Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
1 El Renacimiento
1.1 Características del Renacimiento
1.2 El renacimiento filosófico
1.3 La Reforma protestante
1.4 Política y derecho
2 La Revolución Científica
2.1 El modelo geocéntrico aristotélico-ptolemaico
2.2 Heliocentrismo: la revolución copernicana y el modelo kepleriano-galileano
2.3 El mundo como una máquina: la mecánica clásica
1 El Renacimiento
La Universidad de Padua se había convertido, durante el siglo xiv, en refugio de los maestros
«aristotélicos» de artes liberales que chocaban con la doctrina oficial del Papa, que había
condenado el averroísmo (sobre el averroísmo, véase la unidad 4).
Esta circunstancia fomentó el estudio de Aristóteles, sobre todo en los interesados por la
«filosofía natural» (por la física) –Copérnico, por ejemplo, fue estudiante de esta universidad–,
y desembocó, ya en el siglo XV, en la singular figura de Pietro Pomponazzi (1462-1524), que
fue maestro de Padua hasta su cierre en 1509 y luego profesor en la Universidad de Bolonia.
Aunque sus primeras obras tienen un contenido más físico-natural, su escrito más influyente
fue el Tratado sobre la inmortalidad del alma, donde da lugar a una polémica sobre si puede o
no defenderse esa inmortalidad con los textos de Aristóteles, polémica que choca con el
dogma católico y que avivará los mejores talentos de su tiempo, atravesando toda la época
con sus controversias.
Otros aristotélicos que continúan en esta dirección son Giacomo Zabarella (1532-1589) y
Cesare Cremonino (1550-1631), cuyas propuestas intentan desvincular la física aristotélica
de todo supuesto o conclusión teológica.
Ese movimiento de «retorno» al cristianismo más originario (que comportaba una crítica de
muchos aspectos de la Iglesia oficial existente) no solamente despertó un interés por la
purificación de las costumbres e instituciones, sino también una atención crítica y detallada
hacia el texto bíblico que constituía la base principal de la fe religiosa y de la doctrina
teológica.
En este aspecto resulta decisiva la figura de Erasmo de Rotterdam, que inició un estudio
crítico de la Biblia de una solvencia incomparable con los llevados a cabo hasta entonces, y
que culminó en una nueva edición latina del Nuevo Testamento, seguida de una serie de
escritos en donde se ponía por primera vez el contenido del texto bíblico, de un modo a la vez
elegante y claro, al alcance de los hablantes de las llamadas «lenguas vulgares» que no
conocían el latín.
Junto a estos aspectos de su labor intelectual, Erasmo construyó una importantísima obra
literaria, llena de sátiras contra la decadencia moral de la época y en especial de la Iglesia
romana.
En su Elogio de la locura ridiculizó con gran inteligencia el apego eclesiástico a los «bienes
externos», la política de las indulgencias (que libraban a los creyentes de ciertas
consecuencias de sus pecados a cambio de la realización de ciertas «obras meritorias», que
llegaron a constituir un auténtico comercio de la redención) y la rigidez de las reglas
monásticas.
Pero Erasmo no es anticristiano, ni siquiera anticatólico, sino partidario de una religiosidad
forjada en el sentido íntimo que, más que a la letra de la Biblia, se atiene a su libre
interpretación individual, al diálogo del alma con Dios a través del texto.
1.3.2 Martín Lutero
1.3.4 La Contrarreforma
Tan importante como la Reforma protestante, que impregnaría el espíritu cultural de las
naciones que la adoptaron, fue la Contrarreforma, que representó la «respuesta» del
catolicismo romano a las críticas del protestantismo e impulsó algunas transformaciones
teológicas y disciplinarias que evitasen los defectos denunciados por los luteranos.
Impulsada a partir del Concilio de Trento (1545-1563), intentó refundar la autoridad absoluta
del Papa en materia religiosa y la necesidad de la mediación de la Iglesia en las
relaciones entre Dios y los hombres.
