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JUSTIFICACION

Esta colección de relatos retoma hasta cierto punto el hilo narrativo iniciado en
Décadas1, pero no hay continuidad ni está ordenado cronológicamente. Cada
capítulo es una historia completa y puede leerse en cualquier orden. Si no
recuerda dónde se quedó, pierda cuidado, todo empieza de nuevo en el siguiente
apartado; si no ha leído Décadas tampoco le hará falta para la lectura de esta
nueva incursión en el mundo de las letras.

Por inclinación natural el trabajo será muy parecido, en su formato y envío, al


libro de cuentos de Roberto Casellas 2: Valija Diplomática; pero en mi caso los
capítulos corresponderán a sucesos y personajes memorables y no al escalafón -
los de él se llamaban el Tercer Secretario, el Segundo Secretario y así
sucesivamente -; no obstante, la inspiración está allí y es obligado dar el
reconocimiento debido.

Mis historias narran acontecimientos, describen personajes y explican


situaciones, siempre desde el lado amable, favoreciendo el enfoque festivo, alegre
y optimista. Pero también se encaminan a dejar una especie de ayuda de
memoria de las condiciones, peculiaridades e incidencias de la carrera
diplomática, de los sitios y personajes que tenemos la fortuna de conocer al paso
por diversas misiones o en México; todo ello enmarcado por circunstancias
temporales, algunas incluso coyunturales.

Habrá tiempo de conversar sobre la poco conocida y menos comprendida


profesión del diplomático, que se puede examinar de mejor manera a través de
vivencias, anécdotas y, una vez más, personajes de huella indeleble. La
naturaleza errante de la vida en el servicio exterior aconseja enraizar en algún
lugar o afirmar las raíces preexistentes, para no perder la identidad y evitar los
frecuentes casos de desarraigo, sobre todo de los hijos. Ese es el caso de mi
familia inmediata.

El cordón umbilical nos unió a Sinaloa y los esfuerzos por evitar su ruptura
fueron no sólo múltiples, sino además variados, con tan buen éxito que su hilo
conductor trascendió hasta los herederos, es decir, que nuestros hijos estudiaron
en universidades de Culiacán y se sienten no sólo mexicanos, sino además
sinaloenses: su historia merece contarse porque hay demasiados casos de
familias totalmente dearraigadas y consecuentemente desadaptadas.

De paso dejo constancia de costumbres y modismos de brasileños, cubanos y


otros hermanos continentales, así como del medio donde se desenvuelven y las
dificultades que éste presenta para la adaptación de los extranjeros,
particularmente los diplomáticos. No se trata de criticar la forma de ser, sino de
plasmarla y contrastarla con la propia, para bien o para mal.

1
Libro del mismo autor publicado por el Colegio de Bachilleres del Estado de Sinaloa.
2
Embajador de México de carrera, titular en varios países.
En algunos casos me coloco en el centro del cuento, sin identificar
necesariamente al protagonista con el autor; en otros, pongo palabras en boca de
personajes reales, a quienes pido indulgencia si la libertad literaria estira los
hechos hasta deformarlos; la intención es siempre buena y al liberar a los sucesos
del jalón imaginativo vuelven a su forma original.

No habrá revelaciones sensacionales ni saldrán del baúl secretos


escandalosos.

Al final he dejado correr las manos y el conducto narrativo me ha llevado de


aquí para allá, de tal suerte que el resultado es un verdadero mosaico, como diría
Don Carlos Darío Ojeda, mi antiguo jefe en Chicago; pero el común denominador
será siempre el reconocimiento a innumerables seres queridos y admirados, a
quienes rinde homenaje un enamorado de la humanidad, un convencido de que la
naturaleza humana es esencialmente buena, con excepciones esporádicas, y no
básicamente mala con tintes aislados de bondad, como algunos trataron de
hacerme ver.

La palabra diplomático se escribe diplomata en portugués y también era el


modelo del vehículo oficial usado en Sao Paulo cuando fui Cónsul General por
esas sureñas tierras. Una de las historias aquí contadas se refiere a la vida en esa
enorme ciudad brasileña y entre otras cosas cuenta los problemas derivados del
infernal tráfico, donde los automóviles juegan un papel protagónico.

Además, dedicaré algún tiempo a comentar las particularidades del aprendizaje


del portugués y su lengua intermedia: el portuñol; y en ese contexto adquiere
carácter muy ilustrativo la engañosa similitud con el español, de lo cual da fe
precisamente el parecido fonético y gráfico entre diplomático y diplomata.

Y ahora sí, sin mayores preámbulos me lanzo a contarles estas historias no


muy mentadas, como decían los maestros de ceremonias en las carpas,
“esperando que sean de su completo agrado”.
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EN UN CONSULADO DE MEXICO NACÍ

HACERLE AL TEATRO

EL CÓNSUL DENTISTA

JUEVES DEL DIPLOMÁTICO

LA EMBAJADA DE SINALOA

ROGER, ROGER & Co.

EL PENACHO

MIXIOTES Y PCO’S

SAGÜESERA, PAISANADA Y CÓNSULES


V O L V E R

“¿Qué te parecería regresar a Brownsville?”, me preguntó el Director General


del Programa.

“Pues no me agradaría porque tengo por regla cerrar totalmente el capítulo


después de cada traslado”, contesté.

“¿Así de drástico?”, insistió el funcionario.

“Sí, es una norma invariable de conducta”, sentencié con aire de importancia.

Y en efecto, nunca me había aferrado a ninguna adscripción a pesar del largo


lapso vivido en algunas y cuando al fin partía era para mí una salida definitiva; no
iba ahora a variar mi usual postura al respecto.

Me encontraba colaborando en El Programa3 desde octubre de 1990 y poco a


poco me había abierto espacios en la estructura del mismo. El Jefe me apreciaba
más allá de la simple relación laboral y por ello podía hablarle con absoluta
libertad y franqueza.

“Pero agarraste mal la onda”, agregó con una sonrisa pícara, “sólo iba a pedirte
que asistieras en representación de la Secretaría a los festejos de Mr. Amigo, no
te estaba ofreciendo la titularidad del Consulado”.

“¡Ah bueno!”, me apresuré a contestar ya de plano aliviado, “así si baila m’ija


con el señor”.

“Pues prepárate porque el Mr. Amigo designado es Don Gustavo, nuestro


Embajador en Washington, y la representación es más que simple protocolo.
Como fuiste titular tanto tiempo debes mantener buenos contactos y podrás
brindarle apoyo. ¿Cómo la ves?”.

“Está bien, pero déjame hablar con la titular para evitar malos entendidos ¿sí?”.

3
Programa para las Comunidades Mexicanas en el Extranjero.
“¡Órale pues!”.

Y así lo hice, me comuniqué con mi amiga la titular y dejé en claro que no iba a
vigilar ni supervisar su actuación, solamente representaba a la Secretaría y le
brindaría apoyo a la Cónsul sólo si era necesario, si ella lo pedía.

