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La promesa

de la tierra
1. La elección
2. La fe
3. Las promesas
4. El éxodo
5. La alianza
6. La ley
7. El pueblo
8. La tierra
La promesa de la tierra

Las narraciones del Génesis no son una crónica sobre los orígenes, sino un relato
fundamentalmente religioso. Este relato forma parte integrante del "material de fe" de todo
creyente. En el encontramos ciertas categorías básicas de su personalidad creyente que merece al
pena tratar:

1. LA ELECCIÓN
Abraham aparece como escogido por Dios de entre una familia que sirve a otros dioses
(Jos 24,2), le hace salir de Ur (Gn 11,10-31). La elección de Dios está en el origen de Abraham y
los patriarcas, y recorre toda la historia de la salvación. Es un destino diferente al de los demás
pueblos, una condición singular debida no a unas circunstancias favorables, o al propio esfuerzo
humano, sino a una iniciativa soberana y deliberada de Yahweh. Esta circunstancia, ¿no introduce
en el plan de Dios una discriminación injusta entre sus elegidos y los que él rechaza? ¿Cuál es el
auténtico sentido de toda elección?
Es sobre todo la teología deuteronomista la que ha determinado un vocabulario preciso sobre la
elección:
- bahar: de Abraham (Ne 9,7), de la semilla de los patriarcas (Dt 4,37; 10,15), de Israel (Dt 7,7; Is
44,1), de los levitas (Dt 18,5; 21,5; 1 Cro 15,2; 2 Cro 29,22), de David (1 Sam 10,24; 16,8.9.10. y
otros), el lugar del sacrificio (Dt 12,11.18; 14,25; 16,7.15), el lugar donde reside su Nombre, o la
morada de su nombre (Dt cap. 12-16), Jerusalén (1 Re 11,13; 2 Re 21,7). Dios llama también a
individuos concretos: los profetas, los reyes.
- laqah: Jos 24,3: "Yo tomé a vuestro Padre Abraham... ".
La elección tiene por características:
a) La iniciativa divina. No es el hombre quien elige a Dios, sino al revés. Es totalmente
gratuita e inmerecida, e incluso a veces en contra de la lógica humana (cfr. 1 Cor 1,27:
Dios ha escogido lo necio del mundo). La única explicación que se da es el amor (Dt
7,7). Y se realiza a pesar de los planes humanos. Incluso a veces Dios desbarata los
planes humanos, para que se vea que la elección se realiza por su cuenta, y no por
cuenta de los hombres (¿se refiere esto más bien a la promesa?)
b) El fin de la elección es constituir un pueblo santo, entregado al servicio del
verdadero Dios, un pueblo que tiene a Dios cercano, que guarda su alianza fielmente.
c) Implica una misión de cara a los demás pueblos. La elección no supone rechazo o
desgracia de los "no elegidos" (Gn 9,29; 27,29; 27,40). La elección de Dios supone
una bendición para toda la tierra ( Gn 12,3; 22,218; 26,4; 28,14).
A menudo entraña misteriosamente la sospecha de que Dios haya podido revocar su
elección, en el momento de la desgracia. A Dios se le pregunta si ha rechazado al pueblo (Jr
14,19: ¿Por qué has rechazado del todo a Judá? 31; 33). La elección no es un privilegio gratuito;
exige un compromiso, una respuesta coherente (parábola de los viñadores). Cuando no se
responde fielmente, puede venir el castigo (teoría de la retribución). Pero, ¿qué ocurre cuando no
hay motivos para sufrir la desgracia? Sal 44; 74; 89; 60; (raíz znh). El sufrimiento incomprensible
del pueblo elegido se personifica en el misterioso personaje del siervo de Yahweh del Segundo
Isaías; elegido de Dios (Is 42,1 - primer canto- ; 43,20 -referido a Israel-; 49,1 "me llamó";), y sin

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embargo sobre él se abate el mayor de los sufrimientos, hasta el punto de parecer abandonado de
Dios (cuarto cántico, Is 53).
Jesucristo es el elegido de Dios. Lc 9,39: "Este es mi elegido, escuchadle"; Lc 23,35:
"Que se salve si es el Cristo de Dios, el Elegido". En momentos principales: bautismo,
transfiguración, crucifixión. Evoca siempre la figura del siervo. Dios mismo al pronunciarlo
recuerda que en Jesús termina la obra que había empezado eligiendo a Abraham e Israel. Es el
único elegido que merece realmente este nombre. Es la piedra angular, el único nombre que se nos
ha dado bajo el cielo. No hay elegidos, sino en él (Ef). La elección de la Iglesia y de los cristianos
entronca con la elección de Cristo.

