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Prólogo

A los 13 o 14 años empecé a leer regularmente el diario La Nación


que mi padre recibía todos los días: comenzaba a tratar de entender el
mundo. Acepté que éste era más o menos como me lo describían el
diario y los otros medios masivos (tv, radio, cine). Y si bien después
cambié de ideas, de diarios, de medios, de periodistas, todos, con sus
diferencias, con sus ideologías, con sus estilos, constituían un
conjunto: los Medios Masivos de Comunicación. Y ellos eran los
encargados, cada uno a su manera, de contarme el mundo. Aunque
yo tomara con pinzas su relato

El profundo cambio en la forma en que la humanidad comenzó a


comunicarse en el siglo XXI es un inagotable motivo de reflexión por
parte de periodistas, psicólogos, sociólogos y otros expertos . Y lo
seguirá siendo durante años porque el impacto que tuvo, tiene y
tendrá apenas lo estamos vislumbrando. Cuando las revoluciones
están sucediendo no nos damos cuenta. Todo a nuestro alrededor
tiembla y nosotros temblamos también, sin entender bien lo que pasa.
Un tiempo después nos encontramos viviendo en otro mundo.. “Ah,
era esto” nos decimos con cierto asombro y seguimos. Es nuestra
habilidad más destacada: siempre seguimos.

Yo percibí este cambio como una caída estrepitosa, como la de


aquella enorme estatua de Sadam Hussein que enardecidos irakíes
arrancaron de cuajo en el 2003: el conjunto de los Medios de
Comunicación, aquel poderoso conglomerado encargado de crear,
hacer circular y transmitir la información, el conocimiento y la cultura
de nuestro tiempo.se fragmentó. En su lugar, incontables emisores, en
muchos casos anónimos o desconocidos, comenzaron a contarnos lo
que sucedía allí afuera a través de nuevos medios: mails, blogs, redes
sociales, portales. Y con la multiplicación de emisores llegaron la
extrema abundancia y la consiguiente degradación.

Leopoldo Marechal escribió en 1965, en El Banquete de Severo


Arcángelo: “…un periodista es un ente que por fatalidad de oficio, está
condenado a escribir todo de todo sin saber nada de nada”. Creo que
esta percepción tan crítica, a pesar de los cambios de soportes, de
contenidos, de actores puede ser una buena caracterización de
muchos de quienes hoy están comunicando.

Aceptamos, además, desde hace unos pocos años, que todos


podemos opinar en redes, blogs y portales, como si supiéramos de
cosas que no sabemos. Tenemos espacios para ello, ya no hace falta
ser periodista, sociólogo, trabajar para un medio; es natural que yo
comente en un portal, convencidísimo, que “el fracking daña el
planeta” sin saber muy bien lo que esto significa.. El espacio
comunicacional se llenó de inconsistencia, de ideas que carecen de
entidad, de palabras que poco tienen que ver con el conocimiento.

Agradezco haber sido testigo de este proceso porque estimuló mi


pensamiento: desde que se inició no dejo de reflexionar y preguntarme
por la naturaleza de nuestro conocimiento. ¿Que es lo que en verdad
sabemos? De la misma manera, no dejo de preguntarme asombrado,
¿ porque olvidamos que no sabemos?, ¿porqué preferimos hablar sin
saber que permanecer en silencio?
Y es tanto el interés que me despiertan estas preguntas que decidí
investigar sobre las creencias, las certezas y el conocimiento. Para
esto me inspiró un extraño, heterodoxo y sabio filósofo español
Antonio Escohotado, quien me enseñó que:

1) Nada me impide estudiar, conocer, aprender sobre cualquier tema.


Todo el conocimiento del mundo está en mi pantalla a un click de
distancia

2) La realidad tiene una densidad casi infinita. Cualquier idea que uno
tenga sobre algo, es una simplificación. Conocer es agregar hechos,
datos, sustancia a la escuálida percepción de la cual partimos, para
que “donde estaba el prejuicio aparezca el juicio”.

3) Investigar no es intentar confirmar una idea, sino dejarse sorprender


por lo nuevo que va surgiendo a medida que se avanza

Y de esto se trata este libro. Espero poder transmitir en él algo de la


fascinación que me produce aprender , investigar y descubrir que es lo
que tengo dentro de mi cabeza.

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