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MONOGRAFÍA
CARÉ: 23356-17
No detallamos los rasgos de tal Cristo liberador. Baste decir que se trata de una
cristología de la liberación basada en valores, temas y llamadas al cambio y a la
liberación. Pero los fines no están claramente definidos ni existe táctica o estrategia,
porque no hay en la base un análisis de la situación ni de los caminos para modificarla.
La acción, a ese nivel, es de orden pragmático. Esa cristología tiene cierto valor, en
cuanto que relaciona la salvación en Cristo Jesús con las liberaciones históricas, y
sobrepasa la concepción privatista del mensaje cristiano al restituirle su implicación
política. Puede ir acompañada de una exégesis crítica exigente, de una reinterpretación
de los dogmas cristológicos fundamentales y de una consideración relevante de las
dimensiones liberadoras de la fe cristiana. Sensibilizada por la humillante situación
humana procura vivir y pensar la fe de forma que apoye la liberación económica y política
de los oprimidos.
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1. JESUCRISTO, LIBERADOR DE LA CONDICIÓN HUMANA
De acuerdo son Sobrino J. (1991). En la religión judaica del tiempo de Jesús todo
estaba prescrito y determinado: primero las relaciones del hombre con Dios y,
después, las relaciones de los hombres entre sí. La conciencia se sentía oprimida
por una insoportable carga de preceptos legales. Entonces Jesús alza su voz para
hacer oír su impresionante protesta contra esta forma de esclavizar al hombre en
nombre de la ley. En el presente capítulo tratamos de mostrar cuál es la actitud
fundamental de Jesús: libertad ante la ley, sí; pero únicamente para el bien, no para
el libertinaje. La ley no posee sino una función humana de orden, de creación de las
posibilidades de armonía y comprensión entre los hombres. Por eso, las normas del
Sermón de la Montaña presuponen el amor, el hombre nuevo y liberado para cosas
mayores.
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2. EL REINO DE DIOS SUPONE UNA REVOLUCIÓN EN EL MODO DE PENSAR
Y DE ACTUAR
El Reino de Dios afecta, en primer lugar, a las personas, a las cuales se les exige
conversión. Conversión significa cambiar el modo de pensar y de actuar al modo de Dios,
es decir, revolucionarse interiormente. Por eso Jesús comienza predicando: “Convertios,
porque el Reino de los Cielos está cerca” (Mt 3,2; 4,17). Convertirse no consiste en hacer
ejercicios piadosos, sino en un nuevo modo de existir ante Dios y ante la novedad
anunciada por Jesús. La conversión supone siempre una ruptura: “¿Pensáis que he
venido para dar paz a la tierra? No, os lo aseguro, sino división. Porque desde ahora
habrá cinco en una casa y estarán divididos: tres contra dos y dos contra tres...” (Lc 12-
51-52). Sin embargo, esta transformación del modo de pensar y actuar pretende ser sana:
pretende llevar al hombre a una crisis, a decidirse por el nuevo orden que ya está en
medio de nosotros, es decir, Jesucristo (Lc 17,21). A Jesús no le interesa tanto si el
hombre ha observado todas las leyes por encima de todo, si ha pagado el diezmo de
todas las cosas, o si ha observado todas las prescripciones legales de la religión y la
sociedad. A Jesús le interesa en primer lugar si el hombre está dispuesto a vender sus
bienes para adquirir el campo donde se encuentra el tesoro escondido, si está dispuesto
a enajenarlo todo para comprar la piedra preciosa (Mt 13,44-46), si, para ingresar en el
nuevo orden, tiene el valor de abandonar familia y fortuna (Mt 10,37), poner en peligro su
propia vida (Lc 17,33), extirparse un ojo o cortarse la mano (Mc 9,43 y Mat 5,29). Ese no
al orden vigente no significa ascesis, sino actitud de disponibilidad a las exigencias de
Jesús. Lo que urge ahora, por consiguiente, es abrirse a Dios. Y esa exigencia llega tan
lejos que Jesús amenaza con las durísimas palabras siguientes: «Si no os convertís,
todos pereceréis del mismo modo» (Lc 13,3,5). El diluvio es inminente y es esta la última
hora (Mt 24,37-39; 7,24-27). El hacha está puesta a la raíz del árbol y, si éste no da fruto,
habrá que cortarlo (Lc 13,9). El dueño de la casa no tardará en cerrar la puerta y los que
se demoren tendrán que oír estas tristes palabras: «No sé de dónde sois» (Lc 13,25b),
ya es demasiado tarde (Mt 25,11). Por eso se llama prudente a la persona que comprende
esta situación de crisis radical (Mt 7,24; 24,45; 25,2,4,8,9; Lc 12,42) y ha tomado una
decisión en favor del Reino capaz de soportar y superar todas las tentaciones (cf Mt 7,24-
25). La invitación se hace a todos. Sin embargo, la mayoría se encuentra tan atareada
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con sus quehaceres, que rechaza la invitación a la fiesta de las bodas (Lc 14,16-24).