2. LA FE

Como respuesta a la elección, Dios le pide a Abraham una confianza atenta e intrépida,
una acogida sin dudar al designio de Dios. A pesar de que en toda la narración solamente se dice
una vez que "Abraham creyó en Dios" (Gn 15,6), todos los creyentes del mundo se remontan a su
fe.

En el AT no encontramos la palabra "fe". Sin embargo, sí que aparece el verbo "creer", bajo dos
formas distintas, aunque frecuentemente son sinónimas:
- 'aman (en hifil "he'emin", forma causativa del verbo hebreo): pensar que es cierto,
porque no puede fallar.
- batah: confiar, apoyarse.

Como señala el Catecismo de la Iglesia Católica (n. 143) siguiendo Dei Verbum 5, la
Biblia llama a esta actitud: "obediencia de la fe". La expresión es propiamente paulina (Rm 1,5;
16,26), y con ella se quiere señalar que la fe es la entrega total que el hombre hace de toda su
persona ante Dios que se revela. Es lo que san Ignacio de Loyola expresaba en su famosa
"Contemplación para alcanzar amor" de los Ejercicios Espirituales:
"Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda
mi voluntad, todo mi haber y mi poseer; Vos me lo disteis; a Vos, Señor, lo torno;
todo es vuestro, disponed a toda vuestra voluntad; dadme vuestro amor y gracia,
que ésta me basta".
Retomando Hb 11, el CEC traza el recorrido de la fe de Abraham:

145. La carta a los Hebreos, en el gran elogio de la fe de los antepasados insiste particularmente en la fe de
Abraham: "Por la fe, Abraham obedeció y salió para el lugar que había de recibir en herencia, y salió sin
saber a dónde iba" (Hb 11,8; cf. Gn 12,1-4). Por la fe, vivió como extranjero y peregrino en la Tierra
prometida (cf. Gn 23,4). Por la fe, a Sara se otorgó el concebir al hijo de la promesa. Por la fe, finalmente,
Abraham ofreció a su hijo único en sacrificio (cf. Hb 11,17).
146. Abraham realiza así la definición de la fe dada por la carta a los Hebreos: "La fe es garantía de lo que se
espera; la prueba de las realidades que no se ven" (Hb 11,1). "Creyó Abraham en Dios y le fue reputado
como justicia" (Rom 4,3; cf. Gn 15,6). Gracias a esta "fe poderosa" (Rom 4,20), Abraham vino a ser "el
padre de todos los creyentes" (Rom 4,11.18; cf. Gn 15,15).

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Pero Abraham vive esta confianza a menudo en medio de la oscuridad. Su fe se ve


sometida a menudo a prueba. La misma historia por la que Dios le guía parece a veces defraudar
su esperanza. Son precisamente los momentos en los que la fe se fortalece: "Creyó contra toda
esperanza" (Rm 4,18), y por eso Dios lo bendice (Gn 22,15-18). Por eso la fe se parece a un
camino, a una "peregrinación"; como dice Pablo: "Caminamos en la fe y no en la visión" (2 Cor
5,7). Juan Pablo II lo sintetiza en la expresión "peregrinación de la fe" (cf. Lumen Gentium 58):
"La peregrinación de la fe indica la historia interior, es decir, la historia de las almas. Pero ésta
es también la historia de los hombres, sometidos en esta tierra a la transitoriedad y
comprendidos en la dimensión de la historia" (Redemptoris Mater 6).
En Ga 3,6-18 y Rm 4,1-25, Pablo demuestra que Abraham obtuvo la justificación no por
las "obras de la ley", sino por la "fe". Y concluye que la verdadera posteridad de Abraham no son
ya los que son hijos suyos según la carne (Rm 4,1), sino los que le siguen en ese camino de fe
(4,11.23).

