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Galileo Primera Parte
Galileo Primera Parte
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© Ken Robbins
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RICARDO GARCIA
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Fiorenza
Caratula interna
Dava Sobel
LA HIJA DE GALILEO
Una nueva visión de la vida y obra de Galileo
Nota del traductor
8
Mapa antiguo de Italia
Italia en 1603
Imagen de Galileo mirando las estrellas
Primera parte - Camino de Florencia
PRIMERA PARTE
CAMINO DE FLORENCIA
I - Tan querida que era para vos
I
13
Al día siguiente del funeral de su hermana Virginia, el científico ya
conocido en todo el mundo, Galileo Galilei, recibió esta carta. Era la
primera de las 124 que se conservan de la alguna vez voluminosa co-
rrespondencia que mantuviera con su hija mayor. De los tres hijos de
Galileo, sólo ella heredó la misma brillantez, laboriosidad y sensibili-
dad en virtud de las cuales se convirtió en su confidente.
a hija de Galileo nació de una duradera relación ilegítima con la
hermosa Marina Gamba, de Venecia. Vino al mundo con el calor del
verano de un nuevo siglo: el 13 de agosto de 1600. Ese mismo año, en
Roma, el fraile dominico Giordano Bruno fue quemado en la hogue-
ra por causa de —entre otras herejías y blasfemias— su insistencia en
que la Tierra giraba alrededor del Sol en lugar de permanecer inmóvil
en el centro del Universo. En un mundo que todavía no era conscien-
te de su posición, Galileo se comprometió en este particular conflicto
cósmico con la Iglesia y abrió una peligrosa brecha entre el cielo que
reverenciaba como católico y el cielo que reveló mediante su telescopio
Galileo bautizó a su hija con el nombre de Virginia en honor de su
«querida hermana». Pero como nunca se casó con la madre de Virgi-
nia, condenó a su hija a que jamás pudiera casarse. Nada más cumplir
los trece años la ingresó en el convento de San Matteo in Arcetri, en
el que llevó una vida de pobreza y retiro espiritual.
Cuando hizo los votos, Virginia adoptó el nombre de Maria Celeste
en un gesto con el que reconocía la fascinación de su padre por las
estrellas. Aunque llevó una vida de oración y penitencia, conservó su
devoción por Galileo como si se tratara de un santo varón. La preocu-
pación exageradamente cariñosa que mostraba en su carta de condo-
lencia reflejaba las consecuencias de la década anterior: su padre se
había hecho mayor, caía enfermo con frecuencia, había publicado un
libro por el que había sido llevado a juicio ante la Santa Inquisición y,
no obstante, continuaba con sus curiosas investigaciones.
«nosotros» de la carta de sor Maria Celeste se refiere a ella y a
su hermana Livia —la desconocida y silenciosa segunda hija de Gali-
leo, que también tomó los hábitos e hizo los votos en el convento de
San Matteo para convertirse en sor Arcangela. Mientras tanto, su her-
mano Vincenzio, el hijo pequeño de la unión de Galileo y Marina, ha-
bía sido legitimado mediante una autorización del gran duque de Tos-
cana y se había marchado a estudiar leyes a la Universidad de Pisa.
Por eso sor Maria Celeste consolaba a Galileo por haberse queda-
do solo en el mundo, con sus dos hijas enclaustradas en el aislamien-
to de las monjas, un hijo que todavía no era un hombre, su esposa ile-
gítima muerta y su familia de origen fallecida o dispersa.
14
Telescopio hecho a mano por Galileo.
21
II - Ese gran ibro que es el Universo
II
23
Arbol genealogico de la familia Galilei
VINCENCIO ? ? VIRGINIA
n.el 8 de agosto de 1595 un monje una monja en San monja en San Matteo in Arcetri,
m.en julio de 1649, casado benedictino Giorgio con el nombre con el nombre de sor Chiara
con Anna di Cosme Diociaiuti de sor Arcangela
B ENEDETTO VIRGINIA
n. e 1630 monja en San Giorgio con el
nombre de sor Olimpia
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M ICHELANGELO LIVIA LENA (?)
n. el 18 de diciembre de 1575, n. el 7 de octubre de 1578,
m. el 3 de enero de 1671, casada en enero de 1601 con
casado en 1608 con Taddeo di Cesare Galleti
Anna Chiara Bandinelli (m. en1634)
C ESARE ? G IROLAMO ANTONIO
n. el 15 de diciembre n. el 26 de sept. de 1603 n. en 1609 n. en 1610
de 1601 m. el 27 sept de 1603
VICENZO M ECHILDE ALBERTO C ESARE C OSME M ICHELANGELO E LISABETTA ANNA M ARIA M ARIA FULVIA
n. en 1608 m. en 1634 n. en nov. de 1617 m. en 1634 n. en 1625 n. en 1627
m. en junio de 1692 m. en 1634 m. en 1634
25
Galileo mismo señaló en su causa, esto no quería decir en absoluto
que él fuera judío.
Galileo Galilei hizo algunos intentos de emular la trayectoria de su
famoso antepasado estudiando medicina en la Universidad de Pisa du-
rante dos años antes de dedicarse al estudio de sus grandes pasiones:
las matemáticas y la física. «La filosofía está escrita en ese gran libro
que es el Universo y que está constantemente abierto ante nuestros
ojos —pensaba Galileo—. Pero el libro no puede comprenderse a me-
nos que uno aprenda antes a leer el alfabeto y las palabras con que está
escrito, ya que está escrito en el lenguaje de las matemáticas y sus ca-
racteres son triángulos, círculos y otras figuras geométricas, sin las
cuales es humanamente imposible comprender una sola palabra; sin ellos,
uno vaga sin rumbo por un oscuro laberinto.»
El padre de Galileo se había opuesto a la idea del joven de ser ma-
temático; aducía su larga experiencia personal con las matemáticas,
que le habían dado una vida de patricio pobre, e intentó disuadir a su
hijo de que escogiera una carrera tan mal remunerada.
Vincenzio se ganaba la vida con escasez dando clases de música
en la misma casa alquilada en que Galileo nació y en parte se crió.
También trabajaba un poco en los negocios de la familia de su mujer,
los comerciantes de tejidos Ammannati, con el fin de completar sus mo-
destos ingresos docentes. Pero él se consideraba un especialista en
música en una época en que la música era entendida como rama espe-
cial de las matemáticas. Vincenzio enseñó a Galileo a cantar y a tocar
el órgano y otros instrumentos, incluyendo el recientemente mejora-
do laúd, que acabó siendo su favorito. En el transcurso de su forma-
ción, el padre enseñó al hijo la teoría pitagórica de las proporciones
musicales que preconizaba estricta obediencia a las propiedades nu-
méricas de las notas en una escala, tanto para componer como para
afinar los instrumentos. Pero Vincenzio subordinó estas reglas maes-
tras a sus propios estudios sobre la física del sonido. La música, al fin
y al cabo, provenía de las vibraciones del aire y no de conceptos abs-
tractos referidos a los números enteros. Sirviéndose de esta filosofía,
Vincenzio estableció una fórmula para afinar el laúd acortando los in-
tervalos entre los trastes.
Después de que Vincenzio se trasladara a Florencia con su mujer
en 1572 dejando a Galileo temporalmente al cuidado de unos parien-
tes, se unió a otros virtuosos, críticos y poetas dedicados a recuperar
las tragedias griegas clásicas con su música original1 Vincenzio es-
1La ópera se desarrolló a partir de sus esfuerzos hasta florecer oficialmente en 1600
en Florencia con la primera representación de Euridice .
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cribió también un libro en el que defendía la nueva técnica de afina-
ción porque concedía más importancia a la armonía del sonido de los
instrumentos que al apego tradicional a las estrictas relaciones numé-
ricas entre las notas. Este libro desafiaba abiertamente al antiguo pro-
fesor de música del propio Vincenzio, que impidió que se publicara en
1578 en Venecia. No obstante, Vincenzio perseveró hasta que tres
años después vio impresa su obra en Florencia. El joven Galileo no des-
perdició ninguna de estas lecciones de determinación y desafío a la
autoridad.
Me parece —afirmaba Vincenzio en su Diálogo sobre la música
antigua y moderna — que aquellos que recurren simplemente a la
fuerza de la autoridad con el fin de demostrar cualquier afirmación sin
aducir ningún otro argumento para fundamentarla actúan de un modo
verdaderamente absurdo. Por el contrario, yo deseo que se me permi-
ta preguntar y responder libremente sin ninguna clase de adulación; como
lo hacen aquellos que buscan la verdad.»
Cuando Galileo tenía diez años atravesó Toscana para unirse a sus
padres y a Virginia, su hermana mayor, en Florencia. Hasta los trece
años recibió clases de gramática cerca de su nueva casa y después se
fue al monasterio benedictino de Vallombrosa para estudiar griego, la-
tín y lógica. Una vez allí, ingresó en la orden como novicio con la es-
peranza de convertirse algún día en monje, pero su padre no se lo per-
mitió. Vincenzio sacó a Galileo de allí y lo llevó de nuevo a casa
alegando una inflamación en los ojos del joven que precisaba tratamiento
médico. Pero fue el dinero el que decidió esta cuestión, porque Vin-
cenzio difícilmente hubiera podido permitirse el desembolso inicial y
el pago de los gastos de mantenimiento ordinarios que eran necesarios
para alimentar la vocación religiosa de un hijo que no produciría nin-
gún ingreso. Con las chicas era diferente. Vincenzio tendría que pagar
de cualquier manera la dote de sus hijas, ya fuera a la Iglesia o a un
marido, sin recibir nada a cambio por ninguno de los dos posibles de-
sembolsos. De modo que necesitaba a Galileo para que trabajara y ga-
nara dinero mientras crecía; preferiblemente como médico, para que
así pudiera contribuir al mantenimiento de sus hermanas pequeñas,
que ya eran cuatro, y de sus dos hermanos.