Principalmente los ricos están instalados de un modo especial (Mc 10,25; cf Mt 19,24).
La puerta es estrecha, y no todos se hacen la violencia necesaria o se esfuerzan para
pasar por ella (cf Lc 13,24). La necesidad de conversión exige a veces romper los lazos
más elementales del amor a los familiares muertos y a punto de ser enterrados (Lc 9,59-
60; Mt 8,21-22). Quien se ha decidido por la novedad de Jesús, únicamente mira al frente.
El pasado ha quedado atrás (cf Lc 9,62). Hay en la invitación de Jesús un cierto carácter
de intimidación. Un «ágrafon» transmitido por el evangelio apócrifo de Santo Tomás y
considerado por algunos excelentes exegetas como auténtico de Jesús, dice de modo
perentorio: Quien está junto a mí, está junto al fuego; quien se encuentra lejos de mí, se
encuentra lejos del Reino.
La opción por Jesús no puede quedarse a medio camino, como el constructor de la torre
que comenzó a edificar y tuvo que detenerse a la mitad, o como el rey que parte con aires
triunfales hacia el combate y, ante la fuerza del enemigo, tiene que retroceder y pactar
con él (Lc 14,28-32). Es preciso reflexionar antes de aceptar la invitación. Es fácil decir:
«¡Señor, Señor!». Pero es necesario querer hacer lo que él dice (Lc 6,46). De lo contrario,
el final viene a ser peor que el principio (Mt 12,43-45b; Lc 11,24-26). La conversión es
como el traje de bodas, como la cabeza perfumada y el rostro maquillado (cf Mt 6,17),
como la música y la danza (Lc 15,25), como la alegría del hijo que regresa a casa de su
padre (Lc 15,32; 15,7), semejante a la satisfacción que se experimenta al encontrar el
dinero perdido (Lc 15,8-10). Y todo esto comienza a surgir en el hombre desde el
momento en que se hace como un niño (Mt 18,3). La expresión: «Si no cambiáis y os
hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos» (Mt 18,3; cf Mc 10,15; Lc
18,17) no pretende exaltar la natural inocencia de los niños. Cristo no es ningún romántico
sentimental. El tercio de comparación está en otro lugar: del mismo modo que el niño
depende totalmente de sus padres y no puede nada por sí solo, lo mismo le ocurre al
hombre ante las exigencias del Reino. San Juan hace decir abiertamente a Jesús: «El
que no nazca de nuevo no puede ver el Reino de Dios» (Jn 3,3). Se exige, pues, un nuevo
modo de pensar y de actuar. Y esto se evidencia aún mejor si consideramos la actitud de
Jesús ante la ley.
