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Esta colección de relatos retoma hasta cierto punto el hilo narrativo iniciado en
Décadas1, pero no hay continuidad ni está ordenado cronológicamente. Cada
capítulo es una historia completa y puede leerse en cualquier orden. Si no
recuerda dónde se quedó, pierda cuidado, todo empieza de nuevo en el siguiente
apartado; si no ha leído Décadas tampoco le hará falta para la lectura de esta
nueva incursión en el mundo de las letras.
El cordón umbilical nos unió a Sinaloa y los esfuerzos por evitar su ruptura
fueron no sólo múltiples, sino además variados, con tan buen éxito que su hilo
conductor trascendió hasta los herederos, es decir, que nuestros hijos estudiaron
en universidades de Culiacán y se sienten no sólo mexicanos, sino además
sinaloenses: su historia merece contarse porque hay demasiados casos de
familias totalmente dearraigadas y consecuentemente desadaptadas.
1
Libro del mismo autor publicado por el Colegio de Bachilleres del Estado de Sinaloa.
2
Embajador de México de carrera, titular en varios países.
En algunos casos me coloco en el centro del cuento, sin identificar
necesariamente al protagonista con el autor; en otros, pongo palabras en boca de
personajes reales, a quienes pido indulgencia si la libertad literaria estira los
hechos hasta deformarlos; la intención es siempre buena y al liberar a los sucesos
del jalón imaginativo vuelven a su forma original.
HACERLE AL TEATRO
EL CÓNSUL DENTISTA
LA EMBAJADA DE SINALOA
EL PENACHO
MIXIOTES Y PCO’S
“Pero agarraste mal la onda”, agregó con una sonrisa pícara, “sólo iba a pedirte
que asistieras en representación de la Secretaría a los festejos de Mr. Amigo, no
te estaba ofreciendo la titularidad del Consulado”.
“Está bien, pero déjame hablar con la titular para evitar malos entendidos ¿sí?”.
3
Programa para las Comunidades Mexicanas en el Extranjero.
“¡Órale pues!”.
Y así lo hice, me comuniqué con mi amiga la titular y dejé en claro que no iba a
vigilar ni supervisar su actuación, solamente representaba a la Secretaría y le
brindaría apoyo a la Cónsul sólo si era necesario, si ella lo pedía.
“Mira”, le contaba al Director, “es cierto que hay miles de cubanos, pero distan
mucho de mantener actitudes uniformes; no pueden pensar igual el Presidente de
un Banco que quien le bolea los zapatos, pero ambos son cubanos, como los son
3
Entonces la alcaldía del Condado no estaba en su poder, pero ahora ya dominan hasta ese último reducto.
los rectores de dos universidades, los escritores de varios periódicos, los
comerciantes, etc.”.
“¿Sabías que yo mismo firmé casi diez mil visas para cubanos que deseaban
visitar México, sólo en mi primer año como titular?”.
Recuerdo que una vez, conscientes de que quedaba aún intocado un bastión
de la estridencia anti castrista y anti mexicana, la radio; acompañado por el
delegado de turismo4 aparecimos en una de las más combativas estaciones y al
alimón dimos una especie de conferencia sobre Agustín Lara, con ilustraciones
musicalizadas de cada capítulo, acompañadas de nuestras guitarras.
El éxito fue notable y el ámbito de la radio no fue más territorio prohibido para el
consulado.
Uno de los casos más dramáticos de giro total fue el del Editor del más antiguo
periódico diario en español. Lastimado por su involuntario destierro5 este
periodista rechazaba todo trato con el Cónsul de México.
4
Jorge Gamboa Patrón
5
Muchos cubanos consideran su salida de la isla como expulsión.
Sabedores de esta circunstancia ningún titular se acercaba a él, ni yo mismo.
