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Misterio Pascual

Fernando Torre, msps.

Jueves Santo: SIGNOS DE LA PRESENCIA

Un jueves, Jesús se reúne a cenar con sus apóstoles. Muchas otras


veces ha compartido con ellos los alimentos y la amistad. Pero esta vez
es diferente; sabe que sus adversarios traman algo; intuye que su
muerte está cercana. Es una cena de despedida.

Antes de que los aviones acortaran tanto las distancias, los españoles
que venían a México se despedían para siempre de sus familiares. En-
tonces se hacían indispensables unos signos que mantuvieran vivo, en
el hogar y en el corazón de los padres, el recuerdo del hijo: una fotogra-
fía tomada junto a la Virgen de la Covadonga, un «Os quiero mucho»
dejado en un papel sobre la mesa, el comer la fabada –que tanto le
gustaba al hijo– cada aniversario del día de la partida…

Ese jueves, Jesús deja tres signos, para recordarnos que él está siem-
pre con nosotros, aunque no lo veamos.

Un poco de pan y de vino, por la acción del Espíritu Santo, se transfor-


man en el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo y se nos dan en alimento.
Sólo el amor es capaz de inventar tal milagro.

Jesús quiere que algunos de sus discípulos lo representen ante los de-
más, para que todos podamos verlo después de su ascensión. Escoge
a unos hombres frágiles, limitados y pecadores y los unge con su Espí-
ritu. Serán sus sacramentos vivos, transmisores de su amor.

Jesús lava los pies a sus discípulos y, así, nos muestra que el amor es
servicio humilde. Nos manda que nos amemos mutuamente como él
nos ha amado (cf. Jn 15,12). El amor entre nosotros produce su presen-
cia: Donde hay amor, allí esta Dios.

La Eucaristía, el sacerdocio ministerial y el amor fraterno son distintas


maneras de la presencia de Jesús entre nosotros.
Viernes Santo: EL CRUCIFICADO

Es una pena que nos hayamos acostumbrado a ver la imagen de Jesu-


cristo crucificado, pues ya casi no nos dice nada. Difícil nos resulta
recordar si en la casa de un amigo o en un local que hemos visitado
había o no un crucifijo. Mirar al Crucificado debería causarnos la misma
impresión, honda e imborrable, que si viéramos en una casa la fotogra-
fía de un pariente fusilado o ahorcado.

En algunas culturas el crucifijo es rechazado: ven a un hombre agoni-


zante o muerto, cuyas manos y pies están atravesados por clavos; con
una corona de espinas; que tiene la espalda herida por la flagelación;
con sangre por todas partes. Nosotros también vemos esto ¡y permane-
cemos indiferentes!

Un día, mientras yo presidía una celebración, una niña de tres años de


repente estalló en lágrimas; su rostro se llenó de horror. ¿La causa?
Había visto de cerca una imagen, de tamaño natural, de Cristo crucifi-
cado.

Contemplar al Crucificado debería suscitarnos vergüenza y arrepenti-


miento, pues Jesús fue asesinado por nosotros. La cruz de Cristo es el
signo del odio que le tenemos a Dios, es el signo de nuestro rechazo a
su amor. ¿Qué siente una madre al mirar el rostro de su hija, quemado
por aceite hirviendo que ella derramó?

Por otra parte, al contemplar al Crucificado deberíamos experimentar


gratitud, alegría y orgullo, pues la cruz es el signo del amor del Padre a
la humanidad. Es el signo del amor que Jesucristo nos tiene: «nadie
tiene amor más grande que quien da la vida por sus amigos» (Jn 15,13).
Es el signo del amor de Jesús a su Padre. Y es también el signo del
amor que los humanos le tenemos a Dios; Jesús es verdadero hombre,
no lo olvidemos.

El Crucificado es el signo más denso y elocuente; no dejemos que la


costumbre nos arrebate su significado.
Sábado Santo: DIOS HA MUERTO

Jesús está en el sepulcro. Todo parece haber terminado. María Magda-


lena, las demás mujeres y los apóstoles no salen de su desconcierto.
Con honda pena recuerdan los acontecimientos del día anterior: el ca-
mino hacia el Calvario, la crucifixión, la interminable agonía, las burlas,
la muerte, la sepultura. Luego, el regreso a casa con la orfandad a cues-
tas; la noche casi sin conciliar el sueño; la soledad más sola.

Es sábado. El sábado más largo y triste de la historia.

Fue tan trágico lo vivido en el Calvario, fue tan real la muerte del Maes-
tro, que sienten que también ha muerto la esperanza. Y sin esperanza,
sólo queda abierto el camino de la tristeza, la depresión y el suicidio.

¡Dios ha muerto! Todo fue un engaño. La muerte tiene la última palabra.