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A. Jesucristo, el liberador de la conciencia oprimida
Entonces Jesús alza su voz para hacer oír su impresionante protesta contra esta forma
de esclavizar al hombre en nombre de la ley. «El sábado ha sido instituido para el hombre
y no el hombre para el sábado» (Mc 2,27). Aun cuando en el Antiguo Testamento se diga
claramente: «No añadiréis nada a lo que yo os mando, ni quitaréis nada, al guardar los
mandamientos de Yahvé vuestro Dios que yo os ordeno» (Dt 4,2), sin embargo Jesús se
toma la libertad de modificar diversas prescripciones de la ley mosaica: la pena de muerte
para los adúlteros sorprendidos en flagrante delito (Jn 8,5), la poligamia (Mc 10,9), la ley
de la observancia del sábado (Mc 2,27), considerada como el símbolo del pueblo elegido
(Ez 20,12), las prescripciones acerca de la pureza legal (Mc 7,15) y otras. Jesús se
comporta con absoluta soberanía frente a las leyes. Si ayudan al hombre, si aumentan o
hacen posible el amor, las acepta. Si, por el contrario, legitiman la esclavitud, las rechaza
y exige su transgresión. No es la ley la que salva, sino el amor: he aquí el resumen de la
predicación ética de Jesús.
El amor debe vincular a todos los hombres entre sí. En una anotación crítica del evangelio
de San Lucas (6,5 del Códice D) se cuenta la siguiente anécdota que revela
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perfectamente la actitud de Jesús ante la ley: Jesús encuentra a un hombre trabajando
en el campo en sábado y le dice: «Hombre, si sabes lo que haces, eres feliz. Si, por el
contrario, no lo sabes, eres un maldito y un transgresor de la ley». ¿Qué quiere decir
Jesús? ¿Desea abolir definitivamente las fiestas sagradas y el sábado? Lo que Jesús
quiere decir, y en ello podemos ver su libertad y su inconformismo («Habéis oído que se
dijo a los antepasados... pero yo os digo...» Mt 5,21 ss), es lo siguiente: «Hombre, si
sabes por qué trabajas en sábado, del mismo modo que yo, que curé en día prohibido a
un hombre su mano seca (Mc 3,1), a una mujer encorvada (Lc 13,10) y a un hidrópico
(Lc 14,14), si sabes trabajar en sábado para ayudar a alguien, y si sabes que para los
hijos de Dios la ley del amor está por encima de todas las leyes, [entonces eres feliz!
Pero si no lo sabes, sino que, por frivolidad, por capricho y deliberadamente profanas el
día sagrado, entonces eres un maldito y un transgresor de la ley». Vemos aquí la actitud
fundamental de Jesús: libertad frente a la ley, sí.
Pero únicamente para el bien, no para el libertinaje. Cristo no está en contra de nada,
sino a favor del amor, de la espontaneidad y de la libertad. Y en virtud únicamente de
esta positividad, resulta que a veces tiene que estar en contra.
Parafraseando Rm 14,23, podríamos decir con todo derecho: Todo lo que no viene del
amor es pecado. En otra ocasión comprobamos la misma preocupación de Jesús por
liberar al hombre de los convencionalismos y prejuicios sociales. En la época y en la
patria de Jesús, el hombre tenía el privilegio de poder tener varias mujeres y de poder
separarse de ellas. La ley de Moisés decía: «Cuando un hombre toma una mujer y se
casa con ella, si resulta que esta mujer no halla gracia a sus ojos, porque descubre en
ella algo que le desagrada, le redactará un libelo de repudio, se lo pondrá en su mano y
la despedirá de su casa» (Dt 4,1). Los motivos para que una mujer no agradara a un
hombre podían ser, según la jurisprudencia de la época, el hecho de que no fuera
hermosa, de que no supiera cocinar, de que no pudiera tener hijos, etc.
Contra esto se alza Cristo, que dice taxativamente: “Lo que Dios unió, no lo separe el
hombre” (Mc 10,9). Estas palabras revelan el espíritu de nobleza de Jesús frente a la
anarquía generalizada. En el Reino de Dios han de reinar la libertad y la igualdad fraterna
que Jesús poseyó. Pablo, que comprendió muy temprana y profundamente esta novedad
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de Jesús, escribe a los Gálatas: «Para ser libres nos libertó Cristo... no os dejéis oprimir
nuevamente bajo el yugo de la esclavitud... Sólo que no toméis de esa libertad pretexto
para la carne; antes, al contrario, servios por amor los unos a los otros. Pues toda la ley
alcanza su plenitud en este solo precepto: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Gal
5,1,13-14).
