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Objetividad y subjetividad en la interpretación del orden político

Un orden constitucional languidece

Sumario
La construcción dogmatica del orden político en la actualidad, el fundamentalismo político
en los Estados Unidos bajo la administración Bush, el excepcionalismo norteamericano, la
ruptura del Estado constitucional, democrático y de derecho y la violación de derechos y
libertades ciudadanas.

Palabras clave
Política internacional, Realismo, idealismo, fundamentalismo, patriotismo, terrorismo.

Summary
The construction of dogmatic political order today, political fundamentalism in the U.S.
under the Bush administration, American exceptionalism, the breakdown of the
constitutional, democratic state and the violation of rights and liberties.

keywords
International Politics, Realism, idealism, fundamentalism, patriotism, terrorism.

Résumé
La construction dogmatique commande aujourd'hui, l'intégrisme politique aux Etats-Unis
sous l'administration Bush, l'exceptionnalisme américain, l'effondrement de l'Etat de droit
et la violation des droits et libertés démocratiques.

Mots-clés
Politique internationale, Réalisme, idéalisme, le fondamentalisme, le patriotisme, le
terrorisme.
Texto
El modelo del virrey y el modelo del príncipe
Con frecuencia, la religión, la historia y la razón son los ejes que atraviesan el diseño de los
modelos que buscan interpretar el orden político. En adelante, me he propuesto confrontar
dos modelos señalando sus diferentes supuestos e indicando su carácter objetivo y subjetivo
así como sus implicaciones al explicar el poder. Comienzo por discurrir sobre el modelo
que basándose en el pensamiento dogmático ofreció una explicación de la política
relacionándola estrechamente con la “verdad revelada” por Dios a los hombres. Bajo estos
supuestos, Meyer y Camacho aseveran que un prominente personaje del mundo de la fe:
“En su ataque a Maquiavelo, el virrey Juan de Palafox - un eclesiástico interesado teórica y
prácticamente en la política -, opondría argumentos teológicos a los del gran modernizador
del análisis político: ¡la divina providencia - según Palafox - era la explicación y
justificación de las reglas de gobierno!”. (Meyer y Camacho, 1979: 65). A esta puntal
representación de “la divina providencia” como el basamento del orden político la citare
como el modelo del virrey, el cual resulta un claro ejemplo del esfuerzo por subordinar el
mundo de la política a una dimensión de carácter sobrehumano que sólo es accesible
mediante la fe y en la cual las razones de las instituciones políticas al ser divinas resultan
inescrutables para el hombre común. Así pues, el modelo del virrey, implicaba que un
“gobierno bíblico” habría de instituirse, sin discernimiento, sobre los hombres.

En contraste, el modelo del florentino, autor de “El Príncipe”, aborda el fenómeno


del poder desprendiéndose de todo designio divino, por lo mismo, estableciendo con ello
que los únicos creadores y responsables de la organización política de la sociedad son los
hombres, independientemente de la voluntad divina. En adelante, lo citare como el modelo
del príncipe.

El modelo del virrey, tiende necesariamente a la confusión, porque instituye las


razones del poder en la voluntad de Dios, remplazando la voluntad de los hombres. Este
modelo, lleva a la ceguera situacional al unir la experiencia espiritual con la experiencia
política, alejándose de la apropiación-comprensión de los hechos. Mientras que el modelo
del príncipe, es una reflexión distanciada de todo simbolismo teológico, de toda creencia
religiosa y constituye una representación conceptual que busca la razón del poder en los
hechos. El modelo del virrey reclama la fe, es un modelo para creer en él, mientras que el
modelo del príncipe reclama la razón y la historia, es un modelo para discernir. El modelo
del príncipe es radicalmente distinto, porque busca o tiende a ser objetivo en la medida en
que su clave descriptiva-explicativa consiste en: “ir detrás de la verdad efectiva de la cosa
antes que de la imaginación de ella”. (Maquiavelo, 1984: 76). Bajo esta premisa, nació el
modelo realista del orden político. De este modo, “la divina providencia” y la “verdad
efectiva”, son argumentos opuestos y tienden, el primero, a distorsionar el poder y las
relaciones políticas, mientras que, el segundo, concibe el poder y en general las relaciones
políticas como relaciones de dominio.

