Hasta fines del siglo xvi, la semejanza ha desempeñado un papelconstructivo en el
saber de la cultura occidental. En gran parte, fueella la que guió la exégesis e
interpretación de los textos; la queorganizó el juego de los símbolos, permitió el conocimiento de lascosas visibles e invisibles, dirigió el arte de representarlas. El mundose enrollaba sobre sí mismo: la tierra repetía el cielo, los rostros se reflejaban en las estrellas y la hierba ocultaba en sus tallos los secretosque servían al hombre. La pintura imitaba el espacio. Y la representación—ya fuera fiesta o saber— se daba como repetición:teatro de la vida o espejo del mundo, he ahí el título de cualquierlenguaje, su manera de anunciarse y de formular su derecho a hablar.
La época de lo semejanteestá en vías de cerrarse sobre sí misma. No deja, detrás de
sí, másque juegos. Juegos cuyos poderes de encantamiento surgen de estenuevo parentesco entre la semejanza y la ilusión; por todas partes sedibujan las quimeras de la similitud, pero se sabe que son quimeras;es el tiempo privilegiado del trompe-l'oeil, de la ilusión cómica, delteatro que se desdobla y representa un teatro, del quid pro quo, de lossueños y de las visiones; es el tiempo de los sentidos engañosos; esel tiempo en el que las metáforas, las comparaciones y las alegoríasdefinen el espacio poético del lenguaje. Y por ello mismo el saberdel siglo xvi deja el recuerdo deformado de un conocimiento mezcladoy sin reglas en el que todas las cosas del mundo podrían acercarsepor el azar de las experiencias, tradiciones o credulidades.