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14 cuentos breves y salvajes

El libro de cuentos del campeón y de los finalistas de LuchaLibro 2017


Primera edición, julio de 2018

Autores:
© Alejandro Mendighetti, 2018
© Camilo Granados, 2018
© Adrián Huamán, 2018
© Lizardo Aguilar, 2018

Concepto: LuchaLibro

Edición: LuchaLibro de Christopher Vásquez Zabalbeascoa


Av. Prolongación San Martín 107 Dpt. 401, Barranco

Diseño: Luis Miguel Cáceres (LAB del IPP)

Impresión:
Gráfica Publi Industria E.I.R.L.
Calle Jean Paul Sartre N.° 185, Surquillo, Lima, Perú
Julio de 2018
Tiraje: 300 ejemplares

ISBN: XXX-XXX-XXXXX-X-X

Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú


con N.° 2018-09110.
Los derechos de autor de los cuentos de este libro han sido cedidos
por los autores par la presente edición. Cada cuento es propiedad de
su autor.
Índice

Alejando Mendighetti

El inversor 11
La voz 19
En la guantera 25
Corazón de puma 31
La oficina 35
Querida y hermosa Victoria 41
Mayordomía 45
Policiales 55
Cenaremos juntos 61
El gambusino 71
La última broma 79
Melómano 85
La llamada 91
Microcuento 97

Finalistas

Adrián Huamán
Por aquí nunca ha habido ciclovía 109

Lizardo Aguilar
2021 121

Camilo Granados
La última moneda 131
Agradecimientos

Quisiera agradecer a mis padres, Victoria y Alejandro, quienes siempre


me han apoyado en todos los objetivos que me he propuesto; a mi her-
mano José Luis, que con gran paciencia me ayudó a prepararme para
competir en LuchaLibro y por estar presente cada vez que lo necesito;
a Annelies, que desde que la conocí me apoyó en mi sueño de conver-
tirme en escritor; a los cerdos (Foca, Loco, y Rancio), que siempre me
cubrieron las espaldas cada vez que los necesité; a Alberto y Manuel,
que leyeron todos los borradores de los cuentos aquí publicados; a
César y Santiago, que se tomaron el trabajo de darme sus impresiones
y aportes respecto de este libro; y, sobre todo, a las ciudades de Callao,
Ayacucho y Lima (en ese estricto orden) por ser fuentes inagotables de
inspiración.
Por la Victoria …
… que es mi viejita.
La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida, ¡ay Dios!
Valiente pescador, al anzuelo que tiraste
en vez de una sardina, un tiburón enganchaste.
Rubén Blades – «Pedro Navaja»

El inversionista

—Pedro, me da mucha pena, eres un buen elemento, pero ya


no podemos contar contigo.
Eso fue lo último que dijo el gerente al despedirme después
trabajar por más de diez años como asistente de mantenimiento.
Nunca junté los bríos suficientes para contarle a Teresa, mi
dulce esposa, lo sucedido. Ahora entiendo el dicho «nadie es in-
dispensable», pero la amargura del momento me persiguió por
mucho tiempo; hasta ese día creí que ser diligente, obediente y
puntual aseguraría un puesto de trabajo.
Cuando ingresé a la masa de desempleados, también perdí
los ingresos económicos familiares; solo obtuve una escuálida
liquidación por el tiempo trabajado. Como nunca figuré en la

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planilla de la empresa, exigir mis derechos hubiese demorado,
cuando menos, dos años litigando, así que con amargura acepté
lo ofrecido. Esa plata apenas serviría para alimentar y cobijar a mi
familia por un par de meses, así que lo más importante era gastar
el dinero con sabiduría.
Cabizbajo, deambulé horas por el centro de la ciudad. El
primer lugar al que acudí para solucionar mis problemas fue
la iglesia, a rezarle a mi Virgen de Guadalupe. Siempre cum-
plí con prenderle alguna velita cada semana; ahora ella debía
ayudarme.
Cuando llegué a casa, hice como si nada hubiese pasado. No
quería que Teresa —quien tenía un embarazo de seis meses— y
mi pequeña hija de cinco años se angustiaran.
Al día siguiente, tras el tierno beso que me dieron ambas, salí
resuelto a conseguir trabajo. Lo primero fue comprar el periódi-
co para leer los clasificados, pero nadie necesitaba un asistente
de mantenimiento. Aquellos anuncios, en su mayoría, estaban
dirigidos a «secretarias con buena presencia» o profesionales de
tales y cuales universidades. No quise perder el tiempo enviando
currículos inútiles.
Conforme pasaron los días, apelé a algunos conocidos para
que me ayuden en mi búsqueda de trabajo, pero ese camino tam-
bién resultó infructuoso: «No podemos contratarte, estamos en
crisis», respondían todos.
Para mí el desempleo duró mucho tiempo y mi angustia
iba creciendo. Lo peor vino cuando a Teresa, tras un sangrado
inoportuno, el ginecólogo le detectó placenta previa. Cualquier
emoción fuerte podía generar un aborto espontáneo, por lo que

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confesarle a esas alturas de su embarazo que había perdido el
trabajo no era una opción.
Un día, mientras recorría la zona industrial preguntando en
las fábricas si tenían vacantes para mí, divisé a lo lejos un edificio
de ladrillos rojos y rejas negras. Esa construcción resaltaba del
resto, por ello decidí acercarme.
Cuando estuve cerca, me di cuenta de que era un bar asquero-
so y maloliente, aunque de fachada impecable. Tomé un descan-
so de mis penas y pedí el trago más barato.
Los días continuaron igual, sin suerte para encontrar traba-
jo. Para evitarle a Teresa más complicaciones, salía de casa y re-
tornaba como si continuara trabajando. Poco importaba que no
consiguiera ninguna entrevista; solo intentaba ocultarle aquella
situación terrible. Y así siguió pasando el tiempo.
Casi cumplido el mes de mi despido, al salir de la iglesia en-
contré un periódico con los clasificados. Leí el siguiente anuncio:
«Se necesita socio. Persona seria. Jirón Callao 169. Preguntar por
Guadalupe».
Imposible negar que la Morenita había planeado todo, si no cómo
explicar aquella situación; incluso el periódico mencionaba a su to-
caya. En definitiva, me estaba ayudando. Todas las piezas encajaban.
Además, si no conseguía trabajo, podría hacer dinero con un nego-
cio. Busqué quién lustre mis zapatos y fui a la dirección anunciada.
Al llegar, me di con la sorpresa de que se trataba del mismo
edificio de ladrillos rojos y rejas negras donde había ahogado mis
preocupaciones semanas atrás.
La administradora del local era Guadalupe, una guapa señora,
dueña de unos grandes y seductores ojos color caramelo. Ella me

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explicó que el propietario debía salir de viaje y por ello estaba
buscando a un inversionista para traspasar el bar.
Escuché atentamente su información sobre los pormenores
del negocio. Intenté poner excusas para evitar darle una negativa
directa. Debí haber sido claro con ella en todo momento,
decirle que ese lugar tenía mala vibra; pero sus ojos penetrantes
me desarmaron y cuando, susurrándome al oído, preguntó si
invertiría, solo pude asentir.
Convertirme en propietario del bar fue sencillo. Entregué mi
liquidación por desempleo y firmé los papeles sin siquiera leer-
los. Pero aun así no pude completar la transferencia, de modo
que lo solucionamos acordando una cuota inicial y el resto sería
pagado durante un año. El anterior dueño, al despedirse, habló
maravillas de Guadalupe, quien siempre demostró ser confiable.
Le creí, pues la Virgen no hubiera cruzado nuestros caminos sin
propósito alguno.
Entramos en confianza rápido. Ella se mostró cariñosa con-
migo, pero soy un hombre de familia y evité cualquier tentación.
También le confié mi secreto: no debía importunar a Teresa con
detalles sin importancia. La verdadera necesidad era que el nego-
cio produjera dinero.
—Tenme fe, sé cómo hacerlo —respondió.
Conversamos sobre muchos temas; el más significativo fue la
división del trabajo. Yo estaría ahí en horario de oficina, ella por
las noches y fines de semana. En mi primer día como propieta-
rio ordené colgar una imagen de la Virgen que tanto me había
ayudado. Ella, sonriendo, dispuso todo al pie de la letra. Lo único
que me solicitó fue no cambiar al personal.

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—Son trabajadores confiables —dijo, y yo entendía la angus-
tia del desempleo, por ello le hice caso.
Guadalupe, aunque no había pasado por la universidad, sabía
administrar muy bien el bar. Logró sacarle partido a aquel lugar
miserable y maloliente. Al primer mes como dueño del negocio,
obtuve una ganancia que, además de cubrir todos mis gastos fa-
miliares, me permitió pagarle toda la deuda de compra.
Ella siempre dejaba la caja registradora desbordante de dinero
(la Virgen hizo bien en querer que nos conozcamos). Solo me
arrepentía por no haber invertido antes.
Sin duda alguna, el motor de mi éxito empresarial era Guada-
lupe. Cuando yo estaba a cargo, apenas si ingresaban clientes que
pedían un trago barato. Ella sabía atraerlos, quizá también los
embrujaba con sus ojos.
Después de otro mes con ganancias generosas, me sugirió
contratar más meseras. Sabía manejar el lugar, por eso le di carta
abierta para que haga lo que considerara conveniente. Fue una
gran decisión, pues los ingresos se incrementaron.
Cuando nació mi segunda hija, me tomé un tiempo para que-
darme en casa y ayudar a Teresa. Escondí la verdad diciéndole
que estaba de permiso por paternidad. Todo mientras Guada-
lupe hacía y deshacía en el bar. Demostró ser brillante una vez
más.
A mi retorno, Guadalupe me sorprendió con la remodelación
del negocio: instaló parqué, compró menaje lujoso, mandó a ha-
cer la barra del bar con caoba y enchapó sus filos con bronce,
colocó arañas de cristal; hizo que el lugar se llenara de distinción
y elegancia. Ella lo regentaba a la perfección.

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Meses después, tuvo una nueva idea: construir un segundo piso
con cuartos para alojar a la clientela. Al inicio dudé y me opuse.
—No somos hoteleros —le dije.
—Nuestros clientes vienen a beber y gastan buena plata en
licor —me respondió—. Es irresponsable dejarlos salir por la
noche ebrios, además si les pasa algo dejarán de venir.
Guadalupe, al observar mi rostro perplejo, dijo:
—El alojamiento no será gratis, esto es un negocio.
Quise negarme, pero me miró fijamente con sus enormes
ojos color caramelo, tomó mi mano y besó mis labios.
—Qué pensará la Virgen, que prefieres arriesgar la seguridad
de tus clientes cuando podrías hospedarlos a bajo precio.
Esa última frase fue demoledora. Caí de nuevo y confié. Las
ganancias se multiplicaron.
Adquirir el bar cambió mi vida: dejé de preocuparme por los
ingresos familiares, la refrigeradora estaba siempre llena, no se
debía nada a nadie, mis dos hijas estaban sanas y Teresa estuvo
más tranquila que nunca.
Durante años, siempre fui al negocio en el mismo horario.
Nunca le dije a mi familia respecto del despido, del bar y mucho
menos les hablé sobre Guadalupe, quien dejó de ser solo una tra-
bajadora para mí. No era necesario angustiar a Teresa por cues-
tiones sin importancia; además todo funcionaba con precisión y
éramos felices.
Pero toda nuestra alegría se desmoronó anoche, cuando mi
fotografía y la de Guadalupe salió en todos los noticieros, mien-
tras veía televisión junto a Teresa y mis hijas. Ellas no solo des-
cubrieron lo del bar y que les había mentido todo este tiempo.

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Ahora debo esconderme de la policía y mi familia me repudia,
pues Teresa no me cree que ignoraba sobre las niñas que trabaja-
ban en los cuartos del segundo piso de aquel edificio de ladrillos
rojos y rejas negras.

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Yo soy el cantante
que hoy han venido a escuchar,
lo mejor del repertorio
a ustedes voy a brindar.
Rubén Blades – «El cantante»

La voz

Javier Hernández siempre pensó que había nacido bajo los de-
signios de una mala estrella. Su padre fue asesinado por unos
policías porque no pagó el cupo para sacar cocaína del Vraem;
su madre, que trabajaba como sirvienta, murió defendiéndose de
una violación. Nuestro amigo quedó solo en el mundo siendo
todavía un niño.
Desde pequeño, las circunstancias lo obligaron a trabajar como
peón en las pozas de maceración de cocaína. Por muchos años pisó
una mezcla de coca, cemento, ácido, kerosene y otras sustancias.
Para sobrellevar sus penas, Javier hacía gala del único regalo
paterno que recibió: su voz. Algún inversionista de la zona lo

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escuchó y vio potencial en él tras escucharlo. Le ofreció trabajo
en un local de diversión, a orillas del río Apurímac; al menos
ya no correría el peligro de recibir algún balazo por producir
cocaína.
Su nuevo trabajo consistía en limpiar un burdel y en las no-
ches cantar para los clientes a cambio de unas monedas; estuvo
en aquella casa de lenocinio durante décadas.
Él jamás imaginó lo que vendría después; al menos eso confe-
só en una borrachera. Javier solamente quería salir de aquel pros-
tíbulo y ganarse la vida en un sitio decente, donde no mendigara.
Una buena noche, mientras nuestro grupo cumbiambero es-
taba de gira por la selva, lo escuchamos cantar; buscando relajo
habíamos salido a refrescarnos con cervezas. Su estrella quiso
que entremos al bulín donde él trabajaba.
Ahí se oía el ruido de la música y de conversaciones de borra-
chos y mujeres; sin embargo, su voz resaltó sobre todo el baru-
llo. En ese preciso instante supimos que lo necesitábamos como
cantante.
Sin saber cómo se llamaba lo hicimos cantar. Nos sorprendió
su amplio repertorio, sabía de memoria todas las canciones que
le pedimos, incluso las nuestras. Por cada una cobró un sol, e in-
terpretó para nosotros dos horas consecutivas. Tiempo después,
también con tragos encima, reveló que esa fue la noche en la que
hizo más dinero hasta antes de conocernos.
Al día siguiente lo buscamos para invitarlo a un ensayo; él
llegó puntual y se acopló perfectamente con nuestros músicos.
Cuando terminamos, había deslumbrado a toda la agrupación:
nadie dudó en contratarlo. Le hicimos una oferta barata y acep-

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tó sin hacer preguntas. De esa manera, acababan sus cincuenta
y tres años de infortunio y ahora tendría la vida que siempre
soñó.
Hernández comenzó haciendo coros, pero sobresalió desde
un inicio. Cuando uno de los cantantes principales abandonó el
grupo e instauró su propia orquesta, Javier ascendió a primera
voz y nunca nos decepcionó: la bestia que contenía dentro se
apoderaba de él apenas subía al escenario.
El público se enamoró de Javier, y así fue que dejamos de
tocar como teloneros y empezamos a ser la atracción principal
en los festivales. De pronto sonábamos en la radio y todo gracias
a él. Por primera vez los fanáticos llenaron un coliseo para escu-
charnos. Hernández probó las mieles del éxito y nosotros con él.
En medio de la borrachera por la celebración de su cumplea-
ños, nos confesó que jamás retornaría a su vida anterior, esto es,
a las pozas de maceración, los prostíbulos y al Vraem; ya éramos
familia.
Los conciertos, las entrevistas, los fanáticos, los ajetreos y los
ensayos se sucedieron uno tras otro. El tiempo pasó y siguió ha-
ciendo lo que sabía: cantar.
Esporádicamente, Javier trastabillaba durante los ensayos,
pero no le dimos importancia a aquellos detalles mínimos,
pues asumimos que lo hacía por evitar forzar las cuerdas vo-
cales. Y es que en el escenario se transformaba… Cuando
tomaba un micrófono entre sus manos, quedábamos hipno-
tizados.
Todo cambió cuando recibimos el aviso para ser la atracción
principal en la Feria del Hogar, el evento más importante de

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Lima; por fin los grandes empresarios musicales nos darían un
merecido reconocimiento.
Preparamos ese concierto durante meses. Ninguno de noso-
tros, ni siquiera Javier, había soñado alguna vez con algo tan gran-
de. La felicidad no cabía en nuestros cuerpos. Ensayamos a diario
y sin descanso hasta el gran día, que sabíamos sería memorable.
Quedó todo perfecto para el gran recital, pues no dejamos
nada al azar: los instrumentos estaban afinados, los micrófonos
funcionaban a la perfección, e incluso habíamos comprado nue-
vos uniformes. Llegó la hora de comenzar el show.
Hernández tomó el escenario por asalto y los asistentes vibra-
ron desde el saludo inicial. Nosotros habíamos preparado una
sorpresa para nuestros fans: abriríamos y cerraríamos nuestra
performance con él cantando a capela. Iniciamos el espectácu-
lo conforme lo planeado; pero cuando llegó el momento de los
agudos trastabilló, como a veces le sucedía en los ensayos. Fue la
primera vez que les falló a sus seguidores.
El auditorio completo hizo silencio sepulcral y más de cua-
renta mil almas atestiguaron sus valientes intentos por retomar
la canción; sin embargo, las palabras se ahogaron en su garganta.
Todos lo vimos desplomarse al tercer intento.
Bajamos el telón para atenderlo y lo arrastramos hasta su ca-
merino. Ahí, después de unos cuantos minutos que parecieron
eternos, abrió los ojos y preguntó dónde estábamos. Quedamos
perplejos, nos desmoronamos en la noche más importante de
nuestras carreras.
Cuando recuperó la consciencia, se percató de nuestros sem-
blantes.

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—Despreocúpense —dijo sonriendo—, déjenme solo. Me he
preparado para este día desde siempre. Díganle a mi gente que
regreso en cinco minutos y les cantaré como nunca nadie lo ha
hecho.
Todos le creímos.
Retornó al escenario sin rastro del desmayo previo y con as-
pecto de haber rejuvenecido varios años. Derrochó mucha ener-
gía, irradió fuego por los ojos y su voz estuvo más potente que
nunca. El público deliró, cantó y bailó con él. Javier alcanzó la
perfección, hizo ver al concierto de Juan Gabriel en el Palacio de
Bellas Artes de México como un número barato; en fin, tocamos
para el mejor artista de este país.
Hicimos música por casi cuatro horas consecutivas. Nadie quiso
terminar la noche, pero agotamos todo nuestro repertorio y Javier
tuvo que cerrar el recital cantando a capela. En aquella última can-
ción, de nuevo en los agudos, trastabilló cuando hizo su máximo
esfuerzo. Empalideció, intentó seguir, no obstante le fue imposible;
se desmayó y no despertó más. Cantó hasta el final de sus días.
El funeral de Javier fue multitudinario. Parecía que hubiesen
bajado los cerros a despedirlo; decenas de miles de personas lo
acompañaron hasta su tumba en el cementerio El Ángel embo-
rrachándose con cerveza y entonando las canciones que él tantas
veces interpretó para su deleite.
Tras las exequias, tuve la ingrata tarea de disponer sobre sus
posesiones materiales. Al revisar sus papeles encontré las recetas
y recibos médicos; tenía cáncer a la laringe: sus trastabilleos en
los ensayos y desmayos finales fueron parte de los efectos secun-
darios del tratamiento oncológico.

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Él nunca nos había hablado sobre su enfermedad, que quizá
con quimioterapia o descanso la hubiese vencido. Nuestro rit-
mo de trabajo impidió su recuperación, y él siempre insistió en
ensayar hasta el cansancio; siempre decía que jamás retornaría al
Vraem.
Adiós, Hernández. Fuiste fugaz, breve y el mejor.

