Está en la página 1de 2

De comprender el desconcertante flujo de la humanidad.

Por Juan Felipe Betancourt

7,638,395,556 personas que respiran el oxígeno que es celosamente liberado a la


atmosfera por 3 trillones de árboles –que caen y caen cada minuto, por obra de aquellos que
los necesitan-, 20 respiros cada 60 segundos, 5,117 pasos cada 24 horas, 50,000 ideas, 50,000
pensamientos –algunos de calidad y otros no tanto- que recorren las redes neuronales que
pretenden compactar un universo que se expande infinitamente, que se contrae –casi siempre
cuando escuchamos reggaetón, de forma voluntaria más que cuando la radio nos obliga a
hacerlo- miles de millones de estrellas a la vez en ciclos eternos, en círculos medianamente
perfectos. Cuando se sale de sí mismo y procura encontrar(se), ya sea por catarsis, por
reflexión, por simple coincidencia de iluminación –considerando lo poco probable que sea- o
por escuchar Loon de Nils Frahm y Òlafur Arnalds, si el ejercicio lleva a entender, o a tratar
de entender, los sucesos que se desprenden de la carne del cosmos es posible lograr darnos
cuenta de que dentro de nuestro universo otros universos se mueven, de que nos encontramos
en un estado de intención y momentum constante, de que al estar flotando en esa marea
logramos comprender que la infinitud de procesos que se dan lugar dentro y fuera, entre y
sobre el envoltorio, constituye un flujo que mantiene cada una de las conciencias en
intercambio equitativo; aquel que se encuentra sentado escribiendo aquí existe de igual forma,
con sus sinos inevitables, que aquel que lo lee, que mientras difiera su construcción mental se
puede tener fe de algo tan erróneamente arbitrario como el yo, y que ese yo se desvanece en
medio del oleaje de procesos que invaden hermosamente a nuestro conjunto, que aquellos
procesos son inevitablemente hermosos y que penetran los poros de cada intento de entender
la humanidad –ciencias les llamas algunos-, procesos que se encaminan a recordarnos la
sencillez que esconde la complejidad como la gota que perfora a la piedra incesante y que el
camino que siguen es el de hacer esa humanidad más conveniente.

En lo que a la rama de procesos a la que considero que es preciso centrar la energía que
producen mis galaxias, voy a tener que decir que estimo que es absolutamente
contraproducente cerrarme a tratar de escudriñar las entrañas de un solo proceso. Al desglosar
a la humanidad en todos los sistemas solares posibles es fácil encontrar no solo fragmentos
complementarios sino, y un sino bastante relevante, separados: la música que se besa con las
artes plásticas, la física que requiere del calor abrasador de las matemáticas, la biología que
muere sin la química, la medicina que se resquebraja irremediablemente sin la filosofía, la
tecnología que comete suicidio sin la física (por lo tanto, sin las matemáticas) y todo que se
sopla al polvo si la maña de querer pensar se nos va. Todo se conecta en miles y millones de
variedades que constituyen una sola entidad que trabaja única e irremediablemente con, para y
por la humanidad, y que es la humanidad a fin de cuentas; este hermoso caos que se oculta
detrás de los esfuerzos -desentendidos a veces- del hombre por comprender (se, otra vez)
constituye el plano de lo que un ser humano, como lo soy en este preciso instante, necesita
volver a.

Requiero de esa traición sublime, de ese abandono de las filas propias mientras las
lanzo al abismo y vuelvo por ellas una cantidad infinita de veces, del fuego que me funde y las
funde conmigo, de la daga que me ayuda a abandonarlas nuevamente, de los hilos que retuerzo
con las manos a veces temblorosas respirando al derecho y al revés, de la lagrima que se
desprende cuando las cuerdas desafinan, de la manía de abrazar al mundo y empujarlo lejos
inmediatamente, del ruego por quedarme y las ansias de irme, de la serpiente que se desliza
cuando mi oro se rompe, de los patrones que veo o creo ver cuando miro (cuando lo miro,
cuando los miro, cuando te miro), de la vida que a veces amo y a veces no tanto, del vértigo
que me invade cuando se asoman los ojos de la preciosa muerte, de esta sangre, esta mierda,
este semen, estos nervios, estas manos y las ganas de que me muera hoy y de que me muera
nunca, allí cuando sea capaz de cantar junto a esos patrones que nos unen irremediablemente.

Ciencias, como les llaman, todas ellas. Porque no se puede brindar con una si no se
hace también con todas, porque no vale la pena desprenderme de la humanidad que me libera,
porque ese desapego de todo esclaviza y entran entonces todos los monstruos: el martirio, las
desganas, la victoria de la sombra, la peste, el prejuicio que mata, la desconexión que supone
creer saber, el sobre anal-izamiento, la separación, la quema del puente, el dogma, el desprecio
de lo esencial.

Patrones, todos ellos, todas las vías, el desconcertante flujo de la humanidad.

También podría gustarte