3. LAS PROMESAS

La fe de Abraham acaba en la confirmación de la promesa (Gn 22,16-18). Dios bendice


a Abraham (Gn 24,1). Pero no es una bendición individual: su vocación está en ser padre. Según
la tradición P, el cambio de nombre atestigua esta orientación; el nuevo nombre (Abraham)
significa "Padre de multitudes". Su paternidad se extenderá a todas las naciones: "Por tu
posteridad serán benditas todas las naciones" (Gn 22,18).
Las promesas se repiten a Isaac y Jacob (Gn 26,3ss; 28,13-14), y ellos las transmiten
(28,4; 48,15-16; 50,24). En la opresión de Egipto, Dios se acuerda de la alianza (Ex 2,23; cf. Dt
1,8). Cuando llame a los exiliados al retorno, los llamará "raza de Abraham, mi amigo" (Is 41,8).
Cuando el pueblo esté en apuros, los profetas pretenden devolverle la confianza apelando a
Abraham: "Considerad la roca de la que habéis sido tallados, la cantera de la que habéis sido
sacados. Mirad a Abraham, vuestro padre..." (Is 51,1-2; cf. Is 29,22; Ne 9,7-8). Para obtener
favores de Dios, el mejor medio es apelar a Abraham: "Acuérdate de Abraham" (Ex 32,13; Dt
9,27; 1 Re 18,36); "otorga.. a Abraham tu gracia" (Mi 7,20). Pero para gozar del favor de Dios no
basta ser de la descendencia carnal de Abraham (cf. Ez 33,24-29; Jn 8,37-44). Hace falta la fe, la
fidelidad.
En definitiva, la verdadera posteridad de Abraham, la descendencia prometida, es
Jesucristo (Mt 1,1). Para Pablo está claro: "Pues bien, las promesas fueron dirigidas a Abraham y
a su descendencia. No dice: 'y a los descendientes', como si fueran muchos, sino a uno solo, a tu
descendencia, es decir, a Cristo" (Ga 3,16). Por su vocación, Abraham estaba orientado hacia la
venida de Cristo, y su gozo consistía en vislumbrar el "día de Cristo" (cf. Jn 8,56) a través de las
bendiciones de su propia existencia. El que la promesa al final se concentre en uno solo, en Cristo,
no es una reducción, sino la condición del verdadero universalismo, según el designio de Dios (Ga
4,21-31: Rm 9-11). Todos los que creen en Cristo, circuncisos o incircuncisos, israelitas o
gentiles, pueden tener participación en las bendiciones de Abraham: "Todos sois uno en Cristo
Jesús. Y si todos sois de Cristo, luego sois descendientes de Abraham, herederos según la
promesa" (Ga 3,28-29).

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4. EL ÉXODO

Los acontecimientos narrados se convierten en acontecimientos fundantes para Israel. Es


la experiencia primigenia, a partir de la cual empezó a funcionar como pueblo. La realización de
la Promesa a Abraham pasa por una experiencia de liberación. No hay posesión de la tierra sin
éxodo.
Será el acontecimiento contado de generación en generación, por el que se hace vela (cf.
Ex 12,42). La Pascua se convierte en el memorial del éxodo.
Además, el éxodo es el prototipo de todas las intervenciones de Dios. En esta hazaña,
Dios ha hecho una yeshû`ah, una victoria. Dios no interviene gratis, para contentar al espectador.
En el éxodo Dios ha demostrado que todo su actuar se debe a su amor al hombre. Y demuestra
que el hombre no le es indiferente, que sabe distinguir entre hebreo y egipcio, entre oprimido y
opresor.
El éxodo da lugar a una realidad nueva; es como una nueva creación (cfr. Ex 14). A
partir de entonces somos nuevos. Es imposible volver atrás. En Egipto no se puede vivir como
hombres libres. Volver a Egipto es volver a ser esclavos, volver a la nada, a ser no-pueblo.
El desierto es el escenario donde se realiza esta hazaña. En el desierto estaban Israel y
Dios a solas; "no hubo dioses extraños con él" (Dt 32,12). Pero el desierto es también el lugar de
la prueba. Animado por la palabra de Moisés, y puesto a prueba por Yahweh, del desierto surge
un pueblo nuevo. Por eso el camino del desierto es andado una y otra vez cuando es necesario
volver a lo fundamental (cf. Oseas 2; 1 Re 18: Elías; Jesús en el desierto). En el desierto el pueblo
aprende que debe vivir sólo de Dios. Por eso durante la Cuaresma cristiana, la Iglesia vuelve a
recorrer este itinerario en la Liturgia de las Horas.