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Travis: You talkin’ to me?
Martin Scorsese – Taxi Driver

En la guantera

Hoy desperté una hora antes del amanecer. Fue difícil levantarme
porque tenía otra vez los pulmones silbantes. Aspiré un par de
dosis de Ventolín, salí a la calle sin desayunar, me persigné y con-
duje nuevamente ese Datsun que tiene más de treinta años. Igual
pasó ayer, anteayer y el día previo.
Algunos fines de semana la rutina se rompe y saboreo algo de fe-
licidad cuando visito a Julio y a Miguel, mis hijos. Aunque puedo no
tener ni un momento en privado con ellos, pues Mónica, mi exmujer,
y su madre, nos supervisan porque los juzgados lo decidieron así.
Amo a mis retoños, son mi motivación para trabajar en la
calle. Si no fuese por ellos, hace tiempo me habría ido de Lima y
hubiese regresado a mi Huanta querida.
Ya sentado en el taxi, besé las fotos de Julio y Miguel y me en-
comendé al escapulario de la Virgen María que llevo colgado del

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espejo retrovisor. Ella es mi patrona y protectora, muchas veces
le pido guía y consejo mientras trabajo.
El último mes la rutina empeoró. Trabajé sin descanso, pero
apenas gané lo necesario para el combustible; incluso hubo días
en los que estuve forzado a ayunar. Lo peor fue la restricción
impuesta por Mónica, a quien no le importaron mis súplicas y
me prohibió visitar a mis hijos hasta que me pusiera al día con la
pensión.
Hoy fue diferente. Fui al terminal de buses en el Cono Norte
para recoger clientes que llegan a la ciudad. Esperé durante dos
horas, pero no conseguí pasajeros. Sin desanimarme, antes de
que empiece la hora punta, conduje hasta las zonas residenciales;
quizás alguien me solicitaría lo lleve a su trabajo, o un padre de
familia necesite que transporte a sus hijos al colegio. Nada, nue-
vamente.
Aún con esperanzas, acabada la hora punta hice una ronda
por algunos mercados, porque siempre hay alguna señora que
necesita retornar a su casa en la comodidad de un taxi. Todas me
lanzaron miradas asquientas y ninguna subió a mi Datsun.
Hoy tampoco almorcé. No conseguí ningún cliente en toda la
mañana y la tarde estuvo muerta.
Llegó la hora punta de la tarde. Di vueltas por el sector de ofi-
cinas, algún empleado podría haberme solicitado lo transporte a
su casa, pero nada, cero; no hice una sola moneda para mis hijos.
Un día perdido, un nuevo fracaso.
A las ocho de la noche sonó mi celular. Era Mónica.
—¿Esta semana también vas a incumplir con tu deber de
padre?

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—Mónica, por favor, entiende que el último mes estuvo difícil
y hoy no he hecho ninguna carrera.
—Siempre con tus pretextos. Julio se volvió a poner mal, todo
por tu culpa; nunca debí tener un hijo con un asmático, ahora mi
bebe sufre y ni siquiera eres capaz de comprarle la medicina que
necesita.
—Pero por favor entiende, la hora punta fue difícil, el otro día
casi me asaltan, la semana pasada tuve que meter el carro al taller,
ni siquiera he almorzado y estoy afuera desde las cinco…
—¡No me interesa! Si para mañana no traes dinero para la
medicina de Julio, me tendrás que ir a buscar a Arequipa, a la casa
de mi mamá.
—Por favor, no hagas eso, sabes que no he podido dormir
bien, yo mismo he estado enfermo. ¿Aló? ¿Aló? ¿Aló? ¿Aló?
¿Aló?…
Mónica colgó la llamada. Quedé abrumado. Si se llevaba a mis
hijos mi mundo acabaría; tenía que hacer algo para evitarlo.
Alguna vez, unos colegas me dieron unos datos de una zona
en la que podía encontrar clientes que pagaban bien pero no eran
confiables; nunca lo consideré, hasta ahora.
Giré bruscamente hacia el Centro, a la zona en la que de no-
che pululan los buitres, los delincuentes y las prostitutas. No lo
hice antes por dos motivos: primero, por el ejemplo que daría a
mis hijos, y segundo, la virgencita que siempre me cuida se en-
tristecería.
Avergonzado, descolgué la foto de mis hijos y el escapulario
y los guardé en la guantera; no quise que compartan el mismo
espacio con aquellas personas.

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Ni bien llegué a la zona, una señorita con minifalda corta ne-
gra, medias de redes y corsé de cuero rojo me detuvo:
—Necesito un taxista que me haga varias carreras. ¿Cuánto
cobras la hora?
—Veinticinco soles.
La señorita abrió la puerta trasera del lado del copiloto y abor-
dó el taxi.
El servicio para Kiara, así se llamaba aquella señorita, duró
unas cinco horas, la trasladé a todas las citas que tuvo con sus
clientes; ella fue mi única pasajera en todo el día, pero al menos
se trataba de una carrera larga y rentable.
En el trayecto conversamos. Me contó que tenía un hijo en-
fermo y que se dedicaba a ese negocio para pagar su tratamiento;
entre esa señorita y yo no había mucha diferencia, me sentí mal
por haberla juzgado antes de tiempo.
Cuando terminó con su último cliente, me pidió que la lleve a
la misma esquina de la cual la recogí. Llegamos.
—Cuánto te debo, mi amor.
—Ciento veinticinco soles.
—Rey, mejor cóbrate como puedas —dijo, moviendo los
hombros coquetamente.
—Te conté que necesito el dinero para mis hijos, necesito que
me pagues.
—Ok, papi, no demoro. Después me llevas a mi casa, espéra-
me con el carro prendido —dijo al bajarse.
Ahí la esperaba su proxeneta. Encendí la radio para no abu-
rrirme. No escuché nada de lo que decían, pero era claro que
estaban gritándose algo. Ella le mostraba los billetes que había

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ganado a lo largo de la noche: él los tomó con violencia, le
arranchó la cartera, la empujó, ella cayó y ahí en el suelo empe-
zó a patearla.
Yo me quedé absorto, no entendía lo que pasaba. Si ella había
ganado dinero para ese hombre y parecía buena persona… Pero
eso no me interesó, entré en pánico porque todavía no me paga-
ba y había gastado tiempo y gasolina en atenderla; por la pensión
que otro día más incumpliría, y porque Mónica se llevaría a mis
hijos lejos de mí. Sentí impotencia, desesperación y rabia. Empu-
jé mi pie derecho a fondo y los atropellé, recogí el dinero y me
largué.
Mañana compraré el Ventolín de Julio, algo de comida para mí
y llevaré la pensión de mis hijos; pero sus fotos y el escapulario se
quedan en la guantera.

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Sergeant Prendergast: Guys like you always say that!
You know exactly what you were gonna do.
Joel Schumacher – Falling down

Corazón de puma

Mi trabajo consiste en brindar justicia a quienes la merecen y eso


me hace sentir bien. Pero hoy es un mal día para ser fiscal, pues
la faena será ingrata: me toca investigar, procesar y llevar a los
tribunales al buen Teodoro Pomasoncco.
Él trabajaba en el Ministerio Público, mi centro de labores,
aunque no era fiscal o magistrado; ni siquiera especialista legal:
su trabajo consistía en vigilar la puerta. Pero ello no hacía menos
valioso a Teodoro, pues era amable con todos los que traspasa-
ban la entrada, tanto con los abogados elegantes como con los
inculpados.
También era voluntarioso para tareas que estaban fuera de
sus funciones. Hasta ayer, él me apoyó en muchos procesos en
los que necesité un traductor de quechua; a pesar de su escasa

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instrucción, lo admiro. Una vez, con un simple allinllan mamay
calmó a una pobre anciana que nunca aprendió a hablar caste-
llano; se podía ver que no solo interpretaba sus palabras, sino
que le transmitía paz y tranquilidad para que pueda seguir con
los insufribles procesos judiciales en contra de sus propios hijos,
quienes la golpearon sin clemencia.
Cada vez que venía alguien que solo hablaba en runa simi yo lo
llamaba sin titubear. Él siempre acudió presto a resolver los casos
que fuesen necesarios; una vez, gracias a su participación pudi-
mos encontrar al violador de una niña de cinco años; la madre
solo hablaba quechua y no supo hacerse entender en la comisa-
ría, así que la participación de Teodoro fue vital.
En otra ocasión, pudimos armar el testimonio de varios cam-
pesinos cuyos familiares habían desaparecido varios años atrás.
Con la paciencia de un santo escuchó todas y cada una de las
interminables declaraciones y las tradujo para que nosotros los
fiscales pudiésemos preparar el caso en contra de los culpables.
Teodoro muchas veces fue la piedra angular para que yo hiciera
bien mi trabajo.
Nunca pude hacer que el Ministerio Público reconozca ofi-
cialmente su contribución; pero al menos yo sí intenté demostrar
mi agradecimiento hacia él y se lo hice saber muchas veces: le
decía que era la voz de los necesitados e inocentes. Él solo ati-
naba a sonreír y me contestaba: «Gracias, doctor, pero solo trato
de ser decente».
Para retribuir de alguna manera su extraordinario apoyo, co-
laboré con él en todas las actividades profondos que organizaba;
había días en los que se aparecía en la oficina ofreciendo tarjetas

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para polladas o parrilladas, siempre explicando que se trataba de
ayudar a alguien que padecía de cáncer o alguna otra enfermedad
cuyos medicamentos y tratamientos resultaban caros.
Las primeras veces dudé de la veracidad de los eventos que
Teodoro organizaba. Pensé que se inventaba a los enfermos para
aprovecharse, así que una vez asistí a una de sus polladas. Al
llegar me sentí mal conmigo mismo, pues no solo resultó que
el enfermo y su padecimiento eran reales, sino que hizo que los
presentes me agasajaran por mi supuesto gran corazón, que en
realidad era minúsculo al costado del suyo.
En otra ocasión, lo vi recolectando las tapas de botellas des-
cartables de gaseosa y agua que se encontraban en los dispensa-
dores de basura. Cuando le pregunté el porqué de ello, me contó
que en el hospital de enfermedades neoplásicas había un proyec-
to que juntaba las tapas y las vendía por kilos; con las ganancias
obtenían sillas de ruedas y costeaban sesiones de quimioterapia
para niños pobres que lo necesitaban. Cómo no ayudar al buen
Teodoro.
Hace pocos días, por curiosidad, le pregunté si su apellido
tenía algún significado en quechua. Me dijo que la traducción
literal era «corazón de puma». Qué nombre tan apropiado para
alguien como él.
En fin, todo eso fue hasta ayer. Hoy lo que realmente me pre-
ocupa es que al procesar a Teodoro ya no tendré quién me apoye
en las diligencias en las que se necesita un traductor de quechua
y esas personas que reclaman justicia se quedarán sin voz. Cómo
ayudar a esa gente si no hay presupuesto en el Ministerio Público
para contratar un traductor, y hasta que yo aprenda el idioma

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pueden pasar varios años. Si la justicia es ciega, ahora también
será sorda. Me da miedo no poder representar al débil.
Pero qué puedo hacer si el imputado Pomasoncco en un
arranque de celos asesinó a sus hijos y a su mujer sin tener la
decencia de suicidarse. Solo justicia.

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Otelo: … Aquel a quien roban, si no advierte el robo,
mejor que lo ignore, y así nada pierde.
William Shakespeare – Otelo: El moro de Venecia

La oficina

Siempre me preguntan por qué visito todas las semanas al po-


bre diablo de Sebastián Palacios, si fue él quien me condenó a
caminar con bastón por el resto de mi vida. Para entenderlo, es
justo decir que los sucesos de aquel día fueron consecuencia de
acciones que comenzaron desde mucho antes de que lo cono-
ciera.
Ese día transcurría con normalidad hasta que en la oficina es-
cuchamos el estruendo del primer disparo. En ese instante, todos
los presentes nos agazapamos para escapar de una muerte brutal
y segura; la víctima inaugural fue Juan Carlos González, el geren-
te. Varios rezaron para salvarse de la orgía de sangre que se había
desatado; sin embargo, era demasiado tarde. Yo intenté abrir la
puerta de emergencia más cercana, pero estaba trabada.

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El motivo por el cual Sebastián eligió a González como su
primera víctima resultó evidente para nosotros, sus compañeros
de trabajo. Todos estábamos seguros de que este mantenía un
amorío con su esposa, Mercedes Tenorio; y lo morboso del asun-
to era que ella también trabajaba en la misma compañía.
Para ser sincero, nunca nadie pudo demostrar que la osamenta
de Palacios fuese real, pero muchos compañeros tenían indicios
sobre los mismos. Todos estábamos enterados, excepto él, claro.
Esa era la telenovela favorita en la empresa. Aquel libertinaje
de opinión se produjo porque Sebastián trabajaba en otra oficina
de la misma compañía; por ello, jamás lo sabría.
Yo también participé del chisme: comenté que todas las no-
ches, a las siete y media, González iba a la oficina de Tenorio,
pero jamás cruzaba el pasadizo común a todos, sino que salía del
edificio, daba la vuelta e ingresaba por la puerta de emergencia
que se encontraba al lado de mi sitio.
Los rumores, de dimensiones gigantescas, habían llegado a la
oficina principal en Madrid, al otro lado del océano Atlántico;
incluso la central encargó a alguien de recursos humanos que
investigue la veracidad de estos. Por supuesto nadie habló y el
secreto a voces siguió creciendo.
Un compañero afirmó, en varias ocasiones, que había visto a Gon-
zález y a Tenorio pasear por el centro de la ciudad durante los fines de
semana, usando la camioneta de la empresa. Aquellas salidas siempre
coincidían con los viajes de Palacios por comisiones de trabajo. Ese
compañero que dio tal información fue el siguiente en morir.
La obviedad de iniciar la matanza con González, quien recibió
siete balazos, escondía una decisión táctica. Su oficina quedaba

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en el extremo contrario al escritorio en donde se ubicaba su es-
posa; así que, tras encerrarnos a todos, avanzó en línea recta por
el pasillo común repartiendo fuego y plomo. De esa manera que-
damos atrapados en una pecera que llenamos con nuestra sangre.
González era español; por ello, trabajaba veinte días consecu-
tivos y descansaba otros diez, los cuales aprovechaba para visitar
a su familia en Europa. Uno de sus compatriotas comentó en la
oficina que Juan Carlos no se alojaba con el grupo de españoles,
sino que prefería hacerlo en un hotel de menor categoría, ubi-
cado convenientemente a pocas cuadras de la casa de Mercedes.
El mismo español que alimentó nuestra imaginación —y que
estuvo de descanso en su país el día de la masacre— nos contó
que, por intentar confirmar los rumores, se había mudado al ho-
tel donde estaba instalado González; y que este pernoctaba fuera
del hospedaje cada vez que Palacios salía de la ciudad.
Al mismo tiempo corría otro rumor: Mercedes y Sebastián es-
taban separados y su matrimonio era una farsa; por ese supuesto
motivo, ella hacía lo que quería.
Una secretaria dijo que Sebastián merecía los cuernos, que
sabía que él visitaba un conocido burdel e incluso estaba con
más de una mujer por noche. El día de la tragedia él se ensañó de
forma especial con ella: introdujo una de sus pistolas en su boca
y le disparó a quemarropa.
La influencia ejercida por Mercedes sobre nuestro gerente era
considerada como prueba irrefutable de su infidelidad; ella siem-
pre se sentaba a su derecha para susurrarle al oído antes de que
tomase cualquier decisión. Cuando quise pedirle al jefe un ade-
lanto de mis vacaciones, debí convencerla a ella primero.

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Mercedes se embriagó con el poder ejercido e impidió por
cualquier medio disponible que alguien la opaque; así, fue la cau-
sante de varios despidos injustificados.
La única persona que Mercedes no logró hacer despedir fue
Lorena Brassi. Desde el comienzo la relación entre ellas fue tiran-
te. Tenorio intentó imponer autoridad sobre Lorena, pero esta
última le hizo frente; claro que cometió el error de quejarse con
el gerente y por ello tuvo que asumir las consecuencias del odio
de Mercedes.
Valgan verdades, Brassi tenía un carácter complicado y, a pe-
sar de saber que sus enemigos aprovecharían cualquier oportu-
nidad para perjudicarla, era la persona más impuntual en el tra-
bajo. Mercedes y Juan Carlos aprovecharon ello y, al culminar
el primer año de trabajo de Lorena, la calificaron con la nota
mínima; por ese motivo Brassi no recibió aguinaldo. Mientras
por el contrario, González le otorgó a Tenorio la distinción más
alta por tercer año consecutivo y gestionó para ella un bono
adicional.
Al año siguiente, González calificó de la misma manera a
Brassi, por lo que correspondía el despido; sin embargo, el mis-
mo personal que investigó los rumores del amorío entre el geren-
te y Mercedes, intervino. Así, Lorena fue trasladada a otra oficina
bajo observación. La tirria de Mercedes hacia ella le salvó la vida.
Sebastián siguió su violento recorrido. Su último objetivo fue
su esposa, quien trabajaba en el extremo contrario de la estruc-
tura. Lo había calculado todo. Empezó la matanza con el amante
y culminaría con ella, y en el camino haría que todos dejemos de
hablar de aquel triste triángulo amoroso.

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Si el ambiente en la oficina ya era incómodo debido a la obse-
sión de Mercedes con su cuota de poder, todo empeoró cuando
Sebastián fue transferido junto a ellos; después del correspon-
diente anuncio, los rumores crecieron sin control.
Lo primero que sucedió cuando llegó Sebastián a la oficina,
fue que Mercedes evitó todo contacto con González. Ya no se
veían a las siete y media de la noche, ni se sentaba a su derecha
durante las reuniones de coordinación, ni susurraba en su oído;
ahora salía a las cinco de la tarde y se iba a casa con su esposo.
Los comentarios no se detuvieron en lo absoluto; por el con-
trario, se contaban chistes respecto de este triángulo amoroso en
frente de cualquiera de los involucrados. El único que recuerdo
sugería que, si se armaban equipos de fútbol en el trabajo, lo
apropiado era que Palacios se enfrente a González. A quien hizo
el chiste, Sebastián le disparó primero en los pies, luego lo rema-
tó en la cabeza.
Juan Carlos avivó aún más los rumores cuando le encargó a
Sebastián que represente a la oficina en diversos viajes a otras
ciudades e incluso a la central, viajes que no correspondían a su
rango. Palacios aceptó todos los encargos con alegría.
Sebastián avanzó a través del corredor ejecutando a sus com-
pañeros de trabajo a diestra y siniestra. Meses después, la policía
dijo que él debió haber preparado la secuencia de muertes con
mucha antelación, y que incluso la precisión de sus disparos dela-
tó que estuvo entrenando con armas de fuego; además de que te-
nía municiones para matar tres o cuatro veces a todo el personal.
Yo me agazapé debajo de mi escritorio, que se encontraba al
lado de la oficina privada de Mercedes; mientras esperaba que Se-

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bastián llegue, imaginaba cómo rogarle, pedirle perdón por todo.
Cuando llegó, lo miré a los ojos y quedé petrificado por el miedo;
quizás porque no le pedí clemencia o sostuve su mirada o quién
sabe qué, me disparó en la rodilla derecha, tras ello sonrió con
tristeza y siguió su camino.
Abrió la oficina de Mercedes. Ella se echó a sus pies y rogó
por su vida. «Te amo», le dijo. «¡Por favor, por nuestra hija, yo no
te hice nada!». En el momento en que él cerró la puerta, alcancé a
ver como corrían las lágrimas por los rostros de ambos.
Mercedes siguió pidiendo misericordia, pero la voz de él se
impuso. «¡Por qué, por qué!», alcance a escuchar, luego más gritos
indescifrables, un primer disparo que hizo callarla y un segundo
balazo al que le siguió un golpe seco en el piso. Tras ello, silencio.
Arrastrándome, abrí la puerta y vi a Sebastián tendido y san-
grando. Había intentado suicidarse con un disparo en la cabeza,
pero no murió; luego llegó la prensa y la policía. Desde ahí, todos
conocen la historia.
Pasé años odiándolo, renuncié a ese trabajo y traté de avanzar
con mi vida. Con el tiempo conocí a la que fue después mi esposa
y me tocó acabar mi matrimonio por los mismos motivos que él.
En ese momento entendí sus ganas salvajes de paguen los que
te humillaron; pero no cometí su error, simplemente me alejé.
Si solo le hubiese dicho algo a ese pobre diablo… Desde que
estuve en sus zapatos entendí parte de lo que le pasó, por eso
voy al hospital todas las semanas, a visitar a aquel vegetal que sin
explicación alguna se apiadó de mí.