Me alegraba enormemente regresar a la frontera porque podría reencontrarme


con muchos amigos inolvidables, pero además era la segunda ocasión en que
acompañaría al Embajador en una visita oficial y ardía en deseos de confirmar los
buenos resultados de la primera experiencia.

Pensativo recordé el difícil paquete depositado en mi regazo la vez anterior, así


como las incidencias del caso.

Más de 25 años habían transcurrido desde la última visita oficial de un


Embajador de México a Miami y, según el Director del Programa, había llegado la
hora de volver.

No ignoraba éste los negativos antecedentes derivados de la actitud de la


colonia cubana de Miami, por siempre molesta porque México se negó a romper
con el régimen de Fidel Castro; ni minimizaba el grado de poder acumulado por
ellos en el Condado de Dade, Florida, donde se ubica Miami.

De una población total de casi 2 millones, cerca de 800,000 eran de origen


cubano, quienes además detentaban las alcaldías de Miami y otras poblaciones
conurbadas3; y por añadidura dominaban totalmente los medios de comunicación
más conspicuos, sobre todo los electrónicos.

Se habían dado innumerables casos de rechazo estridente, de protesta


vandálica, de actitudes insultantes contra México; nuestra representación consular
era objeto de intimidación y amenazas constantes. Por eso no había visitado la
ciudad un Embajador mexicano; por eso se evitaba exponerlo a un
enfrentamiento.

Yo había sido titular en Miami, conocía por dentro el fenómeno y en diversas


ocasiones expliqué al Director (sin que me lo pidiera) mi peculiar enfoque analítico,
muy distinto del comúnmente difundido. Le presumí descaradamente nunca haber
sido intimidado y haber sido capaz de romper el cerco de aislamiento tendido en
torno del Consulado, porque percibí a tiempo la naturaleza real del movimiento, en
buena medida sólo una fachada sin mucho respaldo detrás.

“Mira”, le contaba al Director, “es cierto que hay miles de cubanos, pero distan
mucho de mantener actitudes uniformes; no pueden pensar igual el Presidente de
un Banco que quien le bolea los zapatos, pero ambos son cubanos, como los son

3
Entonces la alcaldía del Condado no estaba en su poder, pero ahora ya dominan hasta ese último reducto.
los rectores de dos universidades, los escritores de varios periódicos, los
comerciantes, etc.”.

“Ningún pueblo latinoamericano se identifica tanto culturalmente con México


como los cubanos. Además, muchos de ellos salieron de Cuba precisamente por
territorio mexicano y el largo proceso los obligó a vivir en nuestro país
considerable tiempo, lo cual creó inevitables vínculos afectivos”.

“¿Sabías que yo mismo firmé casi diez mil visas para cubanos que deseaban
visitar México, sólo en mi primer año como titular?”.

No me cansaba de repetirle cómo, con la ayuda de un muy favorable elemento,


la música, había quebrado la resistencia de hasta los más reticentes cubanos.
Juntos ellos y yo acordamos identificar los 10 más importantes temas de
conversación, donde el décimo era la política, y decidimos tratar solamente los
primeros 9, entre ellos turismo, deporte, historia, arte, cine y por supuesto música.

No hubo fricciones de ahí en adelante.

Recuerdo que una vez, conscientes de que quedaba aún intocado un bastión
de la estridencia anti castrista y anti mexicana, la radio; acompañado por el
delegado de turismo4 aparecimos en una de las más combativas estaciones y al
alimón dimos una especie de conferencia sobre Agustín Lara, con ilustraciones
musicalizadas de cada capítulo, acompañadas de nuestras guitarras.

El éxito fue notable y el ámbito de la radio no fue más territorio prohibido para el
consulado.

En poco más de dos años se fueron tendiendo puentes con empresarios,


intelectuales, académicos e incluso activistas políticos, siempre sobre la base del
mutuo respeto y el diálogo constructivo.

En realidad sólo un notorio personaje de la colonia cubana permaneció al


margen: Jorge Mas Canosa. Pero no fue solamente por la conocida intransigencia
del ya fallecido líder, sino porque nos negamos a tratar con él todos: el personal
del consulado, la delegación de turismo, la representación de Bancomext, todos.

Allí se encontraba la imaginaria frontera, la que separaba a los cubanos


razonables, aquellos con quienes era posible tratar todo tipo de temas, de los
fanáticos y frenéticos con los cuales sólo hay un asunto por tratar: Fidel.

Uno de los casos más dramáticos de giro total fue el del Editor del más antiguo
periódico diario en español. Lastimado por su involuntario destierro5 este
periodista rechazaba todo trato con el Cónsul de México.

4
Jorge Gamboa Patrón
5
Muchos cubanos consideran su salida de la isla como expulsión.
Sabedores de esta circunstancia ningún titular se acercaba a él, ni yo mismo.

En cierta ocasión asistimos a una cena en casa del Cónsul General de España,
un canario6 muy alegre y musical, diestro en el piano, bastante hábil con el ukelele
y nada malo con el banjo. La idea era pasar una velada amable, entre amigos y
juntos hacer música. Yo no sabía quién más estaba invitado ni me correspondía
inquirir al respecto, pero se entiende que el común denominador no era la
profesión u ocupación sino el gusto por la música.

Pues bien, mientras arribaban los invitados, el Cónsul y yo nos pasamos a su


despacho a afinar los instrumentos; por allí llegó otra persona con una guitarra y
procedimos a igualar su afinación con la de la mía. En cuanto se logró, sin mediar
palabra empezó a tocar una canción que de inmediato reconocí como Ella (la
yucateca) y lo seguí con el acompañamiento; luego empezó a cantarla y yo a
hacerle la segunda, con tan buena fortuna que las voces se acoplaron y la
interpretación sonó como si hubiese sido ensayada.

Casi todo mundo se fue acercando conforme avanzaba la melodía y al terminar


nos recompensaron con un nutrido aplauso; enseguida el Cónsul hizo las
presentaciones y el guitarrista resultó ser el editor del Diario de la Américas, quien
ya no pudo adoptar actitudes combativas ni militantes en contra del otro elemento
del exitoso dueto. La noche fue sensacional y la amistad se consolidó.

Por supuesto tratamos de evitar hablar de política.

En el trato personal reconocí siempre rasgos atractivos en los cubanos de


Miami, una vez más en relación con esa finidad cultural que nos une desde
siempre. Me causaba y sigue causando admiración su peculiar hablar, sobre todo
cuando golpean despiadadamente el inglés.