Se considera que el modelo del príncipe corresponde al tipo de análisis político que
se aproxima a una interpretación científica aún en ciernes del orden político: “Maquiavelo
aceptó los hechos de su tiempo con un sentido de la objetividad, de la verdad efectiva de las
cosas, que aún hoy sigue siendo ejemplar para la investigación científica de los hechos
sociales. Maquiavelo comienza a inventar la ciencia política en el momento mismo en que
reconoce en los hechos de los hombres una forma especial de actuar que se relaciona de
modo perfectamente claro con la existencia del Estado. Para poder conocerlos, pero sobre
todo, para poder actuar sobre ellos, es indispensable verlos como tal y como son, en su
propia realidad, sin inventarles significados que no tienen, sin verlos como quisiéramos que
fuesen o pensáramos que debiesen ser”. (Córdova, 1976: 98-99). Al contrastar el modelo
del virrey y el modelo del príncipe, se aprecia la diferencia entre una concepción que lleva
a la mistificación y aquella otra que se esfuerza por superarla cuando se interpreta el poder
político. De este modo, el dogmatismo y el realismo políticos son posturas muy diferentes,
puesto que el primero lleva a creer, mientras que el segundo, reclama la reflexión y la
comprensión sobre el poder. Se subraya, también, que el realismo de Maquiavelo separó la
política de todo argumento moralista: “La tradición realista se remonta a Nicolás
Maquiavelo, de quien se dice que se centraba en la “realidad efectual” y que de ese modo
descubría la política, o, mejor dicho, fundaba la autonomía de la política. La fundaba
recurriendo a la observación directa y registrando sin tapujos que la política no obedece a la
moral”. (Sartori, 2012: 23).
Actualidad en la construcción dogmática del orden político
El dogmatismo y el realismo, se encuentran entre nosotros y manifiestan su presencia de
forma clara y contundente, el primero, desde una perspectiva teológica del poder y la
política que se extiende hasta el presente compitiendo enérgicamente contra el segundo, es
decir, contra el modelo realista de la política. El modelo dogmático, continúa tratando de
imponerse como el basamento de la práctica política y algunos acontecimientos de los años
ochenta del siglo pasado así lo muestran, por ejemplo, uno de los líderes políticos más
poderosos y controversiales del mundo, involucró en su mandato constitucional la consulta
del oráculo, esto quiere decir que para gobernar creía necesario: “…invocar el tiempo del
destino, del mito, de los dioses. Sabemos que los astrólogos vendían sus intuiciones en los
pasillos de la Casa Blanca con Reagan”. (Harvey, 1998: 226). Sin embargo, no será sino
hasta los primeros años del siglo XXI cuando presenciaremos la “ópera política” del
presidente George Walker Bush. La analogía, es útil para caracterizar las decisiones y las
acciones de una presidencia que a través de un reiterado y eficaz drama oratorio proyectado
mediáticamente y de alcance global estuvo presente desde que llegó hasta que dejó la
presidencia de los Estados Unidos.

El contenido del drama oratorio del presidente Bush es, en mi opinión, el ejemplo
más claro de la construcción dogmatica del orden político en la actualidad y, lo más
importante: ¿Cómo afectó este drama al sistema político norteamericano y al mundo? En
este apartado, intentare responder a esta pregunta centrándome en los rasgos, los principios
y los valores en torno a la presidencia de George W. Bush, tratare de identificar las razones
del éxito contundente de este gobierno y sus consecuencias en los primeros y
controversiales ochos años de este nuevo siglo.
El éxito de George W. Bush, en las campañas políticas de 2000 y 2004, como
candidato del Partido Republicano a la presidencia de los Estados Unidos, así como el éxito
en sus dos respectivos períodos de gobierno de 2000 a 2008, se debe en gran medida al
factor religioso. En primer lugar, en ambas campañas, Bush como candidato presidencial,
reveló tener una enorme capacidad estratégica para utilizar un formidable arsenal de
consignas combativas, de frases encendidas y de argumentos apasionados de naturaleza
religiosa en la consecución de sus propósitos. En segundo lugar, ya como titular del poder
ejecutivo, a lo largo de ocho años, se caracterizó por impulsar sin tregua una “visión bíblica
del mundo”. Bajo tales circunstancias, el fundamentalismo político emergió en los Estados
Unidos de forma notoria y concluyente bajo la administración de este presidente que bajo
cualquier otra presidencia anterior.