Vincenzio planeó enviar a Galileo de nuevo a Pisa, al colegio de
la Sapienza, como uno de los cuarenta niños toscanos que tenían ga-
rantizada la enseñanza y el alojamiento gratuitos, pero no pudo con-
seguir su escolarización. Un buen amigo de Vincenzio en Pisa ofreció
entonces hacerse cargo de Galileo en su propia casa con el fin de re-
ducir el coste de la educación del chico. Sin embargo, sabiendo que su
amigo estaba cortejando a una joven de la familia de los Ammannati,
27
una de las primas de Galileo, Vincenzio esperó tres años hasta que la
historia de amor terminara en matrimonio e hiciera de aquella casa
una residencia respetable para su hijo.
En septiembre de 1581, Galileo se matriculó en la Universidad de
Pisa, donde tanto los estudios de medicina como los de matemáticas
formaban parte de la facultad de artes de entonces. Aunque inició la
carrera de medicina para complacer a su padre, se decantó abierta-
mente por las matemáticas cuando conoció la geometría de Euclides
en 1583. Tras cuatro años de estudios, Galileo abandonó Pisa a la edad
de veintiún años en 1585 sin terminar todos los cursos exigidos para
obtener el título.
Luego volvió a casa de su padre en Florencia. Allí empezó a com-
portarse como si fuera un matemático profesional: escribía demostra-
ciones y artículos de geometría, dictaba conferencias ocasionalmente
—incluyendo una en la Academia Florentina sobre la configuración có-
nica del Infierno de Dante— y daba clases particulares a estudiantes.
Entre 1588 y 1589, cuando Vincenzio ocupó toda una habitación con
cuerdas musicales ponderadas de diferentes longitudes, diámetros y
tensiones para experimentar con determinadas ideas sobre armonía,
Galileo se unió a él como ayudante de investigación. Irónicamente, Ga-
lileo, que ha alcanzado su fama por ser el padre de la física experimental,
pudo haber aprendido los rudimentos y el valor de la experimentación
de las investigaciones de su propio padre.
Después de haber impresionado con su talento a varios matemáti-
cos famosos, consiguió un puesto docente en la Universidad de Pisa
en 1589 y volvió de nuevo a la ciudad que le vio nacer cerca de la de-
sembocadura del río Arno. La crecida del río retrasó la llegada de Ga-
lileo al campus, de modo que perdió las seis primeras clases y recibió
sendas multas por estas ausencias. Pero cuando terminó el año, las au-
toridades universitarias redujeron su salario por una infracción de otra
naturaleza: su negativa a llevar siempre las vestimentas establecidas
por la disciplina académica.
Galileo creía que el traje oficial de los profesores era molesto y
pretencioso, y ridiculizó la toga en una parodia rimada de trescientos
versos que gozó de gran popularidad en la universidad. Todos los ves-
tidos, de hombre o de mujer, permitían hacer una franca estimación de
los atributos de unos y otras —señalaba en una rima obscena—, mien-
tras que los uniformes profesionales esconden los verdaderos méritos
del carácter bajo un manto de categoría. Y lo que es peor, la dignidad
de la toga profesoral le apartaba del burdel, impidiéndole los pecami-
nosos placeres de la prostitución a la vez que obligándole a resignar-
se al sin embargo igualmente pecaminoso solaz de las manos. Ade-
28
más, la toga también le hacía más difícil caminar, por no hablar de tra-
bajar.
Un manto negro y largo seguramente le habría dificultado subir
los ocho pisos de la escalera de caracol de la Torre de Pisa, cargado
—como dice la leyenda— con las balas de cañón con las que expuso
sus puntos de vista. En aquel infame episodio, el peso del hierro sobre
los hombros del profesor de veinticinco años no era nada comparado
con la carga del pensamiento de Aristóteles sobre las percepciones de
la realidad de sus estudiantes. No sólo las clases de Galileo en Pisa,
sino también las comunidades universitarias enteras de toda Europa,
respetaban la sentencia aristotélica de que los objetos de diferente
peso caían a diferentes velocidades. Una bala de cañón de cinco kilos,
por ejemplo, caería diez veces más deprisa que una bala de mosquete
de sólo medio kilo, de manera que si se dejaba caer a ambas al mismo
tiempo desde algún alto, la bala de cañón llegaría al suelo cuando la
de mosquete hubiera recorrido sólo la décima parte del camino que le
separaba del suelo. Aunque Galileo consideraba absurdo este pensa-
miento, era completamente cierto para la mayoría de las mentalidades
filosóficas. «Intentad, si podéis —exhortaba Galileo a sus oponen-
tes— dibujar en vuestra mente la bala grande golpeando el suelo
mientras la pequeña está todavía a menos de un metro de la cima de la
torre.»
«Imaginadlas ahora cayendo juntas —replicaba a otro participan-
te en el debate—. ¿Por qué iba a duplicar su velocidad una de ellas tal
como decía Aristóteles?» Si la incongruencia de esta representación fic-
ticia no bastaba para desacreditar las ideas de Aristóteles, entonces era
bastante sencillo tratar de destruir sus afirmaciones mediante objetos
reales y en un escenario público.
Galileo nunca anotó la fecha o los detalles de esta demostración
real; pero cuando, siendo anciano ya, le contó la historia de nuevo a
un joven discípulo suyo, éste la incluyó en una reseña biográfica pos-
tuma. Por muy teatralmente que Galileo hubiera llevado a cabo el ex-
perimento, no tuvo ningún éxito en tratar de inclinar hacía sí la opi-
nión pública al pie de la Torre de Pisa. La bola más grande, al ser
menos susceptible a los efectos de lo que Galileo llamó la resistencia
del aire, caía más deprisa para alivio del departamento de filosofía de
Pisa. Pero el hecho de que sólo cayera escasamente más deprisa dio a
Galileo una ventaja también escasa.
«Aristóteles dice que una bala de cien kilos que cae desde una al-
tura de cien braccia [brazas] golpea en el suelo antes de que una bala
de medio kilo haya caído de una altura de un braccio. Yo digo que lle-
gan al suelo al mismo tiempo.» Así resumió Galileo la controversia des-
29
pues de haberla pasado por las matemáticas. «Al hacer la prueba, ha-
béis visto que la grande gana la carrera a la pequeña por cinco cen-
tímetros. Y ahora, mientras guardáis silencio sobre la gran equivo-
cación de Aristóteles, habláis sólo de mi pequeño error y queréis
esconder sus noventa y nueve braccia en mis cinco centítros.»
En efecto, ese era el caso. Muchos filósofos del siglo XVI, no
acostumbrados a las pruebas experimentales, preferían la sabiduría de
Aristóteles a las bufonadas de Galileo, que hicieron de él un persona-
je impopular en Pisa.
Cuando Vincenzio murió en 1591 a la edad de setenta años, la res-
ponsabilidad económica de toda la familia recayó sobre el exiguo sa-
lario de sesenta scudi anuales del profesor de matemáticas. (Los pro-
fesores de filosofía, cuyo campo gozaba de más prestigio, ganaban
entre seis y ocho veces más; un cura confesor ganaba cerca de doscientos
scudi al año; un médico experimentado, alrededor de trescientos, y los
capitanes del ejército de Toscana, entre mil y dos mil quinientos.) Ga-
lileo pagó la dote matrimonial a Benedetto Landucci, el díscolo mari-
do de su recién casada hermana Virginia, mantuvo a su madre y a su
hermano Michelangelo, de dieciséis años, y pagó los gastos de su her-
mana Livia en el convento de San Giuliano hasta que pudo ocuparse
de que se casara. Para entonces, sus otros tres hermanos ya habían
muerto de enfermedades infantiles.
Galileo prestó su ayuda generosamente, incluso con entusiasmo:
«El regalo que voy a hacer a Virginia consiste en un juego de cubre-
camas de seda —escribía desde Pisa a su casa justo antes de la boda—.
He comprado la seda en Lucca y la he hecho tejer así que, aunque la
pieza de tela es bastante grande, sólo me costará unos tres certini [un
céntimo de escudo, aproximadamente] el metro. Es una tela rayada y
creo que te gustará mucho. He pedido bandas de seda que hagan jue-
go con ella y que podrían servir perfectamente para el armazón de la
cama. No le digas una palabra de esto a nadie para que pueda ser una
sorpresa para ella. Lo llevaré cuando vaya en las vacaciones de car-
naval y, como te he dicho antes, si quieres puedo llevarle tela de ter-
ciopelo trabajada y damascos suficientes como para hacer cuatro o
cinco vestidos elegantes.»
En 1592, al año siguiente de enterrar a su padre en la iglesia flo-
rentina de Santa Croce, Galileo abandonó Pisa para hacerse cargo de
la cátedra de matemáticas de la Universidad de Padua. Si no tenía mas
remedio que dejar su Toscana natal para irse a la Serena República de
Venecia, al menos allí disfrutaría de una posición más distinguida al
triplicar sus ingresos hasta convertirlos en 180 florines venecianos
anuales .
30
Universidad de Padua
31
siglo XVI, pero se admitía que a la reparadora brisa podían añadirse
algunos otros aires nocivos, como aparentemente sucedió en el caso
de Galileo. Cuando los tres hombres se despertaron de su sueñecito de
dos horas se quejaron de frío, calambres, fuertes dolores de cabeza, pér-
dida de audición y letargo muscular. En pocos días, los síntomas de
esta enfermedad tuvieron un desenlace fatal para una de sus víctimas;
el segundo hombre vivió más tiempo, pero murió también como con-
secuencia de aquella misma exposición al frío. Sólo Galileo logró re-
cuperarse. Sin embargo, los dolorosos ataques descritos posterior-
mente por su hijo como crisis reumáticas o artríticas le aquejarían
durante todo el resto de su vida, e incluso le condenarían a guardar
cama durante períodos de algunas semanas.