Los escribas eran rabinos, teólogos que estudiaban detenidamente las Escrituras y la ley
mosaica, principalmente las tradiciones religiosas del pueblo. Los fariseos constituían una
congregación de laicos particularmente fervorosos y pietistas". Observaban todo al pie
de la letra y se preocupaban de que también el pueblo lo observara estrictamente. Se
encontraban dispersos por todo Israel, regían las sinagogas, poseían un enorme influjo
sobre el pueblo y tenían, para cada caso, una solución que ellos sacaban por los pelos
de las tradiciones religiosas del pasado y de los comentarios de la ley mosaica (halacha).
Todo lo hacían en función del orden establecido, «para ser vistos por los hombres» (Mt
23,5). No eran malos. Al contrario: pagan todos los impuestos (Mt 23,23); gustan de los
primeros lugares en la sinagoga (Mt 23,6); sienten tanto fervor por su sistema que
recorren el mundo para hacer un prosélito (Mt 23,15); no son como los demás hombres
que pueden «ser rapaces, injustos, adúlteros» y defraudadores de impuestos (Lc 18,11);
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observan los ayunos y pagan el diezmo de cuanto poseen (Lc 18,12); sienten tal aprecio
por la religión que construyen monumentos sagrados (Mt 23,29). Pero, con toda su
perfección, poseen un defecto capital que Jesús no se recata en denunciar: descuidan
«la justicia, la misericordia y la fe» (Mt 23,23). «Esto es lo que había que practicar»,
comenta Jesús, «aunque sin descuidar aquello» (Mt 23,23). Hablan y no hacen nada.
Atan pesados fardos de preceptos y leyes y los cargan sobre los hombros de los demás,
mientras ellos mismos ni con el dedo quieren moverlos (Mt 23,3-4). Para entrar en el
Reino no basta con hacer lo que la ley ordena.
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Seculariza el principio de autoridad. Las autoridades constituidas no son sin más ni más
representantes de Dios: «Lo del César, devolvédselo al César, y lo de Dios a Dios» (Mt
22,21). Al rey Herodes, que le expulsa de Galilea, manda que le digan: «Id a decir a ese
zorro: Yo expulso demonios y llevo a cabo curaciones hoy y mañana, y el tercer día soy
consumado» (Lc 13,32).
La autoridad es una pura función de servicio: «Sabéis que los jefes de las naciones las
gobiernan como señores absolutos, y los grandes las oprimen con su poder. Pero no ha
de ser así entre nosotros, sino que el que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será
vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo vuestro» (Mt
20,25-27). No se siente obligado por los convencionalismos sociales: «Muchos primeros
serán los últimos y los últimos, primeros» (Mc 10,31) y «los publicanos y las rameras
llegan antes que vosotros al Reino de Dios», les dice a los fariseos (Mt 21,31).
¿Por qué es así? Porque esos seres, por su condición de marginados del sistema socio-
religioso judaico, están más dispuestos a escuchar y seguir el mensaje de Jesús. No
tienen nada que perder, puesto que nada poseen o nada son socialmente. Sólo tienen
que esperar. El fariseo, no. El fariseo vive estructurado dentro del sistema que él mismo
ha creado para sí: es rico, tiene fama, tiene religión y está convencido de que Dios está
de su parte. Triste ilusión. (ZAVAL, S. ROSS D. WACKER, M. T. 2008)
La parábola del fariseo, fiel cumplidor de la ley y orgulloso de ello, y del publicano
arrepentido y humilde, nos enseña algo bien distinto (Lc 18,9-14). El fariseo no quiere
escuchar a Jesús porque su mensaje le resulta incómodo, le obliga a desinstalarse, le
exige una conversión que le obliga a abandonar el terreno seguro y firme de la ley y
regirse por el amor universal que supera todas las leyes (Mt 5,43-48). Por algo los fariseos
murmuran (Lc 15,2) y se burlan de Jesús (Lc 16,14), le acusan, de endemoniado (Mt
12,24; Jn 8,48,52), intentan embarcarle en diálogos capciosos (Mt 22,15-22; Jn 7,45-
8,11), tratan de apresarlo (Mt 21,45 s; Jn 7,30,32,44) y hasta de matarlo (Mc 3,6; Jn 5,18;
8,59; 10,31), recogen datos que puedan servir para acusarle (Mt 12,10; 21,23-27) y, al
final, se encuentran entre los que le condenan a muerte. Pero Jesús no se deja intimidar,
sino que predica abiertamente la conversión individual y social porque el final está cerca,
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el tiempo se ha cumplido y el nuevo orden que ha de ser introducido por Dios está a punto
de llegar (Mc 1,15; Mt 4,17).