Adiós a las esperanzas de liberación (cf. Lc 24,21), a los sueños del
Reino, a las promesas de vida abundante.

Las mujeres quieren ir al sepulcro a embalsamar un cadáver.

¿Hablamos sólo de lo que pasó hace veintiún siglos o será ésta también
una imagen de lo que vivimos ahora? Dios ha muerto en tantos corazo-
nes; para muchos la vida carece de sentido. Tanta gente vive sin
esperanza, sin gozo, sin paz; el mundo se hunde a causa del odio, la
injusticia, el hambre, las guerras. Parece que la humanidad vive en un
perenne Sábado Santo.

Sin embargo, en aquella oscuridad, la Madre mantiene viva en la Iglesia


la llama de la esperanza. A pesar de la evidencia del Calvario, a pesar
del cadáver en la tumba, María sigue creyendo en la promesa de que,
al tercer día, su Hijo resucitará de entre los muertos (cf. Mc 8,31; 9,31;
10,34). Desconoce cómo será, pero sabe que Dios es fiel y que nada es
imposible para él.

Está amaneciendo. Es domingo.


Domingo de Pascua: RESUCITÓ

Hay quienes piensan que la muerte de Jesús fue en vano, y su resu-


rrección, una fantasía, pues el mundo sigue lleno de odio, tristeza,
egoísmo y desesperanza.

Los cristianos creemos que la resurrección de Jesucristo transformó


nuestra vida y cambió el sentido de la historia. Si no hubiera resucitado,
vana sería nuestra fe, estériles nuestros esfuerzos por construir un
mundo más justo y fraterno, ilusoria nuestra esperanza de vida eterna
(cf. 1Co 15,17).

La resurrección no es un hecho aislado en la vida de Jesús; está vincu-


lada, hacia el pasado, con su encarnación, vida oculta, vida pública,
pasión y muerte; y hacia el futuro, con la ascensión, la glorificación a la
derecha del Padre y el envío del Espíritu Santo.

¡Jesucristo resucitó! Ha vencido al pecado y a la muerte. Somos libres.


Tenemos vida nueva.

Cada año celebramos la Pascua. No es el recuerdo de un hecho pa-


sado, sino la actualización de la muerte y resurrección de Jesucristo. Es
un morir con Cristo, a fin de vivir para él, con él y como él.

El Resucitado se nos manifiesta de múltiples maneras, para que tenga-


mos un encuentro vivo con él. Nos comunica su Espíritu Santo. Este
Espíritu nos lanza a anunciar a todos la buena noticia de la resurrección
y nos capacita para construir el Reino.

Nuestro mundo, que parece agonizar, necesita escuchar el anuncio go-


zoso de la resurrección de Jesucristo. Sin embargo, las gentes ya están
cansadas de palabras; lo único que puede convencerlas de la realidad
de la resurrección es que los cristianos rebosemos de amor y alegría,
de solidaridad y esperanza; que vivamos como personas resucitadas.
LA NOCHE DE PASCUA: DE LA MUERTE A LA VIDA

Jesús vive, ha resucitado. En esta noche, no nos podemos cansar de expresar con
asombro y con un corazón agradecido, nuestra fe en la resurrección, en la presencia viva de
Jesús en medio de nosotros. Dios ha resucitado al Crucificado.

Este Dios, a quien Jesús llamaba Padre, se muestra como tal destruyendo a la muerte
para abrazar a su Hijo. Nada ni nadie les puede separar; su amor supera todas las fronteras y
destroza todos los obstáculos.

Y en este abrazo del Padre que resucita a Jesús, descubrimos su profunda comunión
de vida, su total unidad, y reconocemos y proclamamos con admiración y alegría, que Jesús
es el Hijo de Dios, el Cristo, el Señor de la vida y de la historia.

A la luz de este acontecimiento, nosotros también, como los primeros cristianos,


leemos la vida de Jesús y su significado con una luz nueva. Y la admiración, el asombro, la
gratitud y la alegría crecen; y crecen hasta tal punto que se convierten en el clima en el que
vivimos nuestra existencia.

En Jesús descubrimos a un Dios que no sólo nos ha dado el don de la vida, sino que
se interesa por nosotros y nos ama. Y nos ama hasta tal punto, que quiere abrazar y hacer
suya toda nuestra vida; con todos sus avatares y contradicciones, con todas sus posibilidades
y limitaciones, con todas sus riquezas y miserias, con lo que tiene de más semejante a Él y con
lo que es más opuesto y contrario a Él mismo.

Es un Dios locamente enamorado de nosotros y que quiere hacernos sus hijos. Quiere
ser un Padre para nosotros. Una locura. Y una locura de amor que llega hasta el punto que
nos lleva a pensar que nos quiere más que a su propia vida; pues sale a nuestro encuentro en
su Hijo Jesús, abraza nuestra vida, se pone a nuestro servicio y nos entrega su vida.

