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LA TRAGEDIA DE ABU-ARISH

Seis días más permanecieron aún los diez maestros reunidos


en el Santuario del Monte Hor, cambiándose manuscritos y
aumentando las copias que algunos tenían y a otros les
faltaban, de viejísimas escrituras indispensables para la
reconstrucción histórica de la evolución humana, a través de
los siglos y de las edades.
Iban a separarse por mucho tiempo, y quien sabe si
volverían a encontrarse de nuevo en la vida de la materia. La
uniformidad en la doctrina y en la historia del pasado, eran
necesarias para que las futuras generaciones aceptaran como
verdadero lo que atestiguaban representantes de las
principales Escuelas de Conocimiento Superior existentes en
aquellos tiempos, todos los cuales estuvieron en contacto con
el Verbo de Dios en su última etapa de vidas terrestres.
Establecerían dos agencias encargadas de mantener íntima y
frecuente comunicación entre los Diez Maestros. La una en
Alejandría, en la casa particular del maestro Filón. La otra en
Antioquía, en el barrio suburbano de Gisiva, donde Simónides
tenía establecida una colonia-refugio, que había sido puesta
bajo la dirección de dos terapeutas del Santuario del Monte
Hermón por indicación de Yhasua.
Estas dos agencias estarían dotadas de una pequeña renta
que bastara para enviar correos seguros hacia los puntos de
residencia de los maestros.
Tomadas estas medidas, los Diez se separaron después de
una emotiva y tiernísima despedida, en la cual era Yhasua el
centro a donde convergían todos los afectos y el hondo fervor
de todos los corazones.
Acompañado de los veintinueve jóvenes que sabemos y del
tío Jaime, el Maestro emprendió el regreso por la vía de
Thopel.
Cuando llegaron al desierto de Judea y a la margen
occidental del Mar Muerto, Yhasua pensó con amor en sus
viejos amigos, los porteros del Santuario del Quarantana.
Hicieron una parada en En-Gedí, en la ya conocida granja de
Andrés, donde encontró desconsolados a los dos hermanos
Jacobo y Bartolomé porque su anciana madre se hallaba
gravemente enferma.
—Avecilla del Padre Celestial –díjole Yhasua, inclinándose
sobre el lecho de la anciana que le reconoció en el acto–. Aún
no es hora de que abandones tu nido terrestre para volar a la
patria. –Le impuso las manos en la frente, le dio a beber agua
vitalizada con su aliento, y tomándola de ambas manos la
ayudó a sentarse en el lecho, en cuyo borde se sentó 1137
él también, y rodeado de toda la familia les hizo una tierna
plática del amor divino que pasa sobre las almas justas, como
una brisa suavísima, llenándolo todo de paz y de alegría.
La viejecita se sintió como renovada y pronto se levantó
diciendo a sus hijos y nietos:
— ¡Vamos, vamos!..., a preparar una fiesta porque nuestra
montaña se ha vestido de luz y de gloria, con la llegada de
nuestro Yhasua.
— ¡Pero, madre! –le dijo Jacobo el mayor de sus hijos–, ¡si
te estabas muriendo!
— ¡Sí!, ¡sí!, ¡pero ahora no me muero más!... ¿Acaso no llegó
a mí, el Hijo de Dios que todo lo puede?
— ¿Es verdad que está curada? –preguntó Bartolomé a
Yhasua, casi sin creer lo que sus ojos veían.
—Sí, hombre, sí –le contestaba el Maestro–. Como llegué a
pedir hospedaje por una noche, el Padre Celestial pagó por
adelantado mi cuenta.
Y comenzó un movimiento inusitado en la vieja Granja de
Andrés, para preparar el festín con que aquellas buenas gentes
querían obsequiar al hijo de Myriam, como más comúnmente
le llamaban allí.
Yhasua pasó a visitar a los siete solitarios Esenios que en las
entrañas de las rocas vivían su vida de estudio, de oración y de
amor a la humanidad sufriente.
Por ellos, supo que entre los penitentes de las grutas vecinas
había un refugiado que no quería decir su procedencia, ni el
por qué de su triste situación de fugitivo de la sociedad de los
hombres; el cual revelaba además un dolor tan desesperado y
terrible que les causaba profunda amargura.
Yhasua quiso verlo; y el esenio encargado de los penitentes
le acompañó por aquel pavoroso antro de rocas negras y
áridas, donde se abrían las grutas entre árboles de espinos, y
unas pocas moreras silvestres.
Encontraron al refugiado, tendido sobre su lecho de paja y
pieles de oveja, con la mirada fija en la obscura techumbre de
su rústica morada.
