Con el recuerdo de su elocuencia ................................................... 143
XIV. Un pequeño cuerpo sin importancia ............................................. 153
XV. Por buen camino, gracias a Dios ................................................... 161
XVI. La tormenta de nuestras desgracias .............................................. 173

Tercera parte. En Roma


XVII. Mientras tratáis de inmortalizar vuestro nombre ........................183
XVIII. ya que (Dios nos azota con estas calamidades .............................191
XIX. La esperanza de teneros siempre cerca ......................................... 199
XX. Se me debería suplicar que publicara una obra como ésta ............. 209

Cuarta parte. Bajo custodia de la embajada toscana en Villa Médicis, Roma


XXL Cuan intranquila vivo mientras llega una palabra vuestra ........... 223
XXII. En las dependencias del Santo Oficio ........................................... 233
XXIII. Vanidosa ambición, ignorancia pura e imprudencia ..................... 243
XXIV La fe depositada en la milagrosa Virgen de Impruneta ............... 251
XXV. La sentencia dictada contra vos y contra vuestro libro ................. 259
7
Quinta parte. En Siena
XXVI. No supe cómo negarle las llaves .................................................... 269
XXVII. Estragos en el día de la festividad de san Lorenzo ...................... 277
XXVIII. Recitación de los salmos penitenciales ....................................... 287
XXIX. El libro de la vida o un profeta en su tierra ............................... 295

Sexta parte. Desde Arcetri


XXX. Mi alma y sus anhelos ............................................................... 307
XXXI. Hasta que no lo oiga de vuestros propios labios ......................... 315
XXXII. Cuando tengo que esforzarme por comprender .......................... 323
XXXIII. El recuerdo del cariño ............................................................ 331

La era de Galileo ....................................................................................... 343


Monedas, pesos y medidas florentinos ..................................................... 351
bibliografía ................................................................................................ 353
Ojotas sobre la procedencia de los fragmentos citados .............................. 361
agradecimientos ........................................................................................ 373
Procedencia de las ilustraciones ............................................................... 375

8
Mapa antiguo de Italia

Italia en 1603
Imagen de Galileo mirando las estrellas
Primera parte - Camino de Florencia

PRIMERA PARTE

CAMINO DE FLORENCIA
I - Tan querida que era para vos
I

Tan querida como era para vos

Ilustrísimo señor padre


Nos ha entristecido mucho conocer la muerte de vuestra hermana,
nuestra querida tía a la que tanto queríais; pero nuestro dolor por su de-
saparición no es nada comparado con la preocupación que nos produce
vuestra situación. Podemos hacernos cargo, señor, del hondo pesar que
os aflige puesto que no teníais a nadie más y nadie como ella formaba par-
te de vuestro mundo. Ahora que ha partido, y sabiendo que era tan que-
rida para vos, sólo podemos imaginar cómo sobrelleváis la amargura de
una pérdida tan súbita como de todo punto inesperada. Al mismo tiempo
que os transmito el hondo sentir que compartimos con vos, también os
digo que debéis resignaros y alcanzar la mayor serenidad posible con-
templando cuan común es la desgracia humana, ya que todos somos en
la tierra como extranjeros o peregrinos que pronto regresaremos a nues-
tro verdadero hogar en el cielo, donde reside la felicidad más completa y
en donde debemos confiar que descansa ya el alma bendita de vuestra
hermana. Así os rogamos por el amor de Dios, señor, que os resignéis y
os pongáis en Sus manos porque, como bien sabéis, así es como Él lo
quiere; lo contrario sería perjudicial para vos y doloroso para nosotras
porque sufrimos profundamente cuando sabemos que estáis confuso y
abatido, ya que no tenemos otra fuente de alegría en este mundo que vos.
No os diré nada más, salvo que rogamos al Señor de todo corazón
que os conforte y acompañe siempre y que os recordamos cariñosamente
con nuestro más cálido afecto.
En San Matteo, a 10 de mayo de 1623.
Vuestra hija afectísima,

13
Al día siguiente del funeral de su hermana Virginia, el científico ya
conocido en todo el mundo, Galileo Galilei, recibió esta carta. Era la
primera de las 124 que se conservan de la alguna vez voluminosa co-
rrespondencia que mantuviera con su hija mayor. De los tres hijos de
Galileo, sólo ella heredó la misma brillantez, laboriosidad y sensibili-
dad en virtud de las cuales se convirtió en su confidente.
a hija de Galileo nació de una duradera relación ilegítima con la
hermosa Marina Gamba, de Venecia. Vino al mundo con el calor del
verano de un nuevo siglo: el 13 de agosto de 1600. Ese mismo año, en
Roma, el fraile dominico Giordano Bruno fue quemado en la hogue-
ra por causa de —entre otras herejías y blasfemias— su insistencia en
que la Tierra giraba alrededor del Sol en lugar de permanecer inmóvil
en el centro del Universo. En un mundo que todavía no era conscien-
te de su posición, Galileo se comprometió en este particular conflicto
cósmico con la Iglesia y abrió una peligrosa brecha entre el cielo que
reverenciaba como católico y el cielo que reveló mediante su telescopio
Galileo bautizó a su hija con el nombre de Virginia en honor de su
«querida hermana». Pero como nunca se casó con la madre de Virgi-
nia, condenó a su hija a que jamás pudiera casarse. Nada más cumplir
los trece años la ingresó en el convento de San Matteo in Arcetri, en
el que llevó una vida de pobreza y retiro espiritual.
Cuando hizo los votos, Virginia adoptó el nombre de Maria Celeste
en un gesto con el que reconocía la fascinación de su padre por las
estrellas. Aunque llevó una vida de oración y penitencia, conservó su
devoción por Galileo como si se tratara de un santo varón. La preocu-
pación exageradamente cariñosa que mostraba en su carta de condo-
lencia reflejaba las consecuencias de la década anterior: su padre se
había hecho mayor, caía enfermo con frecuencia, había publicado un
libro por el que había sido llevado a juicio ante la Santa Inquisición y,
no obstante, continuaba con sus curiosas investigaciones.
«nosotros» de la carta de sor Maria Celeste se refiere a ella y a
su hermana Livia —la desconocida y silenciosa segunda hija de Gali-
leo, que también tomó los hábitos e hizo los votos en el convento de
San Matteo para convertirse en sor Arcangela. Mientras tanto, su her-
mano Vincenzio, el hijo pequeño de la unión de Galileo y Marina, ha-
bía sido legitimado mediante una autorización del gran duque de Tos-
cana y se había marchado a estudiar leyes a la Universidad de Pisa.
Por eso sor Maria Celeste consolaba a Galileo por haberse queda-
do solo en el mundo, con sus dos hijas enclaustradas en el aislamien-
to de las monjas, un hijo que todavía no era un hombre, su esposa ile-
gítima muerta y su familia de origen fallecida o dispersa.
14
Telescopio hecho a mano por Galileo.

Telescopio hecho a mano por Galileo.

Galileo tenía entonces cincuenta y nueve años y estaba también


valientemente solo en su visión del mundo, cosa que sabía sor Maria
Celeste por la lectura de los libros que escribía su padre y las cartas de
colegas y adversarios —tanto de toda Italia como del resto del conti-
nente al otro lado de los Alpes—, las cuales su padre también compartía
con ella. Aunque su padre había empezado su carrera dando clases
como profesor de matemáticas, primero en Pisa y después en Padua,
cualquier filósofo europeo sabía que el nombre de Galileo estaba re-
lacionado con la más asombrosa serie de descubrimientos astronómi-
cos que jamás hubieran sido proclamados por un solo hombre.
En 1609, cuando sor Maria Celeste todavía era una niña, Galileo
había instalado un telescopio en el jardín de su casa en Padua y lo ha-
bía dirigido al firmamento. Estrellas que nunca se habían visto antes
salieron de la oscuridad para realzar constelaciones ya conocidas; la
difusa Vía Láctea resultó ser un arco de estrellas densamente agrupa-
das; montañas y valles horadaban la renombrada perfección de la
Luna, y un séquito de cuatro lacayos en comitiva giraba constante-
mente alrededor de Júpiter como si se tratara de un sistema planetario
en miniatura.
«Doy infinitas gracias a Dios —clamaba Galileo después de aque-
llas noches de ensueño— por haber sido tan generoso conmigo y ha-
berme elegido a mí como primer testigo de estas maravillas escondi-
das en la oscuridad durante tantos siglos.»
Estos mundos recién descubiertos transformaron la vida de Gali-
leo. En 1610 obtuvo del gran duque el nombramiento como maestro
matemático y filósofo y se trasladó a Florencia para tomar posesión
15
de su cargo en la corte de Cosme de Médicis. Partió con sus dos hijas,
que tenían entonces nueve y diez anos, pero cuando la fortuna llegó a
su familia dejó a Vincenzio, que sólo tenía cuatro, viviendo algunos
años más en Padua con Marina.
Galileo se vio tratado de inmediato como una celebridad; como si
fuera otro Colón por sus conquistas. Pero aunque su gloria alcanzara
tal magnitud, despertó también enemistades y sospechas porque en lu-
gar de conquistar una tierra lejana habitada por paganos había invadi-
do tierra santa. Apenas había asombrado a las gentes de Europa con su
primer torrente de descubrimientos cuando llegaba una nueva oleada:
había visto manchas oscuras moverse lentamente por toda la superfi-
cie del Sol y había visto también a «la madre del amor» —como lla-
maba él al planeta Venus— atravesando por diferentes fases, desde
llena hasta creciente, tal como ocurría con la Luna.
Todas sus observaciones concedían credibilidad al impopular uni-
verso heliocéntrico de Copérnico que se había dado a conocer aproxi-
madamente medio siglo antes, pero al que se había declarado falto de
pruebas. Los esfuerzos de Galileo proporcionaban el punto de partida
para su demostración. El rimbombante estilo con que difundía sus ideas
—unas veces con un humor tosco en sus publicaciones, otras en voz
muy alta en cenas de gala y debates públicos— llevó a la nueva as-
tronomía desde el barrio periférico de las universidades hasta la arena
pública. En 1616, el Papa y un cardenal de la Inquisición, reprendie-
ron a Galileo y le advirtieron que debía restringir sus incursiones en la
esfera de lo sobrenatural. Dijeron que en los Salmos, en el libro de Jo-
sué y en otros muchos pasajes de la Biblia ya se trataba el movimien-
to de los cuerpos celestes, y que éstas eran materias que era mejor de-
jar a los santos padres de la Iglesia.
Galileo obedeció sus órdenes y guardó silencio sobre la cuestión.
Durante siete prudentes años dedicó sus esfuerzos a objetivos menos
arriesgados, tales como poner los satélites de Júpiter al servicio de la
navegación para ayudar a los marinos a conocer su longitud en el mar.
También estudió poesía, escribió críticas literarias, mejoró su telesco-
pio y desarrolló un complejo microscopio. «He observado con gran ad-
miración muchos animales minúsculos —informó—, de los cuales
puedo decir que la pulga es bastante horripilante y el mosquito y la po-
lilla muy hermosos; he visto con enorme satisfacción cómo las mos-
cas y otros animalillos son capaces de caminar cabeza abajo adheri-
dos a los cristales.»
Sin embargo, poco después de la muerte de su hermana, en mayo
de 1623, Galileo encontró razones para volver a la cuestión del helio-
centrismo al igual que una polilla volvía hacia un candil. Aquel vera-
16
Sistema geocéntrico del mundo de Tolomeo.

Sistema geocéntrico del mundo de Tolomeo.


no, un nuevo Papa había ocupado en Roma el trono de san Pedro. El
supremo pontífice Urbano VIII llevó a la Santa Sede unas inquietudes
intelectuales y un interés por la investigación científica que su inme-
diato predecesor no compartía. Galileo conocía personalmente a este
hombre: le había mostrado su telescopio y una noche los dos se habían
puesto del mismo lado en un debate en el que se discutía sobre la flo-
tación de los cuerpos tras un banquete en la corte florentina. Urbano,
por su parte, admiraba tanto y desde hacía tanto tiempo a Galileo que
incluso le había dedicado un poema en el que se refería a las curiosi-
dades que había revelado «la lente de Galileo».
La presencia del Papa poeta animó a Galileo a aventurarse en una
disertación popular planeada desde hacía tiempo sobre las dos teorías
rivales de la cosmología: la heliocéntrica y la geocéntrica. O, según
sus propias palabras, sobre «los dos máximos sistemas del mundo».
Podría haber resultado muy difícil para sor Maria Celeste conju-
gar ambos extremos: conciliar su papel como esposa de Cristo con la
potencial posición de su padre como el mayor enemigo de la Iglesia
católica desde Martín Lutero. Pero, en lugar de ello, aprobaba todos
sus esfuerzos porque conocía bien la fe que habitaba en el corazón de
su padre. Aceptó la convicción de Galileo de que, al mismo tiempo que
Dios había dictado las Sagradas Escrituras para orientar el espíritu de
17
Sistema heliocéntrico del mundo de Copérnico

Sistema heliocéntrico del mundo de Copérnico


.
los hombres, no había querido revelar totalmente el Universo para
ofrecer así un reto a la inteligencia humana. El conocimiento de la
prodigiosa capacidad de su padre para la consecución de este objetivo
hacía que ella rezara por su salud, por que tuviera una larga vida y por
la satisfacción de «cada uno de sus deseos». Como boticaria del con-
vento, le preparaba pildoras y elixires para fortalecerlo en sus investi-
gaciones y para protegerle de las epidemias. Sus cartas, empapadas de
fe en la inocencia de Galileo ante la acusación de cualquier clase de de-
pravación herética, ayudaron a su padre a superar el sufrimiento de su
última confrontación con el papa Urbano y con la Inquisición en 1633.
Ninguna riña perturbó nunca esta afectuosa relación entre Galileo
y su hija. La suya no es una historia de abusos, rechazo u ocultación.
Por el contrario, se trata de una historia de amor trágica y llena de mis-
terio.
La mayoría de las cartas de sor Maria Celeste viajaban en el bol-
sillo de un mensajero o en una cesta cargada de ropa lavada, dulces o
hierbas medicinales. Recorrieron la pequeña distancia que había des-
de el convento de San Matteo en la ladera de una colina al sur de Flo-
rencia hasta Galileo, bien en su casa de las afueras o bien en la ciudad
misma, donde podía encontrarse ocasionalmente. Sin embargo, si-
guiendo en 1632 a los furiosos requerimientos papales que llegaban
18
desde Roma, las cartas viajaron también a caballo más de trescientos
kilómetros y se retrasaban con frecuencia a causa de las cuarentenas
que imponía la peste negra, que iba sembrando el pánico y la muerte
a lo largo y ancho de toda Italia. Lapsos de varios meses de duración
interrumpen en ocasiones la correspondencia, pero todas las páginas
rezuman una vida cotidiana en la que están presentes desde las molestias
por un dolor de muelas hasta el aroma del vinagre.
Galileo guardaba todas las cartas de su hija indiscriminadamente,
atendía sus demandas de fruta o hilvanaba sus quejas cuando ésta se
arrancaba a hablar de política eclesiástica. Del mismo modo, sor Ma-
ria Celeste guardaba todas las cartas de Galileo y, según le dice en las
suyas, las releía porque le causaban gran placer. Cuando ella recibió
las últimas exequias, las cartas que había acumulado en el convento a
lo largo de toda su vida constituían la mayor parte de sus posesiones
terrenales. Pero entonces, la madre superiora que descubrió las cartas
al vaciar la. celda de sor Maria Celeste las enterró o las quemó presa
del pánico. Después del famoso juicio de Roma, ningún convento se
hubiera atrevido a alojar los escritos de alguien «altamente sospecho-
so» de herejía. Así, la correspondencia entre padre e hija quedó redu-
cida a un monólogo desde mucho tiempo atrás.
Para reconstruir los pensamientos que le manifestara alguna vez a
ella, sólo encontramos aquellos que tuvo ocasión de ofrecer sobre ella
a otras personas: «Una mujer de una inteligencia exquisita —le des-
cribía a un colega extranjero—, de una bondad singular y muy unida
a mí por un cariño infinito.»
La primera vez que uno oye hablar de las cartas de sor Maria Ce-
leste cree por regla general que las respuestas de Galileo deben de es-
tar escondidas en lo más recóndito de la Biblioteca del Vaticano, y que
la mitad perdida del diálogo aparecería si un profano aventurero pu-
diera acceder al lugar. Pero, desgraciadamente, autoridades religiosas
e investigadores reconocidos han registrado los archivos minuciosa-
mente en varias ocasiones, ansiosos todos de oír el tono paternal de la voz
de Galileo. Estos investigadores han aceptado finalmente que la ex-
plicación más razonable de su desaparición es la destrucción de los
documentos por parte de la madre superiora. La importancia histórica
de cualquier papel que lleve la firma de Galileo, por no hablar del pre-
cio que estos objetos han alcanzado en los últimos dos siglos, deja po-
cas posibilidades de que los fajos de sus cartas puedan estar, escondi-
dos en algún lugar.
Aun cuando muchas de las obras, comentarios, poemas, lecciones
inaugurales y_manuscrito de Galileo también han desaparecido (y
sólo sabemos de su existencia por referencias específicas a lo largo de
19
las más de dos mil cartas que se han conservado con sus interlocuto-
res de la época, su valioso legado está formado por sus cinco libros
más importantes, dos de sus telescopios originales hechos a mano, di-
ferentes retratos y bustos para cuya ejecución posó a lo largo de toda
su vida e incluso partes de su cuerpo conservadas después de su muer-
te. (El dedo índice de la mano derecha está guardado en una pequeña
urna dorada sobre un pedestal de mármol con una inscripción y pue-
de contemplarse en el Museo de Historia de la Ciencia de Florencia.)
Sin embargo, de sor Maria Celeste sólo quedan sus cartas. Están en-
cuadernadas en cartón-piel en un único volumen. Las páginas están des-
hilacliadas y los cantos rotos. Ahora descansan entre los manuscritos
raros de la Biblioteca Central Nacional, en Florencia. Con todo, la ca-
ligrafía es legible a pesar de que la tinta que una vez fuera negra sea
ahora marrón. Algunas cartas tienen anotaciones del propio puño de
Galileo porque unas veces apuntaba algo en los márgenes sobre las
cosas que ella decía, y, otras, hacía cálculos o dibujos geométricos que
no parecen tener nada que ver con el texto en los espacios que queda-
ban libres alrededor del cuerpo del mismo. Hay páginas que se han es-
tropeado mucho: tienen agujeros, se han oscurecido por algún ácido o
por el moho, están arrugadas o tienen manchas de aceite. Otras pre-
sentan cercos de agua; en unos casos debido obviamente a que les
cayó encima agua de lluvia, pero en otros parece más bien como si se
hubieran manchado de lágrimas, bien durante la escritura, bien du-
rante la lectura. Después de casi cuatrocientos años, el sello de cera
roja todavía está pegado en algunas esquinas dobladas del papel.
Estas cartas, que nunca se han publicado traducidas, arrojan nue-
va luz sobre la historia de Galileo. Dan color a la personalidad y los
conflictos de una figura mítica cuyo enfrentamiento con la doctrina
católica en el siglo XVII continúa definiendo el cisma entre ciencia y
religión. Porque aunque la ciencia ha desarrollado muchísimo sus an-
tiguos aparatos, todavía está atrapada en esta misma batalla: conserva
aún la idea de que Galileo era un renegado que se burló de la Biblia y
que prendió fuego a una Iglesia que no atendía a razones.
Esta omnipresente capacidad de polarización generalizada del
nombre de Galileo es lo que el papa Juan Pablo II trató de reducir en
1992 pidiendo perdón por sus sufrimientos tanto tiempo después de los
hechos. «Una trágica incomprensión mutua —señaló el Papa 350 años
después del juicio contra Galileo— ha sido interpretada como el re-
flejo de una oposición radical entre ciencia y fe.»
Pero hay aún algo más importante: el Galileo de las cartas de sor
Maria Celeste no reconoció en toda su vida una distinción de esta na-
turaleza. Fue siempre un buen católico que creía en el poder de la ora-
20
ción y que trató de conciliar siempre su deber de científico con el des-
tino de su alma. «Cualesquiera que sean las circunstancias de nuestra
vida —escribió Galileo—, debemos recibirlas como el mejor don de
Dios sobre quien descansa incluso el poder de no querer hacer nada
por nosotros. Además, deberíamos aceptar la desgracia no sólo dando
gracias a Dios, sino con infinita gratitud hacia la Providencia, que por
tales medios nos separa de un excesivo amor por las cosas terrenales
y eleva nuestras mentes hacia lo celestial y lo divino.»