En el seno de este movimiento se produjeron innovaciones teóricas de enorme importancia,
como el «derecho de gentes», desarrollado principalmente por teólogos jesuitas españoles, y
también surgieron figuras intelectuales de gran relevancia filosófica, como la del granadino
Francisco Suárez (1548-1617), autor de la obra Disputaciones metafísicas, decisiva en la
recepción del pensamiento medieval por parte de los más importantes representantes de la
metafísica moderna.
Entre los amigos del círculo íntimo de Erasmo de Rotterdam se encontraba también Tomás
Moro, humanista como él, aunque su dedicación a la política (fue Lord Canciller de Enrique
VIII de Inglaterra) lo llevó a un enfrentamiento abierto con el rey por su negativa a someterse a
la autoridad religiosa de la Iglesia Anglicana, que acabaría en su decapitación.
Con todo, la actitud de Tomás Moro no es «antimoderna», sino que –pese a su trágico
desenlace– representa un símbolo extremo de la defensa de la libertad religiosa frente al
poder político, que, justamente, es una de las características ideológicas del discurso
moderno.
Lo mismo cabe decir de la más conocida de sus obras, Utopía (que ha dado nombre al género
entero de libros de este tipo), en donde se describe una sociedad «ideal», o al menos
liberada de algunos de los vicios e injusticias más sangrantes del mundo de su tiempo.
Situada «en ninguna parte» (que es lo que significa «u-topía»), esta isla inexistente alberga
una sociedad campesina y rural pero de un espíritu intelectual muy desarrollado (sus
habitantes se complacen en la dedicación al conocimiento de la naturaleza), de la cual
ha desaparecido por completo la propiedad privada y en la que reina una incondicional
libertad de conciencia en materia de creencias religiosas.
Este relato de Tomás Moro no lo sitúa, sin embargo, al margen o en contra de su tiempo (en el
cual se estaba forjando la sociedad urbana e industrial y el régimen económico basado en la
propiedad privada), sino que hace de él uno de sus más profundos conocedores y uno de sus
más tempranos críticos, además del fundador de un género literario que, además de hacer
fortuna en el mundo de las letras, ha hecho historia en el de la moral.
1.4.2 Nicolás Maquiavelo
«Y porque sé que muchos han escrito de esto, temo –al escribir ahora yo– ser considerado presuntuoso, tanto
más cuanto que me aparto –sobre todo en el tratamiento del tema que ahora nos ocupa– de los métodos
seguidos por los demás. Pero, siendo mi propósito escribir algo útil para quien lo lea, me ha parecido más
conveniente ir directamente a la verdad de la cosa que a la representación imaginaria de la misma. Muchos se
han imaginado repúblicas y principados que nadie ha visto jamás, ni se ha sabido que existieran realmente;
porque hay tanta distancia entre cómo se vive realmente y cómo se debería vivir que quien sustituye lo que se
hace por lo que se debería hacer aprende antes su ruina que su provecho».
«En general se puede decir de los hombres lo siguiente: son ingratos, volubles, simulan lo que no son y
disimulan lo que son, huyen del peligro, están ávidos de ganancia; y mientras les haces favores son todos
tuyos, te ofrecen la sangre, los bienes, la vida, los hijos –como anteriormente dije– cuando la necesidad está
lejos, pero cuando se te viene encima vuelven la cara»
Así pues, a la hora de gobernar repúblicas reales deben los gobernantes reales ser
igualmente realistas, lo que implica reconocer que el uso de la ley es tan importante como el
de la fuerza:
«Existen dos formas de combatir: la una con las leyes, la otra con la fuerza. La primera es propia del hombre,
la segunda de las bestias; pero como muchas veces no basta la primera, conviene recurrir a la segunda. Un
príncipe tiene que saber utilizar correctamente tanto a la bestia como al hombre»
En este tipo de consideraciones vemos nacer lo que otros teóricos políticos contemporáneos
comienzan a llamar la razón de Estado; es decir, el derecho excepcional de las autoridades
políticas a desbordar las limitaciones morales o religiosas para salvaguardar el propio Estado
o para proteger la libertad amenazada.
