Está en la página 1de 1

La clase de la perdición

El reloj apremiaba, la clase había comenzado y yo apenas estaba viniendo del maldito
examen de la materia de las 8; para completar mi mala suerte, abro la puerta del salón y
de repente se apodera de mí un ataque de tos, haciendo que todas las cabezas dejaran
de fijarse en el pizarrón y se voltearán a ver mi penoso desfile desde la puerta hasta la
silla, y para dejarlo claro, digo penoso desfile por mi cara de aburrimiento y todas las
cosas que debo cargar.

No todo tenía que salir tan mal, por lo menos un compañero tuvo la dignidad de
guardarme un puesto en el centro de la segunda fila de sillas, lo cual me parece bien,
pues siempre he creído que entre más cerca se esté al tablero mucho mejor. No pude
esconder mi cara de abatimiento, cansancio y rabia por lo difícil que había estado el
examen de las dos horas anteriores, como consuelo, le conté mis penas al compañero
que tenía al lado, pero el troglodita ese comenzó a burlarse en voz baja de mí con la
complicidad de la niña que tenía al lado, que para colmo de males, me conocía y había
escuchado mi confesión.

Luego de soportar las risas de mis queridos detractores, decidí prestarle atención al
profesor que tenía al frente, así que tomé mi pose característica de poner atención:
codos apoyados en la mesa, manos en la cara, mirada seria y la espalda ligeramente
inclinada con respecto a los muslos. A medida que avanzaba su explicación, mi postura
iba tomando variaciones como por ejemplo adoptar una cara de asombro y comenzar a
mover mis pies de manera ansiosa, variaciones que se debían principalmente a que no
entendía un comino de todos los caracteres que iban apareciendo como por arte de
magia en el tablero y como si fuera poco, estaba quedándome atrasada, pues por
intentar entender esos jeroglíficos estaba dejando de copiar.

Cuando pensaba que ya todo estaba en mi contra, vi que me equivocaba, pues aún
faltaba algo por pegarme su puñalada, si, el bendito estómago. Aquella hambre tan
inoportuna no daba espera, saqué a manera de ninja profesional un sándwich de mi
bolso y fui comiéndolo de poco cada vez que el profesor me daba la espalda, hasta que
gracias al Señor, pude terminarlo. Tener la barriga llena, no fue el remedio suficiente
para olvidar todo lo que había pasado, y decidí ponerme a discutir con mi compañero,
ya que éste, tenía planeado hacer algo que desde mi punto de vista era una completa
ridiculez: bailar disfrazado, ¿a qué clase de tontos se les ocurre eso?

Por fin se hizo justicia y la suerte se puso de mi lado, el reloj marcó las 11:15 y la clase
terminó. ¡Si, me escucharon bien, se acabó a las 11:15!, recogí todo como ameritaba el
asunto, me despedí toscamente como de costumbre, y salí a buscar aires nuevos.

También podría gustarte