Yhasua comprendió al momento que aquel hombre estaba al
borde de la locura.
—Amigo mío –le dijo sentándose en el suelo a su lado–. Sé
que estás enfermo y que tu alma padece angustias de muerte.
“Quiero que me cuentes tu pena, porque tengo el poder de
librarte de ella y devolverte la paz.
El esenio se retiró discretamente.
El infeliz miró por unos momentos a Yhasua y su mirada era
dura y sombría.1138
— ¡Eres aún joven! –continuó el Maestro–, y es lástima
perder así una vida que puede ser útil a la humanidad.
El hombre se incorporó como si lo hubiera picado un áspid.
— ¿Yo, ser útil a la humanidad?... Antes le daría de comer a
una pantera que a un ser humano. Eres un adolescente casi y
no sabes lo que me dices. –Y se dio vuelta a otro lado como
diciéndole: “No me hables más”.
—Vamos, amigo mío, no me des la pena de ver tu pena y no
poder remediarla –insistió el joven Maestro–.
“Ya sé que hay en la tierra seres perversos y malvados que se
gozan en el dolor de sus semejantes. Pero esos seres no son
toda la humanidad. Yo quiero tu bien. Los solitarios del
Santuario quieren tu bien, y sufren con tu dolor.
“¿Por qué pues tendrás en cuenta a los malvados que te
hicieron daño, y no a los justos que buscan tu bien?
“Sé razonable, amigo mío, que acaso en mi mano ha puesto
Dios la copa de tu felicidad, y tú la rechazas.
“Traigo conmigo desde el Monte Hor, veintinueve jóvenes
árabes que fueron un día tan infelices como tú...
— ¿Y quién eres tú, para recoger todos los desdichados de
este mundo? –preguntó el hombre sentándose en su mísero
lecho.
—Un hombre cuya misión elegida voluntariamente, es
consolar a las víctimas de las maldades humanas.
—Si eres poderoso, me ayudarás a vengarme de mis
verdugos. La venganza es también un lazo que ata corazones.
—Te ayudaré a ser dichoso si confías en mí –le dijo el
Maestro.
—Has hablado de jóvenes árabes... ¿Vienes entonces de
Arabia? Allí fue mi desgracia. Allí vive el malvado asesino que
me hizo desgraciado para toda la vida.
— ¿En qué región de la Arabia?
—En el Yemen. En Abu-Arish.
—Pero tú no eres árabe –le dijo el Maestro–, lo dice tu tipo y
sobre todo tus ojos claros.
—Soy de la isla de Rodas.
—Del jardín de las rosas más bellas del mundo –continuó
Yhasua, mientras irradiaba amor y paz sobre aquel espíritu
atormentado–.
“Y bien, amigo mío, ¿qué sabes si yo podría remediar tu
desgracia?... Todas las tragedias de las almas se parecen: Un
amor desventurado, un déspota que destroza la vida y lo
imposible, aplastando el corazón entre dos ruedas de molino...
— ¿Cómo lo sabes? –interrogó el hombre sobresaltado.
—Porque algo conozco el corazón humano.1139
—En Abu-Arish tenía yo una hermosa plantación de azafrán
que valía una fortuna.
“Amé a una niña dulce como una gacela y hermosa como
una estrella. Su padre era jefe de los guardias del Imán de
Saná, donde residía casi siempre, dejando su familia en Abu-
Arish porque era terriblemente celoso de su mujer y de su hija,
que escondía de la codicia del soberano y de sus favoritos. La
madre de la niña, mujer de gran bondad pero triste siempre
por la tiranía de su marido, me participó que él no me daría la
hija, porque tenía la ilusión de casarla con el hermano menor
del Imán.
“Nuestro amor siguió viviendo como una luciérnaga
escondida en las tinieblas. Ni uno ni otro teníamos valor para
renunciar a nuestra ilusión. La madre murió de una fiebre
maligna, y la hija quedó sola, guardada por viejas esclavas que
la protegieron en su desventurado amor. Nos nacieron dos
preciosos niños mellizos, que una de las esclavas declaró
haberlos encontrado en una plantación de azúcar que había
sido abandonada por sus dueños.