El drama oratorio fundamentalista del presidente Bush, se aferró a una “visión


revelada”, mediante la interpretación literal del texto bíblico que fue incondicionalmente
aceptada por una mayoría (o casi una mayoría) de los miembros de la sociedad
norteamericana bajo este liderazgo político excepcional. (Raney, 2004; Karel y Laurent,
2004). El drama oratorio etimológicamente significa: oratus, oratorium, orar, rezar, un
lugar para la oración, para la devoción privada, significa también una composición musical
que tiene un libreto basado en temas religiosos y espirituales. (Merriam-Webster, 1986:
1586). En efecto, el drama oratorio impulsado por esta presidencia tenía ese carácter y una
clara e inconfundible actitud frente a todos los enemigos declarados o potenciales del
régimen. Para la administración Bush y sus aliados, los enemigos deben ser eliminados sin
pretextos. Este aspecto adquirió mayor intensidad a partir de los acontecimientos del 11 de
septiembre de 2001. La supresión de los adversarios políticos fue para este gobierno y sus
seguidores, ni más ni menos, que en un “mensaje revelado”.

Cabe destacar, que este gobierno, diseñó deliberadamente una estructura para la
exterminación de sus enemigos, la cual contiene dos aspectos fundamentales, por un lado,
un sistema de valores absolutos que son utilizados como el marco de referencia para juzgar
los acontecimientos y las acciones de sus adversarios; por otro lado, una guía o plan de
salvación y la indicación del mal del que tiene que salvarse no únicamente la sociedad
norteamericana, sino la humanidad o aquella parte de la humanidad elegida por este
singular liderazgo político. El sistema de valores absolutos en los que tanto insistía el
presidente Bush, en su drama oratorio, tiene sus orígenes firmemente enclavados en la
religión, por lo tanto: “…pone de relieve el papel especial de la fe, de los valores morales y,
ocasionalmente, de los mitos "fundacionales" protestantes en la formación de una identidad
nacional típicamente norteamericana, sobre la cual se afirma, en seguida, la percepción de
un papel especial para los EE.UU. en el mundo”. (Da Fonseca, 2007: 150). Conforme a
estos valores, la andadura de un candidato que la elección llevó a la presidencia de su país
en dos ocasiones, dejó una huella bastante visible y difícil de confundir con otras, es decir,
un rastro centrado en la fe y en el excepcionalismo norteamericano.

Con frecuencia, este liderazgo político insistía en: “su fe en el papel misionero y
redentor de los EE.UU.” (Da Fonseca, 2007: 152-153). Vale decir, en la idea de que esta
nación es la condición imprescindible de estructuración de la libertad en el mundo, sin
embargo, esta idea no es nueva: “A los ojos de muchos americanos, la caída del Muro de
Berlín en 1989, fue la prueba de que Estados Unidos era la nación elegida de Dios, tal y
como Reagan y otros combatientes de la guerra fría habían proclamado durante mucho
tiempo.” (Hertsgaard, 2003: 24). Como se puede observar, en este modelo del orden
político, el gobernante está obligado a rozar lo divino. De este modo, la matriz ideológico-
religiosa subyacente en los discursos del presidente Bush, cumple cabalmente con las dos
funciones de un modelo mítico, mágico, religioso, a saber, la función integradora (mantener
unida una cultura y un orden político) y la función movilizadora (defender la integración).
(García Pelayo, 1981: 12, 111, 112). Consecuentemente, las arengas del presidente Bush,
fueron en los hechos, un conjunto de enunciados capaces de transformar las ideas en
verdaderas palancas movilizadoras de la sociedad. Esto quiere decir que no fueron simples
palabras “errantes en el desierto”, sino argumentos de una enorme fuerza capaz de
estimular la acción de múltiples actores políticos y sociales, individuales o colectivos
necesarios para conservar y defender una concepción de la realidad social que ese liderazgo
político sui generis ofreció y reclamó no sólo como algo deseable sino posible.

