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EL MÉXICO DE HOY: ENTRE EL AVANCE DEMOCRÁTICO

Y LA RESTAURACIÓN POPULISTA

El Estado social y democrático de derecho tal y como está definido y


descrito en las más modernas constituciones europeas, como es el caso de
la Constitución Alemana de 1949 y la Constitución Española de 1978, no
tiene absolutamente nada que ver con el populismo de izquierdas que tan
bien conocemos y recurrentemente padecemos en América Latina. Los
regímenes populistas son, en medida importante, regímenes
anticonstitucionales y antisociales en el sentido de que su fuente principal
de legitimidad no deriva de su apego a la legalidad y de su capacidad
técnica para resolver problemas y superar profundos rezagos sociales
garantizando un desarrollo firme, sostenido e igualitario en un horizonte
histórico de largo plazo, sino de su supuesta conexión directa con algo tan
intangible y esencialmente abstracto como la “voluntad popular”, una
especie de entelequia supuestamente provista de vida propia en nombre de
la cual se han cometido las mayores atrocidades de la historia comenzando
con el “régimen del terror” encabezado por Maximiliano Robespierre y su
infame “Comité de Salvación Pública” en el seno de la Francia
revolucionaria.

Nuestro país aún está lejos de ser un verdadero Estado social y democrático
de derecho y prueba de ello es la insultante desigualdad social y la
rampante corrupción que afecta a todos los órdenes de gobierno y que fue
particularmente evidente en el marco de la anterior administración
presidencial. El crimen organizado que campea a sus anchas por diversas
regiones del país constituye hoy en día la más ominosa y brutal
manifestación de una corrupción burocrática y de un actitud popular de
desprecio a la legalidad que se han extendido como un auténtico cáncer a
todo lo largo de nuestro tejido social. Es por lo tanto obvio que México tiene
que cambiar de rumbo, pero es fundamental que lo haga por el camino
correcto que no es otro que el camino, ciertamente largo y sinuoso, pero
igualmente ineludible, de la formación integral (cognitiva, ética, cívica y
ecológica) del pueblo y del fortalecimiento gradual de estructuras, leyes e
instituciones. Ninguna potencia mundial se ha construido siguiendo un
camino diferente. En el desarrollo nacional, como en el desarrollo personal,
no hay atajos.

Una de las características del populismo en América Latina ha sido su


tendencia histórica a subordinar la democracia y la legalidad a la
denominada justicia social. Ni el Estado de derecho ni la democracia
representativa resultan importantes frente al imperativo de ayudar a los
pobres. Durante décadas el Estado mexicano surgido de la revolución de
1910 sustentó su legitimidad política en la distribución clientelista de
recursos entre sectores populares organizados corporativamente al interior
del partido oficial. Obreros, campesinos y sectores populares agrupados en
ligas agrarias, sindicatos obreros y asociaciones civiles se convirtieron en los
soportes políticos y electorales del PRI. La competencia entre partidos
políticos solamente existía como discurso de legitimidad y la legalidad se
aplicaba de manera selectiva como en los mejores tiempos del absolutismo
monárquico.

El poder político del partido y de su líder sexenal se encontraba por encima


de los votos y las leyes. Los consensos políticos fundamentales y las
alianzas más importantes en términos estratégicos tenían su centro de
gravedad en la Presidencia de la República. El titular del poder ejecutivo
controlaba la política a nivel institucional y a nivel territorial operando de
facto como un dictador. La poderosa Secretaría de Gobernación era mucho
más que un simple Ministerio del Interior. La SEGOB era la institución
encargada de darle concreción a la voluntad presidencial dirigiendo la
política nacional tanto a nivel interinstitucional como a nivel
intergubernamental. Del Palacio de Cobián surgían las directrices políticas
que debían aplicarse tanto en los otros dos poderes federales como en
estados y municipios. Ningún actor político relevante escapaba al control
presidencial y a la voluntad del hombre que ocupaba el Trono del Águila y
despachaba en “Los Pinos”. Este sistema autoritario, corporativo y
clientelista se mantuvo vigente durante muchas décadas y no fue sino hasta
el año 2000 que el sistema electoral resultó capaz de investir como
Presidente de la República a un hombre ajeno al PRI y a sus bases
corporativo-clientelistas de sustentación política.

La transición a la democracia en México paradójicamente no emanó de la


voluntad de un político sino de un tecnócrata. A diferencia de Ernesto
Zedillo, Carlos Salinas de Gortari y Luis Donaldo Colosio creían en la
transformación estructural del PRI y concebían el futuro de México más en
términos de la constitución de un nuevo partido hegemónico de Estado que
en términos de una auténtica apertura del sistema mexicano a la
competencia electoral entre partidos políticos. Podríamos decir que con la
muerte de Colosio se cerró definitivamente la posibilidad de transformar
estructuralmente al PRI y el fracaso político del gobierno de Enrique Peña
Nieto constituye una clara prueba de ello. La incapacidad del anterior
presidente de reformar la organización política que le llevó al poder condujo
a la debacle priísta que hoy en día tiene en el poder a MORENA y a su
perseverante fundador y líder, Andrés Manuel López Obrador. De hecho es
altamente improbable que, en el marco estructural y funcional del PRI previo
al periodo de alternancia democrática iniciado en el año 2000 con el triunfo
del PAN, un hombre con las evidentes limitaciones intelectuales y de
carácter propias de Enrique Peña Nieto hubiese podido ser candidato a la
Presidencia de la República Mexicana.

