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En eso consiste la colonialidad del poder. Sólo de ese modo las elites
periféricas aseguran sociedades cerradas y excluyentes que reproducen,
de modo autóctono, el carácter piramidal del sistema económico del
capital. La sangría nacional le da entonces, a la elite periférica, el derecho
de admisión al banquete del mercado mundial, donde el capital, como
auténtico dios sustitutivo, premia o castiga, decide la vida o la muerte,
según la cuota sacrificial que impone el hambre infinita de su crecimiento
acumulativo.
Ese orden social es, por esa razón, continuo productor de desigualdades,
y tiende, por esa misma dinámica, a generar estallidos de convulsión
social que se funcionalizan como catalizadores de recomposición social
(mediante la activación del chivo expiatorio, como una literal expiación
religiosa y, por eso mismo, restaurador del orden que legitima a la
oligarquía como elite “meritocrática”). Como el actual sistema económico
mundial está pensado exclusivamente para beneficio del 1% de los ricos;
del mismo modo, los Estados periféricos son reducidos a esa exigua
representación como única cuota de inclusión.