Una vez, cuando recién llegados inquiríamos sobre los mejores barrios para
una familia con hijos en edad escolar, el agente de bienes raíces nos respondió
enfático “vayan a la sagüesera”. Por el momento hicimos como que habíamos
entendido y seguimos pidiendo información sobre esa enigmática área de la
ciudad, pero conforme avanzó la explicación nos dimos cuenta de que todo estaba
muy bien, pero seguíamos sin saber dónde estaba el barrio ese.

Finalmente nos atrevimos a pedir mayor precisión respecto de la zona


recomendada y nuestro iterlocutor, muy amablemente, aclaró que era el sauwés
(southwest).

Otra característica propia de los exilados cubanos siempre ha sido la de


magnificar la situación de su familia en la Isla, antes del exilio. De hecho, los otros
grupos latinoamericanos inventan bromas sobre esa tendencia, algunas de ellas
crueles, pero muy descriptivas.

6
Nativo de Las Islas Canarias
Me gustaba esuchar a cierto colombiano contar esto: “Un grupo de
balseros7recién rescatados por el guarda costas desmbarcaban en Cayo Hueso.
Iban flacos, deshidratados, con las ropas hechas giras, en casi insultante contraste
con los corpulentos e impecablemente uniformados marinos. De entre los
náufragos sale de pronto un perrito casi calvo, en los puros huesos y con pasos
inciertos, el cual se topa con un enorme pastor alemán de lustroso cabello y
petulante porte.

No se pudo aguantar el refugiado can y de pasada le dijo al enorme guardian:


“aquí como me ves, en Cuba yo era Dóberman”.

De esa guisa se ilustra la usual cantaleta de muchos exilados; hay quien afirma
que La Habana era de tres pisos antes de la revolución, pues de otro modo no se
explica la cantidad de personas que perdieron sus propiedades.

En fin, por aquel timepo, en mis frecuentes conversaciones con el Director


General iba tomando forma la idea de una visita oficial del Embajador, la cual
debía ser en condiciones óptimas, con circunstancias totalmente bajo control y
salvaguardas suficientes para garantizar el buen éxito de la empresa.

También había que convencer a Don Gustavo.

Las negociaciones se llevaron semanas, durante las cuales el Director fue hasta
Washington y el Embajador estuvo en México.

Los argumentos usados por aquél eran fundamentalmente los proporcionados


por mí y no escatimó reconocimiento a ese hecho, pero con ello me colocó en
difícil situación: Don Gustavo pidió garantía de que no habría problema y el
Director le dijo que sólo yo podía ofrecerla, pues después de todo de allí provenía
la información manejada hasta entonces.

Resultado: se me encomendó organizar la visita, vigilar cada aspecto de ella y


acompañar al Embajador en todo momento; por lógica me tocó la responsabilidad
del éxito de la visita, así como de su impensable fracaso.

Y me puse a trabajar.

Por teléfono traté de alinear el apoyo de mis más fieles amigos, colegas y
aliados, para después trasladarme a coordinar personalmente la agenda de los
dos días programados para la visita. Había en el programa entrevistas con medios
de comunicación escritos y electrónicos (TV), reuniónes con empresarios,
actividades culturales, encuentro con la colonia mexicana y hasta una cena en
casa de un magnate cubano.

7
Viajan de Cuba a Florida en balsas.
Todo se desarrolló de acuerdo con el plan y no hubo fricciones ni
desencuentros.

La visita a Univisión fue sensacional, la reunión con la Cámara de Comercio


resultó todo un suceso, los periodistas trataron al ilustre visitante muy
comedidamente, sin endulzarle la píldora, pero sin veneno en sus preguntas.
Rendía fruto un cuidadoso proceso de acercamiento con los conductores de su
exitoso noticiario, quienes por diversas razones habían estado alejados de nuestra
Representación.

Muy ufano veía yo pasar las horas y los acontecimientos sin falla y ya
empezaba a llegarme el humo a la cabeza, me intoxicaba de triunfo y me mareaba
de éxito.

Al segundo día por la tarde, cuando sólo quedaban actividades con mexicanos,
en busca de algún halago pregunté al Embajador si se sentía satisfecho con la
visita y si podía darme la calificación preliminar hasta ese momento; sonriente, a
sus anchas, Don Gustavo contestó:

“No cante victoria Cónsul, en estos asuntos sólo los goles en contra cuentan y
aún no se acaba el tiemp reglamentario”.

Esa noche, cuando un reportero preguntó a Don Gustavo retóricamente:

“¿Por qué vino a Miami el Embajador de México, cuando hacía tanto tiempo que
no venía ninguno?”.

Contestó riendo: “Porque no me dejaron ver la agenda”.

Con ambas respuestas mi ego reculó, se apaciguó y casi ocultó; mientras la


admiración por nuestro Embajador crecía en proporción directa.

Después de la cena, con una copa en la mano y un puro en el cenicero, Don


Gustavo reconoció al fin el éxito de la aventura y muy complacido nos felicitó (al
Director de Programa y a mí). Ya más tranquilo, se quedó conversando con el
pequeño grupo (lo acompañaba su Jefe de Prensa Javier Treviño) y hasta nos
hizo partícipes de algunas anécdotas y uno que otro chiste.

Recuerdo uno en particular.

“Cuando era Secretario de Hacienda, uno de mis asesores creyó descubrir una
forma de aumentar las recaudaciones fiscales y me llevó a acuerdo su atrevido
plan, el cual consistía en incorporar a las prostitutas al pago de impuestos”.

“¡La evasión es feroz!, me decía indignado”.


“Yo lo dejé seguir y hasta alenté su juvenil entusiasmo; incluso lo puse al frente
del proyecto y lo mandé a hablar con una de las líderes del gremio”.

“Pero regresó muy compungido y cabizbajo a decirme que no había funcionado


su plan, porque la suripanta mayor le había ofrecido darnos la mitad de lo que les
entra”.

Con sonora carcajada selló su narración y agregó, innecesariamente, que


aquello era broma, que en realidad no había acontecido nada tan cómico en la
austera Secretaría de Hacienda.

En un momento dado se acercó a saludarlo una guapa señora mexicana, la


cual le informaron era una exitosa modista. Sonriente, coqueta, la dama aquella
afirmó ser autora de notables indumentarias de artistas famosos y luego hizo un
gracioso giro para mostrar su elegante vestido de esa noche, ejemplo de su
creatividad.

¿No le parece una belleza?, preguntó al diplomático, a lo cual contestó muy


galante “sí, y el vestido me gusta también”.

El buen humor de Don Gustavo era proverbial, pero esa noche se hizo presente
aún más ante el sentimiento de triunfo por el buen resultado de la delicada visita.
Sabedor de su gran afición por los tangos, me quebraba la cabeza buscando
alguna forma de que escuchara en ese momento el tango Volver, evidentemente
apropiado dadas las circunstancias, pero sólo en mi imaginación tuvo lugar ese
final de película.