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I don’t know what it is that makes me love you so
I only know I never want to let you go
‘Cause you started something, can’t you see
That ever since we met you’ve had a hold on me
It happens to be true, I only want to be with you
Dusty Springfield – «I Only Want to be With You»

Querida y hermosa Victoria

Callao, 30 de noviembre de 2017

Querida y hermosa Victoria:

Ya nadie escribe cartas con la dedicación que hacerlas a puño


demuestra; pero tú y yo somos de la época en la cual los detalles
que demostraban el tiempo invertido valían la pena. Somos del
tiempo previo al whatsapp, al celular, al correo electrónico, al
internet y hasta a la computadora. Cuando tú y yo íbamos al
colegio, las familias más adineradas tenían sus Remington para

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que los niños y niñas de bien hagan sus deberes escolares; en
mi familia al igual que la tuya, según conversamos, hacíamos las
tareas a mano.
Victoria, nos encontramos en el otoño de nuestras vidas, ya
no podemos darnos el lujo de esperar el momento adecuado para
abrir nuestros corazones; yo incluso soy mayor que tú y desde
que te vi llegar a la Casa de la Juventud no pude dejar de pensar
en ti. A estas alturas debes saber cómo es esto de los ajetreos del
amor… No puedo conciliar el sueño, no tengo apetito y, claro,
las infaltables mariposas en el estómago.
No es la primera vez que el amor toca a mi puerta, aunque
prefiero pensar que se cuela por mi ventana. Dos parejas fue-
ron las que marcaron mi vida, con la segunda me casé y luego
después de varios años de felicidad enviudé. No me arrepiento
de nada, mi matrimonio fue duradero y feliz, pero, como dice la
salsa que alguna vez bailamos en el evento que hicieron por el
Día de la Primavera, «todo tiene su final». Alguna vez leí un re-
frán que decía: «La oruga lo llama el fin del mundo; la mariposa,
el comienzo»; así que asumí mi viudez como una nueva etapa en
mi vida. Mis hijos me apoyaron, así como los tuyos a ti y nunca
me cerré al amor.
Qué te puedo decir, lo mío jamás fue ser una persona discreta,
siempre que quise hacer o decir algo, simplemente lo hice; viví
y sigo viviendo a mi manera, como la canción de Frank Sinatra.
Ese es el motivo por el que te escribo. La impaciencia que nace
del fuego que llevo en el pecho cada vez que te veo impide que
pueda realizar cualquier otra cosa.
Sabes, hace muchos años que no escribía una carta de amor,

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como la que con mis propias manos redacto en estos precisos
momentos. Fue muchos años antes de enviudar. Lo único que se
me viene a la mente es que tú inspiras lo mejor de mí, algo que
hace muchas lunas no sucedía, sentimiento que me hace feliz una
vez más.
Victoria, sabes qué significa tu nombre, seguramente intuirás
que es sobre el triunfo o quién sabe, quizá conoces la respuesta
exacta; no importa, igual quiero contártelo: Victoria viene del
latín, era el nombre de una diosa romana a la que todos los ciu-
dadanos rezaban con la esperanza de tener prosperidad en sus
vidas. Algo parecido a lo que estoy haciendo ahora, invocándote
a través de estas letras para tener algo de felicidad en estos mis
últimos años.
Sé que sigues casada y que tienes hijos, aunque ellos, adultos,
quizá no te juzguen; Victoria, Vicky, reina, déjalo todo y ven a
vivir conmigo; ten por seguro que nadie te querrá como yo lo
hago en estos momentos, tus canas serán veneradas en mi casa
y podremos construir un último nido de amor a nuestro antojo.
Victoria, esperaré con la paciencia de los santos la respuesta
en la que me confirmes que quieres construir tu felicidad a mi
lado.
Te ama y te adora

Margarita

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No tengo padre ni madre
Ni perro que a mí me ladre
Solo tengo la esperanza
Ay, ay, ay, ay de progresar.
Chacalón y la Nueva Crema – «Soy muchacho provinciano»

Mayordomía

Espero les guste la ropita nueva que mandé hacer para la virgen-
cita. Hice traer la tela de Lima, las piedritas de su capa son las
que brillan más fuerte, para que sea la virgen más bonita de La
Mar. Espero que les guste la comida que les preparé, yo misma
estuve en la cocina viendo que las cocineras de mi restaurante
hagan todo bien y ojalá que disfruten de los músicos que hice
traer desde Chuschi para que todos zapateen hasta que se gasten
sus zapatos.
Todo empezó cuando a mi mamita los doctores le encontra-
ron cáncer. Yo tenía siete años; tuve que dejar la escuela para que-
darme a cuidarla. Recuerdo esa edad porque estaba en segundo

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año en la escuela, recién aprendía a escribir, a sumar y a restar.
Tenía que ser yo la que la cuide porque soy la única hija de mis
papás; ese era mi trabajo, cuidar a mi mamita, limpiar la casa y
cocinar para todos.
Cuidé a mi mami durante siete u ocho años, hasta que Papá
Lindo se la llevó a su lado. Para mí, ese fue el fin del mundo.
Como lo único que había hecho fue cuidarla por tanto tiempo,
nunca salí con los chicos del pueblo, y eso que era buenamoza.
Ni fui al colegio, aunque tenía ganas, ni trabajé la tierra ni por cu-
riosidad. Con mi mamita también se fue mi vida. Sin ella, yo me
convertí en la única mujer de la casa; mi papá me dijo que tenía
que seguir limpiando y cocinando, que al no estar mi mamá esas
eran mis tareas, que eso era lo que él y mis hermanos necesitaban.
Pero a mí nunca me preguntaron lo que necesitaba o lo que que-
ría, solo me dijeron lo que tenía que hacer. La única que se había
preocupado por mí y me decía que me quería era mi mamita,
pero ya no estaba conmigo.
Yo tenía unos quince años cuando eso pasó; para que no des-
cuide mi trabajo en la casa, mi papá me prohibió que hable con
los chicos del pueblo. Yo me había hecho ojitos con uno, ya ni
me acuerdo cómo se llamaba, pero siempre me decía que le gus-
taba mi sonrisa; mi papá no me dejó ir a pastar con él, me dijo
que no podía distraerme de mis tareas, y yo le obedecí.
Esa era mi vida aquí en Chungui, todos los días haciendo lo
mismo, hasta que un día vinieron unos gringos, colorados, bien
altos, que hablaban raro. Fueron hasta mi casa y me dijeron que
querían hacerme una encuesta. Ese día me di cuenta de que no
sabía leer ni sumar, que lo único que conocía era mi pueblo y que

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no sabía palabras elegantes. Decidí que tenía que irme de la casa
de mi papá.
Esperé con mucha paciencia por meses, mientras acumulaba
valor, porque nunca había dormido fuera de la casa. Esperé hasta
el tiempo de cosecha; durante esas épocas mi papá y hermanos a
veces se quedaban a dormir en la chacra. Un día aproveché que
salía del pueblo un camión cargado con productos hasta Ayacu-
cho y le pedí al chofer que me lleve hasta allá; me acomodé entre
los sacos de papas y por fin pude ver lo que había más allá del
pueblo. Seis horas después llegué al centro de acopio de verduras
de Ayacucho.
Lo único que llevé conmigo desde mi pueblo fue mi coraje
y mi ropa; llevarme algo más hubiera sido robarles a mi papá y
a mis hermanos. Fui porque quería ser más que una campesina
que no sabe leer ni sumar, yo quería aprender todas las cosas que
pudiera. Pero primero tenía que ganarme la vida, sin haber estu-
diado ni trabajado no sabía cómo hacerlo.
Traté de pedir ayuda, pero la gente en la ciudad es diferente,
nadie me miraba a los ojos, seguro para que no les pida nada;
pero igual no lo iba a hacer ese día, yo sentía mucha vergüenza
de pedir las cosas y no les decía nada al final. Aprendí que estaba
por mi cuenta, que nadie me iba a dar nada. Ese fue el primer día
en que sentí hambre.
No conocía a nadie en Ayacucho, ni siquiera pude hablar con
las señoras que pasaban por ahí. Caminé por las calles cercanas al
centro de acopio hasta la noche; tuve que dormir por ahí cerca,
por donde el camión me dejó. Me acomodé lo mejor que pude
en uno de los puestos de verduras y pasé la noche ahí. Cuando

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desperté, mi hambre creció más, fue tanto que la vergüenza
desapareció y empecé a pedir comida y trabajo a cualquier persona
que veía; aceptaría cualquier trabajito con tal de no regresar a la
casa de mi papá y sobre todo calmar mi hambre. Recién un día
después una señora, la señora Cecilia, me ofreció trabajo en lo
único que sabía hacer: limpiar y cocinar.
En mi desesperación acepté el trabajo, ya no limpiaría para mi
papá o mis hermanos, desde ese día lo haría para mí, para poder
dormir bajo un techo y comer tres veces al día. No me impor-
tó que el pago sea apenas una propinita, pero era mucho mejor
que dormir en la calle. Estuve en la casa de la señora Cecilia casi
tres años. Ella era buena, me enseñó a leer, a escribir y a sumar
y restar, luego me metió en un colegio para adultos, ahí acabé la
primaria. Me dio mucha pena cuando se tuvo que mudar a otra
ciudad sin llevarme con ella, pero fue para mejor, aunque tuve
que buscar otra vez trabajo.
Ya me había hecho más o menos conocida porque la señora
Cecilia antes de irse me había recomendado con algunas de sus
amigas, pero ninguna fue tan buena como ella había sido conmi-
go, algunas eran muy enojonas. Roté por muchas casas, pero la
paga siempre fue pobre. Lo peor era cuando los esposos de las
patronas querían aprovecharse de mi pobreza, pero nunca me
dejé, esos hombres eran unos enfermos. Lo único que podía ha-
cer cuando eso sucedía era salir de esa casa y buscar trabajo de
nuevo.
No recuerdo bien si trabajé en cinco o seis casas. Esos años
trabaje mucho, pero mi situación no cambiaba, siempre era una
empleada del hogar y salía de una casa cada vez que había algún

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problema. Al final, igual lo único que hacía era limpiar y cocinar,
como en la casa de mi papá. Lo único diferente era que los do-
mingos tenía descanso y ganaba una propinita para comprarme
mis cosas.
Una mañana, mi jefa me mandó a hacer las compras al mer-
cado Andrés Avelino Cáceres. Ahí vi a unas mujeres que vendían
comida en la calle. Estuve frente a ellas por mucho rato, y así
como decidí irme de la casa de mi papá, decidí que también coci-
naría y vendería mi comida con ellas; ya no aguantaría a ninguna
gorda malhumorada o a algún enfermo que quiera hacerme co-
sas; sería mi propia jefa.
Desde ese día, trabajé para ahorrar, hasta que por fin, después
de muchos meses, me alcanzó para comprar una cocinita de una
hornilla, un par de bancas, una mesa, ollas y platos para doce
personas. Con todo lo que compré, armé mi puesto de venta
de comida al paso, junto a las mujeres que ya había visto antes.
Tampoco fue fácil, pensé que ellas me entenderían, que serían
mis amigas, pero me equivoqué: yo era competencia para ellas;
por cada plato que yo vendía, ellas vendían uno menos.
Desde el primer día quisieron sacarme del negocio, siempre
decían chismes de mi comida: que cocinaba con carne malogra-
da, que no me lavaba las manos, que era cochina, que mi comida
caía mal; pero ningún casero mío se enfermó, todos regresaban
a mi mesa.
También estaban los delincuentes, siempre había rateros que
intentaban robarse mis ganancias. O a veces aparecía algún es-
tafador que quería comer sin pagar. A cualquiera que se metiera
con mi negocio tenía que agarrarlo a palos, no podía distraerme

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nunca, eran unos vivazos, te descuidabas y ¡zas! se llevaban la
plata de todo el día.
Pero lo peor de trabajar en la calle eran los municipales y los
policías. Esos chanchos antes de empezar el día esperaban a que
todas las que vendíamos comida en la calle les pagáramos diez so-
les para dejarnos trabajar. Ellos ni siquiera nos protegían de los
rateros o de los estafadores, simplemente eran unos perros que se
aprovechaban de nosotras. Una vez decidimos no pagarles el día y
luego regresaron antes de la hora de almuerzo con camiones para
llevarse nuestras cosas, todo porque no les dimos su plata. Ahí
entendí que unos nacemos para trabajar y otros para aprovecharse.
Sin importar los problemas que tuviera, nunca falté un solo día
a vender mi comidita; cuando me enfermaba me hacía ver en la
posta y me iba rapidito a trabajar. Lo más difícil fue cuando un pai-
sano de Chungui me reconoció y me contó que se había muerto mi
hermanito Edilberto, el menor de todos, que le dio una neumonía
y como no había nadie quien lo cuide no vivió más. Ese día lloré
mucho. Todos los comensales me miraban asustados, pero nadie
me preguntó nada, comieron su comida calladitos.
Lo único que espantaba a mis caseritos era la lluvia; a veces
parecía que el cielo se partía en dos y caía el diluvio. El toldo que
era el techito de mi puestito a veces cedía con el peso del agua,
y tenía que reacomodarlo. Pero nada me detuvo, nunca abando-
né mi puestito al que con todo el amor del mundo le puse «Mi
destino».
Un día, la lluvia se convirtió en mi amiga. Las otras mujeres
que vendían comida siempre esperaban que acabe de llover para
ir a trabajar; yo no, siempre estuve ahí. De repente, cuando ha-

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bían pasado como tres años desde que vendía mi comidita, se
me acercó el administrador del mercado. Me contó que una de
las señoras que vendía menú ahí había dejado su puesto porque
se volvía a su pueblo y que venía a ofrecer el alquiler a quien es-
tuviera disponible. Como era la única que había salido a trabajar
con lluvia y todo, no tuve competencia y pude llevar mi puesto
dentro del mercado.
En el mercado no tenía los problemas que tuve en la calle: en
vez de pagar a diario a los municipales y policías, pagaba men-
sualmente mi alquiler, pero al menos aquí si estaba protegida.
Si algún ladrón entraba, entre todos los comerciantes lo chapá-
bamos y lo forzábamos a devolver las cosas. Nunca volvían al
mercado después de eso.
Lo que más me gustaba del mercado era sentir el olor de ver-
duras, frutas y condimentos que se mezclaban en mi nariz. Al
sentir todo eso me quedaba mirando el pasadizo y me llenaba
con las ganas de cocinar para mis caseros. Ese mercado fue mi
vida, ahí conocí a mi marido; él trabajaba con su mamá en un
puesto de flores, siempre me regalaba una. Un día cerré tempra-
no mi puesto para casarnos en la municipalidad, y al día siguiente
regresé a seguir vendiendo comida.
Ahí trabajé muchos años, no sabría si diez o más; solo sé que
el único día que falté fue cuando nació mi hija. Al día siguiente
del parto regresé a mi puesto con Esperanza envuelta en una
llicclla para que no se quede sola. Ella fue mi compañía hasta que
la tuve que matricular en el colegio. Así como yo no faltaba a tra-
bajar, ella jamás faltó a clases. Esperanza no limpiará ni cocinará;
para eso está su madre, ella estudió.

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Todos esos años que pasé en el mercado no fueron en vano,
siempre tuve buenos caseros fieles a mi comida. Yo los trataba
bien y regresaban. Mi puesto era el que paraba más lleno, no re-
cuerdo un solo día en que no haya terminado de vender todo lo
que cociné.
Mi esposo, Diófenes, él me apoya mucho. Obligó a todos sus
amigos a que desayunen y almuercen en mi puesto. Con el tiem-
po mi suegra se terminó yendo al cielo y él heredó su puesto
de flores. Entre los dos pudimos juntar platita y decidimos abrir
nuestro negocio a lo grande, como los señores de Huamanga.
Abrimos un restaurante en la avenida 28 de Julio, esa calle
empedrada que da a la plaza central de Ayacucho, ahí junto a los
restaurantes grandes. Le pusimos «El rinconcito de Chungui». Yo
seguí cocinando desde el puesto de mercado. Hay algo que hace
que no lo pueda dejar, no sé si será la gente, los amigos que hice
o mis caseros que siempre me dicen «qué rico cocinas, Paulina»,
mientras se chupan los dedos. En el restaurante nadie me ve coci-
nar, no saben quién les hace su pukita picante o su mondonguito;
en el mercado me ven cocinar a mí.
Diófenes administra el restaurante, nos va bien, ya son varios
años desde que lo abrimos y siempre para lleno a la hora del al-
muerzo. Y ya que hicimos platita construimos nuestra casa con
todas las comodidades. Me gusta mucho más el piso de alfombra
que el piso de tierra que tenía antes de salir de Chungui.
Hace un par de años me vino a buscar Rogelio, mi hermano
el mayor. Me contó que mi papá estaba mal, que tenía lo mismo
que le dio a mi mamá; así que le dije que me lo trajeran para que
el doctor lo viera, que yo le pagaba lo que necesite y desde ahí

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mi papá se queda en mi casa encerradito, su enfermedad no lo
deja salir.
Ya después de eso la gente se enteró de que tenía mis negocios
en Huamanga. Los que me buscaban ya no me miraban con pena
como antes, siempre abren sus ojos cuando ven mi restaurante
y ahora yo los veo con pena, porque no conocen otra cosa más
que Chungui.
Yo quiero mucho a mi Chungui, pero es chiquito y el mundo
grandazo, incluso más grande que Huamanga. Algún día iré a
Cusco a conocer más.
Hoy viajé sola para la fiesta de la Virgencita del Rosario y me
regreso a Ayacucho hoy mismo, porque esta noche, después de
tanto trabajo, Esperanza se gradúa de doctora.