Requiere una reestructuración desde sus mismos cimientos. Lo que salva es el amor, la
aceptación desinteresada del otro y la total apertura a Dios. Ya no hay amigos ni
enemigos, prójimos y no-prójimos. Únicamente hay hermanos. Cristo intentó con todas
sus fuerzas crear las condiciones necesarias para que irrumpiera el Reino de Dios como
transfiguración absoluta de la existencia humana y del cosmos. Independientemente del
éxito o del fracaso (el éxito no constituye criterio alguno para el cristianismo), el
comportamiento de Jesús de Nazaret posee una enorme significación para nuestra
existencia cristiana. Es cierto que el Jesús histórico ya no vive entre nosotros, sino
únicamente el Cristo resucitado que está más allá de la historia. Sin embargo, tenemos
derecho a hacer semejante reflexión porque el Cristo resucitado es el mismo que el Jesús
histórico de Nazaret, sólo que totalmente transfigurado y elevado a la derecha de Dios,
en el final de la historia, pero también presente ahora entre nosotros como Espíritu (cf 2
Cor 3,17).
Ese Jesús trajo al mundo una situación nueva. Haciendo uso de las palabras de Carlos
Mesters: «No nos compete a nosotros juzgar a los demás, definiéndolos como buenos o
malos, fieles o infieles, porque la distinción entre buenos y malos desaparecería si uno
fuera bueno para los demás. Si existen malos, entonces que cada cual examine su
conciencia y trate de ver si ha cerrado su corazón y no ha ayudado al otro a crecer. La
miseria del mundo nunca puede ser disculpa o motivo para la fuga, sino que es una
acusación para uno mismo. No es uno mismo el que debe juzgar la miseria, sino que es
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la miseria la que le juzga a uno y a su sistema y le hace ver sus propios defectos (cf Mt
7,1-5)».
(...) «La distinción entre prójimo y no-prójimo ya no existe. Ahora todo depende de uno.
Si uno se aproxima, el otro será su prójimo. De lo contrario, no lo será. Y dependerá de
su generosidad y apertura. La regla de oro consiste en hacer al otro lo que se quisiera
que el otro hiciera con uno (Mt 7,12). La distinción entre lo puro y lo impuro ya no está
fuera del hombre, sino que depende de uno mismo, de las intenciones de su corazón,
que es donde se encuentra la raíz de las propias acciones. En este particular ya no existe
el apoyo de las andaderas de la ley. El hombre tendrá que purificar su interior y, de ese
modo, todo lo que está fuera de él será igualmente puro (cf Lc 11,41).
Tampoco existe ya la distinción entre obras piadosas y obras profanas, porque el modo
de practicar las obras piadosas no debe distinguirse del modo de practicar las demás
obras (Mt 6,17-18). La verdadera distinción es la que el hombre establece en su
conciencia, confrontada con Dios (Mt 6,4,6,18). Y no existe tampoco la visión clara y
jurídica de la ley. La ley ofrece un objetivo evidente, expresado en el Sermón de la
Montaña: objetivo de donación total que exige camino a recorrer, generosidad,
responsabilidad, creatividad e iniciativa por parte del hombre. Jesús permite que se
observen aquellas tradiciones, con tal de que no perjudiquen sino favorezcan el objetivo
principal (Mt 5,19-20; 23,23).