En suma, fueron argumentos, basadas en el criterio, el único criterio, según el cual


es posible y legítimo intervenir tanto en el plano nacional como en el plano internacional
con el propósito de expandir, promover y conservar esos ideales. Bajo estas premisas, la
versión secular del sistema político norteamericano, “We the people”, empezó a
languidecer, y aunque no se desintegró del todo, si se subordinó rigurosamente a la versión
religiosa del “American creed” generando un híbrido impresionante: “La confluencia entre
las creencias religiosas y las conquistas seculares resultaron en la constitución de un
“credo” nacional: una teología "civil" en la que el patriotismo y la religión, Dios y la
democracia, la libertad y la santidad son adoradas como obras de la providencia divina,
cuyas semillas fueron sembradas por Dios en el nuevo mundo, cuna de la nueva
civilización”. (Da Fonseca, 2007: 178).

Resuenan en esta “teología civil” los ecos del modelo del virrey, y son nítidas
campanadas en el segundo discurso de toma de posesión de Goerge W. Bush, cuando
insistió en la relevancia de esta misión: “Desde el día de la fundación de este país,
proclamamos que cada hombre y mujer en este mundo tienen derechos y dignidad de un
valor sin igual, porque se hicieron a imagen del creador del cielo y de la tierra. Promover
estos ideales es la misión a la que se debe dedicar nuestra nación”. (Da Fonseca, 2007: 152,
153). De ese modo, queda claro que los derechos y la dignidad de los hombres no
provienen del hecho de ser humano, sino que se establece una correlación con lo divino, en
congruencia, el presidente constitucional de los Estados Unidos, afirmó públicamente que
para tomar decisiones acertadas en el ámbito gubernamental debe seguirse al pie de la letra
lo que está dispuesto en el “buen libro”, el cual mostró a sus interlocutores alzando
firmemente la mano. Por supuesto, que no se trataba de la Constitución de ese país, sino de
la Biblia, de la cual afirmo: “El manual…es un manual universal. Hace mucho tiempo que
circula. No es necesario inventárselo…Este manual es un buen libro. Es bueno seguirlo”.
(Aronson, 2004).

Esta clase de afirmaciones fueron frecuentes bajo la administración Bush y


provocaron muchas reacciones, es muy revelador que un líder religioso como el Reverendo
Dr. C. Welton Gaddy, presidente de la organización religiosa denominada The Interfaith
Alliance, exteriorizara su preocupación y desconcierto de la siguiente manera: “¿La Biblia,
como guía de política estatal? Ahora, el presidente Bush es el jefe del ejecutivo de esta
nación, que ha jurado defender la Constitución. Hablaba como un líder religioso, sin
preocuparse por las repercusiones constitucionales de su retórica”. (Aronson, 2004). De
hecho, el Reverendo Gaddy, señaló un aspecto clave de la administración Bush que
consistió en la subordinación rigurosa de la Constitución a las reglas de carácter religioso
las cuales fueron consideradas por este mandatario postmoderno como normas: “…muy
superiores a las normas de un gobierno…Los gobiernos no pueden hacer que nos amemos
los unos a los otros. Esa ha sido la gran esperanza falsa del pasado. Basta con aprobar una
ley y nos amaremos los unos a los otros. No. El amor procede de un llamamiento más
elevado, de una autoridad mayor. La gran fuerza de Norteamérica está en el corazón y en el
alma de los ciudadanos que han prestado oídos a ese llamamiento, y no en los despachos
del gobierno”. (Aronson, 2004).