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Policiales

Sobrino, todo estaba bien, nadie sospechaba nada hasta que los
hijos de puta de los Yupanqui tuvieron que hacernos la cagada y
declararnos la guerra delante de todo el mundo. Los muy pende-
jos quisieron sorprendernos en nuestro puesto del mercado, pero
yo sabía que esos no respetarían la paz; así que uno de mis perros
se dio cuenta de que querían bajarse a unas de mis cocineras y
disparó contra su payaso.
El desgraciado aguantó buen rato, se agarró a balazos con mi
gente, pero al final lo hicimos comer plomo. Cuando acabó la bala-
cera, mi gente fue inteligente y escapó; pensé que todo quedaba ahí.
Al rato llegó la tombería a investigar lo sucedido, pero en el
mercado yo era el rey y ya les había dicho a todos lo que tenían
que declarar; sin embargo, apareció el metiche de Medina, un
tombo que se la daba de justiciero, queriendo saber por qué ha-
bíamos enfriado al «Perro flaco». No le bastó con levantar un
parte policial que dijera que se trató de un frío y punto; ni que
hubiera estado escribiendo un libro sobre el asunto.
Yo era amigo de la policía, por eso al principio no quise que le
pasara nada. Llamé a mis contactos para que lo convencieran de

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que investigue a delincuentes reales que hacen daño a la sociedad,
como violadores y asaltantes, y no a empresarios que no se meten
en los asuntos de nadie. Pero se hacía el digno, ni siquiera le hacía
caso a sus jefes y todavía se daba el lujo de mandar a la mierda a
los abogados que le envié con regalos.
De repente sí se me pasó la mano con él, pero qué querían que
haga, tenía que decidir rápido, no iba a molestar a los jefes con
cojudeces como que un tombito sapo quería saber qué pasaba
con el mercado. Así fue que hice que siguieran a Medina, quería
saber todo lo que hacía, dónde comía, con quién se veía, quería
saber hasta la marca de sus calzoncillos.
El reglaje que le mandé a hacer pagó bien; un día recibí el
dato que estaba en la discoteca toneando, ahí por el centro. Pero
el animal que me dio la info la cagó, me dijo que en el tono no
dejaban que nadie entre con fierro y que por eso Medina estaba
calato; por eso es que aproveché la oportunidad y mandé a cinco
chacales para que le hagan la cagada a la salida; pero el tombo no
era ningún cojudo, tenía su fierro y no estaba solo, en total eran
tres.
Al final mi gente se tuvo que agarrar a plomazos con ese pata,
pero solo dos escaparon y a tres los dejaron en horizontal, pero
igual lo cagué, enfrié a Medina y a otro tombo más, así que ya no
había quién investigue el mercado y total los muertos no hablan
así que no pasaba nada, el mercado estaba seguro.
Pero el problema con los Yupanqui seguía. Esos conchasuma-
res se metían en nuestro territorio, me faltaban el respeto, que-
rían ser los nuevos transportistas y hacerme ver como un hue-
vón. Incluso se bajaron un camión que salía con la mercadería y

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ahí se enfriaron a dos de los míos. Así que no me quedó otra que
hacerles la cagada a ellos también.
Todos tomamos, pero esas mierdas eran unos borrachos hasta
las huevas; por eso aproveché que sabía que iban a chupar como
bestias en el Año Nuevo. Les mandé a unos amigos colombianos
para que les den mis saludos; ahí estaba el Yupanqui mayor con
dos de sus cachorros, y algunos punteros de su banda.
El Mauro Yupanqui era un huevón que no sabía tratar a su
gente, por eso sus chalecos estaban también zampados y mi gen-
te entró sin roche a su jato. Los amarramos a toditos y los des-
tripamos vivos; eso era para que ningún otro huevón se atreva a
meterse con mi negocio. Fue bacán, en los periódicos le pusieron
«La masacre de Año Nuevo», y como todo el mundo empezó a
hablar de eso, ya no necesitaba hacer publicidad.
La huevada vino después. Uno de los fríos era un testigo de
la balacera de mi gente con Medina, qué hacía ahí nadie lo supo;
pero a los tombos se les prendió el foco y sacaron en one que la
muerte de su yunta y la masacre las había hecho la misma gente.
Yo pensé que eran unos huevones, pero me equivoqué.
Lo que no entiendo es la doble moral de la gente. Todos saben
que esta ciudad se mueve por la merca del Vraem, o acaso me vas
a decir que la exportación de piña Golden hace que los chibilines
entren a la ciudad; no sobrino, sabes bien que eso no pasa así, que
son huevadas; y como al final se trata de proteger el negocio, uno
tiene que hacer lo necesario.
El negocio era fácil, nosotros recibíamos a los mochileros que
venían con sus ladrillos desde la selva, los atendíamos en nues-
tros puestos de comida del mercado. A mí se me prendió el foco

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porque cualquiera puede entrar a preguntar por su puka picante
o por su chicharrón. Ahí dejaban su mochila y en la comida que
pedían para llevar le dejábamos su billete.
Luego llevábamos la merca a los restaurantes, de a pocos para
que nadie se gane con el pase. Cuando ya teníamos varios kilos
las metíamos en un camión, y como en los restaurantes siempre
entran y salen camiones pasamos piola, así la coca sale a la ruta
sin que nadie se dé cuenta.
Ya en la ruta para el Callao dependíamos de nuestros con-
tactos con la tombería. Para eso teníamos que aceitarlos bien;
al final, como tenía buenos padrinos, la merca llegaba tran-
quila al puerto, ahí la recibía otra gente y acababa nuestro
negocio. Ves, fácil, sin hacer daño a nadie; no sé por qué tan-
to rollo; solo cuando se metían con el negocio saltaba, pero
cuando me dejaban tranquilo yo también me portaba bien, si
hasta colaboraba con los tombos con sus rifas y sus polladas.
Quién habrá sido el conchasumadre que les pasó la bocina,
pero un día los hijos de puta de la Dirandro barrieron con todo
el mercado, no perdonaron ni a las viejitas que vendían su chapla.
Al final no encontraron merca porque como hubo huaico en la
carretera los mochileros se habían demorado en llegar, pero los
pendejos estaban cerca, se las olían.
Yo fui un huevón y al toque debí de haber mudado el negocio
a otro lado, pero mi warmi se había enamorado del restaurante
que puse para pasar caleta, así que cuando se calmó todo me
volví a instalar con mi batería.
Los tombos se hicieron los cojudos, esperaron meses y de
repente me cayó la Dirandro otra vez. Ahí sí que me cagaron,

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sabían dónde y a quién buscar. Al final arrasaron con mis puestos
del mercado y con mi restaurante. Pero a mí no me chaparon, me
había quitado con mi jermu a su pueblo a una fiesta patronal, así
que me salvé de la cana.
Pero los tombos no se cansaron, creo que más lo hacían por
su pata que enfrié que por la merca, si de ahí ellos también re-
cibían su pedazo. Sí, todo por la culpa de Medina. Me buscaron
por todos lados, hasta ofrecían recompensa para chaparme, y
como hasta la prensa había metido su cuchara, la fiscalía pidió
que me embarguen mi billete.
Por eso estoy seguro de que el que me vendió fue un muerto
de hambre que lo hizo para llevarse la plata de la recompensa, que
no era ni mierda, pero cuando eres misio chapas lo que puedes.
Un día cuando taba comiendo por Tambo los perros me cha-
paron, los conchasumadres ya sabían todo, y el fiscal de mierda al
toque me quiso abrir juicio.
Pero el fiscal era cuco, en one me ofreció que sea colaborador
eficaz, o sea que eche a mis patas y por ahí que me chalequeaba y
me baja la condena. Yo ni que fuera huevón acepté.
Con lo que canté se armó la tole tole. Vi por las noticias que la
gente del puerto también cayó y que en el Vraem les estaban sacan-
do la mierda a los dueños de las pozas; hasta una doña que recibía
la merca en México había sido chapada por la Dirandro de allá.
Pero en el negocio los errores ni la traición se perdonan, así
que a mi costilla le hicieron la cagada, la descuartizaron y la de-
jaron en la entrada del mercado en un saco de lona, puta me
cagaron, ahí nomás deje de cantar; de repente se metían con mis
hijitos o mi viejita.

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Al fiscal le llegó al pincho que ya no eche al resto de la gente,
así que pidió la máxima y me metió a este hueco que se llama
Yanamilla.
Y todo porque los hijos de puta de los Yupanqui me tenían
envidia.
Ya sabes sobrino, ya te dije todo pa que hagas el cuento de tu
libro, así que me traes mi chapla y los cigarros que me prometiste
o ya sabes.

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Ahora soy solo un ave que triste busca su nido (bis)
Qué triste busco mi nido, ay, sin poderlo encontrar (bis)
Le pregunto al destino qué pasó con mi camino (bis)…
Grupo Celeste – «Como un ave»

Cenaremos juntos

Francisco buscó las llaves de la entrada en el bolsillo interior de


su elegante terno negro. Quería entrar a aquella casa y acabar con
el asunto de una buena vez; ya estaba cansado del tema y sobre
todo deseaba irse de aquel barrio.
Nervioso, giró la llave en la cerradura de la puerta de aquella
casa a la que no visitaba desde hacía años. Tenía miedo de lo
que pudiese encontrar ahí, pues las noticias que le habían llegado
eran terribles. Se armó de valor y empujó la puerta de la entrada
mientras mantenía la mirada clavada en el piso; cuando levantó la
vista no pudo creer lo que presenció. Sus tres hermanos menores
estaban ahí, jugando a la ronda o algo similar en el patio de la
casa familiar.

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—Hola —los saludó sorprendido.
Luciano, el hermano que le seguía en edad, le lanzó una mira-
da que contenía ira acumulada durante los más de diez años de
ausencia de Francisco.
—Qué haces acá, qué quieres con nosotros después de tan-
to tiempo. Tú llegas así de improviso y quieres que salgamos a
abrazarte —le recriminó.
Francisco intentó responderle, decirle que salió de aquel ba-
rrio y de aquella casa a buscar un mejor destino para todos, que
luchó por hacerse de un nombre en el mundo de los negocios
para luego sacarlos a ellos y a sus padres de aquel lugar, pero el
nudo que se había formado en su garganta se lo impidió.
—Te largaste y nos dejaste aquí con los viejos en este barrio
que se cae a pedazos, donde mis hermanas no pueden salir ni a
comprar por miedo a que algún hijo de puta les haga daño. Te
fuiste y nunca más supimos de ti, ¡ni siquiera me llamaste una
sola vez! ¡Por qué! —le gritó Luciano con furia mientras las lágri-
mas rodaban por sus mejillas.
Francisco, que ya no podía controlar el temblor de sus manos
por la congoja, se acercó cabizbajo a su hermano y solo atinó a
pedirle perdón en susurros.
—Hermano, perdóname, perdóname, perdóname —repitió
numerosas veces—, es que… me fui a trabajar... a ganarme la
vida… y… y de repente… ya sabes … lo que pasó… cómo es
que ….
—Acaso no éramos suficiente para ti… Tenías que irte tan
lejos y volverte tan distinto a nosotros —dijo Luciano.
Francisco abrazó a su hermano y lloró en su hombro.

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—Perdóname, por favor, te lo suplico, ahora entiendo que
no debí irme sin ustedes; es que yo me fui y no supe qué hacer
y perdí el rumbo, por favor perdóname —suplicó mientras se
ahogaba en llanto.
—Te quiero hermano —se dijeron al unísono, y una pequeña
sonrisa se dibujó en el rostro de ambos.
Cuando culminó el fraternal abrazo, notó que Camila había
observado atenta aquella escena de reencuentro. No esperó mu-
cho para saltar a los brazos de Francisco.
—Hermano, te extrañé mucho —le dijo—. No sabes, Lucia-
no reniega por todo, no es como cuando estabas aquí que todo
era alegría.
Cuando los pies de aquella muchacha tocaron nuevamente el
suelo, Francisco reparó en la pequeña Diana, la menor de todos,
quien desde un rincón del patio lo miraba desde que llegó.
—Hola —le dijo—, soy tu hermano Francisco. —La pequeña
Diana no pronunció palabra y se alejó de él tímidamente.
—Es que no te conoce —advirtió Camila.
—Cierto —respondió Francisco—, quien recordó que aque-
lla niña nació unos cuantos años después que él abandonara la
casa familiar.
Al ver a aquella pequeña de poco más de siete años pregun-
tó a sus hermanos cómo es que no habían envejecido, Camila,
con una sonrisa risueña en su rostro le dijo que todo estaba
en su cabeza, que todos crecieron y que el tiempo jamás se
detuvo.
Luciano, con nostalgia en los ojos, miró atentamente la ropa
de su hermano.

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—Ahora pareces un viejo aburrido, le falta color a tu ropa y a
tu vida, nos necesitas más que nunca.
—Tienes razón —respondió Francisco con una mueca de di-
vertimento.
Camila tomó la mano de Diana:
—¿Recuerdas que te conté que tenía un hermano que no era
renegón y que me enseñó a jugar a las escondidas y a los encan-
tados?
Diana asintió con la cabeza.
—Él es, él es nuestro hermano, ve a saludarlo —agregó Camila.
La pequeña repitió el gesto y corrió a las piernas de Francis-
co, quien acarició con ternura su cabeza y le dijo «hola». Ella se
volvió a alejar sin decir palabra y tomó nuevamente la mano de
su hermana.
—Qué te parece si jugamos a algo, como cuando éramos ni-
ños, como antes de que te fueras —propuso Camila a Francisco.
Él, con una sonrisa gigante en los labios, aceptó. Se quitó el
saco y la corbata y se remangó las mangas de la camisa. Ahí se dio
cuenta a qué se refería Luciano con el comentario del color: toda
su vestimenta era negra.
—Qué tal si jugamos algo, así como era antes —propuso Ca-
mila. Todos estuvieron de acuerdo en retomar los juegos infan-
tiles.
Lo primero que jugaron fue a «los encantados». Francisco, al
ser el mayor, les recordó a todos las reglas:
—Ya saben, yo «la llevo» y si toco a alguien se queda de pie
como estatua y solo puede moverse hasta que otra persona lo
«desencante».

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—Claro que nos acordamos, viejito —respondió Camila, y
todos estallaron de risa.
Francisco fue el primero en «llevarla» y apenas si pudo «en-
cantar» a la pequeña Diana, quien por sus cortas piernas no po-
día correr muy rápido; sin embargo, ni bien «la encantaba» sus
otros hermanos corrían en auxilio de ella y nuevamente todos
entraban en movimiento. Pasaron buen rato en aquellos afanes,
entre todos se turnaban para «llevarla». Francisco se dio cuenta
de que el tiempo había sido implacable con él, pero que sus her-
manos habían mantenido la frescura de su juventud; a pesar de
ello, conforme pasaban los minutos, empezó a sentirse más vital,
más alegre, más él.
Luego, la pequeña Diana susurró en el oído de Luciano.
—Ahora jugaremos a las escondidas, dijo él, y todos volvieron
a estar de acuerdo.
Quien empezó a llevar el conteo previo a la búsqueda fue nue-
vamente Francisco, esos eran los privilegios de ser el primogénito.
Tras media hora de búsqueda fue incapaz de encontrar a ninguno de
sus hermanos; ellos se compadecieron de él y decidieron que otros
lleven el conteo. Al igual que con «los encantados», se turnaron para
contar hasta cincuenta; todos, incluso la pequeña Diana dieron fácil-
mente con los escondites de Francisco. Tras los sucesivos fracasos
en aquel juego infantil, se percató de que ya no reconocía la casa en
la que tantos años vivió junto a sus padres y hermanos.
Ya casi agotado, pero herido en su orgullo, Francisco propuso
un último juego.
—Esta vez jugaremos a las carreras, pero al estilo de Luciano
y mío.

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Las hermanas miraron atentas a Luciano que simplemente se
encogió de hombros.
—Miren, empezamos todos en el lado más alejado del techo,
y el primero en llegar a esta pared del patio es el que gana — dijo
Francisco.
Sin recordar cómo, se encaramaron hasta lo más alto de la
casa. Todos se alistaron en su punto de partida. «En sus mar-
cas… listos… ¡ya!». Camila, tomando en brazos a Diana, salió
rauda a buscar las escaleras que conectaban el techo con la planta
de abajo, mientras que Luciano dio tres pasos, se detuvo y giró
en dirección de Francisco: «Esta te la dejo a ti hermano, gánales».
Con el paso de los juegos, a pesar de haber sido derrotado
en todos, Francisco ganó confianza, se sintió nuevamente joven,
incluso percibía que podría hacer las cosas a las que jamás se
atrevió; se acercó al borde del techo y saltó directamente hasta
el patio.
Aunque no pudo volar ni planear, el aterrizaje que tuvo fue
lo más decente posible; supo caer doblando las piernas al tener
contacto con la tierra, aunque luego rodó torpemente. Cuando
recuperó el control sobre sí mismo, se sentó en el suelo con la es-
palda apoyada contra la pared del patio marcada como meta y sus
hermanas quisieron increparle que había hecho trampa. «Todas
las rutas valen», dijo él. «No importa, igual te queremos aunque
seas tramposo y estés viejito». Se sentaron junto a él y lo abra-
zaron. Luciano, que había descendido por la casa con paciencia,
también se unió a aquel abrazo fraternal.
Francisco, rodeado por sus hermanos, se sintió feliz, verda-
deramente feliz; no se sentía así desde hacía años. Aquel abrazo

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duró quizás horas. Cuando terminaron la carrera aún no caía la
tarde, y al abrir Francisco los ojos la luna ya se encontraba en
todo su esplendor; ello no le importó, siguió ahí en medio de sus
hermanos, gozando cada segundo de aquel contacto que tan es-
túpidamente se había negado por tanto tiempo. Ni siquiera dejó
aquel abrazo cuando cayó una lluvia torrencial; nada le importa-
ba, solo eran ellos y ese momento de felicidad que se le antojó
sería eterno.
De un momento a otro, un pensamiento asaltó su mente.
—¿Dónde están mis papás? —preguntó a sus hermanos—.
No los he visto ni sentido para nada.
—No sé, salieron temprano pero no los hemos visto regresar
—contestó Luciano.
—Quizá se entretuvieron afuera, paseando —añadió Camila.
El ruido de un vidrio quebrándose desde dentro de la casa
interrumpió a los hermanos. Francisco se puso de pie y empezó
a andar con paso cauteloso a la puerta que conecta el patio con
la sala.
—Ten cuidado, hermano —le dijo Luciano, mientras los tres
hermanos menores se cubrían detrás de él. En ese momento, sin-
tió que ellos eran pequeños niños que él tenía que guiar y cuidar.
Los hermanos, siguiendo a Francisco, entraron a la casa que
se encontraba en penumbras. Observaron que en la habitación
contigua emanaba una luz artificial. Se acercaron con cautela y
de a pocos abrieron la puerta que separaba la sala del comedor.
Gigantesca fue la sorpresa de Francisco cuando vio que en el
comedor se encontraban sus padres, sentados en una mesa que
parecía ser navideña, decorada con los típicos colores rojo, verde

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y amarillo; en el centro un pavo gigantesco que parecía tener más
de diez kilos y diversas viandas típicas de aquellas fiestas felices.
—Siempre te gustó la Navidad, por eso te esperamos con una
mesa así —dijo su madre al mismo momento que esbozó una
sonrisa dirigida a él.
—Ahora que por fin que llegaron todos, cenaremos juntos
—agregó su padre.
Sus hermanos, que se encontraban expectantes, invadieron
gritando con algarabía el comedor. Francisco vio a Luciano y a
Camila como si fuesen niños, y la pequeña Diana, en brazos de
su hermana mayor, no parecía que tuviera más de tres años. To-
dos se sentaron a la mesa, a disfrutar del tan ansiado momento
familiar.
Abrumado por la alegría contagiante de su familia, intentó
preguntar cómo sabían que llegaría ese preciso día a la casa, pero
una inoportuna tonada anunció una llamada entrante en su ce-
lular.
—Un momento, perdónenme —dijo a su familia mientras ha-
cía un gesto con las manos que les dio a entender que se trataba
de una llamada urgente.
—No te preocupes hijo —dijo su madre con tristeza.
—Francisco, buenas noches. —La voz inició al otro lado de
la línea telefónica.
—Hola, chochera, ¿cómo estás? —respondió Francisco con
desbordante energía.
—Qué bueno que estás con mejor ánimo, nos dejaste a todos
preocupados cuando te fuiste así de improviso… pensábamos
que harías alguna locura.

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—No, qué crees, no entiendo lo que dices, pero en fin…
—Bueno, Francisco, llamé para decirte que puedes contar
conmigo para todo lo que necesites. Me alegra que proceses todo
lo que sucede con energía y buen ánimo; solo quiero que sepas
que entiendo en parte tu dolor y que mi familia y yo…
Francisco colgó la llamada y cayó en la cuenta de que el come-
dor no estaba iluminado; lo único que había allí era la vieja mesa
del comedor familiar, con platos y restos de comida echados a
perder y cubiertos con una fina capa de polvo; al fondo, sobre
la cómoda de adornos pudo ver a través de la penumbra unos
marcos ensangrentados que custodiaban viejas fotos familiares.

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Oh! Susanna (bis)
Oh don’t you cry for me 
For I come from Alabama
With my banjo on my knee.
Stephen Foster – «Oh! Susanna»

El gambusino

El pánico se apoderó de los comuneros de Wiq’i pata cuando, a lo


lejos, vieron la silueta de un pishtaco que se acercaba con paso de-
cidido hacia ellos. Las mujeres inmediatamente se arrodillaron para
pedirle al Apu Apacheta que los proteja de aquella visión infernal.
Todos, atemorizados por lo dantesco de la situación, se acobar-
daron ante aquel demonio de los andes; solo Eudosio Vilca, un
hombre que estaba a punto de perderlo todo, se enfrentó a él:
—Qui quiris supay, qui hacis aquí, nu ves qui estoi con mi
dolor —gritó en castellano a aquel ser mítico.
El ser de barbas rojas y cabellera canosa levantó la mano en
señal de que andaba desarmado.