21
II - Ese gran ibro que es el Universo

II

Ese gran libro que es el Universo

El familiar recientemente fallecido al que sor Maria Celeste lloraba


en la primera de sus cartas era Virginia Galilei Landucci, la tía de la
que había recibido su nombre. En el convento de san Matteo compar-
tía su dolor con su hermana natural, sor Arcangela (originalmente ho-
mónima de la otra hermana de Galileo, Livia), y también con su pri-
ma sor Chiara: la propia hija de la fallecida Virginia, originalmente
con su mismo nombre.
La repetición de los nombres resuena en la familia Galilei como
un coro cuya expresión más melodiosa se halla en el ritmo poético del
nombre completo del famoso científico. En la época en que nació Ga-
lileo, según una práctica común entre las familias toscanas de media-
dos del siglo XVI, el hijo mayor debía recibir un nombre cristiano de-
rivado del apellido de sus padres. De acuerdo con esta costumbre,
Vincenzio Galilei y su mujer Giulia Ammannati Galilei no desperta-
ron extrañeza cuando dieron el nombre de Galileo a su primer hijo, na-
cido en Pisa el 15 de febrero del año de nuestro señor de 1564. (En las
crónicas de la época, no obstante, figura como el año 1563 porque el
día de año nuevo caía en aquel entonces el 25 de marzo: el día de la
festividad de la anunciación.)
Curiosamente, el apellido de la familia se había formado a partir
del nombre de uno de sus hijos predilectos. Se trataba del famoso mé-
dico Galileo Buonaiuti que enseñó y ejerció la medicina a comienzos
del siglo XV en Florencia y a cuya corte también sirvió fielmente. Sus
descendientes adoptaron el nombre de familia Galilei en su honor y
escribieron «Galileo Galilei» en la lápida de la tumba del antepasado,
pero conservaron el escudo de armas que desde el siglo XIII había
pertenecido a los antepasados de los Buonaiuti: una escalera roja de
tijera sobre un escudo de oro, un pictograma de la palabra Buonaiuti
que literalmente significa «buena ayuda». Tanto el nombre como el
apellido del científico recuerdan la región de Galilea aunque, como

23
Arbol genealogico de la familia Galilei

ÁRBOL GENEALÓGICO DE LA FAMILIA GALILEI


VINCENCIO
n.en 1520, m.el 2 de julio de 1591,
casado el 5 de julio de 1562
con Giulia di Cosme Ammannati
(n.en 1538, m. en septiembre de 1620)

G ALILEO B ENEDETTO VIRGINIA ANA


n.el 15 de Febrero de 1564 n.el 8 de mayo de 1573 m. el 7 de mayo de 1623
m.el 8 de enero de 1642, casada en 1591 con Benedetto di Lucca Landucci
Con Marina Gamba

VINCENCIO ? ? VIRGINIA
n.el 8 de agosto de 1595 un monje una monja en San monja en San Matteo in Arcetri,
m.en julio de 1649, casado benedictino Giorgio con el nombre con el nombre de sor Chiara
con Anna di Cosme Diociaiuti de sor Arcangela

B ENEDETTO VIRGINIA
n. e 1630 monja en San Giorgio con el
nombre de sor Olimpia

VIRGINIA LIVIA VINCENCIO


n.el 13 de agosto de 1600 n.el 18 de agosto de 1601 n.el 21 de agosto de 1606
monja en San Matteo in Arcetri monja en San Matteo in Arcetri legitimado el 25 de junio de 1619
(hizo los votos el 28 de octubre de 1616) (hizo los votos el 28 de octubre de 1617) casado el 29 de enero de 1629
con el nombre de sor María Celeste, con el nombre de sor Arcangela, con Sestilia di Carlo Bocchineri,
m. el 2 de abril de 1634 m. el 14 de junio de 1659 m.el 21 de enero de 1669

G ALILEO C ARLO C OSME


n.el 5 de diciembre de 1629 n.el 20 de enero de 1631 n.el 11 de abril de 1636
m. en 1652 casado el 29 de septiembre de 1660 ordenado sacerdote de la congregación
con Alessandra di Tommaso Pancetti de los misioneros en 1633
m. el 26 de junio de 1675 m. el 31 de octubre de 1672

S ESTILIA Y POLISSENA VINCENZIO


nn.el 16 de julio de 1662 n.el 21 de enero de 1665
monjas en San Jua Evangelista de San Salvi m. el 20 de junio de 1709
desde el 16 de enero de 1677 casado el 23 de diciembre de 1700
con los nombres de sor Maria Geltrude y con Rosa di Nicolò Perosio
sor Maria Constanza (m. en julio de 1736)

24
M ICHELANGELO LIVIA LENA (?)
n. el 18 de diciembre de 1575, n. el 7 de octubre de 1578,
m. el 3 de enero de 1671, casada en enero de 1601 con
casado en 1608 con Taddeo di Cesare Galleti
Anna Chiara Bandinelli (m. en1634)
C ESARE ? G IROLAMO ANTONIO
n. el 15 de diciembre n. el 26 de sept. de 1603 n. en 1609 n. en 1610
de 1601 m. el 27 sept de 1603

VICENZO M ECHILDE ALBERTO C ESARE C OSME M ICHELANGELO E LISABETTA ANNA M ARIA M ARIA FULVIA
n. en 1608 m. en 1634 n. en nov. de 1617 m. en 1634 n. en 1625 n. en 1627
m. en junio de 1692 m. en 1634 m. en 1634

Escudo de armas de la familia Galilei

Escudo de armas de la familia Galilei

25
Galileo mismo señaló en su causa, esto no quería decir en absoluto
que él fuera judío.
Galileo Galilei hizo algunos intentos de emular la trayectoria de su
famoso antepasado estudiando medicina en la Universidad de Pisa du-
rante dos años antes de dedicarse al estudio de sus grandes pasiones:
las matemáticas y la física. «La filosofía está escrita en ese gran libro
que es el Universo y que está constantemente abierto ante nuestros
ojos —pensaba Galileo—. Pero el libro no puede comprenderse a me-
nos que uno aprenda antes a leer el alfabeto y las palabras con que está
escrito, ya que está escrito en el lenguaje de las matemáticas y sus ca-
racteres son triángulos, círculos y otras figuras geométricas, sin las
cuales es humanamente imposible comprender una sola palabra; sin ellos,
uno vaga sin rumbo por un oscuro laberinto.»
El padre de Galileo se había opuesto a la idea del joven de ser ma-
temático; aducía su larga experiencia personal con las matemáticas,
que le habían dado una vida de patricio pobre, e intentó disuadir a su
hijo de que escogiera una carrera tan mal remunerada.
Vincenzio se ganaba la vida con escasez dando clases de música
en la misma casa alquilada en que Galileo nació y en parte se crió.
También trabajaba un poco en los negocios de la familia de su mujer,
los comerciantes de tejidos Ammannati, con el fin de completar sus mo-
destos ingresos docentes. Pero él se consideraba un especialista en
música en una época en que la música era entendida como rama espe-
cial de las matemáticas. Vincenzio enseñó a Galileo a cantar y a tocar
el órgano y otros instrumentos, incluyendo el recientemente mejora-
do laúd, que acabó siendo su favorito. En el transcurso de su forma-
ción, el padre enseñó al hijo la teoría pitagórica de las proporciones
musicales que preconizaba estricta obediencia a las propiedades nu-
méricas de las notas en una escala, tanto para componer como para
afinar los instrumentos. Pero Vincenzio subordinó estas reglas maes-
tras a sus propios estudios sobre la física del sonido. La música, al fin
y al cabo, provenía de las vibraciones del aire y no de conceptos abs-
tractos referidos a los números enteros. Sirviéndose de esta filosofía,
Vincenzio estableció una fórmula para afinar el laúd acortando los in-
tervalos entre los trastes.
Después de que Vincenzio se trasladara a Florencia con su mujer
en 1572 dejando a Galileo temporalmente al cuidado de unos parien-
tes, se unió a otros virtuosos, críticos y poetas dedicados a recuperar
las tragedias griegas clásicas con su música original1 Vincenzio es-
1La ópera se desarrolló a partir de sus esfuerzos hasta florecer oficialmente en 1600
en Florencia con la primera representación de Euridice .

26
cribió también un libro en el que defendía la nueva técnica de afina-
ción porque concedía más importancia a la armonía del sonido de los
instrumentos que al apego tradicional a las estrictas relaciones numé-
ricas entre las notas. Este libro desafiaba abiertamente al antiguo pro-
fesor de música del propio Vincenzio, que impidió que se publicara en
1578 en Venecia. No obstante, Vincenzio perseveró hasta que tres
años después vio impresa su obra en Florencia. El joven Galileo no des-
perdició ninguna de estas lecciones de determinación y desafío a la
autoridad.
Me parece —afirmaba Vincenzio en su Diálogo sobre la música
antigua y moderna — que aquellos que recurren simplemente a la
fuerza de la autoridad con el fin de demostrar cualquier afirmación sin
aducir ningún otro argumento para fundamentarla actúan de un modo
verdaderamente absurdo. Por el contrario, yo deseo que se me permi-
ta preguntar y responder libremente sin ninguna clase de adulación; como
lo hacen aquellos que buscan la verdad.»
Cuando Galileo tenía diez años atravesó Toscana para unirse a sus
padres y a Virginia, su hermana mayor, en Florencia. Hasta los trece
años recibió clases de gramática cerca de su nueva casa y después se
fue al monasterio benedictino de Vallombrosa para estudiar griego, la-
tín y lógica. Una vez allí, ingresó en la orden como novicio con la es-
peranza de convertirse algún día en monje, pero su padre no se lo per-
mitió. Vincenzio sacó a Galileo de allí y lo llevó de nuevo a casa
alegando una inflamación en los ojos del joven que precisaba tratamiento
médico. Pero fue el dinero el que decidió esta cuestión, porque Vin-
cenzio difícilmente hubiera podido permitirse el desembolso inicial y
el pago de los gastos de mantenimiento ordinarios que eran necesarios
para alimentar la vocación religiosa de un hijo que no produciría nin-
gún ingreso. Con las chicas era diferente. Vincenzio tendría que pagar
de cualquier manera la dote de sus hijas, ya fuera a la Iglesia o a un
marido, sin recibir nada a cambio por ninguno de los dos posibles de-
sembolsos. De modo que necesitaba a Galileo para que trabajara y ga-
nara dinero mientras crecía; preferiblemente como médico, para que
así pudiera contribuir al mantenimiento de sus hermanas pequeñas,
que ya eran cuatro, y de sus dos hermanos.
Vincenzio planeó enviar a Galileo de nuevo a Pisa, al colegio de
la Sapienza, como uno de los cuarenta niños toscanos que tenían ga-
rantizada la enseñanza y el alojamiento gratuitos, pero no pudo con-
seguir su escolarización. Un buen amigo de Vincenzio en Pisa ofreció
entonces hacerse cargo de Galileo en su propia casa con el fin de re-
ducir el coste de la educación del chico. Sin embargo, sabiendo que su
amigo estaba cortejando a una joven de la familia de los Ammannati,
27
una de las primas de Galileo, Vincenzio esperó tres años hasta que la
historia de amor terminara en matrimonio e hiciera de aquella casa
una residencia respetable para su hijo.
En septiembre de 1581, Galileo se matriculó en la Universidad de
Pisa, donde tanto los estudios de medicina como los de matemáticas
formaban parte de la facultad de artes de entonces. Aunque inició la
carrera de medicina para complacer a su padre, se decantó abierta-
mente por las matemáticas cuando conoció la geometría de Euclides
en 1583. Tras cuatro años de estudios, Galileo abandonó Pisa a la edad
de veintiún años en 1585 sin terminar todos los cursos exigidos para
obtener el título.
Luego volvió a casa de su padre en Florencia. Allí empezó a com-
portarse como si fuera un matemático profesional: escribía demostra-
ciones y artículos de geometría, dictaba conferencias ocasionalmente
—incluyendo una en la Academia Florentina sobre la configuración có-
nica del Infierno de Dante— y daba clases particulares a estudiantes.
Entre 1588 y 1589, cuando Vincenzio ocupó toda una habitación con
cuerdas musicales ponderadas de diferentes longitudes, diámetros y
tensiones para experimentar con determinadas ideas sobre armonía,
Galileo se unió a él como ayudante de investigación. Irónicamente, Ga-
lileo, que ha alcanzado su fama por ser el padre de la física experimental,
pudo haber aprendido los rudimentos y el valor de la experimentación
de las investigaciones de su propio padre.
Después de haber impresionado con su talento a varios matemáti-
cos famosos, consiguió un puesto docente en la Universidad de Pisa
en 1589 y volvió de nuevo a la ciudad que le vio nacer cerca de la de-
sembocadura del río Arno. La crecida del río retrasó la llegada de Ga-
lileo al campus, de modo que perdió las seis primeras clases y recibió
sendas multas por estas ausencias. Pero cuando terminó el año, las au-
toridades universitarias redujeron su salario por una infracción de otra
naturaleza: su negativa a llevar siempre las vestimentas establecidas
por la disciplina académica.
Galileo creía que el traje oficial de los profesores era molesto y
pretencioso, y ridiculizó la toga en una parodia rimada de trescientos
versos que gozó de gran popularidad en la universidad. Todos los ves-
tidos, de hombre o de mujer, permitían hacer una franca estimación de
los atributos de unos y otras —señalaba en una rima obscena—, mien-
tras que los uniformes profesionales esconden los verdaderos méritos
del carácter bajo un manto de categoría. Y lo que es peor, la dignidad
de la toga profesoral le apartaba del burdel, impidiéndole los pecami-
nosos placeres de la prostitución a la vez que obligándole a resignar-
se al sin embargo igualmente pecaminoso solaz de las manos. Ade-
28
más, la toga también le hacía más difícil caminar, por no hablar de tra-
bajar.
Un manto negro y largo seguramente le habría dificultado subir
los ocho pisos de la escalera de caracol de la Torre de Pisa, cargado
—como dice la leyenda— con las balas de cañón con las que expuso
sus puntos de vista. En aquel infame episodio, el peso del hierro sobre
los hombros del profesor de veinticinco años no era nada comparado
con la carga del pensamiento de Aristóteles sobre las percepciones de
la realidad de sus estudiantes. No sólo las clases de Galileo en Pisa,
sino también las comunidades universitarias enteras de toda Europa,
respetaban la sentencia aristotélica de que los objetos de diferente
peso caían a diferentes velocidades. Una bala de cañón de cinco kilos,
por ejemplo, caería diez veces más deprisa que una bala de mosquete
de sólo medio kilo, de manera que si se dejaba caer a ambas al mismo
tiempo desde algún alto, la bala de cañón llegaría al suelo cuando la
de mosquete hubiera recorrido sólo la décima parte del camino que le
separaba del suelo. Aunque Galileo consideraba absurdo este pensa-
miento, era completamente cierto para la mayoría de las mentalidades
filosóficas. «Intentad, si podéis —exhortaba Galileo a sus oponen-
tes— dibujar en vuestra mente la bala grande golpeando el suelo
mientras la pequeña está todavía a menos de un metro de la cima de la
torre.»
«Imaginadlas ahora cayendo juntas —replicaba a otro participan-
te en el debate—. ¿Por qué iba a duplicar su velocidad una de ellas tal
como decía Aristóteles?» Si la incongruencia de esta representación fic-
ticia no bastaba para desacreditar las ideas de Aristóteles, entonces era
bastante sencillo tratar de destruir sus afirmaciones mediante objetos
reales y en un escenario público.
Galileo nunca anotó la fecha o los detalles de esta demostración
real; pero cuando, siendo anciano ya, le contó la historia de nuevo a
un joven discípulo suyo, éste la incluyó en una reseña biográfica pos-
tuma. Por muy teatralmente que Galileo hubiera llevado a cabo el ex-
perimento, no tuvo ningún éxito en tratar de inclinar hacía sí la opi-
nión pública al pie de la Torre de Pisa. La bola más grande, al ser
menos susceptible a los efectos de lo que Galileo llamó la resistencia
del aire, caía más deprisa para alivio del departamento de filosofía de
Pisa. Pero el hecho de que sólo cayera escasamente más deprisa dio a
Galileo una ventaja también escasa.
«Aristóteles dice que una bala de cien kilos que cae desde una al-
tura de cien braccia [brazas] golpea en el suelo antes de que una bala
de medio kilo haya caído de una altura de un braccio. Yo digo que lle-
gan al suelo al mismo tiempo.» Así resumió Galileo la controversia des-
29
pues de haberla pasado por las matemáticas. «Al hacer la prueba, ha-
béis visto que la grande gana la carrera a la pequeña por cinco cen-
tímetros. Y ahora, mientras guardáis silencio sobre la gran equivo-
cación de Aristóteles, habláis sólo de mi pequeño error y queréis
esconder sus noventa y nueve braccia en mis cinco centítros.»
En efecto, ese era el caso. Muchos filósofos del siglo XVI, no
acostumbrados a las pruebas experimentales, preferían la sabiduría de
Aristóteles a las bufonadas de Galileo, que hicieron de él un persona-
je impopular en Pisa.
Cuando Vincenzio murió en 1591 a la edad de setenta años, la res-
ponsabilidad económica de toda la familia recayó sobre el exiguo sa-
lario de sesenta scudi anuales del profesor de matemáticas. (Los pro-
fesores de filosofía, cuyo campo gozaba de más prestigio, ganaban
entre seis y ocho veces más; un cura confesor ganaba cerca de doscientos
scudi al año; un médico experimentado, alrededor de trescientos, y los
capitanes del ejército de Toscana, entre mil y dos mil quinientos.) Ga-
lileo pagó la dote matrimonial a Benedetto Landucci, el díscolo mari-
do de su recién casada hermana Virginia, mantuvo a su madre y a su
hermano Michelangelo, de dieciséis años, y pagó los gastos de su her-
mana Livia en el convento de San Giuliano hasta que pudo ocuparse
de que se casara. Para entonces, sus otros tres hermanos ya habían
muerto de enfermedades infantiles.
Galileo prestó su ayuda generosamente, incluso con entusiasmo:
«El regalo que voy a hacer a Virginia consiste en un juego de cubre-
camas de seda —escribía desde Pisa a su casa justo antes de la boda—.
He comprado la seda en Lucca y la he hecho tejer así que, aunque la
pieza de tela es bastante grande, sólo me costará unos tres certini [un
céntimo de escudo, aproximadamente] el metro. Es una tela rayada y
creo que te gustará mucho. He pedido bandas de seda que hagan jue-
go con ella y que podrían servir perfectamente para el armazón de la
cama. No le digas una palabra de esto a nadie para que pueda ser una
sorpresa para ella. Lo llevaré cuando vaya en las vacaciones de car-
naval y, como te he dicho antes, si quieres puedo llevarle tela de ter-
ciopelo trabajada y damascos suficientes como para hacer cuatro o
cinco vestidos elegantes.»
En 1592, al año siguiente de enterrar a su padre en la iglesia flo-
rentina de Santa Croce, Galileo abandonó Pisa para hacerse cargo de
la cátedra de matemáticas de la Universidad de Padua. Si no tenía mas
remedio que dejar su Toscana natal para irse a la Serena República de
Venecia, al menos allí disfrutaría de una posición más distinguida al
triplicar sus ingresos hasta convertirlos en 180 florines venecianos
anuales .
30
Universidad de Padua

Universidad de Padua, en la que Galileo impartió clase durante 18 años.

Desde la perspectiva que le brindaba la edad ya anciano, Galileo


describiría esta época de Padua como la más feliz de su vida. Hizo
buenos amigos entre algunos de los grandes personajes de la cultura y
las humanidades de la República, que le invitaron a sus casas e inclu-
so a asesorar a los constructores de barcos del Arsenal de Venecia. El
senado de Venecia le concedió la patente de un dispositivo de riego que
había inventado. Los influyentes mecenas de Galileo y la fugaz difu-
sión de su prestigio como conferenciante apasionante hicieron que au-
mentase su salario en la universidad, que pasó a ser de 300 y, después,
de 480 florines anuales. En Padua también prosiguió los estudios se-
minales que había iniciado en Pisa sobre las propiedades del movi-
miento, puesto que los sabios de la época consideraban el movimiento
como la base de la filosofía natural.
Desgraciadamente, mientras visitaba a unos amigos fuera de la
ciudad durante su idilio paduano, Galileo y otros dos caballeros hu-
yeron una tarde del calor del mediodía y se echaron una siesta en el
suelo de una habitación. Un aire acondicionado natural enfriaba este
cuarto por medio de un conducto que distribuía el viento producido por
una catarata en una gruta de la montaña en la que se encontraban. Es-
tos ingeniosos sistemas ventilaban muchas casas de campo italianas del

31
siglo XVI, pero se admitía que a la reparadora brisa podían añadirse
algunos otros aires nocivos, como aparentemente sucedió en el caso
de Galileo. Cuando los tres hombres se despertaron de su sueñecito de
dos horas se quejaron de frío, calambres, fuertes dolores de cabeza, pér-
dida de audición y letargo muscular. En pocos días, los síntomas de
esta enfermedad tuvieron un desenlace fatal para una de sus víctimas;
el segundo hombre vivió más tiempo, pero murió también como con-
secuencia de aquella misma exposición al frío. Sólo Galileo logró re-
cuperarse. Sin embargo, los dolorosos ataques descritos posterior-
mente por su hijo como crisis reumáticas o artríticas le aquejarían
durante todo el resto de su vida, e incluso le condenarían a guardar
cama durante períodos de algunas semanas.
En mejores circunstancias —aunque nadie sabe exactamente
cómo o cuándo— Galileo conoció en Padua a Marina Gamba, la mu-
jer que compartió su vida con él durante doce años y que le dio tres
hijos.
Sin embargo, Marina nunca compartió su casa. Galileo vivía en
Padua en la calle Borgo dei Vignali (que desde hace poco tiempo se
llama Via Galileo Galilei). Al igual que otros muchos profesores, al-
quilaba habitaciones a estudiantes, muchos de los cuales eran nobles
extranjeros que pagaban por alojarse bajo su techo durante el período
en que recibían de él clases particulares. Marina vivía en Venecia,
adonde Galileo viajaba en barca los fines de semana para divertirse.
Cuando ella quedó embarazada, él la llevó a Padua a una pequeña casa
en Ponte Corvo, a sólo cinco minutos de camino desde la suya (si se
hubieran podido contar los minutos en aquel tiempo). Incluso aunque
la relación de Marina y Galileo se fue fortaleciendo con el crecimien-
to de la familia, su acuerdo de vivir separados continuó intacto.
Sor Maria Celeste Galilei, née «Virginia, hija de Marina de Vene-
cia», nació «fruto de la fornicación», es decir extramatrimonialmente,
el 13 de agosto de 1600, siendo bautizada el 21 según el registro pa-
rroquial de San Lorenzo de la ciudad de Padua. En aquel momento
Marina tenía veintidós años, y Galileo (aunque ningún documento da
cuenta de su identidad como padre), treinta y seis. En aquella época
estas diferencias de edad eran comunes entre las parejas. El propio pa-
dre de Galileo tenía cuarenta y dos años cuando tomó por esposa a la
joven Giulia, de veinticuatro.
Al año siguiente, en 1601, de nuevo en agosto, un apunte del día
27 en el registro señala el bautizo de «Livia Antonia, hija de Marina
Gamba y de...», seguido de un espacio en blanco.
Cinco años más tarde, el 22 de agosto de 1606, fue bautizado un
tercer niño; «Vincenzio Andrea, hijo de Madonna Marina —hija de
32
Galileo a los 38 años
Andrea Gamba— y de padre
desconocido.» Figuraba como
«de padre desconocido» por no
estar éste casado con la madre,
aunque Galileo reconoció su pa-
ternidad dando al bebé el apelli-
do de sus abuelos.
Galileo reconoció a sus hijos
ilegítimos como herederos y a su
madre como su cónyuge, aunque
siempre evitó casarse con Mari
na. Los profesores tenían ten-
dencia a permanecer tradicional-
mente solteros, y los apuntes en
el registro parroquial aluden a
circunstancias que habrían em
pujado a Galileo a romper su re-
lación. Después de todo, ella era
«Marina de Venecia», no de
Pisa, Florencia, Prato, Pistoia o
Grabado de Galileo a los 38 años cualquier otra ciudad dentro de
Obra de Joseph Calendi los límites de Toscana, adonde
Galileo estaba decidido a volve algún día. Y el patrimonio de ella, «hija
de Andrea Gamba», no la equiparaba con la familia de Galileo, pobre pero
de origen noble, cuyos antecesores habían firmado con su nombre en los
libros de registro público del Gobierno de una gran ciudad

33
III - Las estrellas brillantes hablan de vuestras virtudes

III

Las estrellas brillantes hablan

de vuestras virtudes

A principios del siglo XVII, mientras su carrera en Padua iba ad-


quiriendo brillantez, Galileo continuaba esforzándose en hacer frente
a todas sus costosas responsabilidades familiares. En 1600, su herma-
no pequeño Michelangelo, el músico, fue invitado a tocar en la corte
de un príncipe polaco y, a pesar de sus ya veinticinco años, recurrió a
Galileo para que le comprara los trajes y le diera el dinero necesario
para el viaje. También en 1600, el mismo año en que Galileo vio na-
cer a su hija Virginia, encontró un marido para su hermana Livia. En
1601 negoció la dote de su hermana para su boda con Taddeo Gallet-
ti, pagó la ceremonia y el banquete e incluso compró el traje de Livia,
que estaba hecho de terciopelo negro de Nápoles con damascos celes-
tes; costó más de cien scudi. Después, en 1608, Michelangelo se casó,
se trasladó a Alemania y renegó de su promesa de compartir los gas-
tos del contrato matrimonial de su hermana, lo cual precipitó una ac-
ción legal de su cuñado Benedetto Landucci, que se quejaba de haber
sido engañado respecto a la suma inicial.
Afortunadamente, los esfuerzos de Galileo le proporcionaron muy
pronto una fuente suplementaria de ingresos. En 1597. cuando ense-
ñaba castrametación y arquitectura militar a alumnos particulares, in-
ventó su primer instrumento científico comercial: el compás geomé-
trico militar. Su aspecto era el de un par de reglas marcadas con una
escala graduada, unidas por una bisagra con una tuerca y con un arco
móvil que permitía mantenerlo abierto hasta casi cualquier ángulo. En
1599, después de varias modificaciones, el dispositivo funcionaba
como una moderna calculadora de bolsillo con la que se podían resol-
ver el interés compuesto y los porcentajes de los intercambios mone-
tarios, obtener raíces cuadradas para ajustar el tiro de las armas de fue-
go en el campo de batalla o determinar la carga adecuada para

35
cualquier tipo de cañón. Los carpinteros de navios del cercano Arse-
nal de Venecia adoptaron también el revolucionario compás de Gali-
leo para que les sirviera de ayuda en la realización del diseño de nue-
vos barcos, así como para poner a prueba cascos innovadores en
modelos a escala antes de construirlos a escala real.
Galileo fabricó personalmente los primeros compases, pero en se-
guida precisó los servicios de un artesano a tiempo completo que inclu-
so viviera con él para poder hacer frente a la demanda. El artesano con-
tratado se mudó a casa de Galileo acompañado de su mujer y sus tres hijos
para trabajar a cambio del salario, el alojamiento y la comida para toda
su familia, los gastos de material y los beneficios compartidos sobre dos
tercios del precio final de los aparatos, que estaban hechos de latón y se
vendían a cinco scudi cada uno. Galileo no habría ganado mucho dinero
con estas condiciones, a menos que hubiera cobrado a cada estudiante par-
ticular cerca de veinte scudi por aprender a usar el compás... y todo eso
sólo para mantenerse. Al principio entregaba un manual de instrucciones
escrito de su puño y letra que servía de apoyo para el aprendizaje, pero
en 1603 contrató los servicios de un amanuense que le ayudaba a produ-
cir las copias necesarias, hasta que tres años más tarde acertó con la idea
de publicar un folleto que se vendía con el aparato .
Llamó a este tratado Operaciones del compás geométrico militar
de Galileo Galilei, patricio florentino y profesor de matemáticas en la
Universidad de Padua. La portada de 1606 indica que el libro fue im

Compás geométrico militar de Galileo

Compás geométrico militar de Galileo.