Para mí el festejo era doble, pues con inmenso alivio veía disiparse cualquier
posibilidad de traspiés en mi carrera y además contaba con una poderosa opinión
favorable en la persona del Embajador. Pero más satisfactorio incluso era no
haber dejado colgado a mi Jefe y amigo el Director General, pues sin duda su
confianza en mi opinión fue determinante para la concreción de la visita.

Regresando al presente, hoy que el Director volvía a confiarme una delicada


misión me invadía de nuevo ese mismo sentir: la seguridad proveniente de una
relación laboral estable, bien intencionada y mejor sucedida; unida a una gran
carga de responsabilidad para con mi Jefe.

Pero ahora estaba más tranquilo.

Visitar Brownsville acompañando al Embajador no podía compararse con la


histórica gira por Miami, ni por el grado de dificultad de la empresa, ni por la carga
de responsabilidad de la misma; en otras palabras, ahora no era organizador ni
impulsor de la idea, iba únicamente de acompañante.

Indudablemente era de gran importancia representar a la Cancillería, pero la


presencia era ceremonial, testimonial, no protagónica.
El festival conocido como Charro Days coincide con el carnaval de otras
latitudes pero en Brownsville adquiere tintes propios, muy peculiares. La presencia
del personaje seleccionado como Mr. Amigo es de gran relevancia y casi todo gira
alrededor del homenaje a él (o ella) rendido.

La fiesta empieza al recibir formalmente a Mr. Amigo y encontrarse la sociedad


de Brownville a la mitad del Puente Internacional con las autoridades de
Matamoros. Allí se desarrolla una ceremonia cuya culminación es El Grito, pero no
el de independencia, sino uno de esos típicos y alegres gritos mariacheros a los
que nos acostumbró Pedro Infante.

Unos cuantos empresarios de Brownsville son electos para soltar el grito cada
año, lo cual es una inmensa distinción para ellos y de esa alegre guisa arrancan
las festividades.

Desde el primer momento integramos un reducido equipo los visitantes en torno


del Embajador y acompañados por la Cónsul. Había llegado como invitada
especial la Tesorera de los Estados Unidos, una atractiva señora de origen
mexicano cuyo carácter sencillo encajó de maravilla en la improvisada delegación
y cuyos sombreros causaron sensación.

Además, Don Gustavo había convidado a un cantante no muy famoso en


aquellas tierras, pero que se ganó la simpatía general, de nombre artístico
Francisco Javier, quien hace poco aventuró en la política de su Estado natal,
Hidalgo.

En aquel tiempo el Alcalde de Brownsville era hijo del más famoso Juez de la
región, Don Reynaldo Garza, simplemente conocido como El Juez Garza, como si
su apellido fuese único en esas latitudes.

Durante mis seis años en aquella frontera había desarrollado una buena
amistad con el legendario tribuno, a pesar de la diferencia de edades. Gran
conocedor del derecho, gustaba el Juez de invitarme a tomar café y comparar
sistemas jurídicos. Le encantaba que le platicara una anécdota sucedida cuando
era yo Cónsul Adscrito (segundo de abordo) en Chicago.

Una vez llegó de México un funcionario de la PGR, quien llevaba la encomienda


de recuperar evidencias documentales de trasacciones con recursos del
narcotráfico. Fui comisionado para acompañarlo a las oficinas de la DEA, donde
teníamos que copiar y certificar cientos de giros postales (money orders).

El trabajo era repetitivo, rutinario y muy desgastante, por lo que la conversación


fue derivando de este a aquel tema. Como el funcionario mexicano no hablaba
inglés y el de la DEA desconocía el español, actué además de interprete durante
toda la larga sesión. Por la tarde, el mexicano quiso saber cuál era el
procedimiento seguido por la DEA al detener a un acusado, mientras que éste
pidió descripción de los métodos usados por la PGR.

La conclusión fue desconcertante: el norteamericano le dijo al mexicano “con


esos métodos seguramente caen en prisión inocentes confesos”; el mexicano le
dijo al norteamericano “con tus métodos seguramente se escapan de ir a prisión
muchos culpables”.

Ambos aceptaron la certeza de la mútua observación.

Para el Juez Garza aquella era una anécdota claramente ilustrativa de la


necesidad de intercambiar experiencias para mejorar la impartición de justicia en
ambos lados de la frontera, con una visión integral que siempre le fue muy clara.

Recuerdo que acostumbraba decir que Brownsville no era ciudad hermana de


Matamoros, sino su hija.

Con la destacada presencia de dos generaciones de la familia Garza, así como


de las fuerzas vivas y las fuerzas tontas 8, empezó el desfile y las diversas
actividades programadas. Todo ello me era muy familiar, pero por vez primera lo
contemplaba como simple observador, sin participar directamente.

Me sorprendió, desagradablemente, no recibir más muestras de reconocimiento


de parte de aquellos con quienes conviví tantos años; íntimamente esperaba
escuchar referencias a mi excelente labor nunca superada, pero si bien el trato fue
amable y amistoso, era ya una figura decorativa y nada más. Tragué gordo y me
cubrí con una máscara de complacencia bastante alejada de la realidad.

No obstante, había un elemento que hacía todo mucho más llevadero: la


simpatía del homenajeado. Don Gustavo hacía gala de su proverbial don de
gentes y desplegaba su natural galantería a cada paso. La Cónsul se notaba
radiante; y cómo no iba a estarlo si le llovían piropos estratégicamente espaciados
y halagos de admirable oportunidad.

Cuantas veces hubo decaimiento motivado por el cansancio, surgía la broma, el


chascarrillo, incluso convocatorias a entonar a coro melodías de moda, bueno, de
moda para el Embajador.

Esa noche, hubo un banquete de gala en el Country y allí se reveló que el


ejemplo había cundido. En la mesa de honor estaba sentada la Tesorera de
Estados Unidos, junto a un popular conductor de programas televisivos en el Valle
del Bravo. La fama de Johnny Canales es impresionante incluso hoy, pero su base
es meramente regional, de tal suerte que la funcionaria visitante no
necesariamente sabía quién era su compañero de mesa.

8
La frase es de Don Carlos Hubbard, mi padre.
Al parecer el desconocimiento era mútuo, pues Johnny se puso coqueto con la
guapa dama que en suerte le había tocado enseguida y pensó impresionarla con
su notable éxito.

Cuando le tocó hablar, la Tesorera desató risas generalizadas al revelar lo que


Canales le había estado platicando. “Mi vecino de mesa es al parecer un hombre
muy importante”, dijo, “ya me contó que tiene dos ranchos enormes y sus cuentas
bancarias están rebosantes de dólares”. “No le dije mi nombre, pero ahora le digo
que mi firma está en sus billetes, en todos sus billetes”, remató.

El pobre de Johnny sólo atinó a cubrirse la cara con las manos, como si con ello
pudiera evitar la casi unánime hilaridad.

