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TIMADOR

El inesperado confinamiento le mostró su verdad, amó durante diez años a un desconocido y


ella y su hijo solo eran una opción. El encierro se tornó infinito dibujando una delgada línea
entre lo correcto y la pérdida de su dignidad, estar tan cerca y a la vez tan lejos, la sumergió en
un triste laberinto de migajas. Únicamente era dueña de los breves instantes que les
pertenecían.

Recluida en su desierto de concreto durante un sinfín de atardeceres se alimentó de lágrimas, de


sollozos. Se quedó esperando sus mensajes, enumerando las veces que su pequeño pronunció
su nombre, sintió como escaseaban los momentos, las palabras y aquellas libidinosas llamadas
susurrándole lo maravillosa que era en las artes del deleite, lo mucho que el disfrutaba su
compañía. Se quedó esperando también sus mentiras, las disparidades de su doble moral. Sus
falsos argumentos para no romper con su intocable nido de cristal.

Vistió la insaciable espera con saña, conocía el epigrama, sabía que ellos solo eran una punta
de ese triángulo que él llamaba vida. Sin embargo, la insidiosa retirada la trastorna. Ellos eran
su lugar favorito y así él se los hizo sentir. Entonces, porque no hubo explicaciones, ni excusas. Su
sensatez danza hoy sobre una red de mentiras. Una década perdida, fragmentada, diluida.
Una década compartida, la engañada y la escondida, ambas títeres de un rufián, ambas almas
seducidas, desechables. Destruidas.

Disoluta en la anarquía de sus pensamientos publica una foto y su historia renuncia al


anonimato.

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