36
Escudo de armas de los Medicis
preso «en casa del autor». Se lo dedicó con
mucha astucia al futuro gran duque de
Toscana Cosme de Médicis.
«Alteza serenísima —le decía Galileo a su
protector en la dedicatoria—, si yo deseara
mostrar aquí todos los méritos propios de su
alteza y los de su distinguida familia, habría
de comprometerme en un discurso tan largo
que este prefacio rebasaría la extensión del
resto de mi obra, por lo que me abstendré
siquiera de intentarlo, seguro como estoy de
que aunque no hiciera más que eso no podría Escudo de armas
de los Médicis
llegar a referir ni siquiera la mitad.»
Cosme, un muchacho de dieciséis años, era desde el verano anterior
el estudiante particular de más categoría de Galileo. El heredero forzo-
so de la casa de los Médicis llevaba el nombre de su resolutivo abuelo,
Cosme I, que había expulsado de Florencia a todas las influencias ex-
tranjeras o rivales, había anexionado la ciudad de Siena al ducado de Tos-
cana y, después, había presionado al papa Pío V para que creara en
1569, en su favor, el título de gran duque. Así fue como la familia Mé-
dicis, que había hecho a sí misma, había contado con renombrados ban-
queros entre sus miembros y había ocupado altos cargos de gobierno en
la vieja República de Florencia en los siglos XIV y XV, detentaba res-
plandor y autoridad de realeza en la época de Galileo.
Galileo, de regreso en Florencia como siempre que la Universidad
de Padua cerraba sus aulas, consiguió recomendaciones para ser con-
sejero matemático de la corte real. Como tutor del joven príncipe Cos-
me, Galileo incrementó su estatus gracias a los poderosos padres del
joven, el muy querido gran duque Ferdinando I (que había empezado
su carrera siendo cardenal en Roma antes de que le llamaran desde su
casa para que se hiciera cargo del trono a causa de la reciente muerte
de su lascivo y criminal hermano mayor) y su devota esposa francesa,
la gran duquesa Cristina de Lorena. Galileo esperaba allanar así el ca-
mino para su nombramiento como matemático de la corte; un cargo
prestigioso que no sólo aliviaría sus cargas financieras sino que tam-
bién le devolvería a su anhelado hogar en Toscana.
«He esperado hasta ahora para escribiros —decía Galileo en su
primera carta a Cosme en 1605, con toda clase dé deferencias— por-
que me retenía la respetuosa preocupación de no querer presentarme
como un arrogante presuntuoso. De hecho, me aseguré de enviaros los
necesarios signos de reverencia por medio de mis amigos más íntimos
y de mis superiores porque no creí apropiado aparecer ante vos y mi-
raros directamente a los ojos, de los que emana la serenísima luz del
37
Sol naciente, sin haber probado antes y haberme fortalecido con el
solo reflejo de los rayos más tenues.»
El príncipe y el científico no suscribieron ningún contrato formal
en aquel momento. Si eran necesarios los servicios tutelares de Gali-
leo, éste sería llamado cuando fuera adecuado, como en el caso de la
invitación escrita por el administrador jefe del gran duque y la duque-
sa fechada el 15 de agosto de 1605 y remitida desde Pratolino, uno de
los diecisiete palacios de los Médicis, a unos pocos kilómetros al nor-
te de Florencia: «Su alteza serenísima desearía que vinierais hasta
aquí no sólo para que el príncipe pueda recibir la instrucción adecua-
da, sino también para que vuestra salud se recupere. Ella confía tam-
bién en que el excelente aire de las montañas de Pratolino os haga
bien. Os esperan una habitación acogedora, buena comida, una cama
confortable y una cálida bienvenida. Maese Leonido cuidará de que se
os facilite una buena litera si deseáis venir esta misma tarde o mañana.»
La gran duquesa envió de nuevo su tiro de caballos en 1608 para lle-
var a Galileo a la boda del príncipe Cosme con Maria Maddalena, ar-
chiduquesa de Austria y hermana del emperador Ferdinando II. Las
nupcias se celebraron a lo largo de ambas orillas del río Arno, donde los
espectadores contemplaron desde las tribunas una recreación de la cap-
tura del Vellocino de Oro de Jasón, suntuosamente representada sobre
una isla especialmente construida en mitad del río y con efectos espe-
ciales que incluían gigantescos monstruos marinos que escupían fuego.
En enero de 1609, cuando el gran duque Ferdinando cayó enfer-
mo, Madama Cristina suplicó a Galileo que consultara el horóscopo
de su marido. Al comienzo de su experiencia profesional, desde que
empezara a enseñar astronomía y hasta completar sus estudios médi-
cos, se había familiarizado con la astrología, ya que los médicos tenían
que hacer horóscopos para saber qué presagiaban las estrellas acerca de
la vida de los pacientes, para apoyar su diagnóstico o determinar el
momento más apropiado de imposición de un tratamiento, así como
para saber cuáles eran las razones últimas de una enfermedad en con-
creto y escoger el momento más propicio de mezcla de medicamen-
tos. Galileo había hecho un horóscopo para su hija Virginia con moti-
vo del nacimiento de ésta, en 1600. Probablemente lo hizo por la
novedad que representaba jugar con las posiciones de los astros, pues-
to que nunca manifestó fe alguna en las predicciones astrológicas. Por
el contrario, sí señaló cómo las profecías de los astrólogos podían
observarse mucho mejor después de que se cumpliera2
2 En aquella época, al igual que ahora, la astrología se ocupaba de la determinación
exacta de la posición de las estrellas errantes en relación con las fijas en momentos concretos

38
Retrato de Galileo a los 42 años
Con todo, Galileo res-
pondió amablemente a vuel-
ta de correo a la petición de
la gran duquesa. A pesar de
su pronóstico de una larga y
feliz vida para Ferdinando,
el gran duque murió como
consecuencia de la enferme-
dad tres semanas más tarde.
Y así fue como el alumno de
verano de Galileo, que no
tenía todavía ni diecinueve
años, fue coronado de pronto
como su alteza serenísima el
gran Cosme II, soberano de Retrato de Galileo a los 42 años,
obra de Domenico Robusti
la región de Toscana.
La ascensión de Cosme brindó a Galileo una oportunidad
perfecta para solicitar el anhelado cargo en la corte, tal como siempre ha-
bía soñado. «Para satisfacer las necesidades de cada día —decía Galileo en
su escrito de solicitud enviado a Florencia—, sólo evito aquella clase
de prostitución que consiste en exponer mi labor a los arbitrarios pre-
cios que impone cada cliente. En vez de ello, nunca consideraré baje-
za el servir a un príncipe o a un gran señor ni a quienes puedan de-
pender de ellos sino que, por el contrario, siempre desearé un cargo de
tal naturaleza.»
Pero en ese momento no obtuvo el nombramiento. Siguió en Pa-
dua dedicado a la enseñanza y a sus investigaciones, que entonces es-
taban dirigidas a establecer los principios matemáticos de una máqui-
na tan simple como el péndulo, o a determinar la aceleración de los
cuerpos durante la caída libre, uno de los problemas más importantes
que la ciencia de la época aún no había resuelto. De todos modos, un
poco más adelante, en ese mismo año 1609. Galileo se apartó de sus
experimentos acerca del movimiento por causa de los rumores sobre
una nueva curiosidad holandesa llamada catalejo o anteojo, que era

el fin de adivinar el curso del acontecer humano. Por el contrario, cuando Galileo era joven la
astronomía se limitaba al estudio matemático de los movimientos planetarios; ya a lo largo
de su vida fue ampliando el campo de la misma, hasta que acabó abarcando también la
estructura y el origen de los cuerpos celestes.

39
capaz de conseguir que los objetos lejanos aparentaran estar más cer-
ca de lo que en realidad estaban. Los ópticos de París los estaban ven-
diendo en grandes cantidades, aunque pocos italianos habían visto
uno con sus propios ojos.
Galileo comprendió inmediatamente el alcance militar del catale-
jo, aunque el instrumento mismo, compuesto de una serie de cristales
de gafas, era en su primera encarnación poco más que un juguete. Tra-
tando de mejorar lo que había oído sobre el catalejo para aumentar su
alcance, Galileo calculó la forma y disposición ideal de las lentes, fa-
bricó y pulió él mismo las lentes principales y luego viajó a Venecia
para mostrar al dux y al senado veneciano al completo las posibilida-
des que ofrecía su contribución. La respuesta, comentaba él, fue «la
infinita estupefacción de todos». Incluso los senadores más ancianos
subieron con ilusión al campanario más alto de la ciudad en varias
ocasiones a cambio del placer inigualable que representaba divisar
barcos en el horizonte —mediante el catalejo— dos o tres horas antes
de que pudieran verlos las miradas de los jóvenes con la vista más
aguda.
A cambio del regalo del telescopio (como un colega rebautizó
posteriormente el aparato en Roma), el senado veneciano renovó de
por vida el contrato de Galileo en la Universidad de Padua y elevó su
salario hasta mil florines anuales, más de cinco veces su sueldo inicial.
Pero Galileo continuó perfeccionando aún más el ingenio óptico
en sucesivas ocasiones, y cuando llegó el otoño con sus anocheceres
tempranos tuvo la oportunidad de dirigir uno de sus telescopios hacia
la superficie de la Luna y mirarla cara a cara. Sus rasgos mellados le
saludaron por sorpresa y le dieron nuevo aliento para mejorar su ha-
bilidad de pulimento de las lentes a fin de construir modelos de mayor
alcance aún: así, hasta que revolucionó el estudio de la astronomía con
la demostración de la verdadera disposición de los cielos y la refuta-
ción de la concepción de Aristóteles, largo tiempo incuestionada, de
que todos los cuerpos celestes eran esferas completamente perfectas.
En noviembre de 1609, Galileo fabricó lentes con el doble de au-
mento que las que habían deslumbrado al dux. Entonces, cuando con-
siguió aparatos con lentes de veinte aumentos, pasó la mitad del mes
de diciembre haciendo una serie de bocetos detallados de la Luna en
diferentes fases. «Es igual que la superficie de la Tierra —concluía
Galileo—, que está jalonada aquí y allá de cadenas montañosas y pro-
fundos valles.»
De la Luna pasó a las estrellas. Dos tipos de estrellas poblaban
el cielo en la antigüedad. Las estrellas «fijas» dibujaban imágenes en el
cielo nocturno y giraban alrededor de la Tierra con un ciclo diario (una
40
Bocetos de la luna hechos por Galileo en 1609

Bocetos de la luna hechos por Galileo en 1609

vez al día). Las estrellas «errantes» o planetas —Mercurio, Venus,


Marte, Júpiter y Saturno— se movían en dirección contraria a las es-
trellas fijas según un ciclo muy complejo. Galileo fue el primero en
distinguirlos aún más: «Los planetas muestran sus esferas perfecta
mente redondas y su contorno bien definido —tal como registró en
sus observaciones— con la apariencia de pequeñas lunas esféricas
inundadas de luz; las estrellas fijas nunca pueden verse delimitadas
por un contorno circular, sino que tienen el aspecto de grandes res-
plandores cuyos rayos vibran alrededor de ellas y centellean muchísi-
mo». 3
Continuó con esta nueva fascinación nocturna a lo largo de todo
el invierno, acosado por el frío y por las dificultades de mantener fijo el
aparato a causa del temblor de sus manos y de los latidos de su cora-
zón. Tenía que limpiar las lentes con un paño una y otra vez «porque

3 Como cualquier astrónomo aficionado sabe, las estrellas en efecto centellean,


mientras que los planetas brillan con una luz mate y estable.

41
de lo contrario se empañan con mi aliento, con la humedad del aire bru-
moso o incluso con el mismo vapor que exuda el ojo, especialmente
cuando está caliente». A principios del mes de enero hizo el más ex-
traordinario de todos sus descubrimientos: «Cuatro planetas nunca
vistos desde el origen del mundo hasta nuestros días», que giraban en
órbitas alrededor del planeta Júpiter.
Más allá de su enorme relevancia astronómica, los nuevos satéli-
tes de Júpiter aportaban una significación especial para cualquiera que
conociera la corte florentina. Cosme I, el de glorioso renombre, había
recreado una figura mitológica clásica para la familia Médicis cuando
se convirtió en duque en 1537, antes incluso de ser catapultado al gran
ducado en 1569. A Cosme le gustaba considerarse como una encarna-
ción terrenal del cosmos, tal como resonaba en su propio nombre. Me-
diante este golpe de efecto, convenció a la ciudadanía florentina de
que el destino de los Médicis era usurpar el poder de las otras impor-
tantes familias que habían gobernado durante mucho tiempo en una in-
cómoda coalición. Como cabeza de su futura dinastía, Cosme I se
identificaba con el planeta Júpiter, cuyo nombre procede del rey más
importante del panteón romano, y llenó el palacio de la Signoria, don-
de vivía y desde donde gobernaba, con frescos que ilustraban este
tema mitológico
Galileo había donado su telescopio a la ciudad de Venecia. Ahora
ofrecería las lunas de Júpiter a Florencia.
En seguida plasmó sus descubrimientos en un nuevo libro titula-
do Sidereus Nuncius o El mensajero sideral. Al igual que había hecho
con su anterior obra sobre el compás geométrico, dedicó el libro al jo-
ven Cosme II. Sin embargo, en esta ocasión sí se tomó el tiempo ne-
cesario y reservó el espacio suficiente para exaltar adecuadamente a
su príncipe:
Alteza [...] la inmortal gracia de vuestro espíritu apenas ha empe-
zado a resplandecer sobre la Tierra cuando aparecieron en los cielos como
lenguas las estrellas brillantes que hablarán por siempre de vuestras
excelentísimas virtudes. He aquí, por tanto, cuatro estrellas reservadas
a vuestro insigne nombre y no de la común especie y número de las
notables estrellas fijas, sino del ilustre orden de las estrellas errantes,
las cuales describen además su curso y giran con una velocidad asom-
brosa en tomo a Júpiter, la más noble de todas ellas, cada una con di-
ferente movimiento, como hijos de la misma familia, mientras que to-
das juntas, en mutua armonía, completan sus grandes ciclos cada doce
años en torno al centro del mundo [...]
Además, parecería que el mismísimo Hacedor de las Estrellas me

42
advirtiera con rotundos argumentos que llamara a estos nuevos plane-
tas con el ilustre nombre entre todos los demás de vuestra alteza, ya
que estas estrellas, al igual que la valiosa descendencia de Júpiter, nun-
ca se apartan de su lado ni lo más mínimo. Del mismo modo, ¿quién
no conoce la clemencia, la bondad de espíritu, la finura de las mane-
ras, el esplendor de la sangre real, la majestuosidad de los actos y el
don de mando y aliento de autoridad sobre los otros, cualidades todas
que encuentran su morada y exaltación en vuestra alteza? ¿Quién, pre-
gunto, no sabe que todas aquellas cosas emanan de la buena estrella de
Júpiter, fuente de todo bien después de Dios? Era Júpiter, proclamo,
quien el día del nacimiento de vuestra alteza, habiendo atravesado las
turbias exhalaciones del horizonte, ocupó el punto más alto del Uni-
verso e iluminó hasta el extremo oriente desde su sede real, posó su mi-
rada en vuestro afortunado alumbramiento bajo este trono sublime y
vertió todo su esplendor y grandeza en el aire purísimo a fin de que vues-
tro pequeño y tierno cuerpecillo y vuestra alma, ornada ya por Dios con
nobles atributos, pudieran beber de esta fuerza y autoridad universal
desde el primer hálito de vida.

En las continuas alabanzas de los siguientes párrafos de esta dedi-


catoria, Galileo se encargó de dar a las estrellas el nombre de planetas
cósmicos. Pero Cosme, el mayor de ocho hermanos, prefirió llamar-
los planetas o satélites mediceos: uno por él y otro por cada uno de sus
tres hermanos varones. Galileo, naturalmente, accedió a sus deseos, aun-
que se viera obligado a pegar pequeños trozos de papel con la correc-
ción de la errata en las primeras páginas ya impresas de los ciento cin-
cuenta ejemplares de El mensajero sideral.
El libro causó furor. Se vendió a la semana de su publicación, de
modo que Galileo sólo pudo recibir seis de los treinta ejemplares que
le había prometido el editor mientras las novedades de su contenido
se esparcían rápidamente a lo largo y lo ancho de todo el mundo.
Pocas horas después de que El mensajero sideral saliera de la im-
prenta el 12 de marzo de 1610, el embajador británico en Venecia, sir
Henry Wotton, remitió una copia a su país para el rey Jaime I. «Os en-
vío junto con esta carta», escribía el embajador en su nota de presen-
tación al conde de Salisbury,
el más extraño conjunto de noticias (como sólo se me ocurre calificar-
lo) que jamás habéis recibido de cualquier parte del mundo. Se trata
el libro que os adjunto (aparecido este mismo día) de un profesor de
matemáticas de Padua, quien, con ayuda de un instrumento óptico
(que al mismo tiempo agranda y aproxima los objetos) inventado pri-

43
mero en Flandes y perfeccionado por él mismo, ha descubierto cuatro
nuevos satélites que giran alrededor del planeta Júpiter, además de
muchas otras estrellas fijas desconocidas. Ha encontrado también la
mismísima Vía Láctea, buscada durante tanto tiempo, y, por último, ha
descubierto que la Luna no es una esfera lisa, sino que está cubierta de
muchas prominencias y, lo que es más curioso de todo, iluminada por
el Sol mediante la reflexión de la luz en la Tierra, tal como parece de-
cir él mismo. Así que, como para levantar toda esta obra ha derribado
en primer lugar toda la astronomía anterior y, después, la astrología,
debemos de encontrarnos bajo una nueva bóveda celeste para guardar
las apariencias. En virtud de estos nuevos planetas, es posible que sea
necesario variar el orden judicial y ¿por qué no podrían hacerse otras
muchas cosas? Todo esto que me he atrevido a contaros, señor, llena
por completo todos y cada uno de los rincones de este lugar. El autor
corre la suerte de alcanzar la fama o el ridículo. El señor recibirá de mí
uno de los instrumentos antes citados, tal como ha sido perfeccionado
por este hombre, en el próximo barco.

En Praga, el respetado Johannes Kepler, astrónomo imperial de


Rodolfo II, leyó el ejemplar del libro que fue enviado al emperador y
se apresuró a emitir un juicio a pesar de la falta de un buen telescopio
que pudiera confirmar los hallazgos de Galileo. «Puedo parecer im-
prudente al aceptar vuestros descubrimientos con tanta rapidez sin
ningún fundamento procedente de mi propia experiencia —escribió
Kepler a Galileo—; pero ¿por qué no habría de creer a un matemáti-
co experimentado cuyo buen estilo acredita la sonoridad de sus afir-
maciones?»
Sin embargo, el ejemplar de El mensajero sideral que tuvo más re-
percusiones en la vida de Galileo fue el que envió a Cosme acompa-
ñado de su propio telescopio perfeccionado. El príncipe le expresó su
agradecimiento un poco más tarde, en la primavera de 1610, nom-
brándolo maestro matemático de la Universidad de Pisa y filósofo y
matemático del gran duque. Galileo había señalado expresamente que
se añadiera el título de «filósofo» a su nombramiento porque le pro-
porcionaba mayor prestigio, pero insistió también en que se mantuviera
«matemático» porque quería poner de relieve la importancia de las
matemáticas en la filosofía natural.
Cuando negoció su futuro en Toscana, Galileo solicitó el mismo
salario que le había prometido hacía poco tiempo la Universidad de
Padua: la cifra de un millar se haría efectiva ahora en scudi florenti-
nos, en lugar de en florines venecianos. Antes que pedir más dinero,
prefirió hacer su sueldo más pequeño y solicitar a cambio la liberación
44
notarial de la responsabilidad de sus hermanos sobre las dotes de sus
hermanas.
Galileo se aseguró asimismo un extra de libertad individual me-
diante la formalización de un acuerdo con la Universidad de Pisa por
el que no se le impondría ninguna de las nocivas obligaciones docen-
tes. Sería libre para el resto de sus días de estudiar el mundo que le ro-
deaba y de hacer públicos sus descubrimientos para el bien de todos
bajo la protección del gran duque, que, por su parte, prometía sufra-
gar la fabricación de nuevos telescopios.

45
IV - Que se contemple la verdad y se la reconozca

IV

Que se contemple la verdad y se la reconozca

Livia, de nueve años, viajó al sur con su padre en 1610 cuando éste
se trasladó a Florencia para hacerse cargo de su nuevo puesto en la
corte. Atrás dejaron los sinuosos canales de Venecia, donde el palacio
del dux surgía de la superficie del agua como una ilusión hecha de me-
rengue y algodón dulce. Cruzaron el fértil valle del Po y la cordillera
de los Apeninos para internarse en el territorio extranjero en el que rei-
naba el duque. En el siglo XVII, Italia estaba formada por una amal-
gama de reinos independientes, ducados, repúblicas y estados pontifi-
cios unidos solamente por un idioma común. Se hacían la guerra unos
a otros con frecuencia y todos estaban aislados del resto de Europa por
los Alpes.
El paisaje cambiaba. Los chapiteles: de madera de cedro y los ci-
preses se elevaban sobre el terreno ondulado, y las casas recubiertas
de estuco ocre se hundían en éste. Galileo le enseñaba a Livia los ma-
tices del terreno y la belleza sencilla y serena de Toscana. Su herma-
na mayor, Virginia, les esperaba ya en Florencia. Se había marchado
el otoño anterior ante la insistencia de la madre de Galileo, que se la
había llevado consigo tras una desafortunada visita a Padua: al en-
contrar a su hijo demasiado absorto en su nuevo catalejo como para
dispensarle la hospitalidad que ella exigía y no merecer la suficiente
atención de su nuera ilegítima, Madonna Giulia acortó su estancia y
volvió a Toscana.
«La muchacha es tan feliz aquí —aseguraba en una carta dirigida
al padrino de Virginia, un sirviente de la casa de Galileo— que no
quiere volver a oír hablar de otro sitio.»
Ni Virginia ni Livia tenían la menor idea de cuándo volverían a ver
a su hermano Vincenzio; Galileo consideró que lo mejor para el chi-
co, todavía pequeño, era que, al menos por el momento, se quedara en
Padua con Marina.