Como algunos de aquellos sofistas que desesperaban a Sócrates al señalar la conveniencia
política de la mentira o del disimulo, y al confundir la verdad con el poder, Maquiavelo sella el
divorcio definitivo de la moral y la política, la autonomía de la esfera política con respecto a
la moral.
No obstante, los términos en los que separa moral y política aún nos resultan algo
escandalosos por su lejanía de una formulación jurídica universalizable: el príncipe debe hacer
una cosa y decir la contraria, nadie se atreve a llevar la contraria a quien tiene el poder, y todo
es lícito con tal de conservar la reputación o el Estado (a veces se tiene la impresión de que
los consejos de Maquiavelo –como indica el sentido peyorativo que ha adquirido el adjetivo
maquiavélico– son algo así como el manual inconfesable que el político debe seguir pero
nunca mostrar en público:
«Los hombres, en general, juzgan más por los ojos que por las manos ya que a todos es dado ver, pero
palpar a pocos: cada uno ve lo pareces, pero pocos palpan lo que eres, y estos pocos no se atreven a
enfrentarse a la opinión de muchos, que tienen además la autoridad del Estado para defenderlos. […] Trate,
pues, un príncipe de vencer y conservar su Estado, y los medios serán siempre juzgados honrosos y
ensalzados por todos, pues el vulgo se deja seducir por las apariencias y por el resultado final de las cosas, y
en el mundo no hay más que vulgo. Los pocos no tienen sitio cuando la mayoría tiene donde apoyarse. Un
príncipe de nuestros días, al cual no es correcto nombrar aquí, no predica jamás otra cosa que paz y lealtad,
pero de la una y de la otra es hostilísimo enemigo, y de haber observado la una y la otra, hubiera perdido en
más de una ocasión o la reputación o el Estado».
2 La Revolución Científica
El cosmos aristotélico
Las tres grandes exigencias del sistema aristotélico del mundo son: geocentrismo; esferas
concéntricas y cristalinas en torno a una Tierra estable, y movimiento uniforme de tales
orbes celestes. Todo ello está inscrito en la esfera de las estrellas fijas, movida regularmente
–para explicar los días y las noches– por el primer motor, especie de alma del mundo movida,
a su vez, por el motor inmóvil: Dios.
Esta armonía, expresión de las grandes hipótesis de base de la ciencia griega: finitud del
cosmos, uniformidad y circularidad como movimiento perfecto (lo más cercano a la
inmutabilidad del Dios), se veía desde el principio perturbada, con todo, por dos
fenómenos: cometas y planetas.
Con respecto a los cometas, la solución ofrecida resultaba convincente, dada la ausencia de
instrumentos de precisión: se trataría de «meteoros»; esto es, de fenómenos producidos en la
región sublunar por la fricción de las capas de aire y fuego que rodeaban la Tierra.
Pero los planetas no fueron tan fáciles de dominar. En efecto, aparte del Sol y de la Luna, de
movimiento regular, algunas «estrellas» variaban periódicamente de intensidad lumínica, y
otras (especialmente Venus y Marte) aparecían, bien en posiciones opuestas, bien caminando
hacia atrás en movimiento retrógrado. Por eso se las llamó «planetas» (palabra griega que
significa ‘vagabundo’, ‘errante’).
La nueva cosmovisión científica se inicia con una verdadera revolución: la Tierra deja de ser
el centro del universo, y el Sol viene a ocupar ese lugar. Este fue el hallazgo de
Copérnico.
Para él, la rotación de la Tierra sobre su eje y la traslación anual en torno al Sol eran hechos
físicos, no artificios matemáticos. Por lo demás, todo astrónomo podía notar que las
constantes de epiciclos y deferentes usadas por Ptolomeo para Mercurio y Venus estaban
invertidas con respecto a las de los demás planetas: prueba de que estos estaban más cerca
del Sol que de la Tierra.
Había otras razones para el cambio de centro: Copérnico necesitaba solo 34 círculos, frente a
los 80 ptolemaicos. Epiciclos y deferentes seguían siendo usados, pero se evitaba el
«escándalo» de los ecuantes, haciendo que las órbitas en torno al Sol describieran círculos
con movimiento uniforme. Esta búsqueda de lo sencillo y armónico –la restauración de
la armonía celeste– es lo que guía el pensamiento de Copérnico.