5. LA ALIANZA

Dios establece con Israel una alianza. El se compromete a ser su Dios, e Israel será su
pueblo. No existe Israel sin esa referencia radical a Dios. A partir de entonces Israel puede hablar
de Yahveh como de nuestro Dios.
Dios se mantiene fiel a esta alianza, y manifiesta una continua voluntad de alianza:
• Con Noé (Gn 9,9) ya estableció una primera alianza.
• Con Abraham, establece una alianza unilateral (Gn 15,18): se compromete a darle
la tierra en herencia; posteriormente establece otra alianza bilateral (Gn 17,10), el
pacto de la circuncisión.
• En el Sinaí (Ex 24), establece la alianza que constituye a Israel como pueblo de
Dios, una sangre ratificada con sangre (cf. Ex 24,8)
• Los profetas denuncian la continua quiebra de la alianza por parte de Israel, de tal
manera que cuando llega el destierro se interpreta como una señal de que la alianza

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está totalmente anulada. Sin embargo, Dios nunca se olvida de sus promesas, y
promete una nueva alianza (Jr 31)
• Esta nueva alianza llega con Cristo, mediador de la nueva alianza (cf. Hb 8,6;
9,15). El ha inaugurado el ministerio de la nueva alianza (cf. 2 Cor 3,6). Y en la
última Pascua que celebra con sus discípulos, declara que el cáliz contiene su
sangre de la alianza (cf. Mc 14,24).

6. LA LEY

La Ley es el estatuto del nuevo pueblo liberado. Refleja su condición nueva. De ser
esclavos en Egipto sirviendo la Faraón, a ser libres en la tierra prometida sirviendo a Dios.
Las estipulaciones del Código de la Alianza (Ex 20-24) ponen la existencia cotidiana en
el ámbito de la comunidad humana y de las relaciones con Dios. Detrás de estas normas hay
una forma nueva de vivir, una existencia fundada en la solidaridad y en la religiosidad. No hay
nada que escape de ese ámbito, ni el buey que traspasa los lindes. Todo es ocasión de servicio a
los demás y encuentro con Dios. Según algunos rabinos, en la tierra de Israel hasta los ríos
guardan el sábado. El sábado es el momento de la alabanza a Dios y de disfrute del trabajo.
Pero hay más. La Ley es la sabiduría y la vida del pueblo (cf. Dt 4,6; 32,47). La Ley está
en la entraña misma de una existencia fecunda y plena. La fecundidad de la tierra y la plenitud de
la vida dependen de la Ley.
La Ley no es lex, sino torá, es decir, enseñanza. La Ley se medita, y así el hombre la hace
propia (Sal 1). La meditación de la Ley produce alegría. Por eso tras el destierro, poco a poco el
estudio y el cumplimiento de la Ley pasa a ocupar el lugar del culto. Y ésta será la misión del
eterno Israel para siempre.

7. EL PUEBLO

Es la nueva realidad creada. De ser no-pueblo a ser pueblo de Dios, su propiedad


particular (segulah) entre todas las naciones (cf. Ex 19,5; Dt 7,6; 14,2; 26,18), su herencia
(moreshah) (cf. Dt 4,20).
El deuteronomista subraya la diferencia entre Israel y los demás pueblos. Israel es pueblo
(`am), mientras que los demás pueblos son naciones (goyîm), debido a la relación particular que
Dios tiene con él.
Para el sacerdotal, Israel en el desierto es más bien una comunidad cultual. Para
designarlo emplea dos términos frecuentemente sinónimos en hebreo, y que significan reunión,
turba, comunidad:
- `edah: comunidad reunida, término preferido por P, que los LXX traducen por
συvαγωγη.

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- qahal (posiblemente derivado de qol, llamada): llamamiento, más deuteronómica, que


los LXX traducen por εκκλησια. La Iglesia neotestamentaria eligió este término para designarse a
sí misma.
De esta forma, el relato actual del desierto presenta a Israel en su momento constitutivo
como lo que luego será: tiene su santuario, su organización judicial, sus leyes. Israel no se sentirá
después pueblo con más fuerza que entonces. Y muchas veces tendrá que volver al desierto, para
volver a aprender a ser pueblo, y recuperarse de sus infidelidades.