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—Traigoo ista litel niña, qui encountrei in da arouyou —dijo
mientras desmontaba un bulto del jumento que le venía siguiendo.
—¡Mi hijita, mi hijita! —gritó con lágrimas en el rostro Eudo-
sio, aquel valiente que se enfrentó al espectro. La niña era Dioni-
sia, su hija, quien se había perdido desde el día anterior cuando
salió a hacer pastar a sus carneros. Eudosio se acercó al fantasmal
ser para besarle las manos.
—Nou precoupar, solo quierou pasar la noche aquí, muchou
frío hacer fuera.
Aquellos campesinos confundidos, que esperaban una batalla
épica para defender sus vidas, se miraron sin comprender lo que
pasaba.
—Yo soy Müller —dijo la aparición—. Yo sacar oro del agua.
—Ese no podía ser un pishtaco —dijo alguien en quechua, y
continuó—: Ellos saben que el oro crece dentro de la Pachamama
y que primero hay que hacer un pagapu; no hay oro en el agua.
Luego se dirigió al extranjero:
—¿De dónde vienes, gringo?
—Sí, gringou, sí —respondió este—. Yo ser minero, solo
quierou dormir calentitou —agregó, mientras juntaba las manos
en una cómica expresión de súplica. El pueblo entero estalló en
carcajadas.
Todos estuvieron de acuerdo en alojar a Müller en la casa co-
munal. Él había rescatado a Dionisia desde el fondo de la que-
brada Llakikuy, de donde nunca hubiera podido salir sola, pues
ahí habitaban las jarjachas que eran expulsadas de la comunidad.
Todos dijeron que era lo menos que podían hacer para agrade-
cerle. A aquel gambusino errante la sopa de mote acompañada

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de papas sancochadas que le sirvieron antes de acostarse le supo
a gloria.
Eudosio, al día siguiente, invitó a Müller a que se quede en la
comunidad con ellos; le dijo que siempre se necesitaban brazos
en las faenas comunales y que no tendría que dormir en la puna
con todo el frío que hacía. El gringo le comentó que se quedaría
lo que duraba la época de heladas. Se quedó por varios años.
En Wiq’i pata, nadie, salvo Eudosio y Dionisia, sabían el pasa-
do de Müller. Todo lo que él les contaba lo guardaban en celoso
secreto; el resto de la comunidad se había acostumbrado a su
presencia y lo apodaron «Zarco».
Müller nunca abandonó sus excursiones en búsqueda de oro,
las cuales podían durar desde dos días hasta varias semanas. Las
únicas dos cosas que eran ciertas es que siempre salía acompaña-
do de Áureo, su fiel jumento, y que retornaba sin ningún gramo
de oro. Varios comuneros empezaron a creer que estaba loco.
La búsqueda de oro no era la única obsesión de Zarco. Cuan-
do no se encontraba con las bastas del pantalón remangadas has-
ta las rodillas buscando mineral con su criba en los arroyos o ríos,
se dedicaba a enseñarle a hablar a Áureo, pero este apenas si le
dedicaba un par de miradas lacónicas. Una vez, un niño de la co-
munidad observó de lejos a Müller en plena lección de lenguaje.
Después de ese día, se corrió su fama de orate.
Al retornar, el pueblo le preguntó si era cierto que le enseñaba
a hablar a su animal. Ante la sorpresa de todos, Müller respondió
que sí, que era el último truco que le faltaba aprender, pero que
lamentablemente era un burro y por eso no aprendía. El pueblo
estalló de risa y dejó en paz al gambusino.

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Dionisia, que fue testigo del interrogatorio, consiguió un ca-
chorro negro para obsequiarle a Müller (de repente él sí aprende
a hablar, él no es burro). El gambusino, conmovido por el gesto
de la niña, lo adoptó sin dudarlo.
—Se llamará Blackie —le dijo—, y aprenderá todos los tru-
cos, incluso a hablar.
Un día, Müller hizo una demostración en la plaza de la co-
munidad. Todos vieron asombrados como Áureo se agachaba
al comando de Zarco o reanudaba la marcha; sin embargo, fue
Blackie quien se robó el show: caminó en dos patas, saltó por
encima de troncos, se hizo el muerto y ladró cada vez que se le
ordenó. Después de ello, todos los niños le pidieron que entrene
a sus perros; él los complació con agrado.
Blackie también acompañaba a Müller en su búsqueda de oro.
Le hacía compañía y ladraba cada vez que Zarco entablaba una
conversación con él. Lo más pintoresco era la marcha: adelante
iba él cantando viejas canciones en inglés, mientras su can aullaba
en los coros y Áureo movía la cabeza al ritmo de la música. Así
siguieron pasando los días.
Un día, Müller observó que sus herramientas estaban desgas-
tadas, por lo que viajó hasta Quinua para adquirir nuevas. A su
regreso, todos se sorprendieron de ver a una pequeña ave color
verde y pico amarillo que, en vez de volar, descansaba en el hom-
bro del buscador de oro.
Dionisia abrió los ojos con sorpresa. Nunca había visto un loro.
—Se lleama Pianín; él sí aprendeirrá a hablar —dijo Müller.
Ella saltó de alegría y pidió que el ave se pare en su cabeza, el
animal obedeció.

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Müller tenía un miembro más en sus excursiones mineras. Pia-
nín aportaba en los momentos musicales saltando rítmicamente
en los hombros de Zarco. Todo era felicidad, hasta que un día al
gambusino empezaron a dolerle los codos.
A pesar del dolor, Müller andaba por toda la comunidad pre-
parando su nueva expedición. Eudosio, preocupado por su extra-
ña actitud, quiso convencerlo de que se quede a descansar hasta
que le pasen los achaques, que en su rostro se podía ver que le
dolía demasiado.
—Unicau vez que encontrar muchou oro fue cuandou codous
douler, yo encountraré el oro y compartirei con el pueblou porque
todos ser buenous, si doulor irse, oro también —sentenció el minero.
Lo que más preocupaba a Dionisia y a su padre era el clima
anormal: aún no era la época del año pero la lluvia no cesaba de
caer por varios días consecutivos; sabían que las trochas eran
peligrosas y que cualquier accidente podría sucederle a Müller.
Pero el gringo no escuchaba razones; tenía una obsesión febril
por encontrar oro y siguió alistándose.
En un último intento por persuadir a Zarco de no salir de la
comunidad, Dionisia le rogó:
—Por favor, enséñame a hacer hablar a Pianín, quiero escu-
charlo, quédate.
Müller mantuvo su decisión incólume:
—Al regresou loritou hablarrá muchou que nou podrás callarle.
A pesar del talento de Müller para entrenar animales y de los
abundantes granos con los que premiaba a su loro, jamás pudo
arrancarle una sola palabra; pero eso había quedado en segundo
plano, lo importante es que había oro cerca.

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El gambusino, recordando sus épocas de gloria, utilizó un sis-
tema que aprovechaba el dolor de sus codos. La intensidad del
malestar variaba según la cercanía del mineral, de modo que él
seguía la dirección que más dolor le causaba; así anduvo por dos
semanas buscando su fortuna.
Durante toda la búsqueda las lluvias no cesaron; por el con-
trario, se incrementaron y, debido a ello, aparecieron a lo largo de
la ruta numerosos huaicos que dificultaron aún más la marcha.
Fue en una quebrada en la que numerosos desplazamientos de
lodo y piedra desnudaron la parte alta: ahí, Müller y sus animales
descubrieron una veta de oro intacta. Sin caber en sí mismo por
la felicidad que lo embargaba, el gambusino inició la extracción
de inmediato.
Trabajó dos días sin descanso, solo se detuvo para comer y
dormir. Los animales lo observaban pacientemente. Cuando ter-
minó, cargó todo lo que pudo en el lomo de Áureo, también un
par de paquetes en Blackie, y abandonó sus herramientas para
llenar de oro su mochila. El único que anduvo ligero fue Pianín.
El gambusino, aún con la lluvia inclemente, siguió avanzando
en su retorno a Wiq’i pata, entonando las canciones que ya había
enseñado a sus animales; sin embargo, los sucesivos huaicos lo
obligaron a cambiar de ruta.
La pintoresca compañía marchaba feliz por los parajes an-
dinos, hasta que llegó a la quebrada Llakikuy, la cual solo po-
dría cruzar a través de un puente colgante de cuerdas y madera.
Consciente de que el alimento era escaso, Müller avanzó por las
tablas, no sin antes tantear la resistencia de estas; comprobada la
seguridad, avanzó cantando.

76
Pero nadie pudo imaginar lo que sucedió: un rayo aterrizó en
el extremo de la quebrada y golpeó al eucalipto más alto de la
zona; por el impacto este cayó rodando hasta el final del puente
colgante. La estructura de cuerdas y maderas no aguantó el peso
del árbol y cedió.
Había pasado un mes desde que Müller salió de la comuni-
dad. Ya las lluvias habían cesado y Dionisia miraba con ansias los
caminos esperando al gambusino. Un día, mientras pastaban sus
animales, vio a un ave cubierta de lodo que revoloteaba cerca de
la quebrada Llakikuy. Cuando se acercó, escuchó con voz chillo-
na: «Pobre Müller, pobre Müller».

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Noche chalaca, de luna majestuosa
Ausente y lejos te veo siempre hermosa
Siento que se desgarra
De mi pecho el corazón
Al cantarte en mi guitarra
Y al evocarte en mi canción.
Manuel Raygada – «Nostalgia chalaca»

La última broma

El día en que murió mi abuelo amaneció gris. Muy apropiado


para un día tan triste, pues Jorge Bustamante había dejado este
mundo.
La víspera de su muerte, el viejito despertó emocionado. Se
levantó de la cama con energía, lo cual no sucedió por años. Sus
pulmones maltratados por la fibrosis dejaron de silbar y se le
metió en la cabeza que tenía que ir al local del «Sport Boys», el
equipo de sus amores, que él ayudó a fundar.
Me arrepiento de no haberle cumplido su último capricho,

79
pero cómo podría haber sabido que sería su día final en la Tierra,
y además yo tenía que hacer en otro lado.
Mi abuelo disfrutaba de tomar el pelo a las demás personas.
Recuerdo que, en el matrimonio de mi prima, otra de sus nietas,
cuando los ofrenderos pasaron recabando la limosna de cada fe-
ligrés, él, con gesto aparatoso, echó a la bolsa de terciopelo dos
puñados de monedas; el ruido metálico retumbó en toda la igle-
sia y los asistentes voltearon a ver lo que sucedía. Al día siguiente,
cuando le pregunté cuánto dinero donó, se limitó a señalar la
caja en la que guardaba sus monedas descontinuadas; al abrirla
observé que estaba vacía.
Él trabajó toda su vida como estibador en el puerto del Ca-
llao. Ello lo llenaba de orgullo y decía que todo chalaco debería
consagrarse al mar, o bien trabajar en los muelles, pesquera, naviera
o alistarse en la Marina; yo mismo fui asistente legal en una pesquera.
Como yo era el único abogado en la familia, me tocó la tarea
de preparar el papeleo para su entierro. Alguna vez mi madre
conversó con él sobre el asunto de sus exequias, puesto que no-
sotros queríamos sepultarlo en Campo Fe o Los Jardines de la
Paz, esos cementerios modernos ubicados al sur de Lima, llenos
de áreas verdes y rodeados por bosques de pino.
—Yo quiero enterrarme con mi esposa.
—Pero, papá, la trasladamos y los llevamos a los dos.
El viejito, al quedarse sin argumentos, replicó con los ojos
humedecidos:
—Por favor, no me alejes de mi Callao.
Mi madre, que también se sentía chalaca hasta los huesos,
aceptó la voluntad de su padre.

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Por ello es que tuve que tramitar en la Beneficencia Pública
del Callao el entierro de mi abuelo en el cementerio Baquíjano.
Por aquellos días aún no contaba con automóvil propio,
así que me desplazaba por la ciudad en transporte público.
El tintineo producido por las monedas del cobrador me hizo
recordar la vez en que viajando con mi abuelo en un autobús
nos percatamos de que el dinero no nos alcanzaba para pagar
el pasaje.
—No te preocupes, tú resóndrame cuando te coja de la mano
—dijo él.
—¿Qué? —respondí.
—Ay, joven, este carro no va por la avenida Colonial —dijo
mi abuelo al cobrador.
—No, va por La Paz —respondió el muchacho.
En ese momento el viejito hizo la señal.
—Carambas, abuelo —dije—. Qué barbaridad contigo, siem-
pre me haces perder el tiempo— agregué metido en mi papel de
maltratador de abuelos.
El cobrador, quien se comió el cuento, se apenó por el desva-
lido viejito:
—Señor, no se enoje con el abuelito.
Con ese espectáculo avanzamos por unos diez minutos sin
pagar pasaje; repetimos la operación en tres vehículos más y lle-
gamos a casa sin gastar un centavo.
En la Beneficencia me pidieron varios documentos. Llamé a
mi madre para constatar que tuviéramos todos los papeles; ella
me dijo que solo faltaba la partida de nacimiento, la cual podría
conseguir en la municipalidad.

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Para llegar al registro civil municipal, pasé por el mercado de
la avenida Sáenz Peña. Mi madre me contó que en ese mismo
mercado mi abuelo consiguió comida para quince días cuando mi
padre se había quedado sin trabajo. «Hija, pégate a mí y guarda
en la bolsa lo que te dé». Mi madre, obediente, guardó azúcar,
arroz, fideos, carne, entre otros productos, en total unos quince
kilos de comida y abarrotes. Mi abuelo siguió conversando con el
tendedero por unos veinte minutos.
—Hija, ya tenemos que irnos.
Se despidieron del comerciante y empezaron a caminar.
—Papá, no le has pagado al señor —dijo mi madre.
—Cállate y apúrate, carajo —replicó el viejito.
Después de ese episodio, mi madre cada vez que regresa al
mercado del Callao hace las compras en ese mismo puesto. In-
cluso lleva artículos que no necesita a modo de secretas disculpas.
La partida de nacimiento de mi abuelo no se encontraba en
los registros provinciales ni en los distritales: me sugirieron que
vaya a la Superintendencia Nacional del Registro Civil; fui ahí y
la obtuve.
El velorio fue la concentración de ancianos más grande que
haya visto, todos provenientes del Callao, pues mi abuelo no te-
nía amigos en otros lugares. Alguno me contó que cuando se
emborrachaban iban a cantar «Nostalgia chalaca» al atrio de la
iglesia matriz hasta que salía el cura a botarlos.
Si mi abuelo supiera que lo velamos en Miraflores se hubiera
muerto de nuevo. Pero eso ya no importaba, debíamos llevarlo al
Baquíjano para reunirlo con mi abuela. El trayecto que cruzó la
mitad de Lima e ingresó al Callao se hizo lento.

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Cuando la marcha fúnebre hizo su ingreso por la avenida Co-
lonial, empezó el vía crucis: los ladronzuelos que pululan por esa
zona se acercaban al convoy para robarse las flores que adorna-
ban la carroza que contenía el féretro de mi abuelo. Si alguien sa-
lía a evitar que se apoderen de las flores lo escupían y le lanzaban
piedras. Impotente, solo pude gritar desde la ventana, pero fue
en vano.
Ya en el panteón, tuvimos que hacer cola. Sí en serio, había
cuatro entierros antes que nosotros y todos esperaban en fila para
que el cura les haga el responso bíblico mientras los bendecía con
agua «… y marcharé sin miedo por el valle de la muerte... bla bla
bla»; tuve que escuchar eso cinco veces. Luego vino otra ingrata
sorpresa: el cementerio no nos quiso entregar la lápida; mi primo se
había olvidado de cancelar, así que tuve que salir corriendo a pagar.
Todo quedó listo para el entierro, pero el Baquíjano es un
cementerio antiguo que no cuenta con sistema de descenso, así
que entre cuatro sepultureros impresentables bajaron a mi abue-
lo con sogas; nunca olvidaré el sonido que producían los choques
del ataúd con las paredes de aquel agujero de tierra.
Y cuando todo estaba a punto de terminar, aparece un mo-
coso harapiento que empezó a recitar el mismo pasaje bíblico de
hacía rato. Para que se largue le ofrecí un sol; como le pareció
poca cosa, le agregué una patada en el culo.
Todo porque mi abuelo no quiso moverse del Callao.
Ya en casa, con lágrimas en los ojos, mi mamá me dijo: «Hoy
se fue el más chalaco de todos». Yo sonreí, porque conocí su úl-
timo secreto: el acta que conseguí tenía escrito «Nacido el 18 de
enero, Maternidad de Lima».

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Amadeus: Why implant the desire? Like a lust in my body!
And then deny me the talent??
Peter Shaffer – «Amadeus»

Melómano

Atrás quedaron los huaynos y carnavales de mi pueblo, ahora


todo debe quedar perfecto para el gran concierto de la noche.
Los días en los que debo estar en el Gran Teatro Nacional son
edificantes. Hoy se estrena Carmen del gran Georges Bizet.
Desde muy pequeño tuve cercanía con la música clásica.
Aunque no fui consciente de ello, disfruté de ver en el televi-
sor a blanco y negro a Bugs Bunny interpretar la Rapsodia hún-
gara, dirigir la Quinta sinfonía o afeitar a Elmer Fudd al ritmo
de El barbero de Sevilla. Pero en aquellas épocas solo me reía
de las ridículas situaciones en las que se metía aquel conejo
patilargo.
De niño iba al colegio y luego a trabajar a la chacra, no había
tiempo para más. En mi pueblo había un grupo de músicos que

85
amenizaban las fiestas patronales, ahí aprendí a tocar la quena y
luego el violín; mi maestro fue el señor Albertino, él me enseñó
a tocar sin perder el ritmo. Y fui feliz interpretando música para
mis familiares y amigos hasta que tuve mi reencuentro con la
verdadera música.
Un día llegó Otto, un ingeniero alemán enviado por una
ONG para ejecutar proyectos forestales o algo así. Él necesitaba
un guía para conocer diferentes localidades, así que terminé ayu-
dándolo a cambio de una propina.
En su camioneta, mientras levantábamos polvo por las tro-
chas, escuché con atención por primera vez al gran Ludwig van
Beethoven.
—Es la Novena —me dijo Otto cuando vio mi rostro perple-
jo. Jamás olvidaré cómo los vellos de mis brazos se erizaron por
el etéreo contacto de la música.
Durante los meses que trabajé con el alemán escuché a Mo-
zart, Chopin, Vivaldi, Chaikovski y muchos de los grandes maes-
tros. Él también me enseñó que existen cientos de instrumentos
más que los que había en la agrupación del señor Albertino; me
explicó lo que era una nota musical, un pentagrama, una sinfóni-
ca, una orquesta. Jamás podré agradecer lo suficiente el conoci-
miento que recibí en ese tiempo.
Por sus explicaciones entendí que el instrumento que cono-
cía que más podía servir para interpretar una pieza clásica era el
violín; así que me empeñé en utilizarlo de forma exclusiva. Me
olvidé de la quena y demás artefactos.
Es una lástima que Otto fuese un gran aficionado, pero no
músico; por eso no pude aprender a tocar ninguna pieza clásica.

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Y en mi pueblo era imposible conseguir información o alguien
que me pueda enseñar.
Cuando aquel alemán loco se fue, sentí que mi mundo se hizo
pequeño otra vez, aunque me hizo el mejor regalo de toda mi
vida: me obsequió su reproductor de música y toda su colección
de cassettes. Los hice sonar una y otra vez hasta que la cinta mag-
nética cedió por el desgaste de tanta fricción.
Me obsesioné con los movimientos, los sonidos dulces, el
tempo, los allegros, los adagios y tantas cosas nuevas que apren-
dí. Mis amigos en el pueblo no me entendieron, por ello decidí
que quería ser un director de orquesta y batutearía a los músicos
al ritmo que impusieron los maestros.
Mis sueños no disminuyeron; por el contrario, cada vez se hi-
cieron más febriles. Por esa razón, al terminar la secundaria tomé
mis pertenencias, entre ellas mi viejo violín, y me fui a Lima para
perseguir mis sueños de notas y pentagramas.
Pero qué se podía esperar de un muchacho que recién había
acabado el colegio y que todo lo que aprendió fue de un grupo
de cassettes que le regaló alguna vez un alemán loco. En mi pri-
mera audición para el Conservatorio Nacional de Música, apenas
si pude interpretar un par de huaynos y un carnaval. «Hermosas
piezas musicales», me dijo el jurado, «pero tu repertorio no puede
limitarse a ellas». Y con ese veredicto me rechazaron los profe-
sores de música.
Siempre tuve claro el motivo por el cual había dejado mi pue-
blo. No me rendiría, así que tuve que hacer dos cosas: la primera,
aprender a tocar música clásica; y la segunda, conseguir un traba-
jo para no morir de hambre.