Paradójicamente, el pionero de la Modernidad intenta con todas sus fuerzas volver a la pureza
griega: el movimiento uniforme y circular es el único natural, el único perfecto: la imagen de la
divinidad misma. Si la causa es eterna e inmutable, las esferas celestes deben imitar su
movimiento, porque «La sabiduría de la naturaleza es tal que no produce nada superfluo e
inútil».
Copérnico mira a dos mundos. Si, por una parte, retorna a Platón, viendo en las matemáticas
la armonía del universo, donde todo está sopesado y equilibrado, por otra, eleva el orbe
sublunar a la categoría celeste, acercando así los dos mundos: Tierra y cielo, tan
cuidadosamente diferenciados en el pensamiento griego. También la Tierra, su descripción y
sus movimientos están desde ahora sometidos a las matemáticas.
Este profundo cambio, esta unificación (por vez primera cabe hablar de universo) tiene una
clara raigambre cristiana. El mundo, creado por Dios, no admite distinciones ni escalas; todo
en él es valioso. El universo es un mecanismo, transparente a la matemática y «fundado por
el mejor y más regular Artífice».
Consecuencia de esta cristianización platonizante es la devolución del centro del sistema al
Sol, imagen misma de Dios:
«Pero en medio de todo está el Sol. Porque, ¿quién podría colocar, en este templo
hermosísimo, esta lámpara en otro o mejor lugar que ese, desde el cual puede, al mismo
tiempo, iluminar el conjunto? Algunos, y no sin razón, le llaman la luz del mundo; otros, el
alma o gobernante. Trismegisto le llama el Dios visible, y Sófocles, en su Electra, el que todo
lo ve. Así, en realidad, el Sol, sentado en trono real, dirige la ronda de la familia de los astros».
Copérnico, N.:
Las ventajas del copernicanismo eran, en principio, de orden técnico:
1) Permitía el paso directo de las observaciones a los parámetros teóricos.
2) Establecía un criterio para calcular las posiciones y las distancias relativas de los planetas.
3) Sugería la solución correcta para el problema de la medición de la latitud.
Las anomalías en el heliocentrismo copernicano
El sistema de Copérnico mostraba todavía dos puntos oscuros, inadmisibles para un platónico
consecuente: la imprecisión de la órbita marciana y la (leve) excentricidad del Sol.
En 1572 y 1577 aparecieron dos nuevas «estrellas» (en realidad, cometas) en el cielo. El
perfeccionamiento en los métodos de observación astronómica permitió determinar su
posición: sin duda, se encontraban más allá del orbe sublunar. El inmaculado y divino cielo
aristotélico se cuarteaba, y hasta el carácter concluso de la Creación (terminada en el séptimo
día) se ponía en entredicho frente a algo que era un hecho, no una teoría más o menos
estetizante como la de Copérnico.
El último cuarto del siglo XVI se nos muestra, por ello, como una frenética ebullición de ideas,
en donde los continuos descubrimientos de la fragilidad del sistema aristotélico-ptolemaico se
unen a las continuas hipótesis para intentar modificar la gran estructura, sin derruirla por
completo.
Así, el gran astrónomo danés Tycho Brahe (1546-1601) rechaza las esferas cristalinas que
sostendrían los planetas, y sugiere un nuevo sistema cósmico conciliador entre Copérnico
y Ptolomeo: la Luna, el Sol y la esfera de las estrellas fijas girarían en torno a la Tierra,
inmóvil, pero los cinco planetas lo harían en torno al Sol.
Por el contrario, Giordano Bruno (1548-1600) llevaría al límite el giro copernicano. El rechazo
absoluto de los orbes cristalinos le lleva a imaginar una infinidad de mundos
simultáneamente existentes, en los que planetas y estrellas giran en la inmensidad de
un espacio vacío e infinito.