La nueva realidad política de México puede ser interpretada como una


recreación del proceso que permitió consolidar el poder histórico del PRI. A
veinte meses de iniciado el gobierno de López Obrador es cada vez más
claro que la construcción de clientelas políticas entre sectores populares y la
gradual transformación de MORENA en un aparato efectivo de control y
manipulación son mucho más importantes en términos estratégicos que el
fortalecimiento del Estado de derecho y la democracia en nuestro país. La
estrategia es cada vez más clara. El proyecto de López Obrador es
transexenal como lo fueron en su momento histórico los proyecto políticos
de Plutarco Elías Calles y Lázaro Cárdenas. Aquí la gran pregunta es la
siguiente: ¿estará dispuesta la sociedad civil de la tercera década del siglo
XXI a soportar una recreación del sistema populista, corporativo, clientelista
y esencialmente autoritario que dominó la política nacional hasta la
conclusión histórica del siglo XX?

El voto antisistema fue determinante en el triunfo de López Obrador y su


partido. Es altamente probable que sea precisamente el reconocimiento de
esta realidad lo que ha llevado a la actual administración presidencial a
centrar su atención en una profunda reestructuración de la acción
estratégica del poder ejecutivo del gobierno y de las diferentes políticas
públicas que le dan forma, en beneficio de aquellos sectores populares y
regiones del país que hoy en día son considerados como bases sociales de
apoyo, no solamente de un nuevo partido, sino de un nuevo régimen político
populista que bien podría ser interpretado como una suerte de restauración
histórica del modelo que, sustentado ideológicamente en el discurso del
"nacionalismo revolucionario", estructuró Lázaro Cárdenas a finales de la
década de los treinta del siglo pasado. La masiva canalización de recursos
fiscales hacia sectores populares que fueron irresponsablemente
desatendidos por las administraciones pasadas (jóvenes y adultos mayores),
y la defensa “contra viento y marea” de grandes obras de infraestructura
energética y de comunicaciones ubicadas en el sureste del país, pueden
interpretarse como evidencia de una estrategia de largo plazo encaminada
a transformar las estructuras políticas y económicas del país en beneficio de
un nuevo “bloque de poder”.

Resulta cada vez más evidente que, al menos en este momento histórico, la
prioridad del actual gobierno no es ni el crecimiento económico ni la
restauración de una legalidad devastada por el crimen organizado sino la
construcción de un nuevo sistema corporativo y clientelista que sirva de
fundamento estructural para un grupo político decidido a conservar el poder
por muchas décadas. Las reiteradas expresiones de desconfianza ante el
Instituto Nacional Electoral y otros organismos provistos de autonomía
constitucional que restringen el margen de acción y la capacidad de
transformación estructural de la Presidencia de la República son claras
manifestaciones discursivas de esta estrategia política fundamental. Todo
parece indicar que estamos entrando a una nueva etapa en la reciente
historia política de México, una etapa que bien podría implicar el fin de la
alternancia partidista en la conducción del Gobierno Federal que inició en el
año 2000.

Más allá de su reiterada admiración por Benito Juárez y Francisco I. Madero,


dos liberales demócratas, todo parece indicar que el político mexicano que
realmente inspira al actual presidente es Lázaro Cárdenas. El michoacano
fue sin lugar a dudas unos de los artífices importantes del Estado surgido de
la Revolución Mexicana y los arreglos institucionales surgidos de su gobierno
fueron determinantes para el desarrollo posterior del país y para su
estabilidad social y política. Sin embargo, y sin menoscabo de su inmensa
proyección histórica, Lázaro Cárdenas no podría ser certeramente calificado
como un demócrata sino más bien como un político intuitivo y realista que
entendió cabalmente lo que México necesitaba en la particular coyuntura
histórica dentro de la cual le correspondió ejercer el cargo de presidente.
Cárdenas fue un producto fiel de su tiempo, un sujeto histórico que supo
reconocer las posibilidades y limitaciones derivadas de la particular
configuración estructural, económica y política, del México que le tocó
gobernar. Pero el México de la segunda mitad de la década de los treintas
del siglo pasado y el México contemporáneo son radicalmente distintos.
Apostarle nuevamente a un autoritarismo populista sustentado y legitimado
por estructuras corporativas y prácticas clientelistas en lugar de profundizar
en la transformación democrática y en el desarrollo republicano del país
podría representar un grave error de cálculo estratégico, un error capaz de
provocar que la “cuarta transformación”, más que representar un progreso
real para la nación, se convierta en una lamentable regresión histórica.

Federico Seyde
Ciudad de México, 9 de agosto de 2020

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