Por lo mismo, afirmar que en los Estados Unidos en el periodo 2000 – 2008, se
intentó gobernar con la Biblia desplazando la Constitución no resulta excesivo, pues en la
visión de este mandatario el orden moral tenía la supremacía frente al orden político. En
esas circunstancias, el sistema político norteamericano a inicios del siglo XXI, se define
mejor como un proceso de sacralización de la política que indudablemente afectó su
tradicional carácter agnóstico y desempeño democrático. Se podría argüir que la matriz
ideológico-religiosa, siempre ha existido en Norteamérica y que constituye un rasgo
específico del poder político en ese país, matriz que se revela de forma impresa en el dólar
bajo el lema: “In God We Trust”. En igual forma, no es difícil observar que la mayoría de
los presidentes norteamericanos cierran sus discursos con la frase “Dios los bendiga”. Sin
embargo, fue bajo la administración del presidente George Walker Bush, más que en
cualquier otra administración que este rasgo resurgió con mayor intensidad. Bajo este
gobierno, el sistema político norteamericano se sumergió de lleno en la matriz ideológico-
religiosa y llevó a que la sociedad norteamericana estuviese gobernada por una autoridad
terrenal que asumió la misión interna y externa, de realizar la paz y la libertad, en otras
palabras, la misión sagrada de exterminar “el eje del mal” para salvar al país y también al
mundo.
No obstante, esta autoridad terrenal elegida voluntaria y libremente por los
ciudadanos se encontraba, de hecho, subordinada a una autoridad sagrada y superior que
era la que definía sus directrices. Por lo mismo, no es extraño que algunos miembros del
Congreso norteamericano, aquellos de talante más crítico, advirtieran que la ferviente
retórica religiosa del presidente Bush constituía una amenaza para el principio de
separación entre el Estado y la iglesia establecido por la Constitución. (Aronson, 2004).
Esta advertencia de los representantes del pueblo norteamericano mostraba con claridad
que el poder limitado y subordinado a la ley, languidecía bajo este gobierno. A pesar de la
minoría crítica, en los Estados Unidos, se atropellaran y restringieran derechos y libertades
civiles con el propósito de mantener un orden democrático abstracto, autoproclamado por el
liderazgo político de George Walker Bush. Este abuso de los derechos civiles y el
alejamiento de los derechos individuales fue, de acurdo con John Kampfner (2011: 265) un
atropello consentido entre los gobernantes y los gobernados bajo una relación “voluntaria”
y de “equilibrio puro” en el gobierno de Bush. En las decisiones que trasgredieron la
Constitución están implicados no únicamente la presidencia de los Estados Unidos y sus
aliados neoconservadores por haberlas tomado, sino también el Congreso y el poder
Judicial por haber fracasado en obligar al ejecutivo a rendir cuentas. (Kampfner, 2001:
266). Por otra parte, se afirma que los medios masivos de comunicación y grandes grupos
de la población por el temor de ser acusados antipatriotas se abstuvieron de cuestionar estas
decisiones. (Kampfner, 2001: 266).

En esta perspectiva, el mandatario estadounidense, no dudo en aplicar su “visión


bíblica del mundo” como justificación de un ambicioso programa de reforma social cuyo
propósito, orientación y sentido llevó a una profunda modificación de la estructura
burocrático-administrativa del poder ejecutivo incorporando en ella a varias agencias
basadas en la fe para realizar las políticas de su gobierno orientadas a lograr mejores y
mayores niveles de bienestar social o colectivo, en esta perspectiva: “En su primera
resolución ejecutiva, fundó la oficina de iniciativas comunitarias basadas en la fe dentro de
la Casa Blanca. En los primeros días en la presidencia, la iniciativa de Bush basada en la fe
se consideró su programa estrella. Las resoluciones de Bush establecieron oficinas basadas
en la fe en siete de sus propias agencias ejecutivas, como el Departamento de agricultura, el
Departamento de Sanidad y Servicios Sociales, el Departamento de Trabajo y el de
Justicia”. (Aronson, 2004). El impacto de este hecho, no debería desdeñase, pues a partir de
ese momento se asistirá a la fusión entre el poder político y el poder ideológico y sus
funestas consecuencias. Bajo la administración del presidente Bush, fue evidente que la
Casa Blanca casi se transformó en una iglesia desde que creó un impresionante mecanismo
de transferencia y distribución de recursos públicos hacia las organizaciones privadas de
corte religioso que no están obligadas a rendirle cuentas a nadie. Las consecuencias de estas
reformas, están a la vista, Bush modificó sustancialmente las políticas que deberían tener
por objetivo el combate frontal a la pobreza, el desempleo y la marginalidad,
convirtiéndolas en el acto más puro de beneficencia y caridad, por consiguiente,
disolviendo con ello la centralidad del Estado en el seno de la sociedad.