Se pedía en la época, pues, un rigor y una precisión mayores en los datos astronómicos y una
nueva teoría que, sobre la base de la copernicana, lograra conjugar armónicamente los
nuevos descubrimientos y las exigencias de la razón matematizante, de raigambre platónica.
El hombre que logró llevar a cabo tal empresa fue Johannes Kepler.
Un universo perfecto
Kepler no solo era un minucioso observador, era también un gran matemático y, sobre todo,
un fervoroso místico, que creía en la magia de los números y en la armonía musical de las
esferas. Así, la pasión obsesiva por la exactitud matemática se veía en él reforzada por su
creencia en un universo perfecto, creado y regido por un Dios matemático.
La destrucción de las esferas cristalinas urgía una explicación de por qué los planetas y las
estrellas no se dispersaban en los espacios infinitos, «algo» debía mantenerlos en sus órbitas.
Ahora, traspasando el magnetismo terrestre al Sol, ¿no sería esa fuerza la que explicaría el
sistema? Kepler se estaba acercando, así, a la teoría newtoniana.
Sin embargo, su misma obsesión por la precisión matemática le impidió llegar a ese resultado,
al observar ligeras variaciones en la órbita lunar. «Abandono –diría en una famosa carta– las
oscuridades de la física para refugiarme en las claridades de la matemática».
Pero Kepler era un realista; no se conformaba con fingir hipótesis, sino que deseaba confirmar
empíricamente su geométrico sistema. Por ello, se dirigió a Praga, a fin de trabajar con Tycho
Brahe. Los datos que allí pudo manejar le hicieron desechar su teoría, pero le abrieron el
camino hacia su gran obra, la Astronomia Nova Aitiologetos seu Physica Coelestis (Nueva
astronomía en que se da razón de las causas, o física celeste), de 1609.
En la Astronomia Nova es donde aparecen las dos primeras leyes del movimiento celeste:
1) Los planetas se mueven en elipses, con el Sol en uno de sus focos.
2) Cada planeta se mueve de forma areolarmente uniforme; es decir, la línea que une su
centro con el Sol barre áreas iguales en tiempos iguales.
La primera ley supone una revolución en la historia del pensamiento occidental: la caída de la
circularidad como movimiento natural perfecto (concepción de la que ni Copérnico ni
Galileo lograron zafarse).
Confluyen en el descubrimiento de esta ley las dos grandes directrices del pensamiento
kepleriano: su respeto ante los datos extraídos por la observación y su filosofía platonizante.
«Para el lector de hoy, que pone a la ciencia de la naturaleza en conexión con muy precisas concepciones,
dos cosas saltan a la vista:
1. La ciencia natural no es de ningún modo –para Kepler– un medio que sirva a los fines materiales del
hombre ni a su técnica, con cuya ayuda pueda sentirse menos incómodo en un mundo imperfecto y que le
abra la vía del progreso. Por el contrario, la ciencia es medio para la elevación del espíritu, una vía para hallar
reposo y consuelo en la contemplación de la eterna perfección del universo creado.
Heisenberg, W.: La imagen de la naturaleza en la física actual. Seix Barral, Barcelona, 1969.
La segunda ley no entraña implicaciones tan importantes desde el punto de vista filosófico.
Cabe señalar que, con ella, desaparecen por fin los ecuantes de la astronomía, respetando,
sin embargo, la exigencia de uniformidad del movimiento angular.
Quedaba por explicar la causa física de que el planeta girara más aprisa en su perihelio.
Como antes se apuntó, Kepler sugirió –correctamente– que se debía a una fuerza emanada
por el Sol, pero la seguía concibiendo de una forma cuasimística, como poderes o facultades
que «tiraban» del planeta.
3)La tercera ley dice así: «Los cuadrados de los períodos de revolución de dos planetas
cualesquiera son proporcionales a los cubos de sus distancias medias al Sol».
La primera ley señalaba la relación entre cada planeta y el Sol; la segunda, el movimiento
angular de su órbita; pero es la tercera la que consigue enlazar en un sistema todos los
planetas. Solo a partir de Kepler puede hablarse de un sistema solar. La tercera ley es
denominada, con justicia, la ley de armonía del movimiento planetario.
