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EL MENDIGO

Pensar y luego caminar, caminar para pensar, caminar para no enloquecer en el intento de
pensar. Cualquiera fuera la sucesión de hechos lo cierto es que sus pasos lo acompañaban mientras
pensaba. A menudo, cuando los pensamientos eran de un ímpetu irrefrenable y caótico, veíase obligado
a tropezar con una piedra imaginaria para detenerlos. Al principio no lo hacía de manera conciente, así
que de pronto se encontraba tirado en la vereda con la cara ensangrentada, bajo la mirada despectiva de
la gente, gente que no conocía y que aún así tenía el valor de juzgarlo por haber tropezado con una
piedra imaginaria; entonces intentaba levantarse por sus propias fuerzas (eso es lo que hace un
hombre), pero cuando se hallaba sobre sus cuatro extremidades, acalambradas por el estupor de la
caída, podía escuchársele aullar como un perro encadenado, un grito tan lastimero que más de alguno
intentaba tenderle una mano o un pedazo de pan, pero el hombre leía el miedo en sus ojos y prefería
agachar la cabeza para que no salieran huyendo. Esta escena se hizo tan recurrente que luego de unos
años salía de su escondite con la intención expresa de tropezar, ya no tenía para qué pensar, no hacía
falta. Avanzaba hasta el lugar más concurrido del centro, se echaba sobre sus cuartos traseros y aullaba
todo el día, sin moverse de su sitio por horas enteras. Más tarde, de vuelta, de noche, de frío, de
hambre, aullaba para sí mismo y luego se dormía.

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