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Sin embargo, la utilización de la Palabra de Dios debe ser hecha “con medida y prudencia”.
Por un lado, no se le debe desvalorizar o relativizar, al punto de prescindir de ella; pero
tampoco se puede hacer tal uso de ella que se vanalice, abusándose de dicha Palabra
(fanatismo).
Al mismo tiempo, la misma Dei Verbum considera que la técnica es insuficiente y que hay
que atender a otros principios de interpretación, entre ellos el “espiritual”. Afirma
expresamente: “la Escritura se ha de leer e interpretar con el mismo Espíritu con que fue
escrita” (DV 12). Se quiere decir con ello, que el Espíritu no sólo acompañó al escritor
sagrado, sino que acompaña también al lector, y que quien no tenga el Espíritu,
difícilmente dará con su pensamiento o interpretación correcta. Se quiere decir también
que hay acercamientos a la Palabra de Dios que no dependen solo del sentido literal,
siendo, no obstante, legítimos. Hoy, este segundo elemento (que el Espíritu acompaña al
lector) está siendo potenciado con el acercamiento de la Biblia al pueblo. Esta temática es
importante porque en la Iglesia hay movimientos o grupos cuyo acercamiento a la Palabra
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de Dios puede valorarse, por un lado, como cercano al fundamentalismo; pero también
hay otros grupos que hacen “lecturas populares” de la Sagrada Escritura y que son
presentadas como “lecturas revolucionarias”. Lo deseable es un acercamiento a la Palabra
de Dios que fomente la vitalidad y concreción de la Biblia con un sentido encarnado y
profundo.
¿Pero, hace falta el preguntarse el desde dónde se hace esta reinterpretación? Parece ser
una pregunta ingenua, pero no lo es. Ingenuidad sería creer que el “desde dónde” no
condiciona la lectura que hacemos de la Palabra de Dios. No es lo mismo leer y actualizar
la Palabra de Dios cuando lo tenemos todo, o cuando apenas si tenemos lo necesario para
vivir. No interpretamos de igual manera la Palabra de Dios cuando nuestra vida está en
peligro (sea por enfermedad o porque nos persiguen para matarnos) que cuando vivimos
en un ambiente de paz, serenidad y salud. No es lo mismo leer la Biblia desde una
mentalidad legalista y rigorista, que desde una preocupación sana por la persona. Es claro
que el “desde dónde” sí que nos afecta, y de hecho, nos condiciona. Basta ver ciertas
lecturas “espiritualistas y desencarnadas”, o por el contrario, lecturas vivenciales,
interiores y comprometidas de la Palabra de Dios. Creemos que la reinterpretación
correcta de la Palabra de Dios debe hacerse desde la dignidad de la persona humana.
La oración cristiana se fundamenta entonces en Jesús orante. Él oró como su pueblo y con
su pueblo, y por ello vive una particular y continua comunicación con su Padre en las
diversas circunstancias de su vida. El Evangelio nos dice cómo oraba Jesús: se retiraba al
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desierto a orar (Mt 11,1-2); buscaba lugares solitarios (Lc 5,10); madrugaba y trasnochaba
para orar (Mc 1,35 y Lc 6,12). Insistió en la necesidad de orar siempre sin desfallecer (Lc
18,1). En la oración venció el miedo a la muerte (Mc 14,32-42), y murió orando (Mt 27,46;
Lc 23,34 y 46). La oración cristiana debe ser siempre según la oración de Jesús.
El ejemplo de Jesús hace descubrir la conexión entre oración y vida. Así lo señalaba el
Documento de Puebla: “Se intenta que la oración llegue a convertirse en conversión de
vida, de modo que oración y vida se enriquezcan mutuamente” (P. 727). La realidad se
convierte así en lugar de oración, la oración lleva al compromiso y el compromiso cristiano
se transforma en oración, en encuentro con Dios. Se supera así el dualismo en que
muchas veces cayó la oración cristiana.
La oración es entonces una actitud de vida, pero para que se desarrolle, debe alimentarse
y cuidarse. Por eso exige una cierta ascética, una cierta disciplina, que incluye la
dedicación de tiempos explícitos en la vida diaria.