Si hubiera que evaluar el resultado de aquella encomienda, podría calificarse a


través de una escueta frase: “Misión cumplida”. Así lo expresé a mi Jefe y amigo el
Director General del Programa, cuando regresé de la frontera. Algo notó sin
embargo éste, pues insistía en preguntar cómo me había sentido de regreso en
mis antiguos lares; una y otra vez me interrogaba acerca de mis sentimientos al
reencontrarme con mis amigos y sobre todo respecto de la actitud de ellos.

Al final me impacienté y con agria expresión quise saber cuál era su verdadero
propósito al cuestionarme así. Si me hubiera contestado con la misma irritación
aquello hubiera derivado en un serio incidente, muy dañino para nuestra relación
amistosa, pero no fue así. Con una sonrisa comprensiva me dijo:

“Tu regreso a Miami y este retorno a Brownsville son casos muy distintos, pero
parte ambos de un mismo proceso. He notado que hasta los más ecuánimes
diplomáticos confunden ciertas relaciones incidentales, coyunturales, cercanas
sólo porque permiten el cumplimiento de la labor, con sentimientos de verdadera
amistad y admiración. Las personas se acostumbran a tratar con el Cónsul sea
éste quien sea y no retienen por mucho tiempo la imagen del que parte”.

“El retorno a Miami se da cuando el lapso transcurrido había sido relativamente


breve y además no había real competencia, pues sólo había un encargado, por
añadidura ex colaborador tuyo allí mismo. Pero en Brownsville el tiempo había ya
borrado en gran parte tu huella y además te encontraste con una titular en
plenitud, bien aceptada y apreciada.
Ni siquiera pudiste arroparte con una supuesta preocupación por la oficina, lo
cual te hubiera permitido comparar favorablemente tu gestión; no, lo peor es que
las cosas van bien sin tí”.

“Pero míralo desde el lado bueno: ahora sí has salido de Brownsville y cuando
afirmes como acostumbras que no te gusta regresar a anteriores adscripciones,
serás totalmente sincero. La lección debe servirte también para el futuro, ¿no
crees?”.
En realidad en ese momento no aceptaba sus argumentos, traía un malestar
sordo, intangible, amargo; pero tampoco encontré forma de rebatirlos.

El siempre benéfico efecto de una noche de reflexión se dejó ver al día


siguiente pues llegué a la oficina muy alegre, con la amargura totalmente digerida
y sin ese enorme peso encima. A partir de allí pude ver hacia el pasado
desapasionadamente, volví a actuar con un cierto desparpajo al parecer peculiar,
por lo menos según quienes me conocen; y desarrollé un nuevo respeto por mi
Jefe, ahora más que nunca mi amigo.

Esa misma mañana, cuando el Director General llegó a mi oficina a dejar unos
documentos, se topó con un letrero en la puerta que anunciaba “por favor cierre la
puerta antes de entrar”; su sonrisa, de oreja a oreja, fue el mejor colofón.

Nunca más he regresado a mis anteriores lares, ni he tenido la fortuna de


contar con un Jefe tan perspicaz; la lección es valiosa porque efectivamente con
frecuencia nos enamoramos de la fama y nos marea el fugaz éxito, como si las
muestras de reconocimiento fueran algo más que canto de sirenas.

No repruebo a aquellos que buscan volver a la adscripción de sus amores pues


cada caso es distinto y seguramente se dan situaciones especiales, pero en
términos generales es saludable olvidarse de cada comisión y cerrar el capítulo
para siempre.

Por eso, al despedirme de mis compañeros de trabajo al término de una


adscripción como titular, adopté la frase de un afamado diplomático: “Nunca le
digan a mi sucesor cómo hacía yo las cosas; hay sólo una manera de trabajar a
partir de hoy, la del nuevo jefe (a)”.

Y sin embargo es tan difícil resistir.........


En un Consulado de México nací.

“¡Mira papá, ahí está el Cóntuc!”, gritaba el niño tratando de llamar la atención
de su ocupado padre; “¡Cóntuc, Cóntuc!,” llamaba el pequeño al bien vestido
personaje, ubicado en la primera fila de la plataforma desde donde admiraba el
desfile del 16 de septiembre. “Sí, ya lo vi, le decía su papá”, mientras se ufanaba
en mandar diversas señales a los organizadores. El “Cóntuc”, que era nada menos
que el Cónsul General de México, presidía junto con el representante del
presidente de la República4 las festividades. Al escuchar la voz del chiquillo, muy
sonriente respondió al saludo con un estentóreo “¡quíhubo chamuco!”, cariñoso
mote que le había dado a “el niño”5.

El niño admiraba los carros alegóricos de la interminable procesión y se divertía


escuchando la música de los mariachis, verdaderamente ubicua en esos días del
mes de la patria. Más de dos horas duraba la parada, pero en ningún momento
resultaba aburrida, con las diversas bandas escolares marchando al ritmo de su
propia música y las bastoneras efectuando piruetas espectaculares. En realidad
no había muchas oportunidades de diversión para aquel niño, pero era muy
tranquilo, acostumbrado a entretenerse por sí mismo. Sabía que su papá estaba
muy ocupado en esos tiempos, aunque sin saber bien a bien qu era lo que hacía
en aquella fiesta callejera.

Su papá había llegado a Chicago unos meses antes, en julio de 1973, en


circunstancias especiales, tal vez únicas. Había en ese tiempo un titular, el Cónsul
General, así como dos Vicecónsules novatos que se afanaban por apoyar al jefe.
La llegada de un tercer Vicecónsul daba toque peculiar a aquella oficina, pues
usualmente había, en orden de importancia, un “Cónsul Adscrito”, luego un
“Cónsul Comisionado” y después el o los vicecónsules necesarios.

El titular en Chicago se adaptó a las condiciones de la plaza e improvisó un


“Vicecónsul Adscrito”, otro “Comisionado” y finalmente el recién llegado padre del
“chamuco” como especie de “utility” que entraba de emergente por cualquier
jugador. Era la primera salida para todos ellos, así que estaban notablemente
verdes, aunque rebosaban optimismo y entusiasmo.

El Cónsul General era un funcionario muy ducho, práctico, ejecutivo, con buen
manejo del idioma inglés y lleno de mañas adquiridas durante una larga carrera de
servicio civil. Recibió la oficina en estado deplorable, tanto en lo físico como en lo
operativo. Un largo padecimiento del anterior titular había deteriorado todo, al
grado de que las funciones de jefe de oficina estaban realmente en manos de un
empleado.