“Alguien denunció al padre nuestro secreto de amor, y
temiendo que él frustrara sus planes, consiguió una orden del
Imán de Saná para arrojarme del país, incautándose de todos
mis bienes que consistían en un hermoso plantel de caballos
de pura raza del Nedjed, y de mi plantación de azafrán. Era yo
el más rico poblador de Abu-Arish, y un día me encontré
amarrado de pies y manos, maltrecho y herido, medio
desnudo en la isla Farasan en el Mar Rojo. Unos piratas me
habían encontrado sin sentido en la costa, y me llevaron a la
isla que estaba desierta y sólo habitada por ellos. Les conté lo
que me había pasado y se interesaron por averiguar qué había
sido de mis bienes y de la mujer amada. Pasaron varios años, y
por fin supe que mi mujer había sido estrangulada por su
propio padre al saber que los niños recogidos eran sus hijos, y
a éstos los había vendido como esclavos en el mercado de
Alejandría. Mis bienes habían pasado a ser posesión del
malvado que destrozó mi vida. Corrí a Alejandría lo más
pronto que pude, en mi triste situación de remero de galera de
los piratas, pero en el mercado ya no había sino los esclavos
viejos que siempre quedaban como resaca. Los jóvenes habían
sido todos comprados. Ya está contada la historia. Veamos
Señor todopoderoso cómo te arreglas para devolverme mi
esposa asesinada y mis hijos vendidos como esclavos. Has
dicho que acaso puedes devolverme la felicidad.
Yhasua sonreía dulcemente y meditaba escuchando el relato
del desconocido.
Su pensamiento sutil como un rayo de luz, recordaba en ese
instante la historia de los dos jóvenes aquellos cuyo relato de
sus desgracias tanto se asemejaba a éste que acababa de
escuchar.1140
¿Era acaso una misma historia contada primero por los hijos
y después por el padre?
— ¿Será tan complaciente conmigo la Bondad Divina? –se
preguntaba sin hablar Yhasua–, ¿que me ponga en la mano la
dicha de tres seres infortunados?, –casi no podía creerlo. Por
fin saliendo de sus reflexiones, preguntó a su interlocutor–:
“¿Conociste a tus hijos?
—Desde luego, y la última vez que los vi tenían doce años.
Les veía a hurtadillas lo mismo que a su madre, cada vez que
la galera pirata se detenía en la isla. Cruzaba en un bote a la
costa y haciendo de vendedor de café de Moka, les veía aunque
sin descubrirles el secreto. Su madre me conservó amor, no
obstante de verme en el miserable estado a que me había
reducido la maldad de su padre.
— ¿Sabes el nombre de tus hijos? –volvió a preguntar
Yhasua.
— ¿Cómo no he de saberlo? Yo quise llamarlos como a los
gemelos que brillan en el cielo azul, Cástor y Pólux.
Yhasua pensó que sus dos protegidos tenían otros nombres
diferentes.
Y cual si aquel hombre contestara a su pensamiento, añadió
luego:
—Pero el maldito viejo a quien Abadón arranque los ojos,
mandó que les llamaran con nombres vulgares y ordinarios:
Abdulahi que quiere decir encontrado, y Dambiri, hijo del
mono.
— ¡Dios Amor!... ¡Gracias! –exclamó Yhasua con una voz tan
profunda que parecía salir del fondo de su corazón.
— ¿Y agradeces a Dios que a mis hijos les pusieran nombres
despreciables? –preguntó con ira aquel hombre.
—No, amigo mío. Le doy gracias porque entre los
veintinueve jóvenes que he traído de Arabia se encuentran tus
dos hijos Cástor y Pólux.
— ¡No puede ser!... ¡No me engañes!... ¡No me mientas para
ilusionarme como a un chiquitín!... ¡Mira que te arranco la
vida!...
Y las dos manos nudosas y velludas de aquel infeliz
adquirieron el aspecto de garras que quisieran clavarse en el
cuello de Yhasua.
—Cálmate –le dijo con admirable serenidad–. Ven conmigo
al otro lado de estas rocas y te convencerás de lo que te digo.
El hombre le siguió, y el esenio que esperaba fuera,
entretenido en apartar espinas y guijarros del sendero que
conducía a la población, les guió hasta la Granja de Andrés,
por el camino exterior, pues que la secreta comunicación del
Santuario no se dejaba ver sino a los íntimos.
La indumentaria del penitente consistía en un tosco sayal
oscuro que le bajaba un tanto de las rodillas. A él, estaba
unido en el cuello una especie de capuchón para protegerse
del sol, del frío o de la lluvia, pues que estaba hecho de piel de
cabrito.1141
Unas calzas de cuero de cabra le protegían los pies, hasta la
mitad de la pierna.
Era el hábito con que los Esenios vestían a sus refugiados en
las grutas.