87
De algo sirvió haber pertenecido a la agrupación del señor
Albertino. Ingresé al elenco de una cantante vernacular; al menos
en ese trabajo no me alejaba de la música y podía practicar con
el violín. Luego, tras mucho buscar, conseguí unos manuales con
los que uno podía aprender a tocar sin la necesidad de profesor.
Demoré un par de años en tener un repertorio de apenas seis
piezas clásicas, estaba mejorando.
Regresé al Conservatorio para una segunda audición. «Inter-
pretaste piezas hermosas, pero aún le falta precisión a tu ejecu-
ción», dijeron los profesores. El fuego en mí no disminuyó un
ápice; practiqué día y noche hasta que mis dedos sangraban.
A diferencia de mi pueblo, los amigos que hice en el elenco de
música vernacular sí entendieron mis sueños; el músico más anti-
guo me enseñó un par de técnicas que me sirvieron para mejorar
la precisión de mis dedos en el diapasón. Gracias a aquellos sa-
bios consejos, en mi tercer intento pude pasar la prueba de espe-
cialidad; pero la segunda etapa, que consistió en acoplarme a un
grupo que también interpretaría música clásica, fue otra historia.
Nunca había tocado la música que amo con alguien más, así
que, además de seguir practicando, tuve que buscar a otros in-
teresados en las piezas clásicas para proponerles ensayar junto a
ellos. La mayoría de los que ya ensayaban con otras personas en
las academias me tomaron por un orate. Sin embargo, después
de varios meses de búsqueda, un par de jóvenes que querían
seguir ensayando fuera de sus horarios se hicieron mis compa-
ñeros.
Seguí practicando hasta que por fin pasé las audiciones gru-
pales; en la práctica tenía todo lo que se necesitaba para estudiar

88
en el Conservatorio. No obstante, llegó un nuevo impase: faltaba
la teoría.
Renuncié a mi trabajo como violinista vernacular, pues le
robaba tiempo a mis sueños, que necesitaban que adquiera los
conocimientos necesarios. Otto era un aficionado y aunque me
enseñó muchas cosas estas no fueron suficientes; así que seguí
practicando y estudiando para el examen teórico.
Felizmente, los muchachos con los que ensayé de forma gru-
pal habían logrado ingresar a la Escuela de Música. Ellos me
prestaron sus materiales y, de forma solitaria, me preparé por
años para por fin ingresar al Conservatorio y ser el director de
orquesta que siempre quise ser.
Ya pasaron más de quince años desde que salí de casa, y nada
pudo alejarme de la música clásica.
Hoy todo debe quedar perfecto. La barba bien afeitada, la ca-
misa y el terno planchados, los zapatos brillantes: es noche de
música clásica en el Gran Teatro Nacional, y debo dar la bienve-
nida al público mientras sostengo la puerta.

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I think there’s a lot of things you wish you could change,
but we can’t. Some things once they’re done can’t be undone.
Robert Benton – Kramer vs. Kramer

La llamada

Francisco pasó su cumpleaños vigésimo noveno trabajando en el


campamento minero. Como era de esperarse en su onomástico,
recibió diversas llamadas de felicitaciones, prácticamente todas
intrascendentes; hasta la que recibió de Alfredo. Tras las fórmu-
las habituales por la especial fecha, la conversación tuvo un giro:
—Pancho, aprovecho para contarte que vi a Raquel.
—Ok, mándale mis saludos.
—No entiendes, la vimos embarazada.
—Imposible, hace un año que salí de Ayacucho.
—La vi seis meses después de que te fuiste, con una panza a
punto de explotar, saca tu cuenta.
—¿En serio?
—Sí.

91
Sin mayores explicaciones, su interlocutor finalizó la llamada
y apagó su celular. Francisco quedó inmóvil, con el teléfono pe-
gado a su oreja. Sintió que Raquel estaba ahí frente a él, con sus
profundos ojos negros clavados en los suyos; percibió el roce de
su largo y sedoso cabello, evocó la vibración de su propia piel
cuando la sentía llegar, el sabor de sus labios y lengua, su desazón
cuando la vio por última vez, todo.
Cuando salió de su estupor, se percató de que se encontraba
en su dormitorio. Habían pasado horas y él no fue consciente
de ellas. Quiso descifrar si lo que sucedía era real o no: revisó el
registro de llamadas una y otra vez, pero ahí seguía la entrada que
confirmaba la llamada que le dio la noticia.
Lo llamó, pero a pesar de varios intentos, no recibió respuesta.
Raquel siguió dominando su mente:
—Por supuesto ¿por qué crees que pienso diferente?
—¿En serio, gordito? ¿Estarías dispuesto a quedarte para
siempre aquí conmigo y el Panchito? ¿Los tres juntos? ¿De veras?
—Claro que, si bebe, hagamos una familia, me mudo a Aya-
cucho y vivo contigo y nuestro hijo, consigo un trabajo y salimos
adelante, juntos los tres.
—Eres el hombre de mi vida, hazme el amor.
Raquel acercó su rostro al de él y acarició sus rizos, luego
lo besó profunda y largamente. Francisco la miró a los ojos, la
desvistió en silencio, la acarició y la llenó de besos por todo el
cuerpo; finalmente entró y salió de ella innumerables veces. Esa
fue la única vez que él hizo el amor sin ninguna preocupación
por el mañana; no recordó si en algún momento había sido igual
de feliz como en aquella fría tarde de lluvia.

92
Aquel recuerdo turbó su sentir, pero no fue el único.
Ahí estaba ella, desnuda y de espaldas, apoyada en sus rodillas
y codos y él detrás agarrándola por las caderas sentía el frenéti-
co choque de pelvis; cada golpe era dirigido por la ira y tenía la
intención de desangrarla; él sabía que se trataba de la última vez.
—Gordito, por favor, quédate o sigamos juntos a la distancia.
Por favor, hazme el amor una vez más y después si te quieres ir
ya no protestaré.
Esa fue la última vez que la vio. Se sintió engañado cuando
ella, tras diez días de inexplicable ausencia, sin contestar llama-
das ni mensajes, le dijo por teléfono que todo fue un simple
retraso. Él hizo cuentas y en total fueron cinco semanas en que
ella no tuvo su periodo; además pactaron que irían juntos a
los chequeos médicos. «¿A quién quería engañar?», se preguntó
Francisco.
En todo momento evitó mirarla a la cara, pues estaba seguro
de que si veía aquellos hermosos ojos negros se quedaría a su
lado. A pesar de todo, no pudo dejar de amarla; encontró que era
más fácil odiarla.
Ni bien terminó con ella preparó sus maletas, partía de Aya-
cucho al día siguiente. Raquel solo agachó la cabeza y se vistió
de forma silenciosa y rápida. Cuando terminó lo abrazó por la
espalda y le dejó un beso en la nuca.
—Adiós, gordito. —Salió de la habitación y de su vida.
Cuando Francisco retomó el dominio sobre sí mismo, se acer-
có al lavabo y mojó su rostro para despabilarse. Se miró en el
espejo, vio sus ojos pardos. «¿Serán como los de Raquel o como
los míos?».

93
Se sintió aún peor cuando pensó que a esas alturas aquella cria-
tura tendría seis meses. Pensó en buscarla, pero se preguntaba por
qué Raquel le ocultó que había nacido. No entendía nada de lo que
pasaba. Decidió contactarla, sin embargo ya no tenía su número
telefónico ni correo electrónico; la había exiliado de su vida.
Tras varias horas, recordó que la conoció en un curso. En
sus apuntes había anotado sus datos; los ubicó y le escribió un
mensaje.
Francisco estuvo en vela toda la noche. En medio de sus ca-
vilaciones, su celular recibió una llamada de un número desco-
nocido, eran las dos y treinta de la mañana del día posterior a su
cumpleaños; su corazón se aceleró, sus manos temblaron mien-
tras levantó el teléfono, se lo pegó a la oreja y con miedo y casi
susurrando preguntó: «¿Aló?...».
Francisco manejó sin descansar las diez horas que separan
Ayacucho del Callao. Lo único que recordaba de la ruta es que
debía seguir en línea recta por la carretera Panamericana Sur y
luego a la izquierda en el cruce con la vía Libertadores hasta Aya-
cucho; lo hizo tal cual.
Cuando Francisco habló con Raquel, ella solo se dedicó a
recriminarle por haberla abandonado. Él intentó dar una expli-
cación y preguntar por qué le había ocultado sobre el hijo que
tenían, pero ella siguió insultándolo; luego colgó y bloqueó su
número, así que él ya no pudo contactarse.
Francisco pidió a un amigo policía que averigüe si era cierto lo
que le habían contado. Este le confirmó que se trataba de una niña,
su nombre era Sofía. El gran escollo es que Raquel se había casado
con otro hombre, quien había firmado a su hija como suya.

94
Cuando llegó a Ayacucho, fue a la casa de ella pero solo en-
contró un lote vacío y enrejado. Habían demolido la casa para
construir un edificio para departamentos.
Buscó en todos los lugares que alguna vez visitaron juntos: en
el centro comercial, su restaurante favorito, las casas de un par de
sus amigas, pero nadie quiso darle información, pasó de fracaso
en fracaso toda la tarde.
Ya de noche, cuando el hambre empezó a molestarle, Fran-
cisco recordó aquél chifa que quedaba en la misma calle de las
discotecas y se dirigió ahí; al llegar entró hecho un bólido, ingresó
a la cocina, a pesar de las protestas de los mozos.
De la cocina de aquel restaurante salieron ruidos extraños,
ollas que cayeron, platos que se rompieron, se escuchó un «TÚ
SABES, SÉ QUE TÚ SABES, CHINO DE MIERDA, TÚ SA-
BES», luego los cocineros y el dueño del lugar sacaron a rastras
a Francisco.
Aquel chino era un amigo de Raquel, y Francisco pensó que
quizás él podría darle un mensaje; esa misma noche él recibió una
llamada que lo hizo salir del hotel en el que se había hospedado.
Cuando Francisco retornó a la casa materna en el Callao, su
madre se sorprendió al ver a Sofía.
—Así que lo lograste.
—Fue terrible, quiso negarlo todo, pero después de todo lo
que sucedió entre nosotros ya no le creí nada de lo que dijo.
—Ella es Sofía, al menos le pusieron un nombre bonito.
—Tuve que llevármela a la fuerza. Su marido la firmó y Ra-
quel no me la quiso dar, así que agarré a mi hija y la traje, necesito
que la cuides mientras aclaro todo el asunto legal.

95
—Claro que sí hijo, claro que sí.
El juicio que le iniciaron a Francisco por secuestro terminó de
destrozarlo; la prueba de ADN demostró que Sofía no era hija
suya y sí del esposo de Raquel, a pesar de que, por el conteo de
meses, era razonable que Sofía sea su hija.
Para él lo peor fue cuando Raquel negó haberlo conocido y
menos haber tenido una relación con él; eso lo devastó.
Francisco pudo demostrar que tenía indicios razonables para
pensar que Sofía podía ser su hija; aún a pesar de ello, el juez lo
sentenció a veinte años de prisión efectiva por el delito de secues-
tro de menores. Por buena conducta, su pena se redujo a diez.
Francisco intentó rehacer su vida, pero fue en vano; nunca se
casó, nunca tuvo hijos.
Ayer, Francisco, a sus cuarenta y cinco años, fue condenado
una vez más a prisión, esta vez por el homicidio doloso del abo-
gado Alfredo Benavides, a quien de manera especialmente sádica
hizo que se ahogue con un celular en su garganta.
Acabado el juicio, cuando le preguntaron si tenía algo que
declarar solo señaló: «Ahora sí dormiré en paz».

96
Las palabras son más fuertes que tus puños.
LuchaLibro

Microcuento

Francisco, a duras penas, ganó los combates previos a la semifi-


nal de LuchaLibro. Él participó en aquel certamen literario bajo
el pseudónimo de NACHO; en esa contienda, después de que él
y su contrincante NIETZCHE escribieron sus cuentos en cinco
minutos, el jurado le dedicó unas palabras que fueron la semilla
de todo lo que pasó después.
—Entendemos que en cinco minutos es muy difícil escribir
un cuento cohesionado, sobre todo con las tres palabras que
tienes que utilizar —señaló un miembro del jurado—. También
comprendemos que las palabras con las que debes trabajar deben
ser integradas de manera coherente con el relato —continuó—.
Sin embargo, tu historia fue plana, sin emoción ni sorpresa, un
final predecible; por ahí uno de mis compañeros dijo que lo que
escribiste en cinco párrafos pudiste haberlo dicho en uno.

97
Pude ver como en los ojos de NACHO se asomaba la derro-
ta, pero el jurado continuó —: A pesar de lo previsible y poco
original de tu cuento, NACHO, eres el ganador de la semifinal,
ganaste por ser el más correcto.
Sucedió que NIETZCHE utilizó una de las palabras elegidas
para improvisar el cuento de forma incorrecta, por lo que el ju-
rado lo descalificó; así que, literalmente, NACHO ganó la con-
tienda por su corrección, algo que más tarde confesó que sintió
como insulto.
Ya en la final contra CERATTI, escribió un cuento un tanto
raro. Utilizó un par de recursos que dieron emotividad y gracia
a su relato y sobre todo escribió tres párrafos en vez de cinco,
como era su estilo usual. El jurado advirtió ese detalle y lo en-
comió; de esa manera, por haber economizado mejor las pala-
bras, NACHO se encumbró como el campeón de LuchaLibro
de aquel año.
Después del ajetreo posvictoria de Francisco, fuimos a empa-
charnos de pizza y a emborracharnos con vino para celebrar el
campeonato y su futuro libro de cuentos, pues el premio de aquel
torneo consiste en la publicación de una colección de cuentos de
autoría del campeón.
En el restaurante, observé que Francisco había cambiado. Al
principio pensé que el triunfo se le había subido a la cabeza y que
se encontraba ebrio por los laureles obtenidos. «Correcto, correcto
¡no!… ya verán lo que es correcto», repitió en numerosos pasajes de
la conversación, mientras inhalaba el humo del primer cigarrillo que
fumaba en más de diez años. Esa fue la señal que debí advertir, pero
pensé que se trataba de un complemento para su «pose de escritor».

98
A Francisco lo conocí muchos años atrás, cuando mi oficio
era el de vender libros usados a través de mi página de Facebook.
Él me contactó para comprar el Malleus maleficarum que por esos
días ofrecía en venta; la transacción se concretó sin contratiem-
pos y tras ello empezamos una relación comercial que con el
tiempo devino en amistad.
Tras varios años de conversaciones literarias, ya sin pretex-
to comercial alguno, él me confesó que su pasión era escribir.
Yo lo ayudé a conseguir libros de metalenguaje: gramática, lin-
güística, en realidad cualquier libro que lo ayude a mejorar su
narrativa; por ello no me sorprendió en lo absoluto cuando me
pidió que lo apoye con algunas ideas que quería explotar en sus
relatos. Me sentí halagado que me haya elegido como su com-
pinche literario.
Él me confesó que quería escribir todo el libro de cuentos
desde cero, que sentía que su técnica había mejorado después de
participar en LuchaLibro y sentía la necesidad incontenible de
marcar su nuevo estilo. Por ello descartó todos los textos previos
que alguna vez pudo escribir. Yo asentí a todo lo que dijo, sim-
plemente quería ser testigo de cómo un escritor armaba un libro,
presenciar el proceso creativo y qué mejor manera si lo acompa-
ñaba por ese camino desde la nada.
Siempre nos reuníamos en un café poco concurrido, en el
cual podíamos conversar con tranquilidad, siempre tomábamos
una taza de espresso; pero el día en que analizamos sus ideas ini-
ciales para los cuentos él se tomó tres. Noté que Francisco había
sucumbido a viejos hábitos, su aliento a alquitrán delataba que
fumar se había vuelto una actividad habitual.

99
Las ideas que me expuso fueron ambiciosas, los argumentos
que me dio a leer eran fantásticos, pero no eran aptas para cuen-
tos, pues el progreso de las historias que propuso exigía muchas
más páginas; en el mejor de los casos podían desarrollarse como
novelas cortas. Cuando le expliqué mi percepción se enfureció;
jamás lo había visto perder los papeles, y menos por eso, si en el
pasado le había hecho muchas críticas y siempre las tomó a bien.
La rabieta no le duró mucho, a lo más un par de semanas. Él
se disculpó por correo y me envió nuevas ideas para sus cuentos.
Estas estaban mejor que las anteriores, tenían un toque onírico y
esa chispa de humor negro que él había aprendido a capitalizar,
pero el comentario que lo puso de mejor humor fue cuando le
dije que estas ideas sí entraban en el formato de cuento; la narra-
ción podía ser más breve.
Francisco se encerró para escribir y cada par de semanas
volvíamos a reunirnos en el café de siempre. Ahí me mostraba
avances de su trabajo. Yo lo asesoré con la gramática y ortografía,
me volví una especie de corrector de estilo ad hoc. El primer bo-
rrador del libro de cuentos nació con más de doscientas páginas.
—¡Muchas palabras! —gritó Francisco cuando discutimos so-
bre el siguiente paso para la colección de cuentos—. Necesito
tiempo para pensar.
Un mes después nos volvimos a reunir. Francisco me contó
que releyó unas diez veces todo el manuscrito y en un intento de
quedarse «solo con la carne» eliminó párrafos, acápites e incluso
cuentos enteros.
Al inicio, pensé que se trataba del estrés por publicar, de sus
ganas de presentar al mundo un producto con buenos acabados,

100
pero todo esto iba más allá: las tazas de café siguieron aumen-
tando en cada reunión y sus dientes amarillos delataron que su
adicción al cigarrillo había empeorado.
De aquel proceso de edición, sobrevivieron ciento cincuenta
páginas; a pesar de ello, supo mantener la coherencia y esencia de
sus cuentos. Yo hubiera enviado el manuscrito a edición en ese
momento; había logrado escribir quince cuentos que en prome-
dio tenía diez páginas cada uno; además, su material era publi-
cable. Pero, para Francisco no fue suficiente; ese mismo día me
pidió que le consiguiera Recetas para escribir de Cassany, para seguir
con la autocorrección de sus textos.
Al mes reapareció con un manuscrito de poco más de sesenta
páginas. Me explicó, entre bostezos que delataban las noches en
vela padecidas, que tras sus últimas lecturas entendió que todos
los párrafos tienen una idea guía que se puede resumir en una
única oración, esa era la esencia de lo que leyó. Quise explicar-
le que si bien todo ello era lógico, en la literatura los escritores
pueden tomarse ciertas licencias, que no tiene que seguir ninguna
regla, pero Francisco me calló: «No me entiendes, tengo que al-
canzar la perfección», y dio por concluida la conversación.
Yo quise dejar a Francisco a su suerte, pero la morbosidad
por saber en qué acabarían aquellas ideas me hizo seguir yendo
puntual a nuestras reuniones de trabajo. La siguiente obsesión de
Francisco fue reemplazar cada párrafo por una oración que no
tenga una extensión mayor de veinte palabras, en el peor de los
casos treinta; cuando le pregunte de dónde había salido aquella
idea tan experimental, me dijo que la descripción de la oración
perfecta se encontraba en la página 94 de su recetario.