4
El entonces Secretario de Educación Víctor Bravo Ahuja.
5
Dado que se trataba del primer nieto de ambos lados de la familia, no había necesidad de aclarar de qué niño
de hablaba, él era siempre “el niño”.
Contaba el Cónsul General que cuando llegó por vez primera a la oficina
encontró una serie de cubículos (en estado lamentable), cada uno con su
ventanilla para atención al público. Lo raro era que una estaba repleta de gente
mientras que las otras apenas si tenían uno o dos solicitantes. Curioso, se acercó
a la primera y preguntó al empleado qué trámites desahogaba allí, “expido
Matrículas Consulares, Pasaportes, Cartillas del Servicio Militar, permisos para el
carro (en esos tiempos exigían en la frontera un “Certificado de Residencia” para
autorizar la internación con automóvil), menajes de casa y poderes”, contestó el
abrumado joven.

De allí se dirigió a las otras ventanillas y descubrió que en una sólo se expedían
visas de negocios, en otra exclusivamente tarjetas de turista y la de más allá
estaba únicamente a cargo de “la cuenta”, es decir, los reportes mensuales.
Además, el desorden era total, con paisanos haciendo fila para obtener una
solicitud que después tenían que presentar, previa nueva espera en fila, y todavía
aguardar a que los llamaran cuando el documento estuviera listo.

Los casos especiales pasaban al despacho del “jefe”, que no era más que otro
empleado, pero de superior rango y antigüedad que los encargados de las
ventanillas. Los recientemente llegados funcionarios no tenían privado y
deambulaban en espera de que alguien les diera alguna encomienda. Obviamente
el nuevo titular tomó cartas en el asunto, mandó retirar las “casetitas” (cubículos),
limpió el local, renovó el mobiliario y evitó el eterno proceso de baja de inventario
de las sucias reliquias usadas como muebles, explicando a la Secretaría que
debían desecharlos por instrucciones del cuerpo de bomberos, pues significaban
un grave riesgo de incendio.

La llegada de los jóvenes vicecónsules era una saludable inyección de sangre


nueva, pero eran tan bisoños que primero había que entrenarlos. Uno se hizo
cargo de las labores de segundo de abordo (Cónsul Adscrito), otro de las
cuestiones migratorias y documentación a mexicanos (pasaportes), mientras que
el tercero, el papá del niño, nada sabía y tenía todo por aprender, así que le
pidieron ayudar a contestar el teléfono.

Los dos primeros eran solteros y la familia del “Cóntuc” era ya casi adulta, así
que el hijo del Vicecónsul padecía falta de compañeros de juego. La televisión le
había enseñado inglés, pero en su casa sólo se hablaba español, como
mecanismo de defensa familiar contra el desarraigo y la alienación.

Sus padres sentían verdadero pánico a que fuera a pasarles lo que a la mayoría
de los cónsules enviados a Estados Unidos en aquella época, es decir, que sus
hijos se sintieran más norteamericanos que mexicanos y tuviesen dificultades para
hablar español. Por razones de trabajo, el Vicecónsul tuvo que llamar varias veces
por teléfono a sus colegas, fuera de horas de oficina, y descubrió con tristeza que
nadie hablaba español en esos hogares.
A pesar de que llegó a Chicago de dos años de edad, el pequeño entendió y
aceptó desde el principio la dualidad que regía su vida. No les hablaba en inglés a
los mexicanos, ni en español a los locales. Además manejaba bien ambos
idiomas, sin mezclar. Había desventajas en ese método mixto, pero no les
quedaban muchas opciones. La televisión ocupaba una buena parte de su tiempo
libre, pero varios de los programas eran realmente didácticos, como la famosa
“Plaza Sésamo”, amén de “Electric Company” y “Zoom”.

Esto a veces lo confundía y daba paso a confusiones: Un domingo, el niño


preguntó inocentemente si era malo eso de la cópula. Después de tragar gordo y
lanzarse miradas de consulta recíproca, sus papás iban a empezar a balbucear
una deshilvanada explicación cuando, para su buena suerte, los interrumpió el
niño apuntando a la televisión y exclamando “¡ahí está otra vez la cópula!”, que no
era más que una “cúpula de iglesia” que se había desplomado causando muchos
heridos. En otra ocasión, el pequeño le gritó a su papá “¡mira papá, están
violando!”, padre y madre salieron disparados a ver qué programa estaba viendo
el menor, pero para su sorpresa se traba de un concierto, en el que efectivamente
estaban “violando”, es decir, tocando el violín.

El Vicecónsul trataba de coadyuvar a su educación como niño mexicano,


haciendo que hasta los cuentos infantiles fueran en realidad clases de historia
noveladas. Al niño le gustaba en especial el cuento de Miguel Hidalgo, tanto así
que un día que fueron a cenar a un restaurante español, cuando inquirió por qué
hablaba tan raro el mesero y le informaron que porque era español, preguntó
indignado “¿es de los que mataron a Hidalgo?”

Vivían en un departamento minúsculo, en un barrio poco seguro, pero al menos


podían darse el lujo de ir al cine de vez en cuando y los domingos salir a
desayunar allí cerca. Su círculo de amistades era igualmente diminuto, pero
empezó a crecer cuando conocieron al Dr. Alan Áaronson, que estaba en proceso
de enviar a su hija a Sinaloa, en uno de esos intercambios estudiantiles que los
rotarios han popularizado. Hubo simpatía mutua inmediata, a pesar de que la
familia del galeno disfrutaba de un status económico muy superior.

Con tanta frecuencia como el trabajo y el presupuesto permitían, se escapaban


a visitar la mansión de sus amigos, quienes los trataban como iguales, sin mirar
sobre el hombro y con verdadero afecto para con el niño. Además les
recomendaron al pediatra que atendería a sus hijos durante los siguientes siete
años. Lo único fuera de lugar era aquel destartalado Chevy Nova negro,
estacionado junto a Mercedes y Cadillacs.

Poco después, descubrieron que había una paisana de Sinaloa, hermana de un


ex compañero de escuela, que estaba pasando un año con una familia de
Woodstock, Illinois, pintoresco pueblito a menos de una hora de Chicago. Eso los
llevó a conocer a la otra familia de amigos, los Mangold, cuya amistad sería
intensa y permanente.
Ahí se abrieron al niño las puertas de otro mundo, pues los Mangold vivían en
una granja en producción, a pesar de que el papá, Tom, era piloto de TWA.
Querían educar a sus hijos con los valores y la disciplina resultante de la vida
campestre y no les importaba sacrificar muchas de las comodidades de la gran
ciudad. Obviamente al niño le encantaba convivir con vacas, gallinas, perros y
gatos, o bien pescar en el estanque construido al lado de la casa.

La llegada de septiembre iniciaba al nuevo Vicecónsul en las complejas


actividades y preparativos de “El Grito”. El presidente de la República designaba
un representante, casi siempre miembro del Gabinete, así que el trabajo del
consulado era doble, coordinar las labores del verdadero anfitrión, la comunidad
mexicana, y supervisar la visita del representante.