47
Poco después de la marcha de Galileo, Marina se casó con Giovanni
Bartoluzzi: un ciudadano respetable de una posición social parecida a la
suya. Galileo no sólo aprobó su enlace, sino que también ayudó a Bar-
toluzzi a encontrar empleo con un amigo rico de Padua. Además, con-
tinuó enviando dinero a Marina para la manutención de Vincenzio.
Bartoluzzi, por su parte, le abastecía de lentes sin pulir para sus teles-
copios, obtenidas en las famosas fábricas de vidrio de las islas de Mu-
rano, en las inmediaciones de Venecia, hasta que Florencia demostró
poder abastecerle con un cristal más limpio.
Galileo alquiló una casa en Florencia «con un ático desde el que
puede verse el cielo en su totalidad», donde podía instalar sus apara-
tos de lentes pulidas y efectuar sus observaciones astronómicas.
Mientras esperaba hasta que la vivienda fuera habitable, pasó varios
meses con su madre y sus dos hijas en sendas habitaciones que alqui-
ló a su hermana Virginia y a su marido, Benedetto Landucci. A pesar
de la reciente disputa legal, los parientes de Galileo les proporciona-
ron en su casa una atmósfera suficientemente acogedora, pero «el aire
nocivo del invierno de la ciudad» le hizo muy desgraciado.
«Después de tantos años de ausencia —se lamentaba Galileo— he
encontrado en el aire cortante de Florencia a un cruel enemigo de mi
cabeza y de todo mi cuerpo. Los enfriamientos, los sangrados y el es-
treñimiento me han reducido en los últimos tres meses a un estado de
debilidad, desánimo y abatimiento que prácticamente me ha recluido
en casa e incluso en la cama, pero sin la bendición del sueño ni del des-
canso.»
El tiempo que su salud le concedía lo dedicaba al problema de Sa-
turno, mucho más lejano que Júpiter — e n el límite del alcance de vi-
sibilidad de su telescopio más potente—, en el que le pareció que po-
dían distinguirse dos grandes lunas inmóviles. Describió lo que había
visto en un anagrama latino que, cuando se desentrañaba correcta-
mente, decía: «He visto que el planeta más alto es tricorpóreo.» Envió
el anagrama a varios famosos astrónomos para advertirles así de su
nuevo descubrimiento, sin entusiasmarse demasiado antes de realizar
una confirmación adecuada. No obstante, ninguno de ellos lo decodi-
ficó del modo adecuado. En Praga, el magnífico Kepler, que para en-
tonces ya había utilizado el telescopio y lo consideraba «más podero-
so que un cetro», malinterpretó el mensaje y creyó que Galileo había
descubierto dos lunas en Marte. 4
4 Aunque Kepler se equivocó en aquel momento, más de dos siglos después apareciero
dos lunas en las imágenes de Marte en un telescopio: Asaph Hall detectó los satélites marcia-
nos, a los que llamó Phobos y Deimos, desde el Observatorio Naval de Estados Unidos
48
A lo largo de ese mismo otoño de 1610, cuando Venus era visible
en el cielo nocturno, Galileo estudió las variaciones de forma y tama-
ño del planeta. Mantuvo también un telescopio fijo en Júpiter, en una
larga lucha por averiguar los períodos orbitales exactos de los cuatro
nuevos satélites. Mientras tanto, otros astrónomos se quejaban de te-
ner que esforzarse para sólo intuir los satélites jovianos a través de
instrumentos de menor alcance y, por ello, pusieron en duda que estos
cuerpos existieran realmente. A pesar de la aprobación de Kepler, al-
gunos sugirieron que las lunas eran ilusiones ópticas introducidas
de un modo sospechoso en la bóveda celeste mediante las lentes de Ga-
lileo.
Ahora que las lunas se habían convertido en una cuestión de im-
portancia para el Estado florentino, la situación requería una repara-
ción con el fin de proteger el honor del gran duque. Galileo se apresuró
a construir tantos telescopios como le fue posible para exportarlos a
Francia, España, Inglaterra, Polonia y Austria, así como para los prín-
cipes de toda Italia. «Con el fin de mantener y aumentar el buen nom-
bre de estos descubrimientos —razonaba— me parece necesario [...1
hacer que se contemple la verdad y se la reconozca mediante el efec-
to mismo de estar en presencia de ella, y que lo haga tanta gente como
sea posible.»
Los filósofos famosos, incluyendo a varios de los primeros cole-
gas de Galileo en Pisa, rechazaban investigar a través de telescopio al-
guno los nuevos contenidos del cosmos inmutable de Aristóteles. Ga-
lileo reaccionaba con humor a sus reparos; cuando en 1610 se enteró
de la muerte de uno de estos oponentes, manifestó de viva voz que ya
que el profesor no había conocido los satélites mediceos durante su vida
en la Tierra, esperaba que ahora pudiera verlos de camino al Cielo.
Para reforzar la importancia de sus afirmaciones, Galileo creyó
que era adecuado políticamente visitar Roma y difundir sus descubri-
mientos en la Ciudad Eterna. Había viajado allí una vez con anterio-
ridad, en 1587, para discutir sobre geometría con el prestigioso mate-
mático jesuíta Christoph Clavius, que había escrito unos comentarios
importantes sobre astronomía y que, con seguridad, ahora recibiría
muy bien sus recientes trabajos. El gran duque Cosme consintió en el
viaje porque pensó que ello podría aumentar su propio prestigio en
Roma, donde su hermano Cario ocupaba en ese momento el puesto
honorífico de cardenal residente de los Médicis.
Por desgracia, las consecuencias del aíre de Florencia sobre la sa-
lud de Galileo le impidieron partir hasta el 23 de marzo de 1611. Pasó
seis días por los caminos en la litera del gran duque, instalando por la
noche su telescopio en cada parada del camino —San Casciano, Sie-
49
notas de Galileo sobre las lunas de Jupiter

Página del cuaderno de notas de Galileo en la que se describen las órbitas 50


de los satélites de Júpiter.
Colegio romano
na, San Quirico, Acquapen-
dente, Viterbo, Alonterosi—
con el fin de continuar ajus-
tando las revoluciones de las
lunas de Júpiter.
Cuando Galileo llegó a
Roma al final de la semana,
le sorprendió la calidez de su
recibimiento. «He sido reci-
bido y agasajado por muchos
ilustres cardenales, prelados
y príncipes de esta ciudad Colegio Romano.
—informaba Galileo—, que querían ver las cosas que yo he visto y que
se mostraban muy complacidos, igual que yo lo estaba por mi parte vien-
do las maravillas de su escultura, sus cuadros, los frescos que adornan las
salas de los palacios, los jardines, etcétera.»
Galileo obtuvo la valiosa aprobación del Colegio Romano, el cen-
tro más importante del conjunto de instituciones educativas de los je-
suítas, en el que el padre Clavius, bien entrado ya en los setenta años,
era maestro matemático. Él y sus reverendos colegas, considerados
por la Iglesia como las máximas autoridades en lo que a astronomía se
refería, habían conseguido telescopios por su propia cuenta y corro-
boraban como uno solo todas las observaciones de Galileo. Aunque es-
taban educados en la creencia aristotélica de un cosmos inmutable, no
negaron la evidencia que les proporcionaban los sentidos. Incluso
honraron a Galileo con una insólita invitación a un acto.
«La noche del viernes de la semana pasada en el Colegio Romano
—informaba un boletín de actos sociales a principios de abril—, en pre-
sencia de los cardenales y del marqués de Monticelli, su mecenas, se
rezó una oración en latín junto con otros salmos en alabanza del sig-
nor Galileo Galilei, matemático del gran duque, agradeciendo a los
cielos sus recientes descubrimientos de planetas nuevos que incluso eran
desconocidos para los filósofos antiguos.»
El marqués de Monticelli que ofrecía el festejo era un joven romano,
afable e idealista, llamado Federico Cesi. Su manojo de títulos nobi-
liarios le señalaban también como duque de Acquasparta y prínci-
pe de San Polo y Sant'Angelo. Además de estos honores, que osten-
taba de nacimiento, en 1603 se había distinguido por fundar, a la edad
de dieciocho años, la primera sociedad científica del mundo: la Aca-
demia Lincea. Cesi aunó dinero, precauciones y curiosidad para crear
un foro libre de los prejuicios y el control de la universidad. Desde el
primer momento otorgó a la academia un carácter internacional —uno
51
Escudo de armas de la Academia Lincea.
de sus cuatro miembros fundadores era holan-
dés— y la concibió como un foro multidisciplinar:
«La Academia Lincea y sus miembros necesitan
filósofos que ansien el conocimiento real y se
entreguen al estudio de la naturaleza,
especialmente de las matemáticas; al mismo
tiempo, no despreciarán el valor de la filología y
la literatura elegantes que, como graciosas
prendas, adornan el cuerpo de la ciencia por
entero...» La elección del lince y su vista aguda
como emblema resaltaba la importancia que
Cesi daba a la fiel observación de la naturaleza;
Escudo de armas de la en algunas ceremonias oficiales, llevaba colgada
Academia Lincea. del cuello una cadena de oro de la que pendía un
lince.
Durante su estancia en Roma, Cesi rogó a Galileo, que encarnaba los
principios de la institución lincea, que se uniera a la academia. Ofreció un
banquete en su honor en la colina más alta de la ciudad el 14 de abril, en el
que otro de los invitados a la cena, el matemático griego Giovanni
Demisiani, propuso el nombre de telescopio para el catalejo que Galileo
había traído consigo con el fin de mostrarles las lunas de Júpiter. Todos se
entretuvieron hasta bien en trada la madrugada y disfrutaron de las
imágenes que ofrecía la innovación. Para despejar cualquier posible duda
sobre la fidelidad del aparato, Galileo dirigió también la mira del telescopio
hacia el muro exterior de la iglesia de San Juan de Letrán, en el que todos
pudieron leer fácilmente una inscripción atribuida al papa Sixto V que
estaba a más de un kilómetro de distancia.
A la semana siguiente, la elección oficial de Galileo como miembro
de la Academia Lincea le otorgó el privilegio de añadir el título de «Lin-
ceo» a su firma, del cual se sirvió inmediatamente, tanto en las obras que
publicaba como en su correspondencia privada. Además, le prometió
Cesi, la academia podría convertirse en editora de sus obras.
Antes de salir triunfante de Roma a finales de mayo. Galileo ob-
tuvo el favor de una audiencia del Papa de aquel momento, Pablo V,
que por regla general no mostraba gran interés por la ciencia ni por los
científicos. Conoció también al cardenal Maffeo Barberini, que se
convertiría más adelante en el papa Urbano VIII. El cardenal Barberi-
ni, natural de Toscana, aproximadamente de la misma edad que Gali-
leo y, como él, también antiguo alumno de la Universidad de Pisa, ad-
miraba la obra científica del filósofo de la corte y compartía su mismo
interés por la poesía.
La suerte dispuso que Galileo y Barberini se encontraran de nue-
52
vo al otoño siguiente en Florencia, donde, mientras el cardenal estaba
de visita, fue invitado de honor de una cena del gran duque en la que
Galileo fue el entretenimiento de la sobremesa. Aquella noche, el 2 de
octubre de 1611, Galileo mantuvo un debate para instrucción general
de todos los presentes con un profesor de filosofía de Pisa sobre la
cuestión de los cuerpos flotantes. La explicación de Galileo de la ra-
zón por la que el hielo y otros objetos flotaban en el agua difería radi-
calmente de la lógica aristotélica que se enseñaba en las universi-
dades. Por otra parte, el provocativo modo en que desplegaba sus
habilidades retóricas contra cualquier oponente hacía de las discusio-
nes en la corte toscana un espectáculo digno de verse.
«Antes de contestar a los argumentos del adversario —refería un
testigo sobre el estilo de argumentación de Galileo—, los engrandece
y los desarrolla con ejemplos aparentemente muy poderosos, lo cual
hace que sus oponentes parezcan aún más ridículos cuando desbarata
finalmente sus puntos de vista.»
La explicación hegemónica de la flotación de los cuerpos en el
agua sostenía que el hielo era más pesado que el agua, pero que los
trozos de hielo flotaban a causa de su forma ancha y aplastada, la cual
les impedía atravesar la superficie del líquido. Galileo sabía que el
hielo era menos denso que el agua y, por tanto, más ligero, de modo
que flotaría siempre sin que importara su forma. Lo demostró sumer-
giendo un trozo y soltándolo bajo el agua para dejarlo subir a la su-
perficie. Así, si la forma fuera lo único que evitaba que el hielo se hun-
diera, entonces también la forma impediría su movimiento ascendente
a través del agua... y más aún si el hielo pesara realmente más que
ésta.
El cardenal Barberini se puso del lado de Galileo con entusiasmo
cuando fue invitado a participar en la discusión. Más tarde le dijo en
una carta: «Ruego al Señor nuestro Dios que os cuide, porque los
hombres de valía como vos merecen vivir mucho tiempo por el bien
de todos.»
El cardenal Barberini había ido a Florencia a visitar a dos de sus
sobrinas, ambas monjas, que vivían en un convento. Esta coinciden-
cia pudo haber proporcionado a Galileo una solución para sus propias
hijas, aunque por supuesto la idea de ingresarlas en un convento se le
pudo haber ocurrido espontáneamente. No sólo sus dos hermanas se
habían educado y habían vivido en conventos, sino que estas institu-
ciones abundaban a su alrededor. En la época de Galileo, además de
los casi treinta mil varones de todas las edades y las más de treinta y
seis mil mujeres que vivían en Florencia, una considerable población
añadida de «religiosos» censados por separado vivían en veintisiete
53
monasterios y cincuenta y tres conventos: mil varones y cuatro mil
mujeres. El tañido de las campanas desde lo alto de las residencias
conventuales resonaba en el aire día y noche, como una nota constan-
te sobre el ajetreo de la vida cotidiana, igual que el canto de un pája-
ro sobre una conversación. Más del 50 por 100 de las hijas de los no-
bles florentinos pasaban al menos una parte de su vida entre los muros
de un convento.
Las hermanas de Galileo lo abandonaron finalmente para contraer
sagrado matrimonio, pero él no podía augurar un futuro de esta natu-
raleza para sus hijas a causa de las circunstancias de su nacimiento.
Por otra parte, a sus diez y once años de edad respectivamente, eran
demasiado jóvenes para hacer los votos. Pero sí podían perfectamen-
te ingresar en un convento antes de la edad canónica (los dieciséis
años) y, eso sí, pasar el resto del tiempo allí esperando en un entorno
más seguro que el que él podía proporcionarles a causa de la situación
de las mujeres de su familia: Madonna Giulia, discutidora desde siem-
pre, se había vuelto más áspera con la edad, mientras que sus herma-
nas estaban cargadas con sus propios hijos pequeños y a menudo em-
barazadas.
La débil salud de Galileo precipitó la solución del problema cuan-
do volvió a enfermar de gravedad pocos días después de la disputa en
la corte sobre la flotación de los cuerpos y tardó en recuperarse varios
meses. Su enfermedad le obligó a huir de la ciudad a su sanatorio par-
ticular en Villa delle Selve, el lugar de origen de un buen amigo muy
generoso. En las montañas, y en cama por orden del gran duque, Ga-
lileo empezó a ordenar sus pensamientos sobre la flotación de los
cuerpos en un texto en forma de libro que se llamaría Discurso sobre
los cuerpos que flotan en el agua o se mueven en ella.
Mientras trabajaba en este proyecto, recibió desde Roma una eno-
josa carta de un amigo artista: «Me ha dicho un amigo, un sacerdote
que os tiene mucho cariño —advertía el pintor Ludovico Cardi da Ci-
goli—, que un cierto número de personas enfermizas y envidiosas de
vuestros méritos y virtudes fue a casa del arzobispo [de Florencia] y
ocupó su mente en urdir cualquier locura con la que perjudicaros por
cualquier medio, ya fuera por lo relativo al movimiento de la Tierra o
por cualquier otro. Uno de ellos quería conseguir un exhorto para el
pulpito que afirmara que estáis defendiendo extravagancias. El cura,
al darse cuenta de la animadversión de estos hombres hacia vos, con-
testó como sólo un buen cristiano y un hombre religioso podía hacer.
Pero os escribo esto para que mantengáis los ojos bien abiertos a tales
envidias y rencores por parte de esa pandilla de malvados.»
Quizá las tempestades que podían desatarse reforzaran la decisión
54
de Galileo de aislar a sus hijas en el entorno protector de un conven-
to, ya que fue en esa misma época cuando escribió las cartas que se
ocupaban de poner en marcha este proceso.
Él insistía en que las muchachas permanecieran juntas, a pesar de la
rigidez de la Sagrada Congregación Florentina de Obispos y Regulares
sobre el hecho de admitir a dos hermanas en el mismo convento. Aun-
que Galileo no expuso las razones de esta voluntad suya, pudo haber per-
cibido ya con temor la mórbida tendencia de Livia a la melancolía y la
reserva que más adelante marcarían su personalidad adulta. ¿Qué sería
de ella sin su alegre hermana mayor, que contrarrestaba esta oscura con-
ducta? Ninguna otra ciudad italiana, según sabía Galileo, se oponía al in-
greso de hermanas naturales en el mismo monasterio, pero él tampoco
estaba dispuesto a enviar a sus hijas a otra ciudad. Prefería que estuvie-
ran cerca de él, incluso aunque esto significara pedir una dispensa.
«En respuesta a la carta sobre el ingreso de vuestras hijas en un con-
vento», escribía el cardenal Francesco Maria del Monte en diciembre
de 1611, l ll
he comprendido perfectamente que no deseáis que hagan los votos
inmediatamente, sino que lo que queréis es que sean acogidas en virtud
de vuestro convencimiento de que tomarán los hábitos tan pronto
como hayan alcanzado la edad canónica. Pero, tal como os he referido
ya por escrito con anterioridad, esto tampoco está permitido por mu-
chas razones: principalmente, porque puede dar pábulo al ejercicio de
influencias poco convenientes por parte de aquellos que deseen por su
propia cuenta que otras jóvenes tomen los hábitos. Esta regla no se
quebranta nunca y jamás será quebrantada por la Sagrada Congrega-
ción. Cuando hayan alcanzado la edad canónica, serán aceptadas me-
diante el pago de la dote ordinaria, a menos que la congregación cuen-
te ya con el número máximo prescrito; si fuera este el caso, sería
necesario duplicar la dote. Pero las vacantes no pueden ocuparse anti-
cipadamente so pena de recibir una cuantiosa multa que recae espe-
cialmente sobre la abadesa, tal como podéis comprobar en el decreto
del papa Clemente del año 1604.

No podía hacerse pero siempre se hacía, como Galileo sabía muy


bien. Si el cardenal Del Monte, que había llevado a buen término su
primera solicitud para ejercer la docencia en Pisa, se revelaba incapaz
o falto de voluntad para ingresar a las dos muchachas en el convento
antes de que ninguna tuviera los dieciséis años, entonces tendría que
intervenir otra persona.
Cuando ya casi había terminado su tratado sobre la flotación, es-
55
cribió una nota al gran duque y al público en general para explicar por
qué su nuevo libro se ocupaba de los cuerpos que flotaban en el agua
en lugar de continuar con la enorme serie de descubrimientos astro-
nómicos proclamados en El mensajero sideral. Daría cuenta de lo que
había hecho para que nadie pensara que había abandonado por com-
pleto sus observaciones astronómicas o que había sido perezoso para
desarrollarlas: «Se ha producido un retraso causado no solamente por
el descubrimiento de Saturno tricorpóreo y de las fases de Venus, que
se asemejan a las de la Luna, con las correspondientes consecuencias
que a continuación se exponen —escribía Galileo en la introduc-
ción—, sino también motivado por la investigación de los ciclos de tras-
lación alrededor de Júpiter de cada uno de los cuatro satélites medi-
ceos, de los que me ocupé en abril del pasado año de 1611 mientras
estaba en Roma. [...] A esto tengo que añadir el descubrimiento de unas
manchas oscuras sobre la superficie del Sol [...] cuya observación con-
tinuada me ha convencido finalmente de que dichas manchas se mue-
ven alrededor del Sol como consecuencia de la rotación misma de éste,
que completa su giro en, aproximadamente, un mes lunar: un gran acon-
tecimiento que es aún mayor por sus consecuencias.
Así pues, el Discurso sobre los cuerpos que flotan... no sólo desa-
fiaba a la física aristotélica en lo relativo al comportamiento de los ob-
jetos que se hundían o flotaban, sino que también plantaba cara a la
perfecta esfericidad del Sol. Además, Galileo se apartaba de la tradi-
ción académica al escribir la obra en italiano en lugar de en latín, que
era la lingua franca que permitía comunicarse entre sí a la comunidad
académica europea.
«Lo escribí en lengua vulgar porque quiero que todo el mundo
pueda leerlo —explicaba Galileo refiriéndose a los constructores de los
barcos del Arsenal veneciano a los que admiraba, a los artesanos que
soplaban el vidrio en Murano, a los fabricantes de lentes, a los inven-
tores de aparatos en general y a todos los curiosos compatriotas que
asistían a sus conferencias—. Me ha impulsado a hacer esto el hecho
de ver cómo los jóvenes son enviados al azar a las universidades para
hacer de ellos físicos, filósofos y así sucesivamente, de modo que mu-
chos de ellos se comprometen con unos estudios para los cuales no es-
tán dotados, mientras que otros que se habrían adaptado a ellos per-
fectamente son apartados por obligaciones familiares u otras
ocupaciones ajenas por completo a la literatura. [...] Así que ahora
quiero que vean que del mismo modo que la naturaleza les ha dado ojos
con los que admirar su obra, también les ha dado mentes capaces de
penetrar y comprender sus secretos igual que a los filósofos.»
La actitud de Galileo ofendió y enfureció a sus colegas filósofos,
56
especialmente a aquellos que, como Ludovico delle Colombe de la
Academia Florentina, se habían enfrentado a él en público y habían sido
vencidos. Colombe se declaró «anti-Galileo» en respuesta a la posi-
ción antiaristotélica de Galileo. Los partidarios de Galileo, por su par-
te, adoptaron el nombre de «galileanos», y más tarde desacreditarían
la endeble filosofía de Colombe mediante juegos de palabras hechos
con derivados de su nombre. Como colombe significaba «paloma» en
italiano, apodaron a los críticos de Galileo «la banda del palomino».