8. LA TIERRA

1. LA EXPERIENCIA PATRIARCAL
Entre Mesopotamia (tierra extranjera y amenazadora, de donde Dios saca a Abraham; cf.
Gn 11,31 – 12,2) y Egipto (tierra tentadora y lugar de esclavitud, de donde saca Dios a su pueblo;
cf. Ex 13,9) se encuentra la tierra de Canaán, tierra “que mana leche y miel” (Ex 3,8), la tierra que
Dios ha prometido dar a Abraham y su descendencia.
En esa tierra viven los patriarcas como extranjeros: sólo les guían las necesidades de sus
ganados. Pero antes que pastos o pozos, en esta tierra encuentran el lugar donde se les manifiesta
el Dios vivo. Los robles (Gn 18), los pozos (Gn 26,15), los altares erigidos (Gn 12,7), son testigos
que guardan el recuerdo de estas manifestaciones. Algunos de estos lugares llevan el nombre de
Dios: Betel, que es “casa de Dios” (Gn 28,17-19), o Penuel, que es “rostro de Dios” (Gn 32,31)
Con la gruta de Macpelá, comprada por Abraham a Efrón el hitita para enterrar allí a su
esposa Sara (Gn 23), inaugura Abraham la posesión jurídica de una parcela de esa tierra
prometida; Isaac, Jacob y José querrán reposar en ella, haciendo así de Canaán su patria.

2. EL DON DE LA TIERRA
De Egipto, tierra extranjera, Dios hace salir a su pueblo. Sin embargo, para entrar en la
tierra prometida se requiere primero el abandono, la “asombrosa soledad del desierto” (Dt
32,10). Israel debe experimentar en el desierto que no debe tener otra posesión que a Dios.
Entonces, una vez purificado, podrá entrar a conquistar Canaán, “lugar donde no falta nada de lo
que se puede tener en la tierra” (Jc 18,10).
Yahveh interviene en esta conquista: él es quien da la tierra a su pueblo (cf. Sal 135,12).
La tierra se obtiene sin fatiga (cf. Jos 24,13), es un regalo gratuito, una gracia, como la alianza
de la que ella es expresión (cf. Gn 17,8; 35,12; Ex 6,4.8).
Israel se entusiasma con la tierra que Dios le ha dado, porque Dios no lo ha
decepcionado. “Es un país bueno, muy bueno” (Nm 14,7; Jc 18,9), que contrasta con la aridez y
la monotonía del desierto. A este “dichoso país de torrentes y de fuentes..., país de trigo y de
cebada, de viña, de higueras, de granos, país de olivos, de aceite, de miel, país donde no está
medido el pan” (cf. Dt 8,7-9), el pueblo se apega sin dudar.
La tierra y sus bienes son recuerdo permanente del amor y de la fidelidad de Dios a su
alianza. Quien posee la tierra posee a Dios, porque Yahveh no es sólo el Dios del desierto, sino
que la tierra de Canaán ha venido a ser su residencia. Tan ligado está Dios con la tierra, que David

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no cree posible adorarlo en el extranjero, tierra de otros dioses (cf. 1 Sm 26,19), y Naamán se
lleva a Damasco un poco de tierra de Israel para poder dar culto a Yahveh (2 Re 5,17).

3. EL DRAMA DE ISRAEL EN SU TIERRA


La tierra es un regalo, pero también exige por parte del pueblo un esfuerzo, y un compromiso:
El trabajo, una ley para quien quiera recibir las bendiciones divinas; no se puede dormir en
tiempo de siega (cf. Pr 10,5; 12,11; 24,30-34).
Manifestar la alabanza a Dios, la acción de gracias y la dependencia de él. Ese el sentido de
las fiestas, en su origen probablemente fiestas agrarias, que asocian la vida cultual con los ritmos
de la naturaleza: la pascua y los ázimos (cf. Ex 12,14), la siega, las primicias (cf. Ex 23,16), de la
recolección.
Reglas del uso de la tierra: hay que dejar espigar al pobre y al extranjero (Dt 14,29; 24,19-21);
para no esquilmar el suelo hay que dejarlo en reposo cada siete años (cf. Ex 23,11). El sentido de
esta ley, a la vez religiosa y social, es marcar la autoridad de Dios, a quien pertenece el suelo
por derecho.