En adelante, ya no será el Estado la principal institución articuladora de las


demandas y las necesidades sociales, sino las organizaciones privadas basadas en la fe e
incrustadas en él. La conclusión es clara, el titular del poder ejecutivo debilitó
intencionalmente la autoridad del gobierno al mismo tiempo que fortaleció a determinados
grupos privados religiosos lo cual llevó al encogimiento de la esfera pública y a minar la
versión secular del sistema político estadounidense, es decir, a socavar su naturaleza
constitucional y democrática, cabe preguntarse, siguiendo al conocido analista de la
globalización, David Held: “¿Podemos introducir a los gobernantes en nuevas estructuras
de eficacia y responsabilidad? Esa es la gran cuestión de nuestro siglo”. (Estévez, 2006).
Hasta el momento, el ex presidente de los Estados Unidos, George W. Bush, sigue sin
rendirle cuentas a la nación (Amnistía Internacional, 2013) que se comprometió a servir
desde el día en que lo juró colocando una mano sobre la Constitución y levantando la otra
hacia el azul del cielo.

La lucha contra el mal


En cuanto a la guía o el plan de salvación y la indicación del mal del que tiene que salvarse
la humanidad, cabe observar que la administración Bush, se destacó por la sistematización,
planificación e institucionalización de un conjunto de mecanismos y medidas cuyo
deliberado propósito consistió en la eliminación de sus adversarios reales y potenciales
concebidos así por esta administración. En este sentido, Bush se presentaba ante el mundo
como el alter ego de Dios en la tierra, gobernando mediante la manipulación, las amenazas,
las prohibiciones y los castigos. Argumentos como el siguiente, fueron abundantes en los
discursos de este presidente: “Nuestro enemigo es una red terrorista y todos los gobiernos
que la apoyan. Lucharemos con toda la fuerza y el poderío del ejército de los Estados
Unidos. O están de nuestro lado, o están con los terroristas”. (Jhally y Earp, 2004).
Desde la administración de Ronald Reagan pasando por George H. W. Bush hasta
llegar al gobierno de George W. Bush, se diseñó un plan para desterrar y eliminar política y
físicamente al enemigo dentro y fuera del país mediante la integración de un conjunto de
documentos que antes dispersos constituyen ahora el núcleo de la doctrina denominada
neoconservadora, mejor conocida como la “Doctrina Wolfowitz” o “Doctrina Bush”.
Algunos de estos documentos son los siguientes: Defense Planning Guidance; Shock &
Awe; Project for the New American Century; Rebuilding America’s Defenses. Strategy,
Forces and Resources; USA Patriot Act. Un análisis exhaustivo de estos documentos está
fuera del alcance de este trabajo. Sin embargo, cabe señalar, con relación a la Ley Patriota,
que fue aprobada a toda prisa por la mayoría de los miembros del Congreso sin haberla
leído o debatido con antelación y sin importarles a los representantes de la nación que esta
ley atentara significativamente contra los derechos y las libertades de los ciudadanos, tanto
en el plano doméstico como en el internacional, puesto que: “Esta ley confirió a las
autoridades el derecho a realizar detenciones administrativas, unilaterales e indefinidas de
individuos que no fueran ciudadanos del país. Redefinió el concepto de disensión, al sugerir
que los oponentes de la “guerra contra el terrorismo” no sólo estaban ayudando a los
terroristas, sino que podían incluso ser terroristas. Se difuminaron conscientemente las
líneas entre recopilación de la información, vigilancia política y aplicación de la ley”.
(Kampfner, 2001: 270).