57
V - En la mismísima superficie del Sol

En la mismísima superficie del Sol

Hoy día es muy difícil —desde un insignificante punto privilegiado


en un pequeño planeta de un sistema solar ordinario, en el extremo de
una galaxia en espiral entre millones de ellas y en el espacio infinito—
ver la Tierra como el centro del Universo. Pero es desde ahí desde
donde Galileo hizo sus descubrimientos.
La cosmología de los siglos XVI y XVII, basada en las ense-
ñanzas de Aristóteles del siglo IV a.C. y desarrolladas por el astró-
nomo griego Tolomeo en el siglo II, convirtieron a la Tierra en un
planeta inmóvil. El Sol, la Luna, los cinco planetas y las estrellas
estaban suspendidos eternamente alrededor de ella, transportados
en órbitas circulares perfectas gracias a los movimientos de esferas
celestes concéntricas y cristalinas. Esta maquinaria celestial, como
el mecanismo de un gran reloj, convertía el día en noche y la noche
en día.
Sin embargo, el clérigo polaco Nicolás Copérnico desplazó a la
Tierra en 1543 desde el lugar central de esta esfera hasta una órbita al-
rededor del Sol. Lo hizo en el libro titulado Sobre las revoluciones de
los orbes celestes o De revolutionibus, que es como normalmente se
lo cita. Copérnico simplificó el movimiento de los cielos al imaginar
que la Tierra completaba un giro sobre su propio eje cada día y una
vuelta alrededor del Sol cada año. Ahorró a un Sol gigantesco la mo-
lestia de dar desde la mañana a la noche toda esa vuelta alrededor de
la Tierra, que era mucho más pequeña. Además, una infinidad de es-
trellas lejanísimas podían también descansar ahora, en lugar de tener
que girar a diario aún más deprisa que el Sol. Copérnico también lla-
mó al orden a los planetas: los liberó de la necesidad de coordinar su
movimiento hacia el este —relativamente lento, en un período muy lar-
go (Júpiter tarda doce años en atravesar las doce constelaciones del zo-
díaco, Saturno treinta)— con su desplazamiento diario hacia el oeste
—mucho más rápido— alrededor de la Tierra. Copérnico podía expli-

59
car también como una consecuencia lógica del heliocentrismo por qué
Marte, por ejemplo, invertía su trayectoria algunas veces dejándose
llevar en dirección contraria (hacia el oeste) a la trayectoria de las es-
trellas, a veces incluso durante varios meses seguidos: la Tierra ocu-
paba un carril interior entre las órbitas de los planetas —la tercera a
partir del Sol, mientras que Marte ocupaba la cuarta— y por eso ade-
lantaba a Marte, más lento y lejano, cada dos años.
Copérnico había estudiado astronomía y matemáticas en la Uni-
versidad de Cracovia, medicina en Padua durante algún tiempo y de-
recho canónico en Bolonia y Ferrara. Dedicó la mayor parte de su vida
a la cosmología gracias al nepotismo. Cuando volvió a Polonia des-
pués de terminar sus estudios en Italia tenía treinta años y un obispo
tío suyo le ayudó a obtener un cargo vitalicio como canónigo de la ca-
tedral de Frombork. Mientras servía durante cuarenta años en aquel
«remotísimo rincón de la Tierra», con obligaciones llevaderas y una
pensión generosa, concibió un Universo alternativo.
«He reflexionado durante mucho tiempo sobre el caos de las tra-
diciones astronómicas respecto a las variaciones del movimiento de las .
esferas del Universo —escribió Copérnico en Frombork—. Empecé a
sorprenderme de que los filósofos no hubieran descubierto ningún
modelo fiable de los movimientos de la maquinaria del mundo, crea-
da para nuestro bien por el mejor y más minucioso Artífice de todos.
Por eso empecé a tener en cuenta la movilidad de la Tierra e incluso
sabía que, a pesar de que la idea pareciera absurda, otros antes que yo
se habían tomado ya la libertad de imaginar toda clase de círculos o lo
que fuere para explicar los fenómenos celestes.»
Aun cuando hizo numerosas observaciones a simple vista de las
posiciones de los planetas, la mayor parte del solitario trabajo de Co-
pérnico consistió en leer, reflexionar y hacer cálculos matemáticos.
No contaba con soporte experimental de ningún tipo y tampoco reco-
gió en ningún lugar el curso de pensamiento que le condujo a sus hi-
pótesis revolucionarias.
Una nota introductoria anónima en el libro de Copérnico relegaba
el conjunto de su concepción a ser sólo una hipótesis matemática. (La
compleja cuestión de determinar los períodos de los planetas, inclu-
yendo el Sol y la Luna, era fundamental para establecer la duración
del año y la fecha de la pascua de semana santa.) Copérnico escribía
en latín y en el lenguaje de las matemáticas para una audiencia acadé-
mica, y jamás intentó convencer al público en general de que el Uni-
verso estaba realmente construido con el Sol en el centro. ¿Quién le
habría creído si lo hubiera intentado? El hecho de que la Tierra per-
manecía inmóvil era una verdad de perogrullo, obvia para cualquier
60
persona sensata. Si la Tierra giraba sobre sí misma y alrededor del Sol,
entonces una pelota lanzada al aire hacia arriba no caería de nuevo en
nuestras manos, sino en el campo a cientos de metros; los pájaros
en vuelo no sabrían encontrar el camino de vuelta al nido y toda la hu-
manidad sufriría vértigo de vez en cuando a causa del giro diario del
carrusel terrestre a mil seiscientos kilómetros por hora5 .
«El desprecio al que tuve hacer frente —señalaba Copérnico en
De revolutionibus— por causa de la novedad y el absurdo de mi opi-
nión, casi me condujo a abandonar la obra que había emprendido.» El
cálculo y la comprobación continuos retrasaron la publicación de su
manuscrito durante décadas, hasta que literalmente estuvo en el lecho
de muerte. Su muerte a la edad de setenta años, inmediatamente des-
pués de que apareciera la primera edición de su libro en 1543, evitó
que se mofaran de él.
A comienzos de 1592, tras subir los escalones de madera de su
aula en Padua para impartir una lección de astronomía planetaria,
Galileo enseñaba el geocentrismo tal como se había conservado
desde la antigüedad. Conocía el desafío de Copérnico a Aristóteles
y Tolomeo y puede ser que también mencionara al pasar esta con-
cepción alternativa a sus alumnos. Sin embargo, el heliocentrismo
no formaba parte de los estudios formales, los cuales se ocupaban
principalmente de enseñar a los estudiantes de medicina cómo ha-
cer horóscopos. De todos modos, Galileo se fue convenciendo
poco a poco de que el sistema copernicano no sólo era más ele-
gante sobre el papel, sino que muy probablemente representaba la
verdad de hecho. En una carta de 1597 que escribió a un antiguo
colega de Pisa, Galileo calificaba el sistema de Copérnico como
«mucho más probable que esa otra visión de Aristóteles y Tolo-
meo». Idéntica fe en Copérnico manifestó en otra carta que escri-
bió a Kepler ese mismo año, un poco más adelante, lamentándose
de cómo «nuestro maestro Copérnico, si bien alcanzó fama inmor-
tal para algunos, es todavía objeto de burla y desprecio por parte
de muchos (tal es la multitud de necios)». Puesto que el sistema
copernicano continuaba siendo absurdo para la mayoría de la gen-
te cincuenta años después de la desaparición de su creador, Gali-
leo guardó silencio en público sobre esta cuestión durante mucho
tiempo.
En 1604, cinco años antes de que Galileo desarrollara el telesco-
pio, el mundo contempló una estrella jamás vista antes en el cielo. Se
5Esta es la velocidad real de la rotación de la Tierra en el ecuador. La velocidad de su
revolución alrededor del Sol supera los ciento doce mil kilómetros por hora

61
la llamó nova por su novedad. 6 Empezó a brillar en octubre cerca de
la constelación de Sagitario, y en noviembre todavía continuaba sien-
do tan visible que Galileo tuvo tiempo de pronunciar tres conferencias
públicas sobre la recién llegada antes de que paulatinamente dejara de
observarse a simple vista. La nova desafiaba las leyes de la inmutabi-
lidad de los cielos, un principio muy querido por el orden universal aris-
totélico. La materia terrestre, según la antigua filosofía griega, estaba
constituida por cuatro elementos básicos que experimentaban cam-
bios constantes —tierra, agua, aire, fuego—, mientras que los cielos,
tal como los describía Aristóteles, estaban formados por un quinto ele-
mento que era incorruptible: la quintaesencia o éter. Según esto, era
imposible que una nueva estrella apareciera de repente. La nova, ar-
gumentaban los aristotélicos, debía pertenecer a la esfera sublunar, el
espacio que hay entre la Tierra y la Luna, en donde los cambios sí son
admisibles. Pero Galileo, al contrastar sus observaciones nocturnas
con las de otros astrónomos de tierras lejanas, pudo constatar que la
nueva estrella estaba mucho más lejos, más allá de la Luna, en la es-
fera de las estrellas ya conocidas.
Con su estilo alegre y provocativo, Galileo expuso al público la po-
lémica sobre la nova mediante un diálogo entre dos paisanos que ha-
blaban en el dialecto de Padua y lo publicó bajo el seudónimo de
Alimberto Mauri. «Llama quintaesencia a la nueva estrella —con-
cluía su tosco protagonista— o llámala polenta . Cualquier observador
cuidadoso podrá medir igualmente a qué distancia está.»
Una vez impugnada de este modo la inmutabilidad de los cielos,
Galileo llevó su ataque un poco más allá, hasta las posiciones defen-
sivas de los aristotélicos, cuando introdujo el telescopio en su terreno
en 1609. Sus descubrimientos con este instrumento transformaron la
naturaleza de la polémica copernicana: dejó de ser un compromiso in-
telectual para convertirse en un debate que podía dirimirse sobre la base
de pruebas experimentales. La no esfericidad perfecta de la Luna, por
ejemplo, mostraba que algunos de los accidentes geográficos de la
Tierra existían también en los cielos. El movimiento de los planetas
mediceos demostraba que los astros podían girar en órbita alrededor
de otros cuerpos que no fueran la Tierra. Las fases de Venus signifi-
caban que al menos un planeta giraba alrededor del Sol. Y las man-
chas del Sol descubiertas sobre su superficie ajaban la perfección de
otra esfera celeste. «En esa parte del cielo que merece ser considera-
6 Los astrónomos actuales definen una nova como el brillo súbito de una estrella que no
se veía hasta entonces. Lo que Galileo vio en 1604 se llamaría hoy supernova : la explosión
luminosa con la que desaparece una estrella.

62
da como la más pura y genuina de todas, es decir en la mismísima su-
perficie del Sol —informaba Galileo—, se ha descubierto que unas
enormes cantidades de materias densas, oscuras y borrosas se produ-
cen y se desvanecen continuamente y con mucha rapidez.»
Galileo se lamentaba de la terquedad de los filósofos que se afe-
rraban a Aristóteles a pesar de las nuevas perspectivas que abría el te-
lescopio. Aseguraba que si Aristóteles volviera al mundo y se le mos-
trara lo que ahora podía verse, el gran filósofo cambiaría rápidamente
de opinión, porque siempre había sido fiel a las evidencias de los sen-
tidos. Galileo reprendía a los seguidores de Aristóteles por ser excesi-
vamente tímidos como para apartarse lo más mínimo de los textos del
maestro: «No quieren apartar nunca la vista de esas páginas ni lo más
mínimo, como si el gran libro del Universo hubiera sido escrito para
que no lo leyera nadie más que Aristóteles y sus ojos hubieran estado
destinados a ver para toda la posteridad.»
Algunos de los adversarios aristotélicos de Galileo balbucieron
que las manchas solares debían de ser una nueva serie de «estrellas» que
rodeaban al Sol al igual que los satélites mediceos giraban alrededor
de Júpiter. Incluso algunos profesores que antes habían negado rotun-
damente la existencia de las lunas de Júpiter y las habían condenado
a ser visiones demoníacas engendradas por la distorsión de las lentes
deformadas del telescopio de Galileo, ahora recurrían a ellas como si
fueran la última esperanza del Sol para conservar su majestuosa in-
mutabilidad.
De entre los importantes corresponsales con que contó Galileo en-
tre los astrónomos extranjeros, escogió a uno de los primeros en ver
las manchas solares para comparar con él sus observaciones e inter-
pretaciones. En enero de 1612, cuando todavía estaba convaleciente
en Villa delle Selve a las afueras de Florencia, tuvo noticias de un ca-
ballero alemán que se ocupaba también de las manchas solares. Se tra-
taba del científico aficionado Marcus Welser. «Ilustre y excelentísimo
señor», se dirigía Welser a Galileo
:
La mente de los hombres ya está penetrando los cielos y fortale-
ciéndose con cada nuevo conocimiento. Vos habéis sido guía en la es-
calada de estos muros y habéis vuelto con una corona merecida. Aho-
ra otros siguen vuestro paso con el mayor de los corajes, sabiendo que
una vez que vos habéis roto el hielo para ellos, sería fundamental ade-
más no creer que la empresa es fácil y honorable. Ved lo que me ha lle-
gado de un amigo mío; si no os parece algo verdaderamente nuevo, tal
como a mí me parece, espero no obstante que os complazca ver que a
este lado de las montañas los hombres tampoco ignoran a quien lleva

63
su mismo camino. Tened la bondad de decirme con franqueza, por fa-
vor, vuestra opinión respecto a esas manchas solares: si creéis que es-
tán hechas de materia estelar o no, dónde creéis que están situadas y
cómo es su movimiento.

Junto a la carta, Galileo recibió varios artículos del «amigo» de


Welser, un astrónomo anónimo (posteriormente se reveló como el pa-
dre Christopher Scheiner, profesor jesuíta de la Universidad de In-
golstadt) que intentaba explicar el nuevo fenómeno según la antigua
filosofía protegiendo su identidad bajo el seudónimo de «Apelles».
A Galileo le costó casi cuatro meses escribir su respuesta, aqueja-
do en primer lugar por su enfermedad («una larga indisposición —la
llamó él—, o quizá debería decir una serie de largas indisposiciones
que me han impedido toda clase de actividades y tareas») y, en se-
gundo lugar, por las calumnias de sus enemigos; por no hablar de la
misteriosa naturaleza de las propias manchas.
«La dificultad que entraña esta cuestión —concedía finalmente
Galileo a Welser—, combinada con mi incapacidad para hacer obser-
vaciones continuadas, ha mantenido (y aún mantiene) mi juicio en
suspenso. Además, yo debo ser más prudente y cuidadoso que la ma-
yoría del resto de las personas que se pronuncian sobre algo nuevo. Como
vuestra excelencia sabe muy bien, algunos descubrimientos recientes
que se apartan de las opiniones comunes y corrientes han sido ruido-
samente negados e impugnados y me han obligado a ocultar en el si-
lencio cada nueva idea mía hasta no haberla demostrado.» No obstan-
te, Galileo le expuso de cabo a rabo todo lo que era importante sobre
las manchas solares a lo largo de muchas páginas, con las cuales ori-
ginó una relación epistolar con Welser —y también, a través de él, con
«el enmascarado Apelles»— que se hacía eco de todo el escándalo que
producía el nuevo debate. De hecho, las cartas de Galileo sobre las
manchas solares hablan casi tanto del sistema del mundo como de las
propias manchas solares.
«Concluiremos necesariamente —escribía Galileo al principio de la
primera de sus tres cartas a Welser—, de acuerdo con las teorías de los
pitagóricos y de Copérnico, en que Venus gira alrededor del Sol igual
que lo hacen los otros planetas [...] y no será posible utilizar ya nunca
más los argumentos que permiten discutir, aunque sea débilmente, a
las personas cuya filosofía se ha visto seriamente trastornada por esta
nueva disposición del Universo.»
Apelles sostenía la idea de que las manchas solares debían de ser
infinidad de estrellas minúsculas que rodeaban al Sol. Galileo no vio
nada en ellas que se pareciera a una estrella. Para él se parecían más a

64
nubes: «Las manchas solares se producen y se desvanecen en períodos
más largos o más cortos, algunas se condensan y otras se expanden mu-
cho de un día para otro, cambian de forma y algunas de ellas son muy
irregulares, en unas zonas son más oscuras y en otras menos. Deben de)
ser sencillamente unas moles enormes que están sobre la superficie del
Sol o muy cerca de ella. A causa de su irregular opacidad pueden es-
torbar el paso de los rayos del Sol en diferente medida; a veces se pro-
ducen muchas manchas, otras veces pocas, y otras ni una sola.»
Pero rápidamente añadía: «No afirmo en estas notas que las man-
chas sean nubes de la misma materia que las nuestras o vapores acuo-
sos que se eleven desde la Tierra y sean atraídos por el Sol. Simple-
mente digo que no tenemos conocimiento de ninguna otra cosa que se
parezca a ellas. Pueden ser vapores, exhalaciones, nubes o gases ex-
pulsados de la esfera del Sol o atraídos por él desde otros lugares; no
me pronuncio sobre esta cuestión [...] y pueden ser cualquiera de en-
tre otras mil cosas que no podemos imaginar.» (A pesar de su interés
por los imanes desde hacía mucho tiempo, jamás pudo haberse ima-
ginado que las manchas señalaban las zonas del Sol en que los cam-
pos magnéticos son más potentes.)
«Si tuviera que dar mi propia opinión a un amigo o a un superior
—continuaba Galileo—, diría que las manchas solares se producen y
se desvanecen en la superficie del Sol o que son contiguas a él porque
el Sol, al girar sobre su eje en un período de aproximadamente un mes,
las transporta enseñándonos de nuevo algunas de aquellas que duran
más que este período, pero tan cambiadas en su forma y disposición
que no es nada fácil reconocerlas.»
Al terminar su primera carta, Galileo suplicaba la indulgencia de Welser:
Y disculpad esta indecisión mía que no es sino una consecuencia
de la novedad y la dificultad de una cuestión sobre la cual han pasado
por mi mente distintos pensamientos y tan pronto se mantienen firmes
durante algún tiempo como de repente resultan despreciados,con lo
cual me dejan confuso y perplejo, por lo que no quiero abrir la boca si no
es para afirmar alguno en particular, el que fuere. Sin embargo, no
abandonaré la tarea no obstante mi desesperación. Además, espero que
este nuevo asunto preste un valioso servicio a mi tarea de reemplazar
algunas lengüetas de este gran órgano desafinado que es nuestra filo-
sofía: un órgano en el que me parece ver cómo muchos organistas pier-
den su tiempo intentando devolverle la perfecta armonía en vano. En
vano porque abandonan (o, mejor dicho, conservan) tres o cuatro de
las lengüetas en discordia, con lo que hacen casi imposible a los demás
contestarles con armonía.

65
Boceto de las manchas solares.
Estas lengüetas defec-
tuosas a las que Galileo acu-
saba de emitir notas planas
eran principalmente la inmu-
tabilidad de los cielos, el fá-
rrago de las esferas celestes y
la inmovilidad de la Tierra.
Welser le contestó lleno
de agradecimiento diciéndo-
le: «Al enviarme un tratado
tan amplio y extenso como ré-
plica a unas pocas líneas, habéis
pagado con gran interés un fa-
vor pedido muy rápidamen-
te.» La emoción de ser testigo
del crecimiento de la nueva fi-
losofía entre las anomalías as-
tronómicas de las manchas
solares hizo que Welser qui-
siera compartir la carta de Ga-
Boceto de las manchas solares hecho por Galileo. lileo con una audiencia mayor
que el referido Apelles, que ni
siquiera leía italiano y tuvo que esperar meses para que se hiciera una tra-
ducción aceptable. Welser pensó que el príncipe Cesi de la Academia
Lincea, con el que también mantenía correspondencia, quizá publicara el
informe de las manchas solares como parte de una colección viva. «Se-
ría un gran beneficio público que estos pequeños tratados sobre nuevos
descubrimientos vieran la luz uno por uno —opinaba Welser—, porque
ayudarían a mantener frescas las cuestiones en la mente de todos e ins-
pirarían a otros a aplicar mejor su talento sobre tales cosas; puesto que es
imposible que un armazón tan enorme pueda llevarlo una sola persona
sobre sus hombros, por muy fuerte que ésta sea.»
Al príncipe Cesi le gustó tanto la idea que no sólo empezó los pre-
parativos para la imprenta, sino que también reclutó a Welser para la
Academia. Muy pronto, Welser y Galileo firmaban ambos orgullosa-
mente sus cartas como «Linceos» y se compadecían educadamente de
las molestias físicas del otro. Cuando en la primavera de 1613 Cesi pu-
blicó en Roma las cuatro cartas relativamente cortas de Welser junto
con las tres réplicas larguísimas de Galileo bajo el título de Historia y
demostración de las manchas solares y sus fenómenos, eliminó todos
los comentarios informales sobre la gota de Welser y el repertorio de
enfermedades de Galileo.

66
«He leído [vuestra carta] o, mejor dicho, la he devorado con un
placer idéntico al apetito y el ansia que tenía de ella —escribía Welser
a Galileo el 1 de junio de 1612—. Permítame asegurarle que ha servi-
do para aliviarme de una larga y penosa enfermedad que me ha cau-
sado muchísimos dolores en el muslo izquierdo. Los médicos no han
encontrado todavía un remedio eficaz; además, el doctor que se hace
cargo de mi situación me ha dicho con franqueza que los hombres más
expertos de su profesión han escrito sobre esta enfermedad que "al-
gunos casos se curan, pero otros son incurables". Uno debe someter-
se, por tanto, a la paternal disposición de la Providencia divina: "Tú
eres el Señor, haz lo que es bueno según Tu Espíritu."»
El pobre de Welser moriría en el plazo de dos años; huyó de la en-
fermedad mediante el suicidio. Pero mientras tanto se preocupó por cómo
se las arreglaría Cesi para realizar la publicación con tantos minucio-
sos gráficos procedentes de las ingeniosas observaciones de las man-
chas solares como Galileo había añadido a sus cartas. Galileo obtuvo
estas imágenes casi fotográficas dejando que la imagen del Sol se pro-
yectara sobre un trozo de papel blanco, en lugar de sobre su retina.
Después, las contorneó fielmente y las volvió a repasar de nuevo, esta
vez al revés, para corregir la inversión de la imagen que producía el
telescopio; todo ello para evitar dañarse los ojos.
El esfuerzo de todo un mes adornaba el acabado del libro con unos
excelentes grabados que reproducían la imagen del Sol día a día des-
de el 1 de junio hasta mediados de julio de 1612. Sin embargo, las ideas
expuestas en el libro agudizaron las tensiones ya existentes entre Ga-
lileo y sus adversarios declarados. Las discusiones sobre el libro re-
clutaron a nuevos oponentes entre gente que ni siquiera había leído el
texto. Y puesto que Copérnico había muerto en silencio años atrás y
en otro país, Galileo empezó a ser tomado por —o mejor dicho, acu-
sado de— ser el padre del universo heliocéntrico.
Aunque en los ataques de la «banda del palomino» al Discurso so-
bre los cuerpos que flotan... se habían esgrimido los libros de Aristó-
teles para oponerse a Galileo, las críticas de las Cartas sobre las man-
chas solares apelaban ahora a la autoridad aún superior de la Biblia.

67
VI - Observante albacea de la voluntad de Dios

VI

Observante albacea de la voluntad de Dios

La nueva disposición de los cielos tal como la establecía Copérnico


les parecía sospechosa de herejía a algunas personas.
«Esa opinión de Ipérnico o como se llame —vacilaba un anciano
padre dominico en Florencia en noviembre de 1672— parece ser con-
traria a las Sagradas Escrituras.» Ni Copérnico ni Galileo, igualmen-
te católicos ambos, pretendieron criticar la Biblia o formular ataques
contra la Iglesia. De hecho, Copérnico había dedicado el De revolu-
tionibus al papa Pablo III (el pontífice que excomulgó al rey Enri-
que VIII de Inglaterra y que restableció la Santa Inquisición). Mientras
escribía las Cartas sobre las manchas solares, Galileo había solicitado
la opinión experta del cardenal Carlo Conti sobre la cuestión de los
cambios en el mundo supralunar. El cardenal Conti le había asegurado
que la Biblia no sostenía la doctrina aristotélica de la inmutabilidad; de
hecho, dijo que las Escrituras parecían más bien argumentar contra ella.
Ninguna de sus experiencias anteriores esquivando ataques de los
académicos enseñó a Galileo a afrontar las insinuaciones de herejía
que ahora giraban alrededor de él; un delito, por otra parte, que él con-
sideraba «más aborrecible que la propia muerte». Dadas estas cir-
cunstancias, Galileo debió de haberse sentido aliviado en octubre de
1613 cuando el cardenal Ottavio Bandini, otro prelado conocido suyo,
le aseguró la dispensa de la edad para sus hijas. La inmediata admi-
sión de Virginia, de trece años, y Livia, de doce —juntas— en el cer-
cano convento de San Matteo in Arcetri se vio favorecida aparentemente
por la circunstancia de que la madre abadesa, sor Ludovica Vinta, era
hermana de un senador florentino que había sido secretario de estado
del gran duque Ferdinando. Tan pronto como las jóvenes estuvieron
resguardadas entre los muros de clausura, el tono de la polémica co-
pernicana empezó a subir gradualmente.
En noviembre, el mejor y más querido alumno de Galileo, el mon-
je benedictino Benedetto Castelli, que le había seguido desde Padua,

69
Benedetto Castelli
abandonó Florencia para ha
cerse cargo de la antigua
cátedra de matemáticas de
Galileo en la Universidad de
Pisa. Castelli no sólo había
inventado el seguro método
de observación del Sol me-
diante el papel que había uti-
lizado Galileo con tan bue-
nos resultados, sino que de
hecho había dibujado la nu-
merosa cantidad de bocetos
de las manchas solares publi-
cados en el libro. Además,
Galileo también había recu-
rrido a Castelli para contestar
Benedetto Castelli. a los cuatro ataques publica-
dos contra el Discurso sobre
los cuerpos que flotan. ..
Nada más llegar a Pisa, Castelli fue advertido por el rector de la univer-
sidad de queno enseñara y ni siquiera discutiera sobre el movimiento de la
Tierra.
Naturalmente, el monje accedió a estas recomendaciones señalando
que ya su mentor, Galileo, se había comportado de igual manera a lo
largo de más de dos décadas de docencia, tanto en Pisa como en Pa-
dua. En pocas semanas, no obstante, preguntaron a Castelli específi-
camente por la cuestión copernicana ante una audiencia reducida pero
muy influyente, poco después de que la familia Médicis y todo su sé-
quito llegaran a Pisa para la visita anual que hacían en invierno. Cuan-
do recibían en su palacete pisano durante esta temporada, su alteza se-
renísima Cosme II, la archiduquesa Maria Maddalena y la gran
duquesa madre Madama Cristina invitaban a sentarse a su mesa tres
veces al día a animados conversadores que pudieran informarles de
una gran variedad de cuestiones.
«El jueves por la mañana fui invitado por nuestros patrones —es-
cribía Castelli a Galileo el sábado 14 de diciembre—, y cuando el gran
duque me preguntó por la universidad le di absoluta cuenta de todo,
con todo lo cual se mostró muy complacido. Me preguntó si disponía
de telescopio; cuando le dije que sí, pasé a referirle una observación de
los planetas mediceos que había hecho la noche anterior. Madama
Cristina quería conocer su posición, después de lo cual la conversa-

70
ción se centró en la necesidad de que fueran objetos reales y no ilu-
siones ópticas producidas por el telescopio.»
En lugar de apartarse de la vida cortesana tras la muerte de su ma-
rido Ferdinando I en 1609, la influyente gran duquesa había cambia-
do el colorido de sus vestidos por el negro y había puesto una corona
de viuda con un gran velo también negro en el lugar de la corona du-
cal. Se había aferrado a su dignidad de gran duquesa y dejó que su
nuera —la mujer de Cosme, Maria Maddalena— se conformara con
el título de archiduquesa que procedía, al igual que ella, de Austria.
Aquella mañana en concreto de diciembre, a Madama Cristina le
incomodó el discurso de Castelli sobre los planetas, a pesar de la vin-
culación de éstos con la casa de los Médicis. No obstante su cariño por
Galileo, que había instruido a su hijo, y al margen de su respeto por el
hábito talar de Castelli, se inclinó por la conversación de otro invita-
do al desayuno que era miembro del profesorado de la universidad: el
filósofo platónico y doctor Cosme Boscaglia.
«Después de muchas cosas, todas las cuales sucedieron con deco-
ro —continuaba la carta de Castelli—, el desayuno se terminó. Yo me
marché, pero apenas había salido de palacio cuando fui abordado por
el asistente de Madama Cristina que había vuelto a requerir mi pre-
sencia. Antes de que os diga lo que sucedió, debéis saber primero que
mientras estábamos en la mesa, el doctor Boscaglia se había dirigido
a Madama al oído durante un instante, y, al tiempo que daba por cier-
tas todas las cosas que habéis descubierto en el cielo, dijo que sólo el
movimiento de la Tierra tenía algo de inverosímil y que no podía ser
así, particularmente cuando las Sagradas Escrituras eran claramente con-
trarias a esta concepción.»
Todas las personas cercanas a la corte sabían que Madama Cristi-
na era una católica fiel que escuchaba con frecuencia a su confesor, a
otros sacerdotes y cardenales y, por supuesto, al Papa, incluso aunque
las opiniones de Su Santidad distaran en ocasiones de los principales
intereses de la dinastía de los Médicis o de la corte toscana. Leía su
Biblia y era capaz de citar el libro de Josué — e n el que se ordena al
Sol que permanezca inmóvil, supuestamente porque ha estado mo-
viéndose— así como del libro de los Salmos
:
¡Yahveh, Dios mío, qué grande eres! [...] Sobre sus bases asentas-
te la Tierra, inconmovible para siempre jamás.
[Salmos, 104: 1,5]

«Pero volveré a mi historia», continuaba Castelli.