Así quedaba explícitamente abierta la imagen del mundo de la Modernidad: un
maravilloso mecanismo de relojería, regido por leyes inmutables y extrínsecas a los
cuerpos (caída del concepto griego de physis). En palabras del propio Kepler:
«Mi intento ha sido demostrar que la máquina celeste ha de compararse no a un organismo divino, sino más
bien a una obra de relojería. […] Así como en aquella toda la variedad de movimientos son producto de una
simple fuerza magnética, también en el caso de la máquina de un reloj todos sus movimientos son causados
por un simple peso. Además, demuestro cómo esta concepción física ha de presentarse a través del cálculo y
la geometría».
Galileo llevó a las más extremas consecuencias el programa pitagórico: el mundo terrestre no
copia al celeste por medio de las matemáticas, sino que solo hay un mundo y una clave para
descifrar sus enigmas:
«La Filosofía está escrita en ese vasto libro que está siempre abierto ante nuestros ojos: me refiero al
universo; pero no puede ser leído hasta que hayamos aprendido el lenguaje y nos hayamos familiarizado con
las letras en que está escrito. Está escrito en lenguaje matemático, y las letras son triángulos, círculos y otras
figuras geométricas, sin las cuales es humanamente imposible entender una sola palabra»
(Galileo: Il saggiatore, 1623).
Quizá no haya en la historia de la ciencia moderna otro texto tan decisivo como este. La
lectura del mundo con ojos matemáticos tenía necesariamente que chocar de frente con los
dos grandes poderes de su tiempo: la ciencia aristotélica y la Iglesia. Procede, pues, recordar
primero, brevemente, las posiciones de ambos poderes.
El tema del movimiento es antiguo: la Física de Aristóteles trata del «ente móvil», pero dando
primacía a la entidad. El movimiento es visto siempre como la corrección de una deficiencia,
como un «tender hacia» (potencia) la perfección (acto). Por el contrario, a Galileo le interesan
las propiedades del movimiento en cuanto tal, no las causas de que algo, el móvil, esté en
movimiento ni las razones por las que deje de estarlo.
A Galileo no le interesa preguntarse por la esencia del móvil, del espacio o del tiempo, sino
por la proporción numérica entre estos últimos.
El movimiento uniforme
La primero que hace Galileo es dar una definición para cada tipo de movimiento, expresable
matemáticamente, para incluir luego un conjunto de axiomas.
Así, el movimiento uniforme es aquel en el cual las distancias recorridas por la partícula en
movimiento durante cualesquiera intervalos iguales de tiempo son iguales entre sí.
La matematización de un movimiento tan sencillo como el uniforme supone, en realidad, un
profundo esfuerzo de abstracción e idealización matemáticas: se desechan todas las
cualidades no matematizables (Galileo considera estas cualidades –secundarias–
puramente subjetivas, en la mejor línea atomista).
El método resolutivo-compositivo
El método de Galileo se levanta, por una parte, contra el nominalismo vigente en su época y,
por otra, contra la mera recogida de datos a partir de la experiencia, para conseguir una
generalización inductiva.
La experiencia es una observación ingenua: pretende ser fiel a lo que aparece, a lo que se ve
y toca. Pero introduce subrepticiamente creencias y modos de pensar acríticamente
asumidos, a través de la tradición y la educación.
El experimento, por el contrario, es un proyecto matemático que elige las características
relevantes de un fenómeno (aquellas que son cuantificables) y desecha las demás. Y aún
más, el pitagorismo de Galileo lo lleva a considerar esas cualidades no
cuantificables (cualidades segundas) como irreales, meramente subjetivas. Realmente solo
existe aquello que puede ser objeto de medida (cualidades primeras).
Estamos, ahora, en disposición de seguir los pasos del método experimental, tal como los
traza Galileo en su carta a Pierre Carcavy (1637):
1) Resolución: a partir de la experiencia sensible, se resuelve o analiza lo dado, dejando solo
las propiedades esenciales.