La primera experiencia fue casi traumática. Como no conocía aún


suficientemente a los líderes de la colonia ni los vericuetos de la ciudad, le
pidieron que no fuera al aeropuerto a recibir al Secretario Bravo Ahuja, sino que se
quedara en el hotel para asegurarse de que toda la comitiva estuviese ya
registrada, que le entregaran las llaves de cada habitación y que hiciera un listado
de éstas con copia para todos. Trató de esmerarse y cumplir con el cometido de la
mejor manera, incluso se organizó a fin de que hubiese algún presente en la
habitación del representante. Cuando llegaron del aeropuerto tenía todo en orden,
acompañó al Secretario y le entregó una tarjeta con los números de cuarto de
todos los de su comitiva, así como del personal del consulado.

Bravo Ahuja lo miró, le agradeció y luego le preguntó “¿y desde cuándo trabaja
usted en este hotel, paisano?”

En la década de los setenta, las fiestas consistían en tres grandes eventos: el


Desfile, el Banquete y El Grito. Todavía no empezaban los pleitos y las divisiones
en la colonia mexicana, al parecer señal segura de haber llegado a su plenitud.
Más tarde todo cambió, las cosas se complicaron, hubo diferencias y rencillas,
hasta que se suspendió la práctica de enviar un representante. La Comunidad
estaba representada por una organización “cúpula”, que era la “Sociedad Cívica
Mexicana”. Eran ellos los que se encargaban de organizar las fiestas, siempre
bajo la mirada vigilante del consulado, que debía velar porque no sucedieran
deslices protocolarios, así como atender al representante, que podía fácilmente
torpedear la carrera del titular en turno si las cosas no salían bien.

Como dicen por ahí, el miedo no anda en burro.

La tarea de asistir a las juntas de la Sociedad recaía al principio en los


vicecónsules más veteranos, quienes tenían que luchar a brazo partido por
encausar debidamente las festividades. La mayoría de los integrantes de la Mesa
Directiva de la Sociedad Cívica eran mexicano-norteamericanos, o al menos
residentes permanentes que tenían buenos contactos en la Alcaldía y con otras
autoridades.
Dominaban todavía los de origen potosino, cosa que no tardó en cambiar. Poco
a poco fue quedando en evidencia que los “ciudadanos” (norteamericanos de
ascendencia mexicana) no se entendían bien con los “residentes”, ni éstos con
aquéllos. Para acabar de complicar las cosas, empezaba a hacerse notar la
presencia de indocumentados, aunque no se sabía a ciencia cierta quiénes “tenían
papeles” y quiénes usaban los de otro.

Eventualmente llegó a darse el caso de que un indocumentado presidiera las


fiestas e incluso compartiera la mesa del banquete con el Gobernador del Estado
de Illinois, con el Alcalde de Chicago, con el representante del presidente y hasta
con el Comisionado de Migración. Lo importante era conmemorar las emotivas
efemérides de manera digna, al nivel de otras comunidades de inmigrantes ya
muy integradas a la vida norteamericana. Si los irlandeses hacían desfile por la
Avenida Michigan, otro tanto debían hacer los mexicanos.

Para el Vicecónsul resultaba indispensable exponer a su hijo a aquella vivencia,


pero colaborar a resolver las innumerables facetas del magno acontecimiento
requería tiempo completo, no dejaba margen para clases indirectas de civismo.
Más fácil era llevar al crío a otras conmemoraciones, como el día de la bandera, el
cinco de mayo, etc. Allá iba feliz el chamaco a ser testigo de esas emocionantes
ceremonias y, de paso, a consolidar lo que ya era un hecho: era mexicano y sólo
mexicano.

En octubre de 1973, trasladaron al Vicecónsul que hacía las veces de “Cónsul


Adscrito” o segundo en jerarquía, pero en lugar de que el “Vicecónsul
Comisionado” lo reemplazara, se saltaron a éste y escogieron al papá del niño
para el puesto. Había razones prácticas para ello, pero el argumento principal fue
que ya se esperaba su ascenso a Cónsul de Cuarta, mientras que el otro colega
todavía tenía que presentar y aprobar un idioma, a fin de estar en posibilidad de
aspirar al ascenso. Así fue, ese mismo mes llegó el aviso y se formalizó el paso
del papá del niño a la segunda posición del Consulado General. Ya era “el
Cónsul”.

En diciembre de ese primer año, su primer invierno, con gran alegría recibieron
la visita de un hermano y un ex compañero de escuela del Cónsul. Dado que ya
vivía con ellos, temporalmente, un hermano de su esposa, durante varios días
convivieron en aquel departamento de una recámara cinco adultos y un niño. Lo
cual no impidió que disfrutaran de la compañía mutua ni que celebraran la navidad
debidamente, con una botella de champaña barato que, a pesar de promesas y
bravatas, los dejó a todos incoherentes y tambaleantes, pero eso sí, alegres.

Inolvidable para el niño fue el espectáculo nocturno que escenificaron sus tíos.
Como estaba todo nevado, usaban encima de los zapatos unas altas botas de
hule, mismas que no era fácil ponerse pero era todavía más difícil quitarse. Su tío
Fausto trató infructuosamente de quitárselas, obstaculizado por el “inofensivo”
champaña, hasta que se rindió y pedió auxilio al otro tío, el Pepe.
Éste, muy comedido, se montó a horcajadas sobre la pierna del primero, de
espaldas a él, tomó firmemente la bota y tiró de ella, con tanta fuerza que se fue
hasta el otro extremo del cuarto con la bota en las manos. Lo malo es que la bota
iba todavía anexa al pie del tío Fausto. Las incontrolables carcajadas impidieron
que hubiese otro intento esa noche, es decir, el tío Fausto durmió con las botas
puestas.

Para el niño eso de la nieve, el hielo y el frío era más novedad que molestia, a
diferencia de sus padres que sufrían de mil maneras la inclemente temperatura.
Su papá iba a la oficina en tren, el cual corría sobre una plataforma, es decir, era
“elevado”, no subterráneo. Caminar tres cuadras hasta la estación y luego esperar
allá arriba unos minutos a la llegada del convoy, era verdadera tortura, con
terribles dolores en las orejas, en las manos y en los pies.

Pero no iban a quedarse encerrados todo el invierno, así que se atrevían a salir
aunque en la radio anunciaran que hacía más frío afuera que en el congelador del
refrigerador. Incluso el Vicecónsul cambió sus lentes porque los de aro de metal
cuando se enfriaban eran insoportables y además a veces se contraían con el
terrible frío hasta botar los lentes propiamente dichos.