En mejores circunstancias —aunque nadie sabe exactamente
cómo o cuándo— Galileo conoció en Padua a Marina Gamba, la mu-
jer que compartió su vida con él durante doce años y que le dio tres
hijos.
Sin embargo, Marina nunca compartió su casa. Galileo vivía en
Padua en la calle Borgo dei Vignali (que desde hace poco tiempo se
llama Via Galileo Galilei). Al igual que otros muchos profesores, al-
quilaba habitaciones a estudiantes, muchos de los cuales eran nobles
extranjeros que pagaban por alojarse bajo su techo durante el período
en que recibían de él clases particulares. Marina vivía en Venecia,
adonde Galileo viajaba en barca los fines de semana para divertirse.
Cuando ella quedó embarazada, él la llevó a Padua a una pequeña casa
en Ponte Corvo, a sólo cinco minutos de camino desde la suya (si se
hubieran podido contar los minutos en aquel tiempo). Incluso aunque
la relación de Marina y Galileo se fue fortaleciendo con el crecimien-
to de la familia, su acuerdo de vivir separados continuó intacto.
Sor Maria Celeste Galilei, née «Virginia, hija de Marina de Vene-
cia», nació «fruto de la fornicación», es decir extramatrimonialmente,
el 13 de agosto de 1600, siendo bautizada el 21 según el registro pa-
rroquial de San Lorenzo de la ciudad de Padua. En aquel momento
Marina tenía veintidós años, y Galileo (aunque ningún documento da
cuenta de su identidad como padre), treinta y seis. En aquella época
estas diferencias de edad eran comunes entre las parejas. El propio pa-
dre de Galileo tenía cuarenta y dos años cuando tomó por esposa a la
joven Giulia, de veinticuatro.
Al año siguiente, en 1601, de nuevo en agosto, un apunte del día
27 en el registro señala el bautizo de «Livia Antonia, hija de Marina
Gamba y de...», seguido de un espacio en blanco.
Cinco años más tarde, el 22 de agosto de 1606, fue bautizado un
tercer niño; «Vincenzio Andrea, hijo de Madonna Marina —hija de
32
Galileo a los 38 años
Andrea Gamba— y de padre
desconocido.» Figuraba como
«de padre desconocido» por no
estar éste casado con la madre,
aunque Galileo reconoció su pa-
ternidad dando al bebé el apelli-
do de sus abuelos.
Galileo reconoció a sus hijos
ilegítimos como herederos y a su
madre como su cónyuge, aunque
siempre evitó casarse con Mari
na. Los profesores tenían ten-
dencia a permanecer tradicional-
mente solteros, y los apuntes en
el registro parroquial aluden a
circunstancias que habrían em
pujado a Galileo a romper su re-
lación. Después de todo, ella era
«Marina de Venecia», no de
Pisa, Florencia, Prato, Pistoia o
Grabado de Galileo a los 38 años cualquier otra ciudad dentro de
Obra de Joseph Calendi los límites de Toscana, adonde
Galileo estaba decidido a volve algún día. Y el patrimonio de ella, «hija
de Andrea Gamba», no la equiparaba con la familia de Galileo, pobre pero
de origen noble, cuyos antecesores habían firmado con su nombre en los
libros de registro público del Gobierno de una gran ciudad
33
III - Las estrellas brillantes hablan de vuestras virtudes
III
de vuestras virtudes
35
cualquier tipo de cañón. Los carpinteros de navios del cercano Arse-
nal de Venecia adoptaron también el revolucionario compás de Gali-
leo para que les sirviera de ayuda en la realización del diseño de nue-
vos barcos, así como para poner a prueba cascos innovadores en
modelos a escala antes de construirlos a escala real.
Galileo fabricó personalmente los primeros compases, pero en se-
guida precisó los servicios de un artesano a tiempo completo que inclu-
so viviera con él para poder hacer frente a la demanda. El artesano con-
tratado se mudó a casa de Galileo acompañado de su mujer y sus tres hijos
para trabajar a cambio del salario, el alojamiento y la comida para toda
su familia, los gastos de material y los beneficios compartidos sobre dos
tercios del precio final de los aparatos, que estaban hechos de latón y se
vendían a cinco scudi cada uno. Galileo no habría ganado mucho dinero
con estas condiciones, a menos que hubiera cobrado a cada estudiante par-
ticular cerca de veinte scudi por aprender a usar el compás... y todo eso
sólo para mantenerse. Al principio entregaba un manual de instrucciones
escrito de su puño y letra que servía de apoyo para el aprendizaje, pero
en 1603 contrató los servicios de un amanuense que le ayudaba a produ-
cir las copias necesarias, hasta que tres años más tarde acertó con la idea
de publicar un folleto que se vendía con el aparato .
Llamó a este tratado Operaciones del compás geométrico militar
de Galileo Galilei, patricio florentino y profesor de matemáticas en la
Universidad de Padua. La portada de 1606 indica que el libro fue im
36
Escudo de armas de los Medicis
preso «en casa del autor». Se lo dedicó con
mucha astucia al futuro gran duque de
Toscana Cosme de Médicis.
«Alteza serenísima —le decía Galileo a su
protector en la dedicatoria—, si yo deseara
mostrar aquí todos los méritos propios de su
alteza y los de su distinguida familia, habría
de comprometerme en un discurso tan largo
que este prefacio rebasaría la extensión del
resto de mi obra, por lo que me abstendré
siquiera de intentarlo, seguro como estoy de
que aunque no hiciera más que eso no podría Escudo de armas
de los Médicis
llegar a referir ni siquiera la mitad.»
Cosme, un muchacho de dieciséis años, era desde el verano anterior
el estudiante particular de más categoría de Galileo. El heredero forzo-
so de la casa de los Médicis llevaba el nombre de su resolutivo abuelo,
Cosme I, que había expulsado de Florencia a todas las influencias ex-
tranjeras o rivales, había anexionado la ciudad de Siena al ducado de Tos-
cana y, después, había presionado al papa Pío V para que creara en
1569, en su favor, el título de gran duque. Así fue como la familia Mé-
dicis, que había hecho a sí misma, había contado con renombrados ban-
queros entre sus miembros y había ocupado altos cargos de gobierno en
la vieja República de Florencia en los siglos XIV y XV, detentaba res-
plandor y autoridad de realeza en la época de Galileo.
Galileo, de regreso en Florencia como siempre que la Universidad
de Padua cerraba sus aulas, consiguió recomendaciones para ser con-
sejero matemático de la corte real. Como tutor del joven príncipe Cos-
me, Galileo incrementó su estatus gracias a los poderosos padres del
joven, el muy querido gran duque Ferdinando I (que había empezado
su carrera siendo cardenal en Roma antes de que le llamaran desde su
casa para que se hiciera cargo del trono a causa de la reciente muerte
de su lascivo y criminal hermano mayor) y su devota esposa francesa,
la gran duquesa Cristina de Lorena. Galileo esperaba allanar así el ca-
mino para su nombramiento como matemático de la corte; un cargo
prestigioso que no sólo aliviaría sus cargas financieras sino que tam-
bién le devolvería a su anhelado hogar en Toscana.
«He esperado hasta ahora para escribiros —decía Galileo en su
primera carta a Cosme en 1605, con toda clase dé deferencias— por-
que me retenía la respetuosa preocupación de no querer presentarme
como un arrogante presuntuoso. De hecho, me aseguré de enviaros los
necesarios signos de reverencia por medio de mis amigos más íntimos
y de mis superiores porque no creí apropiado aparecer ante vos y mi-
raros directamente a los ojos, de los que emana la serenísima luz del
37
Sol naciente, sin haber probado antes y haberme fortalecido con el
solo reflejo de los rayos más tenues.»
El príncipe y el científico no suscribieron ningún contrato formal
en aquel momento. Si eran necesarios los servicios tutelares de Gali-
leo, éste sería llamado cuando fuera adecuado, como en el caso de la
invitación escrita por el administrador jefe del gran duque y la duque-
sa fechada el 15 de agosto de 1605 y remitida desde Pratolino, uno de
los diecisiete palacios de los Médicis, a unos pocos kilómetros al nor-
te de Florencia: «Su alteza serenísima desearía que vinierais hasta
aquí no sólo para que el príncipe pueda recibir la instrucción adecua-
da, sino también para que vuestra salud se recupere. Ella confía tam-
bién en que el excelente aire de las montañas de Pratolino os haga
bien. Os esperan una habitación acogedora, buena comida, una cama
confortable y una cálida bienvenida. Maese Leonido cuidará de que se
os facilite una buena litera si deseáis venir esta misma tarde o mañana.»
La gran duquesa envió de nuevo su tiro de caballos en 1608 para lle-
var a Galileo a la boda del príncipe Cosme con Maria Maddalena, ar-
chiduquesa de Austria y hermana del emperador Ferdinando II. Las
nupcias se celebraron a lo largo de ambas orillas del río Arno, donde los
espectadores contemplaron desde las tribunas una recreación de la cap-
tura del Vellocino de Oro de Jasón, suntuosamente representada sobre
una isla especialmente construida en mitad del río y con efectos espe-
ciales que incluían gigantescos monstruos marinos que escupían fuego.
En enero de 1609, cuando el gran duque Ferdinando cayó enfer-
mo, Madama Cristina suplicó a Galileo que consultara el horóscopo
de su marido. Al comienzo de su experiencia profesional, desde que
empezara a enseñar astronomía y hasta completar sus estudios médi-
cos, se había familiarizado con la astrología, ya que los médicos tenían
que hacer horóscopos para saber qué presagiaban las estrellas acerca de
la vida de los pacientes, para apoyar su diagnóstico o determinar el
momento más apropiado de imposición de un tratamiento, así como
para saber cuáles eran las razones últimas de una enfermedad en con-
creto y escoger el momento más propicio de mezcla de medicamen-
tos. Galileo había hecho un horóscopo para su hija Virginia con moti-
vo del nacimiento de ésta, en 1600. Probablemente lo hizo por la
novedad que representaba jugar con las posiciones de los astros, pues-
to que nunca manifestó fe alguna en las predicciones astrológicas. Por
el contrario, sí señaló cómo las profecías de los astrólogos podían
observarse mucho mejor después de que se cumpliera2
2 En aquella época, al igual que ahora, la astrología se ocupaba de la determinación
exacta de la posición de las estrellas errantes en relación con las fijas en momentos concretos
38
Retrato de Galileo a los 42 años
Con todo, Galileo res-
pondió amablemente a vuel-
ta de correo a la petición de
la gran duquesa. A pesar de
su pronóstico de una larga y
feliz vida para Ferdinando,
el gran duque murió como
consecuencia de la enferme-
dad tres semanas más tarde.