En cierta ocasión asistimos a una cena en casa del Cónsul General de España,
un canario6 muy alegre y musical, diestro en el piano, bastante hábil con el ukelele
y nada malo con el banjo. La idea era pasar una velada amable, entre amigos y
juntos hacer música. Yo no sabía quién más estaba invitado ni me correspondía
inquirir al respecto, pero se entiende que el común denominador no era la
profesión u ocupación sino el gusto por la música.
Una vez, cuando recién llegados inquiríamos sobre los mejores barrios para
una familia con hijos en edad escolar, el agente de bienes raíces nos respondió
enfático “vayan a la sagüesera”. Por el momento hicimos como que habíamos
entendido y seguimos pidiendo información sobre esa enigmática área de la
ciudad, pero conforme avanzó la explicación nos dimos cuenta de que todo estaba
muy bien, pero seguíamos sin saber dónde estaba el barrio ese.
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Nativo de Las Islas Canarias
Me gustaba esuchar a cierto colombiano contar esto: “Un grupo de
balseros7recién rescatados por el guarda costas desmbarcaban en Cayo Hueso.
Iban flacos, deshidratados, con las ropas hechas giras, en casi insultante contraste
con los corpulentos e impecablemente uniformados marinos. De entre los
náufragos sale de pronto un perrito casi calvo, en los puros huesos y con pasos
inciertos, el cual se topa con un enorme pastor alemán de lustroso cabello y
petulante porte.
De esa guisa se ilustra la usual cantaleta de muchos exilados; hay quien afirma
que La Habana era de tres pisos antes de la revolución, pues de otro modo no se
explica la cantidad de personas que perdieron sus propiedades.
Las negociaciones se llevaron semanas, durante las cuales el Director fue hasta
Washington y el Embajador estuvo en México.
Y me puse a trabajar.
Por teléfono traté de alinear el apoyo de mis más fieles amigos, colegas y
aliados, para después trasladarme a coordinar personalmente la agenda de los
dos días programados para la visita. Había en el programa entrevistas con medios
de comunicación escritos y electrónicos (TV), reuniónes con empresarios,
actividades culturales, encuentro con la colonia mexicana y hasta una cena en
casa de un magnate cubano.
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Viajan de Cuba a Florida en balsas.
Todo se desarrolló de acuerdo con el plan y no hubo fricciones ni
desencuentros.
Muy ufano veía yo pasar las horas y los acontecimientos sin falla y ya
empezaba a llegarme el humo a la cabeza, me intoxicaba de triunfo y me mareaba
de éxito.
Al segundo día por la tarde, cuando sólo quedaban actividades con mexicanos,
en busca de algún halago pregunté al Embajador si se sentía satisfecho con la
visita y si podía darme la calificación preliminar hasta ese momento; sonriente, a
sus anchas, Don Gustavo contestó:
“No cante victoria Cónsul, en estos asuntos sólo los goles en contra cuentan y
aún no se acaba el tiemp reglamentario”.
“¿Por qué vino a Miami el Embajador de México, cuando hacía tanto tiempo que
no venía ninguno?”.
“Cuando era Secretario de Hacienda, uno de mis asesores creyó descubrir una
forma de aumentar las recaudaciones fiscales y me llevó a acuerdo su atrevido
plan, el cual consistía en incorporar a las prostitutas al pago de impuestos”.
El buen humor de Don Gustavo era proverbial, pero esa noche se hizo presente
aún más ante el sentimiento de triunfo por el buen resultado de la delicada visita.
Sabedor de su gran afición por los tangos, me quebraba la cabeza buscando
alguna forma de que escuchara en ese momento el tango Volver, evidentemente
apropiado dadas las circunstancias, pero sólo en mi imaginación tuvo lugar ese
final de película.
Para mí el festejo era doble, pues con inmenso alivio veía disiparse cualquier
posibilidad de traspiés en mi carrera y además contaba con una poderosa opinión
favorable en la persona del Embajador. Pero más satisfactorio incluso era no
haber dejado colgado a mi Jefe y amigo el Director General, pues sin duda su
confianza en mi opinión fue determinante para la concreción de la visita.