Después de las primeras vacaciones en México, quedó en claro que la


educación mexicana de aquel niño estaba dando excelentes resultados. No sólo
podía conducirse normalmente en su tierra, sino que además hacía ya
malabarismos verbales sumamente ingeniosos. Era mexicano y sinaloense. Muy
festejada fue la ocurrencia de decir que era proveniente de “Mochicago”, con lo
cual hacía simbiosis de la ciudad donde se encontraban sus raíces y aquella en la
que, por ahora, vivía, como si reconociera así la doble influencia cultural recibida.

Estaba de moda por aquellas fechas una tonadilla llamada “Zacazonapan”, que
empezaba diciendo: “En el Estado de México nací”; pues bien, para regocijo de
toda la familia, el niño parafraseaba la letra de la canción y cantaba: “¡en un
Consulado de México nací!”.

Todo ello lo preparó debidamente para la llegada de su primer hermanito, a


cuya educación coadyuvó de manera destacada, como se verá más adelante.
Muchas cosas habían pasado entre el verano de 1973 y diciembre de 1974,
cuando nació Alan (se le bautizó con ese nombre en buena medida en honor al
entrañable amigo Alan Aaronson). Para empezar, sus papás iniciaron una curiosa
tradición que sería distintiva de su paso por la ciudad de los vientos: Se mudarían
de casa cada año. Para el niño aquello era inquietante, pues aunado a la falta de
permanencia implícita en la carrera de su papá, se sumaba aquel cambio de
barrio, de vecinos, de ambiente, cada verano. Con el tiempo aprendió a esperarlo,
incluso a disfrutar del sentido de aventura, de cambio y renovación, pero ese
primer cambio no fue tan divertido.
En Chicago, todos los contratos de arrendamiento vencen en mayo o en
octubre6, así que durante esos meses la ciudad se llena de camiones, camionetas,
vans, tráileres, remolques etc., en coincidente peregrinar por los distintos sectores.
A la familia del niño le tocó hacer sus cambios en mayo, de tal suerte que en 1974
dejaron el pequeño departamento del norte de la ciudad y se fueron hacia el oeste,
cerca de donde vivía una de las empleadas del Consulado, en un área de
construcciones antiguas, usualmente de dos plantas y con más espacio que los
relativamente modernos departamentos de su primer domicilio.

Más alejados del lago creyeron evitar algunas de las desventajas del litoral, es
decir, la fuerza de los legendarios vientos y la mayor humedad relativa, que se
traducía en nevadas memorables. Pero en realidad no se notaba mucho la
diferencia, el frío seguía siendo brutal, en viento cortaba de la misma manera y la
nieve parecía igual de abundante.

Al niño, aquel departamento le pareció mucho mejor pues tenía espacio para
correr, ventana a la calle y su propio cuarto, por lo menos mientras aumentaba la
familia. Incluso había un niño cerca, en casa de la vecina empleada del consulado,
con quien podía jugar en algunas ocasiones. De todos modos estaba ya
acostumbrado a retozar y moverse a su antojo en el reino de la imaginación, sin
exigir más apoyo que alguna eventual salida a caminar cuando el clima lo
permitía, o a visitar a los Aaronson en suburbia o a los Mangold en la granja.

El barrio y de hecho la ciudad toda, se transformaban positivamente en cuanto


pasaba el invierno. La vegetación explotaba, todo era verde y se sentía como si
estuvieran viviendo en medio de un bosque. Ya no era tortura cotidiana caminar
hasta la estación del metro, ni aguardar en la plataforma elevada unos minutos
mientras llegaba el tren. Los paseos a Woodstock eran una verdadera delicia, se
podía caminar por el pueblo y explorar los restaurantes y cafecitos de la avenida
principal.

Como es natural, la llegada del nuevo bebé condicionó muchas de las


actividades, aunque no al grado de cancelarlas. También afectó la forma de
dirigirse al hermano mayor, que no sería ya simplemente “el niño”, ahora se le
conocería como “el Quiquito”, diminutivo de su nombre que también a su padre le
habían endilgado de niño.

Con una inagotable carga de energía y una igualmente infinita admiración por
su hermano, el pequeño vino a ser el complemento ideal para el más tranquilo y
cerebral Quiquito. El nuevo miembro de la familia siempre pidió con una mano
para él y la otra para “el Quiquito”, nada quería hacer sin la compañía del
hermano.

Fuerte físicamente, con una natural ingenuidad que se traducía frecuentemente


en chispazos de ingenio, Alan vino a llenar un anecdotario de por sí rico con las
6
Al parecer eso es conveniente porque se evita hacer la maniobra en invierno. Así, en mayo ya pasaron las
nevadas y en octubre aún no empiezan, y en mabos casos las temperaturas son agradables.
aportaciones de su hermano mayor. En cuanto empezó a hablar, Alan dio
muestras de ese intuitivo ingenio, mismo que dio paso a anécdotas que tomaron
carta de naturalización en el imaginario familiar.

En una ocasión llevaron al cine a los hermanos y su padre le dio una moneda
de cincuenta centavos de dólar a cada uno para que se compraran alguna
golosina. Para su sorpresa, poco después Alan lloraba desconsolado mientras
mostraba en la mano un enorme pepinillo envuelto en una servilleta. Al preguntarle
por qué lloraba contestó entre sollozos “¡es que no me gustan!”; obviamente le
preguntaron que entonces por qué había comprado aquello que tanto le
disgustaba, a lo que respondió con impecable lógica “¡nomás para esto me
alcanzaba!”

En alguna ocasión el Quiquito daba cuenta de las actividades deportivas que


experimentaba en la escuela y mencionaba entre ellas el beisbol, futbol y
básquetbol. Alan preguntó interesado si no hacían “universal”, curiosa pregunta
que dejó perplejos a todos. “¿Cómo que universal?”, inquirió el Quiquito, “¡pues sí,
el otro día oí en el radio que El Universal es deporte!”, sentenció muy orondo el
pequeño.

La admiración por su hermano mayor se mostraba a cada paso, de tal suerte


que acuñó una frase prácticamente ubicua, impresa permanentemente en el
vocabulario infantil. “¿Veredad (sic) Quiquito?”, preguntaba a cada momento en
busca del refrendo de su dicho por parte de la autoridad fraternal de su hermano,
el que a sus ojos todo sabía.

Hacia el final del sexto año de la ya prolongada adscripción en Chicago, la


obligada mudanza a un nuevo apartamento los llevó a ubicarse precisamente
enfrente de la escuela a la que acudirían los hermanos, pero antes llegó de nuevo
la cigüeña, esta vez con una preciosa niña de regalo. De nuevo hubo
peregrinación a Sinaloa para que el advenimiento de la primera hija tuviera lugar
en tierras mexicanas, precisamente en el terruño, amén de contar con el apoyo
materno para la culminación del embarazo y su feliz desenlace.

“Yo siempre he querido tener una hija que se llame Mariana”, explicaba el
Cónsul a su esposa, “pues esta es la última llamada, así que adelante”,
contestaba ella. Así fue.

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