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Antes de que los aviones acortaran tanto las distancias, los españoles
que venían a México se despedían para siempre de sus familiares. En-
tonces se hacían indispensables unos signos que mantuvieran vivo, en
el hogar y en el corazón de los padres, el recuerdo del hijo: una fotogra-
fía tomada junto a la Virgen de la Covadonga, un «Os quiero mucho»
dejado en un papel sobre la mesa, el comer la fabada –que tanto le
gustaba al hijo– cada aniversario del día de la partida…
Ese jueves, Jesús deja tres signos, para recordarnos que él está siem-
pre con nosotros, aunque no lo veamos.
Jesús quiere que algunos de sus discípulos lo representen ante los de-
más, para que todos podamos verlo después de su ascensión. Escoge
a unos hombres frágiles, limitados y pecadores y los unge con su Espí-
ritu. Serán sus sacramentos vivos, transmisores de su amor.
Jesús lava los pies a sus discípulos y, así, nos muestra que el amor es
servicio humilde. Nos manda que nos amemos mutuamente como él
nos ha amado (cf. Jn 15,12). El amor entre nosotros produce su presen-
cia: Donde hay amor, allí esta Dios.
Fue tan trágico lo vivido en el Calvario, fue tan real la muerte del Maes-
tro, que sienten que también ha muerto la esperanza. Y sin esperanza,
sólo queda abierto el camino de la tristeza, la depresión y el suicidio.
¿Hablamos sólo de lo que pasó hace veintiún siglos o será ésta también
una imagen de lo que vivimos ahora? Dios ha muerto en tantos corazo-
nes; para muchos la vida carece de sentido. Tanta gente vive sin
esperanza, sin gozo, sin paz; el mundo se hunde a causa del odio, la
injusticia, el hambre, las guerras. Parece que la humanidad vive en un
perenne Sábado Santo.
Jesús vive, ha resucitado. En esta noche, no nos podemos cansar de expresar con
asombro y con un corazón agradecido, nuestra fe en la resurrección, en la presencia viva de
Jesús en medio de nosotros. Dios ha resucitado al Crucificado.
Este Dios, a quien Jesús llamaba Padre, se muestra como tal destruyendo a la muerte
para abrazar a su Hijo. Nada ni nadie les puede separar; su amor supera todas las fronteras y
destroza todos los obstáculos.
Y en este abrazo del Padre que resucita a Jesús, descubrimos su profunda comunión
de vida, su total unidad, y reconocemos y proclamamos con admiración y alegría, que Jesús
es el Hijo de Dios, el Cristo, el Señor de la vida y de la historia.
En Jesús descubrimos a un Dios que no sólo nos ha dado el don de la vida, sino que
se interesa por nosotros y nos ama. Y nos ama hasta tal punto, que quiere abrazar y hacer
suya toda nuestra vida; con todos sus avatares y contradicciones, con todas sus posibilidades
y limitaciones, con todas sus riquezas y miserias, con lo que tiene de más semejante a Él y con
lo que es más opuesto y contrario a Él mismo.
Es un Dios locamente enamorado de nosotros y que quiere hacernos sus hijos. Quiere
ser un Padre para nosotros. Una locura. Y una locura de amor que llega hasta el punto que
nos lleva a pensar que nos quiere más que a su propia vida; pues sale a nuestro encuentro en
su Hijo Jesús, abraza nuestra vida, se pone a nuestro servicio y nos entrega su vida.
El Crucificado, que ha muerto asumiendo toda nuestra vida y nuestra muerte, ha sido
resucitado. La muerte ha sido vencida. El Padre, al resucitar al crucificado que ha abrazado
toda nuestra humanidad, ha resucitado a toda la humanidad. Si Cristo ha resucitado, también
nosotros hemos sido resucitados en Él. Dios quiere que vivamos para siempre en Él y con Él,
porque nos ama, y no quiere que nada de lo que es suyo se pierda.
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Pero además, en la resurrección de Jesús, Dios pronuncia un sí, igualmente definitivo
al estilo de vida y a la causa por la que Jesús vivió y entregó su vida. En el conflicto que lleva a
Jesús a la muerte, Dios da la razón a Jesús. Jesús tenía razón. Y su causa es el camino que
salva al hombre.
Por eso, para nosotros hoy, creer en la resurrección de Jesús, no puede significar
solamente proclamar que Jesús vive. Es mucho más que eso. Significa proclamar y gritar con
nuestra vida que Jesús tenía razón; que el camino que siguió Jesús es el verdadero camino;
que ver la vida como Él la vio, rechazar lo que Él rechazó, amar lo que Él amó, luchar por lo
que Él luchó y vivir como Él vivió es lo único que llena de sentido y plenifica la existencia
humana; es lo único que verdaderamente vale la pena vivir; lo único que nos hace humanos,
libres y felices.
En este mundo, y en nuestra propia vida, tan llenos de miseria e injusticias, de mentira
y corrupción, de dolor y de muerte; no podemos limitarnos a ser espectadores indiferentes, o
críticos destructivos, o a compadecernos dejándonos invadir del desencanto estéril.
Creer en el Resucitado y vivir como resucitados, es poner gracia donde hay culpa;
poner salud donde está la herida; poner amor donde hay condena. Es poner perdón donde hay
ofensa; poner alegría donde haya tristeza; poner unión donde hay división. Es poner
esperanza donde hay desesperación; poner misericordia donde solo hay justicia; poner libertad
donde hay esclavitud. Es poner vida donde hay muerte; poner ternura donde hay dureza;
poner paz donde hay conflicto. Es poner compañía donde hay soledad; poner solidaridad
donde hay sufrimiento; poner la escucha donde hay silencio. Es poner amor, mucho amor,
donde hay odio, egoísmo y desamor.
Cristo vive, Jesús ha resucitado. Dejemos que este acontecimiento inunde nuestra vida
y la transforme. Dejemos que la resurrección penetre, invada y empape nuestra vida, para que
generemos resurrección y vida allí donde estemos y por donde vayamos.
Que seamos, hoy y siempre, con el Resucitado, resurrección y vida para todos.