En esta perspectiva, Jonathan Schell (2006) sostiene que: “Hay un nombre para un
sistema de gobierno que promueve las guerras agresivas, engaña a sus ciudadanos, viola sus
derechos, abusa del poder y rompe la ley, rechaza el control judicial y legislativo, reclama
poder ilimitado, tortura prisioneros y actúa en secreto. Es dictadura. La Administración de
George W. Bush no es una dictadura, pero muestra las características de una, en su forma
embrionaria”. El sistema político norteamericano se transformó y la mutación más radical
se relaciona directamente con las decisiones y acciones tomadas por el presidente Bush,
quien incorporó en el sistema elementos que tradicionalmente le eran antagónicos,
particularmente en lo que concierne a la amplitud del poder del Estado, en el sentido
preciso descrito por Schell. El impacto de la transformación terminó por fracturar las
garantías que protegen los derechos y las libertades de los ciudadanos y se justificó como el
costo necesario que reclama la defensa de la libertad y la democracia en la guerra total
contra un implacable, aunque tecnológicamente inferior, adversario. Con esta justificación,
el gobierno de Bush, provocó la quiebra de la versión secular del sistema político
estadounidense, es decir, la ruptura del sistema constitucional, democrático y de derecho.
Esta fractura es congruente con la estrategia fundamentalista de Bush, destinada a erigir una
mítica “nación bíblica” de alta tecnología capaz de encarar y derrotar a sus malignos
adversarios, la “La nación del Islam”: “Un estudio de la retórica de Bush anunciando la
Guerra Global contra el Terror hizo notar que Bush invocó a Dios para unificar a su nación
en contra, según sus palabras, de "un nuevo tipo de malignidad", lo cual requerirá una
“cruzada”. Sin embargo, esto derivó, en una explícita unidad cristiana y por lo tanto,
satisfecha con la constitución de una política interna que quería imponer sus valores
mordazmente tanto en contra de cualquier enemigo interno como externo. El
fundamentalismo puede con demasiada facilidad imaginarse las religiones alternativas
como rivales que deben ser suprimidas tanto en casa como en el extranjero”. (Kearns, 2009:
242).