Unos cuantos empresarios de Brownsville son electos para soltar el grito cada
año, lo cual es una inmensa distinción para ellos y de esa alegre guisa arrancan
las festividades.
En aquel tiempo el Alcalde de Brownsville era hijo del más famoso Juez de la
región, Don Reynaldo Garza, simplemente conocido como El Juez Garza, como si
su apellido fuese único en esas latitudes.
Durante mis seis años en aquella frontera había desarrollado una buena
amistad con el legendario tribuno, a pesar de la diferencia de edades. Gran
conocedor del derecho, gustaba el Juez de invitarme a tomar café y comparar
sistemas jurídicos. Le encantaba que le platicara una anécdota sucedida cuando
era yo Cónsul Adscrito (segundo de abordo) en Chicago.
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La frase es de Don Carlos Hubbard, mi padre.
Al parecer el desconocimiento era mútuo, pues Johnny se puso coqueto con la
guapa dama que en suerte le había tocado enseguida y pensó impresionarla con
su notable éxito.
El pobre de Johnny sólo atinó a cubrirse la cara con las manos, como si con ello
pudiera evitar la casi unánime hilaridad.
Al final me impacienté y con agria expresión quise saber cuál era su verdadero
propósito al cuestionarme así. Si me hubiera contestado con la misma irritación
aquello hubiera derivado en un serio incidente, muy dañino para nuestra relación
amistosa, pero no fue así. Con una sonrisa comprensiva me dijo:
“Tu regreso a Miami y este retorno a Brownsville son casos muy distintos, pero
parte ambos de un mismo proceso. He notado que hasta los más ecuánimes
diplomáticos confunden ciertas relaciones incidentales, coyunturales, cercanas
sólo porque permiten el cumplimiento de la labor, con sentimientos de verdadera
amistad y admiración. Las personas se acostumbran a tratar con el Cónsul sea
éste quien sea y no retienen por mucho tiempo la imagen del que parte”.
“Pero míralo desde el lado bueno: ahora sí has salido de Brownsville y cuando
afirmes como acostumbras que no te gusta regresar a anteriores adscripciones,
serás totalmente sincero. La lección debe servirte también para el futuro, ¿no
crees?”.
En realidad en ese momento no aceptaba sus argumentos, traía un malestar
sordo, intangible, amargo; pero tampoco encontré forma de rebatirlos.
Esa misma mañana, cuando el Director General llegó a mi oficina a dejar unos
documentos, se topó con un letrero en la puerta que anunciaba “por favor cierre la
puerta antes de entrar”; su sonrisa, de oreja a oreja, fue el mejor colofón.
“¡Mira papá, ahí está el Cóntuc!”, gritaba el niño tratando de llamar la atención
de su ocupado padre; “¡Cóntuc, Cóntuc!,” llamaba el pequeño al bien vestido
personaje, ubicado en la primera fila de la plataforma desde donde admiraba el
desfile del 16 de septiembre. “Sí, ya lo vi, le decía su papá”, mientras se ufanaba
en mandar diversas señales a los organizadores. El “Cóntuc”, que era nada menos
que el Cónsul General de México, presidía junto con el representante del
presidente de la República4 las festividades. Al escuchar la voz del chiquillo, muy
sonriente respondió al saludo con un estentóreo “¡quíhubo chamuco!”, cariñoso
mote que le había dado a “el niño”5.
El Cónsul General era un funcionario muy ducho, práctico, ejecutivo, con buen
manejo del idioma inglés y lleno de mañas adquiridas durante una larga carrera de
servicio civil. Recibió la oficina en estado deplorable, tanto en lo físico como en lo
operativo. Un largo padecimiento del anterior titular había deteriorado todo, al
grado de que las funciones de jefe de oficina estaban realmente en manos de un
empleado.
4
El entonces Secretario de Educación Víctor Bravo Ahuja.