Y así fue como el alumno de
verano de Galileo, que no
tenía todavía ni diecinueve
años, fue coronado de pronto
como su alteza serenísima el
gran Cosme II, soberano de Retrato de Galileo a los 42 años,
obra de Domenico Robusti
la región de Toscana.
La ascensión de Cosme brindó a Galileo una oportunidad
perfecta para solicitar el anhelado cargo en la corte, tal como siempre ha-
bía soñado. «Para satisfacer las necesidades de cada día —decía Galileo en
su escrito de solicitud enviado a Florencia—, sólo evito aquella clase
de prostitución que consiste en exponer mi labor a los arbitrarios pre-
cios que impone cada cliente. En vez de ello, nunca consideraré baje-
za el servir a un príncipe o a un gran señor ni a quienes puedan de-
pender de ellos sino que, por el contrario, siempre desearé un cargo de
tal naturaleza.»
Pero en ese momento no obtuvo el nombramiento. Siguió en Pa-
dua dedicado a la enseñanza y a sus investigaciones, que entonces es-
taban dirigidas a establecer los principios matemáticos de una máqui-
na tan simple como el péndulo, o a determinar la aceleración de los
cuerpos durante la caída libre, uno de los problemas más importantes
que la ciencia de la época aún no había resuelto. De todos modos, un
poco más adelante, en ese mismo año 1609. Galileo se apartó de sus
experimentos acerca del movimiento por causa de los rumores sobre
una nueva curiosidad holandesa llamada catalejo o anteojo, que era
el fin de adivinar el curso del acontecer humano. Por el contrario, cuando Galileo era joven la
astronomía se limitaba al estudio matemático de los movimientos planetarios; ya a lo largo
de su vida fue ampliando el campo de la misma, hasta que acabó abarcando también la
estructura y el origen de los cuerpos celestes.
39
capaz de conseguir que los objetos lejanos aparentaran estar más cer-
ca de lo que en realidad estaban. Los ópticos de París los estaban ven-
diendo en grandes cantidades, aunque pocos italianos habían visto
uno con sus propios ojos.
Galileo comprendió inmediatamente el alcance militar del catale-
jo, aunque el instrumento mismo, compuesto de una serie de cristales
de gafas, era en su primera encarnación poco más que un juguete. Tra-
tando de mejorar lo que había oído sobre el catalejo para aumentar su
alcance, Galileo calculó la forma y disposición ideal de las lentes, fa-
bricó y pulió él mismo las lentes principales y luego viajó a Venecia
para mostrar al dux y al senado veneciano al completo las posibilida-
des que ofrecía su contribución. La respuesta, comentaba él, fue «la
infinita estupefacción de todos». Incluso los senadores más ancianos
subieron con ilusión al campanario más alto de la ciudad en varias
ocasiones a cambio del placer inigualable que representaba divisar
barcos en el horizonte —mediante el catalejo— dos o tres horas antes
de que pudieran verlos las miradas de los jóvenes con la vista más
aguda.
A cambio del regalo del telescopio (como un colega rebautizó
posteriormente el aparato en Roma), el senado veneciano renovó de
por vida el contrato de Galileo en la Universidad de Padua y elevó su
salario hasta mil florines anuales, más de cinco veces su sueldo inicial.
Pero Galileo continuó perfeccionando aún más el ingenio óptico
en sucesivas ocasiones, y cuando llegó el otoño con sus anocheceres
tempranos tuvo la oportunidad de dirigir uno de sus telescopios hacia
la superficie de la Luna y mirarla cara a cara. Sus rasgos mellados le
saludaron por sorpresa y le dieron nuevo aliento para mejorar su ha-
bilidad de pulimento de las lentes a fin de construir modelos de mayor
alcance aún: así, hasta que revolucionó el estudio de la astronomía con
la demostración de la verdadera disposición de los cielos y la refuta-
ción de la concepción de Aristóteles, largo tiempo incuestionada, de
que todos los cuerpos celestes eran esferas completamente perfectas.
En noviembre de 1609, Galileo fabricó lentes con el doble de au-
mento que las que habían deslumbrado al dux. Entonces, cuando con-
siguió aparatos con lentes de veinte aumentos, pasó la mitad del mes
de diciembre haciendo una serie de bocetos detallados de la Luna en
diferentes fases. «Es igual que la superficie de la Tierra —concluía
Galileo—, que está jalonada aquí y allá de cadenas montañosas y pro-
fundos valles.»
De la Luna pasó a las estrellas. Dos tipos de estrellas poblaban
el cielo en la antigüedad. Las estrellas «fijas» dibujaban imágenes en el
cielo nocturno y giraban alrededor de la Tierra con un ciclo diario (una
40
Bocetos de la luna hechos por Galileo en 1609
41
de lo contrario se empañan con mi aliento, con la humedad del aire bru-
moso o incluso con el mismo vapor que exuda el ojo, especialmente
cuando está caliente». A principios del mes de enero hizo el más ex-
traordinario de todos sus descubrimientos: «Cuatro planetas nunca
vistos desde el origen del mundo hasta nuestros días», que giraban en
órbitas alrededor del planeta Júpiter.
Más allá de su enorme relevancia astronómica, los nuevos satéli-
tes de Júpiter aportaban una significación especial para cualquiera que
conociera la corte florentina. Cosme I, el de glorioso renombre, había
recreado una figura mitológica clásica para la familia Médicis cuando
se convirtió en duque en 1537, antes incluso de ser catapultado al gran
ducado en 1569. A Cosme le gustaba considerarse como una encarna-
ción terrenal del cosmos, tal como resonaba en su propio nombre. Me-
diante este golpe de efecto, convenció a la ciudadanía florentina de
que el destino de los Médicis era usurpar el poder de las otras impor-
tantes familias que habían gobernado durante mucho tiempo en una in-
cómoda coalición. Como cabeza de su futura dinastía, Cosme I se
identificaba con el planeta Júpiter, cuyo nombre procede del rey más
importante del panteón romano, y llenó el palacio de la Signoria, don-
de vivía y desde donde gobernaba, con frescos que ilustraban este
tema mitológico
Galileo había donado su telescopio a la ciudad de Venecia. Ahora
ofrecería las lunas de Júpiter a Florencia.
En seguida plasmó sus descubrimientos en un nuevo libro titula-
do Sidereus Nuncius o El mensajero sideral. Al igual que había hecho
con su anterior obra sobre el compás geométrico, dedicó el libro al jo-
ven Cosme II. Sin embargo, en esta ocasión sí se tomó el tiempo ne-
cesario y reservó el espacio suficiente para exaltar adecuadamente a
su príncipe:
Alteza [...] la inmortal gracia de vuestro espíritu apenas ha empe-
zado a resplandecer sobre la Tierra cuando aparecieron en los cielos como
lenguas las estrellas brillantes que hablarán por siempre de vuestras
excelentísimas virtudes. He aquí, por tanto, cuatro estrellas reservadas
a vuestro insigne nombre y no de la común especie y número de las
notables estrellas fijas, sino del ilustre orden de las estrellas errantes,
las cuales describen además su curso y giran con una velocidad asom-
brosa en tomo a Júpiter, la más noble de todas ellas, cada una con di-
ferente movimiento, como hijos de la misma familia, mientras que to-
das juntas, en mutua armonía, completan sus grandes ciclos cada doce
años en torno al centro del mundo [...]
Además, parecería que el mismísimo Hacedor de las Estrellas me
42
advirtiera con rotundos argumentos que llamara a estos nuevos plane-
tas con el ilustre nombre entre todos los demás de vuestra alteza, ya
que estas estrellas, al igual que la valiosa descendencia de Júpiter, nun-
ca se apartan de su lado ni lo más mínimo. Del mismo modo, ¿quién
no conoce la clemencia, la bondad de espíritu, la finura de las mane-
ras, el esplendor de la sangre real, la majestuosidad de los actos y el
don de mando y aliento de autoridad sobre los otros, cualidades todas
que encuentran su morada y exaltación en vuestra alteza? ¿Quién, pre-
gunto, no sabe que todas aquellas cosas emanan de la buena estrella de
Júpiter, fuente de todo bien después de Dios? Era Júpiter, proclamo,
quien el día del nacimiento de vuestra alteza, habiendo atravesado las
turbias exhalaciones del horizonte, ocupó el punto más alto del Uni-
verso e iluminó hasta el extremo oriente desde su sede real, posó su mi-
rada en vuestro afortunado alumbramiento bajo este trono sublime y
vertió todo su esplendor y grandeza en el aire purísimo a fin de que vues-
tro pequeño y tierno cuerpecillo y vuestra alma, ornada ya por Dios con
nobles atributos, pudieran beber de esta fuerza y autoridad universal
desde el primer hálito de vida.
