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No existe, a mi parecer, acto más vil y repugnante que en el que cae aquel que mimetiza a
conveniencia y con poco criterio las actitudes de mayor representación de cierta etiqueta o
estigma. Aquel que se denomina “ateo” o aquel que gusta de escuchar géneros en su mayoría no
pertenecientes a la corriente principal de escucha (que termina entrando en ella de forma irónica,
perdiendo en el camino la tal vez poca idoneidad y magia que podría poseer), el consumo incluso
abusivo de sustancias alteradoras del estado de conciencia y un universo inmensurable de
doctrinas propias de la contemporaneidad que a buen juicio podrían considerarse estúpidas e
insensatas (principalmente aquellas que sugieren oscuridad o sentimientos allegados a la falsa
fuerza).
Los significados se tergiversan hasta el extremo punto en el que el ateísmo se convierte en la más
pura necedad, y no solo el más ciego de los odios hacia la religión, sino un repudio injusto hacia
la espiritualidad misma, y el hecho de disfrutar de un género musical en específico se convierte
en un sinónimo inmediato de falso estatus por encerrar y alabar cual Mesías el mismo en una
jaula de pulcritud vagamente fundamentada, afirmando incluso que ningún otro tipo de música
implica la complejidad de aquel que se escucha, inclusive segregando a aquellas personas que,
tristemente para sus dignos respetos, no gustan de lo mismo (aunque estas personas suelan tener
argumentos más sólidos y consistentes para la justificación de sus gustos que los que desean
quebrantarlos neciamente). Todo se convierte en un juego ridículo para alcanzar una
superioridad de imitación mediante la humillación del ajeno -que no lo es realmente-.