La imagen del “desierto” sirve para expresar muy bien lo que es la oración cristiana. En el
desierto no existe nada que nos distraiga, todo es árido, áspero y silencioso. La esencia del
desierto es la interioridad. El silencio interior significa libertad interior, desprendimiento
de las cosas, dominio de la imaginación, vaciamiento de todo, actitud de escucha total y
disponibilidad al Espíritu. Es un silencio que nos llama a descender a nuestro interior,
reconocer y aceptar nuestra limitación y pobreza, y a salir al encuentro de Dios con la
confianza de un hijo con su padre y madre.
Sin silencio es difícil encontrarse con Dios. En este interior participa no sólo nuestro
espíritu, sino también nuestro cuerpo, que entra en un estado de distensión, calma y
contemplación. Se ora con el espíritu y con el cuerpo. Por eso es importante tener una
postura apacible y relajante en el momento de la oración.
También el silencio exterior es necesario para orar, y hemos de buscarlo en cuanto sea
posible. El silencio interior requiere del silencio exterior. Por eso todo cristiano debe
procurar espacios de silencio y soledad, lugares de desierto, aún en medio del ajetreo de
la vida y de la actividad más comprometida. Así lo hizo Jesús.
Orar no es solo hablar con Dios. Es, ante todo, escuchar a Dios, especialmente en “el
desierto”. Allí Dios nos desnuda, descubre nuestros ídolos y nos purifica de toda idolatría.
Dios habla en el silencio. Dios habla cuando la persona calla. El silencio nos sitúa en un
estado de escucha total. María escuchó a Dios porque hizo silencio.
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Quien nunca se ha encontrado a solas consigo mismo, no podrá encontrarse con Aquel
que da sentido a la vida y a la historia.
Orar es amar: “la oración no consiste en pensar mucho, sino en amar mucho” (Santa
Teresa de Jesús). Orar es contemplar al que amamos. La mejor oración es aquella en la
que hay más amor. Y porque la oración es amor, la oración es también gratuidad, es
experiencia de gratuidad.
La oración cristiana requiere de una actitud de pobreza evangélica, de humildad y de
conversión. El reconocimiento apacible de nuestras limitaciones y debilidades deja a la
mirada de Dios penetrar hasta el fondo del corazón.
Orar es también y, sobre todo, unificar nuestra voluntad con la del Padre: “Hágase tu
voluntad” (Mt 6,10). La oración nos da luz para conocer lo que Dios quiere de nosotros, y
fortaleza para vivir conforme a su voluntad.
Orar es bendecir y alabar a Dios y darle gracias. “Padre, yo te alabo…” (Lc 10,21). La vida
del creyente es un caminar por el mundo alabando a Dios. Pero, alabar a Dios es
comprometerse por hacer realidad su plan de justicia, igualdad, libertad y fraternidad
entre los hombres.
Hay diversas formas de oración que es bueno recordar rápidamente: -la oración de los
Salmos; -la oración bíblica (Lectio Divina); -la oración vocal; -la oración mental, silenciosa; -
la oración litánica; -la oración metódica (ignaciana); -la oración afectiva (teresiana); -la
oración carismática; -la oración mariana; etc.
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La espiritualidad mariana, en diversas épocas, también en la nuestra, ha caído en una
devoción de tipo sentimental (la Marialis Cultus habla de “sentimentalismo estéril o de
vana credulidad”). Esta devoción ha opacado el verdadero culto a María en la Iglesia. Por
ello, ha sido necesario un redescubrimiento de María a través de una experiencia cristiana
más centrada en la Biblia y más en consonancia con la sensibilidad y necesidades actuales.
El Concilio Vaticano II, y el magisterio posterior de los Papas ha ayudado a esto.
Los Evangelios nos presentan a María como modelo de seguimiento de Jesús, su hijo. Y allí
mismo se contienen las raíces de la veneración a la Virgen María en la Iglesia. Esto se ve
sobre todo en la frase profética de María, transmitida por el Evangelio de Lucas (1,48).
Esta veneración tiene que entenderse en el sentido en que Isabel declaró a María “bendita
y bienaventurada”, por lo que a María hay que tributarle alabanzas y admiración. Por lo
demás, lo que escribió Lucas debe considerarse no solo como un testimonio de María,
sino también como una prueba de la primitiva veneración a María de la primera Iglesia. De
otros textos del Nuevo Testamento se deduce cómo era honrada María en la primitiva
comunidad cristiana.