43
mero en Flandes y perfeccionado por él mismo, ha descubierto cuatro
nuevos satélites que giran alrededor del planeta Júpiter, además de
muchas otras estrellas fijas desconocidas. Ha encontrado también la
mismísima Vía Láctea, buscada durante tanto tiempo, y, por último, ha
descubierto que la Luna no es una esfera lisa, sino que está cubierta de
muchas prominencias y, lo que es más curioso de todo, iluminada por
el Sol mediante la reflexión de la luz en la Tierra, tal como parece de-
cir él mismo. Así que, como para levantar toda esta obra ha derribado
en primer lugar toda la astronomía anterior y, después, la astrología,
debemos de encontrarnos bajo una nueva bóveda celeste para guardar
las apariencias. En virtud de estos nuevos planetas, es posible que sea
necesario variar el orden judicial y ¿por qué no podrían hacerse otras
muchas cosas? Todo esto que me he atrevido a contaros, señor, llena
por completo todos y cada uno de los rincones de este lugar. El autor
corre la suerte de alcanzar la fama o el ridículo. El señor recibirá de mí
uno de los instrumentos antes citados, tal como ha sido perfeccionado
por este hombre, en el próximo barco.
45
IV - Que se contemple la verdad y se la reconozca
IV
Livia, de nueve años, viajó al sur con su padre en 1610 cuando éste
se trasladó a Florencia para hacerse cargo de su nuevo puesto en la
corte. Atrás dejaron los sinuosos canales de Venecia, donde el palacio
del dux surgía de la superficie del agua como una ilusión hecha de me-
rengue y algodón dulce. Cruzaron el fértil valle del Po y la cordillera
de los Apeninos para internarse en el territorio extranjero en el que rei-
naba el duque. En el siglo XVII, Italia estaba formada por una amal-
gama de reinos independientes, ducados, repúblicas y estados pontifi-
cios unidos solamente por un idioma común. Se hacían la guerra unos
a otros con frecuencia y todos estaban aislados del resto de Europa por
los Alpes.
El paisaje cambiaba. Los chapiteles: de madera de cedro y los ci-
preses se elevaban sobre el terreno ondulado, y las casas recubiertas
de estuco ocre se hundían en éste. Galileo le enseñaba a Livia los ma-
tices del terreno y la belleza sencilla y serena de Toscana. Su herma-
na mayor, Virginia, les esperaba ya en Florencia. Se había marchado
el otoño anterior ante la insistencia de la madre de Galileo, que se la
había llevado consigo tras una desafortunada visita a Padua: al en-
contrar a su hijo demasiado absorto en su nuevo catalejo como para
dispensarle la hospitalidad que ella exigía y no merecer la suficiente
atención de su nuera ilegítima, Madonna Giulia acortó su estancia y
volvió a Toscana.
«La muchacha es tan feliz aquí —aseguraba en una carta dirigida
al padrino de Virginia, un sirviente de la casa de Galileo— que no
quiere volver a oír hablar de otro sitio.»
Ni Virginia ni Livia tenían la menor idea de cuándo volverían a ver
a su hermano Vincenzio; Galileo consideró que lo mejor para el chi-
co, todavía pequeño, era que, al menos por el momento, se quedara en
Padua con Marina.
47
Poco después de la marcha de Galileo, Marina se casó con Giovanni
Bartoluzzi: un ciudadano respetable de una posición social parecida a la
suya. Galileo no sólo aprobó su enlace, sino que también ayudó a Bar-
toluzzi a encontrar empleo con un amigo rico de Padua. Además, con-
tinuó enviando dinero a Marina para la manutención de Vincenzio.
Bartoluzzi, por su parte, le abastecía de lentes sin pulir para sus teles-
copios, obtenidas en las famosas fábricas de vidrio de las islas de Mu-
rano, en las inmediaciones de Venecia, hasta que Florencia demostró
poder abastecerle con un cristal más limpio.
Galileo alquiló una casa en Florencia «con un ático desde el que
puede verse el cielo en su totalidad», donde podía instalar sus apara-
tos de lentes pulidas y efectuar sus observaciones astronómicas.
Mientras esperaba hasta que la vivienda fuera habitable, pasó varios
meses con su madre y sus dos hijas en sendas habitaciones que alqui-
ló a su hermana Virginia y a su marido, Benedetto Landucci. A pesar
de la reciente disputa legal, los parientes de Galileo les proporciona-
ron en su casa una atmósfera suficientemente acogedora, pero «el aire
nocivo del invierno de la ciudad» le hizo muy desgraciado.
«Después de tantos años de ausencia —se lamentaba Galileo— he
encontrado en el aire cortante de Florencia a un cruel enemigo de mi
cabeza y de todo mi cuerpo. Los enfriamientos, los sangrados y el es-
treñimiento me han reducido en los últimos tres meses a un estado de
debilidad, desánimo y abatimiento que prácticamente me ha recluido
en casa e incluso en la cama, pero sin la bendición del sueño ni del des-
canso.»
El tiempo que su salud le concedía lo dedicaba al problema de Sa-
turno, mucho más lejano que Júpiter — e n el límite del alcance de vi-
sibilidad de su telescopio más potente—, en el que le pareció que po-
dían distinguirse dos grandes lunas inmóviles. Describió lo que había
visto en un anagrama latino que, cuando se desentrañaba correcta-
mente, decía: «He visto que el planeta más alto es tricorpóreo.» Envió
el anagrama a varios famosos astrónomos para advertirles así de su
nuevo descubrimiento, sin entusiasmarse demasiado antes de realizar
una confirmación adecuada. No obstante, ninguno de ellos lo decodi-
ficó del modo adecuado. En Praga, el magnífico Kepler, que para en-
tonces ya había utilizado el telescopio y lo consideraba «más podero-
so que un cetro», malinterpretó el mensaje y creyó que Galileo había
descubierto dos lunas en Marte. 4
4 Aunque Kepler se equivocó en aquel momento, más de dos siglos después apareciero
dos lunas en las imágenes de Marte en un telescopio: Asaph Hall detectó los satélites marcia-
nos, a los que llamó Phobos y Deimos, desde el Observatorio Naval de Estados Unidos
48
A lo largo de ese mismo otoño de 1610, cuando Venus era visible
en el cielo nocturno, Galileo estudió las variaciones de forma y tama-
ño del planeta. Mantuvo también un telescopio fijo en Júpiter, en una
larga lucha por averiguar los períodos orbitales exactos de los cuatro
nuevos satélites. Mientras tanto, otros astrónomos se quejaban de te-
ner que esforzarse para sólo intuir los satélites jovianos a través de
instrumentos de menor alcance y, por ello, pusieron en duda que estos
cuerpos existieran realmente. A pesar de la aprobación de Kepler, al-
gunos sugirieron que las lunas eran ilusiones ópticas introducidas
de un modo sospechoso en la bóveda celeste mediante las lentes de Ga-
lileo.
Ahora que las lunas se habían convertido en una cuestión de im-
portancia para el Estado florentino, la situación requería una repara-
ción con el fin de proteger el honor del gran duque. Galileo se apresuró
a construir tantos telescopios como le fue posible para exportarlos a
Francia, España, Inglaterra, Polonia y Austria, así como para los prín-
cipes de toda Italia. «Con el fin de mantener y aumentar el buen nom-
bre de estos descubrimientos —razonaba— me parece necesario [...1
hacer que se contemple la verdad y se la reconozca mediante el efec-
to mismo de estar en presencia de ella, y que lo haga tanta gente como
sea posible.»
Los filósofos famosos, incluyendo a varios de los primeros cole-
gas de Galileo en Pisa, rechazaban investigar a través de telescopio al-
guno los nuevos contenidos del cosmos inmutable de Aristóteles. Ga-
lileo reaccionaba con humor a sus reparos; cuando en 1610 se enteró
de la muerte de uno de estos oponentes, manifestó de viva voz que ya
que el profesor no había conocido los satélites mediceos durante su vida
en la Tierra, esperaba que ahora pudiera verlos de camino al Cielo.
Para reforzar la importancia de sus afirmaciones, Galileo creyó
que era adecuado políticamente visitar Roma y difundir sus descubri-
mientos en la Ciudad Eterna. Había viajado allí una vez con anterio-
ridad, en 1587, para discutir sobre geometría con el prestigioso mate-
mático jesuíta Christoph Clavius, que había escrito unos comentarios
importantes sobre astronomía y que, con seguridad, ahora recibiría
muy bien sus recientes trabajos. El gran duque Cosme consintió en el
viaje porque pensó que ello podría aumentar su propio prestigio en
Roma, donde su hermano Cario ocupaba en ese momento el puesto
honorífico de cardenal residente de los Médicis.
Por desgracia, las consecuencias del aíre de Florencia sobre la sa-
lud de Galileo le impidieron partir hasta el 23 de marzo de 1611. Pasó
seis días por los caminos en la litera del gran duque, instalando por la
noche su telescopio en cada parada del camino —San Casciano, Sie-
49
notas de Galileo sobre las lunas de Jupiter
57
V - En la mismísima superficie del Sol
59
car también como una consecuencia lógica del heliocentrismo por qué
Marte, por ejemplo, invertía su trayectoria algunas veces dejándose
llevar en dirección contraria (hacia el oeste) a la trayectoria de las es-
trellas, a veces incluso durante varios meses seguidos: la Tierra ocu-
paba un carril interior entre las órbitas de los planetas —la tercera a
partir del Sol, mientras que Marte ocupaba la cuarta— y por eso ade-
lantaba a Marte, más lento y lejano, cada dos años.
Copérnico había estudiado astronomía y matemáticas en la Uni-
versidad de Cracovia, medicina en Padua durante algún tiempo y de-
recho canónico en Bolonia y Ferrara. Dedicó la mayor parte de su vida
a la cosmología gracias al nepotismo. Cuando volvió a Polonia des-
pués de terminar sus estudios en Italia tenía treinta años y un obispo
tío suyo le ayudó a obtener un cargo vitalicio como canónigo de la ca-
tedral de Frombork. Mientras servía durante cuarenta años en aquel
«remotísimo rincón de la Tierra», con obligaciones llevaderas y una
pensión generosa, concibió un Universo alternativo.
«He reflexionado durante mucho tiempo sobre el caos de las tra-
diciones astronómicas respecto a las variaciones del movimiento de las .
esferas del Universo —escribió Copérnico en Frombork—. Empecé a
sorprenderme de que los filósofos no hubieran descubierto ningún
modelo fiable de los movimientos de la maquinaria del mundo, crea-
da para nuestro bien por el mejor y más minucioso Artífice de todos.