5
Dado que se trataba del primer nieto de ambos lados de la familia, no había necesidad de aclarar de qué niño
de hablaba, él era siempre “el niño”.
Contaba el Cónsul General que cuando llegó por vez primera a la oficina
encontró una serie de cubículos (en estado lamentable), cada uno con su
ventanilla para atención al público. Lo raro era que una estaba repleta de gente
mientras que las otras apenas si tenían uno o dos solicitantes. Curioso, se acercó
a la primera y preguntó al empleado qué trámites desahogaba allí, “expido
Matrículas Consulares, Pasaportes, Cartillas del Servicio Militar, permisos para el
carro (en esos tiempos exigían en la frontera un “Certificado de Residencia” para
autorizar la internación con automóvil), menajes de casa y poderes”, contestó el
abrumado joven.
De allí se dirigió a las otras ventanillas y descubrió que en una sólo se expedían
visas de negocios, en otra exclusivamente tarjetas de turista y la de más allá
estaba únicamente a cargo de “la cuenta”, es decir, los reportes mensuales.
Además, el desorden era total, con paisanos haciendo fila para obtener una
solicitud que después tenían que presentar, previa nueva espera en fila, y todavía
aguardar a que los llamaran cuando el documento estuviera listo.
Los casos especiales pasaban al despacho del “jefe”, que no era más que otro
empleado, pero de superior rango y antigüedad que los encargados de las
ventanillas. Los recientemente llegados funcionarios no tenían privado y
deambulaban en espera de que alguien les diera alguna encomienda. Obviamente
el nuevo titular tomó cartas en el asunto, mandó retirar las “casetitas” (cubículos),
limpió el local, renovó el mobiliario y evitó el eterno proceso de baja de inventario
de las sucias reliquias usadas como muebles, explicando a la Secretaría que
debían desecharlos por instrucciones del cuerpo de bomberos, pues significaban
un grave riesgo de incendio.
Los dos primeros eran solteros y la familia del “Cóntuc” era ya casi adulta, así
que el hijo del Vicecónsul padecía falta de compañeros de juego. La televisión le
había enseñado inglés, pero en su casa sólo se hablaba español, como
mecanismo de defensa familiar contra el desarraigo y la alienación.
Sus padres sentían verdadero pánico a que fuera a pasarles lo que a la mayoría
de los cónsules enviados a Estados Unidos en aquella época, es decir, que sus
hijos se sintieran más norteamericanos que mexicanos y tuviesen dificultades para
hablar español. Por razones de trabajo, el Vicecónsul tuvo que llamar varias veces
por teléfono a sus colegas, fuera de horas de oficina, y descubrió con tristeza que
nadie hablaba español en esos hogares.
A pesar de que llegó a Chicago de dos años de edad, el pequeño entendió y
aceptó desde el principio la dualidad que regía su vida. No les hablaba en inglés a
los mexicanos, ni en español a los locales. Además manejaba bien ambos
idiomas, sin mezclar. Había desventajas en ese método mixto, pero no les
quedaban muchas opciones. La televisión ocupaba una buena parte de su tiempo
libre, pero varios de los programas eran realmente didácticos, como la famosa
“Plaza Sésamo”, amén de “Electric Company” y “Zoom”.
Bravo Ahuja lo miró, le agradeció y luego le preguntó “¿y desde cuándo trabaja
usted en este hotel, paisano?”
En diciembre de ese primer año, su primer invierno, con gran alegría recibieron
la visita de un hermano y un ex compañero de escuela del Cónsul. Dado que ya
vivía con ellos, temporalmente, un hermano de su esposa, durante varios días
convivieron en aquel departamento de una recámara cinco adultos y un niño. Lo
cual no impidió que disfrutaran de la compañía mutua ni que celebraran la navidad
debidamente, con una botella de champaña barato que, a pesar de promesas y
bravatas, los dejó a todos incoherentes y tambaleantes, pero eso sí, alegres.
Inolvidable para el niño fue el espectáculo nocturno que escenificaron sus tíos.