La vinculación de María con la vida espiritual es implícita, pero sí está presente y es rica en
consonancias y convergencias: si la vida cristiana es apertura al Reino de Dios, María es la
virgen pobre que se abre a él totalmente y de forma ejemplar. Si es vida en Cristo, María
es la creyente que participa en la obra salvadora del Señor. Si es vida en el Espíritu, María
es la primera criatura sobre la que se derrama el Espíritu de Dios para hacerla actuar con
un corazón nuevo e impulsarla al testimonio de Cristo y a la alabanza por las
intervenciones de Dios en la historia.
A partir de lo que nos aporta la Palabra de Dios sobre María, se concluye la legitimidad y la
exigencia de una relación de alabanza y de acogida filial de María por parte de los fieles (cf
Lc 1,48; Jn 19,27).
Es tarea de las comunidades eclesiales de hoy no abolir ni silenciar el culto a María, sino
insertarlo en el único culto cristiano, renovar sus formas, sujetas al desgaste de los
tiempos, purificarlo de contaminaciones y darle un nuevo vigor creador. La relación con
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María va evolucionando con el ritmo de la historia, en constante fidelidad a la palabra de
Dios y a las exigencias de los hombres de nuestro tiempo, y sigue todavía manifestando
una notable eficacia en orden a la vida espiritual, ofreciendo “una ayuda poderosa para el
hombre en camino hacia la conquista de su plenitud” (Marialis Cultus, 57).
Los Santos, y en particular los grandes místicos con su experiencia cualificada, son
patrimonio de la espiritualidad, y su valor sigue siendo de gran importancia para los
cristianos. Su vida y sobre todo su doctrina, puede y debe ser utilizada en cualquier
acercamiento a la espiritualidad, y en concreto, en la confección de una reflexión seria
sobre la espiritualidad.
Lo más común, por ser lo más fácil, es la repetición material de su vida y de su doctrina.
Pero esto es lo más pobre y, con frecuencia, lo negativo y contraproducente. La lectura de
los autores espirituales –concretamente de los espirituales más conocidos y estimados- es
difícil. Existen diversas lecturas o interpretaciones de los mismos; algunas son muy
significativas, pero otras distorsionan o manipulan al Santo. Precisamente por esto, no
basta con abrir una obra cualquiera y ponerse a leer. Hay que tener criterios para
interpretara y aprovechar su riqueza espiritual.
Otro dato importante que hay que saber valorar de los Santos, es que son “testigos” de
Dios y de su obra. Su vida se convierte en un testimonio viviente de Jesús y su Evangelio, y
del compromiso que conlleva.
Y, finalmente, los Santos son también nuestros compañeros de camino, pues, aunque son
hijos de su tiempo, y estuvieron condicionados por ello, su testimonio nos anima y nos
hace cercano y posible el seguimiento de Jesús, también hoy.
5. Espiritualidad y Compromiso.
Así como en otras épocas se pudo entender la vida cristiana auténtica como “fuga del
mundo” para darse por entero a la contemplación divina y a las “cosas del Señor” (por
ejemplo, los cristianos practicantes entendían el trabajo humano como “un estorbo
espiritual”, y en el mejor de los casos se apelaba a la práctica de la intención recta y de la
jornada ofrecida a Dios cotidianamente, cfr Teilhard de Chardin), en la actualidad ya no.
Los cristianos deben apasionarse con su propia actividad cotidiana, descubrir su valor –
también para la construcción del Reino- y trabajar por ser “luz y sal de la tierra”
sembrando la honestidad, la justicia y el amor. Ello implica que la experiencia de fe vaya
permeando todas las dimensiones de la vida humana: familia, trabajo, diversión, la
economía, la política, la ecología. La espiritualidad cristiana compromete a los creyentes a
ser testigos del Resucitado en todos los ámbitos de la vida, y lógicamente, también en el
ámbito netamente cristiano o eclesial, pero no solamente aquí.
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Se entiende ahora por qué se afirma que la preocupación central de la espiritualidad
cristiana es entonces la promoción y defensa de la dignidad humana, entendida en un
sentido muy amplio. El “vivir según el Espíritu” implica apostar por la vida, generar vida,
amar la vida, defender la vida desde su concepción hasta el momento de la muerte. El
cristiano, desde su experiencia personal y comunitaria del Dios de la vida, se transforma
en testigo de la vida y lucha contra todo sistema e ideología que engendren muerte. Su
acción social y pastoral, todo su trabajo, va encaminado a aportar a la construcción de la
cultura de la vida. En este sentido, la espiritualidad cristiana no puede quedarse en
sentimientos o abstracciones, sino que promueve y lleva al compromiso.