Por eso empecé a tener en cuenta la movilidad de la Tierra e incluso
sabía que, a pesar de que la idea pareciera absurda, otros antes que yo
se habían tomado ya la libertad de imaginar toda clase de círculos o lo
que fuere para explicar los fenómenos celestes.»
Aun cuando hizo numerosas observaciones a simple vista de las
posiciones de los planetas, la mayor parte del solitario trabajo de Co-
pérnico consistió en leer, reflexionar y hacer cálculos matemáticos.
No contaba con soporte experimental de ningún tipo y tampoco reco-
gió en ningún lugar el curso de pensamiento que le condujo a sus hi-
pótesis revolucionarias.
Una nota introductoria anónima en el libro de Copérnico relegaba
el conjunto de su concepción a ser sólo una hipótesis matemática. (La
compleja cuestión de determinar los períodos de los planetas, inclu-
yendo el Sol y la Luna, era fundamental para establecer la duración
del año y la fecha de la pascua de semana santa.) Copérnico escribía
en latín y en el lenguaje de las matemáticas para una audiencia acadé-
mica, y jamás intentó convencer al público en general de que el Uni-
verso estaba realmente construido con el Sol en el centro. ¿Quién le
habría creído si lo hubiera intentado? El hecho de que la Tierra per-
manecía inmóvil era una verdad de perogrullo, obvia para cualquier
60
persona sensata. Si la Tierra giraba sobre sí misma y alrededor del Sol,
entonces una pelota lanzada al aire hacia arriba no caería de nuevo en
nuestras manos, sino en el campo a cientos de metros; los pájaros
en vuelo no sabrían encontrar el camino de vuelta al nido y toda la hu-
manidad sufriría vértigo de vez en cuando a causa del giro diario del
carrusel terrestre a mil seiscientos kilómetros por hora5 .
«El desprecio al que tuve hacer frente —señalaba Copérnico en
De revolutionibus— por causa de la novedad y el absurdo de mi opi-
nión, casi me condujo a abandonar la obra que había emprendido.» El
cálculo y la comprobación continuos retrasaron la publicación de su
manuscrito durante décadas, hasta que literalmente estuvo en el lecho
de muerte. Su muerte a la edad de setenta años, inmediatamente des-
pués de que apareciera la primera edición de su libro en 1543, evitó
que se mofaran de él.
A comienzos de 1592, tras subir los escalones de madera de su
aula en Padua para impartir una lección de astronomía planetaria,
Galileo enseñaba el geocentrismo tal como se había conservado
desde la antigüedad. Conocía el desafío de Copérnico a Aristóteles
y Tolomeo y puede ser que también mencionara al pasar esta con-
cepción alternativa a sus alumnos. Sin embargo, el heliocentrismo
no formaba parte de los estudios formales, los cuales se ocupaban
principalmente de enseñar a los estudiantes de medicina cómo ha-
cer horóscopos. De todos modos, Galileo se fue convenciendo
poco a poco de que el sistema copernicano no sólo era más ele-
gante sobre el papel, sino que muy probablemente representaba la
verdad de hecho. En una carta de 1597 que escribió a un antiguo
colega de Pisa, Galileo calificaba el sistema de Copérnico como
«mucho más probable que esa otra visión de Aristóteles y Tolo-
meo». Idéntica fe en Copérnico manifestó en otra carta que escri-
bió a Kepler ese mismo año, un poco más adelante, lamentándose
de cómo «nuestro maestro Copérnico, si bien alcanzó fama inmor-
tal para algunos, es todavía objeto de burla y desprecio por parte
de muchos (tal es la multitud de necios)». Puesto que el sistema
copernicano continuaba siendo absurdo para la mayoría de la gen-
te cincuenta años después de la desaparición de su creador, Gali-
leo guardó silencio en público sobre esta cuestión durante mucho
tiempo.
En 1604, cinco años antes de que Galileo desarrollara el telesco-
pio, el mundo contempló una estrella jamás vista antes en el cielo. Se
5Esta es la velocidad real de la rotación de la Tierra en el ecuador. La velocidad de su
revolución alrededor del Sol supera los ciento doce mil kilómetros por hora
61
la llamó nova por su novedad. 6 Empezó a brillar en octubre cerca de
la constelación de Sagitario, y en noviembre todavía continuaba sien-
do tan visible que Galileo tuvo tiempo de pronunciar tres conferencias
públicas sobre la recién llegada antes de que paulatinamente dejara de
observarse a simple vista. La nova desafiaba las leyes de la inmutabi-
lidad de los cielos, un principio muy querido por el orden universal aris-
totélico. La materia terrestre, según la antigua filosofía griega, estaba
constituida por cuatro elementos básicos que experimentaban cam-
bios constantes —tierra, agua, aire, fuego—, mientras que los cielos,
tal como los describía Aristóteles, estaban formados por un quinto ele-
mento que era incorruptible: la quintaesencia o éter. Según esto, era
imposible que una nueva estrella apareciera de repente. La nova, ar-
gumentaban los aristotélicos, debía pertenecer a la esfera sublunar, el
espacio que hay entre la Tierra y la Luna, en donde los cambios sí son
admisibles. Pero Galileo, al contrastar sus observaciones nocturnas
con las de otros astrónomos de tierras lejanas, pudo constatar que la
nueva estrella estaba mucho más lejos, más allá de la Luna, en la es-
fera de las estrellas ya conocidas.
Con su estilo alegre y provocativo, Galileo expuso al público la po-
lémica sobre la nova mediante un diálogo entre dos paisanos que ha-
blaban en el dialecto de Padua y lo publicó bajo el seudónimo de
Alimberto Mauri. «Llama quintaesencia a la nueva estrella —con-
cluía su tosco protagonista— o llámala polenta . Cualquier observador
cuidadoso podrá medir igualmente a qué distancia está.»
Una vez impugnada de este modo la inmutabilidad de los cielos,
Galileo llevó su ataque un poco más allá, hasta las posiciones defen-
sivas de los aristotélicos, cuando introdujo el telescopio en su terreno
en 1609. Sus descubrimientos con este instrumento transformaron la
naturaleza de la polémica copernicana: dejó de ser un compromiso in-
telectual para convertirse en un debate que podía dirimirse sobre la base
de pruebas experimentales. La no esfericidad perfecta de la Luna, por
ejemplo, mostraba que algunos de los accidentes geográficos de la
Tierra existían también en los cielos. El movimiento de los planetas
mediceos demostraba que los astros podían girar en órbita alrededor
de otros cuerpos que no fueran la Tierra. Las fases de Venus signifi-
caban que al menos un planeta giraba alrededor del Sol. Y las man-
chas del Sol descubiertas sobre su superficie ajaban la perfección de
otra esfera celeste. «En esa parte del cielo que merece ser considera-
6 Los astrónomos actuales definen una nova como el brillo súbito de una estrella que no
se veía hasta entonces. Lo que Galileo vio en 1604 se llamaría hoy supernova : la explosión
luminosa con la que desaparece una estrella.
62
da como la más pura y genuina de todas, es decir en la mismísima su-
perficie del Sol —informaba Galileo—, se ha descubierto que unas
enormes cantidades de materias densas, oscuras y borrosas se produ-
cen y se desvanecen continuamente y con mucha rapidez.»
Galileo se lamentaba de la terquedad de los filósofos que se afe-
rraban a Aristóteles a pesar de las nuevas perspectivas que abría el te-
lescopio. Aseguraba que si Aristóteles volviera al mundo y se le mos-
trara lo que ahora podía verse, el gran filósofo cambiaría rápidamente
de opinión, porque siempre había sido fiel a las evidencias de los sen-
tidos. Galileo reprendía a los seguidores de Aristóteles por ser excesi-
vamente tímidos como para apartarse lo más mínimo de los textos del
maestro: «No quieren apartar nunca la vista de esas páginas ni lo más
mínimo, como si el gran libro del Universo hubiera sido escrito para
que no lo leyera nadie más que Aristóteles y sus ojos hubieran estado
destinados a ver para toda la posteridad.»
Algunos de los adversarios aristotélicos de Galileo balbucieron
que las manchas solares debían de ser una nueva serie de «estrellas» que
rodeaban al Sol al igual que los satélites mediceos giraban alrededor
de Júpiter. Incluso algunos profesores que antes habían negado rotun-
damente la existencia de las lunas de Júpiter y las habían condenado
a ser visiones demoníacas engendradas por la distorsión de las lentes
deformadas del telescopio de Galileo, ahora recurrían a ellas como si
fueran la última esperanza del Sol para conservar su majestuosa in-
mutabilidad.
De entre los importantes corresponsales con que contó Galileo en-
tre los astrónomos extranjeros, escogió a uno de los primeros en ver
las manchas solares para comparar con él sus observaciones e inter-
pretaciones. En enero de 1612, cuando todavía estaba convaleciente
en Villa delle Selve a las afueras de Florencia, tuvo noticias de un ca-
ballero alemán que se ocupaba también de las manchas solares. Se tra-
taba del científico aficionado Marcus Welser. «Ilustre y excelentísimo
señor», se dirigía Welser a Galileo
:
La mente de los hombres ya está penetrando los cielos y fortale-
ciéndose con cada nuevo conocimiento. Vos habéis sido guía en la es-
calada de estos muros y habéis vuelto con una corona merecida. Aho-
ra otros siguen vuestro paso con el mayor de los corajes, sabiendo que
una vez que vos habéis roto el hielo para ellos, sería fundamental ade-
más no creer que la empresa es fácil y honorable. Ved lo que me ha lle-
gado de un amigo mío; si no os parece algo verdaderamente nuevo, tal
como a mí me parece, espero no obstante que os complazca ver que a
este lado de las montañas los hombres tampoco ignoran a quien lleva
63
su mismo camino. Tened la bondad de decirme con franqueza, por fa-
vor, vuestra opinión respecto a esas manchas solares: si creéis que es-
tán hechas de materia estelar o no, dónde creéis que están situadas y
cómo es su movimiento.