Y en el abrazo de nuestra vida en Jesús, abraza también nuestra muerte para


destrozarla. Dios quiere nuestra vida. Dios nos ama. Dios quiere que vivamos siempre con El y
que tengamos vida en abundancia, su Vida.

El Crucificado, que ha muerto asumiendo toda nuestra vida y nuestra muerte, ha sido
resucitado. La muerte ha sido vencida. El Padre, al resucitar al crucificado que ha abrazado
toda nuestra humanidad, ha resucitado a toda la humanidad. Si Cristo ha resucitado, también
nosotros hemos sido resucitados en Él. Dios quiere que vivamos para siempre en Él y con Él,
porque nos ama, y no quiere que nada de lo que es suyo se pierda.

En la resurrección de Jesús, descubrimos nuestra verdadera identidad, nuestro origen


y nuestro destino, nuestro verdadero hogar. Somos de Dios; Él es nuestro origen; Él nos ha
hecho sus hijos; y quiere que vivamos siempre con Él en su casa; Él es nuestro destino,
nuestro hogar. La muerte es el paso para llegar a nuestra verdadera casa y alcanzar la
plenitud de la vida; soñada y deseada por Dios desde toda la eternidad, y buscada por Él para
nosotros hasta la locura de entregarse a sí mismo.

En la resurrección de Jesús, Dios pronuncia un sí definitivo a la vida, a nuestra vida, a


la vida de toda persona humana, de todo hombre y mujer.

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Pero además, en la resurrección de Jesús, Dios pronuncia un sí, igualmente definitivo
al estilo de vida y a la causa por la que Jesús vivió y entregó su vida. En el conflicto que lleva a
Jesús a la muerte, Dios da la razón a Jesús. Jesús tenía razón. Y su causa es el camino que
salva al hombre.

Por eso, para nosotros hoy, creer en la resurrección de Jesús, no puede significar
solamente proclamar que Jesús vive. Es mucho más que eso. Significa proclamar y gritar con
nuestra vida que Jesús tenía razón; que el camino que siguió Jesús es el verdadero camino;
que ver la vida como Él la vio, rechazar lo que Él rechazó, amar lo que Él amó, luchar por lo
que Él luchó y vivir como Él vivió es lo único que llena de sentido y plenifica la existencia
humana; es lo único que verdaderamente vale la pena vivir; lo único que nos hace humanos,
libres y felices.

Proclamar hoy la resurrección es ponerse de parte del Evangelio, hacer nuestra la


causa de Jesús y sembrar resurrección con nuestra vida.

Nosotros que proclamamos y celebramos hoy con alegría la resurrección de Jesús,


estamos llamados a ser testigos del Resucitado, inundando el mundo que vivimos, las
situaciones y las relaciones de semillas de resurrección.

En este mundo, y en nuestra propia vida, tan llenos de miseria e injusticias, de mentira
y corrupción, de dolor y de muerte; no podemos limitarnos a ser espectadores indiferentes, o
críticos destructivos, o a compadecernos dejándonos invadir del desencanto estéril.

Creer en el Resucitado, es sentirnos resucitados y vivir como resucitados, sembrando


resurrección en nuestro caminar por la vida.

Creer en el Resucitado y vivir como resucitados, es poner gracia donde hay culpa;
poner salud donde está la herida; poner amor donde hay condena. Es poner perdón donde hay
ofensa; poner alegría donde haya tristeza; poner unión donde hay división. Es poner
esperanza donde hay desesperación; poner misericordia donde solo hay justicia; poner libertad
donde hay esclavitud. Es poner vida donde hay muerte; poner ternura donde hay dureza;
poner paz donde hay conflicto. Es poner compañía donde hay soledad; poner solidaridad
donde hay sufrimiento; poner la escucha donde hay silencio. Es poner amor, mucho amor,
donde hay odio, egoísmo y desamor.

Cristo vive, Jesús ha resucitado. Dejemos que este acontecimiento inunde nuestra vida
y la transforme. Dejemos que la resurrección penetre, invada y empape nuestra vida, para que
generemos resurrección y vida allí donde estemos y por donde vayamos.

Renovemos hoy nuestro deseo de vivir en el seguimiento de Jesús y de hacer nuestra


su causa, para seguir manteniendo en nuestro mundo el grito salvador de Dios que
celebramos en esta noche: Jesús tenía razón; vivir como Él vivió es el camino de la salvación,
de la libertad y de la vida; y esto es lo que Dios quiere para nosotros y lo que ofrece a todos.

Que seamos, hoy y siempre, con el Resucitado, resurrección y vida para todos.

José Luis Fernández de Valderrama MSpS

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