71
Entré en la cámara de su alteza y encontré allí al gran duque, a Ma -
dama Cristina y la archiduquesa, a don Antonio [de Médicis], don Pao-
lo Giordano [Orsini] y al doctor Boscaglia. Después de preguntarme
algunas cosas. Madama empezó a nombrar las Sagradas Escrituras en
mi contra. Por tanto, después de haber negado las cosas apropiadas,
empecé a desempeñar el papel de teólogo con una firmeza y una dig-
nidad que deberíais haber presenciado. Don Antonio me secundó y me
proporcionó tal presencia de ánimo que en lugar de desmayarme por
la majestuosidad de su alteza, solventé airosamente la situación igual
que un paladín. Salí bastante bien parado ante el gran duque y su ar-
chiduquesa cuando don Paolo vino en mi ayuda con una cita muy ade-
cuada de las Escrituras. Sólo Madama continuaba estando en mi con-
tra, pero por sus exagerados gestos consideré que hacía esto sólo para
seguir escuchando mis réplicas. El profesor Boscaglia no dijo ni una
palabra.
Gran duquesa Cristina de Lorena
Las enojosas noticias del desacuerdo de Madama Cristina inspira-
ron una respuesta inmediata de Galileo. Lamentaba su oposición, pero
aún más que esto temía que se levantara un campo de batalla entre la
ciencia y las Escrituras. Por su parte, él no veía ningún conflicto entre
las dos. En la larga respuesta que escribió a Castelli el 21 de diciem-
bre de 1613 mostraba la relación entre la verdad descubierta en la na-
turaleza y la verdad revelada por la Biblia.
«En lo relativo a la cuestión previa planteada por Madama Cristi-
na, me parece que fue expuesto por ella de un modo muy prudente y
también adecuadamente admitido y establecido por vos que las Sa-
gradas Escrituras no pueden equivocarse y que los decretos conteni-
dos en ellas son absolutamente
ciertos e inviolables. Sólo me
hubiera gustado haber añadido
que, aunque la Escritura no pue-
de equivocarse, sus declamado-
res e intérpretes sí son suscepti-
bles de errar de muchas formas
[...] si se basan siempre en el
sentido literal de las palabras,
porque de ese modo no sólo
caerían en muchas contradiccio-
nes sino también, incluso, en
graves herejías y blasfemias
puesto que sería necesario dar a
Dios manos, pies, ojos, y senti
Gran duquesa Cristina de Lorena. 72
mientos humanos y corporales tales como la ira, el dolor, el odio e in-
cluso el olvido más absoluto del pasado y la completa ignorancia del
futuro.»
Esos recursos literarios habían sido incluidos en la Biblia por el bien
del vulgo, insistía Galileo: para ayudarle a comprender las cuestiones
relativas a su salvación. Del mismo modo, el lenguaje bíblico había
simplificado también algunos fenómenos físicos de la naturaleza para
que se adaptaran a la experiencia ordinaria. «Las Sagradas Escrituras
y la naturaleza —afirmaba Galileo— son ambas emanaciones de la
palabra sagrada: las primeras, dictadas por el Espíritu Santo, la se-
gunda, observante albacea de la voluntad de Dios.»
Así, ninguna verdad descubierta en la naturaleza podía contrade-
cir la verdad profunda de las Sagradas Escrituras. Incluso la objeción
de Madama Cristina en relación con el libro de Josué podía haberse
expresado en los términos del sistema heliocéntrico; en efecto, Co-
pérnico hacía ese pasaje más comprensible que Aristóteles o Tolomeo,
tal como Galileo se dedicaba a explicar aproximadamente en la mitad
de esta carta.
Entonces habló Josué a Yahveh, el día que Yahveh entregó al
amorreo en manos de los israelitas, a los ojos de Israel y dijo: «Detente,
Sol, en Gabaón y tú, Luna, en el valle de Ayyalón.»
Y el Sol se detuvo y la Luna se paró hasta que el pueblo se
vengó de sus enemigos. ¿No está esto escrito en el libro del Justo? El Sol
se paró en medio del cielo y no tuvo prisa en ponerse como un día
entero.
No hubo un día semejante ni antes ni después, en que
obedeciera Yahveh a la voz de un hombre. Es que Yahveh combatía por
Israel. [Josué, 10: 12-14]

El sistema tolemaico contemplaba dos tipos de movimientos del


Sol. Uno de ellos, la progresión anual de oeste a este, achacable ex-
clusivamente al Sol. El otro, más evidente, era el movimiento del Sol
a través del cielo en el transcurso del día —lo más probable es que
fuera este movimiento el que Josué había querido detener—; se debía
realmente al primum mobile tolemaico: la esfera más alta de la bóve-
da celeste que hacía girar alrededor de la Tierra cada veinticuatro ho-
ras a todas las otras esferas que contenían el Sol, la Luna, los planetas
y las estrellas. Si Dios hubiera detenido sólo al Sol no habría satisfe-
cho los deseos de Josué; por el contrario, habría hecho caer la noche
unos cuatro minutos antes.
Sin embargo, tal como Copérnico concibió el cielo, el tránsito del
día a la noche era consecuencia del giro de la Tierra. Galileo estaba de
73
acuerdo con Copérnico en que la Tierra, de algún modo, obtenía su mo-
vimiento del Sol. Había observado posteriormente que el Sol hacía su
propia rotación mensual, la cual descubrió durante sus observaciones
de las manchas solares. Del mismo modo que la luz del Sol ilumina-
ba todos los planetas, así también su movimiento les daba energía para
mantenerse en sus órbitas. Si Dios hubiera detenido la rotación del
Sol, la Tierra se habría detenido también y el día se habría alargado
para satisfacer las necesidades de Josué.
Más adelante, Galileo señalaba también que cuando el Sol perma-
neció inmóvil según el relato bíblico, lo hizo «en medio del cielo»:
justamente donde lo situaría el sistema copernicano. De esta referen-
cia a su ubicación no podía deducirse que el Sol se había detenido en
la posición de apogeo del mediodía porque en ese momento Josué ha-
bría tenido tiempo suficiente para librar su batalla sin necesidad de pe-
dir un milagro que prolongara el día.
A pesar de la contundencia de su argumento, Galileo deseaba par-
ticularmente abandonar toda esta clase de interpretaciones astronómi-
cas sobre la base de que la Biblia hablaba con una finalidad mucho más
importante. Como una vez había escuchado señalar al desaparecido
bibliotecario del Vaticano, el cardenal Cesare Baronio, la Biblia era un
libro que se ocupaba de cómo se va al cielo; no de cómo va el cielo.
«Creo que la intención de las Sagradas Escrituras era persuadir a
los hombres de las verdades necesarias para la salvación —continua-
ba diciendo Galileo en su carta a Castelli— de un modo tal que ni la
ciencia ni ningún otro instrumento podría hacerlas verosímiles, sino
solamente la voz del Espíritu Santo. Pero no pienso que se pueda creer
que el mismo Dios que nos dio nuestros sentidos, el habla y el inte-
lecto nos haya apartado de su uso para aprender cosas por nosotros
mismos con ayuda de aquéllos. Y ello menos aún en el caso particular
de estas ciencias de las cuales no hay ni la más mínima mención en las
Escrituras y, sobre todo, de astronomía, a la cual hay tan pocas re-
ferencias que ni siquiera se indican los nombres de los planetas. Ver-
daderamente, si la intención de los autores sagrados hubiera sido en-
señar astronomía a las gentes, no habrían pasado por alto esta cuestión
de un modo tan absoluto.»
Castelli compartió esta exquisita exposición con amigos y colegas
que la copiaron a mano y la expusieron en numerosas ocasiones. Ga-
lileo volvió a ocuparse entonces de predecir las posiciones de los pla-
netas mediceos y de escribir respuestas a varias críticas publicadas
contra sus obras ya editadas. Cuando su salud se quebró en el mes de
marzo, Castelli, que había estado repitiendo a Galileo que debía cui-
dar más de sí mismo, se acercó hasta él para cuidarle.
74
En los primeros días del verano, Virginia y Livia empezaron a lle-
var el hábito religioso marrón oscuro de la orden franciscana en el
convento de San Matteo in Arcetri. Aunque ambas eran todavía de-
masiado jóvenes para hacer los votos, la madre abadesa sor Ludovica
Vinta le dijo al dolorido Galileo que a ella le gustaría verlas adecua-
damente vestidas antes de finalizar su mandato.
Las jóvenes acogidas en el convento antes de la edad legal debe-
rán cortarse el pelo en redondo, abandonar su vestido seglar y vestirse
con el hábito religioso cuando la superiora lo considere adecuado.
Pero cuando hayan alcanzado la edad exigida por la ley harán
su profesión vestidas igual que las demás.
[ Regla de santa Clara , capítulo II]

Entretanto, la carta de Galileo a Castelli seguía circulando. Viajó


de mano en mano y, con el tiempo, acabó cayendo también en manos
inadecuadas. El 21 de diciembre de 1614, exactamente un año des-
pués de que Galileo escribiera la carta, fue denunciado desde el pul-
pito de la iglesia de Santa Maria Novella, en la ciudad de Florencia,
por Tommaso Caccini, un joven sacerdote dominico de mente calen-
turienta vinculado a «la banda del palomino».
Galileos, ¿qué hacéis mirando al cielo?
[Hechos de los Apóstoles, 1:11]

Una vez empezado su sermón con esta observación mordaz, Cac-


cini pasó rápidamente al texto bíblico seleccionado para ese domingo
de adviento, que resultaba pertenecer al libro de Josué e incluía la or-
den de «Detente, Sol» que había originado la queja inicial de Mada -
ma Cristina. Caccini terminaba de castigar a Galileo, a sus seguidores
y a los matemáticos en general tachándolos de «practicantes de artes
diabólicas [...] enemigos de la religión verdadera».
El vitriolo de su lenguaje le valió a Caccini una reprimenda y Ga-
lileo recibió por escrito una disculpa del superior de aquel predicador
dominico. Pero muy pronto otro dominico florentino, Niccolò Lorini,
presentó a un inquisidor de Roma una copia de la carta de Galileo a
Castelli que ya era conocida en todas partes. Cuando Galileo se ente-
ró temió que los pasajes fundamentales pudieran haber sido alterados
(como en efecto resultó ser el caso), bien por errores en la copia, bien
mediante distorsión intencionada. Envió una copia exacta a un amigo del
Vaticano, Piero Dini, que por su parte hizo varias copias para otros

75
tantos cardenales que pudieran contribuir a limpiar el nombre de Ga-
lileo.
Durante la primavera y el verano de 1615, Galileo sufrió además
otra larga serie de enfermedades agravadas, quizá, por el reconoci-
miento del poder de las fuerzas que comenzaban a disponerse en su
contra. De hecho, se vio a sí mismo como blanco de una conspiración.
Mientras estaba postrado en cama refundió su carta informal a Caste-
lli en un tratado mucho más largo y lleno de referencias dirigido a la
propia Madama Cristina. (Aunque ningún impresor se atrevió a publicar
la Carta a la gran duquesa Cristina de Loren a hasta 1636 en Estras-
burgo, las copias de este manuscrito hicieron disfrutar a una gran can-
tidad de lectores italianos.)
«Hace algunos años», empezaba la carta,
como bien sabe vuestra alteza serenísima, descubrí en la bóveda
celeste muchas cosas que no se habían visto nunca anteriormente. La
novedad de estas cosas, así como algunas consecuencias que se seguían
de ellas y que contradecían las nociones físicas comúnmente aceptadas
por los filósofos académicos, lanzaron contra mí a no pocos profesores;
como si yo hubiera colocado esas cosas en el cielo con mis propias
manos para perturbarlo o para contradecir a las ciencias. Parecían
olvidar que el aumento de las verdades conocidas estimula la
investigación, el asentamiento y el desarrollo de las ciencias; nunca su
debilitamiento o destrucción.
Al mismo tiempo que mostraban cada vez mayor afición por sus
propias opiniones antes que por la verdad, arrojaban diversos cargos
contra mí, publicaban numerosos escritos repletos de argumentos va-
nos y cometían el grave error de sembrarlos de pasajes tomados de la
Biblia que habían creído entender adecuadamente y que se ajustaban
mal a sus propósitos.

Aunque Galileo hacía estas observaciones a Madama Cristina, se


abstenía de acusarla de estas mismas injusticias, que ella también ha-
bía cometido, aunque sin malicia. Reservaba su veneno para aquellos
otros que utilizaban pasajes bíblicos que no habían entendido con la
intención de condenar la valiosa teoría de Copérnico que no habían leí-
do. Fundamentaba su punto de vista citando a san Agustín, que predi-
caba la devoción moderada y la prudencia en el juicio sobre los asun-
tos complejos, así como la evitación de condenar hipótesis «que la
verdad en el futuro pueda revelar no ser contrarias en modo alguno a
los libros sagrados del Antiguo o Nuevo Testamento». En los márge-
nes de su carta de cincuenta páginas, Galileo anotó todas las obras teo-
76
lógicas que había consultado para construir su tesis sobre el uso de las
citas bíblicas en cuestiones científicas, en las que mostraba su predi-
lección por san Agustín, Tertuliano, san Jerónimo, santo Tomás de
Aquino, Dionisio el Areopagita y san Ambrosio para defenderse con-
tra los enemigos que perseguían «destruirme a mí o a cualquier cosa
mía por todos los medios que son capaces de imaginar».
Galileo creyó haber comprendido las motivaciones de sus detrac-
tores: «Probablemente porque están molestos por la verdad de otras afir-
maciones mías que difieren de aquellas que son comúnmente defen-
didas y, por consiguiente, al haber confiado en ellas erróneamente
durante todo el tiempo que se han dedicado a la filosofía, estos hom-
bres han resuelto fabricar un escudo protector para sus falacias con el
pretendido manto de la religión y la autoridad de la Biblia.»
Los santos padres de la Iglesia, por supuesto, recibían un trato di-
ferente. Aunque varios de ellos, se quejaba Galileo, usurpaban la au-
toridad de las Escrituras para emitir juicios sobre disputas de la físi-
ca cuando ignoraban cualquier evidencia científica contraria a su
opinión.
Convengamos en que la teología está familiarizada con la más
alta contemplación divina y que ocupa merecidamente el trono real
entre las ciencias. Pero al gozar de este modo de la más alta autoridad,
si no desciende hasta las más sencillas y humildes especulaciones de
las ciencias subordinadas y no las tiene en cuenta lo más mínimo
porque no están tocadas por la santidad, sus maestros no deberían
arrogarse la autoridad de decidir sobre cuestiones polémicas que
nunca han estudiado ni practicado. Esto sería como si un déspota
absoluto, sin ser médico ni arquitecto pero sabiéndose libre de
ordenar, asumiera la responsabilidad de administrar medicinas y erigir
construcciones a su antojo: un grave riesgo para las vidas de sus
pobres pacientes y el rápido derrumbamiento de sus edificios.

Galileo se tomó la molestia de establecer la antigüedad de la con-


cepción heliocéntrica del Universo, la cual se remontaba hasta Pitágoras
en el siglo VI a . C , fue sostenida después por Platón cuando ya era an-
ciano y adoptada también por Aristarco de Samos, según informaba
Arquímedes en El arenario, antes de ser formalizada por el canónigo
católico Copérnico en 1543. Galileo tenía buenas razones para creer
que esta teoría se encontraba al borde de la prohibición, y su Carta a
la gran duquesa Cristina de Lorena argumentaba apasionadamente
contra esta posibilidad.
77
Prohibir a Copérnico, ahora que su doctrina se ve confirmada a
diario mediante nuevas observaciones y por la erudita aplicación de
las mismas a la lectura de su libro, después de que su opinión ha sido
permitida y tolerada durante tantos años en los que tenía menos segui-
dores y estaba menos corroborada, resultaría, a mi juicio, una falta a la
verdad y un intento de ocultarla y eliminarla, tanto más cuanto más
clara y llanamente se revela. No abolir ni condenar su obra, pero con-
denar como errónea esta afirmación en particular supondría (si no es-
toy equivocado) un daño todavía mayor para la mente de los hombres,
puesto que les daría la oportunidad de ver una afirmación demostrada
en la cual es una herejía creer. Y prohibir la ciencia en su totalidad no
sería sino censurar un centenar de pasajes de las Sagradas Escrituras
que nos enseñan que la gloria y la grandeza de Dios Todopoderoso dis-
tinguen maravillosamente toda Su obra y pueden leerse religiosamen-
te en el libro abierto de los cielos. Puesto que daría a entender que leer
los más elevados conceptos escritos en este libro no conduce nada más
que a la mera contemplación del resplandor del Sol y de las estrellas,
su amanecer y su ocaso, que es lo único que los ojos de las bestias y
del vulgo pueden conocer. Cuando en sus páginas se expresan miste-
rios tan profundos y conceptos tan sublimes que la vigilia, el trabajo y
los estudios de un centenar tras otro de las mentes más agudas todavía
no las han penetrado, ni siquiera después de continuas investigaciones
durante miles de años.

Una vez expuestos de este modo sus pensamientos sobre el papel,


Galileo percibió que la gravedad de la situación le empujaba hacia
Roma, donde intentaría liberar su reputación de cualquier rumor de
herejía a la vez que defender la floreciente rama de la astronomía con
nuevas armas de su propia invención.
El gran duque Cosme le dio permiso para realizar el viaje sin ha-
cer caso de las objeciones de su embajador toscano allí, que conside-
raba que Roma era un lugar peligroso para que el filósofo de la corte
«discutiera sobre la Luna». Los pasillos que unían el Vaticano y el
Santo Oficio bullían ya con la polémica de sus doctrinas.

78
VII - La malicia de mis detractores

VII

La malicia de mis detractores

Galileo apeló a la distinción entre cuestiones científicas y artículos


de fe en un momento delicado de la historia de la Iglesia.
La Iglesia romana, contrariada por la Reforma protestante que se
desarrolló en Alemania alrededor de 1517, adoptó una postura defen-
siva en los siglos XVI y XVII llamada Contrarreforma. La Iglesia
confiaba en cerrar rápidamente la grieta que había dividido al protes-
tantismo y al catolicismo mediante la convocatoria de un concilio ecu-
ménico, pero las intrigas y los obstáculos de todo tipo —incluidos
aquellos que se referían a dónde debía celebrarse el evento— aplaza-
ron la reunión durante muchos años; mientras tanto, la brecha conti-
nuaba abriéndose. Finalmente, el papa Pablo III (el mismo pontífice
ensalzado en la dedicatoria del libro de Copérnico) convocó a obispos,
cardenales y líderes de órdenes religiosas en Trento, donde Italia se-
paraba al Sacro Imperio Romano del pueblo germánico. Intermitente-
mente a lo largo de un período de dieciocho años, desde 1545 hasta
1563, 7 el Concilio de Trento_debatió, se pronunció y finalmente esta-
bleció una serie de decretos. Estos se referían a, por ejemplo, cómo de-
bía ser educada la clerecía o quién estaba autorizado a interpretar las
Sagradas Escrituras. Además de la negativa a la insistencia de Martín
Lutero sobre su derecho a la interpretación personal de la Biblia, el con-
cilio declaró en 1546 que «nadie, en ejercicio de su propio criterio y
mediante la alteración del sentido de las Sagradas Escrituras a su libre
albedrío, podrá atreverse a interpretarlas».
Cuando el concilio cumplió finalmente con las veinticinco sesio-
nes de extensísimas deliberaciones, sus decretos se convirtieron en
doctrina de la Iglesia mediante una serie de bulas papales (llamadas

7 Dada la duración del concilio, sus miembros variaron con el paso de los años, y la
responsabilidad de aprobar finalmente sus conclusiones pasó de Pablo III a Julio III, hasta
Pío IV.

79
así por la bulla , el sello de plomo redondo que iba impreso en los pro-
nunciamientos del Papa en persona). En 1564, el mismo año en que
nació Galileo, algunos aspectos importantes de los debates se formu-
laron como una profesión de fe declarada por el Concilio de Trento y
fueron jurados solemnemente por un incontable número de cargos de
la Iglesia y otras personalidades del catolicismo a lo largo de las dé-
cadas posteriores:
Acepto y adopto firmemente las tradiciones apostólicas y ecle-
siásticas y el resto de reglas y orientaciones de la Iglesia. Acepto tam-
bién las Sagradas Escrituras del modo en que han sido y son defendi-
das por la santa madre Iglesia, a quien corresponde enjuiciar el
verdadero sentido y la interpretación de las Sagradas Escrituras, y no
aceptaré ni interpretaré éstas de ningún otro modo que según el acuer-
do unánime de los santos padres.