64
nubes: «Las manchas solares se producen y se desvanecen en períodos
más largos o más cortos, algunas se condensan y otras se expanden mu-
cho de un día para otro, cambian de forma y algunas de ellas son muy
irregulares, en unas zonas son más oscuras y en otras menos. Deben de)
ser sencillamente unas moles enormes que están sobre la superficie del
Sol o muy cerca de ella. A causa de su irregular opacidad pueden es-
torbar el paso de los rayos del Sol en diferente medida; a veces se pro-
ducen muchas manchas, otras veces pocas, y otras ni una sola.»
Pero rápidamente añadía: «No afirmo en estas notas que las man-
chas sean nubes de la misma materia que las nuestras o vapores acuo-
sos que se eleven desde la Tierra y sean atraídos por el Sol. Simple-
mente digo que no tenemos conocimiento de ninguna otra cosa que se
parezca a ellas. Pueden ser vapores, exhalaciones, nubes o gases ex-
pulsados de la esfera del Sol o atraídos por él desde otros lugares; no
me pronuncio sobre esta cuestión [...] y pueden ser cualquiera de en-
tre otras mil cosas que no podemos imaginar.» (A pesar de su interés
por los imanes desde hacía mucho tiempo, jamás pudo haberse ima-
ginado que las manchas señalaban las zonas del Sol en que los cam-
pos magnéticos son más potentes.)
«Si tuviera que dar mi propia opinión a un amigo o a un superior
—continuaba Galileo—, diría que las manchas solares se producen y
se desvanecen en la superficie del Sol o que son contiguas a él porque
el Sol, al girar sobre su eje en un período de aproximadamente un mes,
las transporta enseñándonos de nuevo algunas de aquellas que duran
más que este período, pero tan cambiadas en su forma y disposición
que no es nada fácil reconocerlas.»
Al terminar su primera carta, Galileo suplicaba la indulgencia de Welser:
Y disculpad esta indecisión mía que no es sino una consecuencia
de la novedad y la dificultad de una cuestión sobre la cual han pasado
por mi mente distintos pensamientos y tan pronto se mantienen firmes
durante algún tiempo como de repente resultan despreciados,con lo
cual me dejan confuso y perplejo, por lo que no quiero abrir la boca si no
es para afirmar alguno en particular, el que fuere. Sin embargo, no
abandonaré la tarea no obstante mi desesperación. Además, espero que
este nuevo asunto preste un valioso servicio a mi tarea de reemplazar
algunas lengüetas de este gran órgano desafinado que es nuestra filo-
sofía: un órgano en el que me parece ver cómo muchos organistas pier-
den su tiempo intentando devolverle la perfecta armonía en vano. En
vano porque abandonan (o, mejor dicho, conservan) tres o cuatro de
las lengüetas en discordia, con lo que hacen casi imposible a los demás
contestarles con armonía.
65
Boceto de las manchas solares.
Estas lengüetas defec-
tuosas a las que Galileo acu-
saba de emitir notas planas
eran principalmente la inmu-
tabilidad de los cielos, el fá-
rrago de las esferas celestes y
la inmovilidad de la Tierra.
Welser le contestó lleno
de agradecimiento diciéndo-
le: «Al enviarme un tratado
tan amplio y extenso como ré-
plica a unas pocas líneas, habéis
pagado con gran interés un fa-
vor pedido muy rápidamen-
te.» La emoción de ser testigo
del crecimiento de la nueva fi-
losofía entre las anomalías as-
tronómicas de las manchas
solares hizo que Welser qui-
siera compartir la carta de Ga-
Boceto de las manchas solares hecho por Galileo. lileo con una audiencia mayor
que el referido Apelles, que ni
siquiera leía italiano y tuvo que esperar meses para que se hiciera una tra-
ducción aceptable. Welser pensó que el príncipe Cesi de la Academia
Lincea, con el que también mantenía correspondencia, quizá publicara el
informe de las manchas solares como parte de una colección viva. «Se-
ría un gran beneficio público que estos pequeños tratados sobre nuevos
descubrimientos vieran la luz uno por uno —opinaba Welser—, porque
ayudarían a mantener frescas las cuestiones en la mente de todos e ins-
pirarían a otros a aplicar mejor su talento sobre tales cosas; puesto que es
imposible que un armazón tan enorme pueda llevarlo una sola persona
sobre sus hombros, por muy fuerte que ésta sea.»
Al príncipe Cesi le gustó tanto la idea que no sólo empezó los pre-
parativos para la imprenta, sino que también reclutó a Welser para la
Academia. Muy pronto, Welser y Galileo firmaban ambos orgullosa-
mente sus cartas como «Linceos» y se compadecían educadamente de
las molestias físicas del otro. Cuando en la primavera de 1613 Cesi pu-
blicó en Roma las cuatro cartas relativamente cortas de Welser junto
con las tres réplicas larguísimas de Galileo bajo el título de Historia y
demostración de las manchas solares y sus fenómenos, eliminó todos
los comentarios informales sobre la gota de Welser y el repertorio de
enfermedades de Galileo.
66
«He leído [vuestra carta] o, mejor dicho, la he devorado con un
placer idéntico al apetito y el ansia que tenía de ella —escribía Welser
a Galileo el 1 de junio de 1612—. Permítame asegurarle que ha servi-
do para aliviarme de una larga y penosa enfermedad que me ha cau-
sado muchísimos dolores en el muslo izquierdo. Los médicos no han
encontrado todavía un remedio eficaz; además, el doctor que se hace
cargo de mi situación me ha dicho con franqueza que los hombres más
expertos de su profesión han escrito sobre esta enfermedad que "al-
gunos casos se curan, pero otros son incurables". Uno debe someter-
se, por tanto, a la paternal disposición de la Providencia divina: "Tú
eres el Señor, haz lo que es bueno según Tu Espíritu."»
El pobre de Welser moriría en el plazo de dos años; huyó de la en-
fermedad mediante el suicidio. Pero mientras tanto se preocupó por cómo
se las arreglaría Cesi para realizar la publicación con tantos minucio-
sos gráficos procedentes de las ingeniosas observaciones de las man-
chas solares como Galileo había añadido a sus cartas. Galileo obtuvo
estas imágenes casi fotográficas dejando que la imagen del Sol se pro-
yectara sobre un trozo de papel blanco, en lugar de sobre su retina.
Después, las contorneó fielmente y las volvió a repasar de nuevo, esta
vez al revés, para corregir la inversión de la imagen que producía el
telescopio; todo ello para evitar dañarse los ojos.
El esfuerzo de todo un mes adornaba el acabado del libro con unos
excelentes grabados que reproducían la imagen del Sol día a día des-
de el 1 de junio hasta mediados de julio de 1612. Sin embargo, las ideas
expuestas en el libro agudizaron las tensiones ya existentes entre Ga-
lileo y sus adversarios declarados. Las discusiones sobre el libro re-
clutaron a nuevos oponentes entre gente que ni siquiera había leído el
texto. Y puesto que Copérnico había muerto en silencio años atrás y
en otro país, Galileo empezó a ser tomado por —o mejor dicho, acu-
sado de— ser el padre del universo heliocéntrico.
Aunque en los ataques de la «banda del palomino» al Discurso so-
bre los cuerpos que flotan... se habían esgrimido los libros de Aristó-
teles para oponerse a Galileo, las críticas de las Cartas sobre las man-
chas solares apelaban ahora a la autoridad aún superior de la Biblia.
67
VI - Observante albacea de la voluntad de Dios
VI
69
Benedetto Castelli
abandonó Florencia para ha
cerse cargo de la antigua
cátedra de matemáticas de
Galileo en la Universidad de
Pisa. Castelli no sólo había
inventado el seguro método
de observación del Sol me-
diante el papel que había uti-
lizado Galileo con tan bue-
nos resultados, sino que de
hecho había dibujado la nu-
merosa cantidad de bocetos
de las manchas solares publi-
cados en el libro. Además,
Galileo también había recu-
rrido a Castelli para contestar
Benedetto Castelli. a los cuatro ataques publica-
dos contra el Discurso sobre
los cuerpos que flotan. ..
Nada más llegar a Pisa, Castelli fue advertido por el rector de la univer-
sidad de queno enseñara y ni siquiera discutiera sobre el movimiento de la
Tierra.
Naturalmente, el monje accedió a estas recomendaciones señalando
que ya su mentor, Galileo, se había comportado de igual manera a lo
largo de más de dos décadas de docencia, tanto en Pisa como en Pa-
dua. En pocas semanas, no obstante, preguntaron a Castelli específi-
camente por la cuestión copernicana ante una audiencia reducida pero
muy influyente, poco después de que la familia Médicis y todo su sé-
quito llegaran a Pisa para la visita anual que hacían en invierno. Cuan-
do recibían en su palacete pisano durante esta temporada, su alteza se-
renísima Cosme II, la archiduquesa Maria Maddalena y la gran
duquesa madre Madama Cristina invitaban a sentarse a su mesa tres
veces al día a animados conversadores que pudieran informarles de
una gran variedad de cuestiones.
«El jueves por la mañana fui invitado por nuestros patrones —es-
cribía Castelli a Galileo el sábado 14 de diciembre—, y cuando el gran
duque me preguntó por la universidad le di absoluta cuenta de todo,
con todo lo cual se mostró muy complacido. Me preguntó si disponía
de telescopio; cuando le dije que sí, pasé a referirle una observación de
los planetas mediceos que había hecho la noche anterior. Madama
Cristina quería conocer su posición, después de lo cual la conversa-
70
ción se centró en la necesidad de que fueran objetos reales y no ilu-
siones ópticas producidas por el telescopio.»