Las actitudes de Jesús han de ser seguidas por su discípula, porque inauguran en el
mundo un nuevo tipo de hombre y de humanismo que, para nosotros, es el más perfecto
de cuantos han existido con capacidad para asimilar nuevos y extraños valores sin
traicionar su esencia. Según ello, el cristiano no pertenece a ninguna familia particular,
sino a la familia de todo el mundo. Todos son sus hermanos. Como decía el autor de la
carta a Diogneto (Panteno hacia el año 190): «Obedecen a las leyes establecidas, pero
su vida sobrepasa la perfección de la ley.Toda la tierra extranjera es para ellos una patria,
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y toda la patria una tierra extranjera». Están en este mundo, trabajan en él, ayudan a
construirlo y a dirigirlo. Pero no ponen en él sus últimas esperanzas. Quien, como Jesús,
soñó con el Reino de los Cielos, ya no se contenta con este mundo tal como se encuentra,
sino que se siente lleno de ambigüedades frente a este mundo, como un «parroquiano»
en el sentido fuerte y primitivo que esta palabra tenía para Clemente S. Romano († 97) o
para S. Ireneo († 202), es decir, se siente extranjero en camino hacia una patria más
humana y feliz. Durante algún tiempo debe morar aquí, pero sabe que, desde que
apareció Jesús, el hombre puede soñar con un nuevo cielo y una nueva tierra.
Jesús devolvió al hombre a sí mismo, superando de ese modo una serie de profundas
alienaciones que se habían incrustado en él y en su historia: en los asuntos importantes
de la vida no hay nada que pueda sustituir al hombre: ni la ley, ni las tradiciones, ni la
religión. El hombre debe decidirse de dentro afuera, frente a Dios y frente al otro. Para
ello precisa creatividad y libertad. La seguridad no proviene de la observancia minuciosa
de las leyes ni de la adhesión incondicional a las estructuras sociales y religiosas, sino
del vigor de su decisión interior y de la autonomía responsable de quien sabe lo que
quiere y para qué vive.
No le faltaba razón a Celso, el eminente filósofo pagano del siglo III, cuando veía en los
cristianos a hombres sin patria y sin raíces que se ponían frente a las instituciones divinas
del imperio. Por su modo de vivir, decía este filósofo, los cristianos habían lanzado un
grito de rebelión (foné stáseos). No porque estuvieran contra los paganos y los idólatras,
sino porque estaban a favor del amor indiscriminado a paganos y cristianos, a bárbaros
y romanos, y desenmascaraban la ideología imperial que hacía del Emperador un dios y,
de las estructuras del vasto Imperio, algo divino (LÉGASSE, S. 1996).
Como decía el Kerygma Petri, El nuevo comportamiento de los cristianos provocó, sin
violencias, un tipo de revolución social y cultural en el Imperio Romano que está en la
base de nuestra civilización occidental, hoy día amplísimamente secularizada y olvidada
de su principio genético. Todo esto entró en el mundo a causa del comportamiento de
Jesús, que llegó a las raíces del hombre y accionó el principio-esperanza, haciéndole
soñar con el Reino, que no es un mundo totalmente distinto de éste, sino este mundo
mismo, si bien totalmente nuevo y renovado.
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CONCLUSIONES
➢ Se puede predicar el Reino de Dios, como el otro mundo que llegará después de
esa vida, o como la Iglesia continuadora de Jesús en su culto, sus instituciones y
sus sacramentos.
➢ La liberación a que Jesús convoca implica luchas y conflictos, que deben asumirse
de acuerdo con la vía onerosa escogida por Jesús, como un amor que debe a
veces sacrificarse, como una esperanza escatológica que pasa a través de las
esperanzas políticas y como una fe que anda a tientas.
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BIBLIOGRAFÍA
1. LÉGASSE, S. (1996), El Proceso de Jesús, la pasión en los cuatro evangelios,
DESCLÉE DE BROUWER, Bilbao.
2. Marconcini, B. (1998), Los sinópticos, formación, redacción teología, Ediciones
San Pablo, España.
3. Mateo, J. (1995), El Hijo del Hombre, IMPRESIONES EL ALMENDRO, España.
4. MESTERS, C. (1983), La misión del Pueblo que sufre, ediciones paulinas, España.
5. PAGOLA J.A. (1981), JESÚS DE NAZARET, el hombre y su mensaje, ediciones
Diocesanas, San Sebastián.
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