La Carta a la gran duquesa Cristina de Lorena escrita por Gali-


leo acusaba indirectamente a sus oponentes de violar este juramento
mediante la adaptación de la Biblia a sus propósitos. Por otra parte, sus
oponentes consideraban a Galileo culpable de este mismo delito. Su
única esperanza de ganar el caso residía en obtener pruebas favorables
al sistema copernicano. Así, dado que ninguna verdad hallada en la
naturaleza podía contradecir la verdad de las Escrituras, todo el mun-
do se daría cuenta de que la opinión de los reverendos padres sobre la
disposición de los cuerpos celestes había sido apresurada y debía ser
reinterpretada a la luz de los descubrimientos científicos.
Para ello, el mes de diciembre de 1615 llevó a Galileo hasta Roma
con el propósito de esgrimir nuevos argumentos en favor de Copérni-
co derivados de las observaciones de la Tierra y no de los cielos. Los
movimientos de las mareas en los grandes océanos, creía Galileo, da-
ban testimonio constante de que el planeta se movía y atravesaba el es-
pacio. Si la Tierra se mantenía quieta, ¿qué era entonces lo que hacía
que las aguas tuvieran ese vaivén de sube y baja a intervalos regulares
a lo largo de las costas? Esta concepción de las mareas como una con-
secuencia lógica del movimiento de la Tierra se le ocurrió por primera
vez en Venecia, unos veinte años antes, cuando se embarcaba en los bo-
tes que llevaban agua potable a la ciudad desde Lizzafusina. Encontró
una imagen para el flujo y reflujo entre el Adriático y el Mediterráneo
fijándose en cómo chapoteaban los grandes cargamentos de agua como
consecuencia de los cambios de velocidad o dirección de los barcos.
Estando hospedado en la embajada toscana, Villa Médicis, Gali-
leo dedicó la primera parte del mes de enero de 1616 a plasmar por es-
80
crito por vez primera su teoría de las mareas. Su vida social mientras
realizaba esta labor consistía en encontrarse con quince o veinte per-
sonas a la vez en las casas de diferentes anfitriones romanos donde de-
fendía la causa copernicana con su estilo más persuasivo. El inquieto
embajador toscano, Piero Guicciardini, lo pasaba bastante mal aque-
llas tardes porque temía el coste potencial del comportamiento de Ga-
lileo.
«Está dedicado apasionadamente a esa lucha suya —se quejaba
Guicciardini al gran duque— y no es capaz de ver ni imaginar lo que
ello implica, con lo cual dará un traspiés y se verá envuelto en problemas
junto con aquel que también sostenga sus ideas. Es tan vehemente,
obstinado y resuelto en esta materia que cuando se está cerca de él es
imposible escapar de sus argumentos. El asunto no es ninguna broma
porque puede tener graves consecuencias y él está aquí bajo nuestra
protección y responsabilidad.»
Galileo necesitaba la prueba de las mareas para apoyar a Copérni-
co porque hasta la fecha sus descubrimientos astronómicos no habían
conseguido demostrar el movimiento de la Tierra. Estaba muy bien
defender, como hacía Galileo, que si la Tierra girara sobre su eje y se
moviera alrededor del Sol contribuiría a hacer más racional el Uni-
verso en lugar de pedir al inmenso, infinito número de estrellas que
giraran diariamente alrededor de la Tierra a unas velocidades fantás-
ticas. Era como si nos subiéramos a una cúpula para ver el paisaje y
esperáramos que fuera el paisaje el que se moviera en lugar de ser no-
sotros los que volviéramos la cabeza. Este razonamiento, sin embar-
go, no decía nada acerca de cómo había creado Dios el firmamento en
realidad.
Ni siquiera el descubrimiento de las fases de Venus, que Galileo ha-
bía considerado como un golpe definitivo para el sistema tolemaico,
constituía una prueba en favor del copernicanismo. El sistema planetario
del astrónomo danés Tycho Brahe cogía por los cuernos la cuestión de
Venus y, además, hacía posible que la Tierra permaneciera inmóvil. Se-
gún el orden de Tycho Brahe, los cinco planetas giraban alrededor del Sol
a la vez que éste —rodeado por Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Sa-
turno— giraba alrededor de la Tierra inmóvil. Aunque Tycho Brahe ha-
bía basado su teoría en décadas de cuidadosas observaciones, Galileo re-
chazaba su sistema porque era más absurdo aún que el tolemaico. Así
que como no podía demostrar el sistema copernicano solamente con el
telescopio, volvió la vista a las mareas para fundamentar sus argumen-
tos. Quería que las mareas acudieran en su ayuda no sólo por la reputa-
ción de Copérnico o la suya propia, sino para mantener la futura pree-
minencia científica de Italia y —lo que era mucho más importante—
81
para proteger el honor de la fe católica. Si los santos padres prohibían a
Copérnico, tal como aventuraban los rumores que podría suceder en
cualquier momento, al menos la Iglesia no podría soportar el ridículo
cuando una nueva generación de telescopios, manejados con toda proba-
bilidad por gentes impías, sacara a la luz finalmente las pruebas conclu-
yentes en favor del sistema heliocéntrico.
Las aguas del mundo se encuentran en una vasija en movimiento,
escribía Galileo en su Tratado sobre las mareas. Este vasto recipien-
te lleno de agua gira una vez al día sobre su eje y completa una vuel-
ta alrededor del Sol una vez al año. La combinación de los dos movi-
mientos copernicanos explica las mareas de manera general. De todos
modos, la periodicidad y la magnitud de las mismas en los diferentes
lugares depende también de muchas otras contingencias que incluyen
la extensión de cada masa de agua (esta era la razón por la que las
charcas y los pequeños lagos carecían de ellas), su profundidad (y
consecuentemente el volumen de líquido afectado), su orientación en
el globo terráqueo (puesto que una orientación este-oeste del agua
como la del mar Mediterráneo experimentaba mareas más extremas que
la orientación casi norte-sur del mar Rojo) y su proximidad a otras
masas de agua (cuya cercanía podía originar poderosos flujos y co-
rrientes, como sucedía en el estrecho de Magallanes, donde el océano
Atlántico se encontraba con el océano Pacífico). Galileo, que no aban-
donó Italia ni una sola vez en toda su vida, había acumulado informes
de todas partes para dar cuerpo a su teoría.
«Mover rápidamente la cuenca del Mediterráneo y hacer que el agua
contenida en ella se comporte como lo hace es algo que desborda mi ima-
ginación —declaraba Galileo—, y acaso también la de cualquiera que
pretenda adentrarse en estas reflexiones de un modo más que superficial.»
Pero, de nuevo, el hecho de que Galileo no pudiera dar cuenta de
las mareas sin que la Tierra se moviera no demostraba que la Tierra se
moviera de hecho. Es más, aunque estaba cuidadosamente elaborada
y era sumamente razonable, su teoría de las mareas era falsa. Desco-
noció durante toda su vida la verdadera causa de las mareas, que iban
y venían por la atracción de la Luna, porque no era capaz de com-
prender cómo un cuerpo tan lejano podía ejercer una fuerza tan pode-
rosa. Para él, el concepto de «influencia lunar» sonaba un poco a ocul-
tismo y astrología. 8 Galileo vivía en un universo sin gravedad. 8 Así
que, según la cosmología de Galileo, la fuerza que hacía que los saté-
8Isaac Newton, su sucesor, nacido en 1642, el año en que murió Galileo, dignificó la
idea de acción a distancia en 1687 cuando hizo pública su ley de la gravitación universal.
De hecho, la gravedad de la Luna originaría las mareas en los océanos de la Tierra incluso
aunque la Tierra no tuviera los movimientos de rotación y de traslación
82
lites girasen alrededor de los planetas y los planetas alrededor del Sol
habría tenido que ser ejercida también por los ángeles.
Kepler, un alemán contemporáneo de Galileo, hizo de la Luna la
pieza clave de su teoría de las mareas. Sin embargo, el pensamiento
de Kepler estaba lleno de alusiones místicas a la afinidad de la Luna
con el agua que eran ajenas por completo a la mentalidad estricta-
mente lógica de Galileo. (Kepler había postulado incluso la existencia
de seres inteligentes en la Luna, que serían los causantes de los acci-
dentes geográficos que se veían desde la Tierra.) Además, Galileo po-
dría haber tenido algún reparo en coincidir con un protestante alemán.
Galileo presentó el manuscrito de su tratado sobre las mareas a
uno de los más recientes cardenales de Roma: Alessandro Orsini, el
primo de veintidós años del gran duque Cosme. Quería que el carde-
nal Orsini remitiera el escrito al papa de entonces, Pablo V, cuya apro-
bación podría ser de gran ayuda para que la idea fuera aceptada. El jo-
ven cardenal entregó obedientemente el manuscrito, pero el pontífice
de sesenta y tres años rechazó leerlo. En lugar de ello, el Papa llevó el
asunto hasta el extremo de convocar a consejeros expertos en la ma-
teria para que decidieran de una vez por todas si la doctrina coperni-
cana debía condenarse o no por herética.
El Papa llamó a su asistente en cuestiones de teología, el cardenal
Roberto Bellarmino, un destacado intelectual jesuíta que había for-
mado parte del tribunal de la Inquisición que juzgó a Giordano Bru-
no. El cardenal Bellarmino, «martillo de herejes», había admitido en
una ocasión confidencialmente ante el príncipe Cesi de la Academia
Lincea que él particularmente consideraba herética la opinión de Co-
pernico, y que el movimiento de la Tierra era contrario a la Biblia.
(Esta declaración hizo que Cesi se preguntara si De revolutionibus ha-
bría sido publicado en caso de que Copernico hubiera vivido después
del Concilio de Trento en lugar de antes.)
Bellarmino conocía a Galileo por las reuniones y actos sociales en
los que habían coincidido a lo largo de un período de unos quince
años. Había visto las lunas de Júpiter a través de su telescopio en 1611
y sentía gran respeto por los descubrimientos que él mismo podía
apreciar mejor que nadie gracias a que había estudiado astronomía
en Florencia. El único defecto que el cardenal Bellarmino encontraba en
Galileo era su insistencia en ocuparse del modelo copernicano como
si fuera un escenario real de la vida en lugar de sólo una hipótesis.
Después de todo, no había ninguna prueba. El cardenal pensaba in-
cluso que Galileo debía ceñirse en público a la astronomía y no tratar
de decir a todo el mundo cómo tenía que interpretar la Biblia.
El Concilio de Trento, señalaba el cardenal Bellarmino con es-
83
pecial énfasis, prohibía la interpretación de las Escrituras en un senti-
do contrario al comúnmente aceptado por los santos padres, todos los
cuales, secundados por muchos comentaristas modernos, entendían
que la Biblia afirmaba claramente que el Sol giraba alrededor de la
Tierra. «Las palabras "también el Sol sale y se pone y retorna a su lu-
gar", etc., pertenecen a Salomón», escribía el cardenal Bellarmino,
que no sólo hablaba por inspiración divina, sino que era un hombre
más sabio y docto entre los demás, conocedor de las ciencias de los
hombres y de todas las cosas creadas y, además, su sabiduría procedía
de Dios. Así, no es probable que afirmara algo contrario a una verdad ya
demostrada o susceptible de ser demostrada. Y si me decís que Salo-
món se refería sólo a las apariencias y que a nosotros nos parece que
el Sol gira cuando es realmente la Tierra la que se mueve, de la misma
forma que a alguien que está en un barco le parece que es la orilla la
que se aparta del barco, os contestaré que aunque al viajero pueda pa-
recerle como si la orilla se apartara de la nave en la que está en lugar
de que ésta se aparte de la orilla, él sabe no obstante que se trata de
una ilusión y es capaz de corregirla porque ve claramente que es el
barco y no la orilla la que está en movimiento. Pero en cuanto al Sol y la
Tierra, un hombre juicioso no tiene necesidad de corregir su
apreciación porque su experiencia le dice sencillamente que la Tierra
está inmóvil y que sus ojos no le engañan cuando le informan que el Sol,
la Luna y las estrellas están en movimiento.

Cuando sucedió lo inevitable, en febrero de 1616, Galileo estaba


todavía en Roma. A petición del papa Pablo V, que había dedicado su
pontificado a promulgar las reformas del Concilio de Trento, los car-
denales del Santo Oficio redujeron el razonamiento copernicano a dos
proposiciones que debían ser sometidas a la votación de un tribunal de
once teólogos:
I. El Sol es el centro del Universo y, consecuentemente, no se des-
plaza a través de él.
II. La Tierra no es el centro del Universo, ni permanece inmóvil,
sino que se desplaza como un todo y también gira diariamente.

El veredicto unánime declaraba la primera idea no sólo «oficial-


mente herética» en la medida en que contradecía abiertamente las Sa-
gradas Escrituras, sino también «necia y absurda» desde el punto de
vista filosófico. Los teólogos declararon el segundo concepto igualmente
burdo desde el punto de vista filosófico, y «falto de fe». Añadieron
84
Cardenal Roberto Bellarmino

también que aunque no


contradecía la Biblia tan
radicalmente, sí socavaba
no obstante las cuestiones
de fe.
Los consejeros emitie-
ron sus papeletas el 23 de
febrero e informaron de sus
conclusiones al Santo Ofi-
cio al día siguiente. Aunque
las instancias oficiales no
efectuaron ninguna decla-
ración pública, Galileo re-
cibió casi inmediatamente
una citación oficial y una
notificación personal con el
resultado.
El 26 de febrero, dos oficiales
de la Inquisición fueron a reco- Cardenal Roberto Bellarmino.
gerle a la embajada toscana. Le escoltaron al palacio del signor cardenal
Belarmino, que lo recibió personalmente en la puerta sombrero en mano,
como era su costumbre, y le pidió que lo acompañara a su despacho. Allí le
habló de la resolución de esta comisión independiente contraria a la si-
tuación del Sol en el centro del Universo. En representación del Papa,
Bellarmino instó a Galileo a que dejara de defender esta opinión como
un hecho. No nos ha quedado ningún registro de la primera reacción de
Galileo ante este súbito derrumbamiento de todos sus esperanzados es-
fuerzos, pero se sometió sin dudarlo al mandato del cardenal.
Algunas otras personas se presentaron inesperadamente en casa del
cardenal para ver a Galileo. Venían conducidos por Michelangelo Seg-
hizzi, el comisario general de la Santa Inquisición, un dominico más de
los once teólogos que habían votado en la reciente comisión. El también
quería hablar en representación del Papa y decirle a Galileo que renun-
ciara a la opinión de Copérnico o, de lo contrario, el Santo Oficio pro-
cedería contra él. Galileo asintió de nuevo.
A la semana siguiente, el 5 de marzo, la Santa Congregación del
índice hizo pública una proclama en la que exponía la postura oficial
sobre la astronomía copernicana: principalmente, que era «falsa y
contraria a las Sagradas Escrituras». El decreto también citaba nom-
bres y establecía acciones a llevar a cabo. Prohibía el libro de Copér-
nico hasta que se hicieran en él las debidas correcciones «para que
85
esta opinión no pueda diseminarse más ni perjudicar la verdad católi-
ca». Citaba también otro libro del padre carmelita Paolo Antonio Fos-
carini, que había apoyado a Copérnico con entusiasmo emparejando
citas de capítulos del De revolutionibus con versículos de la Biblia
con la intención de mostrar cómo podían reconciliarse los dos textos.
Foscarini lo pasó mucho peor que Copérnico con el decreto porque su
libro fue condenado en su totalidad: prohibido y destruido. Pero tam-
poco se acabaron aquí las consecuencias catastróficas. El impresor de
Nápoles que había publicado el libro de Foscarini fue detenido poco
después del edicto de marzo y el padre Foscarini murió súbitamente a
principios de junio a la edad de treinta y seis años.
Dada la especificidad del edicto, Galileo vio claramente que sólo
el libro que intentaba equiparar a Copérnico con la Biblia había sido
castigado con la sanción más severa. Los otros dos libros citados —el
de Copérnico y otro que se titulaba Comentario sobre Job, de Diego de
Papa Pablo V

Zúñiga— estaban solamente suspendidos hasta que se hicieran ciertas


supresiones y correcciones. La edición de Cartas sobre las manchas
solares de Galileo, que también circulaba en aquella época, no recibió
ninguna mención en el edicto a pesar de que apoyaba abiertamente la
astronomía copernicana. Aunque Galileo había investigado en pro-
fundidad en la Biblia y su in-
terpretación para escribir la
Carta a la gran duquesa
Cristina de Lorena , esta obra
no había sido publicada to-
davía; y su Tratado sobre las
mareas existía igualmente
sólo como manuscrito.
Al haber sido omitido su
nombre en el texto del edicto
y haber escapado así a cual-
quier tipo de censura personal,
Galileo resplandecía. Cier-
tamente la teoría que defendía
había sido condenada, pero
él quedaba libre de conside-
rarla como una hipótesis y
de alimentar la esperanza de
que el decreto fuera revocado
algún día. Continuó siendo
la figura más importante de
la ciencia italiana, así como
Papa Pablo V
86
el representante de la casa florentina de los Médicis. Permaneció en
Roma otros tres meses, durante los cuales volvió a encontrarse con el
cardenal Bellarmino. También le fue concedida una audiencia priva-
da de casi una hora con el papa Pablo V el 11 de marzo.
«Le dije a Su Santidad los motivos de mi venida a Roma», escri-
bía Galileo al secretario de estado toscano,
y le hice saber la malicia de mis detractores y algunas otras
calumnias vertidas contra mí. Me contestó que estaba muy al tanto de
la honradez y sinceridad de mi corazón y, cuando le di muestras de estar
todavía un tanto inquieto por el futuro debido a mi temor a ser
perseguido por mis enemigos con un odio implacable, me consoló y me
dijo que podía marchar sin cuidado porque la totalidad de la
congregación de cardenales y él mismo me tenían en mucha estima, y
no se dejarían lle- var a la ligera por ningún informe calumnioso.
Mientras él viviera, siguió diciendo, podía sentirme seguro por
completo, y antes de partir me aseguró varias veces que podía contar
con su mejor voluntad y que estaba dispuesto a mostrarme su afecto y
generosidad en todo momento.

En la estela del edicto contra Copérnico, los rumores de herejía y


blasfemia continuaron manchando el nombre de Galileo aunque no
hubiera sido acusado ni condenado por ningún delito. En Venecia, las
habladurías hicieron correr la voz de que Galileo había sido citado en
Roma en un principio para dar cuenta de sus creencias, pero que aho-
ra se pronunciaba su nombre para que rindiera cuentas en el sentido
más estricto de la expresión. Los rumores de cómo el cardenal Bellar-
mino había obligado a Galileo a renunciar a sus creencias y a arre-
pentirse corrían por toda Pisa. A finales de mayo, justo antes de que
Galileo volviera a Florencia, apeló al cardenal para que los frenara y
recibió de él esta carta para certificar estos extremos.
Nos, cardenal Roberto Bellarmino, habiendo sabido que se dice
calumniosamente que el signor Galileo Galilei ha abjurado ante noso-
tros y que se le ha impuesto una penitencia y habiéndosenos solicita-
do que hagamos constar la verdad sobre esto, declaramos que el citado
signor Galilei no ha abjurado ni ante nosotros ni ante otras personas
aquí en Roma, ni, según nos consta, en ningún otro sitio, de ninguna
opinión o doctrina mantenida por él; tampoco se le ha impuesto nin-
gún tipo de penitencia o castigo ejemplarizante, sino que sólo se le ha
notificado la declaración efectuada por los santos padres y hecha pú-
blica por la Sagrada Congregación del índice en la que se establece
87
que la doctrina atribuida a Copérnico de que la Tierra se mueve alre-
dedor del Sol, y de que el Sol permanece inmóvil en el centro del Uni-
verso y no se mueve de oriente a occidente, es contraria a las Sagradas
Escrituras y, por tanto, no puede defenderse ni sostenerse. En prueba
de lo cual redactamos y firmamos este documento de nuestro propio
puño y letra en el día de hoy, a 26 de mayo de 1616.

Silenciado, pero al menos exonerado, Galileo se limitó en los años


siguientes a la diligente aplicación de sus grandes descubrimientos,
tales como la utilización de las lunas de Júpiter para resolver el pro-
blema de la determinación de la longitud en el mar —particularmen-
te cuando el éxito le hubiera supuesto el lucrativo premio que ofrecía
el rey de España—, o el estudio de los cuerpos contiguos a Saturno para
tratar de determinar su verdadera forma y tamaño.
El 4 de octubre, la festividad de san Francisco de Asís, Galileo se
enteró de que su hija mayor, aproximadamente a un kilómetro y me-
dio de Florencia, había hecho los votos en el convento de San Matteo
in Arcetri en el que llevaba viviendo ya tres años. Es posible que cuan-
do Galileo dispuso todo para que sus hijas entraran en el convento
sólo tuviera en mente su futuro más inmediato y no hubiera concebi-
do un diseño completo del futuro de sus vidas. De todos modos, no ha-
bían encontrado marido.
La forma de vida de la orden de las Hermanas Pobres instituida por
el bendito Francisco es ésta: cumplir el santo Evangelio de nuestro se-
ñor Jesucristo viviendo en obediencia, sin nada propio y en castidad.
[ Regla de santa Clara , capítulo I]

En la ceremonia de ordenación, Virginia renunció al nombre que te-


nía para ser conocida a partir de entonces como sor Maria Celeste; el
nombre que Dios había elegido para ella y le susurraba en su corazón.
En adelante, no se le permita salir fuera del monasterio.
[ Regla de santa Clara, capítulo II]

Al otoño siguiente, el 28 de octubre de 1617, Livia siguió los pasos


de su hermana y se convirtió en sor Arcangela. Ambas jóvenes pasa-
rían el resto de sus vidas en San Matteo.
Él Mismo se dignó y quiso ser recluido en un sepulcro de piedra.
Y le plugo permanecer enterrado de este modo durante cuarenta horas.
Así que, mis queridas hermanas, vosotras le seguiréis. Porque además

88
de obediencia, pobreza y purísima castidad tenéis que guardar santa
reclusión; reclusión en la que podréis vivir durante cuarenta años o
más, o algunos menos, y en la que moriréis. Estáis ya, por tanto, en vues
tro sepulcro de piedra, es decir en vuestra profesada reclusión.
[ Testamento de santa Colette ]

De un modo intermitente, Galileo continuaba compartiendo su


malograda teoría sobre las mareas con colegas italianos y extranjeros.
«Os envío un tratado sobre las causas del flujo y reflujo de la mar —con-
testaba Galileo en 1618 a la petición de un ejemplar de su obra por par-
te del archiduque austríaco Leopoldo— que escribí mientras los teó-
logos deliberaban sobre la prohibición del libro de Copérnico y la
doctrina allí enunciada que yo sostuve como verdadera, hasta que a aque-
llos señores les pareció oportuno suspender la obra y proclamar la opi-
nión de que es falsa y contraria a las Escrituras. Ahora, sabiendo como
sé que nos incumbe obedecer las decisiones de las autoridades y creer en
ellas puesto que están guiadas por una revelación más alta de lo que
mi humilde intelecto puede alcanzar por sí mismo, considero este
opúsculo que os envío como un fruto de la vanidad poética o un sue-
ño [...] como una ilusión mía [...] esta quimera.»

