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Don Casmurro

Capítulo LV Un soneto

Dicha la palabra, me apretó las manos con las fuerzas de un vasto agradecimiento, se despidió y
salió. Me quedé solo con el Panegírico, y lo que sus hojas me recordaron fue tal que merece un
capítulo o más. Antes, sin embargo, y porque también yo tuve mi Panegírico, contaré la historia
de un soneto que nunca hice; era en el tiempo del seminario, y el primer verso es el que vas a
leer:

¡Oh! ¡flor del cielo! ¡oh! ¡flor cándida y pura!

Cómo y por qué me salió este verso de la cabeza, no sé; salió así, estando en la cama, como una
exclamación suelta y, al notar que tenía la medida de verso, pensé en componer con él algo, un
soneto. El insomnio, musa de ojos cerrados, no me dejó dormir una larga hora o dos; las
cosquillas me pedían uñas, y yo me rascaba con fuerza. No escogí luego, luego el soneto; al
principio busqué otra forma, y tanto de rima como de verso suelto, pero finalmente me atuve al
soneto. Era un poema breve y apropiado. En cuanto a la idea, el primer verso no era todavía una
idea, era una exclamación; la idea vendría después. Así, en la cama, envuelto en la sábana, traté
de poetizar. Tenía el alborozo de la madre que siente el hijo, y el primer hijo. Iba a ser poeta, iba
a competir con aquel monje de Bahía, poco antes revelado, y entonces de moda; yo, seminarista,
diría en verso mis tristezas, como él había dicho las suyas en el claustro. Memoricé bien el verso,
y lo repetía en voz baja, a las sábanas; francamente, lo encontraba bonito, y todavía ahora no me
parece malo:

¡Oh! ¡Flor del cielo! ¡Oh! ¡Flor cándida y pura!

¿Quién era la flor? Capitú, naturalmente; pero podía ser la virtud, la poesía, la religión, cualquier
otro concepto que le cupiese la metáfora de la flor, y flor del cielo. Aguardé lo demás, recitando
siempre el verso, y acostado primero sobre el lado derecho, luego sobre el izquierdo; finalmente
me quedé de espaldas, con los ojos en el techo, pero ni así llegaba nada más. Entonces advertí
que los sonetos más elogiados eran los que concluían con llave de oro, esto es, uno de esos
versos capitales en el sentido y en la forma. Pensé en forjar una de tales llaves, considerando que
el verso final, saliendo cronológicamente de los trece anteriores, con dificultad traería la
perfección alabada; imaginé que tales llaves eran fundidas antes de la cerradura. Así fue como
me decidí a componer el último verso del soneto y, después de mucho sudar, salió éste:

¡Piérdese la vida, gánase la batalla!

Sin vanidad, y hablando como si fuera de otro, era un verso magnífico. Sonoro, no hay duda. Y
tenía un pensamiento, la victoria gana a costa de la propia vida, pensamiento elevado y noble.
Que no fuese novedad, es posible, pero tampoco era vulgar, y todavía ahora no me explico por
qué vía misteriosa entró en una cabeza de tan pocos años. En aquella ocasión lo encontré
sublime. Recité una y muchas veces la llave de oro; después repetí los dos versos seguidos, y me
dispuse a unirlos con los doce centrales. La idea ahora, a la vista del último verso, me pareció
mejor no ser Capitú; sería la justicia. Era más propio decir que, en la pugna por la justicia, acaso
se perdería la vida, pero la batalla estaba ganada. También se me ocurrió aceptar la batalla, en el
sentido natural, y hacer de ella la lucha por la patria, por ejemplo; en ese caso la flor del cielo
sería la libertad. Esta acepción, sin embargo, siendo el poeta un seminarista, podía no caber tanto
como la primera, y utilicé algunos minutos para elegir una u otra. Hallé mejor la justicia, pero al
final acepté definitivamente una idea nueva, la caridad, y recité los dos versos, cada uno a su
modo, uno lánguidamente:

¡Oh! ¡Flor del cielo! ¡Oh! ¡Flor cándida y pura!

y el otro con gran brío:

¡Piérdese la vida, gánase la batalla!

La sensación que tuve es que iba a salir un soneto perfecto. Comenzar bien y acabar bien no era
poco. Para darme un baño de inspiración, evoqué algunos sonetos célebres, y noté que la mayoría
eran muy fáciles; los versos salían unos de los otros, con la idea en sí, tan naturalmente, que no
se acababa de creer si ella los había hecho, si ellos la suscitaban. Entonces volvía a mi soneto, y
nuevamente repetía el primer verso y esperaba el segundo; el segundo no venía, ni tercero, ni
cuarto; no venía ninguno. Tuve algunos ímpetus de rabia, y más de una vez pensé en salir de la
cama y buscar tinta y papel; puede ser que, escribiendo, los versos acudieran, pero...

Cansado de esperar, pensé en alterar el sentido del último verso, con la sencilla transposición de
dos palabras, así:
¡Gánase la vida, piérdese la batalla!

El sentido venía a ser justamente el contrario, pero tal vez eso mismo trajese la inspiración. En
este caso, era una ironía: no ejerciendo la caridad, se puede ganar la vida, pero se pierde la
batalla del cielo. Cobré nuevas fuerzas y esperé. No tenía ventana; si tuviera, es posible que
fuese a pedir una idea a la noche. ¿Y quién sabe si las luciérnagas, luciendo acá abajo, no serían
para mí como rimas de las estrellas, y esta viva metáfora no me daría los versos esquivos, con
sus consonantes y sentidos propios?

Trabajé en vano, busqué, caté, esperé, los versos no llegaron. Tiempo más adelante escribí
algunas páginas en prosa, y ahora estoy componiendo esta narración, sin encontrar mayor
dificultad que escribir, bien o mal. Pues, señores, nada me consuela de aquel soneto que no hice.
Pero, como yo creo que los sonetos ya están hechos, como las odas y los dramas, y las demás
obras de arte, por una razón de orden metafísica, doy esos dos versos al primer desocupado que
los quiera. El domingo, o si estuviere lloviendo, o en el campo, en cualquier ocasión de
descanso; puede intentar ver si el soneto sale. Todo es darle una idea y llenar el centro que falta.

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