En lugar de apartarse de la vida cortesana tras la muerte de su ma-
rido Ferdinando I en 1609, la influyente gran duquesa había cambia-
do el colorido de sus vestidos por el negro y había puesto una corona
de viuda con un gran velo también negro en el lugar de la corona du-
cal. Se había aferrado a su dignidad de gran duquesa y dejó que su
nuera —la mujer de Cosme, Maria Maddalena— se conformara con
el título de archiduquesa que procedía, al igual que ella, de Austria.
Aquella mañana en concreto de diciembre, a Madama Cristina le
incomodó el discurso de Castelli sobre los planetas, a pesar de la vin-
culación de éstos con la casa de los Médicis. No obstante su cariño por
Galileo, que había instruido a su hijo, y al margen de su respeto por el
hábito talar de Castelli, se inclinó por la conversación de otro invita-
do al desayuno que era miembro del profesorado de la universidad: el
filósofo platónico y doctor Cosme Boscaglia.
«Después de muchas cosas, todas las cuales sucedieron con deco-
ro —continuaba la carta de Castelli—, el desayuno se terminó. Yo me
marché, pero apenas había salido de palacio cuando fui abordado por
el asistente de Madama Cristina que había vuelto a requerir mi pre-
sencia. Antes de que os diga lo que sucedió, debéis saber primero que
mientras estábamos en la mesa, el doctor Boscaglia se había dirigido
a Madama al oído durante un instante, y, al tiempo que daba por cier-
tas todas las cosas que habéis descubierto en el cielo, dijo que sólo el
movimiento de la Tierra tenía algo de inverosímil y que no podía ser
así, particularmente cuando las Sagradas Escrituras eran claramente con-
trarias a esta concepción.»
Todas las personas cercanas a la corte sabían que Madama Cristi-
na era una católica fiel que escuchaba con frecuencia a su confesor, a
otros sacerdotes y cardenales y, por supuesto, al Papa, incluso aunque
las opiniones de Su Santidad distaran en ocasiones de los principales
intereses de la dinastía de los Médicis o de la corte toscana. Leía su
Biblia y era capaz de citar el libro de Josué — e n el que se ordena al
Sol que permanezca inmóvil, supuestamente porque ha estado mo-
viéndose— así como del libro de los Salmos
:
¡Yahveh, Dios mío, qué grande eres! [...] Sobre sus bases asentas-
te la Tierra, inconmovible para siempre jamás.
[Salmos, 104: 1,5]
71
Entré en la cámara de su alteza y encontré allí al gran duque, a Ma -
dama Cristina y la archiduquesa, a don Antonio [de Médicis], don Pao-
lo Giordano [Orsini] y al doctor Boscaglia. Después de preguntarme
algunas cosas. Madama empezó a nombrar las Sagradas Escrituras en
mi contra. Por tanto, después de haber negado las cosas apropiadas,
empecé a desempeñar el papel de teólogo con una firmeza y una dig-
nidad que deberíais haber presenciado. Don Antonio me secundó y me
proporcionó tal presencia de ánimo que en lugar de desmayarme por
la majestuosidad de su alteza, solventé airosamente la situación igual
que un paladín. Salí bastante bien parado ante el gran duque y su ar-
chiduquesa cuando don Paolo vino en mi ayuda con una cita muy ade-
cuada de las Escrituras. Sólo Madama continuaba estando en mi con-
tra, pero por sus exagerados gestos consideré que hacía esto sólo para
seguir escuchando mis réplicas. El profesor Boscaglia no dijo ni una
palabra.
Gran duquesa Cristina de Lorena
Las enojosas noticias del desacuerdo de Madama Cristina inspira-
ron una respuesta inmediata de Galileo. Lamentaba su oposición, pero
aún más que esto temía que se levantara un campo de batalla entre la
ciencia y las Escrituras. Por su parte, él no veía ningún conflicto entre
las dos. En la larga respuesta que escribió a Castelli el 21 de diciem-
bre de 1613 mostraba la relación entre la verdad descubierta en la na-
turaleza y la verdad revelada por la Biblia.
«En lo relativo a la cuestión previa planteada por Madama Cristi-
na, me parece que fue expuesto por ella de un modo muy prudente y
también adecuadamente admitido y establecido por vos que las Sa-
gradas Escrituras no pueden equivocarse y que los decretos conteni-
dos en ellas son absolutamente
ciertos e inviolables. Sólo me
hubiera gustado haber añadido
que, aunque la Escritura no pue-
de equivocarse, sus declamado-
res e intérpretes sí son suscepti-
bles de errar de muchas formas
[...] si se basan siempre en el
sentido literal de las palabras,
porque de ese modo no sólo
caerían en muchas contradiccio-
nes sino también, incluso, en
graves herejías y blasfemias
puesto que sería necesario dar a
Dios manos, pies, ojos, y senti
Gran duquesa Cristina de Lorena. 72
mientos humanos y corporales tales como la ira, el dolor, el odio e in-
cluso el olvido más absoluto del pasado y la completa ignorancia del
futuro.»
Esos recursos literarios habían sido incluidos en la Biblia por el bien
del vulgo, insistía Galileo: para ayudarle a comprender las cuestiones
relativas a su salvación. Del mismo modo, el lenguaje bíblico había
simplificado también algunos fenómenos físicos de la naturaleza para
que se adaptaran a la experiencia ordinaria. «Las Sagradas Escrituras
y la naturaleza —afirmaba Galileo— son ambas emanaciones de la
palabra sagrada: las primeras, dictadas por el Espíritu Santo, la se-
gunda, observante albacea de la voluntad de Dios.»
Así, ninguna verdad descubierta en la naturaleza podía contrade-
cir la verdad profunda de las Sagradas Escrituras. Incluso la objeción
de Madama Cristina en relación con el libro de Josué podía haberse
expresado en los términos del sistema heliocéntrico; en efecto, Co-
pérnico hacía ese pasaje más comprensible que Aristóteles o Tolomeo,
tal como Galileo se dedicaba a explicar aproximadamente en la mitad
de esta carta.
Entonces habló Josué a Yahveh, el día que Yahveh entregó al
amorreo en manos de los israelitas, a los ojos de Israel y dijo: «Detente,
Sol, en Gabaón y tú, Luna, en el valle de Ayyalón.»
Y el Sol se detuvo y la Luna se paró hasta que el pueblo se
vengó de sus enemigos. ¿No está esto escrito en el libro del Justo? El Sol
se paró en medio del cielo y no tuvo prisa en ponerse como un día
entero.
No hubo un día semejante ni antes ni después, en que
obedeciera Yahveh a la voz de un hombre. Es que Yahveh combatía por
Israel. [Josué, 10: 12-14]
75
tantos cardenales que pudieran contribuir a limpiar el nombre de Ga-
lileo.
Durante la primavera y el verano de 1615, Galileo sufrió además
otra larga serie de enfermedades agravadas, quizá, por el reconoci-
miento del poder de las fuerzas que comenzaban a disponerse en su
contra. De hecho, se vio a sí mismo como blanco de una conspiración.
Mientras estaba postrado en cama refundió su carta informal a Caste-
lli en un tratado mucho más largo y lleno de referencias dirigido a la
propia Madama Cristina. (Aunque ningún impresor se atrevió a publicar
la Carta a la gran duquesa Cristina de Loren a hasta 1636 en Estras-
burgo, las copias de este manuscrito hicieron disfrutar a una gran can-
tidad de lectores italianos.)
«Hace algunos años», empezaba la carta,
como bien sabe vuestra alteza serenísima, descubrí en la bóveda
celeste muchas cosas que no se habían visto nunca anteriormente. La
novedad de estas cosas, así como algunas consecuencias que se seguían
de ellas y que contradecían las nociones físicas comúnmente aceptadas
por los filósofos académicos, lanzaron contra mí a no pocos profesores;
como si yo hubiera colocado esas cosas en el cielo con mis propias
manos para perturbarlo o para contradecir a las ciencias. Parecían
olvidar que el aumento de las verdades conocidas estimula la
investigación, el asentamiento y el desarrollo de las ciencias; nunca su
debilitamiento o destrucción.
Al mismo tiempo que mostraban cada vez mayor afición por sus
propias opiniones antes que por la verdad, arrojaban diversos cargos
contra mí, publicaban numerosos escritos repletos de argumentos va-
nos y cometían el grave error de sembrarlos de pasajes tomados de la
Biblia que habían creído entender adecuadamente y que se ajustaban
mal a sus propósitos.
78
VII - La malicia de mis detractores
VII
7 Dada la duración del concilio, sus miembros variaron con el paso de los años, y la
responsabilidad de aprobar finalmente sus conclusiones pasó de Pablo III a Julio III, hasta
Pío IV.
79
así por la bulla , el sello de plomo redondo que iba impreso en los pro-
nunciamientos del Papa en persona). En 1564, el mismo año en que
nació Galileo, algunos aspectos importantes de los debates se formu-
laron como una profesión de fe declarada por el Concilio de Trento y
fueron jurados solemnemente por un incontable número de cargos de
la Iglesia y otras personalidades del catolicismo a lo largo de las dé-
cadas posteriores:
Acepto y adopto firmemente las tradiciones apostólicas y ecle-
siásticas y el resto de reglas y orientaciones de la Iglesia. Acepto tam-
bién las Sagradas Escrituras del modo en que han sido y son defendi-
das por la santa madre Iglesia, a quien corresponde enjuiciar el
verdadero sentido y la interpretación de las Sagradas Escrituras, y no
aceptaré ni interpretaré éstas de ningún otro modo que según el acuer-
do unánime de los santos padres.
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de obediencia, pobreza y purísima castidad tenéis que guardar santa
reclusión; reclusión en la que podréis vivir durante cuarenta años o
más, o algunos menos, y en la que moriréis. Estáis ya, por tanto, en vues
tro sepulcro de piedra, es decir en vuestra profesada reclusión.
[ Testamento de santa Colette ]
89
VII - Conjeturar desde aquí, entre las sombras
VIII
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