Conclusiones
Los acontecimientos relacionados con la presidencia de George W. Bush, en el periodo
2000 – 2008, constituyen en la actualidad evidencias categóricas de la función de un
modelo mítico-religioso del orden político. El esfuerzo sistemático realizado por esta
administración para insertar al pueblo norteamericano en un sistema de ideas, valores,
creencias y verdades que se pretenden absolutas, se dirige a legitimar y mantener un orden
político neoconservador movilizando los recursos y las fuerzas sociales y políticas capaces
de ello. (Kampfner, 2001: 269, 270). Cabe preguntarse, si en las elecciones de 2000 y 2004,
respectivamente, los ciudadanos norteamericanos votaron libre y voluntariamente por un
presidente de la república o por el pontífice de una “nación bíblica”. La diferencia es
importante, porque en un sistema político democrático el presidente de la nación está
obligado a rendir cuentas por sus decisiones y acciones al público constituyente, mientras
que un pontífice es irresponsable políticamente hablando y sólo está obligado a rendir
cuentas “post mortem” ante Dios.
De este modo, el caso Bush, cobra relevancia por sus resonancias como la nación
que desde el siglo XIX, experimentó una democracia restringida e incipiente, pero al fin de
cuentas, una democracia, que se diferenciaba sustancialmente de las circunstancias
predominantes en el viejo mundo europeo, donde la voluntad de Dios reinaba sobre los
reyes y la voluntad de los reyes prevalecía sobre los hombres. Nada de eso habrá en el suelo
americano. El principio de legitimidad predominante del orden político ya no será la
voluntad divina como ocurría en Europa ya que la voluntad sobrehumana en que se fundaba
el orden político tradicional será reemplazada desde 1787 por la voluntad del pueblo. La
expresión “We, the People”, que “ordena” y “establece” “esta Constitución”, será desde
entonces el más claro y contundente enunciado sobre la secularización del poder. Sin
embargo, para el Presidente Bush, esta experiencia histórica y política del pueblo
norteamericano, este principio de legitimidad del poder, está desvalorizado, carece de
significado e importancia. Es probable, que la razón de ello, resida en los intereses
económicos estrechamente vinculados con el petróleo y las alianzas establecidas por la
dinastía Bush para protegerlos y preservarlos. De esta manera, al presidente Bush, le era
más cercana, conocida y valiosa la experiencia y los resultados logrados por parte de uno de
sus socios comerciales más importantes, la Dinastía Saudita del Medio Oriente. Este
régimen, es el principal proveedor de petróleo para Estados Unidos, ha sido definido por un
experto en geopolítica de la siguiente manera: “Es el rey, sus hijos y los miembros de la
dinastía Al-Saoud, con unos 4.200 príncipes de sangre, quienes ocupan las posiciones clave
en el Estado. La “petromonarquía” se constituyó, básicamente, en torno a una especie de
pacto social y político: la perpetuidad del poder para la familia Saoud a cambio de la
protección que permite el petróleo, en virtud de este Estado de bienestar, cualquier
oposición es imposible”. (Victor, 2002).
A lo largo del trabajo se sostiene que el presidente Bush se presentaba ante el
mundo como alter ego de Dios en la tierra, ello se aproxima considerablemente más a la
denominada “petromonarquía” en la cual el: “carácter indisociable de la política y la
religión”, (Victor, 2002) constituye uno de los rasgos más significativos y, se aleja,
ampliamente de la versión secular del sistema político norteamericano, en el cual, el
principio de separación entre el Estado y la Iglesia se encuentra establecido en la
Constitución. Otra importante similitud, entre el gobierno de Bush y los sauditas, consiste
en que así como la dinastía saudita se considera a sí misma: “…guardián de un espacio
sagrado, considerado en su totalidad como una mezquita, por lo que se prohíbe la entrada a
los no musulmanes”. (Victor, 2002). En igual forma, George W. Bush, se avocó a proteger
el espacio sagrado de los Estados Unidos expulsando del territorio y prohibiendo el ingreso
a los indeseables definidos así por este gobierno provocando con ello las atrocidades más
graves cometidas contra los derechos humanos promovidas y organizadas por Washington,
por consiguiente, cuando el orden político se funda en un sistema de creencias míticas y
religiosas, se transforma en un sistema incuestionable en que la Constitución, los derechos
y las libertades de los ciudadanos languidecen frente al nuevo sistema de muerte que se
yergue.

Por otra parte, el caso Bush, también contribuyó a la transformación radical del
concepto tradicional de partido político, ya que mediante la acción de un “partido iglesia”,
la dinastía Bush, conquistó el poder en los Estados Unidos. Sobre esta cuestión, se hace el
siguiente señalamiento: “Con las victorias republicanas en 2000 y 2004, por ejemplo, el
periodista y anteriormente estratega para el partido republicano, Kevin Phillips identificó el
desarrollo de una "Teocracia Americana" en la cual, por "primera vez", un partido religioso
había ganado las elecciones presidenciales en Estados Unidos. Similarmente, Stephen
Zunes, un científico político, hizo notar la estrategia calculada de llevar a los conservadores
al partido republicano para conseguir el sustancial apoyo de la “derecha religiosa” para
poder ganar el poder” (Kearns, 2009: 241). La deformación política, resulta evidente, más
aún, lleva a otra deformación diferente, pero igualmente grave para regímenes políticos
considerados tradicionalmente como democráticos. Desde esta perspectiva, asistimos al:
“reforzamiento del poder ejecutivo” (Bovero, 1995: 20). Esta deformación, altera
radicalmente el principio de la separación del poder establecido en todas las constituciones
modernas y lleva a la supuestamente superada concentración y preponderancia del poder en
la rama ejecutiva. De este modo, se asiste a la desconfiguración del plano específico del
poder político; en otras palabras, del modelo constitucional y democrático. Llegados a este
punto, estamos obligados a preguntarnos si los principios que mediaban en la relación entre
el público constituyente de la autoridad (electores) y la autoridad constituida (gobernantes),
vale decir, los principios que mediaban en la relación entre gobernantes y gobernados, se
están disolviendo ante nuestros ojos. ¿Qué nos queda? Nos queda la autocracia recargada y
revestida con los ropajes de la democracia en pleno siglo XXI.

Referencias
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