Cuando llegaron a la Granja de Andrés, ya anochecía. La
mesa estaba puesta bajo los árboles del huerto y los
veintinueve jóvenes compañeros de viaje de Yhasua, con una
alegría exuberante como una floración de primavera,
ayudaban a Jacobo y Bartolomé a colocar antorchas, a impro-
visar asientos de tablones colocados sobre trozos de rocas, a
descolgar del emparrado los últimos racimos de uva que la
buena Bethsabé aseguraba habían estado esperando la llegada
del niño de Myriam, igualmente que los ciruelos de Corinto
esperaban con sus frutos de púrpura-violeta, y las higueras
con sus grandes higos blancos tardíos. La buena anciana con
la alegría de verse curada, echaba la casa por la ventana y se
sentía generala en jefe de aquella porción de jóvenes
obedientes a sus órdenes. El secadero de mimbres para quesos
y frutas fue vaciado, lo mismo que los cantarillos de miel y de
manteca. Al niño de Myriam le gustaban las castañas cocidas
con miel, los bollos de harina de centeno y huevos de gansos,
la torta de almendras y las aceitunas con el pan recién sacado
del horno.
— ¡Jehová bendito!... –exclamaban las nueras de Bethsabé–.
La abuela se ha salido de quicio, y si veinte personas más
hubiera, para todos tendría tarea.
El amor cantaba en el alma de la anciana, que se ponía a
tono con toda aquella juventud que la rodeaba.
Y comprenderá el lector que ante una alegría tan
desbordante, el infeliz penitente desgarrado por su angustia y
acicateado por un rayito nuevo de esperanza, se sintió como si
despertara recién de una negra pesadilla. Yhasua lo
comprendió, y deteniéndose con él y el esenio en la penumbra
de los árboles del huerto a donde no llegaba el reflejo de las
antorchas, le dijo:
—Entre todo ese alboroto y alegría, están los hijos que
buscas. Toda esta dicha será tuya dentro de unos momentos si
eres capaz de olvidar el pasado.
—Lo olvidaré, sí..., lo olvidaré –contestó el penitente,
mientras su mirada devoraba todo el cuadro que aparecía a su
vista–.
“¿Pero es verdad que están ellos aquí?...
— ¿Crees que yo sería capaz de engañarte?
“Ahora verás. –Y Yhasua dio tres pasos adelante–.
“¡Abdulahi!... ¡Dambiri!... –llamó en voz alta. Los dos
jóvenes que estaban encaramados el uno en un ciruelo, y el
otro en una higuera, saltaron al suelo con cestillas llenas y
corrieron al llamado.1142
— ¡Oh!, Maestro... –le dijeron ambos–. No queríamos que
llegases hasta que tuviéramos todo terminado de arreglar.
¡Qué alegría la de esta casa!
—Os traigo una noticia que tiene corazón, alma... carne y
huesos.
— ¿Qué será?...
Ambos jóvenes se miraron con gran asombro. Yhasua se
volvió hacia la obscuridad de los árboles e hizo una señal.
El esenio y el penitente se acercaron. Yhasua le tiró a la
espalda el capuchón y apareció a la luz de las antorchas la
noble fisonomía del penitente, envejecida por el sufrimiento y
el abandono. Les devoraba con los ojos y temblaba
nerviosamente.
— ¡Nunca me reconocerán!... –exclamó sordamente
abrazándose a Yhasua.
— ¡Es vuestro padre! –dijo el Maestro–. Despertad los
recuerdos de vuestra adolescencia.
— ¡Es Abu-Arish!... ¡El vendedor de café Moka! –exclamó
espantado Abdulahi.
— ¡Cierto, cierto!... –dijo Dambiri–. Por eso me parecía un
rostro conocido.
—Es vuestro padre –volvió a repetir el Maestro–. Nuestro
Dios-Amor os reúne nuevamente.
La voz íntima de la sangre avivó los recuerdos, y ambos
jóvenes se precipitaron sobre aquel hombre que lloraba a
sollozos sobre el pecho de Yhasua.
— ¡Arvando!... –exclamaron ambos–. Nunca nos dijiste que
eras nuestro padre.
—Debíais haberlo adivinado en mi cariño hacia vosotros y
hacia vuestra madre.
— ¡Nuestra madre!... –dijo Abdulahi con inmensa
amargura–. ¿Sabes el fin que tuvo?
—Sí, lo sé. Pero he prometido a este joven a quien llamáis
Maestro, que olvidaré el pasado para merecer un presente de
paz y de sosiego –contestó Arvando.
— ¡Otro comensal para la fiesta! –dijo Dambiri, loco de
alegría.
—Dos más –dijo Yhasua–, porque este Hermano se quedará
con nosotros.
Aludía al esenio, que mudo presenciaba esta escena y
pensaba:
“Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra, a los hombres de
buena voluntad”.

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