101
Ya quedaban menos de dos meses para entregar el manuscrito
a edición, cuando reapareció con un texto que apenas llegaba a
las treinta páginas. Cuando lo leí, sentí que varios de sus cuentos
habían perdido su esencia, e incluso uno entró en contradicción
argumental. Eso a Francisco no le importó; con una expresión
desencajada y desorbitada me dijo. «Ya estoy cerca, estoy seguro
de que ya encontré el camino».
Pasó buen tiempo en esos afanes. Nuestras reuniones ya no
trataban sobre los cuentos que tenía que presentar, regresamos
por un tiempo a nuestras antiguas conversaciones literarias; ahí
pude ver que, además de su adicción a la cafeína y a la nicotina,
también había aumentado peligrosamente de peso y nuevas oje-
ras adornaban su semblante. Algo sucedía en sus fueros internos.
Llegó el día en que venció el plazo para entregar el manuscrito
con los cuentos. Apenas si presentó veinte páginas de trabajo.
«Es literatura pura», le dijo al organizador de LuchaLibro, cuando
este, con cara de desconcierto, le preguntó si se trataba de una
broma. Francisco a esas alturas ya no escuchaba razones. «Esos
son los cuentos, listos para su edición», insistió, mientras le echó
una mirada furibunda.
Yo no dije nada. Hacía tiempo que Francisco había dejado de
escucharme, los cuentos que preparó se convirtieron en micro-
rrelatos, pero a él eso no le interesaba: se había obsesionado con
lo que él decía era la perfección.
A las nuevas manías de Francisco se sumó un nuevo proble-
ma; ningún editor que se preciaba de serlo quiso encargarse de
su libro de cuentos. Nadie tomaba en serio que se publique una
colección de cuentos que no superaba la veintena de páginas, no

102
creyeron en la seriedad de su trabajo; ello tampoco le importó.
Este revés que a cualquier escritor novel hubiese desanimado, a
Francisco no le afectó en lo más mínimo. «Me da igual, yo mismo
editaré mis textos», dijo.
Los organizadores de LuchaLibro entendieron que discutir
con Francisco era un gasto inútil de energía, así que vieron por
conveniente darle por su lado y evitar más confrontaciones; des-
pués de todo se trataba del libro de él y ellos lo único que querían
era entregar el premio ofrecido. De esa manera, le dieron un mes
para que edite sus cuentos.
Una semana después, Francisco me citó una vez más en
un café; yo llegué quince minutos tarde a la reunión, en ese
lapso me llamó siete veces para saber dónde me encontra-
ba. Cuando llegué, vi que el cenicero que tenía en la mesa
rebalsaba de cenizas y colillas. Decidí que era mejor no pre-
guntarle cuántos cafés tomó mientras me esperaba. Cuando
me vio, me pidió que le consiguiera con carácter de urgencia
varios libros sobre semiótica, sobre todo El lenguaje perdido de
los ideogramas, de Langdon. Cumplí con su pedido en menos
de tres días.
Nos reencontramos una semana después de la entrega de los
libros. Francisco me explicó que por fin había dado con el secre-
to y que consistía en que existen palabras que son más poderosas
que otras, que encierran múltiples significados y sobre todo que
son símbolos; así que lo que hizo fue quedarse con las palabras
poderosas y eliminó todas aquellas que consideró insignificantes,
solo perdonó la vida a los conectores estrictamente necesarios;
definitivamente él no era un dios benevolente.

103
Con esa explicación, justificó la reducción de sus oraciones/
párrafos, que pasaron de tener veinte palabras a solo ocho, en
el mejor de los casos diez; con ello, su manuscrito constaba de
quince páginas, una por cada cuento. Sonriendo con aquellos
dientes amarillos por el tabaquismo adquirido, Francisco me dijo
que estaba a punto de dar con el grial.
El día previo a la entrega de los textos nos volvimos a reunir;
esta vez el semblante de Francisco había mejorado considerable-
mente, parecía que había podido dormir después de mucho tiem-
po. Me mostró las quince páginas que tenía planeado entregar a
LuchaLibro. No lo pude creer, quise decir algo, pero decidí ya no
discutir con él; después de todo, de alguna manera había logrado
lo que quería: dejó de ser correcto.
A los pocos días de entregar la versión final de su colección
de cuentos, Francisco tuvo un ataque cardiaco. En el velorio, su
familia me contó que sufría de asma y en definitiva su retorno
al tabaquismo, el estrés y el sobrepeso fueron la fórmula que lo
llevó a su triste final.
Los organizadores de LuchaLibro decidieron respetar la últi-
ma versión de lo que escribió Francisco Lasigna y me solicitaron
que diga las palabras de presentación del libro, ya que siempre me
vieron al lado de él en todo su proceso creativo.
Es por ese motivo que el día de hoy dije todas estas palabras
a nombre de mi amigo; y fue necesaria toda esta explicación
para que ustedes, los lectores, entiendan que su obra no se trata
de una simple lista de quince palabras, sino que cada una es un
cuento.

104
1. Obsesión
2. Amor
3. Celos
4. Guerra
5. Retorno
6. Búsqueda
7. Sacrificio
8. Transformación
9. Arrepentimiento
10. Asco
11. Sorpresa
12. Triunfo
13. Pecadora
14. Placer
15. Microcuento

105
FINALISTAS
Por acá nunca ha habido ciclovía
— Adrián Huamán —

Observaba el semáforo que coronaba la plaza Butters como si


de un rostro desconocido se tratara, uno al que se atrevería a
preguntar por qué había sido tan imbécil, por qué no pensó en
ser espabilado y no un borracho de mierda. Sostenía apenas el
manubrio de la bicicleta con la punta de sus dedos. La mirada
cristalina, sus miembros temblando imperceptiblemente: este era
el fin del viaje.
Trece horas antes había estado lista. Tras meses de desuso, Da-
vid sacó su bicicleta y se fue caminando con ella hasta Magdalena
para que le arreglen el aro delantero. «Dame media hora», le dijo
el hombre del taller, que irradiaba confianza en la mirada. David
estuvo de vuelta en casa una hora después, satisfecho. Se secó el
sudor y esbozó una sonrisa mientras la dejaba en la puerta.
Semanas atrás, su profesora de canto le había dicho que tenía
demasiada energía acumulada y le recomendó trotar todos los
días. Él, por supuesto, nunca se había dado el tiempo. Andar so-
bre ruedas era, además, mucho más divertido y fresco. Hay brisa
por todos lados, se puede avanzar más rápido que el tráfico de

109
las seis de la tarde, se ahorra en pasaje y, como si fuera poco, las
piernas se siguen haciendo fuertes. Lo único que jode es tener
que pedalear tanto para avanzar tan poco. («Habrá que revisarle
los cambios»).
Tres horas antes, la voz de la cantante resonó en todas las
paredes de la habitación. David había llegado tarde a Barranco
porque los senderos empinados le tomaron más tiempo y fuerza
de lo esperado. El recital, del que ya se había perdido buena par-
te, costaba diez soles y lo pagó de mala gana. Pero todo malestar
se disipó al sentir las vibraciones de la maestra, su profesora,
quien había organizado una pequeña función y una fiesta para
despedirse de Lima. Se va por unos meses y no se sabe bien
cuándo vuelve. En la letra de su canción, le pregunta a Chabuca
Granda cómo sería una buena manera de cantarle a su tierra, a su
Lima. La pregunta resuena en la mente de David mientras mira
emocionado el espectáculo.
—Algún día voy a poder colocar mi voz así, con mucha se-
guridad.
Cuando el recital terminó, David se despidió de su profesora
con un beso y un abrazo. Abrió el candado y enrolló la cadena
alrededor de la base del asiento. Empujó uno de los pedales con
fuerza y quiso hacer lo mismo con el otro. Cuando pedaleó por
tercera vez, la cadena se enganchó y se detuvo con brusquedad.
Intentó volver a colocarla en su lugar, pero el asunto era serio:
uno de los eslabones no quería desatascarse de la rueda de cam-
bios en el aro trasero. A empujones, la regresó a la puerta de la
casa donde el alcohol y la cumbia hacía rato se habían apoderado
de los presentes.

110
—¿Alguien por acá que sepa algo de bicicletas? —dijo.
Un grupo de cinco patas junto a la puerta miraron con sorpre-
sa sus manos engrasadas y dijeron que no. Al borde de la vereda,
sin embargo, un muchacho con un gorrito de lana en la cabeza
esperaba su taxi.
—Yo conozco algo. —Levantó su cabeza de pronto. Cuando
se hubo acercado, revisó qué había ocurrido. —Vamos a tener
que sacar el eslabón a fuerza bruta, nomás.
Ni siquiera el aceite de cocina que David compró en la bodega
de enfrente había ayudado a aflojar el eslabón atascado.
—Bueno, fue, supongo, muchas gracias por la ayuda, pero fácil
voy a tener que tomar un taxi.
David no podía evitar su molestia: parte de la idea de tener la
bicicleta utilizable era evitar pagar transporte.
—¿Sabes?, si conseguimos una llave inglesa o algo así,
podríamos sacar la llanta y reacomodar la cadena —dijo el joven
del gorrito.
Ahora, ¿cuál sería un buen lugar para conseguir algo así? La
bodega del frente no tenía herramientas, la pollería del costado
tampoco, y en la farmacia de más allá una amable señora le res-
pondió a David: «Disculpe joven, yo si tengo un problema así
de herramientas, pido ayuda afuera, de alguien más».
A tres puertas de la casa donde se daba la fiesta, un hombre
amarraba una caja a la parte posterior del asiento de su moto.
Desde el otro lado de la vereda, David lo miró fugazmente:
una gorra con visera cubriendo su frente, una casaca negra,
jean y zapatillas. «Ya le has pedido ayuda a tres personas, ¿por
qué no una más?», se dijo. Caminó hacia la moto y saludó con

111
un «buenas noches», mostrando sus manos brillantes y enne-
grecidas.
—Estoy ahí, al costado, sufriendo con la cadena de mi bi-
cicleta, y no sé si usted tendría una llave de tuercas o algo que
sirva para sacarle la llanta y desatorar la cadena. Por favor. Se lo
agradecería mucho.
El hombre lo observó por un momento. David ya estaba em-
pezando a reprocharse por su absurda idea de seguir confiando
en desconocidos en Barranco casi al borde de la medianoche,
cuando el joven del gorrito procedió a sacarle el asiento a la moto
para revelar en su interior una bolsa transparente, con varias he-
rramientas de metal. Se las alargó sin sonreír, calmado:
—A ver si te sirve alguna.
Cuando la llanta trasera de la bicicleta estuvo otra vez en su sitio
y la cadena por fin volvía a girar, David le devolvió al hombre de
la moto las llaves. El chico del gorrito de lana gritó emocionado:
—¡Por fin, conchesumare! Mira que justo hoy no he traído mi
mochila. A mí me suelen pasar estas cosas. Son las turbulencias
del viaje, ¿manyas? Ahora ando con parches, llaves de tuercas,
todo. Hay que estar preparado. Hemos tenido suerte de que nos
prestaran esas llaves ahorita.
(«Sí, tal vez tengas que armarte tu kit de bicicletas, regresando
a casa»).
El chico le explicó lo de los cambios y acomodó la bicicleta
para que la cadena ya no traqueteara. David le agradeció una vez
más:
—Disculpa por haberte arruinado la fiesta. Creo que lo me-
nos que puedo hacer es salvarte. ¿Fumas?

112
Tras un par de minutos en frenesí con agua y jabón, sus ma-
nos limpias acomodaron la hierba desmoñada en su pipa.
—Pensé que no tenías, pero uno no se puede negar cuando
le invitan.
La encendieron y en cinco hits se acabaron todo.
—Puta, gracias loco. Manejar stone es lo máximo. Es como
hacer un culo de ejercicio, pero no te das cuenta. Eso es chévere.
David estaba guardando en el bolsillo de la polera el desmo-
ñador, la pipa y los moñitos que quedaban en su ziploc, cuando
el chico del gorrito se empinó sobresaltado.
—Asu, te iba a cagar bien feo, me olvidé de ajustarte el freno.
Agachó la espalda y maniobró cerca de la llanta posterior.
—Ya está. Lo único que, como no hemos ajustado a full la
bicicleta atrás, deberías ir tranqui, no a lo rápidos y furiosos, sí
llegas normal, pero con calma. —David estrechó su mano y le
pidió disculpas una vez más.
—Hombre, siempre hay que dar una mano a quien lo necesita.
Once y media de la noche y, gracias a dos completos extraños,
la bicicleta volvía a estar operativa, lista para el trecho de regreso.
David juraba que había estado avanzando con calma. Estaba
tan acostumbrado a pedalear en exceso que, ahora que tenía el
cambio más ancho y el asiento más arriba, manejar bicicleta en
Barranco se sentía como sobrevolarlo en una pluma. Empujar
los pedales con las piernas jamás había sido tan sencillo. La mú-
sica sonaba en sus audífonos y cantaba en voz alta mientras con-
tinuaba pedaleando con destino a Miraflores. Desde hacía meses
la sensación de regresar a casa en bicicleta, pasada la medianoche,
se le había ido de la memoria. Tanto se le había ido que terminó

113
enrumbándose por una calle por la que no solía hacer su camino
de regreso. Pedaleada tras pedaleada, la velocidad y su seguridad
aumentaban, hasta que, de pronto, la bicicleta empezó a perder
empuje. «Conchesumare, no». David empezó a pedalear con más
fuerza, pero la llanta trasera se negó a avanzar. Se detuvo y bajó.
La llanta posterior: suelta, atorada, arrastrando todo el ruido del
jebe. Miró a su alrededor y el nudo en la garganta empezó a for-
marse: la calle estaba desolada, decorada apenas con unas cuatro
o cinco casitas destartaladas; frente a él, el jirón terminaba una
cuadra después, donde chocaba en otra calle perpendicular. Las
luces de los faroles no eran suficientes para iluminar la penum-
bra. Ni modo. Tomó la bicicleta y empezó a empujar, haciendo
su mejor intento por ignorar la completa inmovilidad de la llanta
posterior.
No había caminado veinte pasos cuando lo escuchó:
—Brother, ¿tienes hora?
En vez de seguir avanzando, dejó escapar un no anodino des-
de el borde de su garganta.
—¿Y esos audífonos? ¿No tienes celular acaso? ¿Por qué
desconfías, brother?
Tenía razón. ¿Por qué la desconfianza? Si bien el hombre
tenía una botella de Cifrut en la mano que no olía a jugo de
naranja, su apariencia no distaba mucho de la del hombre de la
moto: gorra con visera, casaca negra, jean y zapatillas. Ahora,
el atuendo estaba coronado por un par de audífonos negros
colgando del cuello, desde donde se captaba algo del reguetón
que sonaba. David decidió actuar con calma. Hacerle la conver-
sa, aflojarlo un poco, ver qué quería. Le contó todo lo que le

114
había pasado para llegar allí. Cómo le habían sacado la llanta y
la habían vuelto a poner.
—Uy, ese huevón que te ha ayudado es un imbécil, pe. —Se
agachó sobre la llanta—. Te ha cagado los frenos, huevón. Por
eso no avanzas, ya me di cuenta (iluminaba con su celular para
poder dar un mejor diagnóstico de la situación).
—¿Y? ¿Qué me recomiendas entonces?
—Yo te puedo ayudar ahorita. Mi taller está por acá a unas
cuadras.
—Bueno, si así puedo llegar hoy a casa en bicicleta, por
qué no.
El hombre le preguntó de dónde era.
—«De por Jesús María» —le dijo David, mientras empujaba
la bicicleta y lo seguía.
—Ah, chucha, esa mierda es lejazos. ¿Tú conoces por acá?
—Algo, aunque la verdad me ubico más por donde todo el
mundo para. ¿Y tú? ¿En qué has estado?
—Ahí chupando un poco. Yo estaba hace un rato con una
hembrita, pe.
—¿Y dónde está ella ahora? ¿Se fue?
El hombre no respondió. Se limitó a seguir caminando con la
mirada perdida en el camino.
—¿Por dónde has estado? — preguntó repentinamente.
—Por jirón Lima, en una muestra de canto de mi profesora.
No me podía quedar hasta tan tarde para regresar con calma a mi
casa, pero al menos ya me di una vuelta.
—Oe, no es por nada, pero a esta hora va a ser una mierda
arreglar tu bicicleta. Te cobro un cheque por hacértela bien, pe.

115
—Ya, por mí normal, un taxi me cobraría el doble, te lo agra-
decería muchísimo. ¿Tu taller está muy lejos?
—Acá a unas cuadras. Por donde dices que has estado, por
jirón Lima. ¿Tienes el cheque?
—Nada, tengo solo veinte.
—Pásamelos, que tengo vuelto.
El hombre tomó su billetera y sacó de ella un billete de diez
soles. David le alargó los veinte y estiró la mano esperando su
vuelto. La noche estaba sellada al vacío. Ni un solo auto transita-
ba por la calle y ya habían caminado al menos unas seis cuadras
entre las callejuelas menos turísticas de Barranco.
—Da lo mismo que te lo pague ahorita o en el taller, ¿no?
¿Por qué eres desconfiado? Más bien deberías agradecerme que
estás caminando conmigo por acá, conmigo no te va a pasar
nada, vas a ver.
Varios metros después, de pronto y en mitad de una cuadra,
un encendedor escupió una llamita al otro lado de la calzada. Un
chiquillo con atisbos de barba encendía una pipa.
—¿Oe, quieren?
Siguieron caminando, mientras David olía el humo que se acer-
caba y se daba cuenta que, tal vez, la hierba iba a ser de ayuda en
esta ocasión. «La hierba une personas, les regala algo de confianza»,
le habían dicho varias veces varios de sus amigos, esos personajes
que podrían ser infinitamente más grandes si no fuera porque tie-
nen miedo, porque se han acostumbrado a no tener importancia o
porque alguien o algo les ha hecho mucho daño en el pasado.
—Tal vez te puedo salvar, en vez de tener que pagarte. ¿Qué
dices? ¿Fumas?

116
—¿De qué hablas? ¿De grifa? Claro, pues. Huevón, si grifa
tengo. Y de la rica todavía.
Como un prestidigitador, abrió su mano ante el rostro de Da-
vid para mostrar un moño esponjoso. Lo guardó en su bolsillo.
—Yo también tengo algo, me queda un poco de lo que com-
pré esta semana.
—A ver, a ver, qué tal está.
(¿Por qué no confiar, David? ¿Cuándo le has negado la
confianza a alguien?)
Sacó de su bolsillo de la polera el ziploc donde quedaban al-
gunos moñitos para el resto del fin de semana. El hombre tocó
por encima del plástico, abrió la bolsa y la olió.
—No está mal. —La mantuvo en su mano mientras seguían
caminando.
La estación Balta emergió y, con ella, mucha más luz de la que
habían tenido las calles durante las últimas diez cuadras.
—Mira, por ahí, esa entradita, ¿tú conoces Barranco Bar?
Puta, por ahí es bravo, huevón. Por ahí salen chibolos a robarte
y, puta, encima a veces tienen fierro, pe. Firme, estás conmigo y
no te pasa nada.
Empezaron a caminar por las dos cuadras que separan la esta-
ción Balta de la plaza Butters. Ya comenzaban a aparecer perso-
nas andando alrededor de ellos, como espectros.
—¿Tienes pipa? Porque si no, podemos usar la mía, pero no
sé para dónde ir.
—A ver tu pipa.
«No, no, esto es un patrón», David reflexionó. No puedes no
haberte dado cuenta antes. Sigue empujando la bicicleta y balbu-

117
cea algo, no puede sacar la pipa del bolsillo porque está empu-
jando.
—Pero para un rato y yo te la sostengo, pes.
—Mejor en tu taller, cuando lleguemos. ¿Ya estamos
cerca?
—Ya te dije ya, estamos yendo para ahí por donde tú estabas,
avenida Lima.
Llegaron a la esquina antes de la plaza y el hombre empezó a
dar la vuelta como quien va hacia el mercado, por calles que se
veían aún más tétricas.
—Por acá es —dijo.
David quiso parar en seco, pero sabía que no podía hacer eso.
—Yo nunca te dije que me iba para avenida Lima, jirón Lima
te he dicho, y eso no es por acá —le dijo.
El hombre, mudo: siguió caminando hasta que se detuvo en
mitad de la pista, en la esquina de Balta con García y García. Se
dio la vuelta casi con gracia.
—Oe, ¿tú me estás haciendo problemas?
—No, mano, pero ya estoy tarde y quiero volver a mi casa. Voy
a tener que pedirme un taxi o algo y para eso necesito mi vuelto.
—¿De qué vuelto me estás hablando?
—Cómo que de qué vuelto, las veinte lucas que te di.
El hombre levantó su pulgar hacia un lado, luego hacia el otro.
(¿Estaba llamando a alguien más?)
David consideró las posibilidades y apretó con fuerza inusita-
da el manubrio de su bicicleta malograda.
—¿Por qué me vas a hacer bronca, huevón? ¿Ah? ¿Me vas a
hacer bronca?