89
VII - Conjeturar desde aquí, entre las sombras

VIII

Conjeturar desde aquí, entre las sombras

El conjunto de la correspondencia de Galileo está repleta de alusio-


nes a las enfermedades que tan a menudo le impedían contestar a al-
guien con prontitud o le obligaban a despedir una carta
apresuradamente.
Los cambios climáticos le «faltaban el respeto», señalaba su primer
biógrafo, y normalmente caía enfermo en primavera o en otoño, o en am-
bas estaciones, casi todos los años de su vida adulta. Aunque no era
frecuente que Galileo explicara con detalle la naturaleza de estas cri-
sis, pudo haber sufrido alguna fiebre recurrente que contrajera en el
incidente de la gruta de Padua. O pudo haber sido víctima de la mala-
ria o el tifus, enfermedades bastante comunes en la Italia de esa épo-
ca. Otra posible explicación de su ciclo repetitivo de enfermedades es
que se tratara de episodios reumáticos inespecíficos, probablemente
gota, que podrían haber tenido alguna incidencia dados «los fuertes dolo-
res y punzadas» que su biógrafo decía que sufría «en diferentes partes
del cuerpo». La gota produce también cálculos renales que son muy
dolorosos (cuando el exceso de ácido úrico en la sangre que es carac-
terístico de esta enfermedad se deposita en los ríñones y en las articu-
laciones en forma de cristales), y Galileo se quejó más de una vez de
molestias persistentes en los ríñones. La cantidad de vino tinto que él
mismo producía y bebía sólo habría agudizado esta situación (debido
al aumento de la concentración de ácido úrico). Incluso en una época
en que el vino estaba considerado por todo el mundo como una alter-
nativa más saludable que el agua, los médicos reconocían la relación
causal existente entre el alcohol y los ataques de gota. La hija de Ga-
lileo, que elaboraba muchos tónicos y pastillas para él en la botica del
convento, le aconsejaba en sus cartas que limitara «el alcohol que tan
dañino es para vos» por «el grave riesgo de que caigáis enfermo».
Otros males que Galileo a veces mencionaba específicamente eran
el dolor de pecho, una hernia para la que llevaba un incómodo braguero
metálico, el insomnio y diversas molestias en la vista, particularmen-
91
te desafortunadas para un astrónomo. «Como consecuencia de alguna
otra enfermedad, empecé a ver un halo luminoso de más de medio me-
tro de diámetro alrededor de las llamas de las velas —escribía Galileo
a un colega acerca de un problema de este tipo— que me ocultaba
todo lo que se encontraba detrás de ellas. Conforme la enfermedad fue
remitiendo, el tamaño y la densidad de este halo también disminuyó,
pero ha quedado más de él que de mi anterior vista y mis buenos
ojos.» Sus frecuentes exhibiciones públicas con el telescopio podrían
haberle expuesto también a alguna infección en los ojos que se conta-
giara con facilidad por haber compartido los oculares .
Cuando Galileo se trasladó a Florencia en 1610, una salud pésima
y los largos períodos de recuperación posteriores le conducían con
frecuencia fuera de la ciudad hacia las montañas que la rodean. «Ten-
dré que convertirme en un poblador de las montañas —maldecía Ga-
lileo cuando su madre, sus dos hijas pequeñas y él vivían todavía en
la ciudad—, o de lo contrario pronto viviré para siempre entre las se-
pulturas.»
Durante varios años consecutivos se confió muy agradecido a la
hospitalidad de su amigo y discípulo Filippo Salviati, que le rescata-
ba del dañino aire de la ciudad. En Villa delle Selve de Salviati, en las
montañas de Signa, a unos veinticinco kilómetros de Florencia, Gali-
leo pasó el tiempo suficiente durante la convalecencia de sus habitua-
les enfermedades como para escribir la mayor parte de dos libros: Dis-
curso sobre los cuerpos que flotan en el agua y Cartas sobre las
manchas solares. Cuando su acceso a este lugar de reposo finalizó en
1614 a causa de la muerte de Salviati, Galileo se vio obligado a bus-
car su propio refugio para todo el año.
En abril de 1617 alquiló una elegante villa que se llamaba Bellos-
guardo («bella vista») en la cima de una montaña a la orilla sur del río
Arno, compensando el importante gasto de alquiler de cien scudi
anuales con la venta del grano y las judías que crecían en su propie-
dad. Desde su nueva atalaya disfrutaba de un panorama de los cielos
que no ofrecía ningún obstáculo, y de una vista hacia abajo que abar-
caba los tejados rojizos, las bóvedas de las iglesias y las murallas de la
ciudad de Florencia. Al este podía ver la ladera de verdes olivos de Ar-
cetri, donde vivían sus hijas al otro lado de los muros del convento de
San Matteo. Tardaba tres cuartos de hora en llegar hasta allí a pie o en
una mula para hacerles una visita cuando podía realizar el viaje.
Sin embargo, a pesar de la saludable atmósfera de Bellosguardo,
otro ataque agudo aquejó a Galileo a finales de 1617 y se apoderó de
él hasta la llegada de la primavera. En mayo de 1618, agradecido por
verse liberado por fin del lecho de enfermo, emprendió una peregri-
92
nación a través de los Apeninos hacia la costa del Adriático, donde vi-
sitó la «Santa Casa»: el santuario de Nuestra Señora de Loreto. Esta
residencia original de la virgen María, según la leyenda local, había
sido arrancada de cuajo de Tierra Santa en 1294 y transportada en alas
de ángeles hasta el pequeño bosque de laureles ( loreto en italiano) que
daba su nombre a la ciudad cercana. Galileo había hablado por pri-
mera vez de rendir culto al popular santuario en 1616, después de ha-
ber salido ileso en Roma de la polémica copernicana, pero los incidentes
y las enfermedades le habían alejado de cumplir su promesa hasta ese
momento, en que, además, podría dar gracias por su reciente recupe-
ración y rogar también por la mejora de su salud en el futuro.
Regresó a su casa en Bellosguardo en junio junto a su hijo Vincenzio,
Los tres cometas de 1618

al que había traído de Padua en 1612 a la edad de siete años. En 1618,


su casa, habitada mayoritariamente por varones, contaba con dos nue-
vos alumnos: Mario Guiducci y Niccolò Arrighetti que, al igual que
anteriormente Castelli y todos los que vinieron después, seguirían
siendo amigos fieles de Galileo durante toda su vida. Los estudiantes
de treinta años se ocuparon durante todo aquel verano de copiar los pri-
meros teoremas de su maestro sobre el movimiento con el fin de ayu-
darle a volver a su trabajo principal, que había sido abandonado en
1609 a causa del telescopio. Exploraron el denso revoltijo de notas pa-

Los tres cometas de 1618


93
duanas y compusieron pulcras cuartillas de papel escritas por una sola
cara, lo cual era una extravagancia en aquella época, para que él las
revisara y corrigiera.
En septiembre, justo cuando los estudiantes que ayudaban a Gali-
leo habían terminado los trabajos preliminares, otro asalto de sus en-
fermedades le impidió desarrollarlos tal como estaba previsto. Pudo
haberse tratado de un simple retraso si no hubiera sido porque, mien-
tras Galileo estaba postrado, el cielo enviaba un nuevo misterio que
resolver; aquella aparición resultaría ser el comienzo de una cascada
de acontecimientos que pospondrían la publicación de sus estudios
sobre el movimiento durante otras dos décadas.
Un pequeño cometa surcaba los cielos de Florencia aquel mes de
septiembre de 1618. Aunque no muy espectacular, como corresponde
a todos los cometas, era no obstante el primero que se veía desde el
nacimiento del telescopio. Otros astrónomos se encaramaron a sus
azoteas con el aparato que había diseñado Galileo, pero él mismo tuvo
que seguir encerrado como un inválido. Después llegó otro cometa a
mediados de noviembre, cuando Galileo por desgracia no lo estaba
pasando mejor que antes. Y aún a finales de noviembre, cuando un ter-
cer cometa verdaderamente resplandeciente irrumpió en escena para
reclamar la atención de los astrónomos de toda Europa, Galileo tam-
poco pudo contarse entre ellos.
«Durante todo el tiempo que el cometa fue visible —informó
posteriormente— estuve confinado en mi cama a causa de la enfermedad.
Allí recibía a menudo la visita de amigos. Con mucha frecuencia se
producían discusiones sobre los cometas, durante las cuales tuve oca-
sión de exponer algunas ideas mías que arrojaban dudas sobre las doc-
trinas que se habían mantenido anteriormente acerca de esta cues-
tión.» De hecho, Galileo vio sólo un cometa importante en toda su
vida —se trataba de uno muy grande y muy brillante que apareció en
1577, cuando era joven— y nunca supo explicar lo que eran realmen-
te estos cuerpos.
La mayoría de los contemporáneos de Galileo temían los cometas
porque los consideraban malos presagios. (En aquella época, los tres
observados en 1618 fueron considerados a posteriori como heraldos
de la guerra de los treinta años que había estallado en Bohemia ese mis-
mo año.) Los filósofos aristotélicos pensaban que los cometas se de-
bían a perturbaciones atmosféricas. El hecho de que vinieran y se mar-
charan, unido a las constantes alteraciones de su ensortijado brillo, los
relegaba a la esfera sublunar, entre la Tierra y la Luna, donde se pen-
saba que entraban en ignición mediante la fricción del giro de esta es-
fera con las capas superiores del espacio.
94
Puede parecer increíble que en aquel otoño de 1618 Galileo resis-
tiera la tentación de salir aunque sólo fuera para ver un instante cual-
quiera de los tres cometas, particularmente desde que empezó a sen-
tirse suficientemente bien como para entablar debates intelectuales
con sus visitantes. Pero, en verdad, el aire nocturno de noviembre su-
ponía un terrible riesgo para él, un hombre que en aquel momento ya
estaba bien entrado en los cincuenta y que había pasado la mayoría del
año enfrentándose a una enfermedad tras otra. Por otra parte, según sa-
bía Galileo sin ningún género de duda gracias al relato de sus amigos,
no habría visto mucho más aunque incluso estuviera pertrechado con
sus propias opiniones sobre estos cuerpos. Un cometa o «estrella con
cola» presentaba sus contornos borrosos a pesar de la ayuda del teles-
copio más potente. 9 A diferencia de las estrellas fijas que se concreta-
ban en puntos de luz cuando el telescopio las despojaba de sus rayos,
o de los planetas que se convertían en pequeñas esferas, un cometa no
podía enfocarse con nitidez. Pero Galileo se quedaba en cama porque
creía—de acuerdo por una vez con sus contemporáneos aristotélicos,
aunque no por las mismas razones— que los cometas formaban parte
de la atmósfera de la Tierra.
De este modo rechazaba los descubrimientos de su predecesor da-
nés Tycho Brahe, que había observado el gran cometa de 1577 y otro
más en 1585. Brahe, posiblemente el astrónomo sin telescopio más
capacitado de los que jamás hayan existido, siguió a aquel cometa
cada noche con sus descomunales instrumentos de medición con el fin
de determinar su posición. Estaba más allá de la Luna, concluyó tras
sus estudios posicionales, quizá tan distante como Venus y, según su
mentalidad de siglo XVI, esto significaba una de dos cosas: que el co-
meta había llegado atravesando las cristalinas esferas celestes de Aris-
tóteles, o que las esferas celestes no existían. Brahe escogió la segun-
da de estas dos alternativas, envalentonado por haber sido el primer
europeo que había identificado una nova en 1572, lo cual le conven-
ció de que los cambios en el cosmos «inmutable» sí podían producirse.
Cuando Galileo fue testigo de la siguiente nova, en 1604, recurrió
a la interpretación del desaparecido Brahe sobre la naturaleza y signi-
ficado de la nueva estrella. Pero despreció su modelo planetario a cau-
sa de su escaso compromiso con Tolomeo o Copérnico. Y aunque Bra-
he había seguido al cometa muy minuciosamente, Galileo le apartó de
9 No pudo obtenerse ninguna imagen nítida y cercana de ningún cometa hasta 1986, cuan
do varios satélites observaron el cometa Halley durante su reciente regreso. Las imágenes re
velaron que el cuerpo estaba formado por una oscura amalgama de rocas heladas —una «bola
de nieve sucia»— que desarrolla una cabeza enorme y una cola de polvo y gases incandescen
tes cada vez que su gran órbita elíptica lo acerca al Sol
95
Sistema del mundo de Tycho Brahe

Sistema del mundo de Tycho Brahe


sí como a un fuego fatuo. Pensó que los cometas eran anomalías lu-
minosas del aire — m á s bien reflejos de la luz del Sol que rebotaban
en vapores que se encontraban a gran altura— y no cuerpos celestes en
sí mismos. Se podría medir la distancia a un cometa, pensaba Galileo,
tanto como atrapar el arco iris o la aurora boreal.
Respecto a los cometas de 1618, ninguna de las noticias, cartas
o preguntas a las que Galileo tuvo acceso le apartaron lo más míni-
mo de su escéptico punto de vista. Tampoco le impresionó un folle-
to que le enviaron desde Roma, que incluía una conferencia sobre el
cometa que había tenido lugar en el Colegio Romano a principios de
1619. Su autor, el padre Orazio Grassi, un astrónomo jesuíta, defen-
día, sobre la base de sus propias observaciones, que el sendero del
cometa del recién terminado mes de noviembre discurría entre el Sol
y la Luna. Era una conclusión destacable para cualquier jesuíta dado
que el Colegio Romano no cuestionaba a Aristóteles a la ligera. De
todos modos, Galileo dudaba de las estimaciones de la distancia del
padre Grassi, al igual que había puesto en duda las de Tycho Brahe,
argumentando que los cometas no tenían sustancia. El padre Grassi
cometía ademas varios errores matemáticos en sus cálculos, los cua-
96
les le llevaban a estimar el volumen del cometa en su conjunto, cuer-
po y cola, en varios billones de veces el tamaño de la Luna; una irri-
soria exageración desde el punto de vista de Galileo. Pero aún había
más: al describir sus observaciones telescópicas del cometa, el pa-
dre Grassi daba muestras de su ignorancia sobre los principios fun-
damentales del aparato, lo cual animaba aún más a Galileo a des-
preciarlo.
En esta coyuntura, el alumno de Galileo Mario Guiducci fue ele-
gido cónsul de la prestigiosa Academia Florentina, cuyo nombra-
miento le obligó a ofrecer dos conferencias públicas en la primavera
de 1619. Escogió como tema el cometa. Galileo escribió por él la ma-
yoría de su contenido y expresó su perplejidad a la vez que negaba las
conclusiones de Tycho Brahe y del padre Grassi: «En adelante, debe-
mos mostrarnos satisfechos con lo poco que podamos conjeturar des-
de aquí, entre las sombras —opinaba Galileo a través de Guiducci—,
hasta tanto no nos sea dada la verdadera constitución del Universo y
de sus partes, en la medida en que lo que Tycho Brahe nos ofreció con-
tinúa siendo insuficiente.»
El padre Grassi se ofendió cuando se publicaron las versiones de
estas conferencias en junio de 1619, las cuales aparecieron bajo el tí-
tulo de Discurso sobre los cometas. Galileo —puesto que todo el
mundo daba por hecho que él era su autor— parecía escoger a los je-
suítas como objetivo de sus ataques: primero el padre Scheiner (el
«Apelles» de las Cartas sobre las manchas solares) y ahora el padre
Grassi, a pesar de que el Colegio Romano, jesuíta, había apoyado
siempre sus descubrimientos y le había tratado con mucho respetó.
El enfadado y ofendido padre Grassi publicó rápidamente una re-
futación en un libro titulado Libra Astronómica , o Balanza astronó-
mica y filosófica, que escribió en latín bajo el seudónimo de Lothario
Sarsi, un supuesto alumno suyo. Tal como adelantaba en su título, la
Libra de 1619 sopesaba las ideas de Galileo acerca de los cometas en
una escala graduada y demostraba que no tenían ningún peso.
Obligado a responder y a acallar los ruidosos ladridos de sus ad-
versarios, Galileo empezó a replicarles desde el mismo encabeza-
miento de su respuesta. La llamó Il Saggiatore , o El ensayador, susti-
tuyendo así la burda escala de la Libra por el mucho más delicado
quilatador que empleaban los ensayadores para determinar la cantidad
de oro puro que había en las menas. El padre Grassi raboteó de nuevo
y se refirió a este libro a propósito con una equivocación llamándolo
Il assaggiatore , o El catador, para dar a entender que Galileo, conoci-
do amante del buen vino, había estado bebiendo demasiado cuando
escribió El ensayador.
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En 1620, a medida que se elevaba el tono del debate sobre el come-
ta, la Sagrada Congregación del índice amplió el alcance del edicto de
1616 al anunciar finalmente las necesarias correcciones que debían ha-
cerse al texto de Copérnico, De revolutionibus, para poder excluirlo del
Indice de libros prohibidos. La Congregación insistía en sanear algunas
docenas de afirmaciones de Copérnico, en las que se manifestaba que la
Tierra se movía, hasta hacer que sonaran más bien como insinuaciones
hipotéticas. Obedientemente, Galileo anotó en su propia copia de De re-
volutionibus los cambios exigidos, aunque tuvo cuidado de tachar los
pasajes en cuestión con trazos muy suaves.
En El ensayador Galileo no se aventuró a mencionar la teoría co-
pernicana ni una sola vez. Dado el edicto, una alusión a esa polémica
no sólo habría sido imprudente, sino también improcedente: Copérni-
co no se había ocupado de los cometas en su libro, y la idea que Gali-
leo tenía de los mismos al considerarlos ilusiones ópticas los separa-
ba automáticamente, por lo que él sabía, del ámbito del Sol y los
planetas. Incluso se mofaba de «Sarsi» y de «su maestro» por conce-
der a los cometas la categoría de seudoplanetas. «Si sus pensamientos
y sus palabras tienen la capacidad de traer a la existencia las cosas que
han pensado y nombrado —bromeaba Galileo—, quizá debiera ro-
garles que me hicieran el favor de pensar y llamar "oro" a un montón
de chatarra que tengo en mi casa.»
Además, insistía Galileo, el efecto de la luz del Sol podría hacer
que los objetos más vulgares brillaran para confundir a los más inge-
nuos: «Sarsi no tiene más que escupir en el suelo, y, cuando mire su
propio escupitajo hacia el punto donde se reflejan los rayos del Sol,
verá sin duda el aspecto de una estrella natural.»
Galileo aprovechó la ocasión que le brindaba El ensayador para
mofarse de los términos filosóficos que en su época se hacían pasar
por explicaciones científicas. Señalaba que «simpatía», «antipatía»,
«propiedades ocultas», «influencias» y otras muchas palabras pareci-
das, a menudo «se utilizan por parte de algunos filósofos como un pre-
texto para no dar la respuesta correcta, que habría sido "No lo sé"».
«Esa respuesta —continuaba— es tanto más tolerable que las
otras cuanto que la candida honestidad es mucho más hermosa que la
falsa ambigüedad.»
El ensayador se ocupaba de la polémica de la época sobre los co-
metas en el más amplio contexto de la filosofía de la ciencia con el fin
de soslayar la prohibida cuestión del sistema del mundo. Galileo trazó
una distinción inolvidable entre el método experimental que propugnaba
y la prevaleciente dependencia de los conocimientos anteriores y la
opinión mayoritaria. «No puedo por menos que asombrarme», escribía
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que Sarsi insista en tratar de demostrar, diciendo que ha sido testi-
go de ello, algo que puedo ver por mí mismo a través de un experimento.
Se llama a los testigos para cuestiones dudosas que forman parte del
pasado o que son fugaces, no para aquellas otras que son de actualidad
o están a la vista de todos. Un juez debe buscar testigos para determi-
nar si Pietro agredió a Giovanni anoche, pero no para saber si Gio-
vanni fue agredido anoche porque esto lo puede comprobar el juez por
sí solo. Pero incluso cuando se trata de establecer conclusiones que
sólo pueden conocerse mediante la reflexión razonada, afirmo que el
testimonio de muchos tiene poco más valor que el de unos pocos,
puesto que el número de personas que razona adecuadamente sobre
materias difíciles es mucho menor que el de aquellos que razonan de
modo inapropiado. Si razonar fuera igual que cargar, estaría de acuer-
do en que varias personas razonando valdrían más que una, al igual
que varios caballos pueden tirar de más sacos de grano que uno solo.
Pero razonar es como correr, no como cargar, y un único pura sangre
puede correr más que cien percherones.

Galileo tardó dos años en terminar El ensayador, ocupado como


estuvo a lo largo de toda su vida con muchos asuntos oficiales y fa-
miliares. Marina Gamba murió en febrero de 1619, dejando oficialmente
huérfanos a los hijos de Galileo. Después de haber ayudado ya a sus
dos hijas a tomar los hábitos, Galileo expió entonces las confusas cir-
cunstancias del nacimiento de su hijo al conseguir que el gran duque
Cosme II legitimara a Vincenzio el 25 de junio, dos meses antes de que
el joven cumpliera treinta años. Cosme gestionó este asunto con la
discreción necesaria, ya que era consciente de que sus propios ante-
pasados Médicis habían engendrado al menos ocho hijos ilegítimos
ilustres, dos de los cuales habían llegado a ser cardenales; incluso uno
de estos dos últimos había cambiado el bonete cardenalicio por la tia-
ra papal cuando se convirtió en el papa Clemente VII.
Mientras tanto, la madre de Galileo, Madonna Giulia, a medida
que se iba haciendo mayor iba agriando su carácter en la casa de Flo-
rencia en la que se había quedado cuando su hijo se trasladó a Bel-
losguardo. «Escucho sin demasiada sorpresa que nuestra madre se
está volviendo temible —se compadecía el hermano de Galileo, Mi-
chelangelo, en octubre de 1619 desde la segura distancia de Munich—.
Pero es muy mayor y pronto habrá un final para todas estas riñas.»
Madonna Giulia murió en septiembre de 1620 a los ochenta y dos
años. Su muerte fue seguida pronto por los funerales públicos por el
fallecimiento del gran duque en febrero de 1621, cuando sólo tenía
treinta años. Cosme II había subido al poder a los diecinueve años y
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legaba ahora el gran ducado de Toscana al mayor de sus ocho hijos:
Ferdinando II, de diez años de edad. El niño también heredó al maes-
tro matemático y filósofo de la corte de Cosme, puesto que el cargo de
Galileo tenía carácter vitalicio. Sin embargo, hasta que Ferdinando al-
canzó la mayoría de edad delegó forzosamente todas las cuestiones en
el criterio de sus regentas: su madre, la archiduquesa Maria Maddale-
na de Austria, y su abuela, la gran duquesa consorte viuda Cristina de
Lorena.
Las necrológicas del año 1621 también incluyeron a dos persona-
jes importantes que estuvieron detrás del edicto anticopernicano: el
cardenal Roberto Bellarmino, que posteriormente sería canonizado
como san Roberto Bellarmino, y el papa Pablo V, fundador de los Ar-
chivos Secretos del Vaticano, donde algunos documentos relativos al
viaje a Roma de Galileo de 1616 ya descansaban entre otros muchos
documentos papales privados para ir acumulando el valor del paso de
los siglos. Pablo V, que había prometido proteger a Galileo durante el
resto de su vida, moría de un ataque de apoplejía el 28 de enero. Poco
más de una semana después, el 9 de febrero, el Sagrado Colegio Car-
denalicio aclamaba súbita y unánimemente a Alessandro Ludovisi de
Bolonia, su sucesor, como papa Gregorio XV. Pero la delicada salud
del nuevo pontífice, de la que los cardenales habían sido advertidos en
el momento de su elección, pondría fin a su papado en menos de dos
años.
Galileo cayó enfermo de nuevo a principios de 1621, se recuperó
a mediados de año y terminó la mayor parte de El ensayador a finales
del mismo. Escribió la larga polémica en forma de carta a su amigo y
colega linceo de Roma Virginio Cesarini, el joven sobrino del prínci-
pe Cesi que había sido tocado por la ciencia bajo la influencia de Ga-
lileo y que le había escrito durante el período en que el cometa era vi-
sible para ofrecerle detalles de sus propias observaciones.
«Excelencia, nunca he entendido —se dirigía Galileo a Cesarini las-
timosamente en las páginas de El ensayador— por qué cada uno de
los estudios que he publicado para complaceros a vos o para servir a
otros ha despertado en algunos hombres una cierta animosidad para res-
tar valor, despreciar o vilipendiar el modesto mérito que creo haber-
me ganado; si no por mi obra, al menos por su intención.»
En octubre de 1622 Galileo remitió el esperado manuscrito ya co-
rregido a Cesarini, que lo retocó un poco más en colaboración con el
príncipe Cesi antes de su publicación. Cuando el verano siguiente los
trabajos de imprenta estuvieron acabados, una columna de humo blan-
co que salía de la Capilla Sixtina exigió de todos modos que se detu-
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viera el proceso.
El papa Gregorio había muerto. El cardenal Maffeo Barberini, que
conocía y admiraba a Galileo desde hacía mucho tiempo, le sucedería
como papa Urbano VIII.
Rápidamente, el príncipe Cesi compuso una nueva portada graba-
da que incorporaba las tres abejas del escudo de armas de Barberini.
Aunque Galileo había dedicado El ensayador a Virginio Cesarini, los
linceos consideraron el valor político de dedicar el libro al nuevo pon-
tífice. Le ofrecían El ensayador, que había dejado de ser una malicio-
sa discusión sobre un trío de cometas, como su presentación literaria
en la corte papal de Urbano VIII.

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