2) Composición: construcción o síntesis de una «suposición» (hipótesis), enlazando las
diversas propiedades esenciales elegidas. De esta hipótesis se deducen después una serie de
consecuencias, precisamente las que puedan ser objeto de resolución experimental.
3) Resolución experimental: puesta a prueba de los efectos deducidos de la hipótesis.
El mundo nuevo surge por la confianza absoluta en la razón proyectiva. La razón impone sus
leyes a la experiencia, hasta el punto de que esta última se convierte en un mero índice de la
potencia del intelecto. Es el inicio de la razón como factor de dominio del mundo.
Aunque en una época posterior al Renacimiento, conviene que añadamos algunas notas
sobre el mecanicismo de Descartes y la física de Newton para completar la exposición de la
Revolución Científica.
El siglo XVII vio triunfar en Europa la Revolución Científica iniciada por Copérnico, Kepler y
Galileo. A los esfuerzos de estos pioneros por instaurar un método experimental, y a su
insistencia casi religiosa en valorar la precisión y exactitud de las matemáticas, se agrega
ahora una cosmovisión de miras tan ambiciosas como las del derruido sistema aristotélico: la
filosofía mecanicista de Descartes. Podemos agrupar así los rasgos esenciales de este
mecanicismo:
1) Solo existe lo matematizable: figura, tamaño y movimiento, que son las cualidades
primarias. Las otras cualidades quedan reducidas al ámbito de lo subjetivo.
2) En consecuencia, las «cosas» naturales se reducen a masas puntuales moviéndose en
el espacio euclídeo (infinito, isotópico y tridimensional).
3) Toda acción y reacción deben ejercerse mediante choque o impulso. En todo caso, por
contacto.
4) Es suficiente describir matemáticamente las leyes que rigen estos movimientos y
acciones; el ámbito de la causalidad se reduce a la causa eficiente, y esta, a la función que
relaciona dos variables.
5) El tiempo deviene un concepto secundario, desde el momento en que el lugar de la
ubicación de las masas es un espacio infinito: el punto de partida de un movimiento (medida
del tiempo) es arbitrario y reversible.
6) Los principios que rigen la inmensa maquinaria del sistema son dos: el de «inercia» y el
de «conservación del momento o cantidad de movimiento».
Como consecuencia de estos postulados del mecanicismo cartesiano, la física queda
subsumida en la cinemática (desplazamiento de masas puntuales en un espacio infinito). Así,
aunque Descartes enunció por vez primera, explícitamente, la ley de inercia (principio
fundamental de la física), le fue imposible introducir en su sistema las consideraciones
dinámicas de Galileo (caída de los graves) y de Kepler (segunda ley).
Por otra parte, su repudio de las cualidades ocultas le llevó, necesariamente, a postular un
espacio lleno (acción por contacto). El descubrimiento de fuerzas aparentemente actuantes a
distancia (gravedad, magnetismo y electricidad) quedaba reducido en su sistema a la
imaginería, no matemática, de los torbellinos.
La segunda mitad del siglo XVII estuvo ocupada enteramente en un esfuerzo de renovación
mental pocas veces igualado en la historia, encaminado a conciliar en un sistema unitario los
descubrimientos parciales de estos grandes hombres:
1) Se trataba de conjugar la geometría analítica cartesiana con el concepto dinámico de
derivada del tiempo, implícitamente descubierto por Galileo. Asistimos, así, a los albores de la
noción de razón empírico-analítica antes explicada. El resultado, decisivo en la historia de la
matemática, fue la invención del cálculo infinitesimal.
2) Se trataba, también, de asignar una causa física a las leyes empíricas de Kepler. El
resultado sería el descubrimiento, aún no superado, de la teoría de la gravitación universal.
3) En tercer lugar, había que combinar la cinemática cartesiana con la dinámica de Galileo, en
un único sistema físico: la mecánica.
4) Por último, había que introducir en el edificio de la mecánica fuerzas como el magnetismo
y la electricidad, incompatibles con el universo inerte de Descartes.
Estas cuatro conquistas, pilares del inmenso edificio de la ciencia moderna, se agrupan en
torno a un hombre: Sir Isaac Newton.