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Érase una vez un rey que tenía una hija tan bella como orgullosa.

La princesa ya
tenía edad para casarse pero no encontraba el marido adecuado. Para ella, todos
los pretendientes tenían  defectos o no eran lo suficientemente importantes como
para hacerles caso ¡Ninguno merecía su amor!
Un día su padre, el rey, organizó una fiesta en palacio por todo lo alto para que
eligiera de una vez por todas a su futuro esposo.  Acudieron muchos jóvenes
venidos de varios reinos colindantes. Por supuesto, todos pertenecían a familias
muy importantes y gozaban de una educación exquisita. Distinguidos príncipes y
nobles formaron fila frente a la princesa que,  de manera arrogante, se paraba
ante cada uno de ellos y sin ningún tipo de pudor, hacía un comentario lleno de
desprecio. A uno le llamó gordo grasiento, a otro calvo como una pelota, a otro feo
como un sapo… Cuando llegó al último de la fila,  pensó que su cara le recordaba
a la de un pájaro. Espantada, le dedicó otro de sus desagradables comentarios.
– ¡Tú tienes la barbilla torcida como la de un tordo! A partir de ahora, te
llamaremos Pico de Tordo – dijo la princesa echándose a reír.
 
Su comportamiento avergonzó  profundamente al rey, quien golpeando su bastón
de mando contra el suelo, sentenció con gran enfado:
– ¡Tú lo has querido, niña caprichosa e insolente! Te casarás con el primer hombre
soltero que se presente en las puertas de palacio ¡Así lo ordeno y así será!
Y dicho esto,  salió del gran salón dando un gran portazo y dejando a todos los
invitados sin saber qué decir.
Al cabo de tres días, llamaron al portón principal. Era un mendigo vestido con
harapos que, al parecer, se ganaba la vida pidiendo limosna. El rey le mandó
pasar y llamó a su hija.
– ¡Aquí tienes a tu futuro marido!
– ¡Pero padre…! Yo… ¡Yo no puedo casarme con este hombre andrajoso, sin
clase ni educación!
– ¡Por supuesto que puedes! Tu conducta fue inadmisible y ahora debes asumir
las consecuencias.
Esa misma tarde, el mendigo y la princesa se casaron en la intimidad, con el rey
como único testigo. Tras la discreta ceremonia, la joven fue a sus aposentos,
cogió dos de los vestidos más sencillos que tenía y muy disgustada salió de
palacio de la mano de su esposo. Caminaron durante horas hasta llegar al reino
vecino. Cuando pasaron la frontera, atravesaron grandes propiedades con
hermosos jardines.
– ¡Qué belleza! ¿A quién pertenece todo esto? – preguntó la joven.
– Todo lo que ves, hasta donde no alcanza la mirada, es de nuestro Rey y de su
hijo, un joven príncipe de gran corazón al que todos en este reino queremos y
admiramos.
– Caramba… Si le hubiera elegido como marido, ahora todo esto sería mío… –
meditó la princesa con tristeza.
Era noche cerrada cuando llegaron a casa. Su nuevo hogar se reducía a una
cabaña muy humilde, llena de rendijas por donde entraba el frío y sin ningún tipo
de comodidades. La princesa estaba desolada…  ¡Qué sitio más horrible!
Su marido le pidió que encendiera el fuego,  pero ella no sabía cómo hacerlo.
Siempre había tenido criados que hacían todas esas labores tan desagradables.
Tampoco sabía cocinar, ni limpiar, ni hacer la cama, que en este caso era un
mugriento colchón tirado en el suelo. El hombre, resignado, echó unos troncos en
la chimenea y enseguida entraron en calor.
A la mañana siguiente, el mendigo le dijo muy serio:
– No tenemos nada para comer. Tendrás que trabajar para ganar algo de dinero.
Toma estas tiras de mimbre y haz unas cestas para venderlas en el pueblo.
La princesa  lo intentó, pero al manejar las ramitas se hizo heridas en sus
delicadas manos ¡Ella no estaba hecha para esas tareas!
– Veo que es imposible… Probarás a tejer manteles de hilo, a ver si se te da
mejor.
La joven puso interés,  pero de nada sirvió. El hilo cortó sus dedos y de ellos
salieron finísimos regueros de sangre.
– ¡Está bien, olvídate de eso! Mañana irás al pueblo a vender las ollas de
cerámica que yo mismo he fabricado ¡Es nuestra última oportunidad para ganar
unas monedas!
– ¿Yo? ¿Al mercado? ¡Eso es imposible! Soy una princesa y no puedo sentarme
allí como una pordiosera a vender baratijas ¡Si me reconocen seré el hazmerreír
de todo el mundo!
– Lo siento por ti, pero no queda más remedio. Si no, nos moriremos de hambre.
La princesa se levantó al amanecer y con la pesada carga a la espalda caminó
hasta el pueblo. Eligió una esquina de la plaza del mercado y se sentó sobre un
sucio y deshilachado almohadón. A su alrededor puso todas las ollas, cuencos y
vasos de barro que tenía para vender.
De repente, un hombre atravesó la plaza sobre un caballo galopante. El animal
parecía fuera de sí y a su paso se llevó por delante todo lo que la princesa había
colocado en el suelo, rompiéndolo en mil pedazos.

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