Pero una vez que Israel esté asentado en la tierra, una vez que se haya vuelto sedentario y
empiece a explotarla, la misma tierra se convertirá en prueba y tentación. Israel, pueblo pastoril
y seminómada, peregrino de un país a otro, tendrá que aprender a vivir en la tierra. Al mismo
tiempo que aprende de los habitantes del país las leyes de la vida agrícola, adoptará también sus
costumbres religiosas, idolátricas y materialistas. En vez de ver en Yahveh el Dios santo, fiel, que
exige correspondencia a la alianza, estará tentado a ver en él un Baal, señor del país, protector y
garante de la fertilidad (cf. Jc 2,11; Os 2,18). Los profetas pondrán en guardia contra los peligros
de la sedentarización y de la propiedad (cf. Is 5,8), en la que verán una fuente de robos (cf. 1 Re
21,3-19), de rapiñas (cf. Mi 2,2), de injusticias, de diferencias de clases, de enriquecimiento que
provoca la soberbia y la envidia (cf. Jb 24,2-12).
¿Por qué la tierra, el signo más claro del amor de Dios hacia su pueblo, que debía
recordarle continuamente este amor fiel, se ha convertido en piedra de tropiezo para la fe de Israel
en Dios? Porque el pueblo ha olvidado Quién se la ha dado. La amonestación continua de
Moisés en las estepas de Moab, en las mismas puertas de la tierra, era constante: “¡Guárdate de
olvidar aYahveh tu Dios1” (Dt 6,12; 8,11; 11,16), “porque Yahveh amó a tus padres... Te ha
hecho entrar en este país” (Dt 4,37-38; 31,20). ¿De qué valdría haber vivido como extranjeros en
tantos países, anhelando un país donde vivir en paz y prosperidad, gozando de la experiencia del
amor de Dios, si cuando ya se tiene posesión de él la alianza queda en el olvido?
“Acuérdate de las marchas que te hizo Yahveh durante cuarenta años por el desierto para
humillarte... y para conoce el fondo de tu corazón” (Dt 8,2). De Dios es la tierra. Es un Dios
celoso, exigente. El hombre debe mantenerse humilde, fiel, obediente (cf. Dt 5,32 – 6,25). Si
obra así, recibirá en recompensa las bendiciones: “Benditos serán los productos de tu suelo... y
las crías de tus ovejas” (Dt 28,4), pues “Yahveh tiene cuidado de este país... sus ojos están fijos en
él desde el principio del año hasta el fin” (Dt 11,12). Si no obra así, vendrán las maldiciones
sobre Israel (cf. Dt 28,33; Os 4,3; Jr 4,23-28). Se entrevé incluso la peor de las amenazas: la
pérdida de la tierra: “Seréis arrancados de la tierra en que vais a entrar” (Dt 28,63). Esta
amenaza, que los profetas precisan con vigor (cf. Am 5,27; Os 11,5; Jr 16,18), se cumple
finalmente como un duro castigo divino en medio de las angustias de la guerra y el exilio.

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4. PROMESAS DEL FUTURO


El castigo de perder la tierra, por muy radical que sea, nunca es algo absoluto y definitivo. El
destierro será una prueba purificadora, como en otro tiempo lo fue el desierto. La esperanza de
la restauración del pueblo tras el destierro incluye a la tierra. La tierra volverá a ser “la tierra de
Israel”, donde el pueblo nuevo volverá a ser instalado por Yahveh.
Esta “tierra santa” (cf. Za 2,16; 2 Mac 1,7; Sb 12,3), purificada y sacralizada íntegramente (cf.
Ez 47,13 – 48,35), podrá ser llamada, como la misma Jerusalén, la “esposa de Yahveh” (cf. Is
62,4).
Pero más allá de la tierra santa, la tierra entera participará con la tierra de Israel de la salvación.
Centrada en Jerusalén (cf. Is 2,2-10; 66,18-21; Sal 47,8), vendrá a ser la casa de una nueva
humanidad, como un nuevo paraíso primitivo, con su fertilidad y sus maravillosas condiciones
de vida (cf. Am 9,13; Os 2,23-24; Is 11,6-9; Jr 23,3; Ez 47,1-2; Jl 4,18; Za 14,6-11).
La posesión de la tierra adopta, pues, un significado escatológico: la tierra designa a la vez la que
fue prometida a Abraham y su descendencia, y esa realidad más alta, y todavía imprecisa, que es
el “descanso” que Dios tiene preparado para toda la humanidad. Por eso, la carta a los Hebreos,
comentando el Sal 95,11 (“No entrarán en mi descanso”), dice: “Si Josué les hubiera
proporcionado el descanso definitivo, David no hablaría de un posterior día d e descanso. Hay,
pues, un descanso definitivo reservado al pueblo de Dios.... Apresurémonos, por tanto, e entrar
en este descanso” (Hb 4,8-11). Por eso Jesús podrá decir: “Bienaventurados los mansos, porque
ellos poseerán la tierra” (Mt 5,4).

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