Como estaba todo nevado, usaban encima de los zapatos unas altas botas de
hule, mismas que no era fácil ponerse pero era todavía más difícil quitarse. Su tío
Fausto trató infructuosamente de quitárselas, obstaculizado por el “inofensivo”
champaña, hasta que se rindió y pedió auxilio al otro tío, el Pepe.
Éste, muy comedido, se montó a horcajadas sobre la pierna del primero, de
espaldas a él, tomó firmemente la bota y tiró de ella, con tanta fuerza que se fue
hasta el otro extremo del cuarto con la bota en las manos. Lo malo es que la bota
iba todavía anexa al pie del tío Fausto. Las incontrolables carcajadas impidieron
que hubiese otro intento esa noche, es decir, el tío Fausto durmió con las botas
puestas.
Para el niño eso de la nieve, el hielo y el frío era más novedad que molestia, a
diferencia de sus padres que sufrían de mil maneras la inclemente temperatura.
Su papá iba a la oficina en tren, el cual corría sobre una plataforma, es decir, era
“elevado”, no subterráneo. Caminar tres cuadras hasta la estación y luego esperar
allá arriba unos minutos a la llegada del convoy, era verdadera tortura, con
terribles dolores en las orejas, en las manos y en los pies.
Pero no iban a quedarse encerrados todo el invierno, así que se atrevían a salir
aunque en la radio anunciaran que hacía más frío afuera que en el congelador del
refrigerador. Incluso el Vicecónsul cambió sus lentes porque los de aro de metal
cuando se enfriaban eran insoportables y además a veces se contraían con el
terrible frío hasta botar los lentes propiamente dichos.
Estaba de moda por aquellas fechas una tonadilla llamada “Zacazonapan”, que
empezaba diciendo: “En el Estado de México nací”; pues bien, para regocijo de
toda la familia, el niño parafraseaba la letra de la canción y cantaba: “¡en un
Consulado de México nací!”.
Más alejados del lago creyeron evitar algunas de las desventajas del litoral, es
decir, la fuerza de los legendarios vientos y la mayor humedad relativa, que se
traducía en nevadas memorables. Pero en realidad no se notaba mucho la
diferencia, el frío seguía siendo brutal, en viento cortaba de la misma manera y la
nieve parecía igual de abundante.
Al niño, aquel departamento le pareció mucho mejor pues tenía espacio para
correr, ventana a la calle y su propio cuarto, por lo menos mientras aumentaba la
familia. Incluso había un niño cerca, en casa de la vecina empleada del consulado,
con quien podía jugar en algunas ocasiones. De todos modos estaba ya
acostumbrado a retozar y moverse a su antojo en el reino de la imaginación, sin
exigir más apoyo que alguna eventual salida a caminar cuando el clima lo
permitía, o a visitar a los Aaronson en suburbia o a los Mangold en la granja.
Con una inagotable carga de energía y una igualmente infinita admiración por
su hermano, el pequeño vino a ser el complemento ideal para el más tranquilo y
cerebral Quiquito. El nuevo miembro de la familia siempre pidió con una mano
para él y la otra para “el Quiquito”, nada quería hacer sin la compañía del
hermano.
En una ocasión llevaron al cine a los hermanos y su padre le dio una moneda
de cincuenta centavos de dólar a cada uno para que se compraran alguna
golosina. Para su sorpresa, poco después Alan lloraba desconsolado mientras
mostraba en la mano un enorme pepinillo envuelto en una servilleta. Al preguntarle
por qué lloraba contestó entre sollozos “¡es que no me gustan!”; obviamente le
preguntaron que entonces por qué había comprado aquello que tanto le
disgustaba, a lo que respondió con impecable lógica “¡nomás para esto me
alcanzaba!”
“Yo siempre he querido tener una hija que se llame Mariana”, explicaba el
Cónsul a su esposa, “pues esta es la última llamada, así que adelante”,
contestaba ella. Así fue.