118
David le dirigió una mirada, directa a los ojos, casi como una
súplica.
—Camina, camina nomás, huevón.
David exhaló por la nariz y apretó los dientes. Le dirigió una
mirada más. («Conchatumadre»). Mientras, daba media vuelta y
empezaba a caminar hacia plaza Butters. A mitad de la cuadra, se
detuvo y volteó la mirada: el hombre seguía ahí, de pie y obser-
vándolo. Las manos hechas un puño al costado de sus caderas y
el gesto altivo de un gallo de pelea. El ziploc seguía en su mano
y los veinte soles en su billetera. Un auto pasó por detrás de él,
iluminó de pies a cabeza la figura del hombre. Su gesto quedó en
penumbras y David volvió a dar la vuelta. Empujó con desgano
la bicicleta hasta llegar a una esquina de la plaza y se plantó ahí,
sosteniéndola entre sus manos.
Hace media hora está plantado en el mismo lugar, observando
el semáforo cambiar y las personas que entran a la discoteca, con
el cuerpo dispuesto a bailar y alcoholizarse. Sus ojos vidriosos
están a punto de romperse y sus músculos no se tranquilizan
del todo. Se siente estúpido, derrotado, vulnerable. ¿Y si llama a
alguien? ¿Alguien vendrá? ¿Alguien podrá pedirle un taxi? ¿Podrá
pedir ayuda? ¿En quién confiar? ¿Y si mejor se las arregla por
su cuenta? ¿Será más seguro así? ¿Por qué no salen las palabras?
¿Por qué ya no está cantando? ¿Por qué su voz se ha vuelto un
hilo? ¿Cómo se llega a Jesús María a pie y con una bicicleta estro-
peada a las dos de la madrugada? Este era el fin del viaje sobre
dos ruedas.
«Por aquí nunca ha habido ciclovía, lamentamos los inconve-
nientes, planee una ruta alternativa la próxima vez».

119
2021
— Lizardo Aguilar —

Usted puede ser un rey o un pequeño barrendero, pero al final todo el mun-
do baila con la muerte.
Robert Alton Harris

A usted no lo acusan de ser un evangélico protestante, sino de


ser un depravado sexual, una bestia sin escrúpulos, un error de
la naturaleza. Pero, hombre, tranquilícese que lo he escuchado y
voy a darle el beneficio de la duda. Después de todo, aquellos que
lo acusan no difieren mucho de usted: ellos regalan rosas para
consumar sus más insondables deseos, pero tú en lugar de rosas
regalas muñecas.
Dice no ser de aquí, me refiero a que nunca antes había vivido
en la capital; eso ha debido causarle muchos problemas. A eso
tendríamos que sumarle que es pastor o predicador, como quiera.
Con lo que le gusta a los capitalinos estereotipar a los que pare-
cen extranjeros, y no solo a ellos, también a los fanáticos, revolu-

121
cionarios, barristas, y, por sobre todo, a los evangelizadores. Pero
no se me ofenda que hay algo que todavía sigo sin comprender.
¿Qué hacía el último domingo en la casa de la víctima? ¿Borrar
evidencia? ¿Sabía que ella se encontraba desaparecida desde el
jueves?
No estoy interesado en saber bajo qué pasajes bíblicos sedujo
a esta niña, o enamoró, si quiere. Como le digo, cada uno tiene
su modus operandi. No le quiero mentir, pero se encuentra metido
en un lío tremendo. He apagado la grabadora un momento. Sé
que es anticonstitucional pero, como yo confío en usted, lo haré.
En la habitación de al lado hay un chiquillo que también fue
relacionado con la víctima, y que además este lo ha incriminado
con la desaparición de esta muchachita, Janice, poco antes de que
reportaran su desaparición.
—Janice, ¿estás segura que tus padres van a demorar?
—Sí, y no creo que sea buena i…
—… pero qué tiene de malo. Nos gustamos y las chicas a tu
edad… ya sabes.
—No es eso.
—¿Entonces?
—No me siento cómoda.
—Lo vas a estar.
—No me fuerces, por favor.
—Solo déjame intentarlo.
—¡No! ¡basta!
—Será rápido.
—¡Me lastimas!
—Te va a gustar.

122
Usted creyó que nadie se iba a enterar, que un hombre de
rasgos teutones pasaría desapercibido, pero ahora con esto de
la tecnología y la seguridad todo el mundo tiene cámaras, hom-
bre. Si usted admite que lo hizo podría reducir su pena; si al
menos intenta colaborar con la justicia y constata dónde está el
cuerpo de Janice, estoy seguro que en unos cuantos años podría
salir libre.
—Padre, tengo que confesarle algo que no me deja dormir en
las noches.
—Janice, ya te he dicho que Padre solo hay uno. Será mejor
que te acostumbres a llamarme por mi nombre.
—Quiero confesarme con us…
—… también te he dicho que Dios es el único que perdona
todas tus maldades y sana todas tus dolencias.
—Rezo todas las noches para ya no tener estos pensamientos.
—¡Janice, detente!
—Lo siento, no quise hacerlo, lo siento de verdad.
—¿Por qué hiciste eso?
—Lo siento. No lo sé. Fue un impulso.
—Sé que estás confundida.
—¿Por qué me mira así? Yo también me doy cuenta, no me ve
como a las demás chicas.
Usted no ha colaborado de la manera en la que queríamos.
Hoy han encontrado el cuerpo de Janice quemado y enterrado;
déjeme decirle que no tiene muchas opciones. Tengo todas las
intenciones de ayudarlo, pero usted continúa con afirmar su ino-
cencia. Lo único que ahora puedo hacer por usted es salvarlo de
la pena de muerte.

123
—¡Clifford Krauchiner Martínez! Si tiene algo que decir en su
favor se acerca, se sienta y nos lo manifiesta.
—Primero… quiero decir que si no he declarado antes es por-
que se me informó de los delitos que se habían cometido, pero
no de los hechos. Cuando empecé este juicio decidí no declarar
porque, sinceramente, no me iban a creer. Es un poco absurdo
relatar algo cuando no van a creerlo. No es que ahora pretenda
que me vayan a creer. Y tampoco no voy a decir nada que no haya
salido en los informes. Me hice pastor porque desde que era niño
mostré vocación de servicio. [Exhalación]. Cuando Janice llegó a
la Casa de Dios mostró inmediatamente un apego hacia mí, yo
no encontré nada de raro en eso. Ella siempre tenía dudas de
todo tipo, dudas que yo intentaba aclarar, tal vez eso fortaleció
nuestro vínculo, tanto que después fui yo quien empezó a tener
dudas. [Exhalación].
Usted creyó que su ambigua explicación podría ablandar la
decisión de su Señoría. Solo le pedí un poco de confianza pero
usted aludía con necedad a su inverosímil inocencia. ¿Sabe? Co-
mencé a lamentarme por haberle otorgado el beneficio de la
duda. A pesar de que no aparentaba una inteligencia por enci-
ma del promedio, yo sabía que escondía una peculiar listeza para
justificar sus actos. Cuando comenzó a soltar esos argumentos,
sacados de no sé dónde, supe que no trataba con una persona
cualquiera, pero sus exhalaciones continuas, sus jadeos quejum-
brosos y sus resuellos al final de cada argumento terminaron por
jugarle en contra.
—Cuando iba a visitarla a su casa, en condición de predica-
dor, por supuesto, siempre me tenía una pregunta curiosa. Una

124
vez me cuestionó, haciendo referencia al antiguo testamento, de
por qué Dios había encomendado a Moisés iniciar una Guerra
Santa en contra de los madianitas: «Matad pues a todos los varo-
nes entre los niños; matad también toda mujer que haya conoci-
do a varón carnalmente. Y todas las niñas, entre mujeres que no
hayan conocido ayuntamiento de varón, os reservareis vivas para
nosotros», Números 31:17-18. Ella no entendía por qué Dios
quería descargar su furia sobre Madián. Yo le explicaba que era
porque a él no le gusta que se practique la apostasía y la idolatría.
Entonces ella me volvía a preguntar: «¿Para qué necesitaban solo
a las niñas vírgenes? ¿Qué hacían con ellas? ¿Acaso había niñas
que no eran vírgenes?» Sé que no era una mayor de edad, pero
tampoco era una niña. [Exhalación]. Janice era una persona lista.
La última vez que conversamos pasó algo extraño: ella tuvo una
pulsión, nos incomodamos, le dije que estaba confundida, ella se
disculpó. Yo no la seduje como mencionan, tal vez fue ella quien
me tentó… Sé que ambos estábamos confundidos. Su Señoría,
nadie está exento de pecar. Pero eso no me convierte en un asesi-
no ni tampoco en un [Exhalación] violador. Los testigos afirman
habernos visto en distintas ocasiones pero yo nunca me hubiera
atrevido a hacer algo que no estuviera bien ante los ojos de Dios,
por eso volví a visitarla el jueves siguiente, yo ignoraba sobre su
desaparición [Gemidos]. El jovencito que afirma haberme visto
en distintas oportunidades con Janice no miente. Pero salíamos
a caminar y hablar de Dios, ella me contaba que un patrullero de
policías siempre la seguía, yo le decía que todos los patrulleros se
parecían, incluso los policías. Eso ya lo había dicho, y parece que
lo tomaron a mal [Gemidos].

125
Usted creyó que sus ojos verdes y su perfil afligido serían su-
ficientes para aplacar el rechazo y repudio que había generado
la prensa. Pero estaba confundido. Su madre, de nacionalidad
peruana, ya había sufrido el engaño de un gringo, de un extran-
jero, usted ya cargaba con los estigmas de su padre. La frialdad,
obvio de advertir en su persona, que tuvo para volver a buscarla
en su casa lo está condenando a muerte. Tiene a toda la prensa
encima de usted. Antauro ha denunciado el Pacto de San José, ha
cambiado la constitución política, y lamento decirle que podría
ser el primero en ser sentenciado a muerte después del quebran-
tamiento de dicho protocolo. Vaya suerte la que tiene.
—Sé que debí de esperar a que estuvieras preparada.
—Ya no tiene importancia.
—Janice, lo siento.
—No tiene importancia.
—No llores, por favor.
—Yo tengo la culpa, no debí…
—… Estamos juntos en esto.
—Solo déjame estar sola.
—Lo siento.
—¡No lo sientes!
—Existe una manera de solucionarlo.
—No la hay.
—Sí la hay.
—¿Cómo?
—Vamos a caminar, te hará sentir mejor, conozco un lugar.
—No quiero volver a verte nunca más.
—Después de que Janice cruzó esa línea no pude estar tran-

126
quilo, por eso es que regresé a buscarla, conversar, sanar sus he-
ridas, llenar esos vacíos. Sabía que se sentía sola, ella quiso ad-
vertirme que algo andaba mal y yo no supe escucharla: por eso
regresé. Me acusan de haberla sacado de su casa con engaños,
pero no fue así. Existía un vínculo cercano entre nosotros, sí,
pero yo no tuve que ver en su desaparición, ni en las violaciones
que su cuerpo presentó. Estoy apenado por lo que le ha ocurrido
[Llanto]. Soy inocente su Señoría. Eso es todo [Llanto].
El perito criminalista encontró evidencias de haber sido ul-
trajada durante largos periodos y por distintas personas. Estaba
embarazada. Pero usted no quiso ayudar a atrapar a las demás
personas. Ahora ya no me quedan dudas. Le pedí transparencia
para ayudarlo, pero me temo que es demasiado tarde. Un cape-
llán lo visitará para rezar por su alma con la esperanza de que
pueda reconocer sus pecados, al menos, ante la cruz; y así sea
perdonado porque su juicio terminará aquí pero comenzará uno
nuevo: un juicio divino al que todos estamos invitados y al que
todos llegaremos en algún momento.
—¡Suéltame!
—No grites. No te haremos daño.
—¡¿A dónde me llevan?!
—¡Duérmela!
—No, por favor.
—¿Cuánta dosis?
—No le he contado a nadie.
—Tenemos que asegurarnos.
La sentencia fue dictaminada y no me he despedido de usted,
al menos todavía no. Hay noches en las que no puedo dormir. Lo

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imagino caminando por el corredor de la muerte; he leído por ahí
que muchos sentenciados a pena capital sufren del síndrome del
corredor de la muerte. La angustia de no saber en qué momen-
to van a morir debe de ser algo trastornador. No se utiliza una
guillotina, no existe ningún patíbulo, tampoco una silla eléctrica
como en Prisión Break: el fusilamiento es decimonónico, el gas
letal es costoso, es más sencillo de lo que cree: una inyección
letal. El viaje dura solo diez minutos. Pero este ritual comienza
un día antes de la ejecución. Te entregarán un reloj, un reloj de
la muerte, entonces sabrás que aún te quedan veinticuatro horas;
desde ese momento, estoy seguro, priorizarás tus pensamientos.
Te proveerán de una vestimenta cómoda, como si a esas altu-
ras te irá a importar tu imagen. Para la cena te darán a elegir lo
que se te plazca, con la condición de que no exceda los sesenta
atahualpas. Y el reloj seguirá avanzando. ¿Me pregunto si po-
drás dormir? Yo no podré. No puedo. Cuando amanezca segui-
rás dando vueltas por el mismo corredor. No entiendo por qué
eligen la puesta de sol para el momento final. Los aborígenes de
una tribu australiana creen que cuando una persona muere viaja
en dirección al oeste, hacia el Sol que desciende en el horizonte.
En esos rayos vespertinos los muertos transitan hacia su noche
final, un puente entre la luz y las tinieblas. Lo leí en un libro de
Guillermo Arriaga. ¿Sabes? Me hice abogado por temor a no ser
escritor. Tengo muchas ganas de contar lo sucedido, pero des-
pués me pregunto ¿a quién le podría importar? Para alguno hasta
le podría parecer una mala copia de El extranjero. Cuando el Sol
esté por ocultarse te conducirán a un habitáculo que hasta ese
momento solo habías imaginado. Te llevarán escoltado en una

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caminata interminable de cinco metros y te atarán a una camilla.
Desde dos habitaciones separadas se logrará ver la escena final,
solo los familiares de la víctima y del victimario. Se te inmoviliza-
rá en la camilla y se te introducirá unos tubos intravenosos. ¿Será
un médico el encargado? ¿No incurriría en violar su código de
ética? No lo sé. Un gendarme estará a tu costado, el capellán es-
tará cerca de tus pies y entonces se te permitirá hacer una última
declaración, una última antes de partir.
—¿Tiene algo que decir?
—Parece que no tiene nada que decir, capellán.
—Espere un momento, ¿tiene algo que manifestar?
—Es en vano.
—Sí.
—Adelante, hijo mío.
—¿Cree que podré volver a ver a Janice?
Así fue como usted invirtió sus últimos segundos. Dijeron
que el medicamento actuaría durante diez minutos, en usted solo
demoró siete. Sé que le gustaría saber que a una de las perso-
nas que testificó en su contra me la encontré esta tarde; estaba
acompañado de varios tipos mayores que él, vestidos de civiles
pero parecían policías, hostigaban a una muchachita. Me miraron
fijamente, parece que se asustaron. No puedo dormir, muchas
dudas aún me invaden, al menos, sé que por tu parte ninguna
duda estará agobiándote. ¿O tal vez sí?

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La última moneda
— Camilo Granados —

Sixto buscó en su bolsillo y sacó la última moneda que le queda-


ba. La giró con los dedos. Era el primer sol que había ganado en
la tiendita. Antes de que muriera su esposa, le había prometido
que mantendría el negocio que habían iniciado juntos y que no
usaría el fondo que ahorraron para la universidad de su hijo. Du-
rante dos años trabajó en la bodega de lunes a domingo, sin hora
de almuerzo, sin feriados, sin sentido. Su hijo de dieciséis años se
había marchado el mismo día del entierro. No se despidió y no
necesitaba hacerlo. Con Juana muerta, ya no tenían que fingir ser
la familia que no eran.
Mantuvo la bodega con ahínco, quizá porque esperaba que su
hijo regresara a pedir el dinero, quizá porque no sabía hacer otra
cosa, quizá porque los clientes eran las únicas personas con quienes
podía conversar, si tenía suerte. Pero poco a poco estos dejaron de
ir y Sixto nunca supo si fue porque se cansaron de escuchar sus
lamentos o porque la tienda estaba cada día más sucia y más vacía.
Giró otra vez la moneda con los dedos. Cara y sello se repitie-
ron por unos minutos. La primera moneda que ganó era también

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la última que le quedaba. Diez años después de la partida de Jua-
na, cuando finalmente se quedó sin dinero para mantener la tien-
da y mantenerse él mismo, pensó que era justo retirar los ahorros
del banco y tener algo con qué vivir sus últimos días.
Giró la moneda hasta que se atrevió a salir. Mientras caminaba
pensó en el único momento en que sintió una conexión con su
hijo. Estaba tan callado e indefenso cuando lo cargó por primera
vez en el hospital. Juana estaba en la sala de operaciones por una
complicación y el doctor le encargó darle la leche al bebe. Intentó
ponerle el biberón en la boca y todo se fue a la mierda. El niño
comenzó a llorar escandalosamente; después fueron los berrin-
ches en el supermercado o las pataletas para no irse a dormir.
Al entrar al banco, se dirigió de frente a la ventanilla preferen-
cial. La cajera le preguntó qué operación deseaba realizar. Él le
explicó que quería sacar el dinero de la cuenta de su esposa que
había fallecido hacía diez años.
—¿Tiene hijos? —le preguntó con indiferencia la señorita.
—Sí, uno, pero no sé nada de él.
—En ese caso tiene que hacer la sucesión intestada con un
notario. El trámite cuesta aproximadamente mil soles. ¿Desea
algo más?
—Señorita, yo no necesito ese papel porque esa plata me la
dejó mi esposa. Solo quiero sacar una parte, voy a dejar lo que
le corresponda a mi hijo —dijo Sixto, tratando de no perder la
paciencia.
—Eso no es posible sin el documento que le indiqué. Siguien-
te por favor.
—Señorita, ¡necesito mi puto dinero! —gritó.

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El personal de seguridad lo sacó a empellones del banco. Los
demás clientes lo grababan con sus celulares. Sixto gritaba e in-
sultaba a todo el mundo.
Caminó para regresar a su casa. Sintió un dolor en la frente
producto del golpe que se dio con la puerta del banco mientras
forcejeaba. Recordó la vez en que su hijo lo había golpeado en el
mismo lugar.
—Necesito plata para un trabajo del colegio. Diez soles.
—A mí no me vengas con cuentos. Tú lo que quieres es irte a
fumar —le había respondido Sixto.
—Solo dame la plata, ¿quieres? Igual a ti no te importa lo que
haga con ella.
Sixto le había tirado dos monedas de cinco en la cara. El chi-
co, furioso, le tiró un puñetazo. Salió corriendo antes de que pue-
da reaccionar. Luego de eso no volvieron a hablar más.
Abrió la puerta de la bodega y se dirigió a la trastienda donde
dormía. Al entrar a su cuarto, buscó en su bolsillo y lanzó al aire
la moneda. Sello. Se sacó la correa. Cerró la puerta y colocó un
banco debajo del ventilador del techo. Prendió la computadora,
abrió la página de anuncios clasificados, y escribió: «Se traspasa